El árbol de los condenados - Fernando Herrera - E-Book

El árbol de los condenados E-Book

Fernando Herrera

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Beschreibung

Hay una fuerza tan poderosa en el universo que nos lleva a nacer con un destino ya escrito e imposible de evitar. Un destino único, que pareciera nutrirse en cada generación condenada a un pasado prepotente que se devela y se repite. Inconscientes, nunca sabremos el castigo que portamos. En El árbol de los condenados son muchos los protagonistas que encarnan este designio, pero para cada uno el final siempre es el mismo: huir, escapar. A ellos como a nosotros, solo les queda esperar que la cadena se rompa para así liberarse y ser autores de su propia aventura. Después de todos, del futuro nada sabemos, pero interrogarnos puede ser un buen punto de partida.

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Seitenzahl: 337

Veröffentlichungsjahr: 2025

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FERNANDO HERRERA

El árbol de los condenados

Herrera, Fernando El árbol de los condenados / Fernando Herrera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6006-3

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com

Tabla de contenido

Prólogo

CAPÍTULO I - 1582

CAPÍTULO II - 1643

CAPÍTULO III - 1730

CAPÍTULO IV - 1785

CAPÍTULO V - 1821

CAPÍTULO VI - 1865

CAPÍTULO VII - 1907

CAPÍTULO VIII - 1945

CAPÍTULO IX - 1976

CAPÍTULO X - 2001

CAPÍTULO XI - 2025

CAPÍTULO XII - Décadas más tarde...

CAPÍTULO XIII - El momento menos esperado

Genealogía

El pasado no ha muerto, ni siquiera es pasado.

William Faulkner

Prólogo

Diego Alonso Cortés salió al patio de la penitenciaria como lo hacía tres veces por semana. Podía elegir los días. El espacio al aire libre era de aproximadamente de una hectárea; una parte era un patio de grandes mosaicos grises y la otra estaba cubierta de un césped impecable. Elegía cuidadosamente esas mañanas, consultaba el pronóstico del tiempo a través de una pantalla en su muñeca. La única necesidad que tenía era la de acostarse debajo del único árbol que había en el presidio, como si también este estuviese cumpliendo una condena. Y debía hacerlo bajo el sol, casi sin viento, en un cielo sin nubes, para colocar sus manos detrás de su cabeza y cerrar los ojos.

Esos momentos eran el único beneficio que tenía luego de tantos años, después de haber recibido la pena más dura por haber matado a su padre. Ya no importan los motivos, las causas y la manera en que lo hizo. Su conducta, después de tanto tiempo, era intachable. Tal vez, para desear y cumplir con lo deseado, tirado bajo la sombra de esos troncos tan altos, de esos brazos tan gruesos y de esas hojas que solían caer sobre su rostro cuando se quedaba dormido.

Un día cualquiera, en esa media hora que duraba el beneficio, único tesoro en su vida, a sus ojos cerrados les costó mucho volver a despertarse. Y en ese tiempo tan corto, ese día cualquiera, soñó como las hojas que caían sobre su cuerpo se transformaban en personas que jamás había visto, como si cada hoja del árbol fuese un ser atrapado en esa frondosidad de ramas. Hombres, mujeres, niños, todos caían en vaivén, como en el otoño. Despertó a la hora justa, sobresaltado por ese sueño extraño, antes de volver al calabozo.

Diego Alonso no tenía ningún contacto humano con el exterior: no tenía hijos, tampoco le quedaban parientes vivos, ni amigos ni enemigos. Lo extraño es que, durante años, le iban llegando cartas que nunca leía: solo las guardaba cuidadosamente debajo de su cama. No conocía los remitentes y pensaba que nada cambiaría en su vida si las abría. No estaba en sus planes, porque ningún plan podría sacarlo de allí.

Después de ese sueño corto, que lo dejó inquieto y pensativo, algo cambió. Un sentimiento de intriga que jamás había tenido se hizo presente, como si hubiese descubierto alguna relación entre las cartas y los rostros. Así que analizó el clima de los días siguientes, separó las cartas más viejas, de fechas más lejanas, las ordenó todas de manera cronológica y se dispuso a leerlas debajo del árbol, en esos momentos que solía dedicarlos a dormir al aire libre. Por fin, en sus últimos años, la curiosidad había despertado.

Las cartas hablaban de otras vidas, de personas que no conocía. Había cartas con historias muy lejanas, de otras épocas, de otros siglos. Mientras las leía en voz alta, sentado bajo la sombra, parecía encontrar la punta del ovillo, un comienzo, algo que lo acercaba a entender por qué, por mucho tiempo, fue el destinatario de esos escritos. El primero de ellos, el más antiguo, contaba la historia de una muchacha que huyó de esa España que comenzaba a ser el reino más grande de Europa y un imperio que abarcaba a casi todos los continentes. Así, comenzaban las lecturas de Diego Alonso Cortés, condenado por las circunstancias, y preso de sí mismo, sin saber por qué.

CAPÍTULO I

1582

Un día cualquiera, de un mes cualquiera y casi un siglo después de la gesta conquistadora, se sumaba un eslabón más. No había explicación alguna para el entresijo, tan solo sucedía. En uno de esos días del último cuarto de siglo, por alguna razón, se repetía el misterioso caso de los destinos ya escritos por algo o alguien, de quien no sabemos ni su nombre.

