El amor no se puede pintar - Miranda Bouzo - E-Book
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El amor no se puede pintar E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

"Cuando me dejes abrazarte, la nieve se fundirá a nuestro alrededor" Nela Sanz a está a punto de conseguir el puesto que siempre deseó como historiadora. Nunca imaginó que al hacer una simple lista de posibles benefactores para el museo en el que trabaja atraería a su vida a Soren Müller, un hombre misterioso que aparece con una proposición: llevarla hasta su hogar en Alemania para restaurar un cuadro. En el corazón de Baviera, escondido entre el verde de sus bosques y el frío de los cercanos Alpes, vive ese hombre de ojos glaciales y oscuros secretos, incapaz de sentir el tacto de unas manos sobre su piel. Nela poco a poco descubre a través de su pasión por el arte que algo la une a aquella tierra y al dueño del cuadro. En los límites entre el bien y el mal, en el mundo de los negocios enigmáticos y peligrosos de Soren, Nela descubrirá un amor único capaz de curar las heridas. ¿Quieres aceptar la invitación de Soren y entrar en su mundo oscuro? ¿Quieres entrar en Waldhaus? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Silvia Fernández Barranco

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amor no se puede pintar, n.º 264 - marzo 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-333-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Primera parte

Manuela

Manuela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Segunda parte

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Manuela

Manuela

Tercera parte

Soren

Manuela

Manuela

Manuela

Soren

Nela

Soren

Nela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Manuela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Nela

Soren

Manuela

Soren

Manuela

Manuela

Manuela

Manuela

Soren

Manuela

Cuarta parte

Manuela

Manuela

Soren

Manuela

Manuela y Soren

Soren

Nela Müller

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Todo el mundo discute mi arte y pretende comprender,como si fuera necesario, cuando simplemente es amor.

CLAUDE MONET

 

 

 

 

 

Toda historia verdadera empiezacon una simple elección.

Primera parte

Manuela

 

 

 

 

 

Allí estaba, frente al espejo, observando mi reflejo con mirada crítica. La imagen que me devolvía no era demasiado glamurosa ni sofisticada, al menos, no tanto como había esperado. Giré la cadera y los hombros a un lado y al otro para verme. El verde del vestido resultaba demasiado oscuro y esperanzador para un cóctel en el cual no me sentiría a gusto pidiendo dinero, subvenciones y nuevos objetos de arte para el museo. Nadie me avisó, mientras hundía la cabeza en libros y más libros, de que ser historiadora implicaba suplicar financiación a diestro y siniestro, piezas a otras entidades y seguir estudiando. Estaba atrapada por la rutina de cada día, donde las acciones que repetía una y otra vez empezaban a tomar el control sobre mi vida. Añoraba restaurar, volver al trabajo de laboratorio, mancharme los dedos con acetato y descubrir los colores que ocultaba cada lienzo, oler la pintura y los aceites. Vivir en los cuadros durante semanas, Florencia, París, ver la campiña inglesa o sumergirme en los palacios de Venecia. Pero si quería algo más, este era el único camino: olvidar el trabajo de campo y concentrarme en ascender. La vocecilla que últimamente resonaba en mi cabeza volvió con la misma fastidiosa pregunta una y otra vez: «¿De verdad es lo que quieres, Manuela?».

Al aceptar el puesto de coordinadora de exposiciones, estaba un escalón más cerca de ser directora del Departamento de Historia. No pensé en las consecuencias que llevaba implícita la coletilla «la más joven en ocupar ese puesto», una trampa para mi ego y para el resto de mis decisiones, cada una de ellas revisada por catedráticos mayores y con más experiencia, menos abiertos a las opiniones de Manuela Sanz.

—¡Nela, sal ya! ¡Deja que te vea!

El agudo grito de Alice me sacó de mis pensamientos. Nada había cambiado en el reflejo que me devolvía el espejo, y me saqué a mí misma la lengua. Suspiré, crítica. Tendría que valer.

—¡Entra de una vez, pesada! —grité, a sabiendas de que lo haría sin ser invitada, como siempre.

