El arte del shopping - Antonio González de Cosío - E-Book

El arte del shopping E-Book

Antonio González de Cosío

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Beschreibung

Un manual para ir de compras con los mejores guías: tu cerebro, tu cartera y tu corazón. Admítelo: te encanta salir de compras. Tus amigas te llaman shopaholic. Y la gente te mira con reprobación (o con envidia) cuando sabe cuántos pares de zapatos guardas en tu clóset… No, no tiene nada de malo… siempre y cuando hagas del shopping una actividad racional y positiva. Como explica Antonio González de Cosío, experto en moda y estilo, y comprador por gusto y por profesión, la afición a los centros comerciales, los outlets, las boutiques en línea y los bazares puede dar grandes satisfacciones si se maneja con inteligencia. Aquí hallarás consejos sobre cuándo comprar en rebajas y cómo reconocer las oportunidades verdaderas y las trampas de la publicidad y el marketing. En fin: cómo dar rienda suelta a tu gusto por la moda sin perjuicio de tu economía y tus metas en la vida. ¡Atrévete a hacer del shopping un acto alegre y divertido!

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A Lourdes Castillo y Lucy López, mis hermanas, que estoicamente han aguantado por años mi frenético shopping por todo California.

A Lucy Lara, Brenda Díaz de la Vega y Esther Gómez Amaya, con quienes he hecho el mejor shopping de toda mi vida.

A Guillem Oña Vizcaíno, por haberse pasado al lado oscuro del shopping.

A mi ahijada Matilda Fruchart Lozano, porque en sus manos deposito el futuro del shopping.

Y a mi Marc Rodríguez, porque con y a pesar de mi shopping, no ha dejado de quererme ni un poquito.

 

Prólogo    

Cuando Antonio González de Cosío era muy pequeño y pasaba las horas meciéndose en su caballito de madera, mientras que su madre hacía los quehaceres de la casa o miraba la televisión, bastaba con que empezaran a salir los comerciales para que el niño bajara de inmediato de su caballo y se parara frente al televisor. Entonces, con la boca abierta, veía los anuncios de todo tipo de productos. Todo se le antojaba, desde cereales hasta artículos para el hogar. Quería que su mamá comprara todo. Quería que su cocina fuera idéntica a la de las telenovelas, así como la decoración de las residencias en donde se desarrollaban los tremendos dramas humanos. No, no le interesaba que la protagonista llorara por la partida del galán, o que su padre la mantuviera encerrada a llave en su recámara; lo que le llamaba la atención a Toñito era la publicidad que mostraban entre corte y corte, y la posibilidad de comprar y comprar y comprar hasta los perfumes que anunciaban. Escribe el autor con absoluto desenfado:

Sí, lo admito. Desde siempre me gustó comprar perfumes por el modelo que los anunciaba… aunque ni siquiera hubiera olido la fragancia. Hasta la fecha, me sé de memoria jingles o slogans publicitarios que marcaron mi juventud. ¿Cómo olvidar aquel de “Hay una rubia dentro de ti, déjala salir” de L’Oréal? Siempre que iba al supermercado compraba todo aquello que venía con un regalito… aunque no fuera ni cercano a lo que había ido a buscar. El dos por uno, dos por uno y medio o compra dos y el tercero es gratis… siempre me ponen absolutamente excitado a la hora de comprar.

¿Qué es el consumismo? El filósofo francés Gilles Lipovetsky, especialista en el tema, nos responde:

Los grandes almacenes, en el siglo XIX, inventaron el “ir de compras” como nuevo entretenimiento y crearon en las clases burguesas la necesidad irresistible de consumir. Más tarde se concibió que el célebre five dollars day de Ford fuese la puerta por la que el obrero accediera a la categoría de consumidor moderno. En los años veinte, la publicidad estadunidense se dedicó a dar forma a un consumidor adaptado a las nuevas condiciones de la producción en serie. El sistema de créditos, en estos mismos años y luego en la posguerra, permitió desarrollar una nueva moral y una nueva psicología por las que ya no era necesario economizar primero y comprar después. Nadie opinó en contra: el éxito fue total, ya que la “domesticación” para el consumo moderno fue más allá de todas las previsiones. En efecto, ya no hay normas ni mentalidades que se opongan frontalmente al despliegue de las necesidades monetizadas. Todas las inhibiciones, todas las defensas “retrógradas” se han eliminado; sólo quedan en la palestra la legitimidad consumista, las incitaciones al goce del instante, los himnos a la felicidad y a la conservación de uno mismo. El primer gran ciclo de racionalización y modernización del consumo ha terminado: ya no queda nada que abolir, todo el mundo está ya formado, educado, adaptado al consumo ilimitado. Comienza la era del hiperconsumismo cuando caen las antiguas resistencias culturales, cuando las culturas locales no representan ya ningún freno al gusto por las novedades. La fase III es esta civilización en que el referente hedonista se impone como evidencia, en que la publicidad, las distracciones, los cambios continuos de ambiente se “introducen en las costumbres”: el neoconsumidor no se desplaza ya sobre un fondo de cultura antinómica.

Sí, a lo largo de todo su libro, Antonio González de Cosío, se asume como el perfecto hiperconsumista. No sabemos si admite su debilidad por autocrítico, o porque de plano lo llega a disfrutar tanto, que ya forma parte de su ADN y no le provoca la menor culpabilidad. Eso sí: con los años, nuestro comprador compulsivo ha desarrollado “una especie de coraza que impide que comprar sea más fuerte que yo”; aunque en algún otro tiempo el shopping fue tan fundamental para él, que habría estado dispuesto hasta vender a su “primogénito con tal de comprar” lo que le llenara los ojos.