En una casona señorial perteneciente a una pequeña familia con pretensiones burguesas, la sombra de un pasado determinaba, implacable, un momento presente. Esa mañana, soleada pero fresca, en la cocina de esa casona, los segundos se tensaron eternamente cuando Catalina recibió una bofetada sobre su mejilla izquierda que hizo callar el último insulto, aunque al volver la mirada hacia su padre, sus ojos aún permanecían retadores. El segundo intento por golpearla no pudo ser: lo tomó del brazo justo a tiempo, mientras su madre, temerosa de intervenir en la discusión, lavaba los trastos de la casa en esa fuente de azulejos verdes con inscripciones árabes que nadie entendía, fuente que hacía de grillete en sus eternos días, sin amparos ni clemencias. Las circunstancias paralizaron las agujas del reloj y, en consecuencia, el tiempo. Con los ojos rojos y sus mejillas derramadas de lágrimas, Catalina huyó corriendo por las escalinatas que terminaban en los portones de hierro que daban ingreso a la casa. Corrió desbocada con el mismo vestido color turquesa con el que había conocido a Pedro Villegas, exactamente quince días antes, en la boda de los Orzuela. Pedro, íntimo enemigo de su padre, se había convertido en su amante en esos coquetos jardines dispuestos para la boda. Por alguna razón, sin pensar ni pretenderlo, con lo puesto puso en marcha ese deseo que siempre aparecía en sus sueños desde chica: huir, escapar. Su padre nunca la perdonó, pero la decisión ya estaba tomada mucho antes en algún recoveco oscuro de su mente, preparándola para lo que sería su última jornada en el cálido invierno sevillano. Invierno que se escabullía con el correr de los días, y en el que las tardes templadas sobre la bahía de Cádiz daban paso, poco a poco, a las precipitaciones que año tras año precedían al verano, un verano que ya no volvería a ver, al menos al sudoeste de ese reino bañado en sus costas por las frías aguas del Atlántico.

La huida, el escape, de su padre, de su amante: esas eran las únicas visiones, recuerdos, espectros de memoria que, durante las noches y con picos de cuarenta grados de fiebre, comenzaron a dejarla en vela, intranquila… invadida, además, por los olores nauseabundos que provenían de las hamacas donde dormían los viejos marineros. El escorbuto ya se había apoderado de su cuerpo, estaba enferma, y el lento rechinar de la madera le daban la única certeza: la mar estaba en calma. Esta vez, la flota de barcos no rodearía las costas africanas para levantar esclavos, ni sacos de café ni pieles ni piedras preciosas. La navegación que habían trazado los dirigía exactamente hacia el sur del nuevo continente, para luego de sesenta y tres días a bordo y más de 3900 millas náuticas dejadas atrás, poder sortear la montañosa isla de Trinidad en medio de una neblina tan densa, que los ayudaría a evitar posibles encuentros con navíos holandeses. En la región que ahora navegaban, el calor se hacía insoportable, la presión cada vez más baja y la luna se volvía por las noches una especie de sol de la nocturnidad, como si quemara sin que uno se diera cuenta. En el barco, intuían que en poco tiempo enfrentarían una gran tormenta.

Sedienta sobre uno de los catres, Catalina apenas podía dormir por los dolores, y el mar apacible bajo la oscuridad estrellada tampoco la curaba del espanto. Los catres de las trece mujeres abordo no eran mejores que los de los hombres; tampoco la comida ni la ropa ni los medicamentos caseros que proporcionaban algunos que se hacían pasar por médicos o curanderos. Las pasajeras se habían conocido en el puerto minutos antes de zarpar. Ninguna mantenía alguna relación previa, ni de amistad ni familiar. Solo las unía una peligrosa elección por parte de los expedicionarios, quienes las llevaban para atender a los hombres una vez llegadas a las Indias. Pero Catalina de la Cuevas y Toledo no era como las demás: la joven sevillana provenía de una de las pocas casas de la pretenciosa nobleza que quedaba en el reino. Su familia, mestiza, guardaba en secreto su linaje gitano, antepasados que tibiamente habían sido de los primeros en llegar a la península, escapando de la Iglesia a través del territorio galo y de las persecuciones del Imperio. Sin embargo, los últimos años la vieron desposeída de privilegios, por la depreciación de la moneda y por los fallidos negocios comerciales que mantenía la familia con los astutos viajeros portugueses. Altiva y mordaz, no le importaba relacionarse con gente del último escalón social: marineros, mercaderes, sirvientes. Solo buscaba huir de los abusos, de los maltratos y de las relaciones desastrosas que la tenían atada y reprimida. Había tomado la decisión sin costarle ni un céntimo, para lo que creía ser la única salida a esa vida truncada desde niña que le impediría ser una noble heredera. Pero el verdadero motivo, el íntimo objetivo, el que le dio impulso a su voluntad, fue seguir los pasos de Pedro Villegas, su amante, el amante de tan solo una noche, el causante de la ira de su padre, y que también embarcaría unos días antes rumbo a las Indias. Esa última noche de Villegas en el continente despertó la rebeldía de Catalina y, sin querer, accionó un gatillo desconocido, incrustado hondamente en su ser. Desde hacía tiempo experimentaba un agobio y un sometimiento tal que la habían convertido en una caldera a presión, a punto de explotar.