Alice se colocó detrás, con una mirada no muy sorprendida, como si todos los días yo anduviera por la casa con un vestido largo de fiesta y tacones. Al vernos juntas, ahogué un suspiro. Alice, mi amiga y compañera de piso, era alta, de figura estilizada, pelo rubio e interminables piernas y, por si fuera poco, con ese acento inglés que volvía locos a los chicos.

—¡Vaya! Has comprado el vestido en internet, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

Me giré sorprendida, con el ceño fruncido, que ya comenzaba a dejarme un surco en la frente. Una leve marca que con los años se haría profunda a fuerza de hacer el mismo gesto.

—Te queda dos tallas más grande. ¡Ay, Nela!

No es que a estas alturas pudiera fastidiarme su forma de acortar mi nombre, lo hacía desde que nos conocimos en la universidad y, al final, todo el mundo acabó por llamarme así. Se trataba de que, a veces, la voz de Alice parecía tener la misma entonación que la de una madre. Ahora no necesitaba a nadie que dijera «es que eres de caderas anchas, no es que estés gorda», ¡y sí, había comprado el vestido más grande porque los hacían minúsculos y no te podías fiar de las tallas!

—Los demás parecían faldones. Además, no tengo tiempo de ir a comprar y probarme cien vestidos… ¡Por si no te has dado cuenta, vivo en un estrés continuo!

—El color acentúa tu pelo castaño —pronunció Alice, fijando sus ojos azules en los míos, ignorando mis palabras. Tiró con fuerza de atrás hasta ceñirme la tela del vestido al pecho.

—¡No tires, Alice, que lo rompes!

—¡Ya está, ponte uno de los míos!

Suspiré fastidiada, no me entraría ni una pierna. Alice me dejó allí sin opción a réplica y corrió a su habitación de cuento rosa, antítesis de la mía, llena de libros en las paredes, el suelo, la cama. A ella, los muebles se los había pagado su padre, igual que el piso que compartíamos y por el cual yo pagaba un minúsculo alquiler, más simbólico que otra cosa. Apareció con una caja rosa chicle en las manos, del tamaño justo para contener una de sus adquisiciones de firma.

—No me valdrá y voy a enfadarme aún más —le advertí cabreada. Seguro que era precioso, me pondría los dientes largos y no habría manera de arreglarlo—. ¿Vas a infligirme esta tortura para nada? Eres cruel, Alice.

Su sonrisa de niña buena no me engañó, tramaba algo con sus ojos inocentes puestos en la caja. Con una inclinación de la cabeza y un movimiento de las manos, suplicó que la abriera. Sus pies comenzaron a golpear el suelo con pequeños saltitos y la imité con toda la ironía de la que era capaz. Alice a veces era un poco empalagosa, pero adorable.

El papel de seda blanco se deslizó al cogerlo, y bajo capas y capas descubrí un vestido azul marino, tornasolado, que brillaba bajo la lámpara del techo. Sin poder contenerme, lo cogí con cuidado, como haría con un pincel de Gouché, y la tela se desplegó hasta mis pies. Alice, con un movimiento brusco, tiró la caja al suelo y suspiró con ansiedad.

—¡Te gusta, ¿a que sí?!

No pronuncié palabra, me deshice de mi compra por internet en tres movimientos y, con la precisión de un cirujano, lo cogí con cuidado. Sentí el tacto de la tela acariciar la piel en su descenso, suave y cara, lujosa y prohibitiva. Alice corrió a mi espalda y deslizó la cremallera hasta arriba.

—Perfecto.

No cabía en mí por la sorpresa, el vestido me quedaba muy bien. Su reflejo en el espejo me dejó boquiabierta.

—¡Lo has comprado para mí! —Alice sonrió con tal cariño que quise abrazarla. Una seria advertencia se dibujó en sus ojos. Estropearía el vestido—. No deberías haberlo hecho —dije con la boca pequeña. Me quedaba de fábula, más pecho, menos caderas, un aire estiloso, lejos de mi forma de vestir habitual. No parecía yo y eso, en lugar de inquietarme, me gustó.