¿Será cierta su aseveración? No lo creemos. Lo que sí es verdad es que González de Cosío ha desarrollado un verdadero “callo” para comprar. Ha aprendido. Ahora, ya no se deja llevar tanto por su compulsión. Cuando se encuentra frente a algún producto que le “hace ojitos”, se pregunta: “¿Cuántos jeans tengo con éste? ¿Quince? ¿En serio es tan importante tener el último par de zapatos de Prada?”. Siempre y cuando se lo permita su presupuesto, corre como loco hacia el almacén, compra sus maravillosos jeans, firma su tarjeta, toma el paquete y se va de la tienda con una enorme sonrisa en los labios.

“¡¡¡Yessssss!!!”, exclama el comprador mientras sujeta con las dos manos la bolsa de su compra. ¿Por qué? Porque Antonio González de Cosío sí se merece la abundancia, parodiando la frase de la exprimera dama de Veracruz. No es que compare a Karime con Antonio, más bien al contrario: mientras que el caso de la señora Duarte raya en lo patológico, González de Cosío ciertamente no hace una apología del consumismo. Al contrario: aprovecha sus experiencias, las buenas y las malas, para compartirlas con los lectores, abordando el tema con absoluta objetividad.

¿No es verdad que se dice que infancia es destino? En el caso de González de Cosío, pienso que ya estaba escrito que con el tiempo se convertiría en un gran conocedor del shopping. Ahora es un experto en cómo dominar a la bestia. Sin hipérbole, podemos decir que su adicción le ha servido muy positivamente en su trabajo como periodista de moda. Siempre está muy en contacto con todo tipo de información de la industria, siempre procura platicar con los compradores de los grandes almacenes para sensibilizarse ante la realidad de los consumistas y siempre está abierto en lo que se refiere a su creatividad y a su criterio. Antonio practica lo que predica. Es decir: compra con conocimiento de causa, con inteligencia, pero sobre todo, con res-pon-sa-bi-li-dad:

Pero cuando descubrí que la presión la imponía más yo mismo que la sociedad; que la información tenía que estimular mi creatividad, sin predisponerme, y que podía ser un digno representante de la profesión si desarrollaba mi propio estilo y me liberaba de atavismos, entonces la dependencia comenzó a diluirse para dejar en su lugar una costumbre que hasta hoy me fascina, divierte, cultiva y me hace ser un individuo que puede expresarse apasionadamente a través de la ropa. Y no es fácil, porque hay que lidiar con muchos obstáculos.

Entre todos los temas del muy completo libro de González de Cosío, descubrimos que los hombres consumistas tienden a comprar más en línea que las mujeres: “Esto es ser un compulsive buyer. O sea que se puede ser shopper sin comprar, y ser buyer sin ir de tiendas. Claro está que hay quien puede ser ambas cosas… y esto es más peligroso, porque, al tener los dos estímulos, es más fácil caer en excesos”.

Resulta interesante lo que nos dice el autor respecto a un estudio publicado en 2006 por The American Journal of Psychiatry, el cual indica que 6 por ciento de las mujeres son compradoras compulsivas, contra 5.8 por ciento de los hombres. Sin embargo, Boutique@Ogilvy, la firma internacional de Relaciones Públicas, nos muestra que los shopaholics masculinos suelen gastar en promedio 85 dólares al mes en ropa, mientras que las mujeres gastan 75 dólares. Una diferencia promedio de diez dólares a favor de ellos.

Hace veinte años escribí Compro, luego existo. Debo decir que era uno de los primeros ensayos narrativos sobre el consumismo que se publicaban en México. Se vendió como pan caliente. Al escribirlo aprendí mucho. Sin embargo, desafortunadamente, no aprendí a ser menos consumista. Al contrario, como Sofía, una de las protagonistas del libro, yo sigo compre y compre. Por eso me gustó tanto el consejo que nos da Antonio y que las consumistas irredentas, como yo, nos tenemos que meter en la cabeza. Se trata de un mantra maravilloso que dice: “Hoy no voy a comprar porque no necesito nada”. Más adelante nuestro autor reflexiona: “Y ve así, poco a poco, hasta que consigas reducir los días de compras al mínimo posible. ¿Cuál es la frecuencia ideal? Si disfrutas mucho del shopping, pues dos veces por mes son suficientes: cuando cobras tu quincena. Y ya está”.

Algo muy valioso que tiene El arte del shopping son los consejos para los consumistas: “Ponte trampas. Deja tus tarjetas de crédito en casa. Así, si la compra es impulsiva, tendrás tiempo de pensarlo mejor y saber si realmente necesitas lo que quieres comprar”. He allí una gran sabiduría que nos llevará a ser menos compulsivos. Otro de los tantos consejos es ponerse límites: “Ponte un límite de compras a la quincena y trata de ser lo más estricto con él. Si te lo gastas en un solo día, podrás comprar hasta la quincena siguiente, ni hablar. Si lo divides y utilizas en varios días, perfecto, mientras no te sobrepases”.

