¿El 99% contra el 1%? - Mariana Heredia - E-Book

¿El 99% contra el 1%? E-Book

Mariana Heredia

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Beschreibung

De un lado, un puñado de ricos y poderosos que siempre gana y se ríe del resto; del otro, una mayoría del 99% que sufre distintos grados de privación. ¿Cuánto ilumina y cuánto confunde esta definición aritmética de la desigualdad? ¿Cuánto ayuda a la hora de trazar diagnósticos e implementar políticas? ¿Bastaría con quitar sus privilegios a ese 1% y estaríamos en una sociedad equitativa? Documentar las ventajas de una minoría es un paso insoslayable para entender el problema. Pero la denuncia moral y la vehemencia retórica contra el 1% chocan una y otra vez con la impotencia práctica y, lo más importante, terminan echando un manto de silencio sobre los mecanismos sociales que permiten acumular riqueza y acceder a las posiciones más codiciadas, y que están naturalizados en vastos sectores medios y medios altos. Luego de años de investigar estos temas en la Argentina y América Latina, Mariana Heredia propone entender y discutir las desigualdades contemporáneas desmontando las etiquetas que impiden pensarlas. Así, muestra que los "ricos" de hoy poco tienen que ver con las familias tradicionales, la oligarquía o la burguesía nacional, y que constituyen un grupo heterogéneo no siempre blindado ante la inestabilidad. Atenta a los resortes que permiten reproducir el capital, acceder al bienestar y ejercer poder, analiza cómo las reformas desregulatorias de los años setenta y noventa achicaron los márgenes del Estado nacional como gran integrador social y mercantilizaron bienes que eran públicos, como la salud, la educación, la seguridad. Y nos invita a poner en cuestión ciertos lugares comunes del debate: ¿qué expectativas depositar en la puja distributiva entre empleadores y trabajadores? ¿Y en las políticas de ingresos? ¿Puede la búsqueda de equidad descansar en la movilización constante y la capacidad de bloqueo de los sectores populares más golpeados? ¿Se trata de aumentar gravámenes o de afinar los dispositivos para evitar la evasión? ¿Cuál es el poder relativo de la autoridad presidencial para delinear intervenciones públicas que minimicen las injusticias? La obsesión por los ricos, sea en clave de fascinación o de repudio, activa sensibilidades pero no sirve para entender las causas profundas de la desigualdad. Este libro es un aporte enormemente revelador para conocer los poderes y las impotencias de las élites políticas, económicas y sociales, y para imaginar cómo salir del callejón sin salida en el que estamos y avanzar hacia una sociedad más integrada.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Dedicatoria

Introducción

1. Los hombres del poder. De los nombres propios a los sustantivos comunes

Los dueños del pasado: la persistencia de la clase alta tradicional

Los dueños de los fierros o la burguesía nacional en su laberinto

Los dueños del capital o el problema de los ricos

2. Combatiendo… ¿al qué? Las élites socioeconómicas y la acumulación de capital

El capital y su infraestructura

Los mecanismos de la acumulación

La (im)personalidad del capital en la Argentina

3. Con una ayudita de (papá y de) mis amigos. Las élites sociales y el acaparamiento de oportunidades

El bienestar y sus tramas

Las formas del acaparamiento

Las nuevas familias de clase ¿media? alta

4. Un gigante rosa con pies de barro. Las élites políticas y la autoridad en un país plebeyo

La decisión pública, sus condiciones y prerrogativas

Las distintas formas de la autoridad

Los dirigentes políticos del siglo XXI

Conclusiones generales

Referencias

Agradecimientos

Mariana Heredia

¿EL 99% CONTRA EL 1%?

Por qué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad

Heredia, Mariana

¿El 99% contra el 1%? / Mariana Heredia.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB (Sociología y Política)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-190-5

1. Sociología. 2. Desigualdad Económica. 3. Riqueza. I. Título.

CDD 305.51

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Pablo Font

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: septiembre de 2022

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-190-5

A Olga D’Ettore, Velia Torres, Mónica Monclá y Diana Rabinovich,

las grandes mujeres que marcaron mi vida

A Clara, Julia, Olivia, Malena, Carmen y Violeta,

con esperanza

Introducción

Hojear esas revistas en las redacciones, en las peluquerías y los depiladeros.

Reír, burlar: nos sale político y nos sale correcto: nos sale bien.

Leila Guerriero, 2008

En las revistas de negocios y celebrities, los ricos y famosos resplandecen. Sus millones, sus coches rugientes, sus mansiones infinitas, sus rascacielos, sus trajes de boda se alzan espléndidos e inexpugnables. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren mostrarnos? Para Bourdieu, la cuestión era central. En su libro La distinción,de 1979, advierte que las élites francesas de su tiempo no solo detentaban los mayores patrimonios, frecuentaban los círculos más selectos, ejercían una influencia política singular. En el marco de una sociedad estable y próspera, exhibían una sofisticación que conquistaba el deslumbramiento de las mayorías. Si la distinción interesaba, era porque gracias a ella las clases altas afirmaban su capacidad de dirigir la sociedad. Portadoras de los ideales de la civilización, las élites no solo ostentaban sus privilegios: eran valoradas y emuladas por sus contemporáneos.

Cuando empecé a trabajar sobre estos temas, hace casi veinte años, esa obra me sirvió de inspiración. Creía, por entonces, que los miembros de las clases altas se reconocían como tales, que eran los herederos de las familias tradicionales y que podía encontrarlos en las asociaciones vinculadas al campo y las finanzas. La Sociedad Rural Argentina (SRA) y la Asociación de Bancos de la Argentina (ABA) eran por esos años dos grandes corporaciones del empresariado, asociadas a los sectores más prósperos y concentrados, que habían promovido y respaldado con vehemencia las reformas de los años noventa.

No obstante, a poco de andar, fui notando que se trataba de hombres de negocios muy distintos, que estas políticas habían impactado sobre ellos de modo diferente y que contrastaban en su vocación por hacerse notar. En la SRA, respondieron con premura a mis pedidos, me concedieron una “audiencia con el presidente”, en un petit hotel de la calle Florida donde estaba ubicada, desde hacía décadas, la sede de la entidad. Allí, me permitieron acceder a sus minuciosas actas, me facilitaron documentos donde registraban su contabilidad tanto como los discursos de sus autoridades, que aparecían con frecuencia en la prensa. Al entrevistarlos, sus dirigentes enaltecían el aporte de los hombres de campo, insistiendo en la responsabilidad de las élites por el destino de la nación. Se referían a las dirigencias en un sentido amplio que los incluía. En ABA, en cambio, tuve que apelar a mi mayor perseverancia, pero ninguna de sus autoridades quiso recibirme. Terminaron atendiéndome dos empleados de rango medio, celosísimos de la información que les solicitaba, en un ignoto departamento de la city, donde la documentación era escasa y entregada a cuentagotas. De hecho, también los periodistas se quejaban de la reserva de los banqueros y sus representantes. En plena crisis monetaria y financiera de 2001, en sus pocas apariciones públicas, los dirigentes de la banca exigían el respeto de las leyes del mercado, atribuyendo todas las dificultades del país a los errores de la “clase política”.

