El libro del estilo - Antonio González de Cosío - E-Book

El libro del estilo E-Book

Antonio González de Cosío

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Beschreibung

El estilo de cada quien es el reflejo de su personalidad. Este libro ayuda a los lectores a encontrar y combinar aquellos elementos que mejor proyectan dicho estilo frente a sí mismo y a los demás. Para el periodista y experto en moda, la palabra "estilo" no significa simplemente vestir a la moda. El hecho de adoptar de manera automática cualquier tendencia que se impone y recurrir sin mayor criterio a determinadas prendas, ciertos accesorios o algunas actitudes nada tiene que ver con el estilo. Éste se relaciona, más bien, con el conocimiento de uno mismo y de lo que cada quien espera de la vida. El concepto de estilo es algo muy personal que cada quien va construyendo de acuerdo con la propia personalidad y sus intereses individuales. Antonio González de Cosío pone a nuestra disposición una gran diversidad de elementos relacionados con el estilo para que cada lector los adapte y haga suyos.

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A Marc, una vez más, porque gracias al cobijo de su amor, encontréla fuerza necesaria para volar con mis propias alas.

A Cruz y Josefina, mis dos madres; a mis hermanas, mi belle-mère Rita, Lucy Lara, Eva Hughes, Glenda Reyna, Marcela Morales y todas esas mujeres que me han enseñado que la elegancia es mucho más que ropa, y que el estilo no es más que un alma hermosa y valiente.

Una vida llena de estilo

Si hay alguien que predica con el ejemplo es Antonio González de Cosío. Un hombre que se ha reinventado y caracterizado, quien con una facilidad envidiable ha aprendido a hablar inglés y defenderse en francés, que se ha posicionado en la cima de la industria, usando magistralmente varios sombreros: el de cronista y editor de moda, stylist (coordinador de moda), publirrelacionista de marcas internacionales de ropa, accesorios y cosméticos, así como el de juez del programa de televisión Mexico’s Next Top Model; todo para vivir por y para la moda.

Tuve el privilegio de conocer a Antonio cuando él trabajaba en un periódico modesto y ya, desde entonces, había demostrado un talento increíble para escribir. Pero su ojo por el estilo, combinado con su capacidad de absorción, lo llevaron a asimilarse rápidamente en un mundo lleno de lujo. En ese ámbito, y en su papel de periodista especializado, finalmente encontró el deleite que conlleva la posibilidad de gozar de la ropa, los accesorios y el mundo de la belleza. Ahí, en ese paraíso de suntuosas sedas, pieles curtidas cosidas a mano, perfumes memorables y joyas llenas de diamantes, Antonio se sintió en casa y se dispuso a encontrar la forma de vivir, respirar, soñar y crear a través de su gran pasión: la moda.

Antonio no miente cuando afirma que por años enteros comió sopas de lata con tal de poderse comprar los elementos que le permitirían ensamblar el atuendo que deseaba. De hecho, su departamento tenía (y tiene hasta la fecha) una habitación completa totalmente destinada a su ropa y sus accesorios. El destino lo ha llevado a vivir en varios países y su equipaje jamás ha sido ligero. Pero tengo que decirles que nunca hay desperdicio en ese mundo de estilo custodiado por cuatro paredes, en donde Antonio cada mañana ejercita su imaginación creando el personaje que será ese día. Ensambla su atuendo como si pintara un lienzo. Me atrevo a decir que su adrenalina se dispara cuando va eligiendo cada pieza del rompecabezas. Sale vestido como si hubiera librado una batalla: orgulloso, seguro y decidido a mantener la mirada en alto, mientras la gente habla de lo que trae puesto.

Pero saber que es diferente y gozar de su originalidad le ha llevado años, errores, aciertos y alguna que otra amargura. Recuerdo un día que Antonio fue invitado a la reunión de sus compañeros de la secundaria. Él no había sido ni medianamente popular en su generación. No obstante, consideró la posibilidad de asistir. “Quiero ir para que todos esos chicos que se burlaban de mí vean lo fabuloso que estoy. ” Ignoro si fue o no, pero este ejemplo deja claro que Antonio sabe que su reinvención a base de conocerse, prepararse, cuidarse y diseñar su propia imagen ha sido un verdadero éxito.

Leer El libro del estilo fue casi como escuchar a Antonio. Adoro la manera en que cuenta sus anécdotas con un lenguaje tan cinematográfico, que dispara imágenes en mi cabeza. Me fascina que la visión que tiene de sí mismo está rodeada de humor e ironía. Siempre me asombra que, a pesar de que somos contemporáneos, parece como si Antonio hubiera vivido en otro país y en distinta época. Confieso que, a veces, el encanto de los personajes me hace dudar si el Antonio que crece a través de las páginas, lo mismo que el de la tía Nena, la abuela de los guantes calzados o el episodio del tren a Guadalajara, son producto de una ficción que forma parte de una película que se estrenará próximamente o si es su verdadera historia. Así de precisas veo las escenas, como si fueran proyectadas en la pantalla, y el aprendizaje que de ellas se desprende es una lección de vida.

Sin embargo, hay que reconocer también el inmenso valor en la información práctica que este libro abarca. Ya hubiera querido tener, en los años en los que inicié mi carrera en la moda, la posibilidad de entender todos esos conceptos y poder echar mano de tantos consejos en una sola edición. De hecho, Antonio les está ahorrando años de investigación y trabajo de campo a sus afortunados lectores, que, estoy segura, después de haberlo leído, se sentirán más preparados y con el valor suficiente para emprender el maravilloso camino hacia su propio estilo.

LUCY LARA

Introducción

Desde muy joven me han fascinado los libros sobre moda y estilo. Aquellos escritos por grandes personalidades de la moda llegan a tener prefacios que, en ocasiones, me gustan más que el resto del libro. En muchos de ellos, el autor en cuestión habla sobre su infancia y sus primeros contactos con la moda. Madres elegantes, ciudades sofisticadas, experiencias culturales y educativas... elementos que jugaron positivamente a favor y convirtieron al autor en un fashionista y en un personaje con un estilo que merece ser imitado. He leído toda clase de historias personales: Elsa Klensch, la famosa comentarista de moda de la CNN, contaba que cuando decidió ir a buscar fortuna a Londres como periodista de moda lo único valioso que llevaba en su equipaje era un traje negro de Jacques Fath que, literalmente, le abrió puertas en esta industria. La editora de moda Nina García dice que la imagen que más recuerda de su infancia en Colombia es la elegancia de sus padres. Cada uno de los que nos dedicamos a este negocio tenemos historias parecidas... o no tanto.

Por mi parte, crecí en el seno de una familia de clase media partida a la mitad por un divorcio y con dos casas en las que vivía por turnos. La primera, la materna, era la casa de todos los días, la más modesta. La segunda, la paterna, tenía un nivel más alto no necesariamente por economía, sino por educación. En la casa materna la ropa tenía un valor completamente utilitario y jamás estético. Mientras cubriera mi desnudez, estaba bien para mi madre. La ropa no se cuidaba, se embutía en cajones y armarios, se iba usando conforme salía a la superficie y se lavaba cuando, literalmente, ya no teníamos qué ponernos. Colgadas en los armarios había algunas reliquias familiares, como un par de viejos vestidos de noche de mi madre (recuerdos de alguna boda a la que asistió) y algunos trajes de mi padrastro.