¿Cómo podemos saber si nuestra forma de comprar es sana o no lo es? Los síntomas que describe González de Cosío son clave. Estoy segura que muchos lectores se identificarán con ellos:

Si compras regularmente cuando estás en un estado anímico bajo. Comprar para “curar” estados emotivos como tristeza, soledad, enojo o frustración de manera periódica, en definitiva, no es sano. Si lo has hecho una vez o dos, es perfectamente válido. Pero si estos episodios son constantes, ponte alerta.

Si cuando compras sientes un subidón de adrenalina, pero más tarde, cuando desaparece, llegan el arrepentimiento y la culpa.

Si lo que compras va a parar a un rincón del armario, te olvidas de ello y cuando lo descubres, meses más tarde, te das cuenta de que ni siquiera te gustaba.

Si el desenfreno en tus compras te ha puesto en apuros financieros graves.

Si tu manera de comprar y gastar te ha causado problemas y crisis familiares.

En relación con el consumismo desenfrenado que vive en estos momentos el mundo, y la manera en que ha cambiado al planeta y nuestras conciencias, ya ni culpa sentimos al consumir tan desmedidamente. No hay duda que nuestra conciencia es cada vez más laxa y más permisiva respecto a nuestro shopping. Gilles Lipovetsky reflexiona acerca del papel de la Iglesia alrededor del consumismo:

Ni siquiera la religión representa ya una fuerza de oposición al avance del consumo-mundo. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, la Iglesia no pone ya por delante las ideas de pecado mortal, no exalta ya el sacrificio ni la renuncia. El rigorismo y la culpabilización se han atenuado mucho, lo mismo que los antiguos temas del sufrimiento y la mortificación. Mientras las ideas de placer y deseo se desvinculan del “pecado”, la necesidad de cargar con la propia cruz ha desaparecido. No se trata ya tanto de inculcar la aceptación de las adversidades sino de responder a las decepciones de las mitologías seculares, que no han conseguido mantener sus promesas de aportar la dimensión espiritual necesaria para la plenitud de la persona. De ser una religión centrada en la salvación de ultratumba, el cristianismo ha pasado a ser una religión al servicio de la felicidad mundana que pone el acento en los valores de la solidaridad y el amor, en la armonía, la paz interior, la realización total de la persona. Por donde se ve que somos menos testigos de un “retorno” de lo religioso que de una reinterpretación global del cristianismo, que se ha adaptado a los ideales de felicidad, hedonismo, plenitud de los individuos, difundidos por el capitalismo de consumo: el universo hiperbólico del consumo no ha sido la tumba de la religión, sino el instrumento de su adaptación a la civilización moderna de la felicidad en la tierra.

El arte del shopping, de Antonio González de Cosío, es un libro indispensable en la era del hiperconsumo y de la globalización. Además de guiarnos y darnos mucha luz respecto a las trampas que impone la publicidad, nos pone frente al espejo ante nuestro consumismo cuando llega a ser estéril e irresponsable.

GUADALUPE LOAEZA

 

Prefacio    

Jean Paul Gaultiery el shopping sexy y divertido 

Jean Paul Gaultier es uno de mis héroes. Su genialidad para encontrar belleza sublime en donde otras personas sólo hallarían sordidez o morbo siempre me ha conmovido y resultado tremendamente estimulante. Creo que su visión creativa es toda una filosofía de vida. Siempre ha jugado con la androginia, tomando prestados elementos del género masculino para traspasarlos al femenino y viceversa. En un momento en que se busca la equidad de géneros más que nunca, la moda y visión de Gaultier no podían ser más oportunas. Pero, dicho de forma descarnada, al final de cuentas él es un creador que produce prendas para ser vendidas, de modo que me encuentro con él en París para preguntarle sobre el shopping ideal. ¿Qué mejor manera de comenzar un libro sobre el tema?

Sentado a su lado en una butaca de Le Grand Rex, el antiguo e histórico cine de la Plaza de la Bolsa, le cuento sobre mi primera compra de moda verdaderamente atrevida: una falda masculina suya. Le digo que, a pesar de lo controversial de la prenda, nunca me he sentido más viril y poderoso que llevándola puesta. Él ríe y me dice que le parece fantástico que los hombres tengamos hoy la posibilidad de comprar moda como las mujeres:

Una mujer con un traje masculino le toma prestado su poder a un hombre, y un hombre con una falda le toma prestado su sex appeal a una mujer. Me encanta que el mundo de las compras ofrezca tanto y tan variado para ambos géneros. Cuando comencé a trabajar, a mis 18 años, en el atelier de Pierre Cardin, recuerdo que un anuncio de un chico en ropa interior causaba revuelo en París. ¿Por qué?, me preguntaba, ¿acaso sólo puede haber anuncios con mujeres desnudas? Eso era muy sexista. Los hombres, lo mismo que las mujeres, pueden ser atractivos sexualmente y no por ello ser estúpidos. Lo sexy no está peleado con la inteligencia ni con el poder o la seriedad. Me gusta que, hoy día, los hombres compren más conscientes de su figura, y que las mujeres sean capaces de integrar el sex appeal a sus atuendos cotidianos, sin por ello tener una moral disoluta. Y si te rocías con una de mis fragancias, es ya la perfección… El mundo de las compras está cambiando mucho y a una velocidad tremenda. A veces, uno tiene que detenerse un poco para entender qué es lo que está sucediendo ahí afuera. Yo decidí darme un break con mi línea prêt-à-porter porque… ¡todo está yendo tan deprisa! Los jóvenes compran en Zara y H&M, y una clienta que compra lujo odia ver que una prenda que compró dos meses atrás, ahora cuesta la mitad en la boutique. Esto no sucedía antes, el ritmo era otro. Pero así es la evolución del sistema de la moda: simplemente hay que replantearnos una estrategia para continuar. Por eso actualmente sólo me estoy centrando en mis colecciones de haute couture: éste es un mundo donde el lujo sigue siendo lujo. ¿Comprar para mí? Soy pésimo para el fitting. Así como soy obsesivo en mis desfiles para los modelos, si se trata de probarme ropa, yo lo detesto. Quizá me puedo probar una chaqueta y ya está… No me gusta tampoco que me aconsejen, tengo muy claro lo que me gusta y lo que no. Quizá puedo escuchar a un buen amigo que me dice si lo que estoy comprando se me ve ridículo [ríe a carcajadas]. Pero, en general, soy bastante claro en este tema. Tampoco soy muy apegado a vestir sólo con la ropa que diseño. Y no porque no me guste, sino porque trabajo tanto con ella, que al final me apetece usar cosas variadas. Claro que uso prendas mías, pero me gusta mezclarlas con la de algunos otros diseñadores que admiro también. Me gusta mucho comprar. Me divierto muchísimo cuando lo hago. Y creo que ésa es la clave de un buen shopping: que el proceso de adquirir moda sea siempre irremediablemente divertido.

 

 

1. El día que el shopping se volvió parte de nuestra vida   

Quienquiera que diga que el dinero no compra la felicidad,es simplemente porque no sabe adónde ir de shopping.BO DEREK

La escritora australiana Lee Tulloch escribió en 1989 una novela que cambió por completo mi enfoque sobre el mundo de la moda: Fabulous Nobodies, que se tradujo al español como Gente fabulosa. Es una pena que no haya sido más apreciada, porque hubiera sido fantástica como argumento para una película. Está escrita en el mismo tono de The Devil Wears Prada (El diablo viste a la moda), pero con un enfoque mucho más aterrizado. El personaje es una mujer completamente abducida por la moda: la conoce a profundidad, la venera, haría lo que fuera por conseguirla… pero al ser pobre como un ratón, tiene que buscar formas alternativas de ser fabulosa. Uno de sus rasgos más deliciosos es que dota de animismo a sus prendas de vestir. Cada uno de sus vestidos, faldas o chaquetas tiene personalidad y vida propia; incluso ella afirma que le gusta tanto la ropa “porque es mejor que muchas personas que conoce”. Yo alguna vez he llegado a pensarlo también. Y también le he dado vida a alguna que otra prenda de vestir: recuerdo que hace años moría por comprar una chaqueta de Chanel, mi primera chaqueta de Chanel. Fui a la boutique y me probé una que me quedó pintada, y como era de un par de temporadas atrás, podía conseguirla con descuento. ¡Dios! Me quedaba tan bien: negra, a la cadera, desflecada y con detalles tejidos en blanco. Me estaba quemando el cuerpo. Pero justo dos semanas antes había renunciado a mi trabajo de planta y había vuelto al mundo freelance. Tuve que colgarla de nuevo en su sitio y pedir que me dejaran pensarlo un poco. Me fui a casa, saqué cuentas, traté de mover dinero de un lado a otro, hacer una venta de garaje para conseguir algo de efectivo, pedir prestada una parte… Todos esos malabares que hacemos los shopaholics cuando algo se nos mete entre ceja y ceja. Pero, con todo y eso, la chaqueta seguía fuera de mi alcance y hubiera sido una irresponsabilidad comprarla, por muy bueno que fuera el precio. Pasó alrededor de un mes cuando por fin me ofrecieron otro trabajo fijo y con mejor salario que el anterior. Además de la alegría de emprender un nuevo proyecto profesional, se sumaba a ella el hecho de que ya podía ir corriendo por la chaqueta para hacerla mía. Recuerdo perfectamente el día: era un viernes, me arreglé, me perfumé y con un subidón, mezcla de nervios y entusiasmo, me dirigí a la boutique por ella. Pero al llegar, me dieron una terrible noticia: la chaqueta se había ido a destrucción. El alma se me fue al piso. No lo podía creer. Yo ya sabía que las grandes casas de moda destruían las prendas que no vendían después de un tiempo determinado para mantener su status exclusivo e imagen, pero jamás pensé que lo fueran a hacer con mi chaqueta. Ese viernes fui a casa y lloré por el resto de la tarde. Lo juro. Sentía como si hubiera muerto un ser querido. Cuando se lo conté a un amigo que me llamó esa noche, me dijo incrédulo: “¡Por Dios Santo, es sólo un saco!”. Y sí, lo era. Pero para mí significaba mucho más que eso. Era una conquista, la oportunidad de vestir un momento especial, la comprobación de que había alcanzado un buen punto en mi vida personal y estilo. Y aunque ahora lo veo todo con una perspectiva muy diferente, en aquel momento así lo sentía.

A quienes nos chifla la moda —y no sólo hablo de ropa, sino también de gadgets, cocina o cultura— alguna vez nos hemos sentido así. Vemos estos pequeños objetos como seres que nos hacen la vida mejor, más cómoda, más bonita. Y no, la moda no es indispensable para vivir, pero, sin duda, el mundo sería un lugar con muy poca gracia sin ella.

