El arte de alimentar - Bruno Verjus - E-Book

El arte de alimentar E-Book

Bruno Verjus

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Beschreibung

El homenaje de un chef autodidacta a los sabores e ingredientes que le han inspirado. Bruno Verjus, el gran chef francés cuyo restaurante parisino, el Table, cuenta con dos estrellas Michelin, nos regala este libro de las delicias concebido al estilo de los tratados culinarios del siglo XIX. Un arte de cocina escrito por un amante del gusto, de la naturaleza, de los placeres a la vez tan sencillos y tan sublimes. Un manifiesto que ensalza cada producto a lo largo de un paseo con todos los sentidos alerta, devorando la vida desde sus raíces. Un almanaque de recuerdos de un cocinero autodidacta que recurre a su gran cultura de los sabores para hacer un homenaje a todos los productos que le brinda la naturaleza. "Cocinar es no apartar jamás la vista de lo que está vivo. En estas páginas os lo diré todo. Todo cuanto sé. Todo lo que he aprendido y sentido. Para que cocinar os resulte tan sencillo como respirar. Y para que podáis compartir por igual una filosofía, la buena cocina y la vida". "EL MODO EN QUE NOS ALIMENTAMOS DECIDE EL MUNDO EN EL QUE VIVIMOS".

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Título original francés: L’art de nourrir.

© Flammarion, París, 2021.

© del texto: Bruno Verjus, 2021.

© de la traducción: Manuel Martí Viudes.

© de las ilustraciones: Jorge Jover Ramiro.

Diseño de la cubierta: Estudio Freixes Pla.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: enero de 2024.

REF.: OBDO276

ISBN: 978-84-1132-677-3

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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Todos los derechos reservados.

PARA MIS HIJOS, VICTORIA Y STANISLAS,

ALIMENTADOS CON AMOR Y FRESCURA.

PARA INGRID ASTIER, CUYA SOMBRA

ES COMO LA DE UNA HIGUERA

El Arte de Alimentar. Mi ADN.[1] Mi visión, mi vida. Porque cocinar es no apartar jamás la vista de lo que está vivo. Es respetar cada etapa, siempre, en la elección de los productos, el arte de los cortes y el respeto por los equilibrios. La cocción los honra para celebrar este arte en cada bocado.

No perder jamás de vista la identidad de los productos. No traicionarlos nunca. Esta es mi divisa: amar y servir. Transmitir, también. Para no confiscar el placer.

EL ESPÍRITU DE LA COCINA

Nutrir y morir suenan casi igual.

Y entre ambas palabras está comprendida toda la vida.

El abanico del placer y del deseo, que abre, hasta el infinito, nuestras ganas de explorar los sabores. Alimentar. Mi terreno de juego. Es lo que sé que llevo dentro y lo que me impulsa, todas las mañanas, a aprovechar a fondo la jornada y a dar lo mejor de mí mismo. ¿Y cuál es el eje de todo ello? La generosidad. «Solo se puede ver bien con el corazón», decía el zorro del Principito de Saint-Exupéry. Ese pensamiento tiene el mérito de mostrar hasta qué punto la verdad es una belleza simple. Después de cocinar durante tantos años, yo también he comprendido que solo se puede dar lo mejor con el corazón.

Por eso os lo voy a decir todo. Todo cuanto sé. Todo lo que he aprendido y sentido. Para que cocinar os resulte tan sencillo como respirar.

Y para compartir. Porque ese es el vínculo que nos une. A vosotros. A mí.

La vida.

Yo soy un aficionado convertido en profesional. Un hombre que ha crecido a fuerza de paladar. Comer, saborear, descubrir, siempre ha sido la razón de mi existencia. Una forma de habitar el mundo, de alimentar mi apetito de vivir —y también mi curiosidad—. El día en que comprendí que experimentar a través de los sentidos me abría a realizar infinitos descubrimientos, sentí la riqueza de todo cuanto nos rodea. Y que seríamos muy pobres si no nos abríamos a la experimentación... Sin embargo, no es una cuestión de dinero. A veces, el placer reside simplemente en escamotearle al sol un higo que cuelga de una rama, o en agenciarse un ombligo de Venus de un muro de piedra, con sus hojitas rosáceas deliciosamente aciduladas, que se empleaban para elaborar filtros de amor. Entonces, uno descubre un sabor inimaginable hasta entonces. Eso es lo que a mí me encanta de la recolección. Me conecta sin cesar con lo que me rodea, con lo que tengo al alcance de la mano. Un prado se convierte en un campo de juegos; un bosque, en un granero. Estar constantemente inmerso en un entorno campesino (en mi caso el de mi terruño, cerca de Roanne) sin duda me ha ayudado.