En la casa paterna las cosas eran diferentes. Los clósets, más ordenados, guardaban prendas de las pasadas glorias de mi abuela y mi tía. Sombrereras llenas de sombreros viejos, estolas de pieles, trajes sastre, vestidos de noche de raso o lamé... ¡El traje azul de Valentino de mi abuela Concha! (del que te hablaré más adelante), bolsas, zapatos. En los clósets de mi padre, trajes de casimir inglés que el tiempo había vuelto viejos. Mi padre y su tía —mi tía abuela— vivían juntos desde el divorcio de él y las prendas que usaban entonces eran mucho más normales.

Recuerdo haber pasado horas sentado en el piso de aquellos clósets oliendo la ropa vieja, descubriendo nuevos tesoros y germinando desde entonces la idea de que algún día viviría así: rodeado de ropa. Sí, era un niño diferente: un ser que siempre vivió entre dos mundos. Como las sirenas. Hace muchos años, una gitana me dijo la buenaventura y descubrió que en la palma de la mano izquierda tenía una estrellita (justo como Thierry Mugler). Me dijo que esto, además de que era una persona afortunada —con estrella, vamos—, significaba que, a pesar de vivir en la tierra, siempre estaría mirando a las estrellas. En ese momento esta predicción me pareció simplemente una frase más de manual de cartománticas. No obstante, con los años fui descubriendo poco a poco lo que me había querido decir.

Siempre tuve necesidad de pertenencia, pero jamás me gustó seguir las reglas. Me encantaba estar acompañado de mis compañeros de escuela, mis vecinos, pero, por mis decisiones conscientes de no ser como los demás, estos grupos no me permitían el acceso. Me marginaban. Recuerdo que, recién divorciada, mi madre no tenía dinero para comprar mi uniforme, así que yo iba a la escuela vestido con mi ropa normal. Aunque en un principio me sentía observado y diferente, tardé muy poco en sentirme orgulloso por no llevar lo mismo que los demás. Este sentimiento de unicidad me ha acompañado toda la vida. Incluso cuando finalmente comencé a usar uniforme, lo acompañaba de accesorios inesperados como zapatos de color distinto al oficial o, en el más puro estilo de Prada o Fendi, adoraba colgar llaveros y monigotes en mi mochila. Cuando cursaba la secundaria, una temporada se desató una ola de robos dentro del salón de clases. Entonces, al salir al descanso, la gente cargaba sus mochilas para no ser víctima de los ladrones. Yo, que no quería llevar toda la mochila con libros y cuadernos, prefería llevar mis objetos de valor en un pequeño clutch que me había regalado mi tía para transportar mis lápices. Era una bolsa muy simple, rectangular a cuadros rojos y verdes, muy scottish... muy Westwood. Claro, no era un accesorio nada común en el sector masculino. Luego, cuando las famosas mariconeras o bolsas de hombre se pusieron de moda en los años setenta, adivina quién dio vueltas de carro para festejarlo y pedir una para Navidad. Sí: yo. Ya siendo adolescente, en las fiestas de la preparatoria, mis compañeros llevaban camisas estilo Travolta, ajustadas y con cuellos gigantes. Yo también las usaba, pero las mías eran estampadas o en colores brillantes. Me gustaría poder decir que la gente aplaudía y festejaba todas mis elecciones osadas. Pero no. La adolescencia es una edad donde se busca pasar inadvertido y yo hacía exactamente lo opuesto. Vivía en dos mundos: en el físico y real, y en otro que yo me inventaba y que era, de una manera u otra, en el que me hubiera gustado vivir. De lunes a viernes tenía los clósets llenos de harapos de mi madre, y los fines de semana, la ropa que me hacía soñar en casa de mi padre.

Entonces, mi trabajo era buscar un mundo que estuviera justo en medio de esos dos extremos, el término medio aristotélico. Ese espacio tenía que ser real, más amable, y en él se hablaba el lenguaje de la estética, de lo hermoso, de lo novedoso. Ese mundo se alimentaba de cuanta revista de moda caía en mis manos, de cada película vieja y telenovela que me “inyectaba” a diario —mi madre y mi abuela no veían otra cosa—, y de las visitas a las tiendas departamentales que hacía cada vez que podía. De modo que en mi cabeza se mezclaban las cosas cotidianas con las ilusorias: las matemáticas, la moda disco, la gramática y ortografía, Los ángeles de Charlie, los peseros y autobuses para ir a casa, Jacqueline Andere y sus peinados en Sandra y Paulina, las ciencias sociales, Doris Day y sus impecables trajes sastre, el metro Insurgentes y la Zona Rosa, Olivia Newton-John en Xanadu, los zapatos de plataforma y tacón, las novelas de Louisa May Alcott, el mercado de pulgas de La Lagunilla, las prendas de lentejuelas, la física, química y demás ciencias naturales, “I Will Survive”, el socialismo, pasar los exámenes, ir al cine, querer ir a Nueva York —pero llegar sólo hasta Acapulco—, grabar música de la consola de mi abuela a un casete con una grabadora portátil (y pedir a todo mundo que guardara silencio para que la grabación no saliera con voces), Chanel Cristalle, tener que abrir un conejo en clase de biología y negarme a hacerlo, Bo Derek, odiar mis dientes, Lucía Méndez, el mole de mi madre, pasar de los pantalones de campana a los de tubo. Dormir. Soñar. No necesariamente en ese orden.

Los resultados de estas mezclas de conceptos y choques de ideas concluían lo mismo en remansos donde yo era feliz por momentos o en ideas que fraguaban algo que terminaba poniéndome: una bomber jacket de satén verde esmeralda para un examen en la escuela es un ejemplo perfecto de esas ideas extrañas que se cocinaban en mi cabeza con todos los elementos igualmente bizarros que tenía en ella. A veces la idea funcionaba bien; muchas otras, no tanto.

Quizá tengas recuerdos semejantes de tu infancia o no. A lo mejor el único con una mente tan caótica y psicótica soy yo. Pero estas contradicciones y choques en mi niñez y juventud forjaron mi personalidad, arraigaron mis gustos y sentaron las bases del que sería mi estilo. Sí, gracias a este caos de ideas, imágenes y conceptos que, en apariencia, no tenían nada que ver entre sí, nació mi muy particular sentido estético. Sentido arbitrario y extraño en un principio, pero que con los años he logrado que cobre coherencia y, sobre todo, honestidad. Hoy me pongo lo que me da la gana y me gusto. Y les gusto a los demás, si se me permite la falta de modestia, pero porque ellos sienten que lo que he escogido ponerme me hace sentir cómodo, atractivo y honesto conmigo mismo. Me estoy vistiendo de yo.