Al cotejar con otras fuentes, me sorprendió comprobar que aun cuando algunos descendieran de familias de origen colonial, las autoridades de la Rural no eran particularmente ricas, estaban enfrentadas al resto de las dirigencias del agro y no lograban que el gobierno respondiera a sus reclamos.[1] En las antípodas, muchos banqueros detentaban una prosperidad más reciente o eran gerentes cosmopolitas, pero gestionaban grandes fortunas, desarrollaban negocios que les habían procurado cuantiosas ganancias, habían logrado unificar bajo su égida a todas las entidades privadas, con un discurso imperativo e influyente. Sin otros elementos de juicio, la forma en que se hacían visibles y se presentaban a sí mismos me hubiera llevado a conclusiones equivocadas: los hombres de la SRA no eran tan opulentos y poderosos como pretendían ni los de ABA tan marginales e irrelevantes como aparentaban.

Aunque las diferencias bien podían atribuirse a la naturaleza de sus actividades y a la coyuntura crítica que atravesaba el país, la sorpresa abrió en mí un primer interrogante: ¿y si por perseverar en el estudio de la élite tradicional perdía de vista a quienes se imponían en la economía y la política? ¿Y si replicando estudios hechos en otros países u otros tiempos perdía de vista el modo en que se estructuraban ahora las desigualdades y los grupos que se habían vuelto predominantes? ¿Y si en lugar de regodearse en la distinción de sus privilegios las nuevas élites dejaban esa tarea a los famosos y cultivaban una persistente discreción?

Las élites en el banquillo de los acusados

Casi dos décadas más tarde, empecé a escribir este libro. La Argentina seguía enfrentando dificultades para sostener su crecimiento, los ingresos habían sufrido una larga caída y más de la mitad de los niños eran pobres. En este marco, la pandemia del covid-19 multiplicó las razones para acumular frustración. Para algunos, la furia se concentraba en las clases altas y la actitud de algunos de sus miembros contribuía a acicatear la indignación. Durante el verano de 2020 un grupo de rugbiers, un deporte cultivado por las familias tradicionales, había asesinado a golpes a un joven de origen humilde. Poco más tarde, en medio de la crisis sanitaria y económica, algunas de las parejas más ricas del país se mostraban paseando por Miami o París mientras sus compatriotas tenían que cerrar comercios o cesar sus actividades para cumplir con el aislamiento. Otros argentinos se enfurecían contra los políticos y no faltaron incidentes para irritar el encono. Un disgusto generalizado estalló al comprobarse la distribución de vacunas a dirigentes y amigos del poder mucho antes que al personal de salud o a la población de alto riesgo. Muchos volvieron a indignarse ante las fotos de una fiesta en la casa de gobierno, tomada en el mismo momento en que los ciudadanos tenían prohibido reunirse, incluso para velar a sus muertos. Y así podríamos seguir sumando anécdotas sobre la prepotencia, la desidia, el egoísmo de las minorías que concentran la riqueza y el poder.

Tan viejo como la desigualdad, este rencor se exacerba en momentos de ruina generalizada. Cada escándalo contribuye a reafirmar la oposición contra “ellos”, los “privilegiados”, los que siempre ganan y se ríen de nosotros. Aunque muchas veces celebren su fortuna y su poder, en circunstancias críticas los diarios, las redes sociales, hasta los programas de indiscreciones excitan la ira contra estos círculos que aparentan seguir como si nada mientras el mundo se desmorona. Renace entonces la oposición entre las élites y el resto. De un lado, los ricos y poderosos reducidos al egoísmo y la avidez. Del otro, las mayorías unidas en la fraternidad y la honradez de quienes sufren privaciones. Sobre este contraste, la indignación reserva al “otro” todos los pecados y le opone un “nosotros” unido en la virtud. Un mar de riqueza y poder distancia a la gente desvalida y a aquellos que serían los únicos artífices de su destino y del de todos los demás.

¿Quienes son esos seres que acumulan riquezas, concentran ventajas y ejercen la dominación? ¿Dónde se sitúa la justa línea que nos separa? Tras explorar los múltiples esfuerzos de delimitación ensayados por la academia y la política, este libro se opone a la idea de contraste y ajenidad que les sirve de fundamento. Aunque sea menos evidente que en el pasado, las élites están lejos de haber roto amarras con el resto de la sociedad, y aproximarse a ellas nos revela que las demarcaciones taxativas son engañosas. Si las clases altas interesan es porque participan de desafíos que las trascienden, y esos desafíos involucran mucho más que a las minorías ubicadas en la cima. En naciones de alta movilidad social como la Argentina, un libro sobre las élites es también una reflexión sobre los modos en que se organiza y conduce la ambición. Todos los seres humanos nos relacionamos con la materialidad de este mundo, nos comprometemos en acciones con otros, cultivamos alguna reputación. Buscamos, en suma, con mayor o menor éxito y recato, conquistar solvencia económica, bienestar, autoridad y prestigio. Mientras los escándalos se suceden, un manto de silencio y confusión cubre los mecanismos que permiten acumular riqueza, poder y celebridad y que no solo los miembros de la élite conocen y cultivan.

Este trabajo nació de la inquietud por la creciente distancia entre impotencia práctica y vehemencia retórica que se observa en muchos discursos políticos y académicos a la hora de comprender y revertir la degradación de la equidad social. Ciertamente, documentar la acumulación de ventajas en una minoría es un capítulo insoslayable en la comprensión de las desigualdades. Ahora bien, si nos contentamos con los gestos simbólicos de denuncia, la moralización de la desigualdad se convierte en un callejón sin salida. Al tiempo que las distancias sociales se dilatan, socavan las bases de la convivencia social y auguran un futuro cada vez más distópico, la obsesión por los ricos corre el riesgo de circunscribir el problema a la (in)decencia de las clases más altas.

En los discursos críticos actuales, como en las novelas de Balzac, los avatares de la riqueza y el poder se inscriben cada vez más en una fábula que enfrenta a villanos y probos, que llama a develar sus máscaras y exigir virtud. Esta imaginación melodramática surgió en Francia a comienzos del siglo XIX, cuando el individualismo liberal puso en cuestión los valores religiosos. Desde entonces, cuando el presente y el futuro se presentan sombríos, el melodrama se esfuerza “por ‘probar’ la existencia de un universo moral que, cuestionado por la maldad y las perversiones del juicio, existe y puede afirmar su presencia y su fuerza categorial entre los hombres” (Brooks, 1995 [1976]: 20).[2] Es encomiable llamar a los ricos y poderosos a grandes actos de generosidad, la cuestión es qué hacer cuando eso no alcanza y el melodrama apenas encubre el desaliento en que quedamos sumidos frente a las fracturas sociales de nuestro tiempo.