—Nela, no puedes suplicar fondos con algo menos elegante, créeme, sé cómo funciona esto. Por una vez, aprovéchate del dinero de mi padre como hago yo.

Nos miramos de nuevo a través del espejo y sonreímos. Desde el día que conocí a Alice éramos inseparables, tal vez porque no nos parecíamos lo más mínimo y nos complementábamos la una a la otra. A ella, su padre, dueño de un banco inglés, la obligó a compartir habitación en el colegio mayor con la esperanza de que se centrara en los estudios. «Soy consciente de que antes investigó hasta la marca de mi dentífrico»; y yo, una chica becada por su fundación y sin familia, encajé con ella a la perfección desde el primer momento. Alice comenzó a sacar mejores calificaciones y yo seguí sin despegar la nariz de los libros mientras la ayudaba a estudiar. La vi entrar y salir con el chico del momento y suspiré por cada uno de ellos, cada cual más guapo que el anterior. Al acabar la carrera, Alice consiguió el cargo de relaciones públicas e institucionales en el museo y yo pasé a ser la becaria de Historia Medieval. Hubo más chicos para ella, más maduros y guapos que los anteriores, y para mí la oportunidad de ir escalando puesto a puesto hasta hace seis meses. Entonces me convertí en la coordinadora de exposiciones temporales.

Me coloqué el escote del vestido con orgullo, sacando pecho, y Alice puso los ojos en blanco.

—Nela, ven, que te maquillo y te hago un peinado decente —murmuró tras darse un vistazo al pecho plano con el logo de los Rolling—. Vamos a dejar a tus benefactores con la lengua fuera.

Manuela

 

 

 

 

 

El museo estaba en uno de los barrios más exclusivos de Madrid, un edificio sobrio del siglo XVIII que, bajo la luz de los focos azulados, era impresionante. Cada día a las nueve atravesaba las puertas de personal y, en ocasiones, no salía hasta bien entrada la noche. Por comodidad, nuestro piso estaba a veinte minutos andando, durante los cuales me deshacía de la tensión del día y que muchas veces me servían para aclarar la mente. Por fortuna, Alice había solicitado todos los permisos para organizar un servicio de aparcacoches para esa noche. Los invitados descendían por la misma escalinata de acceso a una alfombra roja que conducía a la entrada principal, cerrada habitualmente, pero que ese día, con ocasión de la gala, permanecía abierta y flanqueada por dos guardas.

Mientras avanzaba sujetando con cuidado la falda del vestido, repasaba en mi cabeza una y otra vez la lista con los posibles benefactores de mis próximas exposiciones. Una sola mujer, dueña de un imperio artístico, pero con su propio museo, y tres hombres: un empresario madrileño, artista ocasional; un jeque árabe de escasa moral; y el primero de la lista, un alemán, mi opción más fuerte. Soren von Müller, un apellido que parecía decirlo todo, origen germánico hasta la médula. Según mis fuentes, poseía una colección completa de objetos medievales expuestos en un palacio de nombre impronunciable en Alemania. Él podía ser mi llave para conseguir financiación, las subvenciones del ministerio eran escasas y, si el museo no atraía visitantes, serían menos el siguiente año. Lo más curioso era que, mientras que el resto de los nombres de mi lista los encontré sin problemas, de este último apenas localicé algunas reseñas en artículos destacados de Cristhie´s o de la casa Wildenstein. Omití indagar en algún que otro artículo sobre cierto oscuro episodio nazi de varios familiares, asuntos turbios. Sin embargo, por las fotos que encontré, era un anciano de cara bonachona y mejillas sonrosadas, dueño de un palacete. Un amante del arte clásico en todas sus facetas, pero especialmente en pintura.