Como fenómeno cultural, la moda ha existido desde que el mundo es mundo. Desde la prehistoria, nuestro cuerpo se ha ido cubriendo con más o menos sofisticación, pero siempre con una idea diferente en la mente de cada época. Hoy, más que nunca, sabemos que la moda es una expresión cultural de las sociedades y los individuos que las conforman. A través de ella se puede reconocer, más o menos, la zona geográfica a la que alguien pertenece, su nivel sociocultural, religión y hasta profesión. Pero no hay que perder de vista un detalle importante: para vestir —o no— a la moda, primero que nada, hay que comprarla.

Shopping ayer, hoy y mañana

No voy a ir demasiado atrás tratando de explicar la relación comercial de las primeras sociedades del planeta; este libro no es de esa clase. No obstante, sí me interesa exponer cómo se solía comprar antaño —desde las generaciones de nuestros abuelos o poco antes— para entender las circunstancias en las que estamos y, especialmente, a las que nos dirigimos. Comprar, hasta hace un par de generaciones atrás, no era sino el mero acto de adquirir un bien para cubrir una necesidad. Se compraba comida, ropa, cosméticos y muebles en tiendas creadas ex profeso para cada rubro. A pesar de que desde la segunda mitad del siglo XIX ya existían unas incipientes tiendas departamentales en la ciudad de México —El Palacio de Hierro y El Puerto de Liverpool—, no fue sino hasta finales de la Revolución Mexicana que éstas comenzaron realmente a ser parte de la conciencia colectiva del comprador. Hasta entonces, como mencionaba, las cosas se compraban en tiendas especializadas: boneterías —donde se encontraba la ropa interior y prendas básicas de vestir—, sombrererías, zapaterías, joyerías, incipientes tiendas de ropa, tiendas de telas —la gente se mandaba hacer su propia ropa— y mercerías, donde se compraban todos los aditamentos de costura y alguna cosa más como guantes o joyería de fantasía.

Aunque en otras partes del mundo el comercio evolucionó de muy diferente forma —la Europa posterior a la Segunda Guerra mundial no vivió la misma bonanza que Estados Unidos, por ejemplo—, México y muy probablemente el resto de América Latina mantuvieron la misma fórmula comercial hasta antes de la globalización. Los baby boomers y la Generación X todavía alcanzamos esta forma relativamente básica de comprar. Las personas de más de 40 años y que no son “totalmente Palacio” o “priceless-Mastercard” se sentirán muy identificadas con lo que les cuento a continuación…

Quizá podría llamársele “Un día en la vida de…”, pero sería bastante pretencioso de mi parte. Tomen un sábado cualquiera del año 1972. Yo, con siete años, salgo de la mano de mi tía, de nuestro departamento de la calle Belisario Domínguez en el centro de la Ciudad de México. Dentro de una semana empezaré a cursar el segundo grado de primaria y, por lo que las madres califican como “el estirón”, mi ropa ya no me queda; mis zapatos, que habían recibido un par de reemplazos de suelas, necesitan jubilación urgente. Así, damos inicio a lo que hoy definiríamos como un día de shopping, pero en aquella época era simplemente prepararse para la vuelta a la escuela.

La primera parada fue en la zapatería ubicada en las calles de Isabel la Católica y Madero, donde, desde que aprendí a caminar, me compraban los zapatos. Me probé algunos pares; mi tía quería estar segura de que me quedaban lo suficientemente holgados, para que duraran, como mínimo, seis meses más. Así, con unos bostonianos negros en mano y enojado por no poderlos estrenar aún, seguí el recorrido a su lado. Hicimos una escala rápida para recoger el Calèche de Hermès de mi tía en la Perfumería Tacuba, y de ahí nos dirigimos a El Palacio de Hierro del Centro, donde compramos el suéter rojo que era parte del uniforme de la escuela. Luego cruzamos a Al Puerto de Veracruz para comprar la tela para que doña Socorro, la costurera que vivía en el edificio frente al nuestro, me hiciera los pantalones del uniforme.

La siguiente parada fue en la calle de República del Salvador, en una bonetería donde me compraron calzoncillos, calcetines, camisetas sin manga y pañuelos por docena, para todo el año, claro. Ya cansados, mi tía y yo nos detuvimos en el Casino Español para comer, porque a ella le fascinaba la paella de ese lugar. Saciados, felices y cargados, bajamos por la calle de Palma para comprar los útiles escolares. En el camino, nos detuvimos en una tienda de abrigos cuyo dueño era un argentino, amigo de mi tía, que le enseñó un abrigo rojo de paño que nunca olvidaré. El estilo era súper Balenciaga, pero del tercer mundo. A ella le fascinó, pero estaba indecisa por el precio. Lo consideraba una extravagancia. Pero el argentino, buen comerciante, le hizo una rebaja considerable, y de “pilón” le regalaría uno para mí. Así fue como mi tía terminó comprándose su inolvidable abrigo rojo y yo estrenaría uno en paño Príncipe de Gales gris con un cuellito de borrega. ¡Wow! Los dos estábamos felices. Por fin hicimos la última parada en la papelería El Globo, de República de Cuba, para comprar todos los útiles escolares y una mochila, ésas de cuero en color naranja ladrillo —como las que se pusieron de moda últimamente—, tan resistentes que terminabas desechándolas más por hartazgo que por deterioro. Cansados, gastados y felices, volvimos a casa con todo el armamento necesario para mi vuelta al colegio.

