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22 de junio de 1936. El filósofo Moritz Schlick se dirige a dar una charla en la Universidad de Viena cuando Johann Nelböck, un antiguo y perturbado estudiante, lo mata de un disparo en las escaleras de la universidad. Algunos periódicos austriacos defienden al asesino, que en el juicio se justifica acusando a su profesor de promover el pensamiento judaizante. A partir de este terrible hecho, David Edmonds reconstruye la historia del auge y la caída del llamado Círculo de Viena, un grupo de pensadores brillantes fundado por el propio Schlick que contribuyó a dar forma al mundo en que hoy vivimos. "El asesinato del profesor Schlick" ofrece un retrato inolvidable de estos intelectuales que lucharon por apartar el pensamiento filosófico de los excesos metafísicos y de la falsa ciencia, aun con el trasfondo de una ciudad cuya vibrante vida cultural se sumía en el desastre económico, el extremismo y la sinrazón.
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Seitenzahl: 557
Veröffentlichungsjahr: 2025
David Edmonds
El asesinato del profesor Schlick
Auge y caída del Círculo de Viena
Traducción de Luis M. Valdés Villanueva
CÁTEDRATEOREMA
Prefacio
Agradecimientos
El asesinato del profesor Schlick. Auge y caída del Círculo de Viena
Capítulo primero. Prólogo: Adiós, Europa
Capítulo 2. El polluelo y el elefante
Capítulo 3. El Círculo en expansión
Capítulo 4. El calvo rey francés
Capítulo 5. Wittgenstein lanza su hechizo
Capítulo 6. Neurath en la Viena Roja
Capítulo 7. Los cafés y los círculos
Capítulo 8. Sofás y construcción
Capítulo 9. El inoportuno regalo de Schlick
Capítulo 10. Extranjeros de allende los mares
Capítulo 11. El odio más prolongado
Capítulo 12. Días negros en la Viena Roja: «Carnap te espera»
Capítulo 13. Peleas filosóficas
Capítulo 14. La oposición no oficial
Capítulo 15. Ahora, maldito bastardo
Capítulo 16. El círculo interno
Capítulo 17. La fuga
Capítulo 18. Los hijos de la Srta. Simpson
Capítulo 19. Guerra
Capítulo 20. Exilio
Capítulo 21. El legado
Dramatis personae
Cronología
Bibliografía
Créditos
De adolescente tenía una opinión bastante mala (y posiblemente recíproca) de Dios y despreciaba los juicios éticos de mis mayores. Tal vez por eso me apresuré a leer el primer libro de filosofía que me propusieron, un libro que me enganchó a la filosofía de por vida. Lenguaje, verdad y lógica, de A. J. Ayer, descarta las afirmaciones sobre Dios por carecer de sentido. Rechaza la idea de «objetividad» en la moral. Tiene un estilo maravilloso, bravucón, exento de dudas. Desprecia a los predecesores filosóficos: los problemas que han acosado a la filosofía durante dos milenios, tales como las cuestiones sobre Dios, la ética y la estética quedan decisivamente zanjados.
En aquel momento no me di cuenta de que las ideas de ese libro procedían esencialmente de un reciclaje. No se originaron en Oxford, Inglaterra, sino en Viena, Austria. Habían sido tomadas casi enteramente (aunque no del todo) de un grupo de matemáticos, lógicos y filósofos denominado Círculo de Viena.
Un apunte rápido sobre la terminología. Los miembros del Círculo eran empiristas lógicos, a veces llamados positivistas lógicos. El positivismo es el punto de vista de que nuestro conocimiento se deriva del mundo natural e incluye la idea de que podemos tener un conocimiento positivo de él. El Círculo combinaba esta posición con el uso de la lógica moderna; su objetivo era construir una nueva filosofía. Pero el término positivismo lógico solo se introdujo en una revista estadounidense en 1931, y yo seguiré la práctica de la mayoría de los estudiosos del Círculo de Viena y hablaré de «empirismo lógico». Dejando a un lado las etiquetas, el empirismo lógico fue durante un tiempo, a partir de comienzos de 1930, el movimiento más ambicioso y más en boga en filosofía. Muchas de sus ideas centrales han sido abandonadas, pero su impacto se sigue sintiendo hoy en día. La filosofía analítica —la forma de filosofía dominante en los departamentos de filosofía angloamericanos, que hace hincapié en el análisis del lenguaje— no existiría en su forma actual sin el Círculo. Puede que el Círculo no tuviera todas las respuestas, pero planteó la mayoría de las preguntas correctas, preguntas con las que los filósofos siguen lidiando.
Se han dedicado magníficos trabajos académicos al Círculo. Este libro pretende tener un amplio interés general: tratará de explicar quiénes fueron sus miembros, qué fue de ellos, por qué fueron significativos y, en particular, entenderlos dentro del entorno en el que se desarrollaron.
El Círculo de Viena fue un grupo filosófico. Pero no puede entenderse de forma aislada. Surgió en una ciudad en la que también florecieron el arte, la música, la literatura y la arquitectura. La capital austriaca es la protagonista de estas páginas. Cuna del modernismo, en ella vivieron el psicoanalista Sigmund Freud y el compositor Arnold Schoenberg, el periodista Karl Kraus y el arquitecto Adolf Loos, el novelista Robert Musil y el dramaturgo Arthur Schnitzler. Las ideas del Círculo se complementaban o competían con otras que circulaban por Viena.
