El arribista del poder - Diego Genoud - E-Book

El arribista del poder E-Book

Diego Genoud

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ARRIBISTA: Del francés "arriviste/arriver", que durante siglos significó "arribar", "llegar". Se dice de la persona que llega a lo más alto por medios rápidos y sin escrúpulos. Sergio Massa vive desde su adolescencia obsesionado con la política. Ya como joven militante de la UCeDé de San Martín mostró una habilidad notoria para escalar posiciones de poder. Impredecible, cambiante y con un itinerario difícil de seguir, saltó al menemismo de la mano de sus padrinos Luis Barrionuevo y Graciela Camaño, y participó en la campaña de "Palito" Ortega con sus compañeros de generación: Rodríguez Larreta, Santilli y Capitanich. Duhalde lo llevó a la Anses y desde allí se reconvirtió en un funcionario clave del primer kirchnerismo. Con el objetivo de ser presidente a los 43 años, en 2013 rompió con Cristina Fernández, acusó a los militantes de La Cámpora de ser unos ñoquis y aseguró que los iba a meter presos. Después de derrotar en las urnas al Frente para la Victoria, parecía marchar directo a la presidencia con el estandarte de un peronismo "de la ley y el orden". Pero los cálculos fallaron: perdió y decidió pactar con el presidente Macri para convertirse en pilar de la gobernabilidad amarilla y operar asociado a sus amigos de Comodoro Py que acorralaban a CFK. Cuando vio que Cambiemos iba camino al desastre, volvió a hacer su magia, tomó distancia y Macri lo inmortalizó con el apodo de "Ventajita". Poco después, logró que Cristina lo recibiera otra vez a su lado y que La Cámpora se fascinara con su ironía permanente, sus relaciones con actores del poder estable y su capacidad de especular en segundos con mil escenarios posibles. ¿Hasta dónde llegarán las buenas artes de este arribista del poder que ambiciona como pocos ser algún día presidente? Massa es un animal político apasionante, astuto y oportunista a la vez, y está visto que no necesita ganar elecciones para alcanzar la cima. En esta magistral biografía política, Diego Genoud –sin duda, uno de los periodistas que más sabe sobre él y que mejor conoce las escenas ocultas de la política– reconstruye con detalles imperdibles todas las mutaciones de un personaje que encarna, tal vez como nadie, la dinámica del poder y los comportamientos de la casta en la Argentina.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Dedicatoria

1. La entrega anticipada

2. Los inicios

La nueva derecha en el horizonte

1991. La Juventud Provincial de la UCeDé

La conversión al menemismo

3. El salto del Tigre

Un hada madrina del PJ

La avenida de Palito

El peronismo de la reconciliación

4. La plata de los jubilados

El primer kirchnerista

La marca de la gestión

El dream team

Un mundo en tus manos

Del trabajo a casa

El que venía con la carpetita

5. Llegar, por todos los medios

Los dos Sergios

Vengan por las llaves del Grupo

El clan mendocino

Rendito

“Dales una señal”

Audiencia con el diablo

6. Quién lo banca

El pretendiente del establishment

La liga de los anfibios

7. La Miami del Conurbano

El barco del futuro

Nordelta y la senda del pasado

La fe de los emprendedores

El peor escenario

8. El falso profeta

Todos menos tú

“Te felicito, Oscar”

La foto que no llega

9. La emancipación

“Los titulares”

Los candidatos

10. La guerra contra los delincuentes

La saga de los implacables

La agenda de la gente

El crimen de Urbani

Cuchillo de palo

“Perdiste, Peti”

11. La Embajada

WikiLeaks, la madre de la mala leche

La cena de los Yacochuya

La convicción de Massa

El peronismo de Biden

12. La desconfianza

La ruptura

“Ofreceme una rotonda”

La rotonda

13. El impostor

El plan B

“Ventajita”

Horacio y María Eugenia

14. El arribista del poder

El conquistador

El conspirador

15. El tiempo de Massa

El nuevo orden

Pagar por oxígeno

La coherencia

Ministro y candidato

Agradecimientos

Diego Genoud

EL ARRIBISTA DEL PODER

La historia no publicitaria de Massa

Genoud, Diego

El arribista del poder / Diego Genoud.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2023.

Libro digital, EPUB.- (Singular)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-240-7

1. Política. 2. Política Argentina. 3. Biografías. I. Título.

CDD 320.82

© 2023, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Foto de cubierta: Tomás Cuesta, Getty Images News

Diseño de cubierta: Ana C. Zelada

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: abril de 2023

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-240-7

A Paula Puebla, mi mujer.

A Vicen, el grande.

A mis viejos.

1. La entrega anticipada

–Vení para Libertador que estoy con Olmos.

–Dale, paso por lo de mi vieja y voy.

En circunstancias no deseadas, el día que tanto esperaba había llegado. El país estaba pendiente una vez más de su nombre. La renuncia de Martín Guzmán, uno de sus más grandes enemigos dentro del gobierno, le había dado la oportunidad que había perseguido desde el minuto cero de la gestión accidentada del Frente de Todos. Sergio Massa no se había quedado esperando. Al contrario, había trabajado sin respiro desde el arranque de la presidencia de Alberto Fernández y había creado las condiciones para lograr sus objetivos: primero, recuperar la confianza de Cristina Fernández de Kirchner, y segundo, convencer a la cúpula del gobierno de que el inexperto Guzmán llevaba al peronismo a estrellarse en una crisis terminal.

Guzmán había hecho pública su renuncia el sábado 2 de julio de 2022, en medio de un acto homenaje a Juan Domingo Perón que tenía a la vicepresidenta como oradora principal en la localidad de Ensenada. La herejía había terminado de enfurecer a Cristina y a su grupo de colaboradores más cercanos, pero además había dejado a Alberto desnudo como nunca en su fragilidad. Fernández había perdido su gran pararrayos, el funcionario sobre el que impactaban todos los misiles que apuntaban a Olivos.

La presión devaluatoria había escalado, la corrida cambiaria llevaba varias semanas y el ministro de Economía no solo no lograba frenarla: también tenía en contra a más de la mitad de la coalición oficial, que le reclamaba en público y en privado que diera un paso al costado.

Paralela al desgaste fenomenal del discípulo de Joseph Stiglitz y como parte de una misma coreografía, se multiplicaba la cadena de oraciones por la asunción de un Massa todopoderoso. Las consultoras del mercado, la amplia facción del establishment que lo respaldaba, medios de comunicación de todos los tamaños y los formadores de opinión que militaban por la suba de sus acciones habían desplegado un operativo formidable para convertir al presidente de la Cámara de Diputados en sinónimo de salvación e imponer su llegada como inevitable.

Las turbinas del portaaviones que Massa piloteaba se habían encendido con más fuerza que nunca y no había cómo desactivarlas. Las insistentes versiones de que el exintendente de Tigre asumiría al frente de un superministerio para revertir la crisis gobernaban la discusión política, mientras Fernández se aferraba a su ministro de Economía en un intento de preservar la cuota ínfima de autoridad que le quedaba.

El domingo 3 de julio, desde bien temprano, el gobierno de unidad peronista estaba en una emergencia que hacía temer el peor desenlace y toda la expectativa estaba concentrada en Massa.

Ese día, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, que había sido el último en sumarse al Frente de Todos y había logrado constituirse en un actor imprescindible de la coalición, llegó a la Quinta de Olivos unos minutos después de las 11 de la mañana. Con los canales de noticias en la puerta de la residencia presidencial y la transmisión centrada en las definiciones que pudieran surgir del encuentro entre dos viejos conocidos, Fernández y Massa estuvieron reunidos durante casi tres horas y media, en una negociación tensa, hasta que decidieron entrar en un cuarto intermedio.

