El arte de predicar - Daniel Cardó - E-Book

El arte de predicar E-Book

Daniel Cardó

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¿Cómo preparar una homilía? ¿Cómo exponerla ante los fieles con eficacia? ¿Dónde encontrar el fundamento? El autor acude a las grandes lecciones de retórica clásica y contemporánea y a las enseñanzas recientes del Magisterio de la Iglesia. En su segunda parte, recoge catorce homilías de todos los tiempos, con su introducción y comentarios.

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DANIEL CARDÓ

EL ARTE DE PREDICAR

Introducción teológica y práctica

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The art of preaching

© 2021 by The Catholic University of America Press, de acuerdo con Ilustrata Agency

© 2023 de la edición española traducida por Diego Pereda Sancho

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6609-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6610-5

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6611-2

A mis feligreses de la parroquia del Santo Nombre y a mis alumnos del seminario de San Juan María Vianney.

Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!

1 Corintios 9, 16

¿De dónde brota vuestro gozo?

¿No es acaso de una noche que se ha vuelto radiante porque os han predicado a Cristo Jesús?

San Agustín de Hipona

ÍNDICE

Introducción

Agradecimientos

Introducción: ¿Por qué predicar?

PARTE I: FUNDAMENTOS DE LA PREDICACIÓN

Capítulo 1. Homilética: el desafío y la oportunidad

Capítulo 2. La prédica y la oratoria

Capítulo 3. Teología de la predicación

Capítulo 4. Una aproximación encarnatoria

Capítulo 5. Consejos desde el banco

Capítulo 6. La preparación

Capítulo 7. La exposición

Capítulo 8. Un ejemplo brillante: Lecciones de san Agustín para la predicación contemporánea

Capítulo 9. La predicación como

locus theologicus

: La fuerza de la práctica teológica en el siglo

xxi

PARTE II: ANTOLOGÍA HOMILÉTICA

Capítulo 1. San Gregorio Nacianceno (329–390) Oración 38. En la Teofanía, o nacimiento de Cristo

Capítulo 2. San Ambrosio de Milán (339–397) En la muerte de su hermano Sátiro

Capítulo 3. San Juan Crisóstomo (347–407) Defensa de Eutropio, eunuco, patricio y cónsul

Capítulo 4. San León Magno (400–461) Sermón 74, en la Ascensión del Señor, 2

Capítulo 5. San Bernardo de Claraval (1090–1153) Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 61.2

Capítulo 6. Santo Tomás de Aquino (1225–1274)

Celum et Terra Transibunt

. Sermón en el Primer Domingo de Adviento

Capítulo 7. San Carlos Borromeo (1538–1584) Sermón a los sacerdotes en su último sínodo

Capítulo 8. Jean–Bénigne Bossuet (1627–1704) Sermón sobre la muerte

Capítulo 9. San John Henry Newman (1801–1890) Los sufrimientos mentales de Nuestro Señor en su Pasión

Capítulo 10. Ronald Knox (1888–1957) Homilía sobre el Sagrado Corazón

Capítulo 11. San Pablo VI (1897–1978) Homilía en la Misa del Quezon Circle de Manila

Capítulo 12. San Juan Pablo II (1920–2005) Homilía inaugural de su pontificado

Capítulo 13. Cardenal Joseph Ratzinger – Benedicto XVI (1927–2023) Homilía en la Misa

Pro Eligendo Pontifice

Capítulo 14. Papa Francisco (n. 1936) Homilía en la Misa

Pro Ecclesia

con los cardenales electores

Bibliografía

Fuentes de la antología homilética

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

Introducción

En los inicios de mi sacerdocio, conocí a un redentorista que enseñaba Homilética en un gran seminario y, como quería aprender de él, solicité acompañarlo en una misión parroquial que le habían encomendado.

Nunca había visto algo así. El templo estaba abarrotado: la nave, el vestíbulo y el coro. Colocaron sillas incluso en el pasillo central para que cupiesen todos y, por ese mismo motivo, se invitó a los niños a sentarse en el suelo, cerca del púlpito. Su mensaje era simple, claro y centrado en Cristo, entreverado con notas humorísticas, anécdotas y citas. Estábamos dispuestos a escucharlo hasta que dejase de hablar, anhelando que no lo hiciese.

Un día, durante esa misión, me mostró cómo se preparaba. Llevaba consigo carpetas con materiales de libros, periódicos, revistas y películas. También incluía referencias a obras de arte, textos clásicos, vidas y escritos de santos, personajes históricos u otros, ordenadas alfabéticamente y por asunto. Me contó que iba añadiendo más notas a diario con lo que observaba, escuchaba y leía y, al predicar, recurría a una abundancia de materiales que no podrían improvisarse para ilustrar sus palabras.

Siendo seminarista, y más adelante como sacerdote, he escuchado sin cesar las charlas del venerable Fulton Sheen y, como a tantos otros, su forma de predicar me fascina. Mientras las oía, me preguntaba: ¿Por qué resultan tan atractivas? ¿Por qué atrapan tanto? De él aprendí en gran medida a captar la atención desde la primera frase, a establecer un contacto con la audiencia y a utilizar historias y citas, pero, sobre todo, comprendí que una buena homilía exige una preparación seria.

En 1989 vi a san Juan Pablo II durante la Misa final de la Jornada Mundial de la Juventud. 600 000 jóvenes escuchaban las palabras del papa quien, en esa homilía, citó las de Jesús que sirvieron de lema del evento: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Con la voz rica, profunda y potente que caracterizaba su predicación, y desde el corazón, repitió las palabras de Jesús: «¡Yo soy el camino!». Un aplauso espontáneo estalló entre sus 600 000 oyentes. «¡Y la verdad!». De nuevo, una ovación prolongada. «¡Y la vida!». Una vez más, un aplauso.