También estaban implicadas la política y la economía. El telón de fondo del Círculo era la catástrofe económica y el creciente extremismo político del que el propio Círculo acabaría siendo víctima. En este libro quiero darle sentido a la naturaleza revolucionaria y evangelizadora de la filosofía del Círculo, así como a los tiempos difíciles en los que este operaba. He llegado a creer que, independientemente de sus méritos académicos, el proyecto del Círculo, especialmente su ataque a la metafísica, lo convirtió ineludiblemente en político, creándose poderosos enemigos en la extrema derecha que, al final, vieron que no había más salida para sus intereses que destruirlo.
Viena siempre ha ejercido sobre mí una peculiar fascinación. Gran parte de un libro anterior, escrito con John Eidinow, El atizador de Wittgenstein (Wittgenstein’s Poker), estaba ambientado en Viena. En la esfera personal, mi madre es medio vienesa. Mi abuela, entonces Liesl Hollitscher1, estudió Derecho en la Universidad de Viena más o menos al mismo tiempo que los miembros más jóvenes del Círculo estudiaban también allí. Mi familia, como muchas otras del Círculo, era de clase media, judíos asimilados y, también como muchas otras involucradas en el Círculo, ciegas ante el giro extremista que tomaría la política.
Escribir este libro ha planteado algunos retos. Uno de ellos es la filosofía. La razón de que haya tan pocos textos accesibles sobre el Círculo es que su filosofía es muy compleja. Solo he ofrecido una descripción esquemática de las posturas filosóficas del Círculo y de las diversas disputas filosóficas en las que se vieron envueltos sus miembros, tanto dentro del Círculo como entre el Círculo y sus oponentes. Pero también incluyo, sin disculparme por ello, algo de filosofía (a veces difícil); un relato del Círculo sin abarcar la filosofía sería como una historia de una orquesta sin mencionar la música.
Luego están los personajes. El Círculo de Viena contaba con algunas figuras fascinantes, entre ellas varias que merecen (y algunas a las que, por derecho propio, se les han hecho) biografías completas. Inevitablemente, algunas de estas figuras han destacado más que otras, como el extraordinario Otto Neurath, prácticamente desconocido fuera de la filosofía. Se necesitaría un libro cinco veces más largo para hacer justicia a todos ellos.
Vivimos en una época en la que expresiones como «posverdad» y «noticias falseadas» están a la orden del día. En este entorno, el empirismo es más relevante que nunca. Y mi esperanza es que esta obra haga algo para reavivar el interés por un brillante conjunto de pensadores que florecieron en un mundo ya desaparecido y con cuyo espíritu intelectual es fácil simpatizar.
David Edmonds
1 Sin relación, que yo sepa, con el miembro del Círculo de Viena Walter Hollitscher.
Lo siento, pero tengo que dar las gracias a mucha gente. Empezaré por aquellos a quienes más debo.
Llevaba ya varios años trabajando en este libro antes de ponerme en contacto con Thomas Uebel, uno de los mayores expertos mundiales en el Círculo de Viena. Tenía algunas preguntas que quería hacerle y le pregunté si podía visitarle en Manchester, donde es profesor. Resultó que suele estar con frecuencia en Londres y nos reunimos, como deben reunirse las personas que hablan sobre el Círculo de Viena, en una cafetería gemütlich (acogedora). Fue la primera de muchas largas sesiones alimentadas por cafeína en las que me puso al corriente de diversos asuntos vieneses. También leyó todo el manuscrito y corrigió errores. No es responsable de mi interpretación del Círculo ni de los errores que sin duda persisten. Pero gracias, Thomas, por ser tan increíblemente generoso con tu tiempo y tus conocimientos. El libro habría sido mucho peor sin ti.
Varias personas leyeron parte o la totalidad del manuscrito e hicieron útiles comentarios. Entre ellas se encuentran Liam Bright, Christian Damböck, Josh Eisenthal, Nathan Oseroff, David Papineau, Ádám Tuboly y Cheryl Misak, que también me envió, en forma de manuscrito, su magnífica biografía de Frank Ramsey. El director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Londres, Barry Smith, me hizo comentarios increíblemente útiles sobre el libro. John Eidinow, un buen amigo con el que he escrito tres libros, leyó el manuscrito no una, sino dos veces, e hizo numerosas sugerencias útiles. Neville Shack siempre lee mis libros en versión manuscrita y es el que me controla las comas. Edward Harcourt comentó el capítulo sobre psicoanálisis. Muchas gracias a Friedrich Stadler, que junto con Thomas Uebel es una autoridad internacional en el Círculo de Viena y que también leyó el libro. En el último minuto, justo antes de enviar el manuscrito al corrector, Christoph Limbeck-Lilienau lo leyó todo y detectó bastantes errores que otros habían pasado por alto. Hannah Edmonds corrigió todo el texto.