En cuanto a mis atuendos, me he equivocado mucho más de lo que he acertado. Pero siempre y hasta la fecha he intentado innovar y verle una cara nueva a la moda. En las secciones de streetwear de las revistas adoran fotografiar celebridades vistiendo casual y mostrar cómo son super cool hasta para ir a pasear al perro y recoger sus caquillas calzando Louboutin y llevando una bolsa de Vuitton. Todo el mundo enloquece y quiere la chamarra de piel de ésta, la bolsa de aquélla y la camiseta de la de más allá. Por otra parte, la proliferación de blogs y egoblogs de moda que enarbolan imágenes de chicas y chicos portando lo último de la moda —desde Zara hasta Balmain— se convierte en un alimento visual y en un supuesto ejemplo que deberíamos seguir. Pero ¿cuál es la consecuencia de esto? Que por la calle pululen hordas de personas vestidas exactamente de la misma manera. Todas llevan lo mismo. Claro, por eso se llama moda: porque todo el mundo la usa al mismo tiempo.

Hace un par de años cayó en mis manos un libro que resultó bastante enriquecedor en mi vida: I ♥ your style, de Amanda Brooks, una columnista del New York Times y Vogue. En él, la autora habla de cómo encontró su estilo y lo fue desarrollando; su objetivo es servir de ejemplo a los lectores para hallar el suyo propio. Brooks expresa algo en lo que siempre he creído: “Cuando salgo a la calle, me encuentro con muchas personas que hacen su mejor esfuerzo por verse bien. Pero siempre me impresionan más aquellas que se ven diferentes”. Es verdad. Las editoras de moda, blogueras y chicas de sociedad parecen cortadas con la misma tijera y, de acuerdo con las tendencias, casi siempre van vestidas impecablemente, pero iguales. Me parece más interesante alguien que propone, que va más allá y lleva la moda del momento a un siguiente nivel, es la persona que realmente quiere salir del montón. Proponer. Ser diferente. Tener un estilo propio. Prefiero a la chica que se pone un vestido de Chanel con tenis o sandalias que a una que lo lleva con unos zapatos de tacón alto perfectos porque, aunque estéticamente pueda ser más armonioso, la primera opción es más original y abre camino para nuevas estéticas, para nuevas ideas que también pueden verse bien. Al final, es en la originalidad donde nacen las nuevas modas. Piensen en Coco Chanel. Fue la “rarita” de su momento, vistiendo con sencillez en una era donde la ropa era complicadísima.

Se vale ser el raro, el astronauta o el vaquero si se te antoja, pero la originalidad debe ser producto de una búsqueda estética, no de una pura provocación. Si innovas para escandalizar a la gente, entonces te estás disfrazando. Pero si innovas para hallar una manera distinta de usar algo, para verte mejor de una forma menos convencional, entonces vas por el camino correcto, ahí delante está esperando tu estilo, ése que será tu compañero y cómplice por el resto de tu vida.

La palabra estilo lo dice todo, pero puede no significar nada para algunas personas. Para eso estamos aquí: para encontrar su significado, pero a través de tu propia percepción. En este libro no tengo la intención de ponerme como ejemplo ni mucho menos ser imitado, porque no creo poseer esa clase de estilo que se imita o, por lo menos, que se imita y funciona bien en alguien más. Si bien es cierto que en algunos capítulos podrás encontrar algunas de mis anécdotas personales, te aclaro que las he puesto ahí primeramente para divertirte un poco y luego para intentar que mis experiencias te ayuden a reflexionar sobre tu propio caso. Mi finalidad con este compendio de ideas, ejercicios y reflexiones es la de mostrarte ese camino que hay dentro de ti y que te llevará a encontrar tu propio estilo. Cualquiera que éste sea. ¿Te animas a descubrirlo?

1. ¿Qué es el estilo?

Estilo: quienes lo tienen comparten una cosa: la originalidad.DIANA VREELAND

Cuando era muy jovencito —alrededor de 1980—, una mañana primaveral de abril me alistaba para ir a la escuela. Era lunes, día de homenaje a la bandera y de práctica de deportes. Bañado, perfumado con el Aramis que le hurtaba a mi padrastro, peinado y vestido enteramente con mi uniforme blanco, me miraba en el espejo con desencanto. Ese atuendo monocromático era pulcro, cierto, pero aburrido como la Ley Federal del Trabajo. Entonces tuve una ocurrencia: imprimirle un poco de color, darle un toque de... originalidad. De modo que entré al cuarto de mi abuela y, tratando de no despertarla, abrí su clóset y saqué una de sus prendas favoritas: un chaleco de piel de leopardo que siempre me había fascinado. Volví a entrar al baño y me lo probé. ¡Genial! Se veía espléndido con el uniforme y había logrado quitarle lo común y corriente.

Al llegar a la escuela y en pleno patio, fui víctima de mi primera humillación social masiva. Las risas de los niños, las bromas de mis compañeros... Todo a causa de una decisión arriesgada de vestuario. Por supuesto que deseé con todo mi ser no haberme puesto el chaleco, pero, pese a ello, fui coherente con mi elección y no me lo quité ni un minuto durante todo el día, soportando con estoicismo las mofas y risas de toda la escuela. No se me ocurrió volver a usarlo otra vez, pero siempre tuve claro que, gracias a esa prenda, dos cosas muy importantes pasaron en mi vida: mi crucifixión social y el primer encuentro con lo que sería mi estilo. Quizás entonces no lo sabía con claridad, pero algo había cambiado dentro de mí.

Probablemente, no todo el mundo ha tenido experiencias como ésta. Tal vez sus primeros contactos con el estilo no fueron tan shocking o ni siquiera vividos en carne propia, es decir, vinieron del exterior, de alguien más: al maquillarse una madre para una fiesta, al anudarse un padre la corbata, cuando una hermana se probaba un vestido nuevo o un hermano se vestía para su fiesta de graduación. Luego, quizás estas personas tuvieron que realizar sus primeras elecciones de ropa; vino la escuela y usaron uniforme, en un principio el que imponía la institución y más adelante el que exigía el grupo social al que pertenecían o querían pertenecer. Y de ahí a la vida adulta, al trabajo, el matrimonio...

Es posible que muchos, en este paso por la vida, hayan podido identificar su estilo reconociendo que era una extensión de su personalidad, de quienes realmente eran. Para otros, el estilo quizá les pasó de largo, especialmente si todo lo relativo a la moda les parecía irrelevante y la ropa no tenía más valor que el meramente funcional. Definirlo con claridad sigue siendo complejo. A veces, ni siquiera lo reconoceríamos aunque nos saliera al paso y tropezáramos con él.

Aquí viene la pregunta necesaria: ¿qué es el estilo? Una de las muchas definiciones que la Real Academia de la Lengua Española ofrece de él es: “Uso, práctica, costumbre, moda”. Elegí ésta porque considero que se ajusta de modo más cercano al tema que ahora nos atañe. El estilo es la forma en la que usas las prendas. Se aplica a lo que acostumbras usar y cómo sueles usarlo. Claro está que el estilo se expande a otros aspectos de tu vida: cómo y qué comes, dónde vives, trabajas, te diviertes, vacacionas, compras... Todo esto de alguna manera define la personalidad que, al fin y al cabo, refleja un estilo.

Hoy, muchas revistas de moda tienden a convertir en sinónimos los conceptos de estilo y elegancia, pero, a pesar de que pueden coexistir, y cuando lo hacen el resultado es glorioso, cada uno significa algo distinto. No son lo mismo. Una persona con estilo puede no ser elegante. Pero de esto hablaré más adelante.

