El acto creativo - Pier Paolo Bellini - E-Book

El acto creativo E-Book

Pier Paolo Bellini

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La noción de creatividad ha cambiado a lo largo de los siglos: desde su vínculo cercano con la palabra creación —y el castigo que mereció en mitos como el de Prometeo— pasando por perspectivas como la romántica —donde la creatividad es producto del genio—, hasta el uso del término creativo como sustantivo —y su referencia principal al mundo de la publicidad—. ¿En qué consiste, pues, lo creativo? ¿Qué fomenta la creatividad? ¿Cómo se desarrolla? Acompaña al profesor Pier Paolo Bellini en este recorrido fascinante a través de los aspectos psicológicos, históricos, artísticos, sociológicos y filosóficos de la creatividad. En este ensayo breve e integral verás cómo lo creativo aprovecha nuestras capacidades para crear analogías y reconocer similitudes, como también para promover la tendencia a la asociación de ideas, característica de la niñez. Porque la creatividad, su desarrollo progresivo, está al alcance de cualquiera que la cultive: solo hay que tener la voluntad de maravillarse ante el mundo.

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Pier Paolo Bellini

El acto creativo

Cómo surge y se desarrolla el ingenio

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Título en idioma original: Comunicazione creativa

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Este libro ha sido publicado con la ayuda de la Università degli Studi del Molise

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 125

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-154-0

ISBN EPUB: 978-84-1339-487-9

Depósito Legal: M-16987-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

I. Naturaleza y fuentes de la creatividad

Historia de un gran retorno

La creatividad como «objeto de estudio»

Creatividad y/es trascendencia

La revolución de las «combinaciones simbólicas»

Las inteligencias

II. Creatividad y contextos

Los componentes sociales del enfoque creativo

La socialización primaria

La motivación

Liderazgo y creatividad

III. Los «procesos creativos»

La actitud creativa

El «pensamiento divergente»

La construcción del problema

Interdisciplinariedad

Casualidad

Ai-Da: la creatividad «sintética»

¿Talento o training (formación)?

IV. Dimensión relacional de la creatividad

Bibliografía

I. Naturaleza y fuentes de la creatividad

Historia de un gran retorno

La creatividad representa un punto «caliente», una cita importante de la agenda: en las últimas décadas ha vuelto a ser, incuestionablemente, un tema à la page (de rabiosa actualidad), y su lenguaje se ha difundido «desde el restringido mundo de los especialistas a la vida cotidiana de la gente corriente» (Melucci 1994a, p. 121).

El fenómeno está inequívocamente atestiguado por el crecimiento de las agencias de consultoría creativa y de los departamentos de creatividad en las diferentes organizaciones, por el auge de los libros sobre el «modo de empleo» (Jaussi & Dionne 2003), por la expansión de la investigación, por la creación de institutos y por las aplicaciones en el campo organizativo. Todo ello, principalmente, porque los economistas consideran ciertamente la creatividad como forma o capital, pero también y sobre todo «como motor del crecimiento económico y del dinamismo social» (McWilliam, Dawson 2008, p. 635).

En pocas palabras: ser creativo es algo que conviene hoy. De hecho, es en el mundo de las grandes empresas donde se están elaborando esos modelos culturales que ven la creatividad como un valor de alta deseabilidad social: en todas partes se oye repetir ahora «que hay que ‘ser creativos’; que el cambio y lo nuevo son valores en cualquier circunstancia; y que es preciso adaptarse continuamente a ellos» (Finney Botti 1994, p. 101).