Los invitados deambulaban por la enorme sala central del museo mientras contemplaban los altos techos de la bóveda principal. Se habían colgado esferas luminosas que creaban la ilusión de un cielo nocturno cuajado de estrellas, un cielo abierto sobre nuestras cabezas. Alice había desplegado todas sus dotes en decorar aquel espacio, hasta el atril en el que debíamos hablar los miembros de la junta era una especie de piedra ceremonial con detalles precolombinos que ocultaba el micrófono. Unas mesas con bandejas colocadas en un extremo de la sala, junto a las vitrinas que albergaban la maqueta del edificio, flanqueaban el acceso a la rampa que llevaba al corazón de las muestras renacentistas y a la escalinata que subía al primer piso, la primera decisión errónea, esa que provocó que la junta se enfrentara a mí en pleno. Había cambiado por completo el orden de las exposiciones: Renacimiento, abajo; Prehistoria y Arte Medieval, arriba, con sus armaduras, hachas, espadas y salas de tortura que llevaban al público más joven hacia salas que nunca recorrían o de las que pasaban de largo. Envié a restaurar gran número de obras, y fue entonces cuando solo pudo salvarme el dinero del principal benefactor del museo, el padre de Alice. Meses más tarde, mi visión del nuevo museo funcionaba algo mejor, más niños recorrían las salas con sus padres, inmersos en un juego que diseñó mi ayudante Juan, padre de tres preciosas criaturas, que además atrajo visitas escolares y triunfaba entre los pequeños. La recaudación crecía, con lo cual debía generar más expectativas y visitantes. La ambición se adueñaba de mis decisiones según mis colegas, pero, en realidad, era esa vocecilla infantil que habitaba en mi interior y repetía muy alto que no era lo suficientemente lista o fuerte para cumplir mis sueños.

Respirar hondo, levantar la barbilla y coger aliento; un paso detrás de otro, como si llevara subida a mis tacones una eternidad y no vinieran con el regalo de Alice. Una sonrisa se me escapó al ver a Juan con un traje azul oscuro tan impropio como el pañuelo rojo que adornaba su bolsillo.

—¡Está preciosa, jefa!

Sonrió con sinceridad y me permití relajarme un poco.

—Tú también, Juan. ¿Y tu mujer?

—No ha podido venir, no es fácil dejar a nadie con tres diablillos, y el sueldo no da para niñeras.

Lo miré con franca admiración, Juan trabajaba casi tanto como yo e intentaba subsistir con el poco sueldo que recibía del museo, además de algunas clases de dibujo que impartía en el colegio de sus hijos. Nunca se quejaba; optimista convencido, decía que algún día volvería a pintar y vendería sus cuadros por sumas millonarias. Llevaría a sus pequeños a Disney y a su mujer a París como segunda luna de miel.

—Lo siento, tendrás que conformarte con Alice y conmigo como acompañantes —le dije con una breve palmada en el hombro mientras buscaba alrededor a nuestra amiga—. ¿Y Alice?

—Creí que vendríais juntas, no la he visto aún —contestó Juan—. Puede que esté con los del catering en la cafetería ultimando algún detalle.

La gente comenzó a desfilar ante nuestros ojos. Soy malísima en este juego de unir rostros y nombres hasta que Alice, una vez tuvo todo bajo control, se puso al lado y, con todo su encanto, nos fue indicando quién era quién. Supongo estaba destinada a ser relaciones públicas desde siempre, como yo a estar en segundo plano. Evité a propósito a los miembros de la junta e intenté centrar todos mis esfuerzos en encontrar a los integrantes de la lista. Una suave melodía, interpretada por un cuarteto de música, proporcionaba una atmósfera relajante que invitaba a la conversación, mientras que los camareros comenzaron a servir las bebidas en bandejas doradas. Llevaba un rato intentando tropezar casualmente con la única mujer de mi lista cuando el jeque —número tres en mi lista— se acercó del brazo de Alice. Les seguía un hombre armario que no podía ser más que su guardaespaldas.

Soren

 

 

 

 

 

El coche se detuvo ante el antiguo edificio del museo. El jardín iluminado por luces de color azul le daba un aspecto nuevo a la piedra gris. Mirko abrió la puerta en un gesto silencioso y salí desganado. Estiré el traje oscuro antes de dirigirme hacia la entrada. Eso era lo que más apreciaba de mi sombra; nunca hablaba por hablar, el silencio no resultaba incómodo y no se desvivía por adularme, por eso llevaba conmigo más tiempo que nadie. ¿Tres años, quizá cuatro? Nadie aguantaba mis exigencias durante mucho tiempo; cuando pasaban la frontera del primer año, se relajaban, empezaban a cometer fallos y los despedía sin asomo de remordimiento. Mirko no, siempre respondía.