Como aquellos jóvenes, estaba conmovido y, más adelante, me detuve a preguntarme por qué. Al igual que ellos, había escuchado esas palabras muchas veces. Pero una frase tan familiar, dicha por ese hombre y de esa forma, adquiría fuerza, significado y un destello de frescura. Inspiraba al corazón. Despertaba una energía nueva. Comprendí que no podemos hablar así a menos que nuestras palabras nazcan de la oración, la comunión y el amor por Cristo. Sabía que, en Juan Pablo II, esa oración y ese amor eran una realidad viviente.

Si estás leyendo esto, lo más probable es que seas un seminarista que se prepara para predicar, o un sacerdote que ya lo hace. Quieres que tus homilías sean buenas y den fruto, ser un predicador eficaz.

Tienes ante ti un libro que te ayudará a alcanzar ese objetivo; cuando lo concluyas serás incapaz de conformarte con una predicación mediocre, y entenderás su importancia y su naturaleza como si fuesen nuevas. Aprenderás de las fuentes clásicas, las mejores de una larga tradición, que contribuirán a que prediques mejor. Como afirma el autor, escucharás lo que la gente «desde el banco» le pide a una homilía. Profundizarás en el entendimiento de cómo debes prepararla, un asunto clave. Hallarás consejos sabios sobre cómo pronunciarla, los errores que debes evitar y los enfoques más útiles.

Lee con atención los fundamentos de la primera parte. No es extensa, y está bien escrita. El talento del autor es evidente en todas sus páginas, y aborda los aspectos decisivos con solvencia.

Una lectura atenta y, si es posible, compartida con un diálogo, de la segunda parte —catorce ejemplos de homilías eficaces de grandes personajes de la tradición eclesial— dará cuerpo a los contenidos de la primera. Como escribe el autor, «la familiaridad con los mejores nos mejora». El estudio minucioso y en oración de estas homilías, y las ideas que te sugieran las preguntas que plantea, consolidarán lo aprendido en los primeros capítulos, de tal forma que te sentirás preparado para predicar bien.

Una mujer me confesó en una ocasión que las homilías de un sacerdote, su párroco, habían sido una bendición para ella. «Cuando celebra la Misa y predica siento como si despejase ante mí el camino hasta Jesús. Siento que Jesús está presente y que puedo encontrarme con Él». Que se pueda decir lo mismo de las tuyas. Este libro te ayudará a conseguirlo.

Timothy M. Gallagher, OMV

Autor de El discernimiento de los espíritus: Guía ignaciana para la vida diaria* (Crossroad, 2005)

Cátedra San Ignacio de Formación Espiritual, seminario teológico San Juan María Vianney (Denver)

Profesor del Instituto para la Formación Sacerdotal, (Omaha, Nebraska)

AGRADECIMIENTOS

Quisiera ofrecer una palabra de gratitud para quienes han intervenido en la redacción de este libro. A los numerosos predicadores que me han inspirado, y que quizá nunca lean estas páginas: os ofrezco mis oraciones agradecidas. A mis feligreses de Holy Name (Santo Nombre), quienes han escuchado mis homilías con paciencia durante trece años… Vuestra amabilidad y apertura me han empujado a cuidar cada vez más mi predicación. Y a mis alumnos del seminario de San Juan María Vianney en Denver: nuestras numerosas conversaciones sobre homilética me han iluminado más que cualquier libro.

Mi agradecimiento también va a quienes me han ayudado a preparar y editar este libro: a Angie Woods, a Geraldine Kelley y, sobre todo, a Kathleen Blum. Vuestra generosidad e inteligencia lo han mejorado mucho. Doy gracias al Señor por haberme bendecido con amigos gentiles y diestros.

Estoy en deuda, así mismo, con los sacerdotes Sergio Tapia y Eric Zegeer por sus sugerencias, y con el padre Daniel Leonard, rector del seminario de San Juan María Vianney, por su respaldo constante a mis proyectos de investigación. Por último, deseo dar las gracias a John Martino, de CUA Press, por su compromiso con este proyecto, y a Santiago Herraiz, de Rialp, por su interés en publicar la versión española. Confío en que la generosidad de tantas personas se vea recompensada con el ciento por uno y rezo por ello.

INTRODUCCIÓN: ¿POR QUÉ PREDICAR?

Vivimos en una época cada vez más difícil. En el contexto de varias crisis globales con un impacto sin precedentes y en medio de una desconfianza creciente en la tradición, en las instituciones y en los demás, la confusión y la polarización en el seno de la Iglesia suponen una carga enorme que recae en hombros de gente buena que solo querría saber cómo seguir hoy a Jesucristo. Los escándalos que han colisionado con la barca de Pedro en años recientes han incrementado la desorientación, y también una decepción comprensible ante lo que aparece como una falta de liderazgo. La secularización agresiva continúa penetrando en las instituciones sociales y en las mentes de las nuevas generaciones, a las que insinúa que aquello que hace pocos años se consideraba sagrado hoy es una mera cuestión de preferencias personales. Asistimos al fracaso de la mayoría de los métodos eclesiales y de los sistemas más asentados, y el statu quo se desmorona. Cuando constatamos que menos del diez por ciento de los millennials educados como católicos siguen practicando su fe, la previsible desolación de las décadas venideras nos llena de incertidumbre. ¿Qué podemos hacer?

No hay un programa de acción que vaya a resolver el problema. Este es el momento de ir a las raíces de nuestra fe y de asirnos a Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 16), quien dijo a sus seguidores agotados: «venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). Aquí llegamos al punto decisivo: muchos católicos no saben cómo «hacer eso». Muchos bautizados no experimentan la comunión con Cristo como una realidad personal, es decir, como amistad y discipulado a una persona divina. Casi todos los católicos han aprendido cosas sobre Dios y muchos viven según sus enseñanzas, pero pocos han aprendido a conocerlo.