Las desigualdades sociales y el estallido de la sociedad

Ante sentimientos tan fuertes, es difícil para las ciencias sociales definir un referente y encontrar un término que no esté connotado. “Oligarquía”, “alta sociedad”, “burguesía”, “clase alta”, “grandes empresarios”, “establishment”, “casta política”, “clase dominante”, “ricos” se entremezclan sin mayores precisiones. Una forma de ordenar la discusión es partir de la noción más general y neutra, para ir calibrándola con el análisis. Si bien conviven dentro de las ciencias sociales diversas tradiciones, el concepto “élite” se ha ido afirmando a la hora de designar a las minorías que concentran riqueza y controlan los principales resortes de poder.

En los discursos públicos y políticos, los ricos y poderosos se erigen como el vértice al que remiten las desigualdades sociales contemporáneas. Ahora bien, como diría Erik Olin Wrigh (2007), “Si ‘clase’ es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”. Al señalar a los ricos o al 1% como el polo aventajado de “la” desigualdad social, con una frontera y una categorización válida de una vez y para siempre, presuponemos la existencia de un solo problema, una única escala de análisis y un grupo indivisible y exclusivo de “responsables”. Aunque atractiva, esta visión monolítica dificulta la formulación de interrogantes más específicos, con problemas más acotados y más aprehensibles a la hora de resolverlos o, al menos, abordarlos. Para afinar la mirada, tres movimientos parecen necesarios: explicitar a qué principio nos referimos, a qué escala remite y qué tipo de recursos, posiciones y márgenes de influencia compromete.

Durante la segunda posguerra, los estudios sociales se acostumbraron a asociar a la sociedad con la geometría de los Estados-nación, a las desigualdades con la puja distributiva por el excedente económico entre capital y trabajo, a la élite con la cúspide de “la” pirámide social donde se concentraba el poder económico, social y político. No sorprende que date de este período uno de los libros clásicos sobre el tema: La élite del poder, de Wright Mills (1956). Su hipótesis fundamental subrayaba que “la” élite estadounidense estaba compuesta por los directivos de las grandes compañías industriales, los jefes de las Fuerzas Armadas y los principales dirigentes políticos. Hoy como ayer, las élites son abrumadoramente masculinas. Son en su mayoría hombres quienes controlan los mayores capitales y también son ellos quienes ocupan las principales posiciones de poder.[3] No obstante, como sugirió Nancy Fraser (2008), a la luz de los cambios ocurridos desde los años setenta, se hizo más difícil referenciarse en un solo vector de desigualdad, una sola escala y una única élite. Es probable que, orientados por objetivos distintos, los poderes económicos, sociales y políticos hayan acentuado sus lógicas y temporalidades específicas. También lo es que se hayan visto trastocados la composición, la cohesión y el poder de cada élite.

¿Cuáles son, entonces, los principios fundamentales de la desigualdad social en el presente y sobre la cima de qué pirámide se alzan las élites? Al menos tres desigualdades y tres lógicas distintas merecen considerarse. Primero, si el poder económico remite a la capacidad de impulsar o abortar grandes proyectos de inversión que comprometen la naturaleza y la sociedad, estos resortes presentan, desde la integración comercial y financiera de los años setenta, una dimensión global y un ritmo cada vez más vertiginoso. Segundo, si el poder social remite a la posibilidad de gozar de las ventajas residenciales, educativas, sanitarias, culturales y sobre todo relacionales que ofrece una sociedad, la segregación urbana y la mercantilización del bienestar profundizaron de manera más lenta pero también inexorable la raigambre territorial y la importancia del poder adquisitivo en la construcción de estas asimetrías. Por último, si el poder político expresa la potestad de neutralizar, controlar u orientar las principales decisiones que impactan sobre las mayorías, su sitial y su sentido son hoy más imprecisos. La crisis fiscal de los Estados, la descentralización de sus funciones y la diversificación de las protestas fragmentaron los poderes institucionales y debilitaron la capacidad de muchos jefes de Estado para definir y actuar en pos del progreso colectivo.

Dotados de mayor poder estructural, los miembros de las élites económicas, sociales y políticas se benefician individualmente del entramado institucional legado por el neoliberalismo a la vez que tienen menos capacidad para movilizarse en torno de objetivos comunes. En línea con la propuesta de Albert Hirschman (1970), puede decirse que los cambios recientes reconfiguraron el peso de las tres formas de reacción posible ante una crisis. Mientras la lógica de la economía reforzó la potestad de los sectores dominantes de abandonar a las poblaciones y territorios que no les sirven (exit) y la beligerancia popular ha tomado las redes y las calles para manifestar su insatisfacción (voice), la lealtad (loyalty) entre quienes sostienen causas compartidas requiere una disciplina y una paciencia cada vez más extraordinarias.

¿Les conviene a las mayorías esta fortaleza dispersa y esta fragilidad mancomunada de sus élites? Hannah Arendt (2001 [1958]) se lamentaba de que el futuro deparaba una sociedad de trabajadores sin trabajo; podría decirse que la contracara es la concentración de beneficios deslindada de toda responsabilidad. Al menos en la Argentina, los grupos con mayor capital e influencia se revelan hoy más capaces de imponerse con estas reglas del juego y de vetar las iniciativas que podrían perjudicarlos que de participar de proyectos susceptibles de incluir a las mayorías. Es posible que el gran empresariado, los miembros de las clases altas y la mayor parte de las dirigencias políticas hayan delegado desde siempre esta misión en los grandes carismas. La dificultad de los presidentes de dar respuesta al malestar ciudadano y de integrar a las mayorías conspira, no obstante, contra las bases de la convivencia democrática y, a la larga, amenaza también a los dominantes.

El caso argentino lo revela con claridad. En el país latinoamericano que supo distinguirse por su igualitarismo y su activismo social, la suspicacia frente a las élites no es nueva y no han faltado ocasiones para convocarlas al banquillo de los acusados. A fuerza de crisis monetarias y retrocesos económicos, de ajustes presupuestarios y degradación de los servicios públicos, las desigualdades llevan décadas profundizándose. En este marco, una parte de la sociedad argentina se manifiesta una y otra vez en contra de las clases más altas. Los gestos cotidianos de insolencia y los estallidos recurrentes de movilización y hartazgo no impidieron que se concentre el poder económico y político. Cuando las multitudes se dispersan y se arrían las banderas, el balance es menos heroico y positivo. Desde la década de los setenta, los sucesivos gobiernos no han logrado estabilizar más que transitoriamente una infraestructura básica para los cálculos económicos, y las prácticas especulativas han generado y siguen generando fortunas singulares y sobre todo graves perjuicios colectivos. A su vez, sin proyectos comunes ni marcos institucionales respetados, la élite política controla resortes clave desde los cuales redistribuir, de un día para el otro, grandes recompensas, pero no logra confluir en un esquema que revierta una situación socioeconómica declinante.

