El beato Mario Borzaga y los mártires de Laos - Alberto Ruiz González - E-Book

El beato Mario Borzaga y los mártires de Laos E-Book

Alberto Ruiz González

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En 2016 el papa Francisco beatificó en la capital de Laos a un grupo de diecisiete mártires —sacerdotes, religiosos y laicos— que habían dado su vida por Cristo en aquellas tierras entre 1954 y 1970. Este libro da noticia de todos ellos. Eran misioneros y colaboradores de los Oblatos de María Inmaculada. Mario Borzaga, natural de Trento, había llegado a Laos en 1957, recién ordenado sacerdote. Fue martirizado poco después, en 1960, a sus 27 años. Escribió un precioso diario que da voz a su vocación de misionero oblato, que ofrecía su vida por amor a Jesucristo, e ilumina la peripecia martirial de aquel grupo de testigos del Evangelio del perdón y la paz. Su testimonio se une al de millones de mártires del siglo XX, que brillan como aurora de una mañana de Esperanza en la cerrada noche de unos tiempos atormentados, nada lejanos.

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Alberto Ruiz González

El beato Mario Borzaga y los mártires de Laos

Colección

Mártires del siglo XX

nº 14

Dirigida por Juan A. Martínez Camino

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Prólogo de Luis Ignacio Rois Alonso, omi

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

100XUNO, nº 127

Esta obra ha sido publicada con la colaboración del Instituto de Estudios Históricos de la Universidad CEU San Pablo

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

Impresión: Cofás-Madrid

ISBN: 978-84-1339-170-0

Depósito Legal: M-34053-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda, 20 - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PRÓLOGO

I. Cercanos en la lejanía

Superando la distancia

Cercanos humana, histórica y eclesialmente

Los santos de «el Continente» de al lado

II. Oblación, misión y martirio en las fuentes del carisma

La vida religiosa y el carisma de fundador

La oblación o el carisma del fundador

El Prefacio, como signo del carisma fundacional: misión, oblación y martirio

Oblación, misión y martirio intrínsecamente relacionados

III. El P. Mario Borzaga: un hombre feliz

La oblación o el deseo de entrega

La oblación y la realidad de la misión

La oblación como forma de vivir los consejos evangélicos

La oblación como donación de la vida en el martirio

IV. La comunidad martirial, signo de comunión y sinodalidad

Cinco nuevos oblatos en la comunidad del cielo

Compañeros de camino, colaboradores en la misión, hermanos en el martirio

«Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar» (Ap 7,9)

V. Post scriptum

Los 17 mártires de Laos, beatificados el 11 de diciembre de 2016 por el papa Francisco en Vientiane, capital de Laos

Bibliografía

Colección

Mártires del siglo XX

Quiero expresar un profundo agradecimiento

al P. Roland Jacques, omi.

Todas las biografías de los mártires

reseñadas en el cuarto punto de este libro

son fruto de su trabajo como postulador de la causa.

Nosotros los hemos traducido y sintetizado,

para poder ofrecerlos al público de lengua española.

Igualmente, he de mencionar a mis amigos

Ángel, Julio, Martha y Lorena,

sin cuya inestimable ayuda

este escrito no hubiera sido posible.

Sobre todo, doy gracias a Dios

por ponerles en mi camino:

sinodalidad existencial,

apoyo mutuo,

felicidad compartida.

PRÓLOGO

«Lo importante no es cuántos años vives, sino la intensidad con que vives los años. Mario Borzaga y Teresa de Lisieux vivieron con mucha intensidad sus pocos años de vida». Así me decía una religiosa del Carmelo de Tánger (Marruecos) que se enamoró del Diario de Mario Borzaga en el tiempo en que estuvo en Roma. En efecto, el beato Mario muere a los 27 años, con unos dos años y medio de experiencia misionera en Laos. ¿Qué es lo que atrae a tantas personas de este sencillo diario escrito por un joven misionero que da sus primeros pasos en un país extraño? ¿Qué puede enseñarnos alguien con una vida, que algunos pensarían es incompleta, y una muerte sin aparente sentido? ¿Cuál es su secreto? Creo que el P. Alberto Ruiz González acierta al decir que «más allá de su sencillez y simpatía, si algo resulta especialmente atractivo de este beato, es su sinceridad, su forma de percibir la realidad y la sensación de que nos entiende cuando nos sentimos débiles y mediocres ante Dios».