Existen movimientos y carismas maravillosos, ideados para que las personas conozcan mejor a Dios, que fructifican en la Iglesia, pero, aun así, son mayoría los católicos que no acuden a esta clase de encuentros, charlas, estudios bíblicos o grupos de oración, y que probablemente tampoco lo harán en el futuro. Abundan quienes nunca leen libros sobre la fe ni consultan alguno de los recursos tecnológicos punteros que están enriqueciendo de un modo tan creativo como indispensable a la Iglesia. Al tiempo que fomentamos estas iniciativas sobresalientes, debemos admitir de que la mayoría de los católicos practicantes toma parte de un único evento: la Misa dominical.

De hecho, la clave es esa. La liturgia sagrada con la Eucaristía en su centro es la fuente y la cumbre de la vida y la misión de la Iglesia1. En ella encontramos la vida, fuerza, esperanza y gracia que precisamos para perseverar en las dificultades, para conocer y amar a Dios, para amar y servir al prójimo y para proclamar la Buena Nueva al mundo de hoy de un modo renovado. Ahí nos convertimos en discípulos y, por tanto, en apóstoles de Jesucristo.

La renovación de la liturgia es el núcleo de la renovación de la Iglesia; la renovación de la liturgia en las parroquias es el centro de la renovación parroquial. Nada es más importante o urgente desde una perspectiva teológica, y también práctica, si se tiene en cuenta que la mayoría de los católicos solo experimentan la vida de la Iglesia en la Misa. Pese a que no lean ni vean programas religiosos, cada semana escucharán con cierto interés y algo de benevolencia el sermón pronunciado por el sacerdote.

Para bien o para mal, pocos aspectos de la Misa dominical despiertan tanta atención como la homilía y, aunque esto pueda significar que no se comprende adecuadamente la riqueza de los misterios que se celebran, también refleja la importancia del sermón como método predilecto para la comunicación sagrada. Existe una conciencia creciente de su relevancia para la fe ordinaria de los creyentes, tanto en el nivel «técnico–teológico» como en el Magisterio.

Así pues, hay que sopesar el potencial y el alcance de una homilía, y para ello puede ayudarnos una reflexión práctica. En un domingo cualquiera, acuden a Misa en Estados Unidos, donde vivo, unos 15 millones de católicos2, y en un fin de semana se predican unas 70 000 homilías. Cuesta imaginar a otra institución que ofrezca tantos discursos en directo sobre un mismo tema, cada semana, frente a una audiencia de esa magnitud. Desde el punto de vista humano, es una oportunidad óptima. ¿Qué ocurre con esas miles de homilías? ¿Qué escuchan esos 15 millones de católicos? ¿Cómo les conmueven las palabras que oyen?

Hace unos años, ante una ley determinante que, de ser aprobada, promovería algunos actos contrarios a las enseñanzas de Cristo, un obispo pidió a sus sacerdotes que predicaran sobre ese tema tres domingos consecutivos. Los subsidios que recibieron especificaban que debían evitar la política y centrarse en lo que estaba en juego a la luz de la Palabra de Dios. Para los creyentes más comprometidos no había controversia, ya que cualquiera familiarizado con la doctrina básica sobre la vida y la familia sabría qué hacer, o al menos eso pensaban algunos. La mayoría de los sacerdotes estarían de acuerdo, y en casi todas las parroquias cumplieron con sus indicaciones: se predicarían cerca de un millar de homilías sobre ese tema frente a decenas de miles de personas. ¿Qué institución podría presumir de ese alcance, de la posibilidad magnífica de hablar directamente, cara a cara, de un tema cotidiano? La ley no iba a prosperar.

Sin embargo, esa norma obtuvo un respaldo del 70 % de los votantes y, según las estadísticas, la mayoría de los católicos se mostraron a favor3. Más de mil homilías no variaron la tendencia general. Fracasamos. Por descontado, hubo diversas razones, pero se puede afirmar con seguridad —siendo honestos— que esos sermones no fueron efectivos. No solo se había perdido una oportunidad; fue un síntoma de un problema más profundo. ¿Cómo era posible que el pueblo de Dios acudiese cada semana a oír a un sacerdote y luego no atendiese a su exhortación en una materia concreta y tan delicada para las inquietudes sociales de la Iglesia? Quizá habían desarrollado ese hábito de escucha que describió san Agustín hace siglos: «Puede suceder que se enseñe y se deleite, y, sin embargo, no asienta el oyente. ¿Y de qué servirían en tal caso las dos primeras diligencias de enseñar y deleitar, si falta esta tercera?»4. En este ejemplo actual, el obispo y los sacerdotes de la diócesis descubrieron la falta de costumbre de los católicos de asentir ante lo que se les predica.

Desde luego, cada cual es libre de aceptar o resistirse a la Palabra de Dios y, cuando la credibilidad de la misma Iglesia está en entredicho, cuesta aún más recurrir a su autoridad. Pero quienes predicamos debemos hacer examen: ¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo de poderosa es nuestra palabra? ¿Cambia algo en el corazón y la mente de los millones de personas que nos escuchan todas las semanas? En los Hechos de los Apóstoles leemos que, después de que Pedro hablase en Pentecostés, unas tres mil personas «recibieron su palabra y fueron bautizados» (Hch 2, 41). Incluso si ponemos bajo la lupa esa cifra, al menos reconoceremos que un gran número de oyentes cambiaron sus vidas después de escuchar las palabras del apóstol. ¿No deberíamos aspirar a que nuestras homilías tuviesen una eficacia similar?