Pero poco después de las 14.30, cuando Massa se fue de Olivos por el túnel de la avenida del Libertador, la certeza de que algo no cerraba se expandió dentro y fuera del gobierno.

Ese domingo, como tantas veces, la negociación no era entre iguales. Fernández había tenido una relación ambigua con Massa en los quince años previos y había pasado de subestimarlo en forma manifiesta a cortejarlo en varias oportunidades. En efecto, estaba en una posición de fuerza cuando, tres años antes, había cerrado el pase del exintendente al Frente de Todos, pero ahora revelaba su extrema debilidad ante un obsesivo del poder que había visto elevar sus acciones en medio de la debacle de su propio gobierno.

Fernández era el presidente, pero era, sobre todo, un rehén: de sus propios errores, de sus socios políticos y de la negación que lo había llevado a no ver el callejón sin salida en el que se había ido encerrando desde antes de la derrota del peronismo en las fatídicas PASO de 2021.

El presidente no había logrado entablar un vínculo político con su gran electora, había pretendido negarle su enorme fortaleza relativa y se había encerrado en un grupo de leales a los que, sin embargo, tampoco prestaba demasiada atención. Treinta meses después de asumir la presidencia, se había aferrado a Guzmán como su última tabla de salvación y había resistido de mil maneras todas las presiones para entregar la cabeza de su ministro más importante. Pero, como en tantas cosas, se había quedado a mitad de camino y no le había dado tampoco las herramientas que el encargado de reestructurar la deuda y cerrar el pacto con el Fondo le venía reclamando desde hacía meses.

Massa emergía como el único actor capaz de asumir la crisis en medio de un inédito vacío de poder. Había contenido su ambición y había sabido ubicarse a resguardo, a la espera de su oportunidad. Guzmán había llegado al gobierno como producto de un punto ciego que la alianza todista tenía en un área crucial, y las mismas características que le habían permitido ocupar un lugar central –pese a haber sido un recién llegado– le jugaban en contra cuando sus planes empezaban a chocar con los límites de la realidad.

En un movimiento que le sirvió a toda la conducción del oficialismo para culpar a Guzmán y que todavía hoy se repite como explicación funcional al desastre general y la falta de política, Fernández había dejado trascender que su ministro más leal no le había avisado de su renuncia y le había clavado una puñalada a traición. No era cierto. El presidente había sido alertado en varias oportunidades y había recibido un ultimátum la noche del jueves 30 de junio, cuando Guzmán le advirtió en Olivos, durante dos horas, que, si no había cambios, se iba del gobierno.

Fernández no entraba en el papel de víctima en el que había intentado ubicarse después de la renuncia de Guzmán, en una construcción que contaba con el apoyo excepcional de Cristina y de su hijo Máximo. Había asumido la responsabilidad de ser candidato a presidente sin haber ganado nunca una elección, sin haber conducido nunca nada y sin haber construido jamás poder propio. Pero una vez en el gobierno, había insinuado movimientos de autonomía que no se correspondían con su base de adhesiones ni con los apoyos de los dirigentes que lo respaldaban. Peor aún. Alberto sabía que la pesadísima herencia de inflación, deuda y recesión que había dejado la aventura de Mauricio Macri obligaba a discutir a fondo un programa económico, pero había subestimado de manera temeraria el tema, igual que lo había hecho toda la cúpula del Frente de Todos, en un acto de irresponsabilidad casi imperdonable. Ese desdén avalado con liviandad le había costado caro a todo el gobierno, pero a Fernández más que a nadie. En julio de 2022, ya era tarde. Fernández no podía darle a Guzmán lo que quería, porque también él había perdido el apoyo de Cristina.

Sentado frente a frente con un Massa que se había preservado de la confrontación interna y había logrado mantener su juego a dos puntas, Alberto era un actor que veía el precipicio a sus espaldas. Massa tenía casi todo para condicionarlo y podía exigirle todas las garantías que quisiera, porque el presidente estaba arrinconado y el tiempo le jugaba en contra. Ya tenía el Ministerio de Transporte, la caja de Aysa y el botín de Diputados, pero exigía mucho más. El exintendente quería absorber el Ministerio de Desarrollo Productivo y humillar a un Daniel Scioli que un mes antes había dejado la comodidad de su embajada en Brasil para acudir al llamado de Fernández y probarse demasiado rápido el traje de presidenciable. Pedía quedarse con el Ministerio de Agricultura del experimentado Julián Domínguez, pedía tener a su cargo todo lo relacionado con la energía –cuando se especulaba con la creación de un ministerio en el área–, pedía la cabeza de Miguel Pesce en el Banco Central, pedía copar la AFIP y la Aduana, pedía jubilar a Gustavo Beliz de su rol de embajador paralelo ante Washington.

Y sin embargo, en ese instante, Massa no podía todo lo que quería. Por eso, el operativo salvación se demoraba. Entre las ofertas más tentadoras que el diputado hizo ese día en Olivos y no pudo concretar, estaba la de llevar con él al Gabinete a Emmanuel Álvarez Agis, un economista que era pretendido por todas las alas del Frente de Todos. “Yo lo convenzo”, repetía. Ya Santiago Cafiero, Leandro Santoro y una larga lista de enviados –incluidos algunos que actuaban en nombre de Cristina– habían intentado sin éxito incorporar al exviceministro de Axel Kicillof en el Palacio de Hacienda. Pero ese domingo Massa insistió tanto que hasta logró generar, en el mundo de celestinos que iba de Alberto a Cristina, la sensación de que Álvarez Agis iba a asumir la misión que le encomendaban.

Al caer la tarde, durante el segundo encuentro de Massa con Fernández, la versión corrió de manera muy intensa. Alberto llegó a decirle a Cafiero, su mano derecha, que la operación era inminente: “Él lo convence”, le aseguró. El canciller ya tenía su propio no y no creía que nada pudiera hacer cambiar de opinión al director de la consultora PxQ. Sin embargo, la hipótesis circulaba cada vez más fuerte y llegó a C5N poco antes de las nueve de la noche. Por precaución, esa vez nadie la difundió.

Álvarez Agis diría que no y permanecería en su rol de consultor del establishment. Pero su rechazo a la oferta en medio del tembladeral sería atribuido a distintas razones. Con diálogo regular tanto con Alberto como con Cristina, el exviceministro estaba convencido de que solo era posible hacerse cargo de Economía con un respaldo político de los dos socios principales de la alianza. Sin embargo, según repetía a quienes lo consultaban, la oferta que provenía desde Olivos podía resumirse en tres palabras: “Es sin Cristina”. Los colaboradores de Alberto y el propio Massa lo habían llamado de manera incesante durante veinticuatro horas para sellar su pase, pero, como lo veían millones de personas a través de los canales de noticias, la vicepresidenta no estaba en la mesa de las negociaciones. Agis no estaba dispuesto. Al contrario, decía que la única manera de pasar una temporada en el quinto piso del Palacio de Hacienda era sentarse con un programa claro en Olivos en forma previa para someterse al escrutinio cruzado de Alberto y Cristina. Massa, un político, podía, en cambio, saltarse esa instancia y llegar con apenas un par de medidas pensadas para paliar la emergencia.

La corrida cambiaria que llevaba más de tres semanas había potenciado al máximo la campaña de promoción del titular de la Cámara de Diputados como el hombre destinado a ocupar un superministerio, pero la ofensiva para darle plenos poderes no era nueva. El propio Massa la había iniciado con apoyo de La Cámpora en una fecha muy precisa, septiembre de 2021, después de la catastrófica derrota del Frente de Todos en las PASO y del truculento acting de renuncia de todos los funcionarios nacionales que respondían a Cristina, con Eduardo de Pedro a la cabeza.