Básicamente, el estilo nace de saber quién eres. De conocerte, de saber qué te gusta, lo que te favorece y queda bien y de esa manera tan tuya de usar algo. Esto se va forjando desde que tienes uso de razón. Todo lo que te rodea — la educación, el ambiente, la sociedad y hasta la geografía— influye en la formación de tu personalidad. Es el reflejo de tu historia personal, en una palabra. Ya desde que eres niño comienzas a identificarte con ciertos colores o determinadas prendas. Las niñas quieren usar vestidos de princesas, pero no todas visten del mismo personaje y, a pesar de que a muchas les gusta el color rosa, otras van a decantarse por el amarillo o el azul. Los niños pueden ir de vaqueros a futbolistas, aunque no faltará alguno que quiera vestirse de cantante de rock o imitar a su padre. A mí, por ejemplo, recuerdo que de niño me fascinaban las prendas en tejido de punto. Me daban la sensación de verme bien vestido, pulcro y hasta elegante. Era esa sensación de “vestir de domingo” que se usaba tanto en las familias de clase media de la primera mitad del siglo XX.

Poco a poco me fui decantando por un color u otro. Por puro gusto, ya que entonces no sabía si era porque un tono me quedaba mejor que otro. Simplemente me sentía bien con ellos. Recuerdo una camiseta de lana roja con discretos puntos blancos que me ponía todo el tiempo y las amigas de mi madre siempre decían que me quedaba de maravilla. Estoy seguro de que tú también recuerdas momentos como éstos y algunas prendas, colores o incluso formas especiales de llevar algo que, paulatinamente, comenzaron a convertirse en tu rúbrica. Una amiga del colegio era fanática de las ligas para hacerse coletas. Ella, hábilmente, forraba las ligas de cualquier material que se encontrara a mano: piel de conejo, encaje, trozos de tela del mismo uniforme... Alguna vez hizo que su padre le perforara un montón de corcholatas de refresco que ella cosió a sus ligas sin pudor alguno. ¡Era la sensación! Incluso hizo negocio vendiéndolas a las otras niñas.

Desde mi punto de vista, todo aquel a quien le importa mínimamente lo que lleva puesto tiene un estilo. A veces es sencillo y fácil —jeans, camiseta y tenis—, y otras veces puede ser más elaborado y sofisticado. Pero, como dije antes, el estilo es una constante en nuestros hábitos no sólo de vestir, sino también de vivir, de ahí el término estilo de vida. El estilo se va conquistando poco a poco. Nadie nace siendo Audrey Hepburn o Yves Saint Laurent, quien, siendo un niño de escasos cinco años de edad, lloraba cuando veía mal vestida a alguna amiga de su madre. Claro que estos genios de la moda son muy pocos y los demás mortales tenemos que trabajar muy duro y día a día para identificar lo que nos gusta, luego lo que nos queda bien y así, finalmente, poder forjar nuestro propio estilo.

Orson Wells, el director de cine, afirmaba que tener estilo consiste en saber quién eres y saber qué decir... y que lo demás te importe un demonio. Una frase que me encanta porque encierra mucho poder; quien llega a este estadio de pensamiento tuvo que haber recorrido antes un largo camino en la búsqueda de sí mismo. Pero vamos por partes y comencemos por el principio. ¿Qué es lo que define tu estilo?

El estrato y la educación

Evidentemente, una persona que nace en una situación económica privilegiada tendrá acceso a ciertos elementos que, con toda seguridad, marcarán su gusto. Ropa de cierta calidad, textiles, acabados, cortes y una valoración más consciente de todo esto. Poco a poco se crece con la idea de que lo que se trae puesto posee un valor —por la prenda per se o por lo que significa— y, por regla general, los niños que crecen con esta información normalmente tienden a desarrollar personalidades más conservadoras y, en consecuencia, estilos más clásicos.

Por otra parte, los niños que crecen en ambientes más restringidos económicamente le dan un valor distinto a la ropa: el meramente utilitario. Las prendas son para usarse, para vivir con ellas. Generalmente, crecen con un espíritu más espontáneo y libre. Estos niños y luego jóvenes usan lo que tienen a la mano, lo que compran por mera necesidad o lo que les heredan sus hermanos mayores. Muchas veces sus madres o ellos mismos cortan o transforman la ropa para darle “una segunda vida”. Todavía recuerdo, cuando era niño, los parches que se pegaban con plancha a la ropa para cubrir hoyos o manchas. Esto que nació como una necesidad utilitaria después se volvió una moda.

No obstante, éstas, como todas las reglas, pueden tener muchas excepciones. La creatividad y el gusto por la experimentación no son privativos de una clase social. Sin lugar a dudas, la educación sí puede ser decisiva en el momento de ir un paso más adelante en lo que a estilo se refiere, por ello se convierte en lo más importante que una persona puede tener. Por fortuna, los gobiernos contemporáneos saben que la educación es un derecho y no un privilegio. Una persona cultivada entenderá el suyo y otros mundos. Sabrá asimilar los cambios históricos y podrá llenarse de la información que hay ahí afuera. No hablo sólo de las artes y las ciencias, sino también de todo lo que sucede a su alrededor, en la calle, en la sociedad. Una persona educada se vuelve más elocuente, y, al final, ¿qué es la ropa sino un lenguaje?

Una persona educada y con mundo tendrá una visión más intelectual de la ropa, podrá darle un uso más consciente a lo que se pone y hará que ésta trabaje a su favor. En una palabra, usará la ropa y no al revés. Me explico: cuando no tenemos cultura, nuestro criterio es muy escaso. Entonces nos volvemos presa fácil de la publicidad y del consumo. Si el mundo nos dice que llevemos la tanga —o el resorte del bóxer— por fuera de los jeans, corremos a hacerlo. Pero si tenemos un criterio más desarrollado —estimulado por la educación—, nos daremos cuenta de que, a pesar de que nos juren que la indiscreta tanga que se asoma fuera de los límites del pantalón es muy cool y la lleva toda la gente, no es fina ni elegante, y estéticamente hablando se ve espantosa, así la use Christina Aguilera o quien sea.

Hay modas cuya génesis es válida —la experimentación, la novedad—, pero cuyo resultado final puede ser desastroso. Sólo nuestro sentido común nos hará darnos cuenta de ello y lograr diferenciar un gesto atrevido de uno vulgar y soez. Miuccia Prada dice: “La receta para tener estilo es estudiar. La gente tiene que documentarse, aprender”. No podría estar más de acuerdo con ella.

La geografía

Parece mentira, pero es decisiva en nuestras elecciones estilísticas. Las personas que nacieron en climas cálidos por naturaleza se inclinan hacia textiles más ligeros, frescos, y gustan de colores más vivos, al contrario de aquellas que nacieron en climas fríos, quienes optan por texturas más abrigadoras y normalmente se decantan por tonos más sobrios. Por otra parte, la gente que vive en ciudades donde los cambios de estación son muy marcados adquiere un sentido de versatilidad muy importante y aprende a saber cómo variar de prendas de un clima a otro.