Sin duda. Nuestra gente necesita oradores que logren lo mismo que Pedro. La predicación de obispos, sacerdotes y diáconos ha de ser valiente, fiel, espiritual, comprometida, profunda, conmovedora, seria y no falsamente rebajada al nivel de un supuesto incapaz feligrés medio. El ejemplo de Pedro, un pescador iletrado, nos transmite la confianza en que el talento personal no es lo importante, sino el conocimiento de la presencia del Señor en la historia de la salvación y en nuestras vidas. Pedro no trató de que quienes lo oían se esforzasen por ser un poco más sonrientes; buscaba la conversión de los corazones. ¿Qué conseguiríamos con un par de décadas de predicación cristocéntrica? ¿No suscitaría esto una revolución de verdad, que cambiaría la vida de la Iglesia y también la sociedad? Los católicos conocerían mejor su fe y, sobre todo, descubrirían a Jesús en persona, darían fruto y serían, cada vez más, sus discípulos (cfr. Jn 15, 8).

Una palabra adecuada, dicha a tiempo, espolea la santidad; una palabra que mueve, madurada en la oración y el estudio diarios, en las alegrías y las penas de la vida pastoral, en la meditación paciente, purificada y mejorada a través de innumerables conversaciones y visitas a los feligreses, iluminada por los muchos salmos que recitamos a diario, confrontada con el dolor compartido con quienes sufren, conformada por las expresiones litúrgicas. Los sacerdotes alientan la santidad cuando, pese a sus imperfecciones, desean ser santos y comparten ese deseo con honestidad, libertad, pasión y vulnerabilidad en sus homilías.

Por tanto, la primera tarea del sacerdote que busque llegar al pueblo de Dios será fomentar en sí la santidad y conocer al Señor y su misericordia, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34) y «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Por otra parte, la misma preparación de una homilía es un vehículo para el crecimiento espiritual del sacerdote que se esfuerza por ser efectivo y por adquirir una visión espiritual. Siempre podemos buscar nuevas formas de mejorar la preparación y la exposición de los sermones, explorando las herramientas y recursos más adecuados y las palabras más efectivas, con mayor elocuencia, para que la verdad del Evangelio y el anhelo honesto del bien —siendo fieles con flexibilidad— se comunique del mejor modo posible, con un sabor renovado, acorde con las distintas situaciones y contextos personales.

Parecería que el pueblo de Dios se aleja cada día más de Nuestro Señor, y las estadísticas así lo revelan. Con este panorama, sin embargo, debemos rechazar la tentación de la impaciencia y de buscar el éxito en las cifras. Como dijo el entonces cardenal Ratzinger, el valor que exige hoy la nueva evangelización «significa atreverse con la osadía del pequeño grano, dejando a Dios el cuándo y el cómo crecerá (Mc 4, 26–29) […] la nueva evangelización debe someterse al misterio del grano de mostaza»5. En esta época de nueva evangelización, predicar exige lo mismo: humildad, confianza y valor. Los frutos están, como siempre, en manos de Dios. Y, aunque no podamos desentrañar los detalles del mañana, sabemos que para quienes aman a Dios y actúan según su voluntad (cfr. Rom 8, 28) el futuro siempre resulta prometedor y cargado de esperanza.

Esta nueva primavera de la Iglesia no comenzará con grandes planes, estudios carísimos, grandes plantillas o programas creativos a la última. Esta revolución viene de quiénes somos como Iglesia de Cristo. La fuente y cumbre de nuestra vida es la liturgia sagrada, con la Eucaristía en su corazón. Y es en este río de gracia donde las frases de las buenas homilías marcarán la diferencia. Los católicos conocerán a Jesucristo con mayor profundidad, habrá más asistentes a Misa que sean discípulos y más discípulos que sean apóstoles. Y el mundo cambiará.

Se trata de una revolución simple y realista. La primavera que necesitamos llegará con un movimiento sin pretensiones: el de amar a Cristo y saber cómo hablar de él. Este libro intenta aportar algo a ese futuro.

Contribución

No he pretendido escribir un manual para el debate académico sobre la disciplina de la Homilética, sino una obra dirigida a quien desee aprender más sobre el arte de predicar6. En concreto, puede resultar útil para enseñar Homilética a los seminaristas y como herramienta tanto para profesores como para estudiantes, quienes descubrirán en estas páginas reflexiones sobre el qué y el cómo de la predicación.

Soy cada vez más consciente de que precisamos de recursos dirigidos al aula que sean simples pero profundos. Comenzando por la experiencia de predicar y de enseñar a predicar (y, debo añadir, de escuchar homilías) he dedicado varios años a pensar, estudiar, rezar y dialogar sobre qué contribución sería más beneficiosa para la Iglesia, aquí y ahora. Este libro es el fruto de ese tiempo de reflexión y trabajo. Se presenta como una introducción —un punto de partida— que combina en un solo volumen fundamentos teológicos y académicos con indicaciones prácticas y sugerencias para quienes están aprendiendo a predicar y, espero, también para quienes desearían renovar su ministerio. Ciertos capítulos contienen reflexiones intelectuales; otros, resúmenes de la doctrina básica sobre la homilética; algunos ofrecen consideraciones espirituales acerca del desafío de la predicación y, por último, los hay que aportan consejos y herramientas prácticos para preparar y exponer una homilía. Son materias sobre las cuales podría añadirse mucho, pero confío en que la presentación de aspectos teóricos y prácticos dé un buen fundamento para el aprendizaje y la renovación del arte de predicar.

Cómo usar este libro

Aunque este libro puede usarse de varias maneras, he tenido en mente sobre todo en la posibilidad de acudir a él como un manual de apoyo en un semestre o dos de Homilética, dependiendo de las necesidades y circunstancias de cada grupo de alumnos.