La fresca mañana del 6 de enero de 1582, los barcos ya se disponían a partir. Mientras despuntaba el alba, parte de la tripulación se encontraba lista sobre la cubierta. Sin hablarse, cada uno cumplía su función antes de zarpar, sin siquiera detenerse a observar esa costa entre clara y oscura, como si fueran a regresar de un momento a otro. Varios pasajeros, de los últimos en abordar, aún dormían allí, sobre sus pertenencias, antes de bajar a sus lugares: depósitos de mercadería, sótanos hediondos y pequeños infiernos en los que pasarían meses enteros. Ninguno se percató del instante en que zarparon, sin embargo, esa muchacha que ya debía estar bajo cubierta por no tener los papeles en orden, se las ingenió para no perderse el primer movimiento del barco, que, como el paso de la muerte al renacimiento en otro mundo, la llevaría a su nueva vida. Más tarde, Catalina observó por la abertura de uno de los portillos la desaparición lenta de la línea costera. Recién en ese momento, sintió, como en el juego de las escondidas, que podía salir del refugio, que había sorteado el juego y que ya no volvería a jugar nunca más. Así fueron pasando los días a bordo, al principio, aburridos, semejantes entre sí; luego, exasperadamente monótonos. La meteorología era perfecta y las noches, cargadas de estrellas que parecían iban a caer en cualquier momento sobre las aguas mansas e imperturbables.

En cuanto a la tripulación, todos parecían viejos, muchos veteranos que contaban tener cientos de viajes de ida y vuelta a esas nuevas tierras misteriosas, y de las que llevaban infinidad de tesoros jamás vistos al otro lado del Atlántico. Una de esas noches, Catalina se había vuelto a escabullir en la oscuridad y se dirigió hacia la toldilla para observar el barco que los custodiaba, del que apenas podía divisar el mascarón de proa. Soñó varias noches con ese ser fantasmal que se bamboleaba de arriba hacia abajo, que la marea apenas tocaba, y cuyos ojos parecían observarla. Luego, pudo engañar a su mente hasta obsesionarse con ese rostro de mujer madura que creyó su madre, y cuyo único fin era cuidarla y protegerla durante el viaje. Primero, los días, luego, las semanas: la lógica del tiempo como la inventó el hombre transcurría mientras muchos pasajeros iban enfermando, sobre todo los que se encontraban sin las autorizaciones que se requerían para la aventura de cruzar el mar en un barco de la corona. Catalina no fue la excepción. Al principio, tenía miedo de ingerir alimentos, desconfiaba de las raciones que tenían asignadas y que les llegaban en las mismas bolsas en que colocaban las sobras de la tripulación. El agua era turbia y el aseo en esa bodega donde pasaban las horas no existía. Así, despertó una mañana helada en la que su cuerpo se sacudía y pensó que eran las bajas temperaturas. Intentó abrigarse, pero aún temblaba; en ese momento se percató de la fiebre y del dolor en el estómago y en la garganta.

Un mes antes, la flota de barcos se había desviado hacia el sur, lejos de la tradicional ruta hacia las Antillas; ahora, tenía como destino las nuevas tierras de Lima y los tesoros descubiertos por los expedicionarios portugueses y españoles hambrientos de riquezas. La misión principal era abastecer al fuerte con alimentos provenientes del reino: animales, vestimentas varias, herramientas y mujeres para los hombres de armas. Mujeres que no habían pasado los requisitos para embarcarse, pero que formaban parte del pasaje clandestino a cambio de ser parte de la servidumbre, y poder aumentar rápidamente la prole del hombre blanco. Treinta y ocho jornadas pasaron desde que dejaron de ver la costa del reino; 134 tripulantes a bordo, sin contar ni a los clandestinos ni a los legales, en su mayoría andaluces, algunos naturalizados, y unos pocos extranjeros.