También la cultura y el folclor de cada país influyen decisivamente en el gusto de los que viven en él. En España, por ejemplo, los estilos varían considerablemente de acuerdo con la región: los andaluces tienden a llevar ropa más sexy, festiva; los madrileños se decantan más por un estilo urbano y los catalanes son amantes del diseño y sus elecciones al vestir implican un toque inusual; por ejemplo, las monturas de sus lentes son siempre de estilo extremo, fabricadas en coloridos acetatos.

En México, la gente que vive en climas tropicales, como los veracruzanos o yucatecos, tiene una tendencia a vestir de blanco o en colores claros y de fibras naturales, como el lino y algodón. Las oaxaqueñas, orgullosísimas de su herencia cultural, incluyen en su indumentaria cotidiana elementos de su folclor, como es el caso de la joyería de filigrana o las prendas con bordados multicolores. Los habitantes de la ciudad de México son urbanos al ciento por ciento y sus atuendos se han convertido en una mezcla multicultural, influida básicamente por nuestro vecino país del norte y Europa, España especialmente.

En Estados Unidos, la influencia geográfica es aún más clara. Se puede distinguir perfectamente a simple vista a un neoyorquino de un angelino. Los habitantes de Nueva York son urbanitas al ciento por ciento y manan una sofisticación muy suya; es esa elegancia que radica en lo simple, pero siempre se adereza y achispa con toques de moda. La gente que vive en Los Ángeles es más “ligera de equipaje”, de exteriores, de estilo playero. Pero incluso dentro de este estilo relajado alcanzan un glamour muy suyo y adoran las prendas más volátiles, los accesorios grandes y, tanto las mujeres como los hombres, tienen siempre un aspecto saludable, asoleado y cuidan mucho su figura.

Otros que son geográficamente famosos por su elegancia son los parisinos, siempre chic sin tratar demasiado. ¿Cómo dejar de lado a los italianos y su ropa siempre sexy y ajustada al cuerpo? Otra cultura muy interesante, estilísticamente hablando, es la india, cuyos habitantes, en medio de un ambiente áspero, se las ingenian para brillar con la gama de colores más atrevida y relumbrante del planeta.

La sociedad

Sí, es casi freudiano. La sociedad nos impone reglas para que cada uno no vaya por ahí haciendo lo que le da la gana y que el mundo se vuelva un caos. Los niños pueden mostrarse en público en ropa interior o desnudarse sin pudor alguno, usar las prendas que les gustan o descartar las que detestan, quitarse los zapatos. Pero gradualmente van aprendiendo por regla social, moral y a veces hasta religiosa que hay ciertos lineamientos de conducta que deben seguirse para la buena convivencia con los demás. Si un niño creciera alejado de la civilización y sus reglas de comportamiento, se volvería un salvaje, como Mowgli, de El libro de la selva.

Depende mucho de cómo se nos transmitió ese mensaje cuando fuimos niños —con cuánta holgura o firmeza— el que desarrollemos más o menos la adaptación a la sociedad y que esto al final se refleje en nuestro estilo personal. Una persona a la que se le pusieron pocos límites tal vez tendrá más problemas de adaptación y esto se reflejará con toda seguridad en su estilo, que podría inclinarse hacia corrientes estéticas más rebeldes, más anárquicas, como el punk, por ejemplo. Alguien que tuvo más restricciones y una educación más rígida pasará menos trabajo para integrarse a la sociedad y su estilo seguramente será más uniforme, más acorde al del grupo en el que suele moverse; probablemente esta persona será más proclive a seguir las tendencias de moda.

Por otro lado, los sectores más conservadores de una sociedad e incluso la religión influirán también en el estilo de una persona. Estos factores se vuelven más restrictivos especialmente en lo que respecta a prendas reveladoras o que se relacionan con lo que en su código moral parece vulgar o contestatario. Sólo hace falta mirar hacia atrás y recordar cómo han sido mal vistas, a lo largo de la historia del siglo pasado, las faldas muy cortas, los maquillajes excesivos o las tendencias culturales rebeldes de los jóvenes —que se han traducido a modas—, como el punk, el grunge o el mismo rock.

Toda esta carga de información, de una manera u otra, la recibimos todos: educación relajada, estricta, moralina, libre... Pero lo fascinante de todo esto es que al final lo que nos convierte en individuos (únicos) es que cada uno toma esa base y la transforma, trabaja y evoluciona de acuerdo con su personalidad. La génesis del estilo es espontánea y no tiene reglas. Lo que sí las tiene es cómo descubrirlo, pulirlo y desarrollarlo, pero de esto iré hablando en los siguientes capítulos.

Nuestro propio concepto de la estética

Así como Saint Laurent lloraba al ver mujeres mal vestidas, seguramente recuerdas un momento lejano en tu infancia que tendría relación con tu estilo, una prenda que te gustaba mucho, tu color favorito, gestos, formas de expresión. Todo esto es muy tuyo. Como los aspectos mencionados antes, también el concepto de la estética se crea por los factores externos que nos van formando como individuos. Pero lo fascinante del tema es que no hay una razón que explique el gusto: nuestra elección de una cosa en lugar de otra es completamente arbitraria. En cuestiones de gusto no hay un motivo que sea reglamentado o seguro. Es verdad que muchas veces una niña elige un estilo determinado de zapatos o un niño opta por una camisa de un color u otro por imitación porque lo han visto en sus padres, hermanos o en otros niños. Pero he sabido de cientos de casos donde las elecciones son absolutamente arbitrarias.

Mi sobrina, por ejemplo, desde muy pequeña tuvo inclinación por todo aquello que le evocaba feminidad: maquillaje, zapatos de tacón, joyería. Lo curioso es que en su entorno no había nada que la hubiera influido hacia esta inclinación, ya que su madre y su padre solían ser dos personas bastante sencillas y poco interesadas en estas cuestiones de la moda. Además, la televisión en su casa estaba muy restringida. Ella creció siendo elocuente, clara, pícara y, lo que más me gustaba de ella, amante de la moda. Recuerdo que cuando la bautizaron ya estaba mayorcita; tendría unos cinco años de edad. Yo fui su padrino y cuando compramos su atuendo para la ocasión le sugerí que, como ya no era una bebita, sería mejor llevar un vestido blanco sencillo, sin todos los encajes y adornos que suelen tener los trajes de bautizo en Latinoamérica. Ella me miró y me dijo sin titubear: “Me parece muy bien llevar un vestido sencillo. Pero entonces quiero un collar de perlas”. Me dejó de una pieza. Después de la risa y sorpresa por la contundencia de su solicitud, sonreí desde el fondo de mi ser y, claro, le compré un collar de perlas. Cultivadas y modestas, pero reales. Se las merecía.

Como el de ella he visto muchos casos: gente que desde pequeña manifestaba su personalidad mediante sus gustos, su ropa, sus elecciones para una cosa u otra. Es el desarrollo de nuestro propio sentido estético. Sí, es una cualidad que mucha gente desarrolla más pronto y hay quien la tiene latente, pero con la ayuda y los estímulos adecuados puede despertarse en cualquier momento.

¿Y la moda?

