El arte de envejecer - Anselm Grün - E-Book

El arte de envejecer E-Book

Anselm Grün

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Conocido por sus libros de espiritualidad, el P. Anselm Grün aborda en este libro el tema del envejecimiento, tratando de buscar, desde la aceptación de esta realidad vital, el modo de alcanzar la felicidad en esta etapa de la vida. Desde la premisa de la aceptación de la existencia, la reconciliación con el pasado y el reconocimiento de las pérdidas progresivas propias de esta fase (bienes, salud, relaciones, sexualidad, poder, ego...) Anselm Grün sostiene que la vejez puede convertirse en una época de crecimiento personal. Aceptar los desafíos de la vejez significa también aprender a ser agradecidos y afables, a tener paciencia, a vivir con libertad y con calma y a hallar la paz con nosotros mismos. El libro termina afrontando el último desafío espiritual que se plantea a los ancianos: la manera de prepararse para la muerte.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Anselm Grün, nacido en 1945, es monje y Padre cillerero en la abadía benedictina de Münsterschwarzach. En numerosos libros, cursos y conferencias trata distintas cuestiones y dudas relacionadas con el ser humano. Es consejero y guía espiritual y uno de los autores cristianos más leídos en la actualidad. Con SAN PABLO ha publicado Los diez mandamientos (coeditado con Verbo Divino); Luchar y amar. Cómo los hombres se encuentran a sí mismos; La fe de los cristianos; Ayunar; Caminar; Acompañar; Festejar a María; Os traigo una buena noticia. Un libro sobre la Navidad; Celebrar la Pascua; Escuchadme y viviréis; Superar la crisis. Confía en tu fuerza; Espiritualidad. Para tener éxito en mi vida y la colección Sacramentos.

Introducción

El teólogo y escritor espiritual Henri Nouwen comienza su libro sobre la vejez con una leyenda balinesa:

«Cuenta la leyenda que existía un pueblo, allá en la montaña, en el que se sacrificaba y se devoraba a los ancianos. Llegó el día en que no quedó ni un solo anciano, por lo que las tradiciones se perdieron. Un buen día decidieron construir una enorme casa en la que pudieran reunirse sus gobernantes pero, cuando echaron un vistazo a los troncos que habían cortado para este fin, ninguno de ellos supo decir cuál era la parte superior, y cuál la inferior. Así, colocaron las maderas al revés y la construcción resultó ser un auténtico desastre. Un joven habló entonces, prometiendo encontrar la solución si a cambio todos prometían que dejarían de devorar a los ancianos. Los de la aldea hicieron la promesa y el joven partió en busca de su abuelo, que había permanecido oculto hasta entonces. Y el hombre explicó al resto de la comunidad cómo podían aprender a diferenciar entre arriba y abajo».

Esta leyenda resulta mucho más actual hoy en día que entonces, ya que también hoy corremos el peligro de «devorar» a nuestros mayores, de sacrificarlos. La extendida queja sobre el envejecimiento de la población esconde, con frecuencia, un tono agresivo. Aislamos a los mayores y los excluimos de la sociedad de los jóvenes. Hay algunas publicaciones y algunas voces en debates públicos que ven a muchos ancianos como un estorbo y un lastre para nuestra sociedad y para las generaciones venideras.

La leyenda balinesa nos muestra que no debemos sacrificar a nuestros mayores en el altar de los cómputos financieros. Si lo hacemos, faltarán en los fragmentos de nuestra existencia aquellos antiguos conocimientos que nos permiten saber aún qué está arriba y qué está abajo. También hoy necesitamos ancianos que nos digan cómo se unen los fragmentos de nuestra existencia y cómo podemos construir para nuestra comunidad y nuestra sociedad una casa capaz de sostenerse. En la leyenda, el anciano sabe qué es arriba y qué es abajo, y por qué patrones tenemos que regir nuestra vida. Si los conocimientos de nuestros mayores se pierden en el olvido, la sociedad perderá las pautas correctas para seguir este patrón.