Habían pasado casi seis días, y Catalina continuaba acostada sobre un catre de cuero mal oliente y con agujeros hechos por las ratas, rodeada por el resto de sus compañeras que dormían en el suelo, sobre sus propias pertenencias o sobre los listones de madera carcomidos por insectos. Creía estar sumergida en el infierno. Solo una de ellas, la más vieja, la más parecida a su madre, se encontraba a la altura de su cabeza tratando de bajarle la fiebre con unos paños ennegrecidos y humedecidos en una olla con agua salada. La pobre alimentación que recibían desde que abandonaron el puerto, los eternos días balanceándose en las aguas, el cansancio, la falta de minerales y vitaminas, todo conspiraba para que muy pocos a bordo se salvaran de caer enfermos o de pasarse días enteros alucinando situaciones incomprensibles. Las raciones para los embarcados que estaban registrados eran pocas: harina, legumbres, pescados, casi nada de carne, arroz, y prácticamente nada de vegetales ni frutos. Los polizones se las arreglaban como podían, aunque en el caso de las mujeres, que habían ingresado con la complicidad de la tripulación, comenzaron a obtener su parte casi a la par de los marineros, e incluso de algunos oficiales a bordo. En los últimos días, aquellos seres metidos en ese sarcófago en medio del mar habían recibido buenas noticias. La mañana del 26 de marzo de 1582, Catalina despertó confundida y empapada en sudor, pero ya casi sin fiebre. Su rostro cobraba otro semblante, pero conservaba las manchas en su cuerpo, y su incansable compañera no se había apartado de ella en toda la noche curándola con misteriosos ungüentos orientales. Cuando abrió los ojos, esta se acercó a su oído y casi en susurro la puso al tanto: por fin, dos días más y llegarían a la costa, la tan ansiada tierra estaba casi entre sus manos. Lejos de aquietarla, la noticia la tornó ansiosa, por momentos pensaba que no llegaría con vida: semanas enteras en ese estado calamitoso la debilitaron, física y mentalmente, y durante varios días habló con espectros, con gente muerta que la visitaba en la oscuridad. En aquellas largas horas del día apenas escuchaba el sonido del mar, y por las noches, percibía los ruidos extraños que hacía la madera, como quejándose; dolida por el cansancio, como esos ancianos que arrastran los pies por una carga que llevan durante jornadas enteras sobre sus espaldas. También oía los delirios de otros enfermos, los gritos de dolor, y los otros, los de la muerte. Su rostro, esa cara de gitana heredada de su madre, estaba deforme, la boca, sus encías sangrantes, esa nariz hinchada, aunque, poco a poco, parecía retornar a la normalidad. La mujer que la cuidaba se hallaba más enferma que ella, se asemejaba a un espectro más. Tal vez, la veía como a su hija, quizás la quería como a esa hija que nunca tuvo, quién sabe. Siempre a su lado desde que comenzó a desmejorar, tres semanas después de haber zarpado, cuando la luna pareció enrojecer, y el sol, a fugarse por detrás. Allí, comenzó la verdadera travesía. Pero ahora, las pesadillas habían mermado, su padre ya no la perseguía en sus sueños ni la tomaba con fines perversos con la omisión cómplice de su madre; tampoco se escondía de los usureros los sábados en la mañana ni la obligaban a ir a escondidas en busca de raras sustancias para los hechizos que su familia realizaba en absoluta clandestinidad. Los delirios habían transformado el barco en su vieja casa, y esa mujer que día y noche permanecía allí como un ángel guardián era, cada vez más, la personificación misma de su madre. La última noche fue la más costosa, un suplicio. La ansiedad de llegar a esas nuevas tierras no le permitía una recuperación definitiva; hizo varios intentos por levantarse, pero no pudo, parecía un ánima de terror en medio de tantos cuerpos enfermos como ella. Aún se encontraba muy débil. Estaba tentada de entregarse a la muerte, ya no quería pensar, y se quedó dormida imaginándose acostada sobre la hierba y enterrando sus manos en el suelo; hasta podía sentir la tibieza del sol acariciándole las mejillas. Fueron pocas las horas en las que se fugaba de sueño en sueño, hasta que volvía al presente sujetándose fuertemente con sus manos en los costados del catre. En ese momento, el barco comenzaba a bambolearse con furia, parecía un animal que sabía que lo encadenarían una vez más. Inmediatamente, buscó a su ángel guardián que ya no estaba junto a ella. Por un momento se desesperó, se incorporó apenas para gritar su nombre, cuando las luces de un farol iluminaron la escena. Se encontraba debajo del catre, tirada, sin vida, igual que tantos otros que no llegarían ni a ver ni a oír ni a tocar el suelo de la nueva tierra.