Se cuece aparte. Se suele creer que una persona que gusta de la moda, que la sigue o consume tiene estilo. Esto no es necesariamente cierto. Pero primero te diré lo que es la moda para mí. Se trata de un fenómeno cultural, un movimiento estético, una industria que nos sirve —y a la que servimos, por qué negarlo— y cuya naturaleza es muy arbitraria. Es decir, la moda no nace para cubrir las necesidades de los consumidores, sino más bien para generarlas. El nuevo vestido de Valentino, la bolsa de Chanel o los zapatos de Louboutin no nacieron, a diferencia de la tecnología o la ciencia, para subsanar una necesidad nuestra, sino para crearnos una necesidad estética y despertar deseo. Ésa es su magia. Entendamos algo: la ropa se compra por necesidad, la moda no; no se adquiere porque cubra una necesidad imperiosa, sino, simplemente, porque nos gusta. Y mucho.

Claro que cuando abrimos las páginas de una revista, encendemos la televisión o entramos a un mall puede parecer que existe una confabulación contra nosotros para hacernos sentir que la moda es indispensable como el oxígeno. Seré franco: a veces sí la necesitamos desesperadamente, sobre todo cuando somos adictos a ella. Si tienes este libro en tus manos es porque seguramente también tienes, en mayor o menor grado, una afición por la moda.

Pero, volviendo al punto inicial, es importante entender que la moda no te da estilo. Lo puede reafirmar, exacerbar, exaltar, pero nadie se vuelve una persona “con estilo” por comprarse el vestido de la temporada. No es así como funciona. Observa muy bien a tu alrededor, a tus compañeros de escuela, de oficina; en la calle misma. Verás decenas de chicos y chicas que, de alguna manera, llevan ropa muy semejante, especialmente los muy jóvenes. Observa cómo el mismo par de jeans, la blusa, la camiseta y los zapatos se ven diametralmente diferentes de una persona a otra, y más aún, ve cómo hay a quien le lucen de maravilla y a quien se le ven espantosos. Y son atuendos muy parecidos. ¿Qué influye? La talla, la altura, la edad, el tono de piel... Esto hace que ciertas prendas, cortes y colores favorezcan más a ciertas personas que a otras. Pero los seguidores apasionados de la moda, que quieren llevar lo último a toda costa, no hacen esta reflexión antes de decidir sobre lo que van a ponerse.

¿Cuántas chicas o chicos con kilos de más no has visto en la calle con camisetas o prendas superajustadas, incapaces de contener sus formas? Y más, ¿cuántas chicas se tiñen de rubio con pésimo resultado o se ponen faldas cortas teniendo piernas demasiado delgadas...? La moda los hace sus esclavos, y no en buena forma. Ser una fashion victim a veces es simpático, pero otras suele ser patético, y hay que aprender a librarnos de ello. ¿Cómo? Abrazando nuestra realidad y respetando nuestra personalidad y gusto. Es verdad que la moda es atractiva y seductora —y lo es mucho más en los jóvenes—, pero encontraremos más fácilmente nuestro estilo si vemos la moda con más cautela.

Métete en la cabeza que la moda tiene que adaptarse a tu personalidad, servirte. Nunca al revés. ¿Cómo se logra esto? Muy simple: cuando te conoces bien, eliges de la moda aquello que se adapta a tu personalidad, que te queda bien y te favorece. Tienes claro cuando algo “no es tu estilo” y te niegas a usarlo, aunque sea el último grito de la moda. Si éste es tu caso, considérate una persona ganadora.

Definiciones de estilo

Todos los grandes —de la moda y otros ámbitos— han dado sus definiciones de estilo, y nosotros, a los que nos apasiona el tema, las repetimos como mantras. Las analizamos, meditamos y hasta filosofamos sobre ellas. Claro, tener como guía las sabias palabras de un grande, al que con frecuencia admiramos, suele ser muy iluminador.

COCO CHANEL: “Las modas pasan, el estilo permanece”.

Una gran verdad que además refuerza mi argumento de usar la moda para tus fines y no que ella te utilice para los suyos. Imagina a la misma Coco, con su traje de tweed y su vestido negro, sus collares de perlas, brazaletes y zapatos bicolores. Fue una revolucionaria, sabía con claridad que una mujer que elige una prenda porque le gusta, le queda bien y la representa, siempre se verá mejor que una que sigue la moda ciegamente.

PURIFICACIÓN GARCÍA: “El estilo es un don intransferible”.

La diseñadora española sabe que el estilo no se adquiere o se hereda, sino que debe desarrollarse de manera personal. Para ella, el estilo está en cómo una mujer se mueve, camina, lleva la bolsa... Es ese aire natural que cada quien tiene. Cree que se puede desarrollar también con estudio y educación, pero más que nada siendo coherente y sensato con la propia personalidad, con quien eres.

KARL LAGERFELD: “Estilo es lo que hace a una persona diferente de otra. Es su sello distintivo”.

No podría estar más de acuerdo. Si miramos un poco a las personas que consideramos que han tenido un estilo, nos daremos cuenta de algo: no se parecen a nadie más. Audrey Hepburn, Marilyn Monroe, Sarah Jessica Parker o el mismo Lagerfeld. Todos ellos han encontrado prendas, formas de usarlas y un discurso muy suyo de vestir, de llevarse a sí mismos. El sello de Karl son sus gafas oscuras y su cola de caballo; el de Audrey y Sarah Jessica, esa manera tan suya de llevar la ropa. Eso los hace diferentes de los demás.

CHRISTIAN LACROIX: “Sabes que tienes estilo cuando los demás te imitan”.

¿Qué no es esto justamente lo que crea las modas? Las masas suelen imitar a aquellos que han conseguido diferenciarse de los demás. De eso se trata este juego. Es muy halagador para quienes son innovadores y una guía invaluable para los seguidores.

AUDREY HEPBURN: “Uno no debe cambiar constantemente. Cada quien tiene su propio estilo. Cuando lo encuentres, apégate a él”.

A veces cuesta, porque la búsqueda entraña trabajo, introspección y autoconocimiento. Sin embargo, cuando se encuentra el estambre suelto es más fácil desenmarañar la madeja. Una vez que te conoces, lo demás viene por añadidura. Audrey lo sabía, por eso fue una mujer reconocible y admirada por lo que se ponía: siempre adecuado, perfecto y que, indudablemente, hablaba de quién era ella.

VICTOR HUGO: “El estilo es la sustancia del individuo llevada incesantemente hacia la superficie”.

Lo que eres, cómo piensas, cómo convives y socializas. Tus puntos de vista estéticos e ideológicos. Todo esto, que está dentro de ti, de una u otra manera se transporta hacia el exterior. Por eso se dice tanto que la elegancia es un estado mental. Si eres alegre, vives con ligereza y eres joven, esto se mostrará en tu indumentaria y tu manera de llevarla. Si eres consciente con el medio ambiente, también eso ya puede mostrarse con las prendas de vestir. Al final, es tu verdadero ser lo que tiene que manifestarse hacia el exterior. Sólo tienes que saber escucharlo para encontrar la mejor manera de que su manifestación exterior sea estética y tenga gracia.

LAUREN HUTTON: “Moda es lo que te ofrecen los diseñadores cuatro veces por año. Estilo es lo que tú eliges”.