Entre las muchas cosas que están cambiando, son las mismas grandes empresas las que experimentan e incentivan la renovación en primera línea: como alguien ha observado, los capitalistas que mandan hoy en día ya no son los propietarios de las estructuras «hard» (duras), los propietarios de minas, puertos, fábricas de acero o automóviles. Es Zygmunt Bauman quien observa que en la lista actual de los estadounidenses más ricos, un porcentaje muy bajo pertenece a la empresa industrial; el resto son financieros, abogados, médicos, científicos, arquitectos, programadores, diseñadores de moda y todo tipo de celebridades del mundo del espectáculo, de la televisión y del deporte. Los patrimonios más conspicuos se encuentran en la invención, en la comunicación, en los descubrimientos del marketing, en el entretenimiento; en otras palabras, en las nuevas ideas. Son las personas con ideas brillantes «las que hoy en día habitan en las estancias de las plantas superiores. Los principales recursos de los que está hecho el capital [...] son el conocimiento, la inventiva, la imaginación, la capacidad de pensar y el valor de pensar de forma diferente —cualidades que las universidades han sido invitadas a crear, difundir e instilar—» (Bauman 2012, p. 57).

Por todas estas razones, hay quienes han observado un nuevo fenómeno que ha trastornado las categorías analíticas clásicas de la sociología, un proceso que ha llevado recientemente a la creación de una nueva clase, la «clase creativa». Sus componentes se identifican como «productores de creatividad» y, dado que esta es el verdadero elemento propulsor del desarrollo económico, «se han convertido, en términos de influencia, en la clase dominante en nuestra sociedad» (Florida 2002, trad. it. 2003, p. 3). Resultado: «En las últimas décadas, la creatividad se ha convertido un poco en algo parecido al dinero: todo el mundo parece querer más» (Briskman 2009, p. 17).

Con todo, sigue siendo verdad que el valor de la actitud creativa, que hoy vuelve a ser estimada y buscada, va mucho más allá de la utilidad inmediata de sus aplicaciones instrumentales. La creatividad, como veremos, es un dinamismo que tiene que ver con la expresión misma de las acciones del hombre, de su identidad, de sus valores y de sus conquistas sociales y civiles: «El progreso de la civilización es esencialmente atribuible al pensamiento creativo» (Kemple, Nissenberg 2000, p. 67). Por ello, hoy en día se considera la creatividad como algo «fundamental para nuestra supervivencia» (Richards 2007) y «necesaria para nuestro proceso de conciencia» (Lindqvist 2003).

Tal vez se deba a estas intuiciones el que los estudios recientes dedicados a nuestro tema se hayan ido ampliando progresivamente a los diversos sectores de la expresividad y del trabajo humanos, en los que cada vez resulta más evidente la contribución positiva de la creatividad en el rendimiento escolar, en la prevención de la violencia y en el éxito global en la vida. Este interés se basa en el presupuesto de que la creatividad es una habilidad indispensable en un mundo cada vez más complejo, incierto y cambiante: tal vez sea este el motivo de que un número creciente de países hayan puesto el acento «en el desarrollo del potencial creativo de los estudiantes en las policy (políticas) educativas» (Hernández-Torrano, Ibrayeva 2020, p. 1) y de que hoy en día «hasta los trabajadores más humildes se vean obligados a dar pruebas de creatividad y originalidad» (Reuter 2015, p. 18).

Por mucho que el fenómeno pueda ser investigado con metodologías científicas, llegamos siempre a un punto muerto, no del todo clarificable: también nosotros tendremos que vérnoslas con este aspecto insondable para las estrategias analíticas, para tener que definir en cierta medida la creatividad como un «misterioso continente del espíritu», una especie de «tensión inquietante» que llevamos dentro y que, desde siempre, «nos impulsa a corregir la naturaleza con la cultura, dejando a nuestros hijos un mundo diferente con respecto al que heredamos de nuestros padres» (De Masi 2003, p. 15).

La creatividad como «objeto de estudio»

En general, la creatividad ha recibido una atención académica relativamente limitada en comparación con la otra facultad mental, más amplia, denominada con el término «inteligencia»: en parte, esto puede deberse a motivaciones culturales; en parte, sin embargo, la escasez de estudios puede atribuirse a las dificultades para enmarcar el objeto (¿de qué se trata?) y, sobre todo, «para definir y medir las variables dependientes de la creatividad» (Batey et al. 2010, p. 532).

Algo significativo ha empezado a moverse a partir de mediados del siglo pasado: los estudios sectoriales eran muy ocasionales hasta que Joy Paul Guilford (1950), entonces presidente de la American Psychological Association, subrayó, en un discurso, ahora histórico, que había, en condiciones lamentables, «poca investigación sobre la creatividad en comparación con su importancia en el campo de la psicología» (Sternberg 2005, p. 370).