Esa parte de la bahía se cubrió de una densa nube de gotas de agua, el nivel del mar había ascendido de repente y las olas llegaban enfurecidas como si estuviesen esperando algo que no deseaban. A pesar de ello, sobre la arena no había obstáculos. La playa, en días normales, era una sábana blanca, el contacto con el agua era suave y se introducía por debajo en un desnivel prolongado y sin imperfecciones hasta perderse en la profundidad del mar. A ciento cincuenta metros, una frontera de palmeras del tipo pindó circundaban una vegetación húmeda, abundante, que se adentraba en ese territorio salvaje al sur del continente. Los nubarrones oscurecieron aún más el lugar; ahora, el cielo era de un gris espeso, el sonido hipnótico de las olas llegaba a la costa, y los rayos y relámpagos dejaban ver fantasmas oscuros que parecían subir y bajar allá lejos, en el horizonte marino. Esos puntos fantasmales fueron avistados por unos ojos curiosos que casi todas las tardes recorrían a pie extensos kilómetros de costa, para luego sentarse sobre una meseta y hablar con los dioses. Allí mismo, tomaba lecciones de cómo predecir los cambios de clima, sentir el aire, oler la tierra, observar los movimientos de los árboles, las subidas y bajadas de mareas y transitar otros mundos con su mente. Esos solitarios ojos no debían estar allí, les estaba prohibido a los más jóvenes deambular sin compañía: la presencia de colonizadores portugueses era todavía una amenaza para la tribu tupí, cuyos integrantes habían sido cazados como moscas, lo que los hizo adentrarse en profundidad del territorio, muy lejos de la línea costera. Pero el mar los atraía, era un embrujo que les cumplía sus hechizos, y al mismo tiempo, un gran desierto de alfombra líquida por el que llegaban extraños seres vestidos de colores, con grandes naves y en busca de piedras, algo muy extraño para ellos que, al principio, no llegaban a entender. El joven, miembro de la tribu de los tupíes, había llegado esa tarde atraído por la tormenta: solo en medio de ella podía satisfacer a los dioses con ofrendas que pretendían servir de gratitud para dejar en equilibrio al cosmos y que este no se enfadara trayendo infortunios sobre el suelo en el que vivían. Los mayores habían hablado acerca del lugar y el momento aproximado en que se desencadenaría. La naturaleza daba señales que solo ellos podían interpretar a través de la luna, de las estrellas y del sonido del viento, un fino lenguaje de maestros. El joven tupí llevaba una ofrenda a los dioses del cosmos que enterraría en la misma arena de la costa; la llevaba en un saco de hojas casi secas atado a su cintura. Desde la meseta, la neblina sobre la playa se transformó en oscura e impenetrable; aun así, los ojos del joven se habían quedado fijos en esos espectros centelleantes que aparecían y desaparecían en el horizonte. Pero de una cosa estaba seguro: cuanto más pasaba el tiempo, esos espectros se hacían cada vez más grandes sobre el desierto líquido. Ahora, ya no se encontraba sentado en esas rocas contemplando la tormenta, se había erguido sobre una elevación aún mayor que le proporcionaba una mejor vista de la furia del mar en ese momento. Su cuerpo esmirriado, casi sin ropas, se encontraba salpicado de gotas de agua sobre los pigmentos de colores verdosos en buena parte de la superficie de su piel. Esos tonos lo confundían con la vegetación a los ojos de los conquistadores, de los animales y, a veces, hasta de los mismos dioses. A pesar del momento del día, la oscuridad se apoderó de la luz; y el joven tupí apenas podía divisar esas imágenes extrañas que se bamboleaban mar adentro.

Catalina, ya no sabía de dónde agarrarse, tampoco tenía tiempo de sentir el dolor de las llagas de su cuerpo y en su boca. En ese camarote colectivo, la luz prácticamente no ingresaba, y no podía distinguir a los enfermos de los muertos. El barco comenzaba a inclinarse cuarenta y cinco grados hacia arriba y cuarenta y cinco grados hacia abajo; los que no podían sujetarse terminaban con fuertes golpes chocándose con los largueros de madera, contra algún cuerpo, o sobre el mismo piso que comenzaba a llenarse con el agua que ingresaba desde todos los rincones. Los gritos de ayuda de los pocos que aún tenían fuerzas convertían el momento en un espanto, junto con el rugido de las olas que impactaban contra el casco del barco. Sobre la cubierta, las velas parecían resquebrajarse de un momento a otro, y los mástiles casi tocaban las olas de tan inclinado que quedaba en la zarandeada marina. Allí abajo, el pandemónium era total; entre gritos, Catalina apenas identificaba el de algún marino que sobre la cubierta advertía la proximidad de la costa. Tenía que aguantar un poco más: con todos los infortunios padecidos en alta mar no quería perder la vida estando tan cerca de pisar nuevamente tierra. Así que se paró como pudo y, con esfuerzo, se dirigió a refugiarse debajo de las escaleras que la llevaban a los pasillos superiores. Se quedó acurrucada y tomándose fuertemente de los primeros escalones, comenzó a rezar, temiendo que la nave se partiera en dos en el momento menos esperado.

El joven nativo corrió tan rápido como un puma, saliendo de la vegetación y disparado hacia la costa. Desbocado, sus pies se enterraban en la arena y ya se había olvidado de las ofrendas, de los dioses y de las advertencias que los mayores de la tribu le inculcaron de pequeño. Se introdujo en el agua hasta donde pudo sin correr peligro; las olas que llegaban lo levantaban una y otra vez, y en cada uno de los ascensos, veía al barco más próximo, cada vez más cerca, aunque por momentos creía que el mar enfurecido se lo devoraría antes de llegar a la costa. Luego de un tiempo corto, imposible de medir, el joven tupí volvió sobre sus pasos. Regresó hacia la arena y, arrodillado, comenzó rápidamente a hacer un agujero con sus manos, desenvolvió sus pertenencias sujetas a la cintura y las introdujo en él. Eran partes de huesos humanos machacados. Mientras lo volvía a tapar con sus pies, no dejaba de mirar ese barco que cada vez se hacía más nítido en sus formas. Una vez tapada esa pequeña tumba, se agachó para apisonarla con sus manos; luego se paró y el viento parecía querer llevárselo de tan liviano que era. Después de haber cumplido con ese entierro cargado de simbolismos, allí, erguido sobre él, sus piernas quedaron juntas, la espalda derecha y sus brazos rectos, abiertos y levantados hacia el cielo. Las plegarias en su lengua parecían advertir un suceso, un acontecimiento deseado en la vida del joven nativo. Al parecer, eran tan fuertes la emoción en sus gritos lanzados al universo, que, a la tormenta desatada, se le sumaron temblores cada vez que la furia de los rayos caía sobre la tierra.