A pesar de la decoración elegante, lo regio del edificio y la suave melodía que flotaba en el aire, no había duda de que estaba en un museo español. Las voces distendidas y los gestos con las manos me chocaban, su expresividad y sus rostros morenos, en contraste con el lugar de donde venía, me trajeron el recuerdo de unas vacaciones en Madrid siendo un crío. Fueron quizá las mejores de mi vida porque mi padre, con quien tuve el dudoso honor de compartir nombre hasta el día de su muerte, se quedó en casa.

—Puedes irte, pero no te alejes demasiado. No creo que esto me lleve más de una hora —le dije a Mirko una vez nos encontramos en una sala abarrotada de gente.

—Si me necesita antes, estaré fuera —afirmó, y deshizo sus últimos pasos hacia el jardín.

En cuanto estuve solo, el director del museo acudió junto a mí, me estaba esperando. Roberto era un viejo amigo de mi padre.

—Soren Müller, ¿o debo llamarte Zählen von Müller? —dijo el hombre con una sonrisa, en alusión a cómo se dirigían a mí los empleados de mi casa.

—Con Soren bastará —contesté—. No hay condes desde tiempos del emperador Guillermo, como bien sabes.

Sonreí a mi pesar. Aquel hombre me caía bien porque tenía el honor de ser uno de los mejores amigos de la familia, y esa era una tarea bastante difícil. En ocasiones, Roberto Márquez nos había visitado en la casa de Ibiza, donde pasábamos los veranos, para tratar con mi padre algunos asuntos de sus negocios. Ahora, yo había heredado todos los tratos y contactos de mi progenitor porque, aunque ya no hubiera Zählen ni reyes, mi familia era una dinastía que debía conservar el poder y la riqueza de los Müller. Mis hermanos debían, de igual modo que yo, perpetuar los valores de nuestros antepasados con el nivel de vida que se nos exigía y la fortuna que necesitábamos para conseguirlo.

—¿Has venido solo, Soren? Es difícil verte en una fiesta sin la compañía de una mujer hermosa.

—Vengo por trabajo, Roberto, nada de mujeres —afirmé, metiendo las manos en los bolsillos.

Al momento, un camarero se acercó con una bandeja y saqué la mano con desidia para aferrar una copa de champán. Prefería algo más fuerte, pero tenía la boca seca por la anticipación. Madrid me ponía nervioso, me gustaba la vida en el campo, tranquila, o las calles de Berlín o München, Múnich, como lo llamaban aquí, ciudades conocidas donde la gente camina sin mirarse y la tenue luz de su sol no quema. Roberto sonrió al ver cómo aferraba la copa con una servilleta, evitando el contacto con el cristal. Si decía una maldita palabra sobre ello, lo mataría.

—La chica no querrá ir. Tendrás que tentarla con algo prometedor o no te acompañará a ningún sitio. Es la directora de coordinación y es nueva, no querrá dejar su puesto por un tiempo, la conozco demasiado bien.

—Pero es la mejor, ¿no es cierto? ¿O es que la junta y tú queréis deshaceros de ella? Roberto, no me cuelgues a una niña consentida sin idea de arte o te lo haré pagar.

—No es eso. Si yo tuviera que recurrir a alguien discreto en la actualidad, me aseguraría de que fuera ella quien hiciera el trabajo. Confía en mí.

—Roberto, no confío en nadie —aseguré mientras me llevaba la copa a los labios y sentía el líquido seco deslizarse por la garganta—. ¿La conoces bien?

Roberto sonrío ante tantas preguntas.

—Fue alumna mía en prácticas desde que empezó el segundo curso de la carrera y, cuando acabó sus estudios, la traje conmigo. Te lo aseguro, Soren, es magnífica en su trabajo.

—¿Dónde está?