Ahondaremos en el itinerario posterior de las ciencias humanas: para comprender mejor sus incertidumbres metodológicas, conviene por ahora intentar aclarar sus ancestrales «motivaciones culturales». No olvidemos, en primer lugar, que la raíz semántica de nuestro objeto de estudio remite a una acción que, en la milenaria tradición religiosa, era prerrogativa exclusiva de Dios: en efecto, solo lo divino es capaz de «hacer ser» de la nada, precisamente de «crear». El hombre, en la cúspide de su expresividad, puede llegar a transformar la realidad, «perfeccionando» con su obra lo que ya existe: hasta hace algunos siglos, la idea de que el hombre pudiera ser creativo en el pensamiento y en la acción se consideraba blasfema. En la narración del Antiguo Testamento, la creación tuvo lugar a lo largo de seis días: un proceso, por tanto, en el tiempo. Sin embargo, la tradición nos ofrece la idea de una creación estática, finita, completa y cerrada: y así, a los hombres «no se les transmitió la idea de que la Creación pudiera estar perennemente abierta» (Anderson 1959, p. 12), constantemente disponible al cambio, a un nuevo gesto creativo.

Las cosas no eran diferentes en la cultura de la antigua Grecia, y los mitos están ahí para recordárnoslo: el relato de Prometeo pone en guardia a los «creativos» contra las posibles consecuencias de sus acciones. Cuando Prometeo robó el fuego —metáfora de la chispa creadora— a los dioses, para dárselo al pueblo, «enfureció a Zeus y recibió su castigo» (Glăveanu 2018, p. 26).

En la tradición cultural occidental, precisamente a causa de esta misteriosa analogía con las dinámicas divinas, la cualidad «creativa» se asignaba solo a unas pocas actividades: las del profeta, el arúspice, el vidente o, por último, el artista, el genio creador, es decir, el conjunto de aquellos roles sociales encargados de penetrar en los profundos misterios de la realidad. Solo a algunos se les permite intuir y manifestar de manera trascendental lo real, lo bello, la naturaleza o el «espíritu».

Para poner orden en los desarrollos del concepto de creatividad (un itinerario que no es fácil de analizar), puede ser útil retomar una reflexión sistemática y más bien reciente de Vlad Glăveanu, psicólogo de la Universidad de Dublín: este investigador propone un paradigma eficaz en tres etapas, que puede integrarse de manera útil con las aportaciones de otros investigadores internacionales. La progresión histórica implícita en su reconstrucción no excluye, como ha precisado Glăveanu, que «instancias» de estos paradigmas coexistan en distintos tiempos y estén ciertamente entrelazadas en el panorama científico actual.

El paradigma «He»

Se trata de la así llamada fase del genio y, más precisamente, del genio solitario. El subrayado (común, al fin y al cabo, tanto a la concepción renacentista como a la romántica) está completamente concentrado en la excepcionalidad del hombre capaz de crear y en la consiguiente y frecuente «desconexión» del resto del medio en el que trabaja: solo unos pocos son elegidos para ser creativos y los que lo son deben distinguirse de las masas. En consecuencia, el creador se desvincula de la comunidad «y, con ello, acaba construyéndose una imagen patológica» (Glăveanu 2010, p. 80).

Esta visión (que, de forma a menudo altiva, nos complace calificar de «romántica» y, por tanto, de obsoleta, pasada de moda) ha representado no pocos obstáculos para la aparición de un concepto «moderno» de creatividad, y sigue dejando residuos incluso allí donde no esperaríamos encontrarlos: todavía hoy, un buen número de científicos cree que la creatividad «no está sujeta a reglas ni métodos», y que, por consiguiente, no se puede aprender a ser creativo. En realidad, como han mostrado algunos estudios importantes de casos, los descubrimientos innovadores son el resultado de procesos racionales fuertemente estructurados: el hecho de que los grandes científicos invoquen a veces repentinas iluminaciones de la intuición para explicar su trabajo creativo no es de por sí un factor decisivo, ya que «muchos científicos se adhieren a la visión romántica de la creatividad, y de ahí que sus reminiscencias estén teñidas por esta perspectiva» (Meheus, Nickles 2000, p. 235). Es preciso tener en cuenta, por otra parte, que la elevada tasa de tecnicidad y especialización, así como el elevado nivel de complejidad de los procesos de descubrimiento científico, dificultan a veces que los mismos científicos creativos puedan explicar racionalmente lo que han conseguido y el camino que utilizaron para llegar hasta ahí.