Zambulléndome en mis recuerdos, desde Renaison a París, puedo aseguraros que jamás he apartado la vista del producto. Cuando era niño, estaba por todas partes, me envolvía. En los campos, en los jardines, en el plato. Iba a dar una vuelta por el huerto, mordisqueaba un pequeño guisante por aquí, una grosella por allá, e instintivamente componía mi propia menestra de verduras. Siendo aún muy joven, ya tenía bien presente lo crocante, lo verde, lo vivo. Hoy en día tengo muy claro hasta qué punto era esencial todo lo de allí, y me esfuerzo en serle fiel.

Cada día, en el Table, mi restaurante, procuro perfeccionar una nueva cocina en consonancia con la vitalidad propia de los productos. Os lo diré ahora mismo: no me gusta llamarlos ingredientes. Sería como renegar de su personalidad. Convertirlos en meros figurantes. Un producto es la alianza sagrada entre una materia y un carácter. Se produce cuando la naturaleza, de acuerdo con el hombre, puede dar lo mejor. El arte de alimentar se construye sobre la base del respeto a los productos y a los productores.

¿La excelencia de un producto? En la cocina, es la primera de las cualidades. En este sentido, es una inmensa suerte trabajar en París. Tanto si eres un chef como un simple apasionado de la cocina, aquí puedes encontrar todo lo mejor que puede ofrecer una región, tanto francesa como europea. París es una torre de Babel. La suma de todos los terruños. Una forma de hablar todos los idiomas con el paladar. ¿Privarse de la diversidad? ¡Menuda lástima para un cocinero! A veces me pregunto qué sería del locavorismo —el movimiento que promueve el consumo exclusivo de frutas y legumbres locales y de temporada— en París. ¿Habría que comer los tomates plantados en los tejados de cinc de la capital? Enseguida nos percatamos de sus limitaciones... Con el paso de los años, me siento cada vez más atraído por todo aquello que contribuye a dar sentido. Procuro resistirme a las modas, a las influencias, a los discursos estridentes, para retomar la senda de la coherencia. Esta me sirve de guía, como la más segura de las salvaguardas. Y es que, por encima de todo, una receta es una forma de pensamiento, no un algoritmo. ¡Si lográis integrarla, buena señal! Y no será porque tengáis la lista de ingredientes y los pesajes que la receta os prescribe. La clave reside en la técnica, aunque esta no basta por sí sola. Le faltaría un aliado indispensable: la sensibilidad.

Buena cocina: sensibilidad + conocimiento. Para mí, la buena cocina no tiene nada de elitista. Lo que la caracteriza es, por el contrario, una palabra cuya masa está hecha de humildad: precisión. Es una especie de armonía, de pacto entre la intención y el modo en que se practica, gracias a una técnica sensible, siempre a la escucha.

Por supuesto, un cocinero no puede prescindir de ser un excelente técnico —en el mismo sentido en que un matemático no puede prescindir de saber contar—. Pero a lo largo de estas páginas quiero compartir mucho más que la técnica: un espíritu de la cocina. Quiero que entréis, no en la ejecución, sino en la narración de un plato. En su sustrato personal, y, por consiguiente, en sus raíces profundas. Porque un plato tiene una historia que contar. Basta con escucharla.

Once matices, como en un equipo de fútbol. El mejor, en mi opinión. El que proporciona placer un día tras otro.

En el Table somos once. Todo un símbolo.

El fútbol, nacido en el Reino Unido, sacralizó el número once porque en su origen se enfrentaban los colegiales de dos dormitorios de diez plazas más un vigilante.

Aquí no hay vigilante.

Que quede claro. Hay un amigo, y un guía.

1

La generosidad

«Generosidad» es una de las palabras fundamentales para captar el espíritu de la cocina. Un plato debe ser generoso. Lo cual no tiene nada de obvio cuando estamos hablando de dosificar. En el ruedo de porcelana, la opulencia no tiene que derivar en lo obsceno. La dificultad, como sin duda ya habréis experimentado, estriba mucho más en los platos principales que en los entrantes. Un entrante es por naturaleza menos copioso que un plato. Si se prepara minuciosamente resultará eficaz, seductor. Todo está bien definido, impecable, en su justo punto y apetitoso. Con un entrante uno no tiene que preocuparse por la cantidad, al contrario que con un plato, donde la cantidad es fuente de justificados temores.