Seguí con la mirada la dirección que Roberto señalaba con la copa en alto, hacia la masa de vestidos elegantes y trajes sobrios, lo que me indicó que en algún lugar de esa sala estaba mi objetivo. Observé un grupo mientras Roberto seguía hablando. Una rubia de pelo casi platino llamó mi atención con su vestido rojo, una mujer muy hermosa. A juzgar por sus gestos coquetos y su seguridad al moverse, del tipo que me gustaban para pasar el rato.

Vi cómo la rubia dejaba su copa al paso de un camarero y se despedía de sus acompañantes: un hombre de tez tostada y una mujer joven. En vez de seguirla con la mirada, observé con curiosidad a la chica que se quedaba en el pequeño grupo. Llevaba el pelo castaño recogido mientras sus ojos azules, los más azules que había visto nunca, miraban al hombre que estaba frente a ella con timidez. Su cuerpo estaba tenso bajo el vestido del mismo color que sus ojos y, poco a poco, vi cómo deslizaba sus brazos uno sobre otro, hasta cruzarlos en actitud defensiva. No le gustaba el hombre que se inclinaba sobre la piel de su cuello y le susurraba algo cerca del oído. Tras ellos, otro hombre, con toda probabilidad un escolta por su altura y envergadura, consultó el micrófono adherido a su oreja. Ninguno de los dos se dio cuenta de que la chica se sentía acorralada entre ambos, y fue entonces cuando ella levantó la vista en busca de ayuda. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron con intensidad y, al no conocerme, apartó la vista, avergonzada por su atrevimiento.

Sentí lo mismo que un cazador ante una presa acorralada. Tenía dos opciones: dejar que la abatieran o ayudarla a escapar. Normalmente, me daría la vuelta, no era problema mío, pero su rostro y su mirada limpia me impidieron hacerlo. Todo en ella hablaba de una suavidad e inocencia que ya no creí que existiera. A mi lado, Roberto hablaba sin parar a alguien que me acababa de presentar y no se percató de dónde estaba puesta mi atención, que aumentó cuando el hombre de tez oscura posó su mano en la espalda de ella y la recorrió con una sonrisa estúpida en la cara. Escoltada por ambos, la chica salió de la sala con paso reticente, no muy decidido.

«No es problema mío», me repetía, pero no podía olvidar que sus ojos no tardarían en perder su mirada limpia y ensuciarse entre la mierda que atraía el dinero.

Un camarero trajo un vaso, Roberto había tenido la deferencia de conseguirme un whisky escocés, y lo paladeé: Glenfiddich, el preferido de mi padre. Roberto lo sabía, y sonreí ante su iniciativa.

—Soren, vayamos en busca de tu chica —soltó Roberto como si fuera un chiste. Tenía ventaja, él conocía a la joven y yo no, tan solo había leído unos informes aburridos de una estudiante de Historia con un talento natural para la restauración—. Te presentaré antes al resto de la junta del museo, quieren conocer a nuestro próximo gran benefactor.

Tras un rato escuchando las absurdas adulaciones que le hacían a mi dinero, provoqué un accidente con una copa para alejarme un rato hacia los baños. Estaba cansado y aburrido de estas fiestas, solo había cedido por la amistad que unía a Márquez con la familia, pero si la chica no aparecía, lo haría a mi manera y no a la de Roberto. La mía consistía en que Mirko la secuestrara y la metiera en el avión rumbo a casa. Nada de negociaciones, nada de contratos de confidencialidad, el mundo se mueve por el dinero, el miedo y la extorsión, al menos el mío.

Un momento antes de perderme en el pasillo, lejos del bullicio, recordé a la mujer de los ojos azules y, tras dudar un segundo, seguí mi camino. No era problema mío, parecía lo suficientemente mayor como para apañárselas sola.

Al girar en dirección a la flecha que indicaba los aseos, fue cuando choqué con alguien: una mujer. La cogí de los brazos desnudos en un intento de que no cayera hacia atrás. Aunque mantuvo la cabeza agachada, reconocí su pelo castaño recogido y sus manos desnudas sin joyas, la única que no las llevaba en toda la fiesta. Aferrada a mi chaqueta, trastabilló por culpa de los tacones. Un leve aroma a perfume de rosas inundó mis sentidos, leve y tentador como ella.