El primer capítulo explora los desafíos y oportunidades de la predicación en el contexto actual, y ofrece una síntesis de lo que la Iglesia enseña al respecto. Asumiendo que compartimos la importancia que debe darse a la predicación, el segundo aporta una visión general sobre el arte de hablar en público y lista elementos clave de la retórica clásica y contemporánea. El tercer capítulo avanza desde la sabiduría humana de la oratoria hasta los fundamentos teológicos de la predicación. El cuarto ahonda en este tema para reflexionar acerca de la Encarnación como clave —teórica y práctica— de una buena homilía. Siguiendo con la importancia de «encarnar» lo que decimos, en el quinto se prestará atención a los consejos de quienes no predican, sino que escuchan nuestras homilías y se interesan por ellas.

El sexto capítulo aborda los aspectos prácticos de la preparación: ¿deberíamos dedicarle tiempo? Y, en caso afirmativo, ¿cómo hacerlo? Después de exponer un método sencillo pero efectivo para preparar una homilía, el séptimo capítulo gira en torno a la exposición: cómo, cuándo, desde dónde y demás. Más adelante, para plasmar el modo en el que se lleva a la realidad lo visto hasta entonces, el octavo presenta diversos ejemplos, extraídos de uno de los predicadores más brillantes y atentos a la pastoral de nuestra tradición; san Agustín. Por último, el capítulo nueve nos recordará que la predicación puede convertirse en un motivo de unidad para nuestras vidas, tan ajetreadas, si ponemos en práctica la teología a la hora de predicar.

La segunda sección de este manual básico es una antología homilética. En cualquier arte, para alcanzar un determinado grado de maestría es indispensable conocer a quienes lo han llevado a su cima. Casi ninguno de nosotros aspirará a igualar la precisión o a la sabiduría de los mayores predicadores de la cristiandad, pero al menos mejoraremos nuestras destrezas si pasamos un tiempo en su compañía, descubriendo los frutos que dio su amor a Dios y a su grey. Leer una selección de grandes homilías, organizadas cronológicamente, con una introducción breve y algunos comentarios, es una forma excelente de aprender el verdadero arte de la predicación.

Recomiendo utilizar ambas secciones de este libro, bien leyendo primero los capítulos y después la selección de homilías o bien alternándolos. Por último, una vez aprendido el arte de predicar, hemos de practicarlo. Estos tres elementos —los asuntos tratados en los distintos capítulos, las homilías ejemplares para el lector y la práctica— determinarán el aprendizaje ordenado del arte de la predicación.

Cuando comencé este libro no preví que sus últimas etapas coincidirían con una época de incertidumbre para el mundo y para la Iglesia. Hablar de la predicación es más acuciante después del año 2020, cuando resulta evidente que nuestros fieles necesitan escuchar una palabra de esperanza, que las homilías deben aportar claridad entre tanta confusión y que la predicación juega un papel decisivo en la vida de la Iglesia en una época turbulenta. Unos pocos años después, me alegro al ver la edición española7. Confío en que este libro aporte algo al llamamiento, hermoso y determinante, a predicar la Buena Nueva de Jesucristo.

PARTE IFundamentos de la predicación

Capítulo 1. Homilética: el desafío y la oportunidad

Un contexto que nos reta

Predicar la buena noticia es, de por sí, un desafío que exige un crecimiento continuo en la santidad personal. Las circunstancias específicas de este tiempo añaden además algunos retos que los predicadores deben reconocer si pretenden cumplir su misión con fidelidad.

Sabemos que el avance agresivo de la secularización afecta a las mentes y los corazones de creyentes y no creyentes por igual. Las convicciones morales compartidas sobre la familia, la vida y la identidad humana son cosa del pasado, el mismo pasado del que hay quien se cree felizmente libre. La prevalencia del agnosticismo o de la incertidumbre acerca de la existencia de Dios y la indiferencia hacia lo que podría significar van de la mano de una filosofía relativista, de tal modo que —en la práctica— Dios ha quedado excluido de la vida cotidiana de una cantidad ingente de personas, a juzgar por sus decisiones y actos. Quienes intentan comportarse según unas creencias morales siguen con frecuencia principios falsos o sus simples preferencias individuales y, en este clima, hasta los cristianos sienten la tentación de relegar la fe a la esfera privada, porque consideran que no es apropiado decirles a los demás lo que está bien o mal. La Iglesia, que sufre por el ejemplo indigno ofrecido por algunos de sus miembros y dirigentes, se topa con la desconfianza no solo del mundo secular sino de los creyentes.

¿Qué implica predicar en este contexto? Hay dos historias que ejemplifican bien algunos problemas a los que nos enfrentamos. En su clásica Introducción al cristianismo de 1968, Joseph Ratzinger habló de la «imagen irritante» de un payaso cuyo circo estuviese en llamas1. Cuando el payaso corre al pueblo para advertir a sus habitantes del peligro para sus casas, ellos se lo toman como un número cómico para atraer su atención y convencerlos de que vayan al circo y, al ver que se encuentra cada vez más desesperado, su reacción consiste en ignorarlo o en reírse con mayor fuerza aún. Por fin las llamas aparecen y arrasan con el pueblo. Ratzinger veía así la imagen del teólogo, y podemos aplicarla también al predicador. ¿Resultamos creíbles? ¿Qué podemos hacer para que nos tomen en serio? ¿Convenceremos a quienes nos escuchan de que tenemos algo importante y serio que decir?

El biblista británico N. T. Wright contó en un congreso otra anécdota ilustrativa. El equipo nacional de rugby de su país ganó un torneo decisivo mientras él estaba de viaje. Para Wright, como buen hijo de Inglaterra, la noticia era tan formidable que no pudo quedarse solo en la habitación de su hotel, así que se la contó a una persona, pero esta se desentendió de lo que, a su juicio, era algo insignificante. Felicitó a Wright de un modo tan educado como genérico, sin comprender su entusiasmo. No podía compartir la alegría de ese momento y, en el mejor de los casos, su interlocutor creería que, si todos los ingleses eran así, pues allá ellos.