Yo veo los entrantes como una especie de preámbulos que ponen en alerta los sentidos e introducen al comensal en el espíritu de la mesa. En el ritmo de una comida, son como dardos que van directos al blanco. El plato es más complejo, pues no puede defraudar al apetito. Por consiguiente, el cocinero tiene la responsabilidad de repartir las cantidades en el plato. Aunque el plato principal sea grande, disponer las raciones siempre resulta peliagudo. Más aún por cuanto que no hay que perder de vista que un plato debe ser necesariamente generoso. Abundan los restaurantes donde los platos consisten en entrantes disfrazados, un poco maquillados. Dan la impresión de ser más importantes, pero la cantidad de pescado o de carne servida es pequeña, del orden de unos 60 a 100 gramos por plato. Para mí un plato generoso y digno de ser compartido se sitúa en los 200 gramos de proteínas. Tomemos el ejemplo de una ración de rodaballo. En el Table lo pesamos en trozos de 200 gramos. Tras la cocción, rondará los 180 gramos. ¡Una cantidad honesta! A mí no me gustan los platos cargados de aderezos que solo sirven para amueblar la ausencia de lo esencial. En estos platos predomina un amasijo de acompañamientos a base de hortalizas que distraen de lo fundamental e intentan hacer que olvidemos el crimen de lesa majestad que se está cometiendo: la ausencia de generosidad.

Mis platos, que giran en torno al rape, el cordero, el rodaballo, a un ave de corral a la antigua, a un pez de san Pedro o a un lechón, están concebidos para que el producto sea el centro del plato. El producto recibe toda mi atención, y encarna la expresión de la generosidad. Al instante puede apreciarse la considerable porción que alegra la vista antes de satisfacer el paladar. Para que sea realmente bello, el sentido del corte resulta fundamental.

Esto último enlaza con la maestría del trinchador. Lejos de ser un mero detalle, el corte de un ave de corral, por ejemplo, decide el modo en que se degustará. Por tanto, cortar entraña una decisión que se toma pensando en el resultado futuro. A ver, este pollo ¿lo cortaré a favor o en contra de la fibra? Para una pechuga de ave optaré por respetar el sentido de la fibra. Si se trata de una suprema, ¿corto en dos, en forma de lanza, o bien a contrafibra para obtener trozos pequeños? Cuando está ante el producto, todo cocinero debe hacerse estas preguntas. Personalmente no me entusiasman los platos con la carne o los filetes de pescado ya cortados. ¿La razón? No soporto los platos donde todo parece como si ya estuviera masticado, donde todos los bocados ya han sido dispuestos previamente. Veo en ello una forma preconcebida de pensar la alimentación, que no ofrece al comensal la oportunidad de estar presente en lo que come, pues no le exige ningún esfuerzo. Cuando un cocinero propone un bonito plato con una construcción elegante, el comensal debe empuñar su cuchillo y su tenedor, y reflexionar. Es un primer paso hacia el plato. Es una forma de acercarse a él, un cortejo antes de apropiárselo. Cortar invita a darle una presencia relevante a aquello que se va a comer. Cuando observo a mis clientes en el restaurante, a menudo los oigo preguntarse cómo piensan abordar su plato.

En lugar de limitarse simplemente a incitar el apetito, el plato formula una necesidad de atención, de respeto, exige que lo comamos conscientemente. Se hace presente de forma natural. Porque el plato es mucho más que un simple alimento. Cuando uno trabaja con productos excelentes, debe tener muy en cuenta estos valores.

Me viene a la mente el ejemplo de mi rape: lo cocino con fuego de leña y hojas de laurel, y después lo dejo reposar. Cuando lo corto, de repente la carne blanca del pescado se vuelve nacarada. Es de una belleza sublime. Todo un prodigio, con su gracia efímera, que proyecta un arcoíris sobre la carne. Por efecto de la temperatura, los jugos del rape ascienden a la superficie y forman este espectacular nácar. El producto está ahí, en toda su belleza, casi con la pureza de una piedra preciosa.

En estos casos procuro intervenir lo menos posible. Me limito a reunir los elementos, tanto los vegetales como los condimentos, únicamente para pulir la calidad del producto. Los acompañamientos en un plato pueden ser el símbolo de una falsa generosidad. ¿O es que esas dos hojas de lechuga con un par de zanahorias en juliana y un rábano tallado paseándose por allí no son sino la engañifa que el pícaro de turno ha colado en el plato? En el Table, al igual que en casa, yo aspiro a preservar ese toque de pureza que obliga al cocinero a ser generoso con lo que pretende servir. Cuando este llama «Rodaballo» a un plato, ¡tenemos que encontrar rodaballo en ese plato! ¡Y no un trocito de pescado sumergido bajo cucharones de salsa, de puré y de todo aquello que solo sirve para disimular! La auténtica generosidad siempre marcará la diferencia. El producto ha de ofrecerse en toda su plenitud a la persona que viene a comerlo; desempeña el papel principal, como el gran actor que es. Así se crea una relación amigable entre el comensal y el producto a través del plato que le han servido. Al mismo tiempo, la sencillez y la discreción son cualidades indispensables para mantener el respeto por el producto.

La generosidad en la mesa debe sentirse desde el vestíbulo, en la intención que transmite un chef. En mi caso suelo atender al cliente desde el mismo momento en que cruza la puerta. Cuando acomodamos a los clientes, estamos invitándolos a sentirse como en su casa. Una mesa es un territorio, una especie de isla. En cuanto se cruza el umbral, uno debe sentir un pacto en firme, una promesa que se cumplirá. Entonces el comensal tendrá confianza. Podrá abrirse al placer, al diálogo, a la experiencia. Podrá ser feliz, en lo evidente y en lo sencillo.

Para triunfar con un plato, el secreto estriba en prepararlo como si lo hicieras para la persona a quien quieres —un amigo, tu madre, tu amante o un desconocido que te honra con su presencia—. De esta generosidad, de esta entrega que surge de lo más sincero de tu persona, nacerá lo mejor de ti mismo en el plato. Pero esta actitud exige desprenderse de las preocupaciones terrenales para alcanzar la precisión. En un plato logrado debe haber la misma cantidad de amor que de producto. Creo en la conjunción de las energías: la de los productos, la de las cocciones, la de los sabores, la de las deliciosas y amorosas intenciones de quienes cocinan para aportar a los platos un alma extra.

Cuando, en el momento de abandonar el restaurante, los clientes pasan por el mostrador y acostumbran a decir: «¡Supongo que ahora tendré que pagarle!», con esta expresión dan fe de que han sido tratados como en casa. La cocina ha creado una burbuja a su alrededor, un espacio-tiempo que los desvincula de una simple relación mercantil, los ha llevado más allá en un viaje interior hecho de proyecciones, de recuerdos. Los ha sustraído de la realidad para hacerles soñar.

El ejercicio de la alta cocina, en el pleno sentido de dar bien de comer, incita a dar un largo paseo a través del tiempo y del espacio. La generosidad trasciende la cantidad para adentrarse en lo emocional. Dicha generosidad es un pasaporte, una tarjeta de visita. Debe dar respuesta a la generosidad del mundo, puesto que cocinar implica tanto restituir como dar.

El albaricoque

Me acuerdo perfectamente de mi primer encuentro con el albaricoque. Fue cerca de Renaison, no muy lejos del molino al que iba a buscar la harina. Apenas tenía diez años, y el más bonito de todos los árboles puso a prueba mi timidez.

Vi el albaricoquero en un campo protegido por un murete, doblado bajo el peso de sus grandes frutos carnosos y dorados. En el suelo, una increíble granizada de color azafrán. ¿Cómo resistirse? Por esa gema estival fui capaz de vencer el miedo a hablar. Osé preguntarle a la hija de la molinera si podía adentrarme unos pasos en el prado para tender la mano hacia aquellos frutos ebrios de sol, jugosos y azucarados. Por aquel entonces me parecían mejores que las mejillas de una muchacha. Cogidos directamente del árbol, en plena madurez, dan la impresión de ser confituras a punto de ser recolectadas. Años más tarde, al cocinarlas, jamás me olvido de declararles mi amor para que viertan sus incontables dulzuras.

2

El arte de alimentar

¿Cómo dar de comer a los demás? Esta pregunta constituye el centro de mi deseo, todos los días. Justifica tanto mis audacias como mis esfuerzos. ¿Cómo seducir al otro, subyugar sus sentidos y colmarlos? Porque la comida acaricia el paladar. No solo da sustento al cuerpo, sino que también lo consuela. En este sentido, tiene una misión. Una auténtica misión. No hace falta reflexionar demasiado para llegar a la conclusión de que comer constituye el origen de nuestra relación con el mundo. Una relación esencial. Su singularidad radica en que es tan vital (nutrir el cuerpo) como accesoria (nutrir el alma). Y, sin embargo, nutrir el alma a veces puede tener efectos mucho más poderosos, mucho más profundos que el simple sustento...

Los bebés poseen el reflejo de coger objetos y llevárselos inmediatamente a la boca. Conquistan el mundo a través de esta abertura mágica. Las orejas son una caracola; la boca es una caverna. Para los pequeños, mordisquear o tragar no es un acto de ingestión, sino de conocimiento. Una forma de apropiarse del mundo, de domesticarlo y de tranquilizarse. ¿Qué puede haber más íntimo, ya desde la infancia, que este acto tan natural? Constituye un vínculo visceral con el mundo que nos rodea, con la necesidad de culturizarnos a una edad en la que aún no tenemos acceso a las palabras. Por eso, a mi entender, alimentar nuestro cuerpo y nuestro cerebro responden a un mismo impulso.

Alimentarse bien conforma una dimensión esencial del ser humano, en su relación consigo mismo y con el mundo. Es crecer tratando de llevar una vida coherente, prolongar la vida de forma agradable, gozar de buena salud partiendo del principio según el cual nuestra nutrición es nuestra primera medicina. Me conmueve la dimensión holística de la medicina china: estamos hechos de distintas energías que absorbemos por coherencia o por disonancia. Cuando estamos bien alimentados, somos felices, aportamos placer a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu. Para mí, dar de comer a los demás entraña una relación casi maternal. Necesito hacer el bien a través de la alimentación, dar de comer bien, con elementos de gran calidad que guarden un profundo respeto por los equilibrios. Privilegiando los alimentos sanos, sin demasiadas grasas, en consonancia con el espíritu de los tiempos y de los apetitos. La alta cocina hace un arte de ello, pero partiendo de esta poderosa base, de la calidad, y del deseo de cuidar al ser en su globalidad: tanto de su salud como de su placer.

Esta misión se lleva a cabo mediante extraordinarias asociaciones de sabores y con una incesante criba de los productos para revelar su naturaleza y su capacidad de prestarse a maravillosas combinaciones. En algunos platos, cuando el comensal toma un bocado, de pronto tiene la sensación de que todo encaja. Resulta delicioso e inspirador a la vez. Un plato así hace nacer deseos, emociones tan poderosas que acaban trascendiéndolo.

Este es mi objetivo: transformar un alimento cuya simple finalidad es nutrir en algo que me sublime a mí mismo, del mismo modo que lleva al comensal más allá de lo que este esperaba. Entonces se sentirá transportado en el sentido más pleno del término. Sentirá que su memoria se estimula, su imaginación tomará impulso, se estremecerá de placer, su capacidad de recibir y de vivir se intensificará. Y entonces percibirá el acto de alimentarse como una oportunidad de abrirse a lo desconocido.

Pongamos mi bogavante como ejemplo. Todo mi trabajo se basa en el deseo de transformar un plato conocido en una construcción desconocida. De renovar el planteamiento, de trascenderlo para poder descubrir este crustáceo como nunca hasta ahora, por todo lo que ofrece de interesante y de sensible. Así no solo doy a probar un plato, sino una visión del bogavante, mi forma de comerlo, de honrarlo. Y no solo eso, a través de este plato invito a los demás a penetrar en mi espíritu, a compartir este arte de alimentar. Cuando se trabaja de este modo, en cuanto que chef, esta relación entre ellos y yo va más allá. Dar de comer es una ofrenda. De productos, por supuesto, pero también de uno mismo. Una amiga, Betony Vernon, bromeó conmigo sobre ello: «¡Bruno, tú debes acabar agotado todas las noches, porque haces el amor con treintapersonas a la vez!». Esta ocurrencia me hizo reír. Pero sus palabras eran en parte reveladoras de ese vínculo tan estrecho que existe entre el cocinero y su sala.