—¡Eh!

Recuperó el equilibrio y me miró con esos enormes ojos azules antes de asegurarse de que no la seguían. Creía que no me daba cuenta de que estaba calibrando y decidiendo si confiaba en mí o no, pero ¿para qué?

—Lo siento, iba corriendo y no le vi —dijo mientras se separaba con delicadeza y esbozaba una débil sonrisa avergonzada—. ¿Puede ayudarme, por favor? —preguntó al fin, cuando sonó una voz profunda en el altavoz de la sala anunciando que Roberto Márquez iba a hablar.

Manuela

 

 

 

 

 

¡No lo podía creer! ¿En serio el jeque me había ofrecido dinero a cambio de sexo? ¿Cómo había podido caer en su trampa? Hablar a solas, había dicho. Sentirme tan amenazada con su guardaespaldas detrás y él avanzando hacia mí, sin importar que estuviéramos rodeados de gente, hizo que tuviera unas ganas tremendas de llorar. No podía permitir un escándalo con toda la junta en la misma sala, pero ya había sido el colmo que intentara propasarse. En ese momento le arrojé la copa encima sin reparos. ¡Que montara un escándalo si quería! A veces era idiota. Había ido sola con él en lugar de buscar a Alice o a Juan y que me acompañaran; en el pasillo, el muy idiota intentó besarme y bajarme la cremallera del vestido. Me resistí, pero unos pasos rápidos acercándose hicieron que me dejara en paz. Eso, y un pisotón con los tacones. Su guardaespaldas lo sacó de allí entre insultos.

—¡Eh!

Recuperé el equilibrio ante el choque con el enorme cuerpo de un hombre que me sacaba al menos dos cabezas, que me miraba con una ceja levantada a modo de interrogación. Lo primero que vi fue un hermoso rostro, un cabello rubio que contrastaba con una piel bronceada y unos ojos casi grises que me miraban como si pudieran atravesar mi piel y mis huesos. No sabría decir si era su traje sobrio o el curioso color de sus iris, pero había algo en él que parecía emanar confianza y poder.

—Lo siento, iba corriendo. No le vi —me excusé. No tenía opción, aunque me muriera de la vergüenza. Era el hombre de antes, el que me observaba fijamente en la sala central—. ¿Puede ayudarme, por favor? —le dije, al fin, cuando escuché la voz profunda en el altavoz de la sala anunciando que Roberto Márquez, mi jefe, iba a hablar. Me iba a presentar en menos de un minuto, así que me giré para dar la espalda a ese hombre y mostrar la cremallera bajada ante su mirada curiosa—. ¿Por favor?

Entonces él pareció comprender porque, sin decir una palabra, apoyó sus dedos fríos sobre mi espalda y con mano experta me subió la cremallera sin problemas, más despacio de lo que se consideraría apropiado.

—Se lo agradezco.

—No es nada. ¿Se encuentra bien?

Acento alemán y facciones nórdicas. Su tono de voz grave y sensual hizo que el corazón se me acelerase.

—Sí, muchas gracias —afirmé más tranquila ante su mirada, que no decía nada de él—. Manuela —me presenté, tendiendo la mano.

Lo miré un segundo y, sin hacer ni un leve gesto de estrechármela, persiguió mis ojos mientras un amago de sonrisa superior se abrió paso en su rostro. En ese momento daba más miedo que mi anterior acompañante, porque no leía nada en sus facciones, como si se esforzara en vaciarlas de emociones.

—Soren —contestó mientras se llevaba las manos a los bolsillos, dejándome con la mano en alto en ofrecimiento cordial, un gesto de agradecimiento y saludo en cualquier cultura. Afortunadamente, oí que me llamaban por los altavoces y bajé la mano, avergonzada.

—Pues gracias, Soren —logré decir mientras lo rodeaba, y él se apartó ligeramente para dejarme pasar.