Massa invocaba la escuela económica de Roberto Lavagna en el pasaje armonioso del duhaldismo al kirchnerismo, pero se imaginaba con un poder similar al que había logrado acumular Domingo Cavallo durante el apogeo menemista. Quería ser un interventor del gobierno, más que un primer ministro, y concentrar casi todo el poder que se repartían entonces las distintas tribus de una alianza disfuncional.

Pero en aquel septiembre de 2021, las condiciones no estaban dadas para que el peronista que enunciaba parte de los mismos postulados que la oposición asumiera un mayor protagonismo. Confiado en que la historia le iba a dar la razón, autopercibido como un líder que podía decir que no, y sin querer ceder ante la presión de sus aliados, el presidente le envió en ese momento a su vice un mensaje fulminante, con un intermediario: “Avisale que yo a Massa no lo quiero en el Gabinete. Es como dormir con el enemigo”. Era su pensamiento más íntimo, porque conocía al personaje y porque todavía se creía en una posición de fuerza.

Desde entonces, las diferencias internas no habían hecho más que agigantarse. Mientras al lado del presidente remarcaban el repunte de la actividad económica, de la industria y la creación de empleo –muchas veces, de baja calidad–, desde la trinchera de la vicepresidenta disparaban con todo lo que tenían contra el ajuste que llevaba adelante Guzmán sostenido por Fernández. Alberto no escuchaba a sus enemigos íntimos, veía a Sergio diluido ante la expansión económica y se desligaba de un cuadro en el que su debilidad política era flagrante.

Cuando Massa se fue, en ese mediodía del 2 de julio, Fernández se quedó solo, rodeado de todos los fantasmas que lo remitían a finales traumáticos de presidentes vaciados de poder y de un grupo de incondicionales: amigos de toda la vida, políticos que tenían la suerte atada a la suya y funcionarios que debían permanecer a su lado por cuestiones operativas. Por distintos motivos, Santiago Cafiero, Julio Vitobello, Claudio Ferreño, Gabriela Cerruti y Gustavo Beliz estaban en ese grupo.

Sin hablar con la vicepresidenta desde un lapso de tiempo a esa altura incomprensible, Fernández comenzó a buscarle un sucesor a Guzmán y comprobó que no sobraban voluntarios para poner la cabeza en la picadora de carne de un gobierno que atravesaba una situación crítica en medio de una feroz disputa interna.

Cuando Massa volvió a Olivos, pasadas las cinco de la tarde y tras dos horas y media de ausencia, la esgrima que había protagonizado con Fernández durante la mañana se reeditó, a la orilla del abismo. La diferencia más grande no era por las fabulosas atribuciones que reclamaba Massa –Alberto estaba dispuesto a darle casi todo–, sino porque había algo esencial que seguía ausente de manera inexplicable: el aval de la vicepresidenta, socia fundadora y dueña de un incomparable caudal electoral dentro del peronismo y la base del triunfo del Frente de Todos.

Como en un juego de chicos en el que nadie cedía, Cristina llevaba meses sin hablar con el profesor de Derecho Penal al que había convertido en presidente, y reclamaba estar sentada a la mesa de las decisiones. Sin embargo, para Alberto las consecuencias de la ruptura eran más nocivas, porque no tenía la fuerza suficiente como para fingir demencia y seguir adelante con una cuota reducida de poder.

Entre la mesa de negociaciones de Olivos y la vicepresidenta había entonces un nexo principal: Máximo Kirchner. El líder de La Cámpora se había enemistado en forma absoluta con el presidente, pero mantenía con Massa una alianza fundamental, que se había constituido en una de las vigas del gobierno en el primer año de Fernández y había mutado después de su renuncia a la jefatura del bloque de diputados oficialista. El paso al costado del hijo de Cristina en rechazo al acuerdo que Guzmán había firmado con el Fondo había tenido múltiples consecuencias y había exhibido la fisura enorme entre los socios de la coalición. Pero en el terreno de la práctica había representado un paso atrás para Máximo –que era parte de la mesa más chica del poder desde diciembre de 2019– y le había hecho un enorme favor a un Massa que se había agigantado en su centralidad política y había quedado como único puente entre albertismo y cristinismo.

Las crónicas coinciden. El domingo 3 de julio Massa y Máximo hablaron varias veces por teléfono. El presidente y su círculo de colaboradores narraban la escena de una manera muy precisa. Decían que Fernández le había ofrecido al titular de la Cámara de Diputados que asumiera al frente de Economía y solo rechazaba entregar la cabeza de Pesce en el Banco Central. Lo que le pedía como condición sine qua non para entregarle la formidable parcela de poder que Massa reclamaba era una sola cosa: lo que él mismo no tenía.

–Traeme el apoyo de Cristina.

La coartada de Massa para asegurar que la venia de la vicepresidenta ya estaba dada era el diálogo permanente que había mantenido con Máximo durante las horas frenéticas de ese domingo. Pero desde el cenit del poder, Cristina exigía que la llamara el presidente y repetía un mensaje terminante a cada una de las personas que buscaban indagar en su postura: “No acepto intermediarios”. Ni siquiera su hijo valía en esas circunstancias en el rol de mediador o celestino. La jefa no objetaba a Massa como interventor del gobierno, pero no iba a convalidar ningún movimiento por parte de Fernández si no era consultada en forma directa.

Las versiones difieren en algunos aspectos, pero todavía hoy Fernández asegura que Massa llamó desde Olivos a Cristina en más de una oportunidad y la vicepresidenta no lo atendió.

Mientras toda la expectativa estaba en el respirador artificial que el presidente buscaba bajo la operación de relanzamiento del gobierno, la opción Massa se diluía. Con 50 años –treinta y cinco de ellos, ligado a la política–, Massa era el único político capaz de arrojarse sobre la granada de la economía, con una corrida espiralizada y un gobierno dividido.

La vuelta al mundo de la política que Sergio había dado en tiempo récord, tomado por su ambición ingobernable, lo había dañado en el aspecto vital que lo hacía diferente: su capital electoral. El mal cálculo de lanzarse a presidente en 2015 y no comprender que dos años atrás había sido apenas un vehículo para expresar el hartazgo y la rabia antikirchnerista había dejado al profeta de la avenida del medio licuado en la polarización y como socio menor de las dos fuerzas principales que dominaban la escena política.

Massa había pasado, sin escalas, de actuar como verdugo de Cristina a ser el jefe a medida que Macri soñaba para el peronismo, para después regresar diluido al útero materno del cristinismo. Dentro de una clase política dañada por el enfrentamiento endogámico y permanente en contextos de deterioro crónico para la mayor parte de la población, Massa se distinguía para mal. Su imagen estaba entre las peores y a la gente de a pie que alguna vez lo había votado le costaba horrores creer en su palabra. Los especialistas en marketing electoral analizaban resultados de focus groups y coincidían: ver a Massa en televisión alcanzaba para generar desconfianza.