En la antigüedad, los ancianos eran tenidos en alta estima. Eran los gobernantes del pueblo. Cuando Moisés cantó una canción ante el Pueblo en el nombre de Dios en su camino hacia la Tierra Prometida, volvió su mirada hacia los más ancianos del Pueblo: «Pregunta a tus ancianos, que te lo digan» (Dt 32,7).

En los ancianos –eso lo sabía bien Moisés– habita un conocimiento que el Pueblo necesita para poder llevar una vida plena. Por el contrario, hoy en día es solamente la juventud la que se ve como un ideal: deberíamos ser jóvenes para siempre. C. G. Jung cree que el hecho de que los ancianos se comporten y piensen como jóvenes es una pervesión de la cultura, y que deberían aventajar a los jóvenes en pasión por el trabajo y en eficacia.

Hoy en día, nuestra sociedad necesita un nuevo sentido del conocimiento y del significado de la vejez. Para ello hemos de desenterrar y guardar el gran tesoro que la sociedad alberga en sí misma. Y al mismo tiempo debemos dejar que esa estima de la vejez nos sirva para ver nuestro propio envejecimiento como algo positivo. Todos envejecemos día a día. Reflexionar sobre la vejez no solo es importante para los ancianos, sino para todo el mundo. Reflexionar sobre la vejez es siempre, y al mismo tiempo, una reflexión sobre el propio misterio del ser humano.

El hombre envejece inexorablemente, pero de él depende hacerlo con éxito. Es todo un arte envejecer de forma satisfactoria. La palabra alemana kunst (arte) viene del verbo können (poder), que etimológicamente está relacionada con «saber», «entender», «conocer».El arte de envejecer requiere de ciertos conocimientos sobre los secretos de los más ancianos. Y también requiere de práctica. No es posible dominar este arte sin más, sino que se trata de envejecer de la forma correcta. Sin embargo, no todo ha de ser perfecto: «Nadie nace sabiendo», dice el refrán. Aquel que desee aprender el arte de envejecer comete errores irremediablemente: «De los errores se aprende», dice otro refrán. El filósofo griego Platón siempre relaciona arte con imitación. El hombre copia aquello que ve en la naturaleza y en las ideas que Dios le inspira. Y, según Platón, es necesaria la fuerza creadora del hombre para lograr copiar algo de forma artística. De esta forma se va envejeciendo paulatinamente, tomando como guía el conocimiento de los misterios del hombre y siendo consciente del propio desarrollo interior. Sin embargo, también es necesario que exista el deseo de acondicionar a gusto propio aquello que ya está preestablecido en nuestro ser. El historiador de la medicina Heinrich Schipperges habla de los elementos constitutivos y del camino a seguir en el arte de envejecer:

«El camino a este arte de envejecer y hacia la gran obra de arte de la vejez debe ser encontrado libremente por cada cual. Nadie admite su edad» (Schip-perges 113).

Existen reglas básicas para el arte de envejecer que son válidas para cualquiera. A ellas pertenecen los pasos de aceptación, liberación y autosuperación. Aquel que desee aprender este arte debe ejercitar estas virtudes de la vejez, pero finalmente habrá de encontrar entre estas reglas generales su propio camino personal. Debe decidir por sí mismo cómo quiere interrelacionarse con su vejez, con los factores externos a esta, con la enfermedad, con las experiencias de pérdida y con sus propias barreras.

En una rueda de preguntas con otros hermanos y con amigos de la abadía de Münsterschwarzach, estuvimos reflexionando sobre cómo recrear el gran arte de envejecer. Buscamos imágenes que representaran la vejez. Una mujer dijo que, para ella, las estaciones eran una buena forma de plasmar la vida del hombre. La primavera –infancia y juventud– es el florecer de la vida. El verano –la edad adulta– son sus días soleados. La vejez, en cambio, es representada por el otoño con toda su belleza. En este punto estoy de acuerdo: el otoño también es bello, estampado con sus maravillosos colores otoñales, con la suave luz del sol y con la celebración de la recolección, el disfrute de los dones de la creación.