Esto puede sonarle a muchos de ustedes como un sábado cualquiera de este siglo y este año, con algunas variaciones, claro —creo que ya nadie compra tela para hacerse ropa. ¿Cuál es la diferencia entonces? Que después de aquel sábado no volvimos a tener un día parecido, quizás hasta seis meses más tarde, cuando se acercaba la navidad. Y en la actualidad, un día como aquel puede ser la actividad de un sábado… y del siguiente también.

Lo que ha sucedido de algunas décadas para acá, es que el shopping se convirtió en un pasatiempo y dejó de ser una necesidad. De hecho, la escritora Marie-Pierre Lannelongue, en su libro Los secretos de la moda al descubierto (editorial Gustavo Gili, 2008) lo describe como “un pasatiempo elegante”. Antaño, los pasatiempos de la gente común y corriente de clase media consistían en leer, ver televisión, ir al cine de vez en cuando, escuchar música, salir a un parque, ir de paseo o ver aparadores simplemente para entretenerse, no necesariamente para comprar. Yo recuerdo que me podía pasar horas en la ventana “viendo la calle”. Ése era mi pasatiempo favorito de niño… y leer, claro. El shopping llegó a mi vida más tarde.

Los compradores hemos sufrido un cambio de mentalidad a la hora de adquirir una prenda, un objeto. Cuando era niño, se compraban las cosas pensando en su duración y, por ende, en su calidad. Cuando mi tía se compró aquel abrigo rojo, suplió con él uno que llevaba ya diez años en su armario, y que según ella seguía estando estupendo. La ropa para los niños se compraba una talla más grande “para que aguantara por lo menos al año que entra”. Las prendas de vestir se reparaban con los sastres y las costureras, el calzado con los zapateros, y los electrodomésticos, dado su alto precio y su relativamente limitada producción, también eran reparables. Recuerdo un anuncio en el periódico que invitaba a los jóvenes a estudiar la carrera del futuro: “ingeniero radiotécnico” —creo que era sólo un título, porque se trataba de una carrera técnica—, ya que con la llegada del progreso, más gente tuvo televisiones, tocadiscos, consolas y los radios en las casas se multiplicaron, de modo que su reparación creó la demanda de un servicio y dio vida a una nueva profesión… que duraría sólo unas cuantas décadas. Los reparadores de licuadoras u ollas exprés, los sastres de barrio y los reparadores de maletas están prácticamente extintos. Los relojeros, joyeros, zapateros y costureras son cada vez más escasos.

¿Qué fue lo que sucedió? Que con la globalización, más gente pudo tener acceso a más cosas. Las marcas de perfumería y de moda comenzaron a producir de forma masiva y, con ello, los costos de sus productos descendieron y más gente pudo comprarlos. Pero, aunque esta democratización de la moda o la cosmética es algo positivo —todo el mundo debería tener derecho a adquirir cosas lindas—, también trajo consigo otra serie de inconvenientes: al bajar los precios, en muchos casos se sacrificó también la calidad, lo cual hizo que la duración de los productos fuera más corta. El protagonista de la película Kinky Boots, heredero de una vieja fábrica de zapatos británica, contacta con un distribuidor para venderle un lote de calzado. Éste declina la oferta argumentando que los zapatos hechos en China cuestan una mínima fracción de lo que cuestan los suyos. El protagonista rebate: “¡Pero ésos duran seis meses, los míos son para toda la vida!”, así que el distribuidor, con una sonrisa de oreja a oreja, le responde: “¡Exacto! Entonces, a los seis meses, el cliente vendrá a comprase otro par”. Quizás eso se ha trasminado a nuestra psique: ya no queremos cosas que duren toda la vida, ¿para qué? ¡Qué aburrido!, podrán decir algunos; un mundo tan cambiante nos exige ser cambiantes a nosotros también. No entiendo muy bien qué fue primero, el huevo o la gallina: si fuimos nosotros —ante el bombardeo informativo— quienes comenzamos a demandar novedad y la industria a satisfacernos; o si fue la industria que, con su gran oferta, comenzó a generarnos esta sed insaciable de cosas nuevas. Y justo aquí estamos ahora.

El shopping como ciencia

Si me pongo a pensar, una vez más, en el abrigo rojo de mi tía y reflexiono que era el primero que se compraba después de diez años, me pregunto si realmente han cambiado nuestras necesidades desde entonces. Para cubrirnos del frío, un abrigo basta, ¿no? Ella tenía dos que podía combinar con más atuendos… y la verdad es que la Ciudad de México tampoco es un sitio para ir de abrigo todo el invierno. El clóset de mi tía era bastante pequeño, mediría unos 1.5 metros cuadrados. Ahí tenía algunos trajes sastre para la oficina, un par de faldas, pantalones, un vestido de lamé plateado para fiesta y, colgado en la puerta, un zapatero donde estaban sus no más de ocho pares de zapatos. Bolsas tendría unas cuatro en total… cinco si tomaba en cuenta su minaudiére de noche. Y con éstas, que pueden parecernos pocas piezas, mi tía fue siempre una mujer excelentemente vestida, porque combinaba y sacaba muy buen partido de las prendas que tenía. Con ellas tenía cubiertas no sólo sus necesidades básicas de vestir, sino también las que implicaban diversión y vanidad. Antaño, los estilos eran más uniformes y el discurso de elegancia era bastante unívoco. Christian Dior dijo: “Tener buen gusto es tener el mío”, y los códigos del buen vestir eran muy pocos, lo mismo que las figuras que se tomaban como referente: Audrey Hepburn, Grace Kelly, Maria Callas, Doris Day… en fin. Pero a partir de la serie Dinasty y sus protagonistas femeninas, los conceptos de elegancia y buen gusto, tal como los conocíamos, se tambalearon, cayeron y, al hacerse pedazos, surgieron muchas otras formas nuevas de vestir, de ser elegante, de tener buen gusto, o mejor aún, de tener estilo —lo que, como he dicho muchas veces, no necesariamente tiene que ver con todo lo anterior. Las tendencias de moda se multiplicaron, y con ello las posibilidades de un individuo para vestir más empáticamente con su personalidad.