Mario Borzaga sueña con ser ese santo misionero descrito en las primeras páginas de las Reglas de los Oblatos, escritas por el mismo Fundador y conocido entre ellos como el Prefacio. Él y los otros beatos oblatos mártires de Laos, han leído y meditado incontables veces este Prefacio que propone a los oblatos «trabajar seriamente por ser santos» y «renunciarse a sí mismos, sin más miras que la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la edificación y salvación de las almas» estando dispuestos a «sacrificar bienes, talentos, descanso, la propia persona y vida por amor de Jesucristo, servicio de la Iglesia y santificación de sus hermanos; y luego, con firme confianza en Dios, entrar en la lid y luchar hasta la muerte por la mayor gloria de su Nombre santísimo y adorable». Ese es su sueño, su ideal.

Pero en el día a día Mario se percibe pobre, miedoso, mediocre, incapaz de superarse a sí mismo. La soledad pesa demasiado y piensa que tiene un temperamento demasiado tímido para ser misionero en Laos. «Mi cruz soy yo: me santiguo. Mi cruz es el lenguaje que no puedo aprender. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra a un laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida», escribirá en su Diario. Además, es incapaz de dejar de fumar, algo que él interpreta como una señal de su falta de entrega a Dios. ¿Cómo no sentir que Mario es uno como nosotros, es uno de los nuestros?

En este corazón roto de Mario también hay un gran deseo de ser santo. Este es el motor que le hará irse preparando para la entrega total. Mario se irá dando cuenta de que la misión es de Dios: «¿Quizás Él también necesita de los temerosos, de los tímidos, de los perezosos, para ensanchar Su Reino? Creo que sí, porque solo Él me ha llamado a esta aventura de ser santo entre el pueblo meo». Esto le hace luchar una y otra vez porque «Él todavía nos ama y todavía cree en nosotros». El verdadero secreto es su relación con Jesús, a quien quiere amar cada vez más, a pesar de su mediocridad. Qué bello es un corazón capaz de decir a Jesús: «Señor, di a todo el Paraíso que no te amo, pero que te he amado mucho».

Acierta el autor de este libro, el P. Alberto Ruiz González, omi., al declarar que el secreto de los mártires de Laos estuvo en vivir con profundidad tres elementos esenciales de su carisma misionero, a saber, seguir a Cristo a través de la oblación, la misión y el martirio. Elementos que se enriquecen mutuamente. La oblación es la vida entregada para vivir el Evangelio a través de los votos religiosos, oblación que se realiza en la entrega misionera cotidiana desde el martirio de la caridad. Dirá el beato Borzaga en su Diario: «No basta ser buenos, hay que ser santos y mártires del Amor y de la Caridad». Vivir esto cotidianamente va preparando los corazones a una entrega total en el momento definitivo.

Ellos que siempre quisieron seguir a Jesús predicando el Evangelio, lo abrazan muriendo como Él, obedientes al Padre. En efecto, la Iglesia les pedirá permanecer en su puesto y no abandonar a la fragilísima comunidad cristiana. La amenaza cada vez es más real. «El Obispo ha llamado a todos los Padres... Parece que los Viet siguen masacrando. Todos los Padres están advertidos de las disposiciones de la Santa Sede para el tiempo de las persecuciones. ¿Qué será de nosotros?», escribe Mario, para luego añadir: «estamos en las manos de Dios, por lo tanto calma ante todo, serenidad y Fe». Poco a poco vemos cómo cada mártir se abre a esta dimensión de fe en todo lo que acontece, aceptando entregar su vida: no se la quitan, ellos la entregan voluntariamente. En esto se identifican con Jesús, amando hasta el extremo.