Mientras permanecemos laboralmente activos y trabajamos no tenemos tiempo para disfrutar mucho. Es en el «otoño» de la vida cuando podemos contemplar y disfrutar la belleza. En lugar de trabajar, es suficiente con estar ahí. Sin embargo, del mismo modo que el otoño nos muestra cosas nuevas de la creación, es posible también, durante la vejez, intentar probar cosas nuevas. Por ejemplo, podemos aventurarnos a hacer cosas con nuestras propias manos: tejer, pintar, modelar, el bricolaje, la escultura…

Tras el otoño viene el invierno. También él tiene su belleza. Está lleno de paz y tranquilidad. Cuando la nieve cae sobre el paisaje, lo hace con una magia propia. Aprendiendo a envejecer representamos el otoño y el invierno y conseguimos plasmar un bello y fructífero otoño y un invierno lleno de paz y tranquilidad, lleno de la calidez del amor.

Sin embargo, tanto el otoño como el invierno pueden verse manchados por experiencias negativas. Hay, por ejemplo, tormentas otoñales que arrancan los árboles y que ponen a prueba nuestra fe. Hay heladas invernales que nos congelan. También hay grandes nevadas que cortan nuestra piel en determinadas circunstancias que están relacionadas con el mundo exterior. El arte de envejecer abarca también el hecho de aceptar el otoño y el invierno con su belleza, pero también con su crudeza, y descubrir el amor que nos calienta y que nos ayuda a recorrer cada época de nuestra vida, con todos sus problemas.

Uno de los hermanos ofreció otra imagen de la vejez, la de una viña. Los frutos que cuelgan de ella en otoño, durante la cosecha, no hacen nada más. Solamente cuelgan bajo el sol y maduran, hasta que caen y se convierten en una fuente de dicha para otros. Los ancianos ya no deben trabajar y afanarse, no necesitan lograr reconocimiento a través del trabajo. Basta con que estén ahí. Ante todo, la viña nos demuestra también que la suya no es una existencia pasiva. Lleva una semilla en su interior que la mantiene con vida. De este modo, la vejez es fructífera cuando los ancianos pueden mostrarnos aquello que guardan en su interior: con palabras, con historias, con cuadros o con música. Algunos artistas, como Pablo Picasso o Marc Chagall, y algunos músicos, como Pablo Casals o Sergiu Celibidache, siguieron plasmando hasta su más avanzada edad la riqueza de su alma, haciendo felices con ello a muchos hombres.

Muchos ancianos tienen cosas importantes que decir al mundo, pero la mayoría no dispone de ningún foro en el que poder hablar y plasmar así sus ideas. Si los ancianos pudieran tematizar la enorme riqueza que guardan en su interior y si encontraran oyentes o espectadores, se alcanzaría entonces el gran arte de envejecer.

Otra imagen representativa de la vejez es el sillón en el que se sienta el anciano. Desde ahí puede contemplar simplemente lo que ocurre a su alrededor. Con frecuencia, echa además un vistazo a su interior. Simplemente se sienta allí e impregna su alrededor de paz y de confianza. En los pueblos, otra imagen bastante representativa es el banco frente a la casa, una bella representación de la vejez. Cuando los ancianos se sientan en el banco en silencio, tan solo contemplando lo que les rodea, acaban con frecuencia manteniendo una charla con los transeúntes. No necesitan ningún foro. A pesar de todo, su soledad en medio de todo lo que acontece ocupa un primer plano –y los transeúntes hablan continuamente con ellos–. Escuchan y dicen aquello que les inspire el momento. Cuentan historias del pasado, si se les pregunta. Así participan en la vida y en la comunidad. Entonces dejan actuar al resto. No se implican en lo que sucede, solo hacen comentarios cuando se les pregunta. Dejan hablar a las personas y se convierten en una bendición para el resto.

Reflexionar sobre la vejez implica siempre reflexionar sobre la vida. Heinrich Schipperges describió esta relación entre la vejez y el arte de llevar una vida adecuada:

«Qué puede saberse de la vida cuando no se sabe qué significa envejecer. Envejecer significa avanzar de año en año, aprender con el tiempo, caminar con el tiempo, permanecer en el tiempo y también contra el tiempo. Envejecer significa ir y transcurrir, caminar sin perder la imagen interior, una minúscula porción de experiencia en cada caso y una gran porción de esperanza nueva a través de las lágrimas» (Schipperges 9).