Resultado de varios años de estudio, este ensayo se propone contribuir a la comprensión de las desigualdades sociales contemporáneas poniendo el foco en sus élites y los vínculos que entablan con el resto de la sociedad. A lo largo de las últimas dos décadas, llevé a cabo distintas investigaciones que me permitieron conocer a miembros de las élites argentinas (sobre todo metropolitanas, pero también mendocinas y chaqueñas), en distintos espacios y actividades. Basado en estos materiales y en el diálogo con otros especialistas, el libro tiene una inclinación comparativa que combina esfuerzos de generalización –sobre tendencias observadas en Occidente y América Latina– y especificación –sobre aquello que singulariza a la Argentina– que se van desplegando a lo largo del análisis. Aunque la voluntad de generalizar puede considerarse más hipotética que el estudio de caso, quedan planteadas las afirmaciones para quien quiera recoger el guante y asumir la tarea de refutarlas.

Del observador omnisciente al cuadro cubista

La pista inesperada abierta en la investigación sobre la SRA y ABA me llevó a repensar la relación entre metodología y mirada y los modos en que ese vínculo se fue modificando a lo largo de los años. Cuando empecé a trabajar como socióloga, en las ciencias sociales prevalecían los grandes relatos. Con paradigmas teóricos fuertes y observadores omniscientes, los profesores ofrecían interpretaciones sobre “la” sociedad argentina. De esas generaciones datan las primeras interpretaciones sobre las élites. A partir de los años ochenta, a esa tradición se superpuso otra, caracterizada por una mayor subdivisión disciplinaria, un nuevo énfasis en la investigación empírica y una particular atención por el discurso de los protagonistas. En este giro, todos nos volvimos más especializados y menos eruditos. Abordar objetos acotados se volvió la piedra de toque de la cientificidad.

Aquel primer estudio me alertó, no obstante, sobre los límites de la especialización y la necesidad de tender lazos con otras disciplinas. En la medida en que compromete la comprensión de las grandes estructuras que organizan una sociedad, la preocupación por la riqueza y el poder no es patrimonio de ninguna ciencia y el problema involucra tanto diferentes perspectivas como una diversidad de fuentes de datos.[4]

Los testimonios se han vuelto la fuente por excelencia de la sociología, pero a la hora de analizar las desigualdades deben ser tomados con recaudos. En la medida en que muchos grupos sociales viven más replegados sobre sí mismos, la visión que tienen de la sociedad está cada vez más influida por los medios de comunicación y las redes sociales que utilizan. En un país poroso e inestable como la Argentina, la mayoría de quienes obtienen altos ingresos y poseen grandes patrimonios no se reconocen miembros de las clases más altas. Tampoco se perciben como parte de las élites políticas quienes ocupan posiciones estratégicas en un gobierno, sabiendo que pueden verse expulsados de un momento a otro. Poco importa si la resistencia a considerarse parte de los estratos más altos obedece a la discreción, a la inestabilidad o a una noción idealizada de la riqueza y el poder. En todo caso, la renuencia de muchos de los argentinos mejor posicionados a considerarse parte de las élites es un punto de partida que revela cuán limitado es contentarse con el discurso de los protagonistas.

Las estadísticas económicas, empresariales, bancarias, tributarias y poblacionales aportan un parámetro más imparcial al precio de recortar, cada una a su modo, a los más aventajados. Podemos hacer contorsiones con los datos disponibles, pero es sensato reconocer que todas las bases tienen limitaciones. ¿Cuánto creer a los registros tributarios si sabemos que hay sectores enteros que no declaran ni a sus empleados ni sus ganancias? ¿Cuánto limitar las familias más ricas a aquellas captadas por las encuestas de hogares si somos conscientes de que quedan fuera los barrios cerrados o las mansiones donde nadie contesta? Y si la solución es combinar bases distintas, ¿cómo ordenar clasificaciones que se gestaron ajenas las unas de las otras? Al menos en los datos disponibles, las agencias estadísticas no armonizan sus formas de muestreo, registro o clasificación.

A la parquedad de los discursos y la incongruencia de los datos estadísticos se contrapone el exhibicionismo. Solo los herederos de familias tradicionales, los empresarios de riqueza fulgurante o las estrellas del espectáculo muestran orgullosas sus residencias. En ellos se detienen los admiradores, los críticos, pero también la mayoría de los estudios etnográficos. Unos y otros tienden entonces a respaldar esta jactancia, circunscribiéndose a estos grupos y, lo que es peor, a lo que quieren y pueden mostrar de sí mismos.

La solución que encontré fue multiplicar las mirillas, los puntos de acceso al universo de las élites. En una conversación en inglés, comenté esta estrategia. Me hicieron notar que peephole –la traducción de “mirilla”– era una palabra cargada de connotaciones sexuales. Es fácil comprenderlo: la noción evoca al voyerista escondido en la oscuridad que espía a través de una pequeña ranura una intimidad que le está vedada. La referencia me pareció oportuna: explorar un ambiente lejano y prohibido forma parte del desafío que acompaña a los estudiosos de las élites. La gran prerrogativa de los grupos superiores es precisamente que solo ellos pueden observar y juzgar a los demás sin ser sometidos a un escrutinio semejante. Para ilustrar el doble estándar, basta contraponer el obsesivo control al que son sometidos los beneficiarios de ayuda social y el obsceno espectáculo de la pobreza con la discreción con que se conceden exenciones impositivas o se respeta la privacidad de los barrios más caros.

En esta observación cuidadosa de las desigualdades sociales y sus élites, los esfuerzos solitarios no alcanzan. Si la sociedad y las ciencias sociales se han ido desmembrando, este libro no podía ser sino un rompecabezas con piezas extraídas de estas diversas mirillas de observación y de los hallazgos de colegas que apuntalaron, con sus estudios y sugerencias, las ideas contenidas en este trabajo. Con estos materiales, el resultado es un cuadro cubista, una imagen donde convergen las piezas recogidas y un primer intento de ordenarlas. Braque y Picasso inventaron el cubismo cuando la fotografía arrebató a la pintura el reino de la perspectiva: las artes podían ofrecer entonces una combinación de distintos puntos de vista, aunque eso tensionara los cánones estéticos de su tiempo. No sé si el montaje propuesto en estas páginas ofrecerá una composición satisfactoria. Seguramente la ambición de la empresa entraña flaquezas. De lo que estoy convencida es de la necesidad de correr el riesgo del ensamblaje para que las ciencias sociales puedan acompañar los estudios especializados con panorámicas que permitan recuperarlos en alguna suerte de compromiso conjunto.