Los gritos de desesperación eran cada vez más desgarradores, Catalina observaba en esa oscuridad dudosa que muchos de los que estaban gravemente enfermos ahora se encontraban muertos, en posiciones grotescas, algunos encima de otros, o rodando o a los tumbos cada vez que la nave se inclinaba hacia arriba por una ola, o bajaba casi vertical con la sensación de hundirse de repente. Varias de las mujeres que, como ella, embarcaron en Cádiz, estaban muertas; otras se retorcían de dolor en el suelo sin llegar aún a tomarse de algún lugar seguro. El barco se encontraba endiablado, y nada parecía calmar la tormenta. Catalina se preguntaba si los dioses del nuevo mundo se habrían enfadado por la llegada de los barcos, presentía que no eran bienvenidos y que estaban haciendo lo imposible para que no pudieran llegar a tierra.

Al concluir la misión, el joven volvió la mirada hacia el mar, una mirada de haberlo hecho todo, de satisfacción, y que ahora se enfocaba en esas naves que en pocos minutos habrían encallado. A pesar de la cercanía, no llegaba a divisar el color del estandarte del barco más próximo. Si lograba verlo, tal vez podría transmitir una señal a su gente y ponerlos al tanto de la situación; pero le resultaba difícil por el vaivén que lo tenía sumergido en la neblina, haciéndolo un ente fantasmagórico. Quién pudiera estar detrás de sus ojos, ver sus pensamientos, sentir sus miedos, observar su propia realidad, qué fantasía estaría produciendo su mente con siglos de cultura indígena sobre todo su ser, preguntándose quiénes eran realmente esos seres, venidos de un planeta extraño y con siglos de cultura que los diferenciaba. Ya conocía a los españoles y portugueses, pero nunca los había visto llegar a las costas de su tierra en esos pedazos de madera flotante y en medio de una tormenta que parecía castigar su llegada.

Inmediatamente, después del último zarpazo por el que las olas elevaron la proa casi cincuenta grados de su eje con la Tierra, desde abajo, en esos camarotes colectivos donde se mezclaban los heridos, los muertos y los enfermos, comenzaron a oír gritos que llegaban desde la cubierta. Catalina confundía las palabras, su cabeza no distinguía entre los gritos de los tripulantes, no tenía claro si gritaban “hombres al agua” o “botes al agua”. En medio de su confusión mental y la nebulosa frente a sus ojos, pudo tomarse de los peldaños de las escaleras con la intención de subir para oír mejor lo que llegaba desde la cubierta superior.

—¡Preparen los botes! ¡En cualquier momento encallaremos! —escuchó a uno de los marinos.

Esto último paralizó a Catalina que se esforzaba por subir un peldaño más. Era la primera vez en su vida que abordaba un barco, y nada menos que para cruzar el Atlántico. No conocía la vida a bordo ni la jerga naval, mucho menos tenía conocimientos de navegación, pero esa palabra, encallar, le retumbó en la cabeza, le sonó a choque, a colisión inminente. Pensó: “Todo el barco es de madera, debajo nuestro se encuentra la bodega con las provisiones, si encallamos, tal vez la madera se quiebre y la zona por donde comience a entrar agua sea por aquí mismo”. No era aconsejable enfocarse en semejante deducción justo en ese momento, pero, instintivamente, lo hacía, mientras iba subiendo uno a uno, escalón por escalón, hasta llegar a los pasillos de los camarotes de oficiales. A pesar del esfuerzo, hubo una fuerza sobrenatural que la impulsó de repente hacia arriba. Estaba oscuro, caminaba a los tumbos rebotando de pared a pared. No recordaba dónde se encontraba la escalera que la llevaba a cubierta, todavía escuchaba los gritos de abajo, sintió un olor tan fuerte que tuvo que contenerlo con una de sus manos, luego el humo, y en sus ojos, ardor. Ahora oía los gritos de arriba, no estaría lejos, pero no tenía visión, la oscuridad era total y sus manos no hallaban esas malditas escaleras. Un estruendo la estremeció, pensó que habían chocado de una vez, pero no, luego se dio cuenta de que aún era la furia de los cielos que lanzaba sus rayos y truenos. Tomó conciencia de que tal vez no saldría viva de entre esas paredes sin haber encontrado la manera de llegar a la superficie. Al poco tiempo comenzó a toser, ya no le quedaba aire por respirar, el que inhalaba contaminaba sus pulmones; se dejó caer, a centímetros del suelo parecía revivir, pero no. Se tomó el pecho a punto de caer desmayada, recordó el puerto de Cádiz, su Sevilla natal, su casa. Moriría antes que su padre, nadie sabría de ella hasta mucho tiempo después, quién les avisaría, quiénes llevarían la noticia del naufragio, dónde terminaría su cuerpo… en su tierra natal, no.