No quisiera dejar de mencionar el acierto de presentarnos, junto con las figuras martiriales de los religiosos y sacerdotes, las otras figuras de los laicos beatificados con ellos. Son personas que se han comprometido con la misión de la Iglesia y con la evangelización de sus propios compatriotas. Una historia de formación y vida compartida con los misioneros extranjeros les ha hecho solidarizarse con su suerte, tanto en la misión cotidiana como en lo que será su último destino. Prefieren acompañar y morir con los religiosos antes que escapar para mantener la vida. Su testimonio es sin duda un reto luminoso para todo el Pueblo de Dios de todos los tiempos.

¿Son actuales los beatos mártires de Laos? Lo que este libro narra no son pías historietas del pasado. Los mártires, hombres como nosotros, dicen sí a la voluntad de Dios, perseverando en el servicio cotidiano a los más pobres y en su fidelidad a Jesús y a su Iglesia. Ellos nos muestran que es en la vida cotidiana donde se juega todo, invitándonos a ser testigos de Jesús en cada momento y circunstancia, en la salud y en la enfermedad, desde la vocación que hemos recibido, entregándonos generosamente, abrazando el camino de la santidad, viviendo la caridad, siendo testigos de Jesús hasta el final. Vale la pena aventurarse a leer la historia de Mario Borzaga y sus compañeros mártires para comprender que Dios cuenta con nosotros para mostrar su misericordia a todos. Quizás no somos perfectos, pero, como el P. Alberto nos recuerda, citando a Leonard Cohen, «Olvida tu ofrecimiento perfecto. Hay una grieta en todo. Así es como pasa la luz».

Luis Ignacio Rois Alonso, omi.

Superior General de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada

I. Cercanos en la lejanía

El valor de un oxímoron consiste en otorgar un nuevo significado a dos términos opuestos en su origen, con el fin de llevarnos más allá de esa contradicción aparente. De ahí la elección de cercanos en la lejanía, como modo de expresar una experiencia real en la que nuestro espíritu supera la limitación de los patrones de pensamiento corrientes. Acercarnos a lo conocido como lejano oriente —vuelta a la paradoja— nos desvela una realidad que invita a acogerla limpiamente, tal y como nos aparece en su desnudez: la de unos hombres y mujeres que alcanzaron la plenitud cristiana y, por ende, humana, mediante el supremo testimonio del martirio.

La posible lejanía suscitada al escuchar Laos proviene, en un primer momento, de un desconocimiento general. El nombre de este país de la península Indochina tuvo un pequeño impacto en las noticias políticas de España a finales del siglo XX, pero seguramente nos costaría situarlo en un mapamundi. No digamos ya conocer su historia, su cultura y su política. Por eso, el objetivo de este primer capítulo es derribar esta distancia mediante una breve incursión en su historia reciente, para señalar, posteriormente, tres experiencias de cercanía que pueden convertir a los mártires de Laos en un modelo para nosotros, cristianos del siglo XXI que habitamos en un país y una cultura diferentes. He ahí la grandeza de la catolicidad y la riqueza de pertenecer a una misma Iglesia por un solo bautismo, una universalidad que podemos expresar parafraseando a Pedro Salinas en su defensa de las cartas: «Saltándose las lejanías y venciendo los aislamientos».

Superando la distancia

Una de las condiciones necesarias para poder amar algo es conocerlo. Es cierto que en la Iglesia católica, por su naturaleza, todo es de todos, como dice san Pablo (cfr. 1 Cor 3,19-23). Pero no lo es menos que el desconocimiento de la existencia de tantas historias de personas, martirizadas por Cristo, impide que sean un estímulo para nosotros. De ahí nuestro deseo de adentrarnos en las raíces culturales y vitales de aquellos 17 hermanos beatificados por su martirio en Laos, representantes de muchos otros que sufrieron y dieron su vida en circunstancias semejantes, aunque sus nombres no hayan llegado hasta nosotros y sea difícil calcular su número.