Si bien en los siglos XVI y XVII el descubrimiento se consideraba como parte integrante de la metodología (se consideraba que existía una «lógica del descubrimiento», es decir, un conjunto de reglas que, cuando se aplicaban con propiedad, conducían a nuevos e interesantes descubrimientos), las cosas cambiaron considerablemente en la época romántica. Los productos creativos podían derivar del genio, de las iluminaciones de la intuición, o del azar, de un «salto», de una «ruptura», pero no de la simple aplicación de métodos.

Las dos concepciones convergen, sin embargo, en el acento común que ponen en la «excepcionalidad». Por otra parte, es preciso observar que la «genialidad», en el sentido estricto del término, sigue siendo un fenómeno todavía hoy difícil de explicar, y no se puede descartar la posibilidad de que estén implicadas diferencias genéticas: ciertamente, los grandes genios (sobre todo en determinados campos, como la música o las matemáticas) «parecen haber nacido con talentos que no pueden explicarse únicamente por el aprendizaje o el medio» (Nakamura, Csikszentmihalyi 2003, p. 190).

Sin embargo, algunos factores de reflexión sistemática han intervenido en algún momento a fin de hacer estallar la urgente necesidad de nuevos paradigmas de investigación para el análisis de la creatividad. Podemos señalar tres de ellos.

El primer factor fue la siempre creciente toma de conciencia de que la capacidad creativa individual es, ciertamente, el resultado de factores ligados a la personalidad (estilo cognitivo y habilidades) pero que, más propiamente, esta debe ser considerada como una emergencia compleja de «experiencias en el campo de roles importantes, motivación e influencias sociales y contextuales» (Shalley, Gilson 2004, p. 36). Los factores contextuales, por tanto, interactúan con las características individuales e influyen en el rendimiento creativo.

El segundo factor ha sido, en cambio, la llegada del concepto de «movimiento», propio de la teoría darwiniana, basada en la idea de algo que no era absoluto, definitivamente estabilizado, es decir, en la idea «de algo que podía aparecer, evolucionar y, sin embargo, tener como meta el infinito» (Anderson 1959, p. 13). Con el proceso de «desencantamiento» (para utilizar esta categoría weberiana) se afirma entonces un paradigma en el que «la capacidad de resolver problemas y suscitar emociones» (Federici 2006, p. 18) parece prevalecer como elementos esenciales: del cielo a la tierra.

En las décadas de 1970 y 1980, un numeroso grupo de investigadores trasladó la atención desde la personalidad al proceso, en consideración a la adquisición de la conciencia de que «rara vez se han estudiado los procesos sociales concernientes a la creatividad» (Schepers van der Berg 2007, p. 408): por el contrario, dichos procesos podrían aclarar la dinámica que se encuentra en la base de la creatividad de manera más eficaz que las investigaciones realizadas hasta entonces sobre sus así llamados «predictores individuales» (como, por ejemplo, los rasgos de la personalidad).

Este desplazamiento desde la focalización en la personalidad y las diferencias individuales hacia la focalización en los procesos mentales que se encuentran en la base «no solo de las capacidades excepcionales, sino también de los problemas cotidianos, de las capacidades resolutivas de problemas y de las capacidades de toma de decisiones» (Sawyer 2003, p. 5) condujo al tercer factor, que se adueñó definitivamente del campo de las investigaciones científicas posteriores: la creatividad como capacidad del «hombre corriente», como energía y estrategia cotidianas a la hora de enfrentarse a las cosas habituales.