Está dicho de manera magistral y clara. Hutton, como modelo y actriz, es una mujer que supo encontrar su estilo personal incluso habiendo estado tan influida toda su vida por diseñadores de moda, con cuyas creaciones se vistió miles de veces. Casual, natural y “ligera de equipaje”, esta mujer nos muestra, una vez más, que son nuestras elecciones —conscientes y acertadas— sobre el mundo de la moda las que nos ayudan a construir una personalidad propia.

BILL BLASS: “El estilo, antes que nada, es una cuestión de instinto”.

Volvamos un poco a lo que decíamos. ¿Por qué ciertas personas eligen un color por encima de otro? ¿Un corte determinado de prenda? Muchas veces por educación o información, pero cuando el estilo se tiene bien desarrollado, a la par que éste va creciendo nuestro instinto para elegir lo que más nos conviene y nos representa. Blass, brillante diseñador, tuvo siempre ese sexto sentido para crear prendas pulcras, fluidas... Transmitía su estilo a lo que hacía. Y las personas que poseen ese feeling o instinto para elegir correctamente, en un mundo con una oferta de moda tan amplia, en definitiva tienen perfectamente claro cuál es su estilo.

JOHN GALLIANO: “El estilo nace de la inspiración, nunca de la imitación”.

En efecto, el controvertido John Galliano tiene razón. En la búsqueda de estilo hay que tener claro quiénes somos, pero también hacia dónde debemos dirigirnos, e inspirarnos en una personalidad o alguien con quien nos identifiquemos es un excelente apoyo. Pero es importante tomar elementos y retransformar la idea de algo o alguien que nos gusta y adaptarla a nuestras propias características y condiciones. Si te inspiras en alguien, puedes generar a partir de ello algo nuevo en ti. Si imitas, nunca mostrarás tu verdadera cara, parecerá que llevas un disfraz.

RACHEL ZOE: “Estilo es una manera de decir quién eres sin tener que pronunciar palabra”.

La estilista, coordinadora de moda y ahora diseñadora tiene razón: la ropa que eliges habla por ti sin que digas nada. Un atuendo puede evidenciar tu edad, gustos, educación, religión y hasta clase social. Pero lo más interesante es que incluso en estilos más sofisticados y elaborados este discurso silencioso que dice tu ropa te hace único, y esto pasa cuando ya has entendido y reinterpretado tu propio bagaje personal y lo pones de manifiesto con tu indumentaria.

¿Soy fashion victim?

Es importante reconocer qué tanto hemos confundido ser fashionista con fashion victim. La primera es una persona a la que le gusta estar a la última moda, sabe de tendencias y las lleva con gracia, como parte de su personalidad. La segunda es aquella que va corriendo a comprar y usar lo que las revistas y publicidad le dicen que está de moda, sin analizar antes si realmente es para ella, si le queda, si le luce bien.

Y tú, ¿lo eres? Responde a estas preguntas con honestidad y lo sabrás.

1. ¿Estás muy pendiente —demasiado— de las tendencias de moda?

2. ¿Tienes en tu clóset prendas en excelente condición, pero ya no las usas porque son “de la temporada pasada”?

3. ¿Riges tus compras de ropa o accesorios guiada más por “lo que se lleva” que por lo que realmente te gusta o te queda bien?

4. ¿Usas colores que sabes de antemano que no te favorecen porque son “los de temporada”?

5. ¿Sueles imitar constantemente a las celebridades?

6. ¿Llevas zapatos de tacón con los que no puedes caminar o bolsas de mano incómodas e imprácticas, pero que son de supertendencia?

7. ¿Te compras una prenda de vestir pensando en el efecto que va a causar en las personas que te verán con ella?

8. ¿Eres capaz de viajar, hacer largas colas en una tienda o anotarte en listas de espera por un accesorio de última moda que no es fácil de conseguir?

9. Si alguna amiga —o amigo—, que es igual de amante de la moda que tú, critica algo que llevas puesto, ¿no te lo vuelves a poner aunque te guste y favorezca?

10. ¿Te has quedado sin pagar la renta o has tenido que comer casi pan y agua por una temporada con tal de comprarte una prenda excesivamente cara y de moda?

Si respondiste “Sí” a más de cinco preguntas, seguro eres una fashion victim. Si las afirmaciones fueron menos, entonces eres una persona a quien la moda le gusta, pero que no pierde la cordura por ella.

Ser víctima de la moda no es tan malo y, de hecho, cuando comenzamos a buscar nuestro estilo serlo resulta de gran utilidad, porque nos puede dar una guía de hacia dónde debemos ir y hacia dónde no. Nos da ideas, nos permite experimentar, algo que es importantísimo en el proceso de búsqueda de estilo. Aun cuando ya tienes una personalidad formada y eres una persona segura de quién eres, la experimentación siempre te llevará a descubrir novedades. Algunas quizá no sean buenas, pero con un poco de suerte tendrás revelaciones estilísticas maravillosas.

2. Estilo, elegancia y buen gusto. Tres conceptos diferentes

Probablemente perteneces a las nuevas generaciones cuya visión del mundo está íntimamente relacionada con las redes sociales. Este fenómeno nos ha acercado muchísimo con el mundo y ahora podemos enterarnos de lo que pasa en París, Japón o Brasil en tiempo real; de lo que comen, usan, dicen o escuchan los jóvenes de otras latitudes. Esto ha ampliado nuestro gusto y visión de todo lo que acontece socialmente, pero también nos ha llenado de desinformación porque hoy todos podemos opinar públicamente de algo.

Cuando era pequeño, recuerdo que oía a mi madre maldecir a Rocío Banquells frente a la pantalla del televisor cuando le hacía alguna villanía a Verónica Castro en la telenovela Los ricos también lloran. Agitaba sus puños al aire contra los malos de sus series favoritas y aconsejaba a las buenas. Claro está que ellos no podían escucharla. Todo se quedaba en la intimidad de nuestra sala. Hoy no pasa lo mismo. Si entonces hubiera habido Twitter, seguro que mi madre le hubiera dicho a la Banquells todo lo que pensaba de ella y se hubiera quedado muy tranquila.

Ahora se puede opinar de todo: de lo que dijo un político, de lo mal que le quedó la cirugía plástica a una actriz o de la última colección de Balenciaga. Opinar no tiene nada de malo. ¡Que viva la libertad de expresión! Lo que sí me parece terrible es cuando cualquier persona sin experiencia o educación decide, por sus pistolas, volverse un especialista en cualquier tema. Y en la moda, por desgracia, estamos saturados de ellas.

Durante mucho tiempo me negué a tener un blog. No tenía interés alguno en meterme al jardín de los blogueros porque, si bien era cierto que había muchos rosales, también estaba infestado de hierba mala. Y a veces, los unos podían confundirse con los otros.