¿Piensan lo mismo las personas acerca de los predicadores: que si lo que dicen les da resultado, mejor para ellos? ¿Consideran que la fe en Cristo es una elección personal similar a la de un aficionado al rugby, al beisbol o al fútbol? Al saber nosotros que la fe es verdadera, persuasiva y universal, y que nos urge, debemos pensar en cómo anunciarla a un mundo que no está dispuesto a valorar lo que decimos.

Una oportunidad maravillosa

La oposición a la verdad de Cristo no es nueva en la historia pero, por muchas teorías falsas que se propongan o por desviados que sean los principios de los que se convenza, el corazón del hombre estará inquieto hasta que no descanse en Dios, como dice la famosa expresión de san Agustín. Sigue anhelando la verdad, el amor que es más fuerte que la muerte, la paz y la alegría. «¿Hay algo que desee el alma con más pasión que la verdad?»2 El corazón humano nunca dejará de necesitar de la buena noticia de Cristo, y la misión trascendental del predicador contemporáneo consiste en encontrar el modo correcto de proclamarla hoy.

Donde la mayoría acepta el Evangelio, o al menos lo respeta, existe la oportunidad de progresar en la formación y en la vida cristianas; al mismo tiempo, aparece el riesgo de que los discípulos se vuelvan cómodos y tibios, y la predicación tópica e irrelevante. Por otra parte, de una forma misteriosa, la ignorancia, e incluso el rechazo del Evangelio, pueden crear una ocasión para predicarlo con un espíritu renovado. El contexto desafiante en el que vivimos, marcado por la apatía —cuando no por la antipatía— hacia el mensaje cristiano, es una llamada acuciante a despertar y a renovarse, con un ímpetu novedoso que no parte de la mera elocuencia humana.

De camino al martirio, san Ignacio de Antioquía escribió a la Iglesia de Roma unas palabras que hoy parecen aún más adecuadas: «Cuando el mundo odia al cristianismo, la labor no es cuestión de persuasión, sino de grandeza»3. Si la Iglesia responde con una grandeza renovada, con un celo honesto por Dios y por la salvación del mundo, con coraje e integridad, con fidelidad y creatividad, con un deseo nuevo de santidad y de esperanza para el mundo, entonces esa grandeza será el inicio de una nueva persuasión, que brotará de los hechos y continuará con las palabras.

El esfuerzo personal por vivir una vida acorde con la buena noticia es el primer paso indispensable en el arte de predicar, tal y como lo describió san Gregorio Magno en su Regla pastoral:

Es necesario que los que han de comunicar a los demás la doctrina cristiana en la predicación vivan despiertos en la observancia de la ley de Dios, no tratando de despertar a los demás mientras ellos estén dormidos; sacúdanse primero a sí mismos con obras de perfección y luego alienten a los demás a llevar una santa vida; golpéense a sí mismos primero con las alas de la meditación, escudriñando atentamente sus culpables negligencias, corrigiéndose sin miramientos, y entonces podrán enmendar con sus predicaciones la vida de los demás; traten antes de llorar sus propios pecados, y luego combatan contra las culpas y defectos del prójimo, y así, aun antes que las palabras salgan de su boca, habrán enseñado con sus obras todo lo que van a predicar4.

Podrían debatirse numerosos aspectos acerca de la preparación y el desarrollo de una homilía que logre «enmendar la vida de los demás», pero una cosa es segura: un estilo genérico, autorreferencial y cómodo que no llega el corazón es, a todas luces, estéril. La predicación debe marcar la diferencia: algo debe ocurrir mientras se anuncia la buena noticia otra vez, con amor y fe, como un hecho verdadero, un acontecimiento misterioso. Pablo y los apóstoles estaban convencidos de que lo ocurrido con la Resurrección de Jesús ocurría, en cierto modo, en los corazones de quienes escuchaban sus palabras, como un mensaje que ellos mismos habían recibido y que proclamaron después con energía. Esa convicción debe acompañar también hoy a quienes han asumido la responsabilidad de predicar el Evangelio, sobre todo en la homilía litúrgica. La energía que actúa convierte esas palabras en «vivas y eficaces» (Heb 4, 12). Como afirmó Jean Corbon, cuando se anuncia el Evangelio en la liturgia, a través del Espíritu Santo, «las palabras de Jesús son más que una forma de enseñar: se convierten en un acontecimiento»5, y el deber de quien las evoca consiste en que sus oyentes lo reconozcan.

Enseñanzas de la Iglesia sobre la homilía

La palabra homilía significa «conversar» (cfr. Lc 24, 14; Hch 24, 26), comunicarse con otra persona y unirse en compañía6. Para los griegos, designaba la instrucción personal que recibían los pupilos de un filósofo, y el término pasó enseguida a emplearse en el sentido actual, como una instrucción sagrada. En los Hechos de los Apóstoles leemos sobre la homilía de san Pablo al partir el pan, cuando «habló largo tiempo» (20, 11). San Ignacio de Antioquía pidió a san Policarpo que pronunciase una «homilía», y que instruyese con sus enseñanzas a los fieles7. San Justino Mártir, en la primera descripción completa de la celebración eucarística, dice que «cuando el lector termine, quien preside la asamblea amonestará verbalmente e invitará a todos a imitar esos ejemplos de virtud»8. En el siglo iii, la palabra adoptó de forma definitiva el sentido que tiene hoy9 y, con ciertas variaciones teológicas y prácticas, desde entonces la homilía se ha mantenido como un elemento clave en la vida litúrgica de la Iglesia10.

El Magisterio reciente ha prestado cada vez más atención a la centralidad de la predicación litúrgica, y enfatiza el hecho de que la homilía supone un aspecto integral de la acción litúrgica. Ahora repasaremos algunos de sus puntos doctrinales más relevantes11.