Por eso merece la pena vivir el día a día de forma consciente y cuidadosa, reflexionando sobre la vejez, y meditar dónde vemos el sentido de nuestra vida y cómo podemos alcanzarlo de acuerdo a nuestra situación y a nuestra edad.

El sentido de envejecer

Antes de escribir sobre el arte de envejecer desearía, en primer lugar, reflexionar sobre el sentido de envejecer. Cuando el anciano no comprende este sentido, mira a los jóvenes con resentimiento. Por eso:

«Envidia a los jóvenes y a su juventud, su futuro, sus planes y esperanzas, y se desanima, por eso condena también todo lo nuevo y glorifica lo viejo» (Guardini 91).

Envejecer no es solo un fenómeno que nos alcanza a todos tarde o temprano. Lleva un significado intrínseco. Y solo podremos afrontar nuestro envejecimiento de forma satisfactoria cuando conozcamos este significado. C. G. Jung compara la vida con el recorrido del sol:

«El significado de la mañana es, sin duda alguna, el desarrollo del individuo, su asentamiento y su enraizamiento en un mundo extraño y la preocupación por lo que ha de venir» (Jung, Werke, 456).

Así, el atardecer de la vida no puede limitarse a ser un apéndice de la mañana. Del mismo modo en que el sol retrae sus rayos para alumbrarse a sí mismo, así es como el ser humano debe mirar hacia dentro, dedicarse a sí mismo y descubrir la riqueza que guarda en su interior.

Para muchos pueblos, los ancianos son «los guardianes de los secretos y las leyes» (ib). Acuñan la cultura del pueblo. Solo puede envejecer de forma satisfactoria aquel que vive de forma consciente y que ha llenado la fuente de su vida hasta desbordarla. Aquel que no ha sabido vivir realmente en su juventud, no podrá hacerlo en su vejez. Le queda demasiado por vivir.

«Así, pisan el umbral de la vejez con necesidades incompletas, haciéndoles volver la vista atrás inconscientemente» (ib,457).

Siguen atrapados en su pasado, se vuelven avaros, quisquillosos, amargados y no comparten su vida con los jóvenes. Por el contrario, ellos mismos:

«Intentan ser jóvenes para siempre, en un deplorable intento por substituir su propia luz, una inevitable consecuencia de la ilusión de que la segunda mitad de su vida debe estar regida por los principios de la primera» (ib, 455).

El significado de envejecer reside, para C. G. Jung, en el hecho de aceptar nuestro propio declive corporal y espiritual y desviar la mirada hacia nuestro propio interior. Es en el alma donde reside la riqueza del hombre. La vejez nos invita a mirar hacia nuestro interior para descubrir el tesoro de nuestros recuerdos y nuestra riqueza interior, que se plasma a través de numerosas imágenes y experiencias.

El escritor Herman Hesse, que llevó a cabo una terapia con un joven estudiante y tomó algunas ideas procedentes del terapeuta suizo, habla así del enorme valor de la vejez:

«Envejecer no es simplemente sinónimo de declive y languidez. Tiene, como cada etapa de la vida, su propio valor, su propia magia, su propia sabiduría, su propia aflicción y, con el tiempo, una cultura en cierto modo floreciente ha demostrado cierta veneración por la edad, que es reivindicada hoy en día por los jóvenes. No queremos que la juventud siga viéndose como algo malo; pero tampoco queremos que se considere que ser mayor carece de valor alguno» (Hesse 54).

Para vivir el valor de la vejez y su significado es indispensable, para Hesse, aceptar nuestra propia edad y todo lo que esta conlleva para así estar conformes con ella:

«Sin ese Sí, sin abandonarnos a aquello que la naturaleza nos ofrece, perdemos el valor y el significado de nuestros días –queremos ser jóvenes o viejos– y defraudamos a la vida» (Id 69).