Actualmente, mi percepción ha cambiado; sigo siendo periodista y escritor, pero además soy bloguero porque necesito tener un foro electrónico para expresarme con libertad. Y porque me encanta hacerlo. No obstante, aún pienso que hay mucha gente que no debería hablar de moda porque crea confusión. Ése es el gran problema. Estas opiniones infundadas sobre un tema que no conocen llegan a ser las causantes de que nuestro criterio sobre ciertas reglas de vestir se altere y se vuelvan confusas. Cientos de blogueros alrededor del mundo publican en sus espacios fotos de personas con looks que ellos consideran correctos. O, en algunos casos, dichas imágenes son de sí mismos, lo que vuelve la cuestión aún más subjetiva. A veces, la experiencia, bagaje y mundo de determinado bloguero pueden hacer que sus puntos de vista sean válidos y tengan un sustento. Decir “me gusta” porque sí no es suficiente. Hay que tener fundamentos para decirlo. Por eso, hay que cuidar a quién seguimos y verificar dos veces el currículum de nuestros consejeros de estilo. Tal es mi consejo.

Lo anterior viene a cuento porque en ocasiones se nos dificulta saber bien a bien qué es estilo, elegancia y buen gusto. Aunque los tres son conceptos que van de la mano, pueden existir el uno sin necesidad del otro. A veces son consecuentes entre sí y cuando se dan los tres en una misma persona es que ha logrado llegar al Olimpo del mundo de la moda.

Buen gusto

Es muy subjetivo porque su definición está íntimamente relacionada con un grupo de valores sociales y culturales que lo determinan. Por ejemplo, el buen gusto de una gran ciudad no es el mismo que el de un pueblito de provincia; tampoco es lo mismo en un país de Occidente que en uno de Asia o en países con educación más represiva, como los musulmanes. Entonces, para la cultura occidental sería de mal gusto que una mujer fuera demasiado vestida en la playa y para un país islámico sería justo lo opuesto, además de considerarse un atentado religioso. No voy a entrar en discusiones políticas o religiosas —es de mal gusto—, simplemente ejemplifico. Lo que se considera de mal gusto en una sociedad determinada es lo que ésta no ve bien, de acuerdo con sus reglas de convivencia particulares.

El buen gusto siempre ha sido un poco arbitrario. En algún momento, Christian Dior dijo: “Tener buen gusto es tener el mío”. Pero, en teoría, el gusto es nuestra capacidad de discernir entre lo que es bello y lo que no. Claro, esta capacidad puede ser innata o aprendida, y son las sociedades y culturas las que establecen lo que es bello y lo que no, de acuerdo con sus conveniencias individuales. El escritor Jean Rostand afirmaba: “El buen gusto está en el justo medio, como la virtud: entre la tontería del vulgo y la de los elegidos”. Esta definición me parece perfecta. Como siempre he dicho, el balance y el equilibrio son la clave de la armonía casi en todos los aspectos de la vida. Y la moda y el vestir no son la excepción.

Por ende, para mí, el buen gusto no es estar a la moda ni imitar a quien sí lo está, sino elegir correctamente, con prudencia, con discreción. Es balancear nuestras elecciones sin irnos a lo demasiado austero ni a lo excesivamente escandaloso. Tiene que ser sobrio, pero nunca aburrido; coquetear con lo atrevido, pero nunca caer en lo vulgar. El buen gusto, por lo general, va a lo seguro y el efecto que consigue socialmente es de una aceptación mayoritaria.

Pero justo este balance es lo más complicado de lograr en la vida porque por un lado están las masas ajenas al buen gusto —ya sea por falta de interés o de los recursos para adquirirlo— y por el otro están las elites seguidoras y amantes de la moda que la siguen al pie de la letra sin pasarla por el tamiz de un criterio adecuado. Es por ello que el buen gusto es raro, difícil de encontrar. Pero como éste se encuentra ligado a otros aspectos sociales, como las “buenas maneras y educación”, lo propio o lo mesurado, tiene también muchos detractores que huyen de él como de la peste.

Al respecto, el escritor Bertolt Brecht dijo: “A veces es más importante ser humano que tener buen gusto”. Steven Spielberg señaló: “Hay una línea muy fina entre la censura y el buen gusto”, y John Galliano afirmó: “Un diseñador que busca crear una colección de buen gusto a ultranza está poniendo en grave peligro su punto de vista creativo”. Como al final del día el buen gusto sería, estrictamente, el resultado de seguir determinadas reglas sociales, a las personas más rebeldes puede resultarles un poco reaccionario.

Pelayo Díaz, un bloguero español al que le sigo la pista ocasionalmente, es osado y aventurero al vestir. Tiene la edad, el cuerpo y las agallas, y esto siempre lo aplaudo. Experimenta con lo que usa, a veces con resultados magníficos, pero en otras, y como suele suceder en muchos casos, la mezcla le estalla en la cara y el experimento tiene un resultado fatal. Recuerdo que una vez posteó una foto suya usando sandalias con calcetines, una tendencia de moda de la que seguramente nos arrepentiremos algún día, pero que muchos jóvenes y fashionistas están adoptando. Personalmente no me gusta por una razón muy simple: no me parece estética ni práctica. Las sandalias sirven para mantener frescos los pies en climas cálidos, por ende, si las usamos con calcetines su función queda nulificada. Pero aplaudo la creatividad y osadía de Pelayo. Los comentarios negativos hacia su foto fueron muchísimos, incluso algunos cruentos. Y el argumento de sus detractores era el del mal gusto. ¿Cómo era posible que un bloguero de moda lo tuviera?

De pronto, David Delfín, un diseñador español muy reconocido, entró en su defensa afirmando que el look le gustaba. Callaba la boca de sus agresores diciendo: “El buen gusto hoy está muy sobrevalorado”. Esto me hizo reflexionar. ¿Será verdad? ¿Las reglas del buen gusto se están modificando o socialmente son tan tomadas en cuenta al momento de elegir que coartan nuestra libertad de elegir ropa por gusto, por diversión? Probablemente.

Pero, siendo honestos, el buen gusto nos mueve algo por dentro. Lo podemos desear o despreciar —probablemente por desinterés o por no saber cómo conseguirlo—, pero siempre lo vamos a reconocer porque salta a la vista. Tanto el buen gusto como el malo son producto de nuestra educación, cierto, pero también de una serie de decisiones personales, tomadas por libre albedrío. Ambos gustos son notorios y se trasminan no sólo a través de lo que usamos, sino también por cómo lo usamos. ¿Te interesa el buen gusto? Es fácil cultivarlo. La elegancia puede ser innata, pero el buen gusto sí se educa. La idea es siempre buscar el término medio. Es complicado de entrada porque nos parece abstracto, pero quizás esta ecuación te pueda ayudar: el buen gusto puede ser el resultado del punto medio entre lo que te pones siempre y lo que jamás te pondrías.

Hay quien dice que Audrey Hepburn tenía buen gusto por su sencillez, pero me inclino a pensar que lo tenía por su sentido del equilibrio. Fíjate muy bien en sus atuendos; eran pulcros, sobrios, pero siempre llevaba una pieza distintiva que la hacía salir de lo ordinario y, por ende, verse extraordinaria. En el look cinematográfico de Holly Golightly, sus vestidos sencillos estaban acompañados de piezas espectaculares, como un enorme collar de fantasía, un abrigo de fiesta, una tiara... En sus looks cotidianos sucedía lo mismo, se ponía unos pantalones simples y unos zapatos planos con un suéter oversize o un vestido de noche con una enorme flor como broche. Ésta era su forma de lograr equilibrio, mezclando piezas sencillas con otras más osadas.