Antes de desfallecer, alguien la tomó del brazo y la levantó con fuerza. La arrastraron hasta las escaleras que salían a cubierta, la subieron con esfuerzo, sentía sus ropas calientes como si fueran compresas que se le pegaran al cuerpo. Luego, vio una claridad y sintió sobre su rostro el choque de las aguas que la bañaron por completo. Eso la sacó de su estado de asfixia, se sintió despertar, abrió nuevamente los ojos y otra vez, el choque del agua en su cuerpo, y ya no pudo sostenerse. Cayó al suelo y rodó hacia uno de los bordes de la cubierta, a punto de salir despedida hacia el mar. Apoyada de espaldas, vio el cielo oscuro, tenebroso, mientras el barco se zarandeaba frenético. Se incorporó como pudo y vio la costa, sintió terror de caer al agua, buscó los botes y pensó en ese ser irreal que la rescató de allí abajo. ¿Realmente los dioses no los querían en esas tierras?

La cubierta era un caos total. Abajo quedaban los heridos, los enfermos y los muertos. Solo arriba encontraría posibilidades de sobrevivir. En un momento en que la nave se ladeó hacia su costado derecho, uno de los mástiles se quebró y cayó hacia el mar, luego el otro, pero sobre la proa, varios desprevenidos fueron golpeados de lleno y arrojados al agua. Un rayo cayó muy cerca y los truenos desparramaban el terror. Catalina observaba tomada fuertemente de una soga que la llevaba de un lugar a otro; unos minutos después, la proa de la nave parecía hundirse en el mar dejando al barco casi en posición vertical; muchos cayeron a las aguas, muchos murieron por los impactos con la misma nave. Y en el momento justo en que intentó incorporarse, el barco se partió en dos provocando el ingreso de las olas como una marabunta en todo el navío. Catalina solo cerró los ojos y sintió todo tipo de cosas: el cuerpo que se le retorcía, que se elevaba y luego volvía a caer, pero ya no en cubierta, sino en la oscuridad del mar, ennegrecida por el cielo espeso de esas nubes cargadas de agua. Sintió algunos cuerpos que caían sobre ella y un golpe fuerte sobre una de sus piernas. Esto no le impidió soltar los brazos para empujarse nuevamente hacia la superficie, y al llegar, su cabeza golpeó con un trozo de madera, se aferró a ella y comenzó a patalear con la buena fortuna de hacerlo hacia la costa. En un momento, miró hacia atrás y vio muchos cuerpos flotando, la mitad del barco incrustado a unos trescientos metros de la costa y la otra mitad, a punto de desaparecer. Mientras tanto, el cielo continuaba resquebrajándose, sin querer darle una tregua. El trayecto se hacía interminable, cuanto más cerca se encontraba, más le costaba mantenerse a flote. Miró a los costados y vio varios cuerpos vivos en la misma situación. En un momento que elevó su cabeza para divisar la costa, le pareció ver a un nativo, pequeño, de extrema delgadez, lo vio parado a lo lejos y observando, quieto, sin reacción alguna. Entonces, comenzó a bracear, faltaba muy poco, soltó la madera y empezó a nadar con las pocas fuerzas que le quedaban, sintiendo que sus pulmones explotaban, creyendo que moría.

La extensa hilera de indígenas de la tribu tupinambá caminaba con algo de esfuerzo por una pendiente bastante pronunciada. Algunos resbalaban por la sequedad de la tierra, otros aguantaban como podían para asegurarse la recompensa. Transportaban listones de madera hacia el otro lado del monte. Eran unas cuarenta almas, aproximadamente, y tanto en la delantera, como entre ellos y por detrás, iban los hombres que habían encallado con su barco en la bahía. Por el momento, el trabajo consistía en vigilar que los indígenas cumplieran con la tarea; pero, además, debían protegerlos ante una posible incursión de sus antiguos enemigos, la tribu de los tupíes. El calor era tan abrasador que varios se desmayaron con la carga sobre sus espaldas, mientras, en la espesura verde, impenetrable, otros ojos los observaban. En esa época del año, cuando los cielos azules sin nubosidad se convertían en una rareza cotidiana, se sufría todo tipo de infortunios: el calor húmedo que penetraba hasta los huesos, los insectos y las enfermedades de todo tipo, las de antes de la llegada del hombre blanco y las que se sucedieron luego. Esto hacía que los inmigrantes, si sobrevivían, se pareciesen cada vez más a los nativos de las regiones que habitaban. El peligro también existía ante el contacto con algunas hierbas, con animales autóctonos, y sí, también se corría un peligro extraño, pues la noche contenía apariciones fugaces, rodeadas de mitos y leyendas. Los expedicionarios ignoraban el origen de la mayoría de estas apariciones, pero daban testimonio de ellas cuando entraban en contacto con algún ser que los observaba desde lejos. Para los indígenas, este contacto era motivo suficiente para caer presos de alguna maldición o en raptos inconscientes, y suponía una muerte probable.