Mientras avanzaba hasta la tarima donde Roberto Márquez me había dado paso para explicar el proyecto del museo, no pude evitar girarme. «Soren», curioso nombre. Sus ojos estaban puestos en mí, no apartaba la mirada, la sentía en la espalda y después sobre el rostro mientras hablaba ante aquellas personas. Me sonrojé y bajé la voz, pero volví a subirla al ver que los nervios iban a traicionarme e intenté no tocarme el pelo. Todo ese rato solo lo vi a él, como si el resto del público no estuviera allí. Su rostro, de mandíbula marcada y ángulos hermosos, emanaba seguridad y me atraía sin remedio. Sonrió con una mueca burlona cuando el silencio inundó la sala.

Al acabar, recibí un tímido aplauso. ¿Con la copa en la mano no se podía aplaudir o es que había resultado demasiado cargante? Mejor que nadie me preguntara qué había dicho, porque hablé por inercia, me sabía el texto de memoria; era la única manera de hablar en público. No veía al jeque entre los asistentes, esperaba haberle hecho un agujero bien grande en el pie.

Ya entre la gente, advertí que mi jefe estaba con Soren. Parecían discutir algo con total confianza y entonces, como una idiota, caí en la cuenta. ¡Soren… Soren von Müller! ¡Mi lista! ¡Ay, Manuela, tanto dinero tirado en los estudios para luego acabar siendo tan lenta! Debía de ser el hijo de ese hombre de las fotos de internet.

—¡Manuela, ven, por favor! —«Roberto, que ya sé quién es», intenté decirle con los ojos. Por favor, que el alemán no dijera nada del vestido. ¿Qué habría pensado? ¿Que venía de darme un revolcón con alguien?

Me aproximé a ellos, me detuve junto a Roberto y miré de frente a Soren con una sonrisa de disculpa.

Soren

 

 

 

 

 

Manuela ya sabía quién era, lo noté en sus manos nerviosas delante del estómago, apretándose los dedos. Su aire distraído me gustaba, no era muy guapa, pero así era mejor. Parecía muy vulnerable. Era la versión de chica estudiosa sin recursos que sale adelante sola. Por su forma de peinarse y sus ojos, daba la impresión de ser romántica e inocente, tímida e insegura. En los informes no había nada destacable sobre su vida personal: sin novios, vivía con una amiga, nada de escándalos en la universidad, sin motivaciones políticas ni aficiones. ¡Joder!, debí pedir fotos, pero entonces su cara no importaba. Había algo en sus gestos, en su forma tímida de mirar, como si ya conociera cuál sería su siguiente movimiento.

—Nos hemos conocido ya, Roberto —afirmé para ver la reacción nerviosa de Manuela.

Ella entornó los ojos con un gesto de súplica, no quería que le contara a su jefe que le había subido la cremallera del vestido antes de ser presentados.

Roberto nos observó alternativamente confundido y, sin saber por qué, decidí darle un margen a aquella chica; empezar con buen pie, creo que decían en su país. Contener mi carácter en lugar de arrastrarla del pelo fuera de allí, de una maldita vez.

—No formalmente, claro. Soren Müller.

Un brillo destelló en sus ojos al ver que no le ofrecía la mano ni la mejilla para un saludo. Lo asimiló y sonrió como si fuera normal.

—Manuela Sanz.

Quedamos suspendidos en un reconocimiento mutuo más lento después del primer encuentro. No parecía que mi cara la impresionase demasiado, curioso.

—¡Nela! —La rubia platino del vestido rojo se acercó a ella con cariño, ¿sería ella su compañera de piso?—. ¡Has estado genial, Nela! —La felicitó con sinceridad, se notaba por sus gestos que ambas confiaban la una en la otra y se apreciaban. Traía una copa en la mano para Manuela y ambas las chocaron con un ligero tintineo mientras la rubia me miraba con curiosidad.

—¿Tú crees? —le preguntó Manuela en voz baja. Se dio cuenta de que las estaba mirando interesado y suspiró, creía que la rubia era mi tipo. Pero nadie se percató de su decepción antes de presentármela ni de sus manos temblorosas—. Esta es Alice Barday, la directora de relaciones institucionales del museo.