La homilía «forma parte de la liturgia en sí»12 siendo, por tanto, un «acto de culto» enfocado a la santificación del pueblo y a la glorificación de Dios, como el resto de la liturgia sagrada13. Este énfasis en el «contexto litúrgico» de la homilía es significativo porque destaca no solo el hecho de que la homilía resulte tan importante durante la celebración de la Eucaristía como para que solo deba omitirse por motivos graves, sino que posee en sí misma una naturaleza litúrgica. Se trata de un acto «cuasi sacramental»14 y, como señala el Magisterio, existe un vínculo intrínseco entre la liturgia de la palabra y la de la Eucaristía15, como veremos al abordar la teología de la predicación.

Siguiendo estos fundamentos, entenderemos la naturaleza de la homilía tal y como la define la Iglesia16. La Instrucción general del misal romano indica sobre la homilía que «conviene que sea una explicación o de algún aspecto de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la Misa del día, teniendo en cuenta, sea el misterio que se celebra, sean las necesidades particulares de los oyentes»17. En el reciente Directorio homilético leemos que «la homilía es un discurso sobre los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, desarrollado de manera que se adapte a las exigencias particulares de los que escuchan»18. El Catecismo de la Iglesia Católica «exhorta a acoger esta palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios»19. Desarrollemos los elementos principales de estas definiciones:

La homilía se describe como una exposición y un discurso; se trata de un medio de comunicación oral.

Su contenido trata los misterios de la fe y las normas de vida cristianas.

Su objetivo es ayudar a las personas a aceptar la Palabra de Dios y a ponerla en práctica.

Deber tener en cuenta las necesidades particulares de los oyentes.

Se relaciona de forma directa y específica con la celebración litúrgica propia de cada día

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Las fuentes en las que se base dependerán también de la celebración específicas: las lecturas, el Ordinario, el Propio de la Misa. Hay que subrayar que la homilía debe referirse a «algún aspecto» de esos textos, y no a todos y cada uno de ellos.

La predicación litúrgica también puede explorar el significado del propio rito, además de los textos y lecturas bíblicas

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Por lo tanto, según estas consideraciones también comprendemos lo que no es la homilía22:

Un sermón abstracto.

Un ejercicio de exégesis bíblica.

Una instrucción catequética.

Un testimonio personal del sacerdote.

Cada elemento —aspectos teológicos, exégesis bíblica, formación doctrinal y testimonio— tiene su lugar en la predicación litúrgica, pero ninguno de ellos por sí solo define o sustituye a la homilía en sí.

Las recientes enseñanzas del Magisterio también insisten en la preparación debida de quien predica; los ministros ordenados deben esforzarse por preparar buenas homilías, evitando lo que el papa Benedicto describía como una prédica «genérica y abstracta»23, de tal forma que el compromiso con la preparación de la homilía sea realmente una prioridad en la vida de un sacerdote. No actuar así sería «deshonesto e irresponsable»24, en palabras del papa Francisco.

En el fondo, la preparación de la homilía es fruto del amor del sacerdote a Dios y a sus fieles, y es esa virtud la que marca la diferencia. Sin duda, Dios auxilia a sus ministros, pero cuenta además con su cooperación, como afirmó san Juan Pablo II: «La mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra»25. Por grandes que sean los desafíos que plantea esta época, la oración personal, el estudio y el esfuerzo por crecer en santidad son el modo más determinante de mantenerse fieles al ministerio de la Palabra.

Un examen sobre la predicación

El estado actual de la predicación dista mucho del que debería ser, y Benedicto XVI lo expresó con sencillez: «Debemos mejorar la calidad de las homilías»26. En fechas más recientes, el papa Francisco ha mostrado su preocupación por el ministerio de la Palabra, y ha afirmado que «los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar»27. La exposición descuidada, por desgracia no infrecuente, desanima a los que se sientan en los bancos, y a muchos sacerdotes la negatividad que perciben los conduce al abatimiento y la fatiga28. El papa Francisco ahondó en este asunto cuando reclamó una «seria evaluación por parte de los pastores»29. En vista de todo esto, vamos a analizar determinadas distorsiones que se dan en la predicación actual y las enseñanzas de la Iglesia al respecto30.

Distorsiones habituales

Siguiendo el llamamiento del Santo Padre a evaluar con seriedad nuestras homilías, y para formarse una imagen clara del contexto en el que estamos llamados a predicar, revisaremos algunas trampas habituales en las que a veces caemos. Sin generalizar, lograremos crecer en humildad y seremos más conscientes de las posibles mejoras para responder con más fidelidad a nuestra vocación. Como predicadores todos habremos pasado, en un momento u otro, por alguna de estas distorsiones, así que, si se me permite imitar la honestidad del papa Gregorio Magno cuando ofreció sus propios consejos, llenos de caridad, a los predicadores —«habrá quien considere que soy injusto al hablar, y yo mismo me acuso por ello»31—, he aquí una lista.

Improvisación: De todas las distorsiones, esta es la primera. La preparación inadecuada se revela en las homilías cuando suenan como una elaboración en voz alta, por la falta de ilación entre las ideas, carencia de contenido, duración excesiva y conclusiones interminables. Son homilías irrelevantes que no inspiran, y los feligreses se habitúan a ensimismarse, leer la hoja parroquial o a dormitar hasta que terminen.

Moralismo: Las homilías no deberían centrarse solamente en preceptos y prohibiciones, en lo que se puede hacer y lo que no. Por descontado, deben abordar aspectos prácticos de la vida cristiana, pero siempre de un modo que emane de la formación paciente que, semana tras semana, se ofrece desde el púlpito. Un tono crítico negativo puede volverlas especialmente estériles, y los llamamientos a la acción más ardientes pueden desembocar en una especie de pelagianismo si las palabras no llevan al amor a Dios y a la verdad como fundamento de las obras.