Como hemos indicado al comienzo, Laos es uno de los cinco países que forman la península de Indochina junto a Birmania, Tailandia, Camboya y Vietnam, haciendo frontera con todos ellos y añadiendo un terreno fronterizo con el sur de China. De esta situación geográfica puede deducirse su implicación, directa o indirecta, en una de las guerras más conocidas de finales del siglo XX, aunque solo sea por su aparición en numerosas películas norteamericanas. Pero antes de avanzar tanto, retrocedamos a sus posibles orígenes, a fin de comprender mejor su mentalidad y su cultura.

El inicio mítico-poético de este país asiático aparece ya en su nombre, pues al que fuera reino de Lan-Xang también se le conoce como el Reino del millón de elefantes y la sombrilla blanca. Si bien el origen de los pueblos se pierde en la siempre misteriosa línea del tiempo, una primera fecha significativa acerca de la unidad de las múltiples etnias que componen el actual Laos es 1353, cuando Fa-Ngum es nombrado rey, situando la capital en Luang-Prabang, ciudad que debe su nombre a la imagen más antigua de Buda conservada allí. Este dato nos ayuda a realizar una puntualización sobre su religión mayoritaria, el budismo, considerada durante siglos religión de Estado, de la cual el rey era el protector. Algunos escritores sugieren que de esta tradición procedería un carácter popular marcado por el espíritu de tolerancia, el sentido de humildad, el amor a la libertad y la fidelidad a las amistades.

No obstante esta visión benevolente de su población, la historia de Laos, si tomamos la fecha indicada como un primer punto de referencia, ha estado marcada por diversidad de conflictos, algunos externos y otros internos, lo que ha condicionado profundamente su constitución como nación. En ella encontramos luchas internas entre príncipes que se arrogan territorios y títulos, provocando contiendas entre los habitantes, así como influencias externas, especialmente de lo que hoy conocemos como Tailandia y Vietnam. Todo estos avatares han llevado consigo desde cambios de localización de la capital, llegando a la actual Vientián, hasta delimitaciones diferentes de su territorio, como ha ocurrido en tantos países a lo largo de la historia.

Si tuviéramos que buscar otro punto de referencia para hablar del actual Laos y, sobre todo, de aquel en el que vivieron los mártires a quienes haremos referencia en estas líneas, nos situaríamos a finales del siglo XIX, en concreto el 3 de octubre de 1893, cuando comienza el protectorado francés de estos territorios. A partir de este momento se irán delimitando sus fronteras, hasta llegar a las conocidas en la actualidad, al igual que se sucederán todo tipo de peripecias internacionales que condicionarán la política interior de este antiguo reino: desde la invasión japonesa, a partir de 1941, hasta su participación indirecta en el conflicto vietnamita, con todos los grandes poderes e ideologías del siglo XX implicados en él.

Finalmente, estos fértiles territorios del valle del río Mekong declararán su independencia de modo unilateral el 12 de octubre de 1945, aunque adolecerán de una cierta división interna en tres partes, concentradas en torno a tres ciudades —Champasak, Luang-Prabang y Vientián— y a tres personalidades —los príncipes hermanastros Boun Oum, Souvanna-Phouma y Souphanouvong—. Los dos últimos marcarán, significativamente, la historia posterior. Será el 13 de mayo de 1946 cuando el país quede unificado bajo el reinado de Sisavang Vong, cuya soberanía total quedará ratificada en los acuerdos de Ginebra, el 21 de julio de 1954. A partir de ese momento se formará una primera coalición de gobierno con el objetivo de construir un estado moderno, objetivo que quedará frustrado y nos introduce en la época de divisiones y enfrentamientos en la que nuestros mártires darán el supremo testimonio de la fe.

