El barrio del incienso - Chotaro Kawasaki - E-Book

El barrio del incienso E-Book

Chotaro Kawasaki

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Beschreibung

Uno de los más grandes enigmas literarios de Japón, desconocido en Occidente. «Kawasaki no envejece» (Kenzaburo Oe). Por vez primera se traduce la obra de Chotaro Wakasaki, exponente fundamental de la «novela del yo» y uno de los escritores más personales del siglo XX nipón, celebrado por sus contemporáneos tanto como por las generaciones recientes de narradores japoneses. Autor involuntariamente periférico, Kawasaki se exilió de las avenidas principales de la literatura de su país para vivir cuarenta años en una chabola de la pequeña ciudad portuaria de Odawara, donde escribió la práctica totalidad de su obra, a la luz de una vela y sirviéndose de una caja de mandarinas a modo de escritorio. Extrañamente vigente y jovial para el lector contemporáneo, Kawasaki celebra con estupor la morosa verdad de su vida insignificante. En sus páginas, dedicadas a desnudar sus intrincadas y casi siempre amargas relaciones con el breve mundo que lo rodea, rememora el fallecimiento de sus padres, que aún lo atormenta; constata su propia decrepitud física, sin dejar de sentirse agradecido hacia la vida y hacia cuanto le rodea; relata sus paseos, sus quehaceres y, sobre todo, elabora una crónica exacta y concisa de sus visitas al barrio del placer de su pequeña ciudad provinciana. El premio Nobel Kenzaburo Oé comentó en una ocasión que Chotaro Kawasaki hacía algo imposible para los demás: regresar una y otra vez a un mismo suceso, añadiendo en cada una de las aproximaciones un mayor encanto a la historia, un nuevo brillo, una frescura recuperada. Como la hoja que cae sobre un estanque y provoca en el agua ondas concéntricas, que intersectan con las de otra hoja caída de la misma rama, cada relato de Kawasaki va calando hondamente en el lector. De forma casi imperceptible, las ondas terminan por alcanzar la orilla de ese estanque que es la vida del autor, lo abarcan y lo definen, permitiéndonos asistir a uno de esos escasos fenómenos en los que la vida y la obra del autor son una única cosa.

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Título original: 抹香町・路傍

Makkouchou・Robou © 2020 Hiroko Kawasaki.

All rights reserved.

Publication rights for this Spanish language edition arranged through Kodansha Ltd., Tokyo through Ogihara Office, Spain.

© 2022 Yoko Ogihara y Fernando Cordobés por la traducción original © 2022 Chris Kohler por las imágenes de las cubiertas

© 2022 Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

Imagen del autor, cortesía de Kodansha, Ltd.

Primera edición: febrero de 2022

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Ilustraciones de las cubiertas: Chris Kohler

Diseño de cubiertas: Daniel Tudelilla y César Sánchez

Comunicación: Isabel Bellido

[email protected]

Los traductores agradecen la estrecha colaboración de Hideaki Saito y Takashi Hiraide.

ISBN: 9788417617943

Este libro ha sido publicado con una ayuda de la Fundación Japón

Contenido

nota biográfica

El barrio del incienso

la muerte de mi padre

sin título

soldado raso

makocho, el barrio del incienso

futtsu tomiura

al borde del camino

antes del ocaso

visita a la tumba

acerca de shūsei tokuda

nota biográfica

Chotaro Kawasaki nació en 1901 en Odawara, ciudad próxima a Tokio, en la prefectura de ­Kanagawa.

En la adolescencia se vio obligado a abandonar el instituto para trabajar en el humilde negocio minorista de pescado de su familia, ocupación por la que no sentía interés alguno. A esas alturas había nacido ya en él una fuerte vocación literaria, que chocó de frente con los deseos de sus padres. Kawasaki renunció entonces a sus derechos como primogénito en favor de su hermano menor y se estableció en Tokio, donde comenzó a colaborar en diferentes revistas y recibió de lleno la influencia de las corrientes anarquistas de la época, junto a la de movimientos artísticos como Dadá. Sin embargo, conocer de primera mano la dureza del oficio de sus padres, que subían y bajaban diariamente las cuestas de la estación balnearia de Hakone cargados con el pescado que distribuían a los hoteles de la localidad, lo ayudó a profundizar en realidades más prosaicas.

Tras el gran terremoto de Kanto, el 1 de septiembre de 1923, Kawasaki abandonó toda actividad política y la poesía de corte popular que había venido practicando ­hasta ­entonces para centrarse en la «novela del yo», corriente narrativa de hálito autobiográfico de la que su mentor y maestro ­Sūshei ­Tokuda había sido pionero. Pese a ese giro radical en su carrera, Kawasaki no abandonó la minuciosa descripción de la trágica realidad de la gente corriente, así como la de su propia existencia solitaria. La extracción social humilde de Kawasaki contrastó siempre de forma llamativa con la de la mayoría de los escritores de éxito en Japón, entre los que también se hallaba su maestro ­Tokuda, de ascendencia nobiliaria.

Su debut como narrador llegó en febrero de 1925 con la publicación en la revista Nueva Novela del relato en forma de nouvelle «Sin título», crónica de la relación entre una camarera y un joven con aspiraciones literarias.

A lo largo de la década que siguió, Kawasaki siguió publicando regularmente, aunque sin superar nunca la mera condición de «escritor novel». Más adelante, la pujanza de la literatura proletaria lo obligó a circunscribir su actividad creativa a unas pocas revistas de corte estrictamente literario, a pesar de lo cual, en 1936 fue finalista del premio Akutagawa. Al año siguiente, su antología Flores marchitas (1937), en la que describía el drama de las prostitutas del barrio del placer de Tamanoi, llamó la atención del público, y lo mismo sucedió con su siguiente antología, titulada Árbol desnudo (1939). Es en esta última donde ­Kawasaki introduce a un personaje basado en el famoso director de cine ­Yasujirō Ozu. Ambos, Kawasaki y Ozu, frecuentaron y amaron a una misma geisha durante casi una década, la joven Sakae Mori. A partir de ese episodio, Kawasaki escribió una serie de relatos que reunió bajo el epígrafe «Lo de Ozu». El propio Ozu dedicó en sus diarios varios haikus a ­Senmaru (nombre de geisha de Mori), pero hoy son los relatos de Kawasaki los que han adquirido estatura mítica, convertidos además en un documento ­fundamental para abordar la compleja personalidad del cineasta, hombre de éxito y también, por esa causa, antagonista perfecto de Kawasaki.

Durante sus años de formación, Kawasaki fue alternando estancias en ­Tokio y ­Odawara, hasta que, en 1938, las circunstancias lo obligaron a establecerse definitivamente en su ciudad natal. A partir de esa fecha y durante muchos años, ocupó un granero adyacente al antiguo hogar familiar, una especie de cabaña desvencijada de madera y techo de zinc, en la que una caja de mandarinas hacía las veces de mesa de lectura y escritorio.

Tras el ataque a Pearl Harbour y a medida que la guerra se intensificaba, Kawasaki emprendió una nueva serie de relatos sobre el progresivo descenso a los infiernos de las clases populares en la retaguardia, titulado Vela (1942). Muy avanzada la guerra, Kawasaki fue llamado a filas y, un año antes del fin de la contienda, lo destinaron al archipiélago de Ogasawara, experiencia que reflejó en el ciclo titulado «Lo de ­Chichi-­Jima», escrito en tiempo de posguerra y que constituye un hito de la llamada «literatura de guerra».

Pero fue más tarde cuando Kawasaki disfrutó de su particular momento de gloria, gracias a la serie de relatos de Makocho (1950), ambientados en el barrio del placer de Odawara. En ellos describe las rutinas de un autor a las puertas de la vejez, visitante asiduo de los prostíbulos, que sobrevive a duras penas en una mísera chabola. Sublimando una realidad deprimente, infiltrada de un profundo sentido poético y de notables dosis de humor, Kawasaki alcanzó así la máxima expresión simbólica de su propia vida, además de una relativa fama literaria que no alteró los hábitos austeros del escritor ni sus paseos diarios por la ciudad.

Con sesenta años de edad, Kawasaki contrajo matrimonio con una mujer casi treinta años menor. El matrimonio de un solterón y La viuda de treinta años (1962) obtuvieron un notable éxito, con lo que sus siguientes obras se fueron centrando cada vez más en su vida matrimonial y familiar. Otras colecciones posteriores fueron Hierbas escondidas (1972), Nevada ligera (1980) y Crepúsculo (1983). A los sesenta y cinco años, el escritor sufrió un ictus que le dejó la mitad derecha del cuerpo paralizada. Mientras acudía a rehabilitación y a pesar de los rigores de la parálisis, el autor continuó ejerciendo su actividad literaria con normalidad.

Chotaro Kawasaki murió en 1985 en su ciudad natal. Años antes de su desaparición, algunas voces empezaron a destacar su relevancia en las letras japonesas. Masuji Ibuse lo consideró uno de los pilares del siglo literario nipón. El Premio Nobel Kenzaburō Ōe manifestó que Kawasaki era un autor «irrepetible», mientras que para Seicho Matsumoto en su obra «no sobra ni falta nada». Un erotómano como ­Tatsuhiko Shibusawa dejó dicho de la obra de Kawasaki: «Es el dandismo de aquel que vuela a ras de tierra». El ­mangaka Yoshiharu Tsuge, leyenda del cómic japonés, también le declaró su rendida admiración. Incluso un autor en sus antípodas como Yukio Mishima quedó fascinado por ­Kawasaki tras conocerlo en casa de Yasunari ­Kawabata, encuentro que relató en uno de sus ensayos. Autores contemporáneos como ­Sūshei Tokuda («Su devoción y su dedicación me hacen brotar las lágrimas»), Takashi Hiraide («Existen muchos tipos de ángel, como se observa en los cuadros de Paul Klee; pues bien, Kawasaki fue para mí un ángel») o Kenta ­Nishimura («El más entero, pese a caminar por la vida cabizbajo») renuevan periódicamente el interés por la obra de Kawasaki y lo cuentan entre sus principales influencias. A pesar de todo lo cual, Chotaro Kawasaki había permanecido inédito hasta hoy fuera de Japón, circunstancia que viene a reparar la presente edición en lengua castellana.

Los editores

El barrio del incienso

la muerte de mi padre

Ocurrió tres días antes de la muerte de mi padre. Me llamó junto a su almohada y en un tono decidido dijo: «Este es mi testamento. Quiero que lo escuchéis todos». Miró a su cuñado y a mi tía, sentados muy rectos en posición formal, con una mirada penetrante, como si sus ojos se hubieran transformado en agujas. Mi madre sufría una parálisis desde el año anterior a consecuencia de una hemorragia cerebral y, cuando él también se vio obligado a guardar cama en aquella diminuta casa de apenas dos habitaciones, la envió con la sirvienta a casa de mi hermano pequeño. Mi padre no había revelado a nadie que tenía un cáncer de estómago. Acostumbraba a visitar a mi madre a diario y solo le decía que se encontraba un poco mejor o un poco peor, sin llegar a revelar nunca el verdadero origen de su dolencia, su condición física, aun cuando ya era incapaz de ingerir líquidos. Todos nos preocupábamos mucho de la salud de mi madre, de su desaliento. Mi hermano pequeño prestaba servicio en el regimiento de Kofu, por lo que era Sanzo, un empleado apenas tres años mayor que yo, quien se había hecho cargo del negocio. Después de todo, había trabajado con mi padre desde los once años repartiendo el pescado en Hakone. Fue gracias a él que pudimos mantener el negocio. Era él quien se hacía cargo de repartir a nuestros principales clientes todos los días. Se contaban ya tres meses desde mi regreso a aquella ciudad costera a una hora y media en tren de Tokio. Había renunciado temporalmente a mi trabajo para atender a mi padre. El médico aseguraba que, como mucho, llegaría a Año Nuevo, y ya estábamos a 25 de diciembre. Se pasaba el día tumbado, su cuerpo reducido a un saco de huesos. Apenas levantó la cara y acertó a decir sin detenerse a tomar aire: «Escuchadme. Quiero que sea Masatsugu quien se haga cargo de la pescadería. No tengo dinero. Si tú tienes problemas de dinero, pídele ayuda. No quiero peleas entre hermanos por tan poca cosa como hay». Después hizo el gesto de juntar sus manos huesudas como si rogara. Mientras lo escuchaba noté un sonido hueco en el pecho, como si alguien me hubiese dado un golpe. Ese gesto de implorar me sorprendió. Separé sus manos, se las agarré y le dije: «No te preocupes, papá. Soy diez años mayor que Masatsugu y me siento como si fuera su padre». Quería satisfacer su última voluntad, animarlo un poco. En un tono más ligero le dije que se dejase de testamentos y que guardase sus fuerzas para reponerse. Mis palabras reflejaban bien los sentimientos de un hijo que, a pesar de enfrentarse al final, aún no se había resignado del todo a la desaparición de su padre. Cuando todavía ­podía beber el zumo de manzana que tanto le gustaba, no dejaba de preguntarle a Sanzo por las ventas del día en cuanto regresaba de Hakone, como si le preocupase más la marcha del negocio que la de su propio cuerpo. Sin embargo, desde el momento en que empezó a vomitar incluso el agua, juntaba sus manos delante de él o de quien tuviese cerca y le rogaba que se hiciera cargo de todo cuando él ya no estuviera. Se lamentaba de morir sin haber tenido la oportunidad de recibir los cuidados de su mujer. Su mirada parecía reprocharme a mí, su hijo mayor, no haberme casado, no haber tenido descendencia, haberle causado tantas preocupaciones. En semejante situación, lo único positivo era que no faltaba el dinero para las medicinas, pero poco más que medicamentos había junto a su lecho, y su estado general, sin dejar de mover a un lado y a otro unos ojos inyectados en sangre con las pupilas veladas, daba la impresión de alguien a quien hubieran apaleado. Yo me sentía como si en ese cuarto se hubiesen dado cita todas las desgracias a un tiempo. Acariciaba su hombro huesudo y sentía un enorme peso caer sobre mí.

Hacía ya diez años que me había marchado de mi ciudad natal. En todo ese tiempo, a pesar de haber tomado mi camino, no había logrado labrarme una reputación, ganarme dignamente la vida, llevar una existencia estable, la última esperanza de mis padres, al fin y al cabo, para con su hijo rebelde. Tenía ya más de treinta años y aún estaba soltero. Carecía del talento suficiente para ganar dinero y la época de penurias que vivíamos me había obligado a volver a mi ciudad en más de dos ocasiones, incapaz siquiera de afrontar el pago de la renta del cuarto que alquilaba en la casa de huéspedes de Tokio donde me hospedaba. Una y otra vez debía recurrir a la ayuda de mis padres. Dos años atrás había logrado independizarme económicamente gracias a unos ingresos fijos, pero ni aun así supe cuánto aguantaría. «Quien mal siembra, mal recoge». Me tomaba el refrán al pie de la letra. A mi modo de ver, me había resignado a cualquier cosa que pudiera pasarme, pero, según lo veía mi familia, no solo había abandonado mis obligaciones de hijo primogénito, sino que había convertido mi existencia en una deuda en sí misma imposible de pagar. Le llevé a mi padre una revista donde acababan de publicar uno de mis relatos. Quizá fuera su última oportunidad de ver el resultado de mi trabajo. No se fijó ni en el título ni en quién lo firmaba. Tan solo me preguntó: «¿Cuánto ganas con eso?». Su interés por el beneficio y su absoluto desinterés por cualquier otra cosa no dejaban nunca de pasmarme. Para bien o para mal, la literatura era lo único que yo tenía en la vida. A menudo la gente de la cultura menosprecia a los comerciantes por su obsesión con el dinero. Mis padres no se conducían de un modo distinto. Entendían mi vocación como una simple forma de ganarme el sustento, sin mayor trascendencia. Y yo terminé por desarrollar un complejo de inferioridad respecto a ellos, precisamente, por mi modo de vida.

Amaneció el último día del año. Mi padre contaba cincuenta y cuatro años y se durmió para la eternidad sin que nadie se diese cuenta, como siempre había deseado. El cáncer de estómago no le infligió grandes padecimientos. Murió sin dolor, al contrario de lo que le ocurre a la mayoría de pacientes con esa misma dolencia. Una semana antes del final entrelazaba sus manos para contemplar un pedacito de mar más allá del jardín, después las ponía encima del pecho y pedía que lo colocasen mirando el techo. Se preparaba en silencio para morir. No pronunció una sola palabra de miedo o angustia ante el mundo desconocido.

sin título

I

Kitagawa no podía creer que la actitud de la camarera fuera solo una de sus mañas. De haber sido así, ni siquiera le habría dirigido la palabra, pues jamás dejaba propinas o, como mucho, dejaba ocasionalmente unos céntimos cuando iba a beber con sus amigos. Por si eso no bastara, a primera vista resultaba evidente que no era más que un humilde shosei1 con aspiraciones literarias. Iba a aquella cafetería llamada Yutaka con amigos como Watari y Koyama, y a ella no debía de costarle demasiado darse cuenta de su situación, por lo que él siempre pensó que su simpatía no podía responder a ningún tipo de cálculo o interés. Oaki, así se llamaba la chica, le resultaba simpática porque no se preocupaba de su aspecto físico, y en una ocasión ella le contó que había dejado la escuela de su pueblo natal para convertirse al cristianismo, le habló del amor, de sus creencias religiosas e incluso le confesó que se había casado, aunque terminó por separarse, ­momento a partir del cual empezó a trabajar en la cafetería. Rondaría los veinticuatro o veinticinco años, tenía ese aspecto de estar a punto de dejar atrás la juventud, si bien conservaba un halo virginal a pesar de marchitarse poco a poco, una especie de calor, una inocencia que, a ojos de Kitagawa, equivalía a transparencia. Una vez, nada más entrar en la cafetería, se plantó inesperadamente delante de él y lo abrazó, inclinó un poco la cabeza con cierto sonrojo y jugueteó con el cordón del haori2 del joven. Del corazón de Kitagawa brotó un amor inmediato, un profundo agradecimiento, porque no era el suyo un físico que llamase la atención de las chicas. Era el primogénito de una familia que regentaba una humilde pescadería, un tipo incapaz de renunciar a su sueño de convertirse en escritor que a duras penas había dejado el palanquín donde cargaba el pescado, se había quitado el quimono corto sin solapas de trabajo y se había marchado a ­Tokio. Desde que era solo un niño y hasta su primera juventud, había dedicado todos sus esfuerzos a abrirse camino, a iniciar una vida en la que no había llegado a disfrutar de nada parecido al amor, de ahí que jamás pensase en sí mismo como en el destinatario de los sentimientos de una mujer. La primera que le mostraba simpatía, como hacía Oaki al juguetear inocentemente con el cordón de su haori, constituía en sí misma un ­hecho insólito en sus veintitrés años de vida, tanto como lo habría sido descubrir un inesperado brote en un campo cubierto de hielo. Kitagawa iba siempre a Yutaka con un profundo sentimiento de agradecimiento hacia Oaki, pero a él le gustaba en realidad otra camarera, Oyasu. Debía de ser dos o tres años más joven y, al contrario que a su compañera, le gustaba mucho maquillarse. Siempre iba muy arreglada, con un rostro inundado de frescura en el que refulgían dos grandes ojos redondos, brillantes como los de un pez recién capturado, las cejas despejadas como un día de cielo azul. Oyasu trabajaba en la cafetería desde antes que Oaki. En cuanto aparecía Kitagawa, se acercaba a él, lo trataba como si fuera su hermano mayor, se sentaba a su lado para charlar un rato, y él siempre se daba cuenta de que su predisposición no escondía nada especial, solo dejaba traslucir un afán muy común por encontrar a un hombre acomodado y formar una familia con él. Kitagawa sentía como si la frialdad abriese un profundo abismo entre ellos. Además, no era él el único a quien llamaba hermano mayor. En ocasiones se preguntaba como sería la vida con ella y no imaginaba una especial felicidad. Por mucho que, dado su peculiar carácter, ella aceptase irse a vivir con él a pesar de su pobreza, estaba seguro de que la aventura no habría durado mucho. Así pues, le pareció tan absurdo como estéril verse en la obligación de tomarse todas las molestias imprescindibles para hacerla solo suya y luego disfrutar de su compañía solo por un tiempo limitado. A consecuencia de sus lecturas de años, por su ­incapacidad congénita de obviar la oscuridad que siempre terminaba por hacer acto de presencia en las relaciones humanas, caía en un bucle de reflexiones enfermizas, e incluso, en determinado momento, creyó haber llegado al punto muerto de no distinguir entre lo que era él y lo que eran las mujeres. Sus ideas lo condicionaban, tan solo le dejaban margen para pasiones incompletas. Se pasaba los días garabateando novelas y le inquietaba la posibilidad de enredarse en el asunto de Oyasu y no poder continuar con su vida.

Cuando estaba en su humilde cuarto de tres tatamis de la casa de huéspedes, se olvidaba de Oyasu, agarraba la pluma sin pensar en nada más y se entusiasmaba con la posibilidad de escribir algo bueno, aunque solo fuera una vez. Iba casi todas las noches a Yutaka, en parte para sacudirse el cansancio del día, en parte también para mortificarse, para deleitarse con Oyasu como si contemplase una flor sin poder tocarla. Pero, en el fondo de ese corazón suyo resignado a una relación estéril como aquella, habitaba la vana esperanza de que si ella llegara a mostrarle un poco más de entusiasmo, sin contar con su incapacidad para tomar la iniciativa, podría romper al fin el muro que contenía sus sentimientos y mejorar tanto su vida material como la espiritual. No obstante, pasaba el tiempo y ella se alejaba cada vez más. Le llamaba hermano mayor y ya no apreciaba ningún eco en esas palabras, hasta que un día un amigo suyo le contó que tenía a un hombre, un estudiante, noticia que le provocó una gran amargura. En todo caso, también sintió un gran alivio. Era incapaz de imaginar qué habría sido de él de haberse comprometido con Oyasu. Por un lado, le carcomía la frustración, pero, por otro, pudo recuperar la normalidad, su gusto por la reflexión. Oyasu se alejaba cada vez más y la lejanía se hizo aún más evidente desde la aparición de Oaki, desde que ella se inmiscuyó entre ambos y empezó a hablarle. Quizá eso le preocupaba, pero no veía más remedio que acomodarse a la situación y a la nueva chica para no parecer descortés. En realidad, no solo se diferenciaban en su aspecto físico, sino también en su personalidad. Oaki le parecía una mujer decidida, de corazón honesto, le tenía cariño, pero, cuando hablaba con ella, a menudo le pedía que llamase a Oyasu, lo cual cubría de sombras el gesto de ella. Estaba claro que Oaki albergaba buenos sentimientos hacia él, y él jamás dejó de mostrarle su gratitud por ello, su simpatía por su honestidad, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse atraído por Oyasu, por su misterio como de rosa resplandeciente, muy distinto a ese algo pétreo de Oaki. Oyasu se alejaba de él en beneficio de su amiga, y la existencia de Oaki se convertía entonces para Kitagawa en una verdadera molestia. Oaki siempre le pareció fresca, un punto ­excéntrica cuando le expuso su teoría sobre el amor al poco de conocerlo e hizo gala de una voluntad firme poco habitual en una mujer ­japonesa, con una altura de miras que se hacía evidente en sus comentarios, como cuando decía: «Tengo mi propia opinión sobre el matrimonio…», o: «Si tengo novio y confío en él, lo demás me da igual, por mucho que sea una mala persona, porque el amor es poder», o: «Cualquier persona se ennoblece ante el amor, por eso yo…».

De tanto oírla, terminó por hartarse de ella, se convirtió en una molestia peor que las cosquillas. No soportaba que una mujer razonase como un hombre, a pesar de darse cuenta de que, tal y como estaba concebida, la sociedad anulaba a las mujeres. Kitagawa lo razonaba todo desde un plano estrictamente intelectual, tenía una marcada tendencia a verlo todo en grises, a esforzarse por encontrar conceptos que trascendieran el color y el sabor de las cosas. Precisamente por eso, los razonamientos de Oaki le desagradaban el doble, y tampoco lograba olvidarse de su anhelo por Oyasu, de su amor ideal hacia aquella mujer a la que atribuía una inteligencia equivalente a cero. Su cara redonda, su piel rosácea, su expresión relajada, le atraían sin remedio, pero eso no impedía que ella se distanciase cada vez más y, por el contrario, que Oaki se implicase un poco más cada día. A pesar de todo, seducido por su sonrisa mientras jugueteaba con el cordón del haori, se sentó con ella y escuchó una vez más su filosofía sobre el amor. Le parecía mucho más que una simple camarera. Su audacia al exponer sus sentimientos le otorgaba una inocencia, una ligereza y una honestidad de las que solo podían hacer gala las mujeres modernas. Su conversación le producía un cosquilleo incómodo, sí, pero se daba cuenta de que estaba mucho más viva que todas esas otras mujeres arrastradas por la voluntad de sus maridos, de sus padres, sin resquicio alguno para la suya propia. Así y todo, cuando analizaba lo que significaba para ella el noviazgo o el matrimonio, Kitagawa se decepcionaba irremediablemente, como ya le había ocurrido con Oyasu. Ella creía en el amor, y eso era lo primero que Kitagawa no entendía, porque, a su modo de ver, ya se tratase de padres o hermanos, en el fondo, los demás nunca dejaban de ser entes ajenos. Recelaba de la posibilidad del amor verdadero para una mujer que ya se había separado de un hombre en una ocasión, que trabajaba en una cafetería y que anhelaba encontrar a otro. Ella creía en la felicidad del matrimonio, pero para él una verdadera felicidad solo podía darse en libertad, sin imposiciones sociales que determinaran cómo debían construirse esas relaciones, sin la obligación de la fidelidad mutua. Si su amor era verdadero, afirmaba ella, el hombre a quien amaba habría de ser necesariamente digno de confianza, pero él la contradecía. El amor verdadero era solo cosa de los dioses; los seres terrenales, por tanto, no eran dignos de confianza. Los seres humanos, según él, eran entidades solitarias, nada más. Había que asumir esa triste realidad, vivir con el corazón endurecido. Sus opiniones, por tanto, no coincidían, y ella terminó por acusarlo de ser un desequilibrado. Kitagawa era un hombre incomprensible, inclasificable, pensaba ella. Su sempiterno gesto triste y reconcentrado le atraía, y lo tenía por un hombre reflexivo, pero sus palabras lo traicionaban o, más bien, traicionaban los sentimientos de ella. Sin embargo, cuando descubrió su verdadero carácter (una conclusión que no dejaba de ser subjetiva), no se desilusionó tanto como habría cabido esperar. Estaba Oki, otro estudiante que también frecuentaba la cafetería, un chico fuerte de campo tres años mayor que Kitagawa que la piropeaba a menudo, le decía lo guapa que era. Era a ella a la única de las cinco camareras a quien se lo decía. No prestaba especial atención a Oyasu y siempre dejaba propina. Iba a graduarse en la universidad en primavera y obtendría entonces su título de licenciado, pero, por encima de cualquier otra cosa, a ella le atraía el espíritu sano que encerraba aquel cuerpo aguerrido, muy al contrario de lo que sucedía con Kitagawa. Desde que comprendió cómo era, manifestó su preferencia por Oki y sus dudas se despejaron. Fue a verlo, con una carta, a la casa de huéspedes donde se alojaba. Había tardado toda la noche en escribirla, desde que cerraron la cafetería a las dos de la madrugada hasta bien entrada la mañana. Poco después de aquella visita, Kitagawa empezó a verlos sentados a los dos solos en un rincón apartado de la cafetería. Los miraba y notaba una punzada de celos mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa amarga. Quería despreciarlos, convencerse a sí mismo de que solo eran un par de idiotas, un par de ignorantes incapaces de ver lo que ocurriría el día de mañana, a pesar de disfrutar de ese momento pasajero de alegría y despreocupación. Veía a Oki sonreír en aquel rincón y apuraba su café para marcharse lo antes posible. Oyasu terminó por desparecer de la cafetería. Kitagawa preguntó entonces a Oaki y a las otras camareras dónde había ido, pero ninguna supo darle una respuesta y al final confesó su tristeza, pero Oaki le dijo que así no funcionaban las cosas, que estaba enamorado solo de boquilla. «Dices que estás muy triste, pero te olvidarás de ella, volverás a encerrarte en tu mundo y lo sabes perfectamente. Solo quieres servirte de todo esto para escribir algo. Dices que estás loco por Oyasu, pero estoy convencida de que apenas te ha arañado el corazón. ¿Acaso me equivoco?».

No creía en el amor y juzgaba banal la supuesta felicidad que brotaba de él. Se limitaba a mantener una relación superficial con las mujeres, no se dejaba embriagar por ellas ni se dejaba arrastrar por los sufrimientos que podían llegar a causarle. Pero era un joven de poco más de veinte años y no podía evitar una profunda contradicción entre sus razones y sus instintos. Veía a Oaki con Oki en la cafetería, se acordaba de Oyasu cuando ya se había marchado y le daban ganas de maldecir ese carácter suyo y esa tendencia a estar siempre encerrado en sus pensamientos. Todo ello era consecuencia directa de su entrega a la literatura desde su primera juventud, de su persistente deseo de escribir algo decente, ­objetivo por el que debía sacrificar dinero, posición social y mujeres. Lo entendía y lo aceptaba, pero no por ello dejaba de entristecerle sentirse incapaz de estar con una mujer, de apartar la pesada carga de sus razonamientos, nacida de su obsesión por la literatura. Había también otro motivo: el dinero. De haber tenido dinero, de haberse liberado de las preocupaciones, a pesar de su fanatismo por la literatura y de su incapacidad para estar con una mujer, al menos habría disfrutado del margen suficiente para estar con Oyasu, probar suerte con ella o, sencillamente, pasar el rato. De ese modo, habría conocido la experiencia de vivir junto a una mujer, pero lo cierto era que estaba muerto en vida por culpa de la miseria. Odiaba a la sociedad, pero también era consciente de su ineptitud para la política, de manera que, una vez más, se reconcentraba en sus pensamientos, incapaz de dar un paso más allá. Envidiaba a Oaki, que aún creía con toda su inocencia en el ser humano, envidiaba su capacidad de amar a un hombre y entregarle su corazón. Oyasu terminó por marcharse de Yutaka, pero él seguía arrastrándose hasta allí a menudo. Por fortuna para él, Oaki nunca dejó de tratarlo con la simpatía y amabilidad de siempre cuando no estaba Oki.

«Me gustaría ayudarte en lo que pueda. Quisiera que siguiéramos siendo amigos».

Sus palabras hormigueaban en él pero, a falta de otra mujer con quien conversar, terminaron, en efecto, por convertirse en «amigos».

II

Oki estaba comprometido en su pueblo natal y no podía casarse con Oaki. Yamaji, el hombre con quien estuvo casada y de quien se había separado, fue a buscarla a la cafetería en una ocasión. A partir de entonces empezó a presentarse todas las noches y, ante su insistencia, ella ya no pudo disimular por más tiempo su frustración con respecto a Oki. Al final decidió irse a vivir otra vez con Yamaji, alquilar un cuarto juntos. Un día, con el pelo recogido en un moño y atado con un lazo rojo, fue a ver a Kitagawa a su cuarto en la casa de huéspedes.

III

Ocurrió durante su cuarta visita a la habitación de Kitagawa.

Había dejado de llover a mediodía, pero las nubes seguían inmóviles en el cielo con sus lúgubres alas grises extendidas; la tierra, envuelta en un ambiente de abatimiento y melancolía. Las hojas del árbol del jardín parecían pupilas distraídas, dilatadas frente a un ­espacio oscuro. El agua del estanque estaba turbia a causa de la lluvia, e incluso los peces de colores parecían no saber bien qué hacer con sus cuerpos. Kitagawa estaba sentado ante la mesa y apoyaba su pesada cabeza en las manos. Pensaba en su ciudad natal. Veía la imagen de su padre cerca ya de los cincuenta años, subiendo a diario las montañas de Hakone en compañía de un joven ayudante, cargados ambos con cestas de pescado a sus espaldas para ganar apenas tres yenes. De no estar en Tokio, pensaba, él mismo cargaría con el palanquín de su padre para evitarle el esfuerzo de subir por aquellas empinadas cuestas. Su hermano pequeño lo acompañaba todos los días a un almacén mayorista cargado como una mula, a pesar de que después siempre llegaba tarde al colegio. Se daba cuenta de que había echado a perder la vida de su único hermano al tomar el camino en el que de verdad creía, para acabar enredándose en los vericuetos de la literatura. De vez en cuando derramaba lágrimas de añoranza por su ciudad natal, y cuando se calmaba pensaba en el negocio que tanto sufrimiento había provocado a su padre y que tanto iba a hacer sufrir a su hermano en el futuro. Culpaba de nuevo a la sociedad de su pobreza y, con una voluntad firme, fría, juraba venganza. Fue en uno de esos trances cuando se presentó Oaki. Llevaba el escote un poco entreabierto, dejando a la vista el quimono interior. Kitagawa percibió una frescura en ella como nunca antes había percibido: en su rostro, en la ternura de sus ojos, hasta en la delicadeza de sus pies.

—¿Para qué has venido? —le preguntó—. ¿Yamaji ya no va de picos pardos?

—No. Ha vuelto a su pueblo natal en Shikoku, le ha llegado la orden de reclutamiento. Oye, Ken-san, tienes muy mal color de cara.

—Ah… Sí… Será porque estaba pensando en mi familia… Me alegra oír eso. Hace tiempo que no nos veíamos, ¿no? Habrá pasado un mes, por lo menos. Me tenías algo preocupado. Según estaban las cosas con Yamaji, pensé que ibas a terminar sacándole un cuchillo. Me alegro, de verdad.

—Lo siento de veras, Ken-san, pero necesito que me dejes diez yenes.

—¿Diez yenes? ¿Otra vez? No puedo, no los tengo.

—Te lo ruego, por favor. Te los devolveré en diez días.

—No puedo. La última vez que te dejé dinero tuve que ir a la casa de empeños y fue, precisamente, para ayudarte a ti. Ha pasado un mes desde entonces y ni siquiera te has molestado en venir a verme. ¿No te parece que ese Yamaji es un caradura? Ni siquiera te has molestado en escribirme una carta. Solo apareces cuando necesitas dinero. ¿Tan inocente me crees? Pues hoy no lo voy a ser.

—Eres muy cruel. Escúchame, Ken-san. Yamaji ha vuelto a su pueblo y me ha mandado un telegrama para decirme que necesita urgentemente diez yenes, que se los envíe sin perder un segundo. Por favor, no tengo a nadie más a quien acudir. Te lo pido por favor. Es la última vez.

—No. Eres una aprovechada. No eres la misma que cuando trabajabas en Yutaka.

—¿De verdad no me los vas a prestar? ¡Te lo suplico! ¿Cómo puedes negarte? ¡Te lo estoy implorando…!

—¡Cállate! Márchate, por favor. No te los voy a dar por mucho que me lo repitas.

—¡Esto es demasiado!

—¿Qué quieres decir con eso? Si no te vas tú, me marcharé yo.

Kitagawa se levantó. También Oaki, sin dejar de lamentarse. Salieron al pasillo, pero Kitagawa no tenía ganas de acompañarla hasta la entrada y se fue al baño sin más. Volvió a su cuarto, se sentó frente a la mesa y pensó que todo había sido un sueño. Apenas habían pasado cinco minutos, sin embargo, cuando Oaki entró de nuevo. Apoyó los codos en la mesa y lo miró con ojos apagados.

—Da igual la cara que me pongas —le advirtió—. Si tuviera ese dinero para prestarlo, se lo enviaría antes a mis padres y a mi hermano. Ellos sí que lo necesitan de verdad y sí que sabrían ser agradecidos.

—¡Es el colmo! Yo tampoco tengo más quimono que este. He empeñado todo lo que podía empeñar. ¿Por qué eres tan frío conmigo, Ken-san? Si tuvieses problemas, yo haría…

—Tus mentiras me aburren. Cuando tienes dinero desapareces durante uno o dos meses… Hasta que se te acaba. Nuestra relación es tan indeseable como indestructible. ¡Qué asco!

Los ojos de Kitagawa brillaron con un aire malicioso.

—¿Qué me dices de cinco yenes?

—No es suficiente, pero está bien. Más vale algo que nada. ¡Dámelos, por favor!

—No, no te los voy a dar sin más. Te los daré si te quedas conmigo esta noche. Si estás de acuerdo… ¡Ja, ja, no es un mal trato! Aquí juntos, tú y yo no tenemos por qué preocuparnos de nada ni de nadie. Los ojos de Yamaji no alcanzan desde ese rincón perdido de Shikoku…

—Oye, Ken-san, ¿de verdad crees que soy unas de esas? No voy a volver a pedirte nada. No soy una prostituta, no estoy tan podrida. ¿Me crees capaz de algo así, teniendo a un hombre en mi vida? ¡Nunca voy a pedirte nada más!

—Haz lo que quieras. En lo que a mí respecta, no pienso dejarte siquiera esos cinco yenes.

A pesar de sus palabras, Kitagawa pensó que sería muy triste dejarla marchar con las manos vacías y decidió montar un pequeño teatro.

—Me da igual lo que hagas, pero me parece que eres muy egoísta. ¿No piensas demasiado en ti misma? A mí, desde luego, no me prestas ni un poco de atención. Estoy soltero y no tengo una mujer con quien hablar. ¿Acaso eres incapaz de entender mis sentimientos?

—Tú te lo has buscado. Tú mismo reconoces que eres incapaz de amar a una mujer. Me lo dijiste cuando trabajaba en Yutaka. Es normal que estés solo. Tú solo te lo has buscado.