El abuelo - Benito Pérez Galdos - E-Book

El abuelo E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

El abuelo es una novela de Benito Pérez Galdós. Redactada casi en su totalidad a través de diálogos con un estilo cercano al teatral, cuenta la historia de un anciano que regresa a España tras una fracasada empresa en Latinoamérica, para descubrir que su hijo ha muerto y que una de sus nietas es iletígima.-

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Benito Pérez Galdós

El abuelo

Novela en cinco jornadas

Saga

El abueloCopyright © 1870, 2020 Benito Pérez Galdós and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726495522

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Prólogo

—[V]→

A los lectores que con tanta indulgencia como constancia me favorecen, debo manifestarles que en la composición de EL ABUELO he querido halagar mi gusto y el de ellos, dando el mayor desarrollo posible, por esta vez, al procedimiento dialogal, y contrayendo a proporciones mínimas las formas descriptiva y narrativa. Creerán, sin duda, como yo, que en esto de las formas artísticas o literarias todo el monte es orégano, y que sólo debemos poner mal ceño a lo que resultare necio, inútil o fastidioso. Claro es que si de los pecados de tontería o vulgaridad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpable, sufriría resignado el desdén de los que me leen; pero al maldecir mi inhabilidad, no creería que el camino es malo, sino que yo no sé andar por él.

El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del —VI→ autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos sin mediación extraña el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto; pero no desaparece nunca, ni acaban de esconderle los bastidores del retablo, por bien construidos que estén. La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes que en su mano las llevan.

El que compone un asunto y le da vida poética, así en la Novela como en el Teatro, está presente siempre: presente en los arrebatos de la lírica, presente en el relato de pasión o de análisis, presente en el Teatro mismo. Su espíritu es el fundente indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida.

Aunque por su estructura y por la división en jornadas y escenas parece EL ABUELO obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a las denominaciones un valor absoluto, que en esto, como en todo lo que pertenece al reino infinito del arte, lo más prudente es huir de los encasillados, y de las clasificaciones —VII→ catalogales de géneros y formas. En toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres.

El arte escénico, propiamente dicho, ha venido a encerrarse en nuestra época (por extravíos o cansancios del público, y aún por razones sociales y económicas que darían materia para un largo estudio) dentro de un módulo tan estrecho y pobre, que las obras capitales de los grandes dramáticos nos parecen novelas habladas. Saltando de nuestras pequeñeces a los grandes ejemplos, pregunto: el Ricardo III de Shakespeare, colosal cuadro de la vida y las pasiones humanas, ¿puede ser hoy considerado como obra teatral práctica? Hace un siglo lo representaba Garrick íntegramente, y existía un público capaz de entenderlo, de sentirlo, y de asimilarse su intensísima savia poética. Hoy aquélla y otras obras inmortales pertenecen al teatro ideal, leído, sin ejecución; arte que por la muchedumbre y variedad de sus inflexiones, por su intensidad pasional, en un grado que no resiste lo que llamamos público (mil señoras y mil caballeros sentaditos en una sala), difícilmente admite intermediario entre el ingenio creador y el ingenio leyente, que ambos creo han de ser ingenios para que resulte la emoción y el gusto fino de la belleza.

Que me diga también el que lo sepa si la Celestina es novela o drama. Tragicomedia la llamó su autor; drama de lectura es realmente, y, sin duda, la más grande y bella de las novelas habladas. Resulta —VIII→ que los nombres existentes nada significan, y en literatura la variedad de formas se sobrepondrá siempre a las nomenclaturas que hacen a su capricho los retóricos. Sólo tengo que decir ya a mis buenos amigos, que sin cuidarse de cómo se llama esta obra, humilde ensayo de una forma que creo muy apropiada a nuestra época, tan gustosa de lo sintético y ejecutivo, la acojan con benevolencia.

B.P.G.

—[1]→ —[2]→

DRAMATIS PERSONAE

D. RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD, Conde de Albrit, señor de Jerusa y de Polan, etc., abuelo deLEONOR (Nell), yDOROTEA (Dolly).LUCRECIA, condesa de Laín, madre de Nell y Dolly, y nuera del Conde.SENÉN, criado que fue de la casa de Laín; después, empleado.VENANCIO, antiguo colono de la Pardina; actualmente propietario.GREGORIA, su mujer.EL CURA DE JERUSA (D. Carmelo).EL MÉDICO (D. Salvador Angulo).EL ALCALDE (D. José M. Monedero).LA ALCALDESA (Vicenta).D. PÍO CORONADO, preceptor de las niñas Nell y Dolly.CONSUELO, viuda rica, chismosa.LA MARQUEZA, viuda campesina, pobre.EL PRIOR DE LOS JERÓNIMOS (Padre Maroto).

La acción se supone en la villa deJerusay sus alrededores; las principales escenas en laPardina,granja que perteneció a los Estados de Laín. Careciendo esta obra de colorido local, no tienen determinación geográfica el país ni el mar que lo baña. Todos los nombres de pueblos y lugares son imaginarios. Época contemporánea.

—[3]→

Jornada I

Escena I

Terraza en laPardina.A la derecha, la casa; al fondo, frondosa arboleda de frutales; a lo lejos, el mar. GREGORIA, junto a la mesa de piedra, desgranando judías en la falda; VENANCIO, que viene por la huerta y se entretiene con un criado, observando los frutales. En la mesa una cesta de hortalizas.

 

GREGORIA.- ¡Eh... Venancio!... Que estoy aquí.

VENANCIO.- Voy... Más de cincuenta duquesas se han caído con el ventoleo de anoche.

GREGORIA.- ¡Anda con Dios!... Deja las peras y ven a contarme... ¿Es verdad que...?

(Entra VENANCIO, respirando fuerte y limpiándose el sudor de la cabeza, trasquilada al rape. GREGORIA espera impaciente la respuesta.)

 

(Son marido y mujer, de más de cincuenta años, ambos regordetes y de talla corta, de cariz saludable, coloración —4→ sanguínea y mirar inexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria, que ha sabido ganar con paciencia, sordidez y astucia una holgada posición, y descansa en la indiferencia pasional y en la santa ignorancia de los grandes problemas de la vida. El rostro de ella es como una manzana, y el de él como pera de las de piel empañada y pecosa. No tienen hijos, y cansados de desearlos principian a alegrarse de que no hayan querido nacer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuenta de su felicidad, que es un bienestar amasado en la sosería metódica y sin accidentes. Gruñen a veces, y rezongan por contrariedades menudas que alteran la normalidad del reloj de sus plácidas existencias. En edad madura viven donde han nacido, y son propietarios donde fueron colonos. Su única ambición es vivir, seguir viviendo, sin que ninguna piedrecilla estorbe el manso correr de la onda vital. El hoy es para ellos la serie de actos que tiene por objeto producir un mañana enteramente igual al de ayer. Visten el traje corriente y general, así en pueblos como en ciudades, muy apañaditos, limpios, modestos. GREGORIA es hacendosa, guisandera excelente, tocada del fanatismo económico, lo mismo que su marido. Este entiende de labranza horticultura, de caza y pesca, de algunas industrias agrícolas y no es lerdo en jurisprudencia hipotecaria, ni en todo lo tocante a propiedad, arrendamientos, servidumbres, etc. Para entrambos la Naturaleza es una contratista puntual, y una despensera honrada, como ellos, prosaica, avarienta, guardadora.)

VENANCIO.- ¡Brrr...!

GREGORIA.- Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos tarasca?

—5→

VENANCIO.- Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?

GREGORIA.- (Suspensa.) ¿Y cuándo llega la señora Condesa?

VENANCIO.- Hoy... Pero no te apures; se alojará en casa del señor Alcalde.

GREGORIA.- Menos mal. (Volviendo a desgranar.) Pues otra... Si llega también el señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.

VENANCIO.- Se pelearán hoy como ayer... Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!... Por supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.

GREGORIA.- ¿Qué duda tiene? No faltaba más... Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por casualidad... o es que se dan cita para tratar de asuntos de la casa?... porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos...

VENANCIO.- ¿Yo qué sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo a sus hijas.

—6→

GREGORIA.- Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo... ¡Ah, ruin pécora...! Las tiene en este destierro para poder zancajear y divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras1 de Dios... o del diablo... ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: comprendo que su suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España, ¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera, de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)... Lo que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de hocicar con ella... O será que lo ignora... ¿Qué piensas, hombre?

VENANCIO.- (Revolviendo en la cesta de hortalizas.) Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les hace empalmar en Jerusa... ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien afiladas!... Créetelo... hemos de ver por tierra mechones de barbas blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo... porque si el Conde D. Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la misma moneda le paga.

GREGORIA.- Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.

VENANCIO.- Así lo pensé cuando supe su viaje.

—7→

GREGORIA.- Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que fue a buscar.

VENANCIO.- Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había desperdigado toda su fortuna... Esperaba recoger otra, que le ofreció el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey... Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el de los años, que ya pasan de setenta. Luego, se le muere el hijo, en quien adoraba...

GREGORIA.- ¡Infeliz señor!... Venancio, tenemos que ampararle.

VENANCIO.- Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano, ¡Quién lo había de pensar!... ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al conde de Albrit, el grande, el poderoso, con su cáfila de reyes y príncipes en su parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos de Laín, Jerusa y Polan!... Díganme luego que no da vueltas el mundo...

GREGORIA.- (Acentuando con un manojo de judías.) ¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber.

—8→

VENANCIO.- (Filosofando con un tomate que coge de la cesta.) ¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empinarse los de abajo!... Claro, le ampararemos, le socorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos trabajado... Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro pasar. (Levántase con aire de protección.) Pues, sí: hay aquí cristianismo, delicadeza... (Coge otro tomate y admira su belleza y tamaño.) Estos son tomates, Gregoria... Que venga el Cura refregándonos los suyos por las narices... Pues, sí, mujer: me da lástima del buen D. Rodrigo.

GREGORIA.- (Contestando a la apología del tomate.) Pero las judías no granaron bien. (Mostrándolas.) Mira esto... También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde... Parece castigo... y si no castigo, enseñanza.

VENANCIO.- Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga —9→ este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores, le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún cariño... Es triste, ¿verdad?

GREGORIA.- Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria...

VENANCIO.- (Cogiendo de la cesta una berenjena.) Puede ser... ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?

GREGORIA.- No son malas... Lo que digo es que al señor Conde le atrae el calorcillo de la familia.

VENANCIO.- Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agazajo2, mete la mano en el nidal, y toca una cosa fría que resbala... ¡Ay! Es el culebrón de la madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse... (Poniendo en el cesto la berenjena con que acciona.) En fin, que en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa... pero no sabemos qué vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.

GREGORIA.- Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos. (Dando por terminada su tarea, y pasando —10→ de la falda a un cesto las judías.) No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que prepararle una buena mesa... Ya es un respiro que la extranjera no se meta en casa.

VENANCIO.- Y aunque viniera... Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy chica, y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.

GREGORIA.- (Asaltada de una idea.) ¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?

VENANCIO.- (Permaneciendo largo rato con la boca abierta.) Puede que aciertes... Ya son grandecitas... mujercitas ya. Pues, mira, nos fastidia...

GREGORIA.- ¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!

VENANCIO.- (Paseándose meditabundo.) No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo: rentita puntual, saneada... No, no: verás cómo no se las lleva.

GREGORIA.- Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana. (Dispónese a pasar a la casa.)

—11→

VENANCIO.- ¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.

GREGORIA.- ¿Senén?... ¿El de la Coscoja?... Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, y que está hecho un caballero.

VENANCIO.- Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las oficinas de Hacienda de Durante3. Fue criado de la Condesa, que en premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.

GREGORIA.- Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de tapaenredos en sus...

VENANCIO.- Chist... Cuidado... puede llegar... Le espero. Ha quedado en traerme noticias.

GREGORIA.- (Bajando la voz.) De tapadera en sus trapisondas amorosas... Ello es que siempre que nos visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo —12→ impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe, que si la carta al Ministro, o al demonio coronado... Y como la tal Condesa es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá cogidos por el morro...

VENANCIO.- Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y... ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.

GREGORIA.- ¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!... Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senén conocimiento?

VENANCIO.- ¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear, de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.

GREGORIA.- (Alegre.) Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.

—13→

VENANCIO.- Ya tarda... Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estación de Laín, y al Alcalde de Polan...

GREGORIA.- (Mirando a la huerta.) Me parece que está ahí... Alguien anda por la huerta llamándote.

VENANCIO.- Él es... (Llama.) ¡Senén, Senén, chicooo...!

Escena II

GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de veintiocho años, más bien más que menos, vestido a la moda, con afectada elegancia de plebeyo que ha querido cambiar rápidamente y sin estudio la grosería por las buenas formas. Su estatura es corta; sus facciones aniñadas, bonitas en detalle, pero formando un conjunto ferozmente antipático. Pelito rizado; chapas carminosas en las mejillas; bigote rubio retorcido en sortijilla. Lucha por su existencia en el terreno de la intriga, olfateando las ocasiones ventajosas y utilizando la protección y gratitud de las personas a quienes ha prestado servicios de ínfima calidad, sobre los cuales guarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda de cuando andaba descalzo y harapiento por las mal empedradas calles de Jerusa. Nacido de laCoscoja,viuda pobre que adormecía sus penas emborrachándose, Senén vivió de la caridad pública hasta que fue recogido por los Condes de Laín, que lo pusieron en la escuela y después le tomaron a su servicio. Fue pinche de cocina, escribiente, —14→ ayuda de cámara, hasta que su agudeza, reforzada por ardiente ambición de dinero, le emancipó de la servidumbre. En diversos trabajos y granjerías, hubo de probar fortuna: viajante de comercio, corredor de vinos, administrador de periódicos, y por fin la Condesa le abrió los espacios de la Administración pública con un destinillo de Hacienda, al que siguieron ascensos, comisiones y otras gangas. Compensa la cortedad de su inteligencia con su constancia y sagacidad en la adulación, su olfato de las oportunidades, y su arte para el pordioseo de recomendaciones. Su egoísmo toma más bien formas solapadas que brutales, y para disimularlo, el instinto, más que la voluntad, le sugiere la economía, y todo el ahorro compatible con el lucimiento y afeite de su persona. Guarda su dinero, y se apropia todo lo que sin peligro puede apropiarse. En lo que no es ostensible, o sea en el comer, gasta lo indispensable, reservando casi todo su peculio para el coram vobis. Su vicio es la buena ropa, y su pasión las alhajas; lleva constantemente tres sortijas de piedras finas en el meñique de la mano izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relucir un alfiler de corbata, que es ¡ay!, la desazón de sus compatriotas de ambos sexos.

 

SENÉN.- Allá voy. Estaba mirando las peras... (Entra en la terraza.) Hola, Gregoria; usted siempre tan famosa.

GREGORIA.- ¡Y tú qué guapo... y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un príncipe.

SENÉN.- Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición. —15→

VENANCIO.- (Impaciente.) Vengan pronto esas noticias.

SENÉN.- La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido un parte. (Mostrándolo.) Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba seguro de la hora de llegada.

GREGORIA.- Y D. José irá a esperarla en su coche.

VENANCIO.- Claro.

SENÉN.- (Sentándose con indolencia. Se cuida mucho de emplear un lenguaje muy fino.) Y el Municipio ¡oh!, le prepara un gran recibimiento, una ovación entusiasta.

GREGORIA.- ¡A tu ama!

SENÉN.- A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no se hicieran los honores debidos a la ilustre señora; por cuya influencia ha obtenido Jerusa la estación telegráfica, la carretera de Jorbes, amén de las dos condonaciones!

GREGORIA.- Puede que, si hay festejos, tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo del que acostumbra.

—16→

SENÉN.- Creo que no; está invitada a pasar unos días en Verola con los señores de Donesteve.

VENANCIO.- ¿Y del Conde qué me dices?

SENÉN.- Que Su Excelencia debió llegar a Laín anoche, o esta mañana en el primer tren. De modo que no me explico... digo que no me explico, mi querido Venancio, que no le tengas ya en tu casa.

GREGORIA.- De fijo habrá ido a Polan a visitar el sepulcro de su esposa, la Condesa Adelaida.

VENANCIO.- Bueno, Senén. Tú que todo lo sabes... naturalmente, has vivido en la intimidad de la familia, conoces sus costumbres, la manera de pensar de cada uno, sus discordias y zaragatas, dinos... ¿D. Rodrigo y su nuera se encontrarán aquí por casualidad, o es que...?

SENÉN.- (Seguro, dándose importancia.) No: se han dado cita en Jerusa.

GREGORIA.- ¿Cómo es eso? ¿Y para qué se citan los que se aborrecen? ¿Qué hacen? —17→

SENÉN.- Lo contrario de lo que hacen los que se aman. Los amantes se acarician; éstos se muerden.

VENANCIO.- Vamos, es al modo de un desafio... Dicen: «en tal parte, a tal hora, nos juntamos para rompernos el bautismo».

GREGORIA.- Será que el señor Conde, que no ha visto a su nuera desde que él embarcó para el Perú, querrá ajustar con ella alguna cuenta...

VENANCIO.- De interés, o de cosas tocantes al honor de la familia, pues para nadie es un secreto... no te enfades, Senenillo... que tu protectora la señora Condesa... En fin, no está bien que yo repita...

SENÉN.- Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Qué les importa a ustedes, ni qué me importa a mí, que el señor conde de Albrit y su nuera la Condesa viuda de Laín se peleen, se arañen y se tiren de los pelos por un pedacito así de honra, o por un pedazo grande...? Pongamos que es pedazo de honra tan grande como esta casa.

VENANCIO.- Tiene razón Senén. Haiga virtud o no la haiga, nada nos dan ni nada nos quitan.

—18→

SENÉN.- Yo no sé sino que el viejo Albrit, que hasta ahora, desde la muerte de su hijo, no se ha movido de Valencia, escribió a la Condesa...

VENANCIO.- (Riendo.) Pidiéndole dinero.

SENÉN.- Hombre, no: le proponía una entrevista para tratar de asuntos graves...

GREGORIA.- De asuntos de familia. Y como la Condesa no quiere altercados en Madrid, porque allí puede haber escándalo, y se entera todo el mundo, y hasta lo sacan los papeles, le ha citado en este rincón de Jerusa, donde sólo vivimos cuatro papanatas, y si hay zipizape aquí se queda, y la ropa sucia en casita se lava. ¿Qué tal, señor cortesano, entiendo yo a mi gente?

VENANCIO.- Di que no es lista mi mujer.

SENÉN.- (Risueño y galante.) Sabe griego y latín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de granjearse mi estimación me va a traer un vasito de cerveza. Estoy abrasado.

GREGORIA.- Ahora mismo: hubiéraslo dicho antes. (Entra a la casa, llevándose las hortalizas.)

—19→

VENANCIO.- Y tú, rey de las hormigas, ¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro ascenso, una plaza mejor?

SENÉN.- Quiero adelantar, salir de esta miseria de la nómina, del triste jornal que el Gobierno nos da por aburrirnos, y aburrir al país que paga.

VENANCIO.- Picas alto. Digan lo que quieran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te vi salir del lodo.

SENÉN.- Y me verás subir, subir... El lodo, créeme, es un gran trampolín para dar el salto.

GREGORIA.- (Que vuelve con la cerveza y copas, y les sirve.) Dime, Senenillo, ¿y para tus medros, no te agarras también a los faldones del señor Conde?

SENÉN.- Albrit no tiene una peseta, y nadie le hace caso ya.

VENANCIO.- Ese roble ya no da sombra, y sólo sirve para leña.

GREGORIA.- (Que sentándose entre los dos bebedores de cerveza, acaricia a SENÉN.) Vamos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el por qué y el cómo de que tan mal se quieran la Condesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.

—20→

VENANCIO.- Vaya si lo sabe; pero no muerde el gosque4 a quien le da de comer.

(SENÉN paladea la cerveza, dándose aires de madrileño, y calla.)

GREGORIA.- Ya lo ves: callado como un besugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo eso que se dice de tu señora... Es cuento, ¿verdad?

SENÉN.- (Enfático.) Me permitiréis, queridos amigos, que no hable mal de mi bienhechora. Os diré tan sólo que es un corazón tierno y una voluntad generosa y franca hasta dejárselo de sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es mujer de muchísimo desahogo... Compadece a los desgraciados y consuela a los afligidos. Y como persona de instrucción, no hay otra: habla cuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosas que encantan y enamoran.

VENANCIO.- Todas esas lenguas, y más que supiera, no bastan para contar los horrores que acerca de ella corren en castellano neto.

SENÉN.- (Endilgando sabidurías que aprendió en los cafés.) ¡Horrores!... No hagáis caso. La honradez y la no honradez, señores míos, son cosas tan elásticas, que cada país y cada civilización... cada civilización, digo, las aprecia de distinto modo. Pretendéis que la moralidad sea la misma —21→ en los pueblos patriarcales, digamos primitivos; como esta pobre Jerusa, y los grandes centros... ¿Habéis vivido vosotros en los grandes centros?

VENANCIO.- Ni falta.

SENÉN.- Pues en los grandes centros veríais otro mundo, otras ideas, otra moralidad. La Condesa Lucrecia no es una mujer: es una dama, una gran señora. ¿Qué? ¿Que le gusta divertirse? Cierto que sí; se divierte por la noche, por la mañana y por la tarde... No, no me saquéis el Cristo de la moralidad. Yo os digo, y lo pruebo, que es cosa esencial en las sociedades que las damas se diviertan; porque del divertirse damas y galanes viene el lujo, que es cosa muy buena... (Riendo del asombro de sus interlocutores.) Ya... papanatas; creéis que es malo el lujo... Vivís en Babia. Pues os digo, y lo pruebo, que el lujo es lo que sostiene la industria... la industria de los grandes centros, por la cual y con la cual, lo pruebo, come todo el mundo. Reasumiendo: que si hubiera moralidad, tal y como vosotros la entendéis, la gente no se divertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo, y por ende, no habría industrias: la mitad de los que hoy comen se morirían de hambre, y la otra mitad mascarían tronchos de berzas.

VENANCIO.- Vaya que eres parlanchín, y entiendes la aguja de marear.

—22→

GREGORIA.- (Imitando, sin saberlo, a las brujas de Macbeth.) ¡Senén, tú serás ministro!

SENÉN.- ¿Ministro yo? No, no: mi ambición, como nacida del lodo, no quiere viento, sino barro, barro substancioso que amasar. Mis tendencias son a lo positivo; tiendo a ganar dinero, mucho dinero. No me conformo con un sueldo más o menos cuantioso; ambiciono más; ambiciono el trabajo libre...

GREGORIA.- Manos libres, quieres decir.

VENANCIO.- (Da un cigarro a SENÉN, y fuman los dos.) Lo que tú buscas, tunante, es una dote; andas a la husma de una rica heredera.

GREGORIA.- Por eso vistes tan elegantito, y te quitas el pan de la boca para comprarte trapos... Por eso gastas anillos, y te echas esencia en el pañuelo. Vaya, que hueles bien. (Oliéndole.) ¿Qué es eso? ¿Heliotropo?

SENÉN.- (Reventando de fatuidad.) Es mi perfume favorito... Pues no he pensado en casarme, y lo pruebo. Claro, si se me presentase una buena ganga matrimonial, no la desperdiciaría. Estamos a la que salta.

—23→

GREGORIA.- Por un camino o por otro, has de ser rico.

VENANCIO.- A trabajar, se ha dicho. En la corte hay mil maneras de afanar el garbanzo.

GREGORIA.- Allí donde hay bambolla, derroche, y donde los ricos por su casa gastan, según dicen, más de lo que tienen, el pobre allegador, económico y despabilado como tú, sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el caso del señor Conde. Toda su riqueza se ha repartido entre muchos que andaban quizás con los codos al aire.

VENANCIO.- Prestamistas, curiales, cuervos y buitres, y todos los golosos de carne muerta.

SENÉN.- (Desdeñoso.) Mal fin ha tenido el prócer. Vaya usted preparando, Gregoria, las buenas calderadas de patatas, las sopitas de leche, para que se acostumbre a la frugalidad, y olvide sus hábitos gastronómicos.

GREGORIA.- No, no: lo que es hoy, al menos, si viene, tengo que prepararle una buena comida.

—24→

VENANCIO.- Como se entretenga en Polan y no coja el coche que ha salido de allí a las diez, no vendrá hasta mañana.

SENÉN.- Me inclino a creer que le veremos venir en carreta, porque el buen señor padece tal tronitis, que no tendrá para el coche.

GREGORIA.- No exageres... Esos nobles arrumbados siempre guardan algo para sus últimas, y también te digo que suelen encontrar algún tonto que les alimente los vicios.

SENÉN.- Albrit no tiene más vicios que la rabia de verse pobre, y el orgullo de casta, que se le ha recrudecido con la pobreza.

GREGORIA.- (Intranquila.) Dime, Senén, ¿y al señor Conde no le dará la ventolera de quitarnos las niñas?

SENÉN.- ¿Para qué?... ¿Y a dónde las lleva?

VENANCIO.- A un colegio de Francia.

—25→

SENÉN.- No temáis perder esta ganga. El Conde no tiene con qué pagarles un buen colegio, y la mamá no está por esos gastos, que dejarían indotado su presupuesto. Todo es poco para ella. Además, la presencia de las niñas en sociedad junto a ella, la envejece. Su obsesión es ser joven, o parecerlo.

VENANCIO.- Su... ¿qué has dicho? ¡Vaya unas palabras finas que te traes!

GREGORIA.- (Incomodándose.) Pero ya son creciditas, jinojo... Algún día tiene que presentarlas en la corte, casarlas...

SENÉN.- ¿Casarlas? Dificilillo es... y lo pruebo.

GREGORIA.- ¿Cómo no, si son tan monas?

SENÉN.- Les concedo el buen palmito. Pero cualquiera carga con ellas, educadas en la ñoñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, por añadidura, pobres..., porque la Condesa está dando aire a la fortuna, y cuando toquen a liquidar no habrá más que pagarés vencidos, cuentas no liquidadas, y el diluvio... Ya lo dijo Luis XV: (Estropeando el francés.)Apré muá, le diluch.

—26→

GREGORIA.- (Incomodándose más.) La madre será lo que quieran: una feróstica, una púa extranjera; pero Dorotea y Leonor a ella no salen, digo que no salen... y lo pruebo también.

VENANCIO.- Son buenísimas, aunque algo traviesas; almas puras, ángeles de Dios, como dice D. Carmelo.

GREGORIA.- Créelo, Senén; las quiero como si fueran mis hijas, y el día que se las lleven me ha de costar algunas lágrimas.

SENÉN.- (Con impertinencia.) ¿Y de instrucción, qué tal?

VENANCIO.- Poca cosa les enseña D. Pío, el maestro jubilado del pueblo. Sobre que él sabe poco, no tiene carácter, y las chicas le han tomado por monigote para divertirse.

GREGORIA.- Todo el día se lo pasan enredando. Ya se ve: no están en su esfera, como dice Angulo, nuestro médico.

VENANCIO.- (Repitiendo una frase del Doctor.) Su institutriz es la Naturaleza, su elegancia, la libertad, su salón el bosque. Bailan al compás de la mar con la orquesta del viento.

—27→

SENÉN.- (Que se levanta, recordando con inquietud algo que había olvidado.) ¡Buena la hemos hecho!

VENANCIO.- ¿Qué te pasa?

SENÉN.- Que con tanto charlar se me olvidó el encargo del señor Alcalde.

GREGORIA.- ¿Para nosotros?

SENÉN.- Sí... ¡qué cabeza! Pues que inmediatamente le llevéis las niñas, para que la Condesa las vea en cuanto llegue.

VENANCIO.- Es natural. Y comerán allí.

SENÉN.- ¿Están en casa?

GREGORIA.- De paseo andan por el bosque. (Mirando hacia la izquierda.) No las veo.

VENANCIO.- Correteando, y de juego en juego, se habrán ido a media legua de Jerusa.

—28→

SENÉN.- ¿Y las dejáis andar solas por el bosque?

GREGORIA.- Solitas van. Todo el mundo las respeta.

VENANCIO.- Hay que ir corriendo a buscarlas.

SENÉN.- Si queréis, iré yo... ¿No saben todavía que hoy viene su mamá?

GREGORIA.- No lo saben... ¡pobres hijas!

SENÉN.- Pues yo se lo diré, y las traeré por delante, como un pavero de Navidad.

VENANCIO.- Las encontrarás, de fijo, bosque arriba, en el sendero de Polan... Pero mira, chico, no les hagas la corte. Verdad que sería inútil...

SENÉN.- (Con ganas de irse pronto.) ¿La corte yo?... ¿Yo, este cura? ¡Señoritas que no viven en su elemento y reúnen todo lo malo, orgullo y pobreza...!

GREGORIA.- Están verdes.

—29→

SENÉN.- Que las madure quien quiera. ¿Decís que bosque adentro?...

VENANCIO.- Vete, y tráelas pronto.

GREGORIA.- Vivo... (Viéndole partir.) ¡Vaya un pájaro!

VENANCIO.- ¡Vaya un peje!

Escena III

Bosque en las inmediaciones de Jerusa, formado de corpulentos robles, hayas y encinas. Lo atraviesa un tortuoso sendero, donde se ven los surcos trazados por los carros del país. Por el Norte, formidable cantil de roca y conglomerado, en cuyos cimientos baten las olas del mar; al Sur cierra el paisaje la espesura de la vegetación; hacia el Oeste serpentea y se subdivide el sendero, atravesando algunas calvas y espesos matorrales.

LEONOR y DOROTEA, niñas de quince y catorce años respectivamente, lindas, graciosas, de tipo aristocrático, la tez bronceada por el aire marino y el sol. Son negros sus ojos, rasgados, melancólicos; negro también su cabello, peinado al descuido en moño alto. Se lo adornan con flores silvestres, que van clavando en él como se clavan los alfileres en un acerico. La diferencia de edad, un año y meses, apenas en ellas se distingue, y por gemelas las tienen muchos, viendo la semejanza de sus rostros, —30→ y la igualdad del talle y estatura. Son ágiles, corretonas, traviesas; dos diablillos encantadores. Visten, con sencillez graciosa y elegancia no aprendida, trajecitos claros, cortados y cosidos en Jerusa. La modestia da más realce a su gentileza vivaracha, y les imprime cierta gravedad dulce cuando están quietas. Desde la niñez, su madre, irlandesa, las nombraba con los diminutivos ingleses NELL y DOLLY, y estos nombres exóticos prevalecieron en Madrid como en Jerusa. Las acompaña y juega y brinca con ellas un perrito canelo, de pelo largo y fino, hocico muy inteligente, rabo que parece un abanico. Atiende porCapitán.

 

DOLLY.- Estoy cansada; yo me siento. (Se recuesta en el tronco de un roble.)

NELL.- Estoy entumecida; yo quiero correr. (Disparándose en carrera circular, vuelve al punto de partida.)

DOLLY.- (Mirando a la copa del árbol.) ¡Qué gusto poder subir y posarse en una rama!... ¡Nell!

NELL.- ¿Qué quieres?

DOLLY.- Decirte una cosa. ¿Qué te apuestas a que me subo a este árbol?

NELL.- Te desgarrarás el vestido...

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DOLLY.- Lo coseré... sé coser tan bien como tú... ¿A que me subo?

NELL.- No está bien. Nos tomarían por chiquillas de pueblo.

DOLLY.- (Que suspendiéndose de una rama, se balancea.) Pues ser chiquilla de pueblo o parecerlo, ¿crees tú que me importa algo? Dime, Nell, ¿andarías tú descalza?

NELL.- Yo no.

DOLLY.- Yo sí. Y me reiría de los zapateros. (Viendo que NELL se sienta y saca un librito.) ¿Qué haces?

NELL.- Quiero repasar mi lección de Historia. Ya hemos corrido bastante; estudiemos ahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D. Pío te dijo que no sabes jota de Historia antigua ni moderna, y en buenas formas te llamó burra.

DOLLY.- Burro él... Yo sé una cosa mejor que él: sé que no sé nada, y D. Pío no sabe que no sabe ni pizca.

NELL.- Eso es verdad... Pero debemos estudiar algo, aunque no sea más que por ver la cara que pone —32→ el maestrillo cuando le respondamos bien. Es un alma de Dios.

DOLLY.- Mejor la pone cuando le damos alguna golosina, de las que guardamos para Capitán.

NELL.- Anda, ven; estudiemos un poquito. ¿Sabes que es un lío tremendo esto de los Reyes godos?

DOLLY.- El demonio cargue con ellos. Son ciento y la madre... y con unos nombres que pican como las zarzas, cuando una quiere metérselos en la memoria.

NELL.- Ninguno tan antipático y majadero como este señor de Mauregato.

DOLLY.- ¡Valiente bruto!

NELL.- Nada: que tenían que echarle cien doncellas por año para desenfadarle.

DOLLY.- Para desengrasar, como dice D. Carmelo.

NELL.- La verdad es que la Historia nos trae acá mil chismes y enredos que no nos importan nada.

—33→

DOLLY.- (Siéntase junto a su hermana. El perro se echa entre las dos.) Figúrate qué tendremos que ver nosotras con que hubiera un señor que se llamaba Julio César, muy vivo de genio... Ni qué nos va ni nos viene con que le matara otro caballero, cuyo nombre de pila era Bruto... ¿A mí qué me cuenta usted, señora Historia?

NELL.- Pero, hija, la ilustración... ¿A ti no te gustaría ser ilustrada?

DOLLY.- (Acariciando al perrito.) Ilústrate tú también, Capitán. La verdad: me carga la ilustración desde que he visto que también se ha hecho ilustrado Senén. ¿Te acuerdas de cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendo que venía mamá?

NELL.- Sí: a cada instante sacaba la Edad Media, y qué sé yo qué.

DOLLY.- ¡Qué tendremos nosotras que ver con las edades medias o partidas!... Y el mejor día nos salen con que a Cleopatra le dolían las muelas.

NELL.- O que a Doña Urraca le salieron sabañones.

—34→

DOLLY.- Pero, en fin, nos ilustraremos algo, puesto que mamá, en todas sus cartas, nos manda que aprendamos, que seamos aplicaditas.

NELL.- Mamá nos idolatra; pero no nos lleva consigo. (Con tristeza.) ¿Por qué será esto?

DOLLY.- Porque, porque... Ya nos lo ha dicho. Como nos criamos tan raquíticas, quiere que engordemos con los aires del campo. Ya sabe mamá lo que hace.

NELL.- Mamá es muy buena. Pero que venga al campo con nosotras a robustecerse también.

DOLLY.- Tonta, ¿no le oíste que se espanta de engordar, y que lo que quiere ahora es enflaquecer?

NELL.- Gorda o flaca, mamá es guapísima.

DOLLY.- Sí que lo es... Ya nos llevará consigo cuando seamos mayores. Yo no tengo prisa.

NELL.- (Rayando la tierra con un dedito.) Como prisa, yo tampoco. —35→

DOLLY.- Me gusta el campo.

NELL.- Y la soledad, ¡qué me gusta!

DOLLY.- En la soledad piensa una mejor que entre personas.

NELL.- ¡Y esta libertad...!

DOLLY.- (Poniendo en dos patas al perrito.) Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salvajes, más felices somos.

NELL.- Eso no: la civilización, Dolly...

DOLLY.- Me carga la civilización desde que oigo hablar tanto de ella a nuestro amigo el Alcalde, que se ha hecho rico y personaje fabricando fideos.

NELL.- (Mordiendo el palo de una florecita.) Salvaje no quiero yo ser... ni civilizada a estilo de D. José Monedero. También te digo que dentro de la civilización puede existir la soledad que tanto me agrada. ¿A ti no se te ha ocurrido alguna vez ser monjita?

—36→

DOLLY.- ¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.

NELL.- Yo sí, sobre todo cuando nos llevan a misa a las Dominicas. ¡Qué iglesita más mona y más sosegada! Me figuro yo que de aquellas rejas para dentro hay una paz, una tranquilidad...

DOLLY.- (Recogiendo piedrecitas.) La religión es cosa bonita... lo mejor entre lo bueno. El rezar consuela... Pero eso de estar siempre rezando, siempre, siempre... francamente, hija... Y metida entre rejas, como están las monjas, ni ves árboles, ni ves flores...

NELL.- Tonta, si tienen huertas y jardines...

DOLLY.- Pero no ves el mar.

NELL.- ¡Bah!... Veo a Dios, que es más grande.

DOLLY.- ¡Si Dios está en todas partes! ¿Crees que no está también aquí, oyendo todo lo que decimos?

NELL.- Pero no le vemos ni le oímos nosotras.

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DOLLY.- Hay que mirar bien, Nell, y escuchar callandito. (Pausa. Las dos, silenciosas y un tanto sobrecogidas, exploran con lento mirar el horizonte, mar y cielo, y la sombría espesura del bosque.)

NELL.- ¿Qué oyes?

DOLLY.- Como un aliento muy grande. ¿Y tú, qué ves?

NELL.- Como una mirada grandísima. (Otra pausa larga. Bruscamente, como quien vuelve sobre sí, se incorpora.) Pero se nos va el tiempo charlando, y no hemos estudiado ni una letra.

DOLLY.- ¡Está el día tan hermoso!