Llegamos así a la aparición de un nuevo paradigma.

El paradigma «I»

El paradigma del yo sustituye al genio por la persona «normal». Es lo que podríamos llamar una «democratización» de la creatividad: cada uno de nosotros es capaz de creatividad, puesto que esta «ya no es una capacidad de unos pocos elegidos por Dios, por la biología o por unas características psicológicas únicas» (Glăveanu 2010, p. 81).

Fue el ya citado Joy Paul Guilford el primero en llamar la atención de los psicólogos sobre el tema de la personalidad creativa, iniciando una nueva perspectiva de investigación con respecto a las clásicas, una perspectiva gracias a la cual cabe esperar actos creativos (más allá de su alcance o frecuencia) «de casi todos los individuos» (Guilford 1950, p. 446).

Tal vez no sea una casualidad que, precisamente en los mismos años, en Italia, el término «creativo» adquiriera un nuevo valor, índice de una sociedad en proceso de una significativa transformación: las nuevas connotaciones de «productivo», «inventivo», «fantasioso» entraron en el uso común de esta lengua. Esta mutación semántica se completó cuando el adjetivo se transformó, con una distorsión significativa, en un sustantivo «relacionado con una actividad profesional específica (‘los que elaboran anuncios publicitarios’, según recoge por primera vez el Zingarelli en 1970)» (Melucci 1994a, p. 11).

La trayectoria descrita en términos semánticos tiene su contrapartida en la mutación que se ha producido paralelamente en el ámbito de los «sujetos» creativos: en general, la atención se ha desplazado progresivamente desde el genio a alguien que trabaja en la vida cotidiana, desde la mirada, estupefacta y devota, que dirige el primero a las intuiciones trascendentales, al reconocimiento, complaciente e instrumental, que dirige el segundo a las estrategias eficaces para resolver problemas prácticos. De modo paralelo, si bien todo lo creativo se observaba antes a través de la imaginación religiosa o de la investigación estética, esa mirada atónita se va sustituyendo poco a poco por la investigadora.

Una formulación ejemplar de este segundo paradigma es la que ofrece una conocida investigadora británica, especialista en ciencias cognitivas; en ella describe de una manera eficaz el objeto de nuestro estudio: «La creatividad trata de manera crucial de nuestras capacidades normales. Notar las cosas, recordarlas, hablar, escuchar, comprender el lenguaje y reconocer las analogías: todos estos talentos «del hombre corriente» son importantes [...] Los creativos son en cierto sentido más libres que nosotros, porque pueden generar más posibilidades de las que nosotros podemos imaginar. Sin embargo, respetan los vínculos más que nosotros» (Boden 1990, p. 261 y p. 270).

Retengamos algunas ideas en las que tendremos que profundizar a lo largo de nuestra investigación. En primer lugar, la creatividad es una potencialidad humana, por tanto «de todos», estructurada en los dinamismos de nuestra especie. Tiene que ver con nuestra capacidad para establecer una relación con la realidad cotidiana exterior a nosotros, una relación, añadiríamos nosotros, capaz de generar el «sentido» de lo cotidiano: «El misterio de la creatividad, de la idea fulgurante, consiste en el movimiento acertado, en el encuentro entre el hombre y las cosas» (Plessner 1928, trad. it. 2006, p. 345). Más o menos en esos mismos años, la filosofía de la educación, con John Dewey, también había llegado a las mismas intuiciones, intentando derivar de ella las estrategias adecuadas para la potenciación de esta preciosa energía. Si, por un lado, es comprensible asociar la mente creativa a personas consideradas raras y únicas (los genios), es necesario corregir este sentido común con la observación obligada de que todo individuo es, a su manera, «único»: cada uno de nosotros experimenta la vida desde una perspectiva diferente a la de los demás y, en consecuencia, «tiene algo distintivo que dar a los demás, si puede transformar sus experiencias en ideas y transmitirlas a los otros» (Dewey 1930, p. 3).