Sin embargo, el destino, su resiliencia o su capacidad extraordinaria para reciclarse lo habían puesto una vez más en el centro. La oportunidad que había imaginado desde el minuto cero de la gestión Fernández le había llegado finalmente, pero en una instancia de pura emergencia. Faltaban dólares, el mercado asfixiaba al gobierno con la presión devaluatoria, la economía se había quedado sin precios y existían dudas sobre cómo haría el peronismo para seguir adelante. Con un ADN a prueba de balas y la intención de resucitar su chamuscado proyecto presidencial, Massa era el único que quería ser protagonista de lo que venía y confiaba en sus propias fuerzas. Tras los años largos del kirchnerismo en el poder, el interregno traumático del macrismo y la deriva accidentada del peronismo de la unidad, la asunción de Massa encarnaba para muchos la última chance de la clase política tradicional para gobernar la crisis. La última estación antes de un desenlace fatal. Más aún, la singularidad de ese político que intimaba como pocos con el poder empresario y la Embajada de los Estados Unidos lo convertía en el último esfuerzo de las élites dirigentes para eludir el colapso y el ajuste de shock que Javier Milei llamaba a ejecutar sobre las cenizas de la casta y la partidocracia. Para lograrlo, ese domingo 3 de julio, solo necesitaba lo que le reclamaba Alberto Fernández: llevar el apoyo de Cristina.

El exintendente de Tigre no lo consiguió durante toda la jornada. Cuando todas las alquimias fracasaron y se comprobó por enésima vez que la vicepresidenta no iba a delegar su autoridad para una reestructuración que no la tuviera en el centro de la mesa de decisiones, las tratativas entraron en un punto de estancamiento y Massa abandonó la residencia de Olivos pasadas las siete de la tarde. Afuera su nombre se utilizaba como sinónimo de salvación a los dos lados de la polarización mediática. Desde eventual jefe de Gabinete de un nuevo elenco de ministros hasta superministro de Economía, cualquier rol que fuera a ocupar sería positivo para la Argentina, se decía.

Dispuesto a conseguir lo que quería, apenas salió de la quinta presidencial, Massa comenzó a hacer llamados para completar su operativo de llegada a la cima del poder. Todavía creía que su alianza con la familia Kirchner y la debilidad del presidente lo ubicaban como número puesto para asumir. Entonces, marcó una vez más el teléfono de Máximo.

Massa estaba acompañado por Juan Manuel Olmos, uno de los políticos más poderosos del PJ porteño. Con una influencia que iba desde las esferas judiciales al mundo de los negocios y capacidad como para entenderse mano a mano con Horacio Rodríguez Larreta, el binguero Daniel Angelici y hasta el propio Macri, Olmos calzaba a la perfección en la descripción que el propio Máximo había hecho en el Congreso a fines de 2020, cuando afirmó que al jefe de gobierno porteño –que era muy antiperonista en el interior– le brillaban los ojos cuando veía a los dirigentes del PJ de la Ciudad. Olmos expresaba el vaivén del peronismo no kirchnerista: había estado enfrentado con La Cámpora, pero había sellado después un fuerte entendimiento con Mariano Recalde, se había acercado a Massa en su tiempo de antikirchnerista y se había reconciliado con Alberto Fernández justo antes de que fuera designado candidato a presidente por el dedo de Cristina. Esa tarde del 3 de julio, sin embargo, comenzaba a evidenciar lo que sería su comportamiento de ahí en adelante. El jefe de asesores del presidente olía que el poder pasaba a manos de Massa y se movía en esa dirección.

–Vení para Libertador que estoy con Olmos –le dijo el exintendente al hijo de la vicepresidenta.

Se refería a las oficinas que el Frente Renovador tenía a metros del Patio Bullrich desde el tiempo en que Massa predicaba por la avenida del medio y que habían estado a punto de cerrar cuando la debacle electoral golpeó al candidato en 2017.

Del otro lado de la línea, Máximo respondió enseguida.

–Paso por lo de mi vieja y voy.

Pero el líder de La Cámpora nunca llegó. Massa y su equipo de colaboradores lo esperaban para seguir diseñando un operativo que se demoraría más de lo previsto y tardaría un mes hasta llegar a consumarse. “Cristina lo bajó a Sergio”, recuerda uno de los íntimos amigos del superministro sobre ese día crucial.

Si Máximo pasó o no por lo de su madre, resulta anecdótico. La primera ofensiva de Massa para asumir funciones plenas de interventor en el gobierno había fracasado, pero no alteraba la cuestión de fondo. En ese vínculo estaba la llave del exintendente de Tigre para trepar a lo más alto.

Con el argumento de la afinidad generacional y el sedimento único de las relaciones de poder, Massa y Máximo habían sellado un pacto societario desde el primer minuto del gobierno del Frente de Todos, que sería decisivo en el tramo final de la gestión Fernández y abriría un escenario nuevo para un peronismo que durante dos décadas había quedado siempre subordinado al apellido Kirchner. Sin reparar en esa relación, no es posible entender cómo Massa recuperó, con esfuerzo y disciplina, la confianza de una Cristina que lo había visto operar en su contra en todos los frentes durante el auge de Macri.

Un rato más tarde, alrededor de las 20.15, Fernández produciría lo que a todas luces era un hecho excepcional y lograría finalmente, después de muchísimo tiempo, entablar una comunicación telefónica con su gran electora. Encerrado en su despacho de Olivos, el presidente le informó a su vice cuál era el menú de alternativas que tenía sobre la mesa, y el nombre que emergió de ese intercambio no fue el de Massa, sino el de una mujer, de historia militante y perfil técnico, que estaba dispuesta a poner la cabeza en la picadora de carne del todismo. Algo había cambiado en cuestión de minutos.

Silvina Batakis asumiría un papel ingrato, porque los mismos que la habían designado para hacerse cargo de la crisis económica en un contexto crítico muy poco después se revelarían dispuestos a destratarla de la peor manera. Las consecuencias no serían solo para Batakis, sino para la sociedad en su conjunto, porque, sin respaldo político, la ministra sería utilizada como un parche y su despido intempestivo, sumado a la renuncia de Guzmán, contribuiría a marcar el récord de inflación del 7,4% en julio de 2022.

A partir de las 21.30, cuando se supo que la encargada de conducir el Ministerio de Economía sería una mujer, el estupor fue generalizado. En C5N, los animadores amigos del presidente, que habían presentado durante todo el día el nombramiento de Massa como el ingreso al paraíso del volumen político, pasaron a festejar la designación de Batakis y se olvidaron al instante del superministerio. El optimismo como religión, la negación como bandera.

Casi como si se tratara de un armisticio entre dos países en guerra, se dijo que Estela de Carlotto había sido la encargada de lograr el acercamiento entre Alberto y Cristina. Pero la realidad era otra. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo había sido una de las personas que le había pedido al presidente de mil maneras que retomara la conversación con la jefa política que lo había llevado a ocupar la responsabilidad más alta de su vida pública. Pero no había sido la única. Todo tipo de dirigentes le había suplicado a Alberto que recapacitara, después de haber quedado debilitado como nunca.

También desde la oposición reclamaban lo mismo. Lo incomprensible de la ausencia de comunicación entre los dos socios principales de un gobierno que iba camino a una crisis múltiple demandaba grandes personajes y hasta una pizca de épica para disimular el desastre gubernamental en las alturas.

Si Cristina repetía que no aceptaba intermediarios, Fernández no se quedaba atrás y especulaba con estirar su propia agonía y decretar un feriado cambiario para acoplarse al Día de la Independencia que se celebraba ese lunes en los Estados Unidos.

Distintas voces en el gobierno afirman que el diálogo se dio porque Cristina temió que Fernández renunciara a su cargo, una amenaza que más de una vez le escucharon al profesor de Derecho Penal sus colaboradores más cercanos.

Otros que ese día estuvieron junto al presidente en Olivos difunden una visión distinta de ese juego temerario. Un funcionario que conoce muchísimo a Fernández desde los tiempos del primer kirchnerismo lo definió así: “Ella entiende el poder como nadie y juega al poder en serio. Viene a 170 kilómetros por hora y vos ves que se va a matar. Entonces, sos vos el que tiene que volantear”. En esa hipótesis, Fernández se vio cayendo al vacío desde lo alto y cedió para negociar con quien, después de haberle dado todo, había decidido negarle el saludo.