Volviendo a nuestra época, y continuando con la idea de necesidad, vienen a mi mente los tres abrigos que me compré el invierno pasado en Zara. ¡Tres! Claro, con casi 80 por ciento de descuento en época de rebajas. Sí, me los pondré. Sí, están lindos, y más aún por el precio que pagué por ellos. No obstante, ¿los necesito? La respuesta consciente y honesta es: no. O por lo menos no físicamente —no me los pondré juntos para tener menos frío—, pero emocionalmente sí, me hacen falta para saciar mi necesidad de novedad y porque se suman a un guardarropa que expresa mi estilo, mi forma de ser y de ver la vida. Es verdad, hoy compramos más, pero también las personas tienen el poder de expresarse en formas más variadas, de manifestar sus estilos y formas de ver la vida a través de la ropa. Las tribus sociales, los guetos de moda, las variantes de los diversos estilos profesionales… todo esto ha nacido gracias a que la oferta de moda se ha ampliado. Si antes sólo existían tres opciones de alguna prenda, ahora tenemos treinta; por ende, nuestras posibilidades de vernos bien o mal, cabe decirlo, se han multiplicado asimismo. Y en este canal estamos los individuos hoy día: compramos realmente poco por necesidad y mucho por placer, entretenimiento y, cada vez más, por una fuerte necesidad de pertenecer. Las compras son complejas, a veces inexplicables; son, en pocas palabras, una ciencia.

Sí, una ciencia. Se estudian como tal en las universidades y se analizan de manera psicológica y sociológica para ir siempre por delante del consumidor. La famosa mercadotecnia, de la que seguro muchos de ustedes han oído hablar, no sólo se las ingenia para satisfacer nuestros deseos, sino que —bastante astuta— nos va generando nuevos para luego satisfacerlos… y así sucesivamente, en un bucle que puede no tener fin. Ya hablaré de esto más adelante y a profundidad. Paco Underhill, en su libro Why We Buy (Simon & Schuster, 1999) asegura que el marketing busca adaptarse cada vez más a las necesidades del comprador para capturarlo más, para que razone menos y, claro, compre más. Por ejemplo: imagínate un dispensador de farmacia donde cuelgan los blisters de las pinzas de depilar. Generalmente, en cada barra se cuelga el mismo producto, así el comprador toma el primero que tiene enfrente, o si es mañoso como yo, saca el primero que ya está “manoseado” y se lleva el segundo o el tercero. Pero me ha tocado ver algunas tiendas donde en la misma barra cuelgan diferentes productos y, para mala suerte, el que quieres es el que está justo atrás de todos. Si lo necesitas mucho o realmente lo deseas, te tomas la molestia de sacar todos los productos, uno por uno, hasta llegar al que quieres. Pero en una compra impulsiva, al ver todo lo que tienes que hacer para conseguir lo que quieres, abortas la misión. No te lo ponen fácil. “¡Qué pereza!”, dices, y te vas de ahí sin comprar. Algo muy malo para el negocio. El marketing se dedica a hacerte la vida fácil y a hacer que los productos sean accesibles para el consumidor, porque en esto justamente radica una barrera entre comprar… o no hacerlo.

La mercadotecnia es una ciencia que me apasiona y que ofrece un gran valor a la industria de la moda, lo mismo que a muchas otras. No tiene nada de malévola; estimular el consumo es su trabajo, y lo hace de maravilla. Crea un entorno maravilloso que te seduce y hace que el shopping se vuelva una experiencia placentera.

Por hacer una comparación: imagina que alguien te asigna una mesa preciosa en un restaurante y tú sólo tienes que sentarte a disfrutar. Pero tú no irías a un restaurante a comer lo que te sirvan sin ver la carta y decidir lo que te gusta, ¿o sí? Aunque todo esté delicioso, no es lo que tú quieres; así de simple. Es importante que tu relación con el marketing y el shopping sea inteligente: que te dejes informar, seducir, pero que al final seas tú quien elija qué comer en esa mesa tan divinamente arreglada, que seas tú quien decida qué comprar en esa tienda tan irremediablemente seductora, y no dejar que alguien más decida por ti.

Mi intención en este libro es justo ésta: que participes en el juego del shopping, que te asombres y dejes llevar por el marketing, la publicidad, las revistas, las redes sociales y sus influencers que te susurran al oído: “Tienes que poseer esto”, “Tienes que representar esto”. Sí, pero al final, la decisión que tomes al ir a una tienda y salir de ella con una compra, debe ser una decisión realmente tuya, pensada con la cabeza y sentida con el corazón. No importa si es útil o no: si te llena y hace feliz, entonces ya estás en el camino de ser un comprador inteligente.