Algunos expertos me dieron clases particulares; entre ellos David Papineau y Christian Damböck —sobre filosofía de la ciencia y Rudolf Carnap, respectivamente— y el historiador Edward Timms, que me invitó a su casa para hablar de la cultura vienesa. El profesor Timms, una gran autoridad sobre Austria, falleció en 2018. Pasé muchas horas agradables con Friedrich Stadler en el Café Landtmann, cerca de la Universidad de Viena, y pacientemente me respondió a muchas otras preguntas por correo electrónico (también me proporcionó muchas de las fotografías que se usan en el libro). Steve Gimbel tuvo la amabilidad de enviarme por correo electrónico una lista completa de las transcripciones de las entrevistas que había realizado a familiares de miembros del Círculo. Peter Smith me puso en contacto con Tarski y Elisabeth Nemeth me ayudó con Zilsel. Ádám Tuboly me envió algunos artículos muy útiles sobre Neurath.
Hubo dos revisores anónimos que me enviaron numerosas páginas de comentarios detallados. He descifrado sus identidades con un poco de investigación a lo Poirot, pero no romperé las convenciones nombrándolos aquí. Sabéis quiénes sois. Gracias.
Durante la investigación, me topé con un personaje, la Srta. Simpson, y me obsesioné con él. El capítulo sobre la Srta. Simpson está sacado de un programa de la BBC que presenté entonces y que fue brillantemente preparado por mi amigo y productor Mark Savage. Este material reapareció después en un artículo de 5500 palabras publicado por The Jewish Chronicle y su editor, Stephen Pollard.
Tengo que dar las gracias a los eficientes archiveros y bibliotecarios. Gran parte de la literatura la leí en la British Library, un maravilloso recurso público que solo se ve empañado por el precio excesivo de la comida para devorar que hay que reservar de antemano. Ha sido extrañamente reconfortante trabajar en un edificio cuyo arquitecto (Colin St John Wilson) se inspiró en Wittgenstein. He utilizado varios archivos: en la London School of Economics, tanto el archivo Popper como el de la Federación Británica de Mujeres Universitarias; el Warburg Institute, también en Londres; la Bodleian Library de Oxford (gracias a Sam Lindley y Rosie Burke), y las colecciones de Konstanz, Minneapolis y Pittsburgh. Un agradecimiento especial para Brigitte Parkenings, de la Universidad de Konstanz, que respondió amable y eficientemente a varias peticiones sobre Moritz Schlick, y al siempre amable Lance Lugar, de la Universidad de Pittsburgh. Dos Joshes, Josh Eisenthal y Josh Fry, realizaron por encargo mío algunas investigaciones en archivos de Pittsburgh. Sara Parhizgari me envió docenas de cartas del archivo Herbert Feigl de la Universidad de Minnesota. En un par de libros anteriores me he basado en la paranoica persecución de izquierdistas en la América de posguerra, y debo reconocer una vez más mi deuda con las asiduas investigaciones del FBI sobre intelectuales inofensivos, ya que me proporcionaron archivos sobre varias figuras del Círculo.
Varias personas me ayudaron con las traducciones del alemán y el holandés. Gracias a Daniel Cohen, Hannah Edmonds y Tim Mansel.
Un agradecimiento especial al Centro Uehiro de Ética Práctica y a Julian Savulescu, Miriam Wood, Deborah Sheehan, Rachel Gamini-Ratne y Rocci Wilkinson. Llevo más de una década vinculado a tiempo parcial al Centro, que ha sido un lugar inspirador para pensar y que ha alimentado mi amor por la filosofía.
Estoy agradecido a mi agente David Higham, Veronique Baxter, y a todo el equipo de Princeton University Press, muy especialmente a Robert Tempio, Matt Rohal, Kathleen Cioffi y Anne Cherry (y también a Al Bertrand, antes de que el apóstata se trasladara a otra editorial).
Hay muchas otras personas a las que debo dar las gracias. Hice varios llamamientos a quienes hubieran conocido a miembros del Círculo. Uno de ellos se transmitió a través de Leiter Reports, una web de filosofía. Otros se canalizaron a través de universidades estadounidenses. Decenas de personas se pusieron en contacto conmigo. Muchas otras personas también me proporcionaron información o me indicaron artículos y libros útiles. Me temo que habrá gente a la que haya olvidado, y les pido disculpas, pero me gustaría reconocer mi deuda con los siguientes: Albert Aboody, Laird Addis, Joseph Agassi, Thomas Allen, Bruce Aune, Harold Barnett, Mike Beaney, Bernhard Beham, Robert Bernacchi, Jeremy Bernstein, Albert Borgmann, Robert Borlick, Alisa Bokulich, Liam Bright, Karen Briskey, Paul Broda, Sylvain Bromberger, Panayot Butchvarov, David Casacuberta, David Chalmers, Robert Cohen, Susan Cohen, John Corcorol, Vincent Cushing, Richard Darst, Freeman Dyson (ya fallecido), Gary Ebbs, Evan Fales, Lorraine Foster, Liz Fraser, Curtis Franks, John Gardner, Rick Gawne, Rebecca Goldstein, Leonie Gombrich, Robert Good, Irving Gottesman, Adolf Grünbaum, Alex Hahn, Phil Hanlon, Henry Hardy, Gilbert Harman, Rom Harré, Colin Harris, Alan Hausman, Miranda Hempel, Peter Hempel, Michelle Henning, Herbert Hochberg, Gerald Holton, Mathias Iven, Charles Kay, Anthony Kenny, Mead Killion, William Kingston, Richard Kitchener, John Komdat, Georg Kreisel (ya fallecido), Matt LaVine, Christoph Limbeck-Lilienau, Hugh Mellor (ya fallecido), Daniel Merrill, Elisabeth Nemeth, Ines Newman (por su asombroso trabajo en el diario de su abuelo, mi bisabuelo), Nathan Oaklander, Van Parunak, Michael Parish, Charles Parsons, Alois Pichler, George Pieler, Ann Plaum, Mika Provata-Carlone, Douglas Quine, Irv Rabowsky, Sheldon Reaven, Harold Rechter, Maria Rentetzi, Wayne Roberts, Lawrence Rosen, Felix Rosenthal, David Ross, Markus Säbel, Albie Sachs, Adam Sanitt, Kenneth Sayre, Scott Scheall, Reinhard Schumacher, Eugene Sevin, James Smith, Peter Smith, Raymond Smullyan, Alexander Stingl, Markus Stumpf, Thomas H. Thompson, Alexandra Tobeck, Ádám Tuboly, Joe Ullian, Frederick Waage, Brad Wray, John Winnie, Stephen Wordsworth, Leslie Yonce-Meehl, Michael Yudkin, Anton Zettl.
Un agradecimiento final a las personas que más han tenido que tolerar en el largo periodo que me ha llevado escribir este libro: Liz, Saul e Isaac.
Auge y caída del Círculo de Viena
Según se mire, el momento fue afortunado o desafortunado.
El V Congreso Internacional para la Unidad de la Ciencia se reunió en Harvard del 3 al 9 de septiembre de 1939. El 1 de septiembre de 1939, los tanques alemanes habían entrado en Polonia: Gran Bretaña y Francia habían firmado tratados con Polonia garantizando sus fronteras. Dos días después de la invasión alemana, los dos aliados occidentales de Polonia respondieron declarando la guerra a Alemania. El Congreso se inauguró, pues, justo cuando comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
La tarde del primer día, los delegados escucharon el discurso radiofónico del presidente Franklin D. Roosevelt, pronunciado desde la Casa Blanca. Roosevelt aseguró a los oyentes que no era su intención que Estados Unidos se viera envuelto en las hostilidades. «He dicho no una, sino muchas veces, que he visto la guerra y que la odio. Lo repito una y otra vez. Espero que Estados Unidos se mantenga al margen de esta guerra. Creo que así será. Y les aseguro que todos los esfuerzos del que es su Gobierno se dirigirán a ese fin».
Dada la enormidad de los acontecimientos que se estaban desarrollando, un congreso sobre filosofía de la ciencia debió de parecer algo intrascendente, si no totalmente inapropiado. Pero para algunos de los participantes la organización del congreso en esa semana fue afortunada y les cambió la vida; de hecho, les salvó la vida.
El científico y filósofo Richard von Mises, cuyo hermano era otro renombrado académico, el economista Ludwig von Mises, había viajado a Boston desde Turquía. No regresó. También se quedó el lógico polaco Alfred Tarski, que había tomado el último barco que salió de Polonia antes de la invasión alemana. Aparentemente ajeno a la inminencia de la amenaza que se cernía sobre su patria, tenía un visado incorrecto (era para un visitante temporal) y no llevaba ropa de invierno. Lo más importante era que ahora estaba aislado de su familia, que estaba en Varsovia. Pero, si no hubiera aceptado la invitación a participar en el Congreso, lo más probable es que hubiera compartido el temible destino de tres millones de compatriotas judíos polacos.
Otros ponentes en esta conferencia de Harvard habían abandonado Europa en los años anteriores. El filósofo alemán Carl Gustav (Peter) Hempel recibió a Tarski al desembarcar en Nueva York. Hempel había sido alumno del filósofo de la ciencia Hans Reichenbach, que había llegado a América en 1938 y que también estuvo presente en el Congreso. Rudolf Carnap, de personalidad apacible y estatura colosal —y de quien oiremos hablar mucho más—, se había marchado a Estados Unidos en diciembre de 1935. Philipp Frank, físico y filósofo, llevaba un año en Estados Unidos, una vez que se había trasladado desde Praga. Edgar Zilsel, considerado un sociólogo de la ciencia, todavía estaba en Austria en el momento del Anschluss, la anexión de Austria por Alemania en 1938, y pudo aportar testimonio ocular del salvajismo que los nazis habían desatado. Lo mismo le había sucedido al filósofo del derecho Félix Kaufmann. Como disponía de recursos económicos, Kaufmann, ingenuamente, se sintió protegido del antisemitismo y dejó su huida para el último momento. Mientras tanto, el personaje más pintoresco de todos, Otto Neurath, había llegado de La Haya, donde había fijado recientemente su residencia tras huir de Viena en 1934. Un artículo de entonces, publicado en la revista Time, lo describía como un «sociólogo y filósofo científico calvo, pujante y lleno de energía»2. Aunque sus amigos le instaron a quedarse en Estados Unidos, su prioridad inmediata era regresar a los Países Bajos y con la que sería su tercera esposa.
En total hubo unos doscientos participantes. Las primeras sesiones de la conferencia se centraron en la posibilidad de unificar las ciencias: ¿Qué tienen en común las ciencias naturales, como la física, y las ciencias sociales, como la psicología y la sociología? ¿Podrían asentarse sobre los mismos cimientos? ¿Y cuán firmes eran estos? Además de estas cuestiones, se debatió un rango ecléctico de otros temas, como la probabilidad, la verdad, la psicología, el infinito, la lógica, la historia y la sociología de la ciencia y los fundamentos de la física.
Gran parte del trabajo pionero en estas áreas se había originado en Europa, concretamente en Viena. La conferencia había sido organizada por Neurath y Charles Morris, un filósofo afincado en Chicago que mantenía estrechos vínculos con el Círculo de Viena y era un entusiasta de llevar sus ideas a Estados Unidos. El filósofo estadounidense W. v. O. Quine escribió sobre la reunión de Harvard, que se trataba básicamente «del Círculo de Viena con adhesiones del exilio internacional»3. Él mismo fue una adhesión vital.
El Círculo de Viena —y su llamado empirismo lógico— había llegado a ocupar una posición dominante en el mundo de la filosofía en general y de la filosofía de la ciencia en particular. El Círculo había tenido un proyecto audaz. Había tratado de casar el viejo empirismo con la nueva lógica. Quería que la filosofía desempeñara un papel de ayuda a la ciencia. Creía que las proposiciones científicas podían ser conocidas y, a la vez, ser significativas, y que esto era lo que distinguía las proposiciones genuinas de las pseudoproposiciones; esto era lo que establecía la demarcación entre la ciencia y la metafísica. Había incluido a muchos pensadores brillantes, entre ellos Kurt Gödel, ampliamente reconocido como el lógico más importante del siglo xx, y estaba vinculado a muchos otros, entre ellos dos de los filósofos más importantes de ese siglo, Ludwig Wittgenstein y Karl Popper.
Mientras se ponía en marcha la conferencia de Harvard, Europa aceleraba su caída en la barbarie, y cada día se sucedían actos de violencia y crueldad que en los seis años siguientes se convertirían en rutina. El 3 de septiembre, en el pueblo de Truskolasy, al sur de Polonia, decenas de campesinos fueron acorralados y fusilados. A solo ochenta kilómetros, veinte judíos fueron obligados a reunirse en la plaza del mercado. Entre ellos estaba Israel Lewi, de sesenta y cuatro años. «Cuando su hija, Liebe, corrió hacia su padre, un alemán le dijo que abriera la boca por “insolencia”. A continuación, le disparó un tiro dentro de ella»4. Poco después se produjo la ejecución de todos los demás judíos. El día de la clausura de la conferencia, seiscientos treinta presos políticos checos fueron trasladados al campo de concentración de Dachau, en Baviera.
Durante la conferencia de Harvard, Horace Kallen, un académico judío-estadounidense de la New School for Social Research, famoso por defender el pluralismo cultural y por oponerse a lo que consideraba respuestas demasiado simplistas a los problemas filosóficos, adoptó una postura provocadora. Defendía la opinión de que intentar unificar las ciencias era un proyecto peligroso, vinculado a la ideología fascista. Neurath, pariente lejano de Kallen, replicó que, por el contrario, la unificación tenía una motivación democrática y facilitaría la crítica de cualquier especialización concreta. Neurath era uno de los muchos miembros del Círculo que creían que el empirismo lógico formaba parte de la lucha contra el fascismo. El empirismo lógico representaba los valores ilustrados de la razón y el progreso, un amortiguador contra las emociones oscuras e irracionales. El empirismo lógico representaba el sentido contra el sinsentido, la verdad contra la ficción. La lucha era más importante que nunca.
Viena había sido hasta hacía poco un hervidero de creatividad. Una inusual combinación de fuerzas políticas, sociales y económicas se había unido para producir asombrosos logros culturales y académicos, incluidos los del Círculo. Pero la caldera política se desbordó. El Círculo de Viena fue disuelto por la fuerza en 1934. Más tarde, su líder, Moritz Schlick, fue asesinado.
El asesino de Schlick, Johann Nelböck, un antiguo alumno mentalmente inestable, afirmó que le movían motivos políticos e ideológicos. Fuera cierto o no —y parece altamente cuestionable—, varios periódicos austriacos tomaron en serio las afirmaciones de Nelböck: el empirismo lógico era pernicioso, antirreligioso, antimetafísico. Era una filosofía judía y el profesor Schlick encarnaba todo lo malo que había en ella. En este contexto, el argumento era que el acto de Nelböck no carecía de razón. De hecho, sugería un artículo, era incluso posible que la muerte de Schlick facilitara la búsqueda de una solución a la «cuestión judía».
Tras el asesinato de Schlick, el Círculo de Viena siguió de manera informal, aunque muy debilitado. Pero el Anschluss y el estallido de la Segunda Guerra Mundial marcaron puntos de no retorno. Si las ideas del Círculo querían sobrevivir, tendrían que arraigar ahora en el mundo angloamericano. Era un proyecto de futuro.
Entonces, ¿qué era el Círculo de Viena, la «república de eruditos»5, como la describió Otto Neurath, y por qué era importante? ¿Por qué había sido aplastado por las autoridades? ¿Por qué sus miembros se vieron obligados a exiliarse? ¿Había logrado su objetivo último, vencer a la metafísica y desterrar las múltiples variedades de pseudoconocimiento?
2 Citado en Reisch, pág. 72; originalmente en Time, 18 de septiembre de 1939, págs. 72-73.
3 Quine, pág. 140.
4 Gilbert, pág. 4.
5 Citado en Stadler (2001), pág. 198.
La filosofía es la actividad mediante la cual se aclara y define el significado de las proposiciones.
Moritz Schlick
No era austríaco, judío ni pobre. Dicho de otro modo, Moritz Schlick no sufría las inseguridades culturales, sociales y políticas de tantos de aquellos con los que pasaba el tiempo en Viena. Quizá porque se sentía suficientemente protegido de las circunstancias personales que amenazaban a sus colegas podía ejercer una influencia tranquilizadora sobre los que le rodeaban, moderando los desacuerdos y controlando los egos. Era un constructor de consensos: de voz suave, a menudo vacilante, desprendía más encanto que carisma. Con los alumnos de bajo rendimiento era impaciente, y corregir y calificar le resultaba una carga tediosa, pero sus alumnos más inteligentes le querían y admiraban. La escritora Hilde Spiel, una antigua alumna, lo definió como «un hombre verdaderamente sabio y bueno», un mentor amable que «nos convencía de la claridad y sinceridad de su pensamiento a través de la fuerza de su propia personalidad clara y sincera»22.
En otras palabras, era el hombre perfecto para dirigir el Círculo.
Moritz Schlick nació en una familia acomodada de Berlín el 14 de abril de 1882. Su padre era director de una fábrica de peines, entre otros productos, y por parte de madre también tenía dinero y buenas relaciones sociales. En Viena tenía un amplio apartamento en la selecta Prinz Eugen Strasse, donde los Rothschild poseían una mansión. Sus habitaciones daban al parque del Belvedere, pero por las mañanas le gustaba montar a caballo en otro parque, el Prater. En 1907, Schlick se casó con una estadounidense, Blanche Guy Hardy, hija de un pastor protestante, que había sido enviada a un internado en Alemania; tuvieron dos hijos. Schlick hablaba inglés con fluidez y era cosmopolita; pasaba las vacaciones familiares en Italia. Viena se convirtió en su hogar, pero tenía otras opciones. Austria era una de ellas.
Su primera pasión había sido la física, y se doctoró con una tesis sobre la naturaleza de la luz (obtuvo summa cum laude) supervisada por el futuro premio Nobel Max Planck. Poco después, su interés se desvió hacia la filosofía de la ciencia y consiguió un puesto como profesor en la Universidad de Rostock, en el mar Báltico. Los efectos a largo plazo de una enfermedad infantil (escarlatina y difteria) le salvaron de ir al frente en la Primera Guerra Mundial; a cambio, fue enviado a un aeródromo militar cerca de Berlín, donde trabajó en un departamento de física. Un libro publicado al final de la guerra, Espacio y tiempo en la física contemporánea (Raum und Zeit in der gegenwärtigen Physik), fue bien recibido e incluso reseñado en periódicos extranjeros. Intentaba abordar las implicaciones filosóficas de la nueva física representada por Einstein y Planck. Poco después apareció otra obra suya, Teoría general del conocimiento (Allgemeine Erkenntnislehre).
En 1922 se produjo un punto de inflexión en la historia de la filosofía del siglo xx cuando, a la edad de cuarenta años, le ofrecieron, y aceptó, la cátedra de Filosofía Natural de la Universidad de Viena, que en su día había ocupado Mach. Según Friedrich Stadler, historiador del Círculo de Viena, Hans Hahn había sido el principal valedor de Schlick para el puesto. El propio Hahn había sido nombrado catedrático de universidad solo un año antes, después de haber enseñado en Bonn, y rápidamente se había hecho con una base de seguidores. No tenía una presencia magnética ni era especialmente accesible, pero tenía una voz fuerte y sus clases eran muy claras y concisas: eran «una obra de arte»23, según uno de los asistentes (Karl Popper).
Hahn admiraba el trabajo de Schlick y dedujo, acertadamente, que sería un aliado útil en la batalla contra lo que Hahn consideraba los elementos reaccionarios de la universidad. Schlick venía con una sólida recomendación de alguien cuyas opiniones exigían respeto: Albert Einstein. No obstante, Hahn tuvo que ejercer una intensa presión para conseguir el nombramiento y hacer caso omiso de varias objeciones, como la acusación de que el alemán estaba demasiado dispuesto a adoptar los últimos avances científicos, que muchos consideraban misteriosos y subversivos. También estaba la preocupación de que Schlick fuera judío. Al menos en este punto, Hahn pudo tranquilizar a sus detractores: a diferencia de Hahn, Schlick era un ario puro.
* * *
Poco después de que Schlick ocupara su cátedra, él, Neurath, Hahn y algunos otros eruditos con conocimientos científicos empezaron a reunirse de vez en cuando para mantener discusiones filosóficas. Este grupo central se ampliaría en los años siguientes, reuniendo a su alrededor una colección verdaderamente notable de mentes brillantes.
Viktor Kraft trabajaba en la biblioteca de la Universidad de Viena y no consiguió un puesto académico oficial hasta 1924, a la edad de cuarenta y cuatro años; Kurt Reidemeister, un matemático alemán, trabajaba en cómo entender matemáticamente los nudos; Edgar Zilsel se había doctorado en Matemáticas durante la Primera Guerra Mundial; Felix Kaufmann era un ingenioso jurista interesado en la fenomenología (el estudio de los fenómenos conscientes: cómo se nos aparecen las cosas). Josef Schächter estudiaba filosofía y se preparaba para ser rabino; Marcel Natkin era un estudiante polaco que escribió una tesis muy apreciada sobre los méritos de la simplicidad en las teorías científicas; Béla Juhos era un aristócrata húngaro que estudiaba con Schlick.
También estaba Karl Menger, que había estudiado matemáticas con Hahn antes de trasladarse a Ámsterdam con una beca. Hahn se alegró de su regreso. Hahn también fue el supervisor de Kurt Gödel, un hombre introvertido de pequeña estatura, delgado, extraño e inquisitivo. Nacido en Moravia en el seno de una familia luterana de habla alemana, Gödel también era de clase media: su padre dirigía una fábrica. Era un niño nervioso y ansioso que en la escuela destacaba en todas las asignaturas. Ingresó en la Universidad de Viena para estudiar física antes de inclinarse por las matemáticas. Hahn no tardó en hablarle de él a Schlick, y así se reclutó otro miembro para el grupo.
También fueron reclutados Herbert Feigl y Friedrich Waismann, alumnos de Hahn y Schlick, respectivamente. Feigl se había criado en una familia acomodada —su padre trabajaba en el sector textil— en lo que hoy es la República Checa; como se ve, encajaba en el entorno típico del Círculo. Waismann, en cambio, de origen ruso, no tenía recursos. Los problemas financieros ensombrecerían gran parte de su vida.
Fue sugerencia de Feigl y Waismann que las actividades que se desarrollaban en los cafés adquirieran un carácter más oficial, ya que para el grupo ampliado se había vuelto impracticable mantener un diálogo sensato en medio del bullicio habitual de esos lugares. Se convenció a Schlick para que fuera el líder y el guardián del grupo. Él determinaría quién merecía ser incluido y quién no. El grupo aún no tenía nombre oficial.
Con el paso del tiempo y las reuniones, algunos pensadores siguieron adelante y otros se unieron. La mayoría del Círculo era casi una generación más joven que su vieja guardia, Frank, Hahn, Neurath y Schlick. Entre los miembros más jóvenes se encontraban los matemáticos Gustav Bergmann y Olga Taussky, el rabino Josef Schächter, Rose Rand, Walter Hollitscher y Heinrich Neider; este último sorprendió a un amigo, antes de entrar en el Círculo, al confesar que nunca había oído hablar del derviche vienés Otto Neurath.
Rose Rand fue un caso intrigante. Nacida en Lemberg (entonces en Polonia, ahora Lviv en Ucrania), su familia se trasladó a Austria y en 1924 comenzó sus estudios de filosofía en Viena, a cargo de Schlick y Rudolf Carnap. Su especialidad era la lógica. Un hombre de su aptitud no se habría enfrentado al mismo calvario en su carrera. A sus espaldas, algunos de sus colegas masculinos la despreciaban por no ser de primera fila. Aun así, fue lo suficientemente respetada como para que la invitaran a formar parte del Círculo y —supongo que por ser mujer— le pidieran que se encargara de las actas, cosa que hizo de 1930 a 1933. Más tarde, se negó a vender las actas originales a Neurath cuando este se ofreció a comprárselas. A lo largo de su vida pasó apuros económicos. Pagó sus estudios de doctorado dando clases particulares a algunos estudiantes, enseñando en cursos para adultos y traduciendo artículos sobre lógica del polaco al alemán. Durante varios años trató e investigó a pacientes psiquiátricas en la clínica Pötzl. Schlick la había ayudado a encontrar trabajo en esa clínica. Más adelante, veremos sobre ello más cosas.
El filósofo y lógico Rudolf Carnap fue sin duda la incorporación más importante al grupo original. Resultó ser el más dotado técnicamente de todos. Provenía de una sólida clase media y de un ambiente profundamente piadoso. Su padre (como el de Schlick, Feigl y Gödel) dirigía una fábrica (de confección de cintas). Carnap había estudiado en Friburgo y Jena, y había asistido a cursos con el lógico Gottlob Frege, cuya importancia era tan poco reconocida, incluso en su propia universidad, que en uno de los cursos Carnap era uno de los tres únicos estudiantes. Carnap se vio influido por el neokantianismo, un movimiento filosófico alemán que se interesó de nuevo por la filosofía de Immanuel Kant, y durante un tiempo Carnap estuvo convencido de que la reflexión a priori podía proporcionarnos conocimientos sobre el espacio.
Carnap se deshizo gradualmente de las creencias religiosas heredadas de sus padres, aunque más tarde escribió que esto no tuvo ningún impacto en su visión ética de la vida: «Mis valoraciones morales fueron después esencialmente las mismas que antes»24. Siempre con instintos izquierdistas, Carnap (como Neurath) se radicalizó en la guerra, en la que sirvió durante tres años. No se alistó con entusiasmo, sino por obligación. «El estallido de la guerra en 1914 fue para mí una catástrofe incomprensible. El servicio militar era contrario a toda mi actitud, pero ahora lo aceptaba como un deber, que creía necesario para salvar a la patria»25. Más tarde fue testigo de traumáticos combates militares en el frente occidental y llegó a despreciar la incompetencia y despreocupación de los oficiales. Fue en las trincheras, en 1917, donde leyó por primera vez la teoría de la relatividad de Einstein, que intentaría explicar a sus compañeros de armas.
Tras la guerra, estudió física en Berlín, pero sus intereses se estaban orientando hacia la filosofía. El filósofo de la ciencia alemán Hans Reichenbach le presentó a Schlick, quien le ofreció trabajo en Viena. Carnap era la antítesis de la ostentación: trabajaba de forma constante y metódica, construyendo su estructura filosófica ladrillo a ladrillo. Para los demás, desprendía un «aura de integridad y seriedad que resultaba casi abrumadora»26. Tolerante con las opiniones de los demás, cuando se encontraba con ideas nuevas e interesantes las anotaba en un pequeño cuaderno. Pero a partir de cierta hora, por la noche, se negaba a hablar de ciencia por miedo a pasar la noche en vela.
En 1924 visitó Viena por primera vez para asistir a una conferencia sobre el esperanto y conoció a Neurath. En 1925 estuvo de nuevo en Viena, donde, además de mantener conversaciones con los miembros del Círculo, aprovechó al máximo la vida cultural vienesa, disfrutando del cine, el teatro, los conciertos, las excursiones por las montañas y la compañía de Maja, una alumna de Schlick. Llegó de Alemania para establecerse en mayo de 1926, dejando atrás a su mujer, Elisabeth, de la que pronto se divorciaría, y a sus tres hijos. Había sido un matrimonio infeliz y Carnap le había sido infiel con numerosas parejas, lo cual, con su típico estilo metódico, documentaba detalladamente, al igual que hacía con los libros que leía. Tuvo una novia más o menos estable, una mujer casada llamada Maue Gramm (cuyo marido, historiador del arte, enseñaba en Múnich), y de esta relación nacieron otros dos hijos. Maue visitaba Viena de vez en cuando. Carnap, por su parte, tuvo otros escarceos amorosos, pero al parecer no con Maja, que fue capaz de resistirse a sus encantos. Ella ayudó a convencer a Carnap de que una amistad no sexual con una mujer era factible.
Ya antes de llegar a Viena había estado trabajando en La estructura lógica del mundo (Der logische Aufbau der Welt), que apareció en 1928 y que muchos filósofos siguen considerando su obra maestra. En ella se funden la lógica y el empirismo. Las experiencias elementales y subjetivas —ver o sentir una mesa, oler una rosa— eran las unidades a partir de las cuales se podía construir un lenguaje científico complejo y significativo utilizando las herramientas de la lógica moderna. Muchos miembros del Círculo asistieron a las conferencias de Carnap en la universidad y varios de ellos, sobre todo Feigl y Waismann, llegaron a considerar a Carnap como la figura filosófica de un padre.
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El otoño de 1924 fue testigo de un nuevo comienzo. Del ruido y el bullicio del café, el Círculo se trasladó a una pequeña y anodina sala del Instituto de Matemáticas de la Boltzmanngasse, justo al norte del centro de la ciudad, que había sido construido poco antes de la Primera Guerra Mundial y que, por lo demás, se utilizaba para dar conferencias y como lugar de lectura. Disponemos de las actas y de varios informes de primera mano sobre el desarrollo de las reuniones, aunque en algunos casos los detalles son contradictorios.
Schlick daba comienzo a la reunión a las 18:00 dando unas palmadas. Podía haber allí hasta veinte personas. Menger recordaba que cada sesión comenzaba con Schlick haciendo anuncios, llamando la atención sobre una nueva publicación o leyendo la correspondencia que él u otros habían mantenido con personalidades como Albert Einstein. Si había un invitado extranjero, Schlick lo presentaba. Entonces comenzaba el asunto serio de la velada: el debate sobre un tema acordado o un artículo específico.
El Círculo de Viena podría haberse llamado más adecuadamente el «Rectángulo de Viena», pues tal era la forma de la larga mesa alrededor de la cual se sentaban con Schlick en un extremo y Neurath en el otro. Las personas que participaban en la reunión se dirigían a sus sitios favoritos; Menger, por ejemplo, se sentaba a menudo a la derecha de Schlick y Waismann a su izquierda. Algunos asientos estaban dispuestos en semicírculo alrededor de la pizarra, que se utilizaba constantemente. Siempre había fumadores. Kaufmann empezó a fumar tras la publicación de su primer libro y adoptó la estricta norma de fumar no más ni menos de tres cigarrillos al día hasta la publicación de su siguiente libro, cuando la cuota se elevó a cuatro.