Massa quedó por un tiempo al margen de la escena principal. Sin embargo y como siempre, no se quedó quieto. Al presidente de la Cámara de Diputados, el tándem que Batakis insinuó de entrada con Daniel Scioli no le gustaba en lo más mínimo y comenzó a trabajar para dar el salto.

Tres días después, mientras la exfuncionaria de Scioli en provincia de Buenos Aires intentaba hacer pie en medio del tembladeral que habían provocado la renuncia de Guzmán y las horas posteriores de negociaciones inviables en Olivos, Alberto y Cristina se volvieron a reunir durante tres horas. Pero no lo hicieron con Batakis, sino con Massa. Del contenido de la reunión trascendió poco, porque tanto el presidente como el exintendente se allanaron a la lógica de la vicepresidenta y se resignaron a no difundir sus consideraciones entre periodistas amigos, como hicieron durante casi toda su vida. Sin embargo, las cuatro semanas de Batakis en el quinto piso del Ministerio de Economía sugieren que esa noche el trío de Olivos decidió tener la charla que el domingo no había logrado entablar y enterrar el proyecto de un sciolismo económico.

Batakis asumió funciones y contó con el apoyo inicial de distintos sectores del oficialismo que recordaban su gestión bonaerense, su condición de militante y su rol como número dos del camporista De Pedro en el Ministerio del Interior. Era extraño, tal vez una incongruencia más en la maquinaria narrativa de un oficialismo tomado por la contradicción, porque el discurso de la nueva ministra no se diferenciaba demasiado del de Guzmán. Al contrario, venía a iniciar un proceso de ajuste por decreto con el congelamiento de personal en el Estado y licuación de ingresos, un rumbo que la sobreviviría por mucho y que Massa llevaría a su punto más alto para cumplir con las exigencias del Fondo.

La ministra del impasse llegó a viajar incluso a los Estados Unidos para reunirse con las autoridades del Fondo Monetario Internacional y funcionarios del Departamento del Tesoro. Aterrizó en Washington el 24 de julio y hasta tuvo su encuentro mano a mano con la directora gerente del Fondo, Kristalina Georgieva. La agenda que diseñaron el embajador argentino Jorge Argüello y el director por el Cono Sur en el organismo de crédito, Sergio Chodos, buscaba transmitirle al poder económico internacional la sensación de que Batakis era un proyecto serio.

Socio principal de la gestión Guzmán, Chodos había subsistido una vez más en un cargo que, en su caso, parecía nobiliario. Lo había ocupado durante el primer kirchnerismo, como línea de continuidad entre Amado Boudou y Axel Kicillof, y lo volvería a ocupar durante los cuatro años de los Fernández en el poder.

Bajo la creencia de que Batakis sería la ministra en la etapa que se iniciaba, Chodos convenció a Georgieva para que se quedara en Washington en los días finales de julio. Al final de la temporada en el norte, la economista búlgara tenía todo organizado para iniciar sus vacaciones en Grecia, pero la gravedad de la situación en la Argentina –tal vez el país que más la había ayudado cuando a fines de 2021 una investigación interna del FMI apuntaba a desplazarla de su sillón– la decidió a suspender su descanso por unos días.

Grandísimo responsable del endeudamiento demencial que contrajo Macri gracias a Donald Trump, su exsecretario del Tesoro Steve Mnuchin, y la gestión de Christine Lagarde y David Lipton en el organismo, el Fondo solo mantenía una línea de coherencia que se advertía en dos constantes: cobraba siempre lo que prestaba incluso de manera irregular, pero no quería quedar asociado a un nuevo desenlace traumático en el fin del mundo.

Con esa ventaja y un chiste que hacía alusión al origen griego de la sucesora de Guzmán, Chodos convenció a su amiga Georgieva para que aplazara el viaje a Grecia y escuchara a la mujer que –según decía la publicidad oficial– contaba con el apoyo de todos los sectores del peronismo.

La sucesora de Lagarde, una economista de especial llegada al papa Francisco, la recibió con el objetivo de estirar su sobrevida sin imaginar que, en Olivos, el trío que la había dejado a cargo de la bomba hacía apenas veinticinco días la estaba sacando por la puerta de atrás.

Apenas cuarenta y ocho horas después de la reunión Georgieva-Batakis, Massa desmintió las versiones insistentes que lo señalaban como el nuevo ministro, a través de su cuenta de Twitter. “Veo muchos rumores y versiones. No tuve ningún ofrecimiento y recién quedé en charlar con el presidente @alferdez sobre la agenda de trabajo entre viernes y sábado”, afirmó. Una semana después, en un ejercicio de massismo explícito, asumió en el Palacio de Hacienda en medio de la euforia de sus seguidores.

Fue el 3 de agosto cuando Massa accedió al escalón más alto al que podía aspirar bajo el esquema del Frente de Todos. Lo hizo en un contexto endemoniado, con todos los desequilibrios a la vista y con una brecha cambiaria que rondaba el 120%. La devaluación que exigía el mercado –y Massa tantas veces había promovido en privado como salida virtuosa ante la crisis– esta vez era lo único que tenía vedado por la vicepresidenta. “Este barco se está hundiendo y yo no tengo escapatoria. Me voy a jugar para sacarlo a flote”, le dijo el nuevo ministro en esas horas cruciales a uno de los economistas que no quiso acompañarlo. Era una parte de la verdad.

La otra se podía advertir en las imágenes virales de la militancia del Frente Renovador, que se entregaba al clima de fiesta en la Casa Rosada. Era un contraste violento con la crisis que vivía el país y con la cara del presidente Fernández, invitado a lo que parecía ser su propio funeral político. Pero expresaba con nitidez la ocasión excepcional ante la que el massismo se encontraba finalmente, producto de la debilidad general de una sociedad de gobierno inviable, que ya había quemado todas las naves.

El presidente había rechazado el empoderamiento de Massa todo lo que había podido, consciente de que la asunción del exintendente era la consagración de su propio fracaso. Ambicioso, audaz y calculador, Massa tenía entre sus méritos el de haberse sentado a ver cómo Fernández se desangraba, mientras se resistía sin método ni astucia a ceder lo que le quedaba de poder. Ahora asumía en un rol que excedía al del primer ministro y se parecía al de un interventor con plenas funciones que arrancaba, al mismo tiempo, con el apoyo del poder económico y del Senado.

Era el gobierno por default del que había esperado su oportunidad agazapado, mientras los socios principales de la alianza se dañaban entre sí, sin beneficio de inventario. Era la entrega anticipada del poder que la vicepresidenta le obligaba a hacer a su elegido Fernández en manos de Massa, el político que tenía la ambición de ser candidato a presidente desde una década atrás, pero había cometido la herejía de emanciparse de CFK. Era la posibilidad cierta de que el peronismo de Cristina girara sobre sus propios pasos en la historia y comenzara a desandar el camino de dos décadas en la política. Era el salvoconducto para que la jefatura de La Cámpora dejara de denunciar el ajuste de Guzmán y pasara a fascinarse con la estampa de ese Massa que se movía como dueño entre las mesas del establishment escoltado por un fotógrafo propio. Era el pasaje de un populismo de larga duración a un experimento de poder que estaba dispuesto a arriar casi todas sus banderas con tal de no regresar a la intemperie.

Con Massa, el kirchnerismo renunciaba por un tiempo indefinido al ideario de los salarios altos y el repunte del consumo como motor del mercado interno y se rendía ante la necesidad de cumplir con las exigencias del Fondo que hasta muy poco antes maldecía. La fuerza que había dominado la política desde 2003 y que había resistido todos los ataques desde el exterior se reseteaba para transformarse en otra cosa de la mano del superministro.

Massa podía adjudicarse una mayor coherencia que la de sus aliados en el Frente de Todos, pero sobre todo podía afirmar que por fin había encontrado la manera de superar al kirchnerismo. No se trataba de denunciarlo desde el bando enemigo ni de atacarlo con las consignas de consumo fácil en el circuito chico del prime time. Massa había encontrado la piedra movediza casi sin quererlo. Producto de sus fracasos electorales y sus errores políticos, había regresado a la costa de Cristina y había alumbrado una nueva fórmula, que nunca nadie había utilizado antes para sepultar al kirchnerismo duro. La manera de exterminarlo era opuesta a la que recomendaban los estrategas de Juntos por el Cambio y a la que él mismo había ensayado, por todos los medios, durante seis años. No se trataba de demonizar al cristinismo, sino de asociarse con él en su momento de mayor vulnerabilidad y decirse dispuesto a cumplir sus designios. Llevar a los leales de CFK a rendirse ante la lógica del poder por el poder mismo. Dejar de combatir el espacio de la vicepresidenta con armas trilladas y abrir paso a una nueva experiencia de seducción: prometerle la salvación y destruirlo desde adentro.

2. Los inicios

La prehistoria de Sergio Massa no figura en su plataforma electoral. Como muchos dirigentes que se adaptaron al kirchnerismo sin mayores traumas, el líder del Frente Renovador acredita su formación y su militancia inicial en las usinas del liberalismo argentino. Comparte esa condición con una camada de políticos que incluye a funcionarios de relevancia durante la era kirchnerista, como Amado Boudou, Ricardo Echegaray o Diego Bossio, intendentes como Fernando Gray y Francisco Durañona y Vedia y exsenadores como el dueño de Aceitera General Deheza, Roberto Urquía, por citar algunos. También, con colaboradores que pasaron media vida a su lado, como su secretario privado Ezequiel Melaraña, su contador Alejandro “Chipi” Decuzzi y su secretario de Gobierno Eduardo “Yugo” Cergnul.

Hay que bucear en la memoria selectiva de la política para saber cómo era Massa en sus inicios. Algunos, que lo quieren bien, dicen que militaba en la Unión del Centro Democrático (UCeDé) de Álvaro Alsogaray como podría haberlo hecho en el Partido Comunista. Eso afirma, por ejemplo y sin despeinarse, su suegro Fernando “Pato” Galmarini, con el aval de una vida surfeando en el ancho peronismo. “Cuando vos sos pendejo y querés militar, te prendés de lo primero que pasa”, explica. Otros que compartieron aquellos comienzos sostienen que su caso podría ser comparable a los de Diego Santilli o Cristian Ritondo, que hoy integran el espacio del PRO, pero se ubican siempre en la franja del peronismo ortodoxo. Se trata de casos distintos que apuntan a lo mismo. Según estas hipótesis, Massa se habría dejado llevar por una suerte de emoción violenta que lo impulsó a la arena del compromiso político sin medir consecuencias ni reparar en opciones ideológicas. Un ADN que, de ser así, no haría más que tornarlo impredecible de cara al futuro.

Por su condición social, podría haberse enamorado de la primavera radical, como su madre. Por haber nacido en San Martín, podría haberse incorporado al peronismo bonaerense. Pero no: siempre fue distinto.

Sergio hoy ni siquiera se detiene a hablar de eso, porque prefiere mirar hacia delante y considera esa experiencia apenas como un pecado de juventud que sus detractores buscan magnificar. Es cierto que era muy chico cuando se acercó al partido que orientaba Álvaro Alsogaray, el capitán ingeniero que fue funcionario de la Revolución Libertadora, ministro de Economía de Arturo Frondizi y José María Guido y embajador de la dictadura del general Juan Carlos Onganía en los Estados Unidos. Massa se convirtió en uno de sus seguidores hace más de treinta años, al final del alfonsinismo, cuando tenía 15 o 16 años.

Pero también es preciso señalar que militó intensamente en la UCeDé durante seis años, por lo menos; un período comparable al que permaneció luego dentro de las filas del kirchnerismo. En ese tiempo, fue cumpliendo metas a gran velocidad. Fue presidente de la Juventud Secundaria Liberal de San Martín en 1988 y 1989, y vicepresidente de la Juventud Liberal de la provincia de Buenos Aires entre 1991 y 1993. Según testimonios que coinciden sin contradicción, ese último año, cuando el desbande en el partido que nutrió de cuadros al menemismo se había tornado irreversible, Massa asumió como presidente de una Juventud Liberal bonaerense que agonizaba. Ese período aparece hoy brumoso porque, como afirma otro exliberal que también se incorporó al peronismo, Sergio borró todo vestigio de su pasado ucedeísta, pese a que en esa sociabilidad inicial entre los ochenta y los noventa encontró incluso a una de sus primeras novias, Lorena Martos, por entonces vicepresidenta de la Juventud Secundaria Liberal de San Martín.

Alejandro Keck, el hombre clave que puede contar los primeros pasos políticos del candidato del Frente Renovador, evoca: “A Sergio lo conocí un día que fui a dar una charla al Colegio Agustiniano con representantes de distintos partidos políticos. Sería el año 87. Yo tenía 23”.

Massa cursó su secundario en esa institución católica tradicional, a la que asistían solo hombres. Era un establecimiento privado que, sin embargo, resultaba accesible para la clase media de San Andrés y que –como muchos durante el alfonsinismo– abría las puertas a la política.

La UCeDé había salido cuarta en las elecciones presidenciales que ganó Raúl Alfonsín y se había ubicado tercera en las legislativas de 1985. Llegó a tener trece diputados nacionales. En 1987, aquella juventud era una de las novedades que había parido el regreso de la democracia. La Unión Para la Apertura Universitaria (UPAU), brazo universitario de la UCeDé, había alcanzado el pico de su poderío con triunfos en los centros de estudiantes de Derecho, Arquitectura, Veterinaria e Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dentro de esa geografía política, que intentaba trazar nuevas coordenadas, la UCeDé de la Capital gozaba de un signo distintivo que solo se repetía en algunos municipios acomodados de la provincia de Buenos Aires. En la ciudad, el partido estaba dominado por figuras que marcarían una época, como Adelina Dalesio de Viola y María Julia Alsogaray. Pero además libraba una dura interna entre la juventud –Unión Liberal–, que entonces presidía Pedro Benegas, y la avanzada liberal de Carlos Maslatón, Juan Curuchet, Guillermo Riera y Oscar Jiménez Peña. En la provincia, en cambio, los jóvenes que se acercaban a la UCeDé no necesitaban acreditar portación de apellido: se toleraba una militancia de clase media que tenía más que ver con aquel Conurbano.

A ese pelotón se incorporó a fines de 1987 un chico de San Martín –hijo de un empresario constructor que siempre había hecho obras para el municipio– que ya entonces decía que quería ser presidente. Sergio no tenía historia de conservador, como su padre, Alfonso (“Fofó”), sino que ya había repartido volantes por Raúl Alfonsín, el candidato que le gustaba a su mamá, Lucy Cherti. No había tenido la formación ideológica que constituía a las generaciones anteriores de la UCeDé ni tampoco la instrucción que, a criterio de los mayores, era necesaria para integrar un partido que venía a redimir a la derecha vernácula de su pasado y a clausurar, por lo menos por un tiempo, el atajo golpista para llegar al poder.

Cuatro años le bastaron para pasar a formar parte del triunvirato que presidía la Juventud de la UCeDé en la provincia. Massa sabe que si el exconcejal Keck y algunos otros memoriosos no existieran todavía por fuera de su estructura –si no hubieran tenido las diferencias que tuvieron–, nadie estaría dispuesto a reparar en aquellos días en los que el menemismo aparecía en el horizonte con la fuerza de la transformación. Su debut en las huestes de Alsogaray sería algo apenas distinguible de un rumor.

“Cuando terminó la charla, se acercó un grupo de chicos entre los que estaba él. Era un discurso bastante ideológico el mío. Los jóvenes éramos liberales, hablábamos de libertad política y libertad económica y nos quejábamos de los mayores de la UCeDé que simpatizaban con el gobierno militar. La mayoría de nosotros pertenecíamos a la clase media y nos preocupaba lo social”, me dijo Keck una mañana de 2014, sentado en la oficina de un pequeño despacho dentro de lo que entonces era el Ministerio de Desarrollo Social porteño, con vista a la avenida Entre Ríos. Un edificio pintado de amarillo por el PRO, que pudo haber sido un hospital y que estaba a años luz del piso 17 de la Torre de las Naciones, en Tigre, donde atendía Massa por entonces.

La nueva derecha en el horizonte

Todo fue vertiginoso. A fines de 1989, cuando egresó del Colegio Agustiniano con el título de bachiller, Sergio ya era un joven liberal que trabajaba para el concejal Keck –recién electo– y buscaba un perfil propio para trascender. Con 17 años, ya cobraba un sueldo por su militancia partidaria, mostraba su vocación de parricida en la política y disputaba espacios con la generación de los que por entonces tenían 25 años. Como corriente interna de la UCeDé, Keck, Massa y Eduardo Cergnul –por entonces jefe de prensa del concejal, más tarde secretario de Gobierno de Tigre y finalmente secretario parlamentario de la Cámara de Diputados– se presentaban contra sus mayores en elecciones internas y pretendían enrolarse en lo que aparecía como una nueva derecha, exenta de complicidad con la dictadura militar y la recurrente tentación autoritaria. “Los más grandes empezaron a mirar la situación de Sergio con un poco de recelo, porque iba ocupando espacio. Siempre tuvo mucha ambición y enseguida demostró su pasta de liderazgo. Tenía facilidad, aprendía rápido y terminó desplazando a todos y quedándose con el manejo de mi oficina”, recuerda Keck.

Keck y Massa no eran una excepción. En esos años, la UCeDé logró congregar una cantidad de jóvenes con ciertas características que los llevarían después –y todavía hoy– a figurar en la primera línea del poder. Un seleccionado en el que aparecen viejos amigos de Massa, como Guillermo Viñuales, la histórica mano derecha de Martín Insaurralde en Lomas de Zamora que por aquel tiempo militaba en la UCeDé de ese distrito y se incorporaría mucho después al PRO. O como Guillermo Gabella, el exucedeísta de Morón –fanático del horóscopo chino– que primero fue consejero vecinal porteño de la mano del poderoso Jorge Pirra y después llegó a ser el hombre fuerte de la empresa Boldt en la provincia de Buenos Aires, señalado casi como la personificación del demonio por Amado Boudou en el expediente Ciccone. El exvicepresidente de la Nación dijo más de una vez que Gabella operaba para Daniel Scioli, con quien había trabajado en 1997 en la Cámara de Diputados. Viñuales y Gabella no solo coinciden en el nombre de pila, en su amistad añeja con el líder del Frente Renovador y en su formación ideológica: además fueron estrechos colaboradores de Martín Redrado, el economista que la embajada de los Estados Unidos considera fuente de información privilegiada y a quien Sergio Massa decía tenerle reservado un destino más generoso en un eventual gobierno.

En esos años, sin embargo, todos ellos conformaban todavía una “cooperativa de perdedores”, como dice uno de los protagonistas, porque ninguno ganaba en sus distritos. El propio Massa experimentó su primera derrota en 1988. Ya había logrado convertirse en presidente de la Juventud Secundaria Liberal en San Martín, un partido en el que el liberalismo no tenía el mismo peso que en San Isidro o Vicente López. Entonces, organizó una reunión en su casa para elegir al presidente de la Juventud Secundaria Liberal de la primera sección electoral y perdió a manos de Eduardo Bevacqua, que ostentaba en San Isidro el mismo cargo que Massa.

Massa y Bevacqua –más tarde funcionario del macrismo en la ciudad y mano derecha del exministro bonaerense Santiago López Medrano– eran siameses del Conurbano. Los dos presidían las juventudes secundarias en sus municipios y, a partir de 1989, comenzarían a trabajar como asesores con los referentes de las juventudes en sus distritos que ese año fueron electos concejales, Alejandro Keck en San Martín y Claudio Fryda en San Isidro. La tercera figura de la UCeDé en la zona norte era Marcelo Bomrad, egresado del Liceo Naval Militar Almirante Brown y, por aquellos años, líder de la Juventud Liberal de Vicente López. Para adolescentes que tenían apenas 17 años, cobrar un sueldo por hacer política era una novedad que causaba cierta fascinación. Keck y Fryda eran, además, colaboradores de José María Ibarbia, quien, con 32 años, se había convertido en el diputado nacional más joven de la UCeDé.

Aunque en 1995 se retiró de la política para dedicarse al negocio agropecuario, Ibarbia es un nombre fundamental para una camada de imberbes que un cuarto de siglo después se preparaban para dar el gran salto. Miembro de una familia acomodada de San Isidro, abogado con estudios de Economía en los Estados Unidos, era líder de Nueva Generación, la corriente del sector denominado Integración Liberal. En 1987, triunfó en una elección interna y consumó el asalto al poder de la UCeDé, que hasta entonces estaba en manos de dirigentes que habían acompañado a la dictadura, con más o menos fervor. Igual que el PJ, la UCR, el PS, el MID, el PDP, pero con más convicción, los dirigentes que después fundaron la UCeDé habían ocupado cargos importantes durante el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” y, como el propio Alsogaray, en las dictaduras anteriores.

En San Isidro, sin ir más lejos, estaba el coronel José María Noguer, que había sido intendente durante el “Proceso” y compañero de promoción del general Santiago Riveros, uno de los jerarcas que encabezó el genocidio argentino y fue condenado a cadena perpetua en 2013. En Mar del Plata, el que conducía era Mario Roberto Russak, intendente “procesista” que volvería a gobernar el municipio en 1991, como candidato de la UCeDé.

En 1987, Ibarbia le ganó la candidatura a diputado nacional a Francisco Durañona y Vedia (padre), un exponente cabal de la gerontocracia, que entonces tenía como mano derecha al futuro ministro de Mauricio Macri, Emilio Monzó. Durañona fue ministro de Gobierno de Jorge Aguado en la provincia de Buenos Aires durante los dos últimos años de la dictadura. Más tarde alto directivo del Grupo Socma, Aguado había sido ministro de Agricultura durante la presidencia de facto del general Roberto Viola. Ibarbia, en cambio, encabezaba la corriente que tomaba su nombre de la agrupación juvenil del Partido Popular español, Nuevas Generaciones.

En contacto con esa fauna, se crió el animal político que en 2015 –con apenas 43 años– se lanzaría por primera vez a la disputa mayor, con el anhelo de ser presidente.

En aquel momento, los referentes de la UCeDé en la provincia eran Durañona y Vedia, Federico Clérici y Federico Zamora, todos diputados nacionales. Exempresario y representante de Helen Curtis en Argentina, electo en 1985, Clérici era el liberal moderno que recorría la provincia sin chofer. Todavía hoy algunos creen que podría haber sido algo similar a lo que significó Carlos “Chacho” Álvarez para el progresismo. Fue él quien dio libertad de acción y habilitó el salto de Ibarbia, proceso que abrió un canal en el que se enrolaron jóvenes impetuosos como Marcelo Elizondo, Alejandro Keck, Marcelo Daletto, Fernando Gray, Emilio Monzó, Sergio Massa, Santiago López Medrano –luego ministro de Desarrollo Social de María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires–, Guillermo Viñuales y Eduardo Bevacqua, entre otros. Nueva Generación era un nombre pretencioso que se convertiría en una de las ideas fuerza que Massa incorporaría desde entonces como parte de su envase de dirigente.

Los memoriosos afirman que la irrupción de Nueva Generación fue tan fuerte que obligó a Clérici a aliarse con Durañona y Vedia y Zamora en la llamada Apertura Liberal Argentina para balancear el equilibrio de fuerzas interno dentro de la UCeDé. También recuerdan una característica que Sergio conservaría hasta nuestros días: el coqueteo con las líneas internas opositoras, que lo llevaba, pese a ser la marca de lo nuevo, a sacarse una foto con Aguado, el futuro vicepresidente del Grupo Socma que cobró hasta 2007 una jubilación de privilegio por sus años de servicio a la dictadura de Videla. Con él trabajaba el joven Marcelo Bomrad, un admirador de los comandantes del “Proceso”. Aguado fue electo diputado por la UCeDé bonaerense en 1989. En esa campaña participó la mayor parte de aquellos jóvenes que, hoy veteranos, se reparten entre el massismo, el macrismo, el peronismo y el kirchnerismo.

Pese a todo, Keck y Massa tenían la edad de la inocencia y se identificaban con el diputado Ibarbia por una cuestión generacional e ideológica. Ibarbia, dice Keck, no era un conservador sino un “liberal verdadero”. No estaba con la línea dura que integraban, por ejemplo, el protokirchnerista Ricardo Echegaray, su segundo en la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario Emilio Eiras, y Bomrad. El titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) durante “la década ganada” no solo era egresado del Liceo Naval como Bomrad: además, su padre había sido suboficial de la Armada entre 1975 y 1980. Según coinciden los cuadros que después se integraron a los partidos tradicionales, esos sectores de la UCeDé formaron la secta llamada Campo Popular Unificado, iban a visitarlo a Videla y llegaron a viajar a Nicaragua con el propósito declarado de pelear junto a la Contra para derrotar a los sandinistas. De allí regresaron con varias fotos y algunos videos, pero sin rastros de haber participado en los combates.

En esos años, Massa conoció además a un dirigente que hizo un recorrido casi calcado al suyo en los siguientes veinticinco años, pero que, por alguna razón, decidió que 2013 no era tiempo para abandonar el barco del kirchnerismo: Fernando Gray. El intendente de Esteban Echeverría se había ligado también a Federico Clérici, el líder de la agrupación Liberal Independiente que se diferenciaba de las concepciones jurásicas de otros miembros de la UCeDé y era muy crítico del menemismo. Los que tienen la capacidad de evocar esos años dicen que Gray debutó en política como encargado de comprarle cigarrillos a Clérici. Era, sin embargo, el referente de la juventud del sector y también aprendía rápido.

En el universo de la nueva derecha, el trasvasamiento generacional incluía a Sergio Lapegüe, el lomense que les hacía guardia a Bernardo Neustadt y a su entonces jefe de producción Daniel Hadad, en busca de un primer trabajo en el mundo del periodismo. En esa franja se enrolaría más tarde Héctor Yemmi, otro bonaerense del Conurbano sur que combinaría su militancia con un aprendizaje vertiginoso en televisión junto a Neustadt. En la ciudad de Buenos Aires, la UCeDé contaba con un militante aguerrido que integraba el brazo universitario del partido y que incluso tenía local propio, Eduardo Feinmann.

Massa, por su parte, se caracterizó en sus inicios por un trabajo territorial que se distinguía de la mera rosca que ejercitaba el resto de los jóvenes que ascendían en la provincia de Buenos Aires. Ya era, según los que lo recuerdan, una máquina de laburar. Era, si se permite semejante osadía, un peronista territorial con filosofía liberal.

1991. La Juventud Provincial de la UCeDé

El año 1990 no fue solo una bisagra entre la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética. Fue, para los jóvenes de la UCeDé bonaerense, el año en que se libró una batalla fenomenal para impedir que Antonio Cafiero se perpetuara en el poder provincial. El gobernador peronista convocó a un plebiscito en busca de habilitar la reforma constitucional en ese distrito, y la UCeDé estuvo entre los sectores que encabezaron la campaña por el “No”. Durante meses, los liberales activaron la militancia territorial con una consigna que, el 5 de agosto de 1990, resultó vencedora. Cafiero debió resignar su sueño reeleccionista y la UCeDé creyó que estaba a un paso de asaltar el poder en la cabeza del Leviatán bonaerense.[1]

Unos meses después, Massa intentó quedarse con el cargo de presidente de la Juventud Provincial. Estaba en juego el sillón de Marcelo Elizondo, que entonces dejaba su lugar para ocupar el segundo puesto en la lista de candidatos a diputados provinciales de la UCeDé. “Era el cargo más apetecible para nosotros en un escenario de expansión del partido”, recuerda uno de los protagonistas de aquella disputa. Massa y su “media naranja” de San Isidro, Eduardo Bevacqua, querían ir en busca de un cargo al que visualizaban como un trampolín ideal en la carrera de un dirigente. Pero el joven de San Martín ya entonces acumulaba enemigos. Uno de ellos era Marcelo Daletto, un militante del interior de la provincia que tenía su propio camino recorrido y era dos años mayor que Massa. Daletto veía con preocupación el crecimiento de ese muchacho que siempre aparecía en los actos con la camiseta de Chacarita e inventando canciones. Daletto, además, tenía una dificultad extra para sacarlo de la cancha: estaba haciendo la “colimba” en la residencia de Olivos. Vestido de granadero, una tarde de 1991, Daletto convocó a Bevacqua en la estación ferroviaria de Olivos para proponerle un plan: postergar a Massa. El diagrama que finalmente se aprobó pretendía dar un equilibrio al poder liberal en la liga juvenil. Daletto quedaría como presidente, Massa como vicepresidente primero y Bevacqua como secretario. El vicepresidente segundo sería Gray, que se destacaría bastante después como hombre de Hilda “Chiche” Duhalde y Alicia Kirchner hasta llegar a la intendencia de Esteban Echeverría, pero que, en ese momento, era “ninguneado” por todos los protagonistas. Massa aceptó de mala gana la vicepresidencia, pero lo hizo con una advertencia clara: “La próxima, soy yo”. Quería conducir a los jóvenes ucedeístas de su provincia.

En su campaña para ser el jefe, el “colimba” Daletto logró contener también a Viñuales, que por entonces manejaba la Universidad de Lomas de Zamora mediante la UPAU. Mucho antes de conocer a Insaurralde, Viñuales reportaba al diputado provincial Hugo Bontempo, miembro de la corriente liberal Unión Federal Bonaerense, en la que se destacaba el ya mencionado Mario Roberto Russak. En esa época, Massa comenzaría a conectar el norte y el sur del Conurbano en una alianza con Viñuales para horadar la conducción de Daletto, un “talibán” que, como Sergio, haría carrera después en las filas del menemismo y se convertiría en la mano derecha de Emilio Monzó.