El astillero - Juan Carlos Onetti - E-Book

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Juan Carlos Onetti

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Larsen regresa a la ciudad de Santa María y se emplea en el astillero de Petrus al tiempo que comienza a cortejar a la hija de éste, con el único propósito de encontrar un sentido y atribuírselo a los años que le quedan por vivir y, por lo tanto, a toda su vida. Pronto la farsa se hace evidente, el astillero está irremediablemente en quiebra, solo es un espacio en ruinas, corroído por la depredación y el deterioro, y él es solo un difunto sin sepelio jugando a la hormiguita laboriosa, a quien fuera de esa farsa que aceptó como trabajo no le queda más que el frío del invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la posibilidad de la muerte. Pero una cosa es jugar solo su propio juego y otra es que los demás lo acompañen, entonces el juego es lo serio, se transforma en lo real y aceptarlo es aceptar la locura. Paradigma literario de la desolación del hombre contemporáneo, esta obra maestra de la literatura en español del siglo xx condensa el mundo entero de Onetti: "su fascinación doble por la pureza y la corrupción, por la dulzura de los sueños y la herrumbre siniestra del desengaño y fracaso" (Antonio Muñoz Molina). "Lucidez ante la inutilidad de la vida, una idea casi vertiginosa de la muerte y esa otra luminosa poética de la incertidumbre y la relatividad que apunta tan directamente al corazón cartesiano de los relatos unívocos. No hay una próxima primavera para Larsen. Su alma, mezcla de los nihilistas de Roberto Arlt y Camus, dibuja ese paisaje devastado y carente de sentido intrínseco, que hubiera dicho Kant". J. ERNESTO AYALA-DIP

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EL ASTILLERO

Juan Carlos Onetti

Larsen regresa a la ciudad de Santa María y se emplea en el astillero de Petrus al tiempo que comienza a cortejar a la hija de éste, con el único propósito de encontrar un sentido y atribuírselo a los años que le quedan por vivir y, por lo tanto, a toda su vida. Pronto la farsa se hace evidente, el astillero está irremediablemente en quiebra, solo es un espacio en ruinas, corroído por la depredación y el deterioro, y él es solo un difunto sin sepelio jugando a la hormiguita laboriosa, a quien fuera de esa farsa que aceptó como trabajo no le queda más que el frío del invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la posibilidad de la muerte. Pero una cosa es jugar solo su propio juego y otra es que los demás lo acompañen, entonces el juego es lo serio, se transforma en lo real y aceptarlo es aceptar la locura.

Paradigma literario de la desolación del hombre contemporáneo, esta obra maestra de la literatura en español del siglo xx condensa el mundo entero de Onetti: “su fascinación doble por la pureza y la corrupción, por la dulzura de los sueños y la herrumbre siniestra del desengaño y fracaso” (Antonio Muñoz Molina).

 

“Lucidez ante la inutilidad de la vida, una idea casi vertiginosa de la muerte y esa otra luminosa poética de la incertidumbre y la relatividad que apunta tan directamente al corazón cartesiano de los relatos unívocos. No hay una próxima primavera para Larsen. Su alma, mezcla de los nihilistas de Roberto Arlt y Camus, dibuja ese paisaje devastado y carente de sentido intrínseco, que hubiera dicho Kant”. J. ERNESTO AYALA-DIP

El astillero

JUAN CARLOS ONETTI

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaDedicatoriaSanta María - IEl astillero - ILa glorieta - IEl astillero - IILa glorieta - IILa casilla - ILa glorieta - III. La casilla - IIEl astillero - III. La casilla - IIIEl astillero - IV. La casilla - IVSanta María - IISanta María - IIISanta María - IVEl astillero - VLa casilla - VLa glorieta - IV. La casilla - VIEl astillero - VISanta María - VEl astillero - VII. La glorieta - V. La casa - I. La casilla - VIISobre el autorPágina de legalesCréditos

Este libro está dedicado a Luis Batlle Berres. Junio de 1960

SANTA MARÍA - I

Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante –aunque ya casi olvidada– de nuestra historia ciudadana. Pocos lo oyeron y es seguro que el mismo Larsen, enfermo entonces por la derrota, escoltado por la policía, olvidó en seguida la frase, renunció a toda esperanza que se vinculara con su regreso a nosotros.

De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los “omnibuses” que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.

Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas a cuadros de los camioneros. (Ahora estos disputaban al ferrocarril las cargas hasta El Rosario y los pueblos litorales del norte; parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado, junto con el camino de macadam inaugurado unos meses atrás). Se cambió después a una mesa próxima a la puerta y a la ventana para tomar el café con gotas.

Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otras con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca.

Pagó el almuerzo, con la exagerada propina de siempre, reconquistó su pieza en la pensión de encima del Berna y después de la siesta, más verdadero, menos notable por haberse aliviado de la valija, se puso a recorrer Santa María, pesado, taconeando sin oírse, paseando ante la gente y puertas y vidrieras de comercios su aire de forastero incurioso. Caminó sobre los cuatro costados y las dos diagonales de la plaza como si estuviera resolviendo el problema de ir desde A hasta B, empleando todos los senderos y sin pisar sus pasos anteriores; fue y volvió frente a la verja negra, recién pintada, de la iglesia; entró en la botica, que seguía siendo de Barthé –más lento que nunca, más característico, más alerta–, para pesarse, comprar jabón y dentífrico, contemplar como a la imprevista foto de un amigo el cartel que anunciaba: “El farmacéutico estará ausente hasta las 17”.

Insinuó después una excursión a los alrededores, fue bajando, aumentando el balanceo del cuerpo, tres o cuatro de las cuadras que llevan a la convergencia del camino de la costa con el que va a la Colonia, por la descuidada calle en cuyo final está la casita con balcones celestes, alquilada ahora por Morentz, el dentista. Lo vieron más tarde cerca del molino de Redondo, con los zapatos hundidos en el pasto mojado, fumando contra un árbol; golpeó las manos en la granja de Mantero, compró un vaso de leche y pan, no contestó directamente a las preguntas de los que trataron de ubicarlo (“estaba triste, envejecido y con ganas de pelear; mostraba el dinero como si tuviéramos miedo de que se fuera sin pagarnos”). Llegó, probablemente, a perderse durante unas horas en la Colonia, y reapareció, a las siete y media de la tarde, en el mostrador del bar del Plaza que no había visitado nunca cuando vivió en Santa María. Estuvo repitiendo allí, hasta la noche, las farsas de agresión y curiosidad que atribuyeron a su estada del mediodía en el Berna.

Disputó benévolo con el barman –con una tácita, mantenida alusión al tema que llevaba cinco años de enterrado– acerca de fórmulas de cócteles, del tamaño de los pedazos de hielo, del largo de las cucharas de revolver. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró al doctor Díaz Grey y no quiso saludarlo. Pagó esta otra cuenta, empujó sobre el mostrador la propina y fue bajándose con seguridad y torpeza del taburete, fue caminando por la tira de linóleo, balanceándose con el premeditado compás, corto y ancho, seguro de que la verdad, aunque marchita, iba naciendo de los golpes de sus zapatos y se transfería al aire, a los demás, con insolencia, con sencillez.

Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna. Pero ningún habitante de la ciudad recuerda haberlo visto nuevamente antes de que se cumplieran quince días de su regreso. Entonces, era un domingo, todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus –única, idiota, soltera– pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos.

EL ASTILLERO - I

Fue la casualidad, claro, porque Larsen no podía saberlo. De todos los habitantes de Santa María, sólo Vázquez, el distribuidor de diarios, puede aceptarse como posible corresponsal de Larsen durante los cinco años de destierro; y no está probado que Vázquez sepa escribir y no es creíble que el astillero en ruinas, la grandeza y decadencia de Jeremías Petrus, el caserón con estatuas de mármol y la muchacha idiota sean temas de cualquier hipotético epistolario de Froilán Vázquez. O no fue la casualidad, sino el destino. El olfato y la intuición de Larsen, puestos al servicio de su destino, lo trajeron de vuelta a Santa María para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia a las calles y a las salas de los negocios públicos de la ciudad odiada. Y lo guiaron después hasta la casa con mármoles, goteras y pasto crecido, hasta los enredos de cables eléctricos del astillero.

Dos días después de su regreso, según se supo, Larsen salió temprano de la pensión y fue caminando lentamente –acentuados, para quienes pudieran reconocerlo, el balanceo, el taconear, la gordura, aquella expresión de condescendencia, de hacer favores y rechazar el agradecimiento– por la rambla desierta, hasta el muelle de pescadores. Desdobló el diario para sentarse encima, estuvo mirando la forma nublada de la costa de enfrente, el trajinar de camiones en la explanada de la fábrica de conservas de Enduro, los botes de trabajo y los que se apartaban, largos, livianos, incomprensiblemente urgidos, del Club de Remo. Sin abandonar la piedra húmeda del muelle, almorzó pescado frito, pan y vino, que le vendieron muchachitos descalzos, insistentes, vestidos aún con sus harapos de verano. Vio el derribo de la balsa y su descarga, examinó con negligencia las caras del grupo de pasajeros; bostezó, separó de la corbata negra el alfiler con perla para limpiarse los dientes. Pensó en algunas muertes y esto lo fue llenando de recuerdos, de sonrisas despectivas, de refranes, de intentos de corrección de destinos ajenos, en general confusos, ya cumplidos, hasta cerca de las dos de la tarde, cuando se levantó, hizo correr dos dedos ensalivados por la raya de los pantalones, recogió el diario aparecido la noche anterior en Buenos Aires y se fue mezclando con la gente que descendía la escalinata para ocupar la lancha entoldada, blanca, que iba a remontar el río.

Viajó leyendo en el diario lo que ya había leído de mañana en la cama de la pensión, se mantuvo indiferente a los balanceos, con una pierna sobre una rodilla; el sombrero contra una ceja, la cara insolente, ignorante y alzada, disimulando el esfuerzo de los ojos para leer, defendiéndose de las probabilidades de ser observado y reconocido. Bajó en el muelle que llamaban Puerto Astillero, detrás de una mujer gorda y vieja, de una canasta y una niña dormida, como podría, tal vez, haber bajado en cualquier parte.

Fue trepando, sin aprensiones, la tierra húmeda paralela a los anchos tablones grises y verdosos, unidos por yuyos; miró el par de grúas herrumbradas, el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, las letras enormes, carcomidas, que apenas susurraban, como un gigante afónico, “Jeremías Petrus & Cía”. A pesar de la hora, dos ventanas estaban iluminadas. Continuó andando entre casas pobres, entre cercos de alambre con tallos de enredaderas, entre gritos de cuzcos y mujeres que abandonaban la azada o interrumpían el fregoteo en las tinas para mirarlo con disimulo y esperar.

Calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flamantes columnas de alumbrado; y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento. El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural.

–Poblacho verdaderamente inmundo –escupió Larsen; después se rio una vez, solitario entre las cuatro lenguas de tierra que hacían una esquina, gordo, pequeño y sin rumbo, encorvado contra los años que había vivido en Santa María, contra su regreso, contra las nubes compactas y bajas, contra la mala suerte.

Dobló a la izquierda, hizo dos cuadras y entró en el Belgrano, bar, restaurante, hotel y ramos generales. Es decir, entró en un negocio que tenía alpargatas, botellas y cuchillas de arado en la vidriera, un cartel con luces eléctricas sobre la puerta, un piso mitad de tierra y mitad de baldosas coloradas, en un negocio que muy pronto aprendería a llamar, para sí mismo, “lo de Belgrano”. Se sentó a una mesa para pedir cualquier cosa, albergue, cigarrillos que no había, un anís con soda; sólo le quedaba esperar la lluvia y soportar oírla y verla –a través del vidrio con palabras en círculo, hechas con polvo matamoscas y que elogiaban a un sarnífugo– mientras durara en el barro expectante y en el zinc del techo. Después sería el fin, la renuncia a la fe en las corazonadas, la aceptación definitiva de la incredulidad y de la vejez.

Pidió otro anís con soda, y estaba mezclando cuidadoso las bebidas, pensando en años muertos y en pernod legítimo, cuando se abrió la puerta y la mujer llegó, casi corriendo, hasta el mostrador, y él pudo unir un anterior ruido de caballos con la alta figura en botas que recitaba enardecida, frente al patrón, y con la otra, redonda, achinada, mansa, que cerró sin ruido la puerta, presionando apenas contra el viento que se acababa de levantar, y fue a colocarse paciente, servicial, dominadora, detrás de la primera.

Larsen supo en seguida que algo indefinido podía hacerse; que para él contaba solamente la mujer con botas, y que todo tendría que ser hecho a través de la segunda mujer, con su complicidad, con su resentida tolerancia. Ésta, la sirvienta –que aguardaba un paso atrás, separadas las gruesas piernas cortas, las manos juntas sobre el vientre, la cabeza rodeada por un pañuelo oscuro, sin más expresión que la risa enfriada, desprovista adrede de motivos–, no servía como problema al aburrimiento de Larsen: pertenecía a un tipo sabido de memoria, clasificable, repetido sin variantes de importancia, como hecho a máquina, como si fuera un animal, fácil o complejo, perro o gato, ya se vería. Examinó a la otra, que continuaba riéndose y golpeaba con la fusta el borde de lata del mostrador: era alta y rubia, tenía a veces treinta años y otras cuarenta.

Le quedaban restos de infancia en los ojos claros que entornaba para mirar –una luz rabiosa, desafiante, que se arrepentía en seguida– un poco en el pecho liso, en la camisa de hombre y el pequeño lazo de terciopelo al cuello; un convincente remedo en las piernas largas, en el sobrio trasero de muchacho, libre dentro del pantalón de montar. Tenía los dientes superiores grandes y salientes, y reía a sacudidas, con la cara asombrada y atenta, como eliminando la risa, como viéndola separarse de ella, brillante y blanca, excesiva; alejarse y morir en un segundo, derretida, sin manchas ni ecos, sobre el mostrador, sobre los hombros del dueño, entre las telarañas que unían las botellas en el estante. Tenía el pelo dorado y largo peinado hacia atrás, sujeto en la nuca por otra cinta de terciopelo negro.

–Hay que embromarse –comentó Larsen, reflexivo y con entusiasmo; movió un dedo para pedir más anís al mozo y descubrió con una sonrisa que la lluvia, muy suave, golpeaba en el techo y en la calle, compañera, interlocutora, perspicaz.

Porque el pelo largo, opaco, con las puntas retorcidas y más oscuras, colgaba sin edad contra la camisa de la mujer; y de la forma de lirio, de cerradura, del pelo metálico, salía la cara pálida, con arrugas recientes, con desgaste y pintura, con pasado, con su risa estridente que no se reía de nada, que sonaba, inevitable, como hipo, como tos, como estornudo.

No había nadie más sentado a las mesas del negocio; era seguro que cuando las mujeres salieran pasarían a su lado, y lo mirarían. Pero el instante aconsejaba otra cosa, otra manera de ser mirado. Larsen arregló la corbata, hizo sobresalir el pañuelo de seda en el bolsillo, y fue lentamente hasta el mostrador. Tapó a la mujer con su hombro izquierdo y mantuvo una sonrisa cortés para el dueño.

–No vengo a quejarme por el anís –dijo con voz baja y sonora–. Yo sé que en estos tiempos… ¿Pero no tiene una marca mejor? –el patrón dijo que no, arriesgó después un nombre. Larsen sacudió la cabeza con liviano desencanto; escuchaba el silencio de la mujer a su lado, el “bueno vamos es tarde se vino la lluvia” de la sirvienta en segundo plano, en un fondo remoto y presente. Nombró sin éxito marcas extranjeras, monótono, también él sin fe, como si diera una lección.

–Está bien, señor, no importa. Déjeme mirar las etiquetas.

Apoyado en el mostrador, siempre sonriente y perdonador, leyó con lentitud las letras en las botellas de los estantes. La mujer volvió a reírse y él no quiso mirarla; algo le decía que sí, el rumor de la lluvia hablaba de revanchas y de méritos reconocidos, proclamaba la necesidad de que un hecho final diera sentido a los años muertos.

–Pero yo estoy seguro, señorita, que todo se tiene que arreglar. Demorará más o menos –dijo el patrón.

Ella volvió a reírse, encogió el cuerpo hasta que la risa terminó de salir y fue modificada, absorbida, por la lluvia perezosa, seria, inflexible.

–Esperate. Tenés miedo de mojarte –dijo a la sirvienta, sin volverse; no podría saberse a quién miraba; los ojos se movían a un lado y otro, quedaban fijos dos centímetros encima de la cabeza del patrón–. Él dice que todo tiene que arreglarse. Él puso el dinero y el trabajo, la idea y los planes. Los gobiernos pasan y todos dicen que sí, que tiene razón; pero pasan y no arreglan –volvió a reír, esperó resignada a que la risa se desprendiera de sus grandes dientes salidos, estuvo removiendo los ojos con excusa e imploración–. Desde chica. Ahora parece cierto, cuestión de semanas. No me importa por mí pero todas las mañanas voy a la iglesia, con ésta a pedir que las cosas se arreglen, alguna vez, antes que él esté demasiado viejo. Sería muy triste.

–No, no –dijo el patrón–. Tiene que ser, y pronto. –Acodado en el mostrador, Larsen miraba con sorpresa y bondad la cara de la sirvienta; sonrió, mantuvo una fina línea de sonrisa hasta que ella, balanceándose, se puso a pestañear y separó los labios. Dio un paso sin dejar de mirarlo, tocó la camisa de la otra mujer.

–Vamos que llueve, que va a ser noche –dijo.

Entonces Larsen alzó del mostrador la fusta, veloz y cortés, para ofrecerla a la mujer del pelo largo, la risa, y las botas, sin palabras, sin mirarla. Esperó a que se fueran, las vio montar los caballos en el paisaje amarillento y desconsolado de la vidriera, reanudó con el patrón la charla estéril sobre anises, invitó a tomar y no hizo preguntas y mintió para contestar las que le hicieron.

Oscurecía y apenas lloviznaba cuando empezó a moverse para tomar la última lancha a Santa María, anduvo lento, dejándose mojar por las gotas que caían de los árboles, hasta la penumbra y la soledad del muelle. No quería proyectar ni admitir. Pensó distraído en la mujer del traje de montar; imaginó el ímpetu, el hastío.

LA GLORIETA - I

Estuvo, como se ha dicho, dos semanas después en el atrio, al final de la misa, ofreciendo con un gesto tímido el ramo de primeras violetas que sostenía contra el pecho; estuvo allí, en el mediodía de un domingo, segregando, sin defenderse, el ridículo, rígido y tranquilo, engordando sin prisa en el interior del abrigo oscuro y entallado, indiferente, solo, abandonándose como una estatua a las miradas, a la intemperie, a los pájaros, a las palabras despectivas que nunca le repetirían en la cara. Esto fue en junio, por San Juan, cuando la hija de Petrus, Angélica Inés, estuvo viviendo unos días en Santa María, en casa de unos parientes, cerca de la Colonia.

Y después estuvo –ya de vuelta en Puerto Astillero e instalado en una habitación sórdida, a los fondos de lo de Belgrano– junto al portón de hierro donde se enlazaban con discreción una J y una P. Pisó el jardín abrumado de yuyos de la casa que había construido Petrus sobre catorce pilares de cemento, junto al río, próximo al astillero. Cuchicheó a lo largo de noches ambiguas, rememorativas, profesionales, con la sirvienta. Tenía treinta años, había sido criada por la esposa difunta de Petrus, estaba gastando su vida en un juego de adoración, de fraternidad, de dominio, de revancha, en el que “la niña” y su estupidez eran a la vez el objeto, el aliciente y el otro jugador. Hasta que obtuvo una serie de encuentros, casi idénticos y tan semejantes que podrían haber sido recordados como tediosas repeticiones de una misma escena fallida; encuentros cuya gracia estaba igualmente repartida entre la distancia, la luminosidad del invierno que se había hecho seco, la suave incongruencia de los largos y blancos vestidos de Angélica Inés Petrus, la lentitud dramática del movimiento con que Larsen liberaba su cabeza del sombrero negro y lo sostenía unos segundos, unos centímetros, por encima de su sonrisa, hechizada, candorosa, postiza.

Luego vino el primer encuentro verdadero, la entrevista en el jardín en que Larsen fue humillado sin propósito y sin saberlo, en que le fue ofrecido un símbolo de humillaciones futuras y del fracaso final, una luz de peligro, una invitación a la renuncia que él fue incapaz de interpretar. No reconoció la calidad novedosa del problema que lo enfrentaba con miradas furtivas, escondiendo la mitad de la sonrisa para morderse las uñas; la vejez o el exceso de confianza le hicieron creer que la experiencia puede llegar a ser, por extensión y riqueza, infalible.

El viejo Petrus estaba en Buenos Aires, inventando escritos reivindicatorios con su abogado o buscando pruebas de su visión de pionero, de su fe en la grandeza de la nación, o trotando encogido, piadoso e indignado por oficinas de ministerios, por gerencias de bancos. Josefina, la sirvienta, dijo que sí después de dos noches de asedio; después de tener en los hombros, por sorpresa, un pañuelo de seda; después de ruegos, exaltaciones del amor y sus tormentos, que no se originaban exclusivamente en Angélica Inés Petrus sino –con amplitud, con vaguedad– en todas las mujeres que habían suspirado sobre la tierra, con especial inclusión de ella, Josefina, la sirvienta.

De modo que Larsen recorrió una tarde, a las cinco, la calle de eucaliptos, lento, de negro, planchado, limpio, digno, con un paquete de dulces colgados de un dedo, defendiendo los zapatos relucientes de los charcos de la última lluvia, pesado de trucos y seguridades, codicioso y contenido.

–Como un reloj –dijo Josefina en el portón, un poco burlona, un poco amarga; tenía un delantal nuevo, lleno de dibujos de flores y almidón.

Larsen se tocó el ala del sombrero y le ofreció la bandeja de dulces.

–Traje algo –dijo con disculpa, con modestia.

Ella no extendió un dedo para tomar el paquete por el lazo de cinta celeste como esperaba Junta; lo sostuvo con la mano, vertical, como un libro, contra la curva del muslo y miró al hombre de arriba abajo desde la sonrisa enternecida hasta las puntas de charol, incólumes.

–Me gustaría no haberlo hecho –dijo–. Pero ahora lo está esperando. No se olvide de lo que le dije. Toma el té y se va, la respeta.

–Claro, mi hija –asintió Larsen; le buscó los ojos y fue ensombreciendo la cara–. Como usted quiera. Si lo prefiere, me voy desde la puerta. Usted manda, mi hija.

Ella volvió a mirarlo, ahora en los ojos pequeños, plácidos, que sostenían sin esfuerzo el decoro y la obediencia. Encogió los hombros y se puso a caminar por el jardín. Con el sombrero en la mano, mirándole las caderas, la firmeza del paso, Larsen la siguió con desconfianza, inseguro de que lo hubiera invitado a entrar.

El pasto había crecido a su capricho durante todo el año, por lo menos, y las cortezas de los árboles tenían manchas blancas y verdes, de humedad sin brillo. En el centro del jardín –a Larsen le bastaba, ahora, seguir con el oído la continuidad de los pasos, el ruido de cuchilla de las piernas de la mujer entre los yuyos– había un estanque, redondo, defendido por un muro de un metro, musgoso, con grietas ocupadas por tallos secos. Junto al estanque, después del estanque, una glorieta, también circular, hecha con listones de madera, pintados de un azul marino y desteñido, que imponían formas de rombo al aire. Más allá de la glorieta estaba la casa de cemento, blanca y gris, sucia, cúbica, numerosa de ventanas, alzada sin gracia por los pilares, excesivamente, sobre el nivel de las probables crecidas del río. En todas partes, manchadas y semicubiertas por el ramaje, blanqueaban mujeres de mármol desnudas. “Lo están dejando convertir en una ruina”, pensó Larsen con disgusto; “doscientos mil pesos y me quedo corto; y quién sabe cuánto terreno hay atrás, desde la casa al río”. Josefina bordeó el estanque y Larsen, dócilmente, miró de reojo el agua sucia, la confusión de las plantas en la superficie, el angelito que se encorvaba en el centro.

La mujer se detuvo en la puerta de la glorieta y alzó con pereza un brazo. Defraudado, Larsen hizo una sonrisa y un cabeceo, se quitó el sombrero y avanzó hacia la mesa de cemento de la glorieta, rodeada de sillas de hierro, cubierta por un mantel bordado, por tazas, por un vaso de violetas, por platos con tortas y dulces.

–Póngase cómodo. En seguida llega. La tarde no está fría –dijo Josefina, sin mirarlo, balanceando la mano con el paquete.

–Gracias, todo está perfecto –volvió a inclinar la cabeza hacia la mujer, hacia la forma baja y presurosa que se alejaba rozando las maderas de la glorieta.

Tratando de analizar su sensación de estafa, Larsen colgó su sombrero de un clavo, palpó el asiento de hierro y puso sobre él un pañuelo abierto antes de sentarse.

Eran las cinco de la tarde, el fin de un día de invierno soleado. A través de los tablones mal pulidos, groseramente pintados de azul, Larsen contempló fragmentos rombales de la decadencia de la hora y del paisaje, vio la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que se doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y profundo, un olor nocturno o para ojos cerrados, llegaba desde el estanque. Al otro lado, la casa se alzaba sobre los delgados prismas de cemento, sobre el alto hueco de oscuridad violácea, sobre pilas de colchones y asientos de verano, una manga de riego, una bicicleta. Bajando un párpado para mirar mejor, Larsen veía la casa como la forma vacía de un cielo ambicionado, prometido; como las puertas de una ciudad en la que deseaba entrar, definitivamente, para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascendencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento.

Murmuró una palabra sucia y sonrió mientras se levantaba para recibir a las dos mujeres. Estaba seguro de que era adecuada una expresión de leve sorpresa y supo aprovecharla después, en el principio de la conversación: “Estaba esperándola, pensando en usted, y casi me había olvidado de dónde estaba y de que usted iba a venir; así que cuando apareció era como si se me hiciera verdad lo que pensaba”. Casi se impuso luego para servir el té; pero comprendió, ya separadas las nalgas de la silla, que en el mundo difícil de la glorieta la cortesía podía expresarse pasivamente. Ella iniciaba una frase –después de revolver los ojos como un animal acorralado, en guardia, pero sin miedo, con una viejísima costumbre de hostigamiento y peligros–, creía terminarla, hacerla comprensible y recordable con dos golpes de risa. Quedaba entonces un momento con los ojos y la boca abiertos, sin sentido, como si los usara para escuchar, hasta que las dos notas de la carcajada podían considerarse definitivamente diluidas en el aire. Se ponía seria, buscaba huellas de la risa en la cara de Larsen y apartaba la mirada.

Más allá de los losanges de la glorieta, lejana y presente, amputada por los yuyos, Josefina discutía con un perro, afirmaba los tutores de las rosas. Dentro de la glorieta estaba el problema, aún sin planteo, la cara blanca y sumisa dentro del ancho peinado, los brazos gruesos y blancos que se movían para interrumpirse, para caer sin acabar las confesiones. Estaba el vestido malva, anchísimo más abajo de la cintura, largo hasta los zapatos hebillados, lleno de adornos sobre el pecho y los hombros. Afuera y adentro, encima de ellos, tocando el cuerpo enhiesto y engordado de Larsen, la tarde de invierno, el aire tenso y caduco.

–Cuando vino la inundación en la casa vieja –dijo ella–, ya no estaba mamá, era de noche, empezamos a subir las cosas al piso de los dormitorios, cada uno arrastraba lo que más quería y era como una aventura. El caballo que tenía más miedo que nosotros, las gallinas ahogadas y los muchachos que se pusieron a vivir en bote. Papito estaba furioso pero nunca se asustó. Los muchachos pasaban en los botes entre los árboles y nos querían traer comida y nos invitaban a pasear. Comida teníamos. Ahora, en la casa nueva, puede subir el agua. Los muchachos pasaban remando y no les importaba, venían de todas partes en los botes y hacían señas con los brazos agitando camisas.

–Adivine cuándo –dijo Larsen en la glorieta–. Ni en mil años, porque a usted no le importó. Yo estaba en el Belgrano y había llegado por casualidad; ese negocio a una cuadra del astillero. No sabía qué hacer de mi vida, créame; me tomé una lancha y me bajé donde me gustó. Empezó a llover y me metí allí. Así eran las cosas cuando usted aparece. Desde aquel momento tuve la necesidad de verla y hablarle. Para nada; y yo no soy de aquí. Pero no quería irme sin verla y hablarle. Ahora sí, ahora respiro: mirarla y decirle cualquier cosa. No sé lo que me tiene reservado la vida; pero este encuentro ya me compensa. La veo y la miro.

Josefina golpeó al perro y lo hizo ladrar: entraron juntos en la glorieta y la mujer miró sonriente y jadeando la cara de Angélica Inés, el perfil dolorido de Larsen, los platos olvidados en la mesa de cemento.

–No pido nada –dijo Larsen en voz alta–. Pero me gustaría volver a verla. Y le doy las gracias, tantas gracias, por todo.

Hizo chocar los tacones y se inclinó; fue a descolgar su sombrero mientras la hija de Petrus se levantaba y reía. Inclinándose otra vez, Larsen recogió el pañuelo de la silla.

–Ya es de noche –susurró Josefina. Apoyaba una cadera en el listón de la entrada y miraba la mano que ofrecía a los saltos del perro–. Salga que lo acompaño.

Guiado por el cuerpo de la sirvienta, Larsen se mezcló, sordo y ciego, con los reiterados vaticinios del frío, de los roces filosos de los yuyos, de la luz afligida, de los ladridos distantes.

Incauto y rejuvenecido, apretó la mandíbula de Josefina bajo la J y la P del portón y se inclinó para besar.

–Gracias, querida –dijo–. Sé agradecer.

Pero ella le detuvo la boca con una mano.

–Quieto –dijo, distraída, como si hablara con un caballo manso.

EL ASTILLERO - II

No se sabe cómo llegaron a encontrarse Jeremías Petrus y Larsen.

Es indudable que la entrevista fue provocada por éste, tal vez con la ayuda de Poetters, el dueño del Belgrano; resulta inadmisible pensar que Larsen haya pedido ese favor a ningún habitante de Santa María. Y es aconsejable tomar en cuenta que hacía ya medio año que el astillero estaba privado de la vigilancia y la iniciativa de un gerente general.

De todos modos, la reunión fue en el astillero y a mediodía; tampoco entonces pudo Larsen entrar en la casa alzada sobre pilares.

–Gálvez y Kunz –dijo Petrus, señalando–. La administración y la parte técnica de la empresa. Buenos colaboradores.

Irónicos, hostiles, confabulados para desconcertar, el joven calvo y el viejo de pelo negro le dieron la mano con indiferencia, miraron en seguida a Petrus y le hablaron.

–Mañana terminamos con la comprobación del inventario, señor Petrus –dijo Kunz, el más viejo.

–La verificación –corrigió Gálvez, con una sonrisa de exagerada dulzura, frotándose las puntas de los dedos–. Hasta el momento no falta un tornillo.

–Ni una grampita –afirmó Kunz.

Apoyado en el escritorio, siempre cubierto con el sombrero negro, prolongando una oreja con la mano para oír, Petrus entornó los ojos hacia la ventana sin vidrios y hacia la luz y el frío de la tarde; tenía los labios apretados y sacudía la cabeza nervioso y solemne, asintiendo puntual a cada una de las ideas que se le ocurrían.

Larsen volvió a mirar la hostilidad y la burla en las caras inmóviles de los dos hombres que aguardaban. Enfrentar y retribuir el odio podía ser un sentido de la vida, una costumbre, un goce; casi cualquier cosa era preferible al techo de chapas agujereadas, a los escritorios polvorientos y cojos, a las montañas de carpetas y biblioratos alzadas contra las paredes, a los yuyos punzantes que crecían enredados en los hierros del ventanal desguarnecido, a la exasperante, histérica comedia de trabajo, de empresa, de prosperidad que decoraban los muebles (derrotados por el uso y la polilla, apresurándose a exhibir su calidad de leña), los documentos, sucios de lluvia, sol y pisotones, mezclados en el piso de cemento, los rollos de planos blanquiazules reunidos en pirámide o desplegados y rotos en las paredes.

–Exactamente –dijo por fin Petrus con su voz de asma–. Poder dar a la Junta de Acreedores, periódicamente, sin que ellos lo pidan, la seguridad de que sus intereses están fielmente custodiados. Tenemos que resistir hasta que se haga justicia; trabajar, yo lo hice siempre, como si no hubiera pasado nada. Un capitán se hunde con su barco; pero nosotros, señores, no nos vamos a hundir. Estamos escorados y a la deriva, pero todavía no es naufragio –el pecho le silbó durante la última frase, las cejas se alzaron, expectantes y orgullosas; hizo ver veloz los dientes amarillos y se rascó el ala del sombrero–. Que terminemos mañana sin falta la verificación del inventario, señores; por favor. Señor Larsen…