Volviendo a Boden, nos gustaría subrayar un último aspecto cargado de consecuencias importantísimas: la creatividad tiene que ver con la capacidad de generar «analogías», de crear «nexos», «más posibilidades», una capacidad revolucionaria y no conocida, a estos niveles, por ninguna otra especie viva. Por eso, la creatividad nos hace «más libres», precisamente porque encuentra más caminos de los que sería capaz de encontrar un simple registro mecánico de datos. Y sin embargo (un cierre que presagia asimismo consecuencias teóricas y prácticas), la creatividad no coincide con la fantasía (que también la usa de manera abundante): la creatividad encuentra su cima y su razón de ser precisamente en la condición «vinculada» de nuestro vivir cotidiano.

Se trata de una capacidad estructural: por consiguiente, debemos dedicar un obligado itinerario de rastreo para estudiar las raíces de esta extraordinaria potencialidad inscrita en la estructura misma de nuestro ser en el mundo. Algo de lo que nos daremos cuenta es que, cuanto más ahondemos en lo dado por descontado, en lo cotidiano, en lo de todos los días, tanto más nos encontraremos, inevitablemente (prescindiendo de nuestra conciencia), descubriendo un indefectible impulso de superación del «aquí y ahora», una capacidad y una urgencia exclusivas de «trascender» el espacio y el tiempo en nuestra acción, incluso en la más común, en la más distraída, un impulso que nos lleva a descubrir un indefectible nuevo-impulso «de la tierra al cielo»: por consiguiente, si la innovación creativa es una de las características propias de la acción humana, la apertura a posibilidades siempre nuevas «muestra la dimensión de trascendencia connatural a la acción individual y colectiva y está directamente conectada con la reflexividad de la autoconciencia» (Crespi 2010, p. IX).

En este marco conceptual, la creatividad, en sus diversas longitudes de onda, puede llegar a ser considerada así como algo fundamental para nuestra supervivencia: por medio de ella, por ejemplo, «encontramos a un niño que se había perdido, nos procuramos lo necesario para comer y nos abrimos camino en un nuevo lugar y en una nueva cultura [...], ya se trate de criar a nuestro hijo, de aconsejar a un amigo, de disponer nuestra casa o de planificar un acto para recaudar fondos» (Ruth 2007, p. 26).

Seguramente, los rápidos procesos de cambio que se están produciendo en el ámbito de los sistemas de producción también han contribuido, en las últimas décadas, a dar un empujón a las concepciones clásicas y románticas (que, sin embargo, recordémoslo, nunca han desaparecido): la idea de una buena sociedad «formada por unos pocos genios capaces de proyectar y programar el trabajo ejecutivo de millones de ‘hombres-bueyes’» (De Masi 2003, p. 445) impulsaba a los investigadores a reservar su atención únicamente a las «cimas»: con la llegada de la modernidad, «empezó a prevalecer la idea de que cada ser humano tiene su propia chispa creativa y que es preciso alimentarla por el bien de todos» (ib.).

Con la intención de reordenar el cuadro sintético de un enfoque que es necesariamente cada vez más rico y variado, se ha intentado recientemente identificar categorías semánticas y operativas para «enjaular» una energía que es de por sí constitutivamente incontenible, salvando al mismo tiempo las concepciones de la misma que se han ido sucediendo. Es aquí donde, quizás, se encuentra la raíz de los recientes esfuerzos teóricos que han llevado a la creación de diversos marcos y conceptualizaciones: el llamado modelo de Four-C de la creatividad, por ejemplo, pone de manifiesto cómo esta «puede abarcar desde experiencias creativas más subjetivas (creatividad mini-c) a procesos creativos y productos reconocidos por otros como contribuciones creativas en contextos cotidianos (little-c), profesionales (Pro-c) y de alcance histórico (Big-C)» (van der Zandena et al. 2020, p. 2)2.