Recursos, posiciones e influencia: criterios para identificar a las élites

Tres suelen ser los criterios empleados para observar a las élites: la magnitud y la composición de sus recursos, el tipo de posiciones que ocupan y la influencia que ejercen. Así como hay recursos y posiciones asociados con la riqueza, también los hay asociados con el reconocimiento social o el poder. Mientras los recursos denotan situaciones más fluidas e informales, podría decirse que las posiciones son más adecuadas para estudiar estructuras estables e institucionalizadas. Siguiendo el primer criterio, el poseedor de un gran patrimonio, de un flujo regular y elevado de ingresos, de credenciales educativas destacadas y de contactos valiosos se distinguirá por sus capitales económicos, culturales y sociales. Según el segundo, quien ocupa la dirección de una gran empresa y detenta la membresía de un club selecto será, por su lugar dentro de estas organizaciones, un innegable miembro de la élite. Finalmente, quienes influyen sobre el curso de acontecimientos –sean empresarios, políticos o científicos– merecen ser considerados parte de las minorías más poderosas.

Analizar en detalle cada uno de estos criterios ilumina diferencias y matices para entender las desigualdades. Para quienes enfatizan la importancia de los recursos, las élites se componen de aquellas personas o familias que concentran la mayor cantidad y diversidad de capitales valorados en un momento determinado, aun cuando se vean obligadas a renovarlos para evitar la desvalorización o la obsolescencia. Alcanzar un título universitario era, hace un siglo, una fuente eficaz de ingresos y reconocimiento social. La masificación de los estudios superiores deterioró las recompensas asociadas con estos diplomas. Durante décadas, tener un pariente o un amigo militar de alto rango era, en la Argentina, un contacto clave para abrir puertas o resolver problemas en las altas esferas del poder. Este capital social se desvalorizó en democracia. Pero la cuestión no es solo de magnitud y valoración; no todos los recursos tienen propiedades equivalentes. Algunos, como el patrimonio o el ingreso, pueden acumularse hasta el infinito, mientras que otros, como los diplomas o las relaciones sociales, requieren tiempo para fomentarse, obtenerse y consolidarse. Del mismo modo, algunos recursos son hoy fácilmente transferibles, como el capital financiero, mientras que otros, como las destrezas deportivas o artísticas, demandan de quien los recibe una actitud más activa y laboriosa.

Aunque el solapamiento exista y sea en general la regla, focalizarnos en las posiciones abre otro conjunto de problemáticas. Según este criterio, las élites se definen como las minorías situadas en los puestos de dirección de las organizaciones más poderosas. Diferenciar personas de posiciones permite entrever que esta relación no siempre es armoniosa. A veces, las personas invisten con su aura puestos de prerrogativas limitadas: las instituciones pueden “comprar prestigio” al designar a personalidades destacadas para que las dirijan o representen. Juan Manuel Fangio, por ejemplo, fue durante años el presidente de Mercedes Benz Argentina. En el ejemplo inverso, los puestos de mando pueden instituir prerrogativas y responsabilidades que superan a los individuos designados, requiriendo experiencias, conocimientos y destrezas que estos no poseen. Más allá de estas posibles discrepancias, con el tiempo la frontera entre persona y posición se borronea. Resulta muchas veces imposible disociar cuánto el ejercicio de un cargo responde a las características de quien lo ocupa o a las funciones que cumple. Como los recursos, también las posiciones pueden ser cualificadas. Las hay permanentes o transitorias, acumulables o excluyentes, reales o ficticias. Mientras los reyes ocupan el trono de por vida, los gobernantes republicanos tienen mandatos de duración prefijada. Al igual que los recursos, aunque lo aparenten, las posiciones no valen todas lo mismo: dos gerentes de jerarquía semejante pueden tener vínculos diversos con el presidente de la compañía y detentar, por lo tanto, capacidades de acción muy distintas; quienes ocupan ciertas posiciones pueden estar subordinados a poderes ubicados en las sombras o en funciones de menor jerarquía.

Si bien los criterios evocados tienden a superponerse, la capacidad de influencia nunca termina de doblegarse a la disciplina de los recursos y las posiciones. Es innegable que los principales empresarios o las autoridades económicas nacionales pueden orientar con sus decisiones el curso de la dinámica económica. No obstante, la lucha por la toma de decisiones es, en gran medida, la lucha por quiénes participan de la definición de los problemas y de las soluciones que se deben adoptar. Algunos autores, como Raymond Aron (1965), incluyen a los dirigentes sindicales dentro de las élites en la medida en que son capaces de intervenir, en nombre de las multitudes, en la fijación de los salarios. Pero aun cuando logre ensancharse la mesa de negociaciones, los protagonistas involucrados pocas veces controlan todos los factores que inciden en el resultado final: la evolución del clima o la de la tasa de interés en los Estados Unidos influyen sobre la economía argentina en modos que empresarios, sindicalistas y autoridades locales no pueden controlar.

Desde una mirada estática y exterior, los recursos más valorados, las posiciones más altas y la mayor capacidad de influencia tienden a superponerse y concentrarse en una minoría. Sin embargo, la sola mención de estos criterios permite extraer dos conclusiones importantes. La primera es que minoritario no significa homogéneo: existen combinatorias distintas de riqueza, estima y poder. La segunda es que estos criterios se muestran renuentes a las demarcaciones. Más que establecer fronteras infranqueables, habilitan gradaciones: los capitales admiten volúmenes diversos, los organigramas definen responsabilidades escalonadas y las decisiones involucran participantes de distintos niveles de incidencia.

Estas apreciaciones generales necesitan arraigar en la historia. Dos trabajos recientemente publicados muestran que tanto la literatura internacional (Cousin, Khan y Mears, 2018) como la latinoamericana (Cárdenas, 2020) han vuelto a interesarse por las élites. Sin embargo, esta atención no redundó en una renovación del modo en que se las analiza. Tras la lucidez de las indagaciones historiográficas consagradas al estudio de la riqueza y el poder en el pasado, la aproximación al tema se ha vuelto –según Shamus Khan (2012: 362)– “insípida”, poco estimulante y original. Un primer paso para renovar estos abordajes es comprender que los recursos, posiciones e influencias definen su valor en la historia. El análisis de las élites no puede soslayar el examen de la sociedad o, en palabras de John Elster (1996 [1989]), la consideración de “las tuercas y tornillos” que sostienen la vida entre las personas. Si el orden social cambió, y la economía y la política conocieron grandes mutaciones, ¿cuáles son hoy los poderes e impotencias de las élites?