En cuanto a los seres que deambulan por esas tierras inexploradas desde los tiempos del génesis, predominaban tres tipos. Los que no se dejaban ver, pero estaban, se escuchaban y se sentían, habitantes de la selva profunda y sobre todo de la noche, y que no parecían ser peligrosos, aunque sí generaban temor y curiosidad. Se cuenta entre los miembros de la tribu que eran los espíritus de los muertos que se convertían en centinelas de su tierra, cuidaban su territorio de todos aquellos que quisieran arrebatárselo, advertían de las invasiones de otros nativos y proveían de lo mejor que tenía la selva: las hierbas medicinales, los frutos, las precipitaciones, el suelo. Todo eso lo comunicaban sin que jamás se los pudiera ver; no se los veneraba, aunque había cierto respeto cercano al temor. Después, estaban los seres espectrales, aquellos que se podían ver de manera fugaz, intermitente, seres fantasmales que aparecían tanto de noche como de día. Los tupinambás les temían porque eran un mal augurio. Muchos desaparecían luego de haber tenido tan solo un contacto visual con ellos, para no volver a aparecer, por lo menos entre los vivos. Toda vez que algún miembro de la tribu desaparecía en la densidad de los humedales, automáticamente se lo atribuía a estos seres y eso traía consigo innumerables males, como enfermedades, hambruna, guerras, tormentas, inundaciones, plagas, etcétera. Para muchos de los indígenas más viejos, eran las almas de los guerreros enemigos que, agazapados, continuaban una lucha eterna en ambos mundos de manera simultánea. Y, por último, estaban “los seres”. Y acá me detengo para hacer una breve aclaración: el diccionario de la Real Academia cataloga a un ser como una esencia o naturaleza, una cosa creada, especialmente la dotada de vida. Si bien, las descripciones anteriores se pueden encuadrar dentro de la definición, aunque más cerca de lo mágico que de lo terrenal, creo que, como se suele decir, los mitos y leyendas dan vida a personajes de dudosa existencia real. Quién podría poner en duda a aquellos seres que damos vida en nuestros sueños, en nuestra mente, en anécdotas imprecisas y hasta aquellos que fabricamos con nuestras propias manos; hasta me animaría a decir que el mundo se compone en su totalidad de estos seres creados por nuestra mente, como los que vemos o creemos ver en nuestra existencia física, y que parecen tan verosímiles como cualquier otro. Sin más, comienzo a describir a aquellos seres que los indígenas adoraban y de los que atestiguaban su existencia de varias maneras. Seres que veían, sentían, seres con quienes hablaban y con quienes mantenían, en un tiempo, relaciones fraternales y amistad recíproca. Estos seres poseían cuerpo, extremidades, una extraña luz azul en sus ojos y, por supuesto, también sentidos. Según ellos, descendían de un resplandor, tanto de día como de noche, tenían dones extraordinarios y enseñaban sus secretos a los jefes de las tribus, los guiaban en la agricultura, la construcción, el clima, los astros, y también advertían sucesos del futuro, curaban con sus manos y, algunos de ellos, hablaban a los nativos sin mover los labios.

El fuerte aún estaba en construcción. Los trabajos se habían atrasado, ya que parte de las herramientas se habían perdido tras el último naufragio. Con la ayuda de los indígenas, los españoles pusieron una fecha estipulada para terminar la obra; se trabajaba de sol a sol con el peligro de siempre: las incursiones enemigas.

Esa noche, luego de una jornada extenuante por el clima y, sobre todo, por la ardua tarea de trasladar cientos de listones por pequeños senderos en medio de la selva, los indígenas debían conmemorar una vieja tradición. Al atardecer, con las últimas luces del día, se haría presente en el fuerte el chamán, encargado de celebrar el día en que los primeros tupinambás llegaron en carrozas de fuego, cuando la luna se tiñó de rojo y los mares dieron lugar a la tierra que hoy habitaban. En el fuerte, todos se congregaron alrededor de decenas de hombres adornados con huesos, coloridos pigmentos sobre sus cuerpos, con pequeñas plumas, lanzas y hasta prendas confeccionadas con cuero de animales. Los espectadores eran en su mayoría españoles, mestizos, algunos africanos, pero también había nativos de otras tribus aliadas. Esa noche hubo danza, comida, fuego y asombro por una cultura, en muchos casos, inentendible a los ojos del viejo mundo. Pero antes de los festejos, que serían a la postre de la ceremonia, el culto consistió en la disposición de una plaza circular dentro del fuerte, donde el calor de la noche avivaba aún más el fuego encendido en el centro de ella, y en sus contornos, los indígenas, sentados en forma ordenada, observaban como ingresaba a la plaza un indígena sujeto con lazos de plantas de modo que sus miembros se mantenían pegados al cuerpo inmóvil. Los tupinambás que lo transportaban en medio de los azorados ojos del hombre blanco caminaban lentamente, entre gritos y alabanzas al cielo oscuro, como si estuviesen llamando a los dioses del cosmos para que vean y reconozcan semejante ofrenda de gratitud. Entre los españoles, y en un lugar bastante retirado de la ceremonia central para el sacrificio, se encontraba Catalina, con sus ojos de avellana, absorta en lo que veía. Habían pasado varios meses luego de que aquel joven tupí la auxiliara al llegar a la costa en condiciones prácticamente de ahogamiento y desnutrición, para luego salir huyendo temeroso, adentrándose en el territorio salvaje, en busca de más indígenas que, como él, debían estar al tanto del desembarco fallido de más hombres blancos enviados por los dioses.



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