Debido a la complejidad y a la cantidad de datos a los que habría que hacer referencia, lo cual no forma parte de la finalidad de esta introducción, señalaremos brevemente algunos de los hitos que nos ayuden a entender las circunstancias en las que los cristianos laosianos vivían su fe de forma cotidiana. Mediante estos breves apuntes podremos comprender tres elementos de cercanía con respecto a la experiencia vivida por aquellos hombres y mujeres del sudeste asiático, de modo que nos estimulen a ser testigos de la fe en nuestra actualidad.

Cercanos humana, histórica y eclesialmente

Tres son las vivencias que nos ayudan a sentir cercanos a los mártires de Laos, beatificados el 11 de diciembre de 2016 en Vientián.

En primer lugar y como base de todo, la cercanía humana, fundamentada en nuestra común naturaleza, que se manifiesta en el mismo corazón y entendimiento con el que afrontamos la vida diaria. Es algo que la Iglesia comprendió a lo largo de su labor misionera, tal y como recordaba el papa Francisco al inicio del centenario de la encíclica Maximum Illud de León XII, recogiendo las siguientes palabras de la misma: «La Iglesia de Dios es católica y propia de todos los pueblos y naciones». Es decir, más allá de las diferencias externas, culturales y personales, la búsqueda de sentido y las preocupaciones del día a día por el trabajo y la familia, constituyen el meollo de la existencia iluminada por el Evangelio.

Los laosianos se encontraban, para hacer frente a ello, en un enclave diferente al de otras latitudes que nos resultan más conocidas, pero compartiendo labores e inquietudes habituales en aquellos años del pasado siglo XX. Sin salida al mar, pero atravesado de norte a sur por el río Mekong, haciendo frontera con Tailandia, la fuente de riqueza en Laos provenía de una exuberante naturaleza, donde destacan los grandes bosques tropicales, de los que obtenían teca para las construcciones y multitud de especias a partir de otro tipo de vegetación. En cuanto al trabajo más frecuente, aquella sociedad rural se dedicaba fundamentalmente a la agricultura, cultivando especialmente el arroz, y a la ganadería, tanto para la obtención de alimento como para la ayuda en las labores del campo. Del río Mekong y de sus diversos y abundantes afluentes, obtenían pescado, base de su dieta junto al arroz.

Quitando estas particularidades propias del lugar, su experiencia vital no diferiría en exceso de lo que vivieron nuestros antepasados antes de que la evolución demográfica y la llegada de la industria nos concentrara en las grandes ciudades. Esta cultura agrícola y ganadera, junto a la religión budista, influye igualmente en los ritmos festivos de la población, tan indispensables en toda civilización humana. Respondiendo a un calendario lunar, podemos encontrar fiestas semejantes, en cuanto a su significado, con las celebradas en nuestro entorno, bien sean de purificación, de ascesis, de festejo nacional o de acción de gracias por el fruto del trabajo realizado. A ello se unen las celebraciones con carga existencial, tales como nacimientos y bodas, u otras ocasiones para reunir a la familia y amigos por diversas circunstancias. En todo ello vemos la expresión de un corazón humano como el nuestro, al que los misioneros trataban de hacer llegar el Evangelio.

Otro momento especial y relevante de la experiencia vital es el momento de la muerte y la importancia religioso-cultural de su significado. En este sentido, encontramos en Laos la conocida como Llanura de las jarras, una inmensa extensión al norte del país salpicada por enormes jarras construidas con piedra arenisca, descubierta por los arqueólogos en 1930, y de la cual se piensa que era utilizada como lugar de enterramiento desde hace más de 2000 años. Esto nos recuerda la importancia del rito fúnebre y de la memoria de los antepasados, elementos propios, nuevamente, de nuestra común naturaleza, que nos hace a todos habitantes de un mismo mundo querido por Dios, sintiendo la proximidad a cualquier persona, por lejos que se encuentre según nuestros mapas.