Fuentes cuestionables: Al tratar, tal vez, de sintonizar con la audiencia, podemos confiar en exceso en las alusiones a la cultura popular: programas de televisión, películas, música. Por supuesto, habrá quienes disfruten de estas referencias familiares, pero el tono liviano a veces banaliza la sacralidad y seriedad de nuestra misión y, sin duda, cuando nos empeñamos en resultar atractivos o «modernos», con frecuencia obtenemos el resultado opuesto. Mejor será la cercanía con «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» que con las series o contenidos virales en internet32.

Simpatía y humor: Con frecuencia, nos esforzamos en exceso por resultar simpáticos o por buscar la aceptación, exagerando la amabilidad humana y contando esos chistes y anécdotas en apariencia imprescindibles para el estilo oratorio de las últimas décadas. En el afán loable por estar donde están las personas, hay veces en las que nos quedamos allí, en lugar de llevarlos a lugares más elevados. No obstante, cuando se realiza con naturalidad y eficacia, una frase ingeniosa o referencia divertida pueden despertar algunas risas y sumarse al atractivo de una homilía.

Anunciar una gracia de prosperidad: Hay homilías que parecen proclamar la buena nueva de la prosperidad y de una religión terapéutica en lugar de la llamada a la grandeza y la santidad inherente al Evangelio. Esto no significa que el mensaje de Jesús no sea sanador, pero los sociólogos advierten de que numerosos jóvenes, y no tan jóvenes, recurren a Dios con la óptica propia del «deísmo moral terapéutico», buscando meramente lo que Él puede hacer para satisfacerlos33.

Discurso inconexo: Si estamos emocionados por el último libro que hemos leído, o por un matiz del griego antiguo, nuestras homilías pueden asemejarse a un artículo académico o a un comentario exegético cargado de una jerga teológica incomprensible para la mayoría. La necesidad de atender por igual a los oyentes más intelectuales y a los menos ilustrados no nos impide preguntar a algunos de nuestros feligreses más honestos y corrientes si se pierden cuando hablamos. Después de años de inmersión académica en un seminario, resulta fácil olvidarse de lo que sabe o no sabe la gente de a pie.

Consejos sin autoridad: Si no tenemos fe en la autoridad que se nos confirió la ordenación sacerdotal, nos faltará valor y seriedad, y podríamos acabar pareciéndonos más a un conferenciante que ofrece consejos genéricos afines a la autoayuda en lugar de las exigencias radicales de aquel que pronunció, entre sus primeras frases, la de «convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Como escribió C. S. Lewis, «la simple mejora no es redención, aunque la redención siempre mejore a las personas»34. Lo que «ayuda» de verdad al ser humano son las palabras de amor que transforman, recibidas de la Palabra de Dios para todos los pueblos, de las que nosotros somos los servidores indignos a los que se ha encomendado proclamarla.

Teorías nuevas: Quizá nos entusiasme anunciar desde el ambón ideas rompedoras y provocativas sobre la fe, recién leídas a algún teólogo innovador. Puede que existan lugares adecuados para compartirlas, pero hacerlo durante la homilía no presta un buen servicio al pueblo de Dios. Lo que explicó G. K. Chesterton sobre la educación puede funcionar como analogía, sobre todo si tenemos en cuenta que la edad y el nivel formativo de los feligreses suele ser variado. «Es obvio que debería enseñarse a los más jóvenes las cosas más antiguas, las verdades comprobadas y experimentadas que primero se exponen ante un niño. […] Pero en la escuela actual el niño se somete a un sistema [de pensamiento] que es más joven que él mismo»35. La creatividad y la novedad verdaderas emanan de la fidelidad a la verdad perenne, cuya belleza es «siempre antigua y siempre nueva», como dijo san Agustín.

Autorreferencialidad: Hay homilías en las que ocupamos un lugar demasiado prominente. Está bien ser cercano y personal, pero no es imprescindible que siempre incluyamos anécdotas, opiniones y testimonios propios, que podrían menoscabar el fruto que produce la disposición ascética de reconocer que la voz es la del predicador, pero la Palabra no. El testimonio personal tiene su lugar importante (cfr. 1 Cor 11, 1), pero sin caer en la tentación omnipresente de convertirnos poco a poco en el centro de atención.

Preguntas para la reflexión y el diálogo

¿Por qué la situación actual supone un desafío y, al mismo tiempo, una oportunidad fantástica para la predicación?

¿Qué significa que una homilía debe marcar la diferencia?

¿Qué es una homilía?

Según tu experiencia, ¿cuáles son las distorsiones más comunes en la predicación actual?

Capítulo 2. LA PRÉDICA Y LA ORATORIA

Para analizar el arte de la predicación es importante situarlo en el contexto más amplio de la oratoria, ya que la homilía, como todo lo que previó Dios para su Iglesia, es un espacio en el que la gracia divina perfecciona la naturaleza. Por lo tanto, debemos recibir con gratitud aquello que podemos aprender de quienes han cultivado los aspectos técnicos de la retórica, aun a un nivel meramente humano. En el fondo, la sabiduría humana viene de la sabiduría misteriosa de Dios, «de quien todo bien procede»1. Podemos decir, como señaló san Justino acerca de las hazañas filosóficas de los griegos, que «las verdades que los hombres de cualquier nación han dicho con verdad nos pertenecen como cristianos»2.

La palabra se encuentra en el centro del ser del hombre. La capacidad de hablar, de contar historias y de compartir la sabiduría señala la alborada de lo que se denomina con propiedad «historia». La maravilla del lenguaje y la posibilidad de comunicarse nos distinguen de los demás seres vivos, y el uso de la palabra permitió a la humanidad progresar, vivir más, mantener sus tradiciones, explorar, descubrir y compartir las buenas noticias.