Pero ¿y el futuro? Las compras virtuales están conquistando más y más terreno y se convertirán en la más popular manera de comprar en poco tiempo: por comodidad, por eficiencia, por la variedad de la oferta. No obstante, creo que aún nos quedan muchos felices años de window shopping y de probarnos prendas, tocarlas, apreciarlas… y de salir de la boutique felices con una shopping bag, sintiendo que, aunque sea por ese momento, el mundo no es un lugar tan malo.

Les digo ahora, y lo diré repetidas veces en este libro: mi intención no es emitir juicios y decir qué está bien o mal. Creo que a nadie nos gusta que nos sermoneen, que nos digan qué hacer o qué no. Ya todos somos adultos para saber lo que nos conviene, faltaría más.

En las siguientes páginas expondré mi punto de vista y el de algunas otras personas para tener una perspectiva más realista, inteligente y sana del shopping. ¿Me acompañan?

 

2. ¿Por qué compramos?    

Ésta, queridos lectores, es la pregunta del millón de dólares. Y aunque de entrada podría tener la obvia respuesta de que compramos con el fin de cubrir una necesidad, hoy día comprar es un acto muchísimo más complejo que eso. La aparente necesidad no es más que la punta del iceberg. Comprar muchas veces ni siquiera tiene que ver con satisfacer necesidades, o por lo menos no vitales o tangibles. Las compras se han convertido no sólo en parte orgánica de nuestra existencia, sino que también muestran nuestra forma de ver el mundo y cómo nos presentamos ante él.

Con el desarrollo de las sociedades modernas, la evolución en la vida de los individuos nos ha llevado a diferentes territorios emocionales y hábitos antaño inexplorados. Términos como “estrés”, “crédito”, “vida saludable”, “vegano”, “fashionista”, “escapadita a Nueva York” o “mensualidades sin intereses” se han incorporado a nuestra cultura hará cosa de unos cincuenta años. Imaginemos a una familia de clase media de los años sesenta —década en la que yo nací—: la madre se dedicaba a su hogar y sus hijos, el padre era el proveedor y todos llevaban una vida bastante “normalita”. Tenían solamente una televisión —con mucha suerte a color—, un coche, vacacionaban una vez al año y casi siempre dentro de la república. Todos, hasta el perro, comían la misma comida, y se compraba ropa o zapatos cuando era estrictamente necesario, es decir, cuando se gastaban por completo. Si había necesidad de adquirir algo costoso —electrodomésticos o mobiliario— solía hacerse en pagos que el abonero cobraba periódicamente, de casa en casa. Otra forma primitiva de obtener dinero adicional para gastos extraordinarios era mediante las “tandas”, en las que un grupo de personas aportaba una cantidad determinada —semanal o quincenalmente—, y en cada entrega una de ellas recibía todo el dinero, para usarlo en lo que quisiera… Un verdadero antecedente de los “meses sin intereses” de las tarjetas de crédito. La familia en cuestión salía los fines de semana a pasear a un parque o a visitar a algún pariente, y cuando estrenaban alguna película familiar —cada dos o tres meses—, iba al cine. A un milenial, esta vida debe parecerle el escenario del más puro aburrimiento. Y puede ser que ese tiempo no fuera tan trepidante como el que vivimos ahora, pero tenía su encanto, y había algo más allá: se gastaba muchísimo menos.

La globalización, las comunicaciones y los avances de la tecnología democratizaron al mundo hasta tal punto, que muchas cosas que eran privativas de clases sociales altas se volvieron accesibles a personas con ingresos más modestos. Los electrodomésticos y automóviles, los viajes, la ropa y la llegada del mundo tecnológico y sus gadgets ya totalmente integrados a nuestra cotidianidad —celulares, computadoras, reproductores de mp3— se pusieron al alcance de las masas gracias a dos factores: los precios cada vez más accesibles y… ¡el crédito! El bendito crédito, que hasta ese entonces se utilizaba sólo para comprar casas o coches, de pronto sirvió para hacernos de muchas otras cosas más cotidianas. Si alguien me hubiera dicho hace veinte años que íbamos a pagar el supermercado con una aplicación del teléfono celular, lo hubiera tachado de loco. Todo esto, que hace un tiempo hubiera parecido ciencia ficción, dio un gran giro a nuestro estilo de vida. Accedimos a nuevas comodidades, a elementos que hicieron nuestra existencia más placentera y más moderna. Ese avance, que trajo incontables beneficios al individuo, también creó nuevas necesidades. Y como las necesidades no cubiertas generan frustración, emprendimos una carrera frenética para poder satisfacerlas.

Sí; comenzamos a ver cine en casa gracias a las videocaseteras, pero había que comprar los videocasetes; a hacer ejercicio, pero tuvimos que equiparnos para ello… y también a comer sano, lo cual es mucho más caro que lo que solíamos comer antaño cotidianamente. Empezamos a viajar más, pero hubo que invertir en todo lo que el turismo requiere, por mucho que se hiciera de forma modesta. Las familias compraron más de un coche, más de un televisor, más de un par de zapatos… más. Y aquí fue donde el shopping comenzó a ser parte medular de nuestras vidas.

El acto de comprar

Ante la nueva demanda, nacida de las necesidades generadas por esta nueva era, también la oferta creció desmesuradamente. Supermercados, malls, boutiques, el nacimiento de los restaurantes de fast food, del fast fashion