El teólogo católico Romano Guardini también ha tratado el tema de la vejez y ha desarrollado dos sentidos para el término. El primer sentido es que el anciano vea cuál es el contexto de la vida.

«Se da cuenta de que las distintas aptitudes, los resultados, los beneficios y las renuncias, las alegrías y las necesidades se convierten en algo importante y constituyen una maravillosa estructura a la que llaman “existencia humana”» (Guardini 95).

Aquel que, al envejecer, penetra en el misterio de la vida y comprende en un solo instante el conjunto entero de su existencia, se vuelve sabio. Ese es el primer sentido –y la primera función– de envejecer, volverse sabio.

Sabio viene de la palabra «saber». Saber y «mirar» suelen ir unidos. El hombre sabio mira con más profundidad, buscando el motivo que mantiene la cohesión de su vida. Para mí, esta visión conjunta de todas las contradicciones queda perfectamente plasmada en las últimas palabras de Jesús en la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Todo está acabado, hecho. Muchas personas tienen miedo de encontrarse al final de su vida con un montón de fragmentos. Huyen de su propia fragilidad. Jesús concluye en la cruz todo aquello que ha vivido. Su muerte no es un fracaso, sino una unión de todo lo que le compone. Y su muerte es la coronación de la vida. El amor es finalmente aquello que completa, que otorga cohesión a nuestra propia fragilidad y que define el sentido de nuestra vida.

El segundo sentido de la vejez reside, para Guardini, en el hecho de que el anciano está especialmente cerca de la eternidad. En presencia de lo eterno –de Dios y de su Reino– se relativiza lo terrenal.

«Los hechos y las cosas de la vida inmediata pierden su carácter preferente. La violencia con la que los pensamientos reivindican la fuerza y la pasión del corazón va remitiendo. Todo lo que parecía poseer un enorme significado se vuelve poco importante y todo lo que hasta entonces había sido considerado insignificante se torna solemne y luminoso» (Guardini 97).

Guardini no solo entiende la proximidad a la eternidad como una familiarización con la muerte, sino como la capacidad de abrir la vida a la eternidad, imperecedera y duradera a pesar de cualquier cambio.

Para Romano Guardini, envejecer satisfactoriamente no solo depende del individuo –de la aceptación de la vejez y del entendimiento de su significado– sino también de la sociedad y de su actitud hacia la vejez. La sociedad debe brindar a los ancianos la oportunidad de envejecer correctamente. Si solo se habla con preocupación y reproche de la futura vejez de la sociedad, los ancianos encontrarán difícil aceptar su propia vejez y encontrar su propio significado en su interior.

«Depende mucho de la relación sociológica y cultural de la persona el hecho de que llegue a comprenderse cuál es la relación entre el anciano y el resto del grupo» (Id 99).

Guardini advierte también sobre el infantilismo que supone creer que solo la juventud tiene valor. Manteniendo una postura como esa, es inevitable que envejecer solo pueda verse como una caída.

Es imposible que la sabiduría de la vejez prospere en un contexto como este. Lo que ayuda a los ancianos no es solamente que alarguemos y aliviemos su vida gracias a la medicina. Debemos redescubrir el valor y el sentido de la vejez. Solo entonces se convertirán los ancianos en una bendición para la sociedad.

Las discusiones que mantienen los medios de comunicación actualmente suelen basarse casi siempre en la carga financiera y psicológica que supone para la sociedad el envejecimiento de la población, pero nunca se centran en el significado que la vejez encierra en sí misma: tanto la vejez como las discusiones constructivas con los ancianos nos muestran el camino a seguir para que nuestra vida sea un éxito aquí y ahora y no solamente cuando ya seamos ancianos.

La Biblia valora a los ancianos y su sabiduría. Quiero ilustrar este hecho mediante un único concepto procedente del evangelio de san Lucas sobre el sentido y el significado de la vejez. Lucas nos presenta al comienzo de su evangelio a cuatro ancianos. En estas cuatro figuras se representa algo del sentido de la vejez. Los ancianos están especialmente cerca de la divinidad. Tienen un especial olfato para ver la obra de Dios en los hombres y nos indican qué es lo que nos ayuda y nos sana realmente. Conocen el misterio de Jesucristo y se convierten en sus primeros testigos. Nos muestran cómo podemos tener éxito en la vida.