Ni siquiera este enigmático, simbólico y sagrado lugar se libró de los bombardeos, destructores de toda esa felicidad posible cuando se vive en paz. La época a la que nos aproximamos estaba marcada, no solo por las incertidumbres normales de la vida, sino también por un triste récord que ostenta Laos: en torno a dos millones de toneladas de bombas cayeron sobre el país en 1973. Era el culmen de un prolongado conflicto bélico interno, agravado por la situación de la segunda guerra de Indochina. Podemos suponer todo lo que ello lleva consigo: personas desplazadas, sin hogar, perdiendo el fruto de su trabajo; niños sin escuelas y sin infancia, marcados por la orfandad; ancianos sufriendo penalidades al final de sus vidas. Imágenes tantas veces repetidas a lo largo de la historia y que nos ponen ante el dramatismo de la existencia.

De todas las ayudas recibidas durante este tiempo, la mayor parte fue destinada a fines bélicos. Se calcula que en 1957, antes de que estallara la guerra en toda su crueldad, solo el 8% de dicha ayuda externa se invirtió en escuelas, clínicas o carreteras para la mejora de las condiciones de vida de las personas, especialmente las que vivían en zonas montañosas del norte. Todo ello fue un caldo de cultivo que llevaría a la tragedia, añadiendo un ingrediente más: la corrupción social generada por las plantaciones de opio y por convertir las ciudades del país en lugares de ocio desenfrenado, con el consiguiente abuso de derechos, especialmente de las mujeres. En dichas condiciones humanas los misioneros trataron de anunciar el Evangelio, aportando luz y esperanza en un contexto tan exacerbado, políticamente hablando. Se cumplían, también aquí, las palabras del Maestro: «Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos» (Lc 10,3).

Esto nos lleva a la segunda vivencia que los acerca a nuestra realidad: la histórica. Terminología como abdicación de un rey, establecimiento de una república, guerra civil, golpe de Estado o intento de imposición de un régimen político determinado no nos resulta tan ajena. Enarbolados por defensores o detractores, estos hechos nos hablan, sobre todo, de la división interna de un país y del sufrimiento de la población, principalmente de la más vulnerable. Un estudioso de esta época histórica de Laos, Martin Stuart-Fox, sentencia con la siguiente frase: «La guerra prueba la cohesión de toda sociedad, pero la guerra civil ejerce tensiones mucho mayores». Ni es el momento, ni tenemos las competencias para aclarar todas las situaciones de un conflicto extremadamente complejo, en el que se entremezclan tres fuerzas centrífugas: una de tendencia monárquica, otra calificada como neutralista e identificada en ocasiones con la llamada derecha política y, finalmente, otra de origen comunista. Continuando con el mismo tono utilizado hasta ahora, solo pretendemos mostrar que es más lo que nos une que lo que nos separa, pues también en España se vivieron situaciones semejantes. Más allá de las primeras apariencias, nos encontramos más cerca de lo pensado para compadecer lo vivido por los mártires laosianos.

Habíamos dejado la historia reciente de Laos en 1954, cuando adquiere plena autonomía y comienza a ser gobernado por una primera coalición. Esto ya nos indica una cierta fractura y tensión, las cuales se irán acrecentando hasta llegar a convertirse en conflicto armado, especialmente a partir de 1964. Una posibilidad de haber escapado del mismo era mantener la neutralidad respecto al juego que se desarrollaba en el tablero internacional. En este sentido, impresionan las palabras del secretario de Estado estadounidense del momento, D. Rusk, quien afirmaba: «Después de 1963, Laos solo era la verruga en el cerdo de Vietnam». Ciertamente, su posición geográfica influirá en el triste desenlace violento de sus legítimas aspiraciones como pueblo, pues no solo dependía de los intereses de las grandes potencias (EE.UU., Unión Soviética y China), sino también de los de sus vecinos Vietnam y Tailandia, sin olvidarnos de los propios de las facciones políticas oriundas del país.