Otra aclaración útil es la que distingue si una idea nueva es absolutamente original o solo lo es en el interior de un contexto particular. Estableciendo una comparación con el fenómeno económico del así llamado «arbitraje financiero», que comporta comprar en un mercado y vender en otro, alguien ha planteado la hipótesis de la existencia de un «arbitraje creativo»: mientras que la creatividad «generativa» se produce cuando a alguien se le ocurre una idea nueva, el arbitraje creativo se produce, por el contrario, cuando alguien «exporta una idea de un contexto en el que la idea ya es conocida a otro contexto en el que no lo es» (Fleming et al. 2007, p. 467).

Como se intuye, la dificultad de crear un cuadro satisfactorio para la definición y el análisis del gesto creativo está ligada al hecho de que, si bien por una parte este, como proceso, como comportamiento, como resultado, como capacidad deseable, es reconocido a escala mundial, por otra, «los significados, los comportamientos, los resultados son específicos de la cultura» (Reuter 2015, p. 54).

Además, a pesar de los indiscutibles progresos que se han producido en el campo teórico, en las últimas décadas han surgido nuevos problemas y nuevas «insatisfacciones» metodológicas: en particular, el paradigma del «I» ha acabado por generar modelos teóricos parciales que investigan la actividad humana «en un vacío social y conceptualizan la creatividad como una cualidad del individuo solitario» (Glăveanu 2010, p. 82). De ahí la urgencia de detectar un nuevo paradigma ulterior.

El paradigma «We»

El paradigma del «nosotros» se propone salvar este desfase teórico y práctico en la observación de las dinámicas creativas concretas: la creatividad ya no se considera aquí simple y exclusivamente como expresión del individuo, sino también, y principalmente, como resultado de la interacción y la colaboración humanas. Glăveanu pretende explícitamente proponer su propia «psicología social de la creatividad», entrando también en una velada polémica con la tradición de investigación anterior: si bien es verdad que, desde principios de los años ochenta, la psicóloga estadounidense Teresa Amabile empezó a proponer una psicología social específica de la creatividad, es preciso admitir, no obstante, que gran parte de los trabajos desarrollados en su interior «siguen avalando todavía una visión de lo social que corresponde más a paradigmas individualistas que a una verdadera perspectiva social» (Glăveanu 2010, p. 83).

Con esta observación entramos decididamente en la vertiente que nos es más propia, y, con la debida prudencia, podemos compartir la afirmación de que «la sociología es el ámbito ideal para estudiar la creatividad» (Reuter 2015, p. 42), especialmente en sus dos principales aspectos de investigación: a) la influencia ejercida por el contexto social sobre las personas creativas y sobre la creatividad; b) la creatividad expresada «no por individuos sino por grupos» (De Masi 2003, p. 433). La sociología se interesa cada vez más por los procesos a través de los cuales se puede llegar (y se llega) a sumar, a hacer interactuar la genialidad individual con la colectiva de los grupos organizados.

Sin embargo, aun adoptando esta perspectiva como propia, consideramos fundamental intentar rastrear la raíz profunda de la dimensión relacional del impulso creativo en lo que para algunos investigadores representa un factor «congénito» de la misma estructura del ser humano.

Creatividad y/es trascendencia

«Mientras que la vida del animal está centrada, la vida del hombre, que no puede romper la centralidad y al mismo tiempo se ve proyectado más allá de ella, es excéntrica» (Plessner 1928, trad. it. 2006, p. 315). Esta fantasiosa descripción de la condición humana y de su carácter único en el marco de los seres vivos la utiliza el filósofo y sociólogo alemán Helmuth Plessner: se trata de un intento de explicar metafóricamente la extraña situación en la que, como humanos, nos vemos obligados a trascender el «aquí y ahora» de la vida cotidiana. Mientras que para los animales la tarea de la vida consiste en permanecer dentro del círculo de su propia reactividad, esta dinámica, aunque presente por condición en el desarrollo de la existencia humana, resulta dramática y confusamente insuficiente: debemos vivir en el interior de una circunferencia que constantemente estamos llamados a superar, a cuestionar, a «trascender».

La filosofía, pero también el arte, han intentado repetidamente focalizarse en este punto de distinción irreductible entre la naturaleza humana y la animal. Tal vez la narración más eficaz sea la que ha hecho Giacomo Leopardi en su Canto nocturno de un Pastor errante del Asia