Entre ellos están Zacarías e Isabel. Zacarías dice de sí mismo que es un hombre anciano, y también dice de su mujer que también está en una edad avanzada. El ángel les promete que tendrán un hijo y que su vida será fructífera. Sin embargo, el camino hacia esta fructificación fue precedido por una crisis. Zacarías enmudeció, porque no creyó en la promesa del ángel. Para que pueda suceder algo nuevo cuando se cuenta con cierta edad, es necesario con frecuencia atravesar una fase de silencio, para que Dios pueda obrar en el anciano y pueda transformarlo. Y el anciano aprenderá, mediante el silencio, a creer en los frutos que Dios le ha prometido en su vejez.

Isabel y Zacarías atestiguaron ante sus amigos y parientes que la misericordia de Dios había quedado comprobada. Y Zacarías fue invadido por el Espíritu Santo. No solo anunció el fruto que se le había regalado en su vejez, sino que describió en un discurso profético la gran y beneficiosa obra de Dios para con su Pueblo. Este anciano nos regala un maravilloso cántico, que la Iglesia ha tomado para las celebraciones matutinas. Zacarías mira mucho más allá. Experimenta lo que acontece, lo que les sucede a su esposa y a él, la obra de Dios, que no solo les afecta a ellos, sino también al resto del Pueblo. Alaba así a Dios: «Ha intervenido para liberar a su Pueblo» (Lc 1,68). El anciano ve, incluso antes del nacimiento de Jesús, lo que Dios hará con ese niño por todos los hombres:

«Gracias a la bondad misericordiosa de nuestro Dios, por la que nos visitará como el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombras de muerte, y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,78-79).

Lucas comienza la historia de la infancia de Jesús con la historia de Isabel y Zacarías. Le pone fin con otros dos ancianos, Simeón y Ana. A través de ellos retrata la sabiduría que muestran los ancianos. Reflejan aquello que en el Antiguo Testamento se dice de los sabios ancianos: «De los ancianos, el saber; de la longevidad, la inteligencia» (Job 12,12). Los dos ancianos, hombre y mujer, descubren, gracias a su sabiduría, el secreto de Jesucristo. Ven más allá y reconocen aquello que han visto ante todo el pueblo. Así, se convierten en los primeros en proclamar la Buena Nueva sobre Jesucristo. El ángel anunció a los pastores el nacimiento de Jesús. Los pastores reaccionaron tras ver lo que acontecía en Belén. Contaron a sus padres lo que el ángel les había contado sobre el niño. Y regresaron junto a sus ovejas para alabar a Dios. Sin embargo, los dos ancianos se reservan para hablar ante Jesús y ante todo el pueblo abiertamente, y para atestiguar el secreto de su naturaleza.

El primero en hacerlo es el anciano Simeón. Es un hombre justo y piadoso y espera la salvación de Israel. Entonces, el Espíritu Santo lo llama. Cuatro cualidades caracterizan a este anciano: es un hombre justo: rige su vida y se rige a sí mismo con justicia, y de esta forma se muestra también justo con el resto de los hombres. Es piadoso con el resto, es decir, acepta con solemnidad a Dios y su completa existencia gira en torno a Él. En tercer lugar, espera la salvación o, según el significado en griego, el consuelo, el consuelo de Israel. Aquel que espera el consuelo de Israel puede envejecer con ese mismo consuelo. Es en Jesús en quien ve reflejado el consuelo de Israel. Cuando este sabio anciano toma al niño Jesús en sus brazos, ve en Él la luz que ilumina a los hombres y la salvación que trae a su Pueblo. Y, en cuarto lugar, el Espíritu Santo habita en Simeón. No solo es sabio, sino que está santificado, lleno del espíritu de Dios. El Espíritu Santo permite que Simeón reconozca la luz que hay en el niño, al que Dios ha enviado al mundo y que será el salvador que liberará a su Pueblo.