Todopoderosas versus impotentes: ¿cuánto poder tienen las élites?

Los discursos más conspirativos tienden a conceder a las élites potestades providenciales o, al menos, eluden brindar precisiones sobre las facultades que les confieren. En el otro extremo, quienes minimizan su singularidad les imputan la misma responsabilidad que al resto de los mortales. Para profundizar el análisis, la propuesta no es solo vincularlas con su tiempo y reflexionar sobre la historicidad de sus recursos y posiciones, sino también esclarecer su influencia. Considerar el poder de las élites equivale a explicitar tanto sus bordes como sus enredos con las instituciones y sujetos que contribuyen a reproducir u orientar el orden social. Tres preguntas parecen fundamentales: ¿quiénes son sujetos del poder atribuido a las élites? ¿Qué capacidad observamos en sus acciones? ¿Cómo ejercen su influencia?

La primera cuestión alude al depositario del poder asignado a las élites. Al hablar de la SRA, ¿nos referimos a los propietarios agropecuarios o a sus representantes? ¿A un productor ganadero de Brandsen dedicado a su negocio o a la cámara empresaria que se reúne con las autoridades? En términos más generales, ¿es menester referirse a la diversidad de miembros que desarrollan individualmente una actividad económica o a las organizaciones que los congregan y actúan en su nombre? La pregunta se formuló muchas veces en relación con las élites socioeconómicas, pero las herramientas propuestas para estudiarlas son susceptibles de extenderse a otros grupos. Sintetizando una larga tradición de inspiración marxista, Tasha Fairfield (2010a) propone diferenciar dos capacidades distintas.[5] Por un lado, los poseedores de capital tienen un poder estructural derivado de su capacidad de adoptar decisiones descentralizadas que impactan sobre la sociedad. En efecto, la búsqueda individual de obtención de ganancias no solo compromete a los hombres de negocios: sus decisiones tienen consecuencias sobre la inversión, el crecimiento, el empleo. Por otro lado, las élites económicas están en condiciones de desarrollar un poder instrumental si actúan juntas, en la esfera pública y política, coordinando sus energías. Dentro del poder instrumental se incluye, por ejemplo, la formación de asociaciones, el diseño de programas de reforma, el tejido de lazos institucionales con funcionarios públicos. El pasaje de las acciones dispersas a las coordinadas involucra el desafío de la representación y, con ella, la potencialidad y los riesgos que suponen entidades y liderazgos capaces de autonomizarse e interpretar más o menos fielmente los intereses de sus bases.

Así, mientras el poder estructural o funcional se observa en todas las sociedades, las formas de movilización y representación varían. En la Argentina y en el mundo, la decisión de actuar juntos suele responder menos a la omnipotencia que a la debilidad. Las corporaciones empresarias empezaron a desarrollarse primero como respuesta a los reclamos de los trabajadores y más tarde como interlocutoras de autoridades que buscaban recortar sus prerrogativas. Algo semejante puede plantearse en el caso de las asociaciones profesionales que se agrupan para defender sus intereses cuando ven menoscabadas sus atribuciones. Las élites políticas presentan particularidades. En la medida en que su función específica se justifica por la capacidad de agrupar y dirigir voluntades, la dispersión suele obedecer al debilitamiento de los valores y las propuestas programáticas.

Además del sujeto del poder, la segunda cuestión es la orientación de sus acciones o, dicho de otro modo, la capacidad de reproducir o instituir rupturas en el curso de la historia. Tratándose de las élites, grupos que se benefician del orden establecido, tanto la posibilidad de replicar en el tiempo ciertas ventajas como la capacidad de intervenir de manera disruptiva pueden considerarse formas de ejercicio del poder. Isaac Ariail Reed (2020) apunta precisamente a este doble carácter del poder en la modernidad o, en sus términos, a la relación entre poder y causalidad. En su lugar de “rectores”, afirma, los poderosos pueden presentarse como meros garantes de un orden cuyo origen los precede y cuya preservación no los beneficia con exclusividad. En tiempos turbulentos, en cambio, pueden atribuirse una intervención más protagónica al organizarse en función de ciertas causas. Lo logren o no, el propósito en este caso es reivindicar cierta “autoría”, la capacidad de resistir o promocionar ciertas iniciativas.

La relación entre las dimensiones presentadas es probable pero no necesaria. Las decisiones individuales de las élites pueden tener un carácter inercial cuando, en situaciones de relativa normalidad, se replican en el tiempo. También pueden provocar disrupciones cuando, al confluir sin coordinación alguna, trastocan el funcionamiento de la dinámica económica o política. Las corridas financieras ilustran cuánto la agregación de decisiones individuales puede cambiar la historia. Del mismo modo, la suma de prácticas micropolíticas discrecionales o díscolas puede socavar las bases de legitimidad de un gobierno. La acción conjunta de las élites, por su parte, puede contentarse con sostener lazos regulares entre representantes corporativos y autoridades políticas con el fin de reproducir el statu quo o adquirir un carácter disruptivo si se orientan a instituir grandes transformaciones.

Una tercera cuestión se corresponde con el modo de hacer cumplir la propia voluntad a través de la acción de terceros. Cuando hablamos del poder de las élites, ¿nos referimos a su capacidad de formular órdenes y conquistar obediencia o apuntamos más bien a su facultad de incitar ciertas conductas? ¿Todos sus miembros ejercen el poder de la misma manera? Este tercer punto no solo agrega una dimensión al análisis del poder de las élites: permite historizar su jerarquía. Michael Mann (1991 [1986]) propuso diferenciar la autoridad a la que aspiran grupos e instituciones con mandatos definidos del poder difuso que se extiende de modo espontáneo, descentralizado y discreto a través de prácticas sin núcleos precisos ni órdenes imperativas. Muchos indicios parecen indicar que, en las últimas décadas, al tiempo que se desestabilizan y deterioran las formas de jerarquización fundadas en posiciones institucionales y pruebas explícitas, se fortalece un poder ubicuo basado en la capacidad del dinero o los automatismos de la tecnología. Mientras las diversas formas de la autoridad –familiar, política, mediática, judicial, científica– son objeto de suspicacia y, a veces, de conflictos encarnizados, la riqueza y la tecnología simplemente funcionan y no necesitan justificarse. La acumulación de recursos permite ejercer el poder de acceder a una infinidad de beneficios e incitar una diversidad de conductas; las posiciones institucionalizadas, en cambio, conllevan un poder sobre otros que, al menos en Occidente, es susceptible de generar reacciones críticas e incluso enconadas resistencias.

Hoy como ayer, la influencia resulta más eficaz cuanto más discreta e indirectamente se la ejerza, cuanto más apele a mecanismos inconscientes y primarios y menos al juicio y el señalamiento moral. La lógica dispersa de las élites económicas, cuya razón de ser es la acumulación de recursos materiales, se revela hoy más potente para influir y movilizar esfuerzos que la de las dirigencias políticas que luchan por ocupar posiciones desde las cuales sus directivas son cada vez menos respaldadas y obedecidas.

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Con el propósito de aproximarse al universo de las élites y las desigualdades sociales, el libro se divide en cuatro capítulos y las conclusiones. El primer capítulo examina el modo en que se han denominado y concebido las élites socioeconómicas a lo largo de la historia argentina para considerar la vigencia de estas categorías. Tras recorrer la emergencia y la crisis de la oligarquía y de la burguesía nacional y sopesar la utilidad de estos términos para caracterizar a las élites contemporáneas, nos detenemos en la noción de ricos que ha hegemonizado más recientemente las discusiones. Se trata de un capítulo que puede ser de particular interés para historiadores y teóricos; también para quienes crean en la fortaleza de las familias tradicionales o en el potencial de los capitanes de la industria y estén dispuestos a considerar argumentos que contradicen estas tesis. A su vez puede interesar a los convencidos de que el problema de la desigualdad refiere, en todo tiempo y lugar, a la fortuna de los ricos. Un lector impaciente y preocupado por la actualidad puede prescindir de este primer capítulo y concentrarse en los siguientes.

Atentos a las élites del presente, avanzamos, entonces, en el estudio de tres principios de desigualdad: el capital, el bienestar y el poder. Cada capítulo sigue, a su modo, una estructura semejante. Primero, se reconstruye el estado de la discusión y el principio de desigualdad privilegiado. Luego se analiza la escala geográfica y temporal del análisis y el modo en que se vio trastocada por las reformas adoptadas desde los años setenta. Nos internamos luego en los mecanismos y relaciones en virtud de los cuales estas minorías son interdependientes de los grupos que las rodean y de la sociedad en la que se sitúan. Recién al final proponemos una identificación de quienes ocupan los lugares centrales y periféricos de este universo selecto y de los poderes e impotencias que los caracterizan.

Tras este recorrido, la conclusión retoma las grandes apuestas de este libro. Las referencias bibliográficas y el anexo metodológico facilitado al lector on line detallan la infraestructura sobre la que se asientan estas interpretaciones. Si bien estos últimos apartados se destinan sobre todo al público especializado, cumplen la misión de demostrar que, aunque este análisis sea una síntesis provisoria y abierta a controversias, aspira a fundar el debate de ideas en un marco que trascienda la mera opinión.

[1] La soja transgénica acababa de ser autorizada y no se había producido todavía su boom. Incluso entonces no fue la SRA ni sus élites quienes estuvieron más comprometidas con este cultivo. La entidad quedó más vinculada con las actividades ganaderas. Eliminadas las retenciones, en aquel momento los hombres de campo se preocupaban tanto por el costo del financiamiento y de los insumos importados como por el proteccionismo de los países centrales.

[2] Dos aclaraciones. Cuando no se citan ediciones en español, la traducción es nuestra. A su vez, más allá de la sensibilidad de la autora, para facilitar la fluidez del texto, no emplearemos lenguaje inclusivo ni reiteraremos los sustantivos en femenino y masculino. Cuando la dimensión de género sea relevante, será mencionado de manera explícita.

[3] Como señalaron, entre otros, Bessière y Gollac (2020), el capital (y el poder) tienen marca de género. Si bien las leyes de cuotas permitieron cierta feminización, un porcentaje superior al 90% de los miembros de las elites económicas y políticas argentinas de las últimas décadas seguían siendo varones.

[4] Las referencias bibliográficas (aligeradas en el texto) precisan la contribución de distintas teorías e investigaciones. Entre los materiales recogidos y analizados pueden mencionarse las fuentes estadísticas disponibles, la base PIP (Proyectos de Investigación Plurianuales) de élites económicas y políticas argentinas entre 1976 y 2015 construida por un grupo de investigadores que dirigimos junto a Ana Castellani y Paula Canelo y las entrevistas realizadas en estos años a miembros de las clases más altas. El detalle de estos materiales y muchas de las evidencias aludidas en el texto puede consultarse en <sigloxxieditores.com.ar/el-99-contra-el-1-de-mariana-heredia>.

[5] Estas dos formas de poder evocan la distinción marxista entre clases “en sí” y “para sí”. A su vez, el pasaje entre distintos niveles de semejanza, agregación y organización puede remitir a los sectores delimitados por la división social del trabajo (como en esa teoría) o extenderse a quienes comparten cualquier experiencia o desafío común. Para una sofisticación de este análisis, véase Sartre (1963 [1960]).

1. Los hombres del poder

De los nombres propios a los sustantivos comunes

Tanto en la Argentina como en el mundo, los años setenta instituyeron un quiebre. Las ciencias sociales documentaron, desde entonces, una transformación trascendental en los sectores populares. Los cambios laborales llevaron a cuestionar la existencia de un grupo relativamente homogéneo de asalariados y a desplegar nuevos nombres y estrategias para dar visibilidad y socorro a los más vulnerables. En la medida en que el pleno empleo, los puestos en relación de dependencia, el contrato formal de trabajo y los ingresos dignos dejaron de ser la norma (si es que alguna vez lo fueron en América Latina), la conclusión compartida es que la “clase trabajadora” presenta hoy una mayor diversidad que en la segunda posguerra.

¿Qué pasó mientras tanto con el capital, el bienestar, la influencia de las clases más altas? ¿Lograron las élites reproducirse sin mayores perturbaciones? Se dice que el capitalismo se volvió financiero y con él la riqueza se tornó más global. No obstante, poco se sabe sobre cuánto mutaron las minorías beneficiadas. El trabajo y los trabajadores son, sin duda, partículas con historia: sufren o lideran grandes transformaciones. El capital, el bienestar, el poder y sus protagonistas parecerían replicarse impasibles, iguales a sí mismos.

Mirar la historia desde arriba o desde abajo convoca dos formas distintas de concebir los grupos sociales. Las primeras narraciones históricas privilegiaron el modo en que los grandes hombres contribuyeron a ganar batallas y fundar imperios. La experiencia del pueblo demoró mucho más en despertar atención. Recién entrado el siglo XIX, la historiografía se interesó en los diarios íntimos, los archivos parroquiales, la prensa obrera, donde habían dejado su huella seres ignotos, pero tan protagonistas del pasado como los generales o los príncipes. Con La historia desde abajo,de 1966, Edward Thompson sentó las bases de esta mirada atenta a la experiencia de los soldados, los campesinos, los trabajadores, a quienes se sumarían más tarde los estudios sobre las mujeres o los marginales. Mientras tanto, la historia de las élites fue eclipsada por el análisis de procesos de larga duración; quienes siguieron analizándolas desplegaron una mirada más colectiva y humana de los grupos dirigentes. El interés público, en cambio, persistió en la matriz de la historia política: el interés casi excluyente por los personajes excepcionales. Para los legos, siguió vigente lo que Fabio Lorenzi-Cioldi (2002) llamó “agregados” y “colecciones”. “Agregados” cuando se analiza al pueblo, compuesto por seres indiferenciados, que se suman en decenas como palillos equivalentes. “Colecciones” de piezas únicas cuando se estudia a los dominantes, para celebrar su gloria o denunciar su poder.

Este capítulo presenta una breve crónica de las élites socioeconómicas de la Argentina, doblemente inspirada en la historia desde abajo. Por un lado, como Richard Hoggart (2003 [1957]), creemos que la historiografía militante tiende a exagerar el lugar de la actividad política en el análisis de los grupos sociales: ni todos los sectores populares se comprometieron en las luchas de los trabajadores, ni todas las élites defienden su riqueza y poder en el espacio público y político. Por otro lado, más que interesarnos en los ricos y poderosos como personajes singulares, los consideraremos figuras representativas de categorías más amplias. Mientras los libros de Luis Majul (1993 y 1994) o los perfiles de Hernán Vanoli y Alejandro Galliano (2017) se focalizan en los nombres propios, nos ocuparemos aquí de los sustantivos comunes. En este camino, lo primero que salta a la vista es la convivencia de distintas palabras. Aunque el desencuentro entre ellas repose a veces en diferencias irreconciliables, una forma de ordenar la discusión es fechar la aparición de cada una y probar su capacidad para hacer inteligibles formas singulares de acumular riqueza y poder.

Con el fin de reconstruir las categorías que se asociaron a las élites socioeconómicas, este capítulo arraiga en la historia de algunos hombres y sus familias, reconstruye las condiciones históricas que acompañaron su ascenso y considera la pertinencia que revisten para designar hoy a quienes ocupan las posiciones más altas. Estas figuras se suceden, pero también se superponen. Los apellidos que inauguran cada apartado siguen perteneciendo a las élites argentinas y aparecen en las últimas ediciones de la revista Forbes. De este modo, nuestro enfoque comparte un tercer elemento con la historiografía. Como Raymond Williams (1997 [1977]), constatamos que cada momento histórico es uno y varios a la vez: conjuga elementos residuales, dominantes y emergentes. Las élites resultan de distintas oleadas de enriquecimiento y cada una nos permite iluminar la época en que estos hombres se hicieron fuertes no solo por sus talentos y picardías sino también gracias a sus pares, sus séquitos, sus subordinados, al tiempo que les tocó vivir.

Los dueños del pasado: la persistencia de la clase alta tradicional

La construcción de la nación y la élite en singular

De acuerdo con las memorias publicadas por su hijo (Braun Menéndez, 1985), Mauricio Braun nació en 1865 en un hogar modesto de Talsen, un caserío a orillas del mar Báltico en el imperio ruso. Con ansias de progresar, sus padres se embarcaron en un viaje de miles de kilómetros, hasta instalarse en un lejano paraje en Chile, donde el gobierno les ofrecía tierra y facilidades. Hasta la inauguración del Canal de Panamá en 1914, Punta Arenas era un paso obligado de los navíos que habían cruzado el estrecho de Magallanes hacia el Pacífico. Allí, mientras sus padres prosperaban en el comercio, las labores agrícolas y la cría de ovejas, Mauricio se empleó como aprendiz contable de José Menéndez, un español también de origen humilde, quien, tras acumular cierto capital en Buenos Aires, se había mudado a Chile con su familia. Años más tarde, Braun trabajaría en otra compañía en las actividades portuarias, navieras, la caza de lobos marinos y la pesca que se desarrollaban en la región. Los enlaces nupciales anudaron a la pequeña élite patagónica. Mauricio se casó con Josefina Menéndez, hija de su antiguo patrón, mientras sus hermanas contraían matrimonio con los dueños de las empresas que él administraba.

Cuando las hermanas de Mauricio enviudaron, el joven director emprendió nuevas sociedades y siguió expandiéndose hasta construir, en sus palabras, “la más grande empresa de ganadería ovina de la que se tenga memoria en Sudamérica” (Braun Menéndez, 1985: 116). Gracias a sus contactos personales con las autoridades, la familia logró la concesión y el arrendamiento de cientos de hectáreas patagónicas, a ambos lados de la cordillera. Para explotarlas, no dudó en masacrar y llevar a la extinción a las comunidades selk’nam (onas) con la complicidad de militares y religiosos.[6] Años más tarde, como describe Osvaldo Bayer en La Patagonia rebelde, la misma intransigencia se descargaría sobre los cientos de peones rurales sublevados en sus estancias. En pocas décadas, con talento e impiedad, los Braun Menéndez se habían afirmado en la actividad ganadera y el tráfico marítimo para lanzarse a las actividades bancarias, el alumbrado eléctrico y, poco después, la industria frigorífica y la caza de ballenas. A comienzos del siglo XX, Mauricio y su familia se instalaron en Buenos Aires, justo cuando la economía magallánica empezaba a declinar por la apertura al Pacífico en Centroamérica.

Ya en Buenos Aires, Mauricio y Josefina criaron a sus diez hijos en una amplia casa de la calle Ayacucho. Tras completar estudios en Chile, Argentina y Europa, la mayoría de ellos se fue ubicando en posiciones estratégicas del negocio familiar y se unió en matrimonio con herederos de familias patricias. Mauricio emprendió distintos negocios –desde el agua Villavicencio hasta productos lácteos y panificados– pero la tierra y la ganadería siguieron siendo la fuente más constante de su fortuna.

Uno de los diez hijos de Mauricio y Josefina, Oscar Braun Menéndez, se casó con Marta Seeber Demaría en 1934 y tuvo ocho hijos. Recostados sobre el patrimonio familiar, no todos los nietos de Mauricio se dedicaron a los negocios. Según un miembro de la familia, de los siete que llegaron a adultos, solo dos –Pablo, fallecido en su juventud, y Federico el más rico hasta hoy– retomaron las actividades familiares. Los demás se dedicaron a profesiones liberales, la cultura o la política. Oscar, por caso, fue uno de los economistas argentinos más destacados de su generación, hasta que se volcó de lleno a la militancia en Montoneros y fue asesinado en Europa. Su hermana María estudió sociología, se enamoró de intelectuales de izquierda y se dedicó después al marketing y la opinión pública.

A comienzos del siglo XXI, Federico era el más exitoso de los nietos de Mauricio. Su fortuna aparecía listada en el puesto 36 de la edición 2020 de Forbes