Una muestra de estos intereses internos es el golpe de Estado del año 1960, aprovechando la situación generada por la muerte del rey Sisavang Vong. Paradójica y contrariamente a lo que suele ocurrir, este hecho produjo una reacción de unidad nacional fraguada en una segunda colación y ratificada por unos nuevos acuerdos en Ginebra, en esta ocasión en el año 1962. El heredero, Savangvatthana, quien a la postre abdicará en 1975, será el nuevo rey. A partir de este momento aparecen dos figuras relevantes: Souvanna Phouma, quien será primer ministro, calificado como neutralista, por su deseo de que esta fuera la postura de Laos, y cercano a los Estados Unidos de América; Souphanouvong, apodado «el príncipe rojo», quien junto con el partido Pathet Lao, de ideología comunista y cercano a otras potencias, como China, la Unión Soviética y Vietnam del Norte, promoverá la que llegará a ser la actual República Democrática Popular de Laos.

No hay una línea clara y precisa en el desarrollo de todo este período de tiempo, que se inicia en 1964 con el fracaso de la segunda coalición que buscaba el consenso nacional. Territorio ansiado, bien para pasar tropas de Vietnam del Norte a Vietnam del Sur, bien por el deseo de su neutralidad en una guerra que le sobrepasaba, lo cierto es que hasta 1973 «Laos fue sumida en la guerra más salvaje de su historia». A lo largo de este lapso de tiempo, todas las tareas de desarrollo económico y de construcción de un Estado moderno fueron eclipsadas por la división y la destrucción. Un intento de tercera coalición, fracasado por todo el lastre anterior y por la falta de confianza de la gente en la política y en los políticos que la llevaban a cabo, terminará con la abdicación del rey el 2 de diciembre de 1975, pasando el poder al partido Pathet Lao, quien instaurará, a partir de ese momento, un régimen comunista.

Lo delineado, a grandes rasgos, es el momento histórico preciso en el que darán la vida los mártires laosianos beatificados, cuyos asesinatos están datados entre los años 1954 y 1970. La percepción de representar a potencias extranjeras, unida a la predicación de una fe diferente a la tradicional budista, promueven un odio al cristianismo que llevará a un número indeterminado de hombres y mujeres a ser asesinados por las guerrillas que campaban especialmente por el norte del país. No es nuestra tarea la de hacer un juicio sobre esta realidad, sino la de observar con asombro y sencillez cuán semejantes son, en ocasiones, las vicisitudes de la historia y la respuesta valiente de los cristianos ante ellas, promoviendo siempre sentimientos de paz y de perdón.

Ello nos lleva a la cercanía que podemos experimentar ante la vivencia eclesial de estos testigos de la fe del pasado siglo XX. No es casualidad el lugar concreto donde los mártires dieron su vida, las montañas norte del país; de igual modo, es muy sugerente comprobar cómo el grupo de laosianos beatificados representa a todas las vocaciones cristianas: sacerdotal, religiosa y laical. En un momento como el nuestro, en el que la sinodalidad ha recobrado una fuerza inusitada, su ejemplo hace vida las siguientes palabras del papa Francisco en la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium: «Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea solo receptivo de sus acciones» (EG, 120).

Los inicios del cristianismo en Laos se cifran en el siglo XIX como extensión de la misión existente en Tailandia a cargo de la Sociedad de las Misiones Extranjerasde París, aunque hay noticias de la visita de dos jesuitas, los PP. Jean-Marie Leria y De Marini, en el siglo XVII. A petición del cardenal prefecto de la Congregación de Propaganda Fidei, el Consejo general de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada aceptó, en junio de 1933, un campo de apostolado misionero en el norte del país, una región de altas cordilleras cubiertas de bosques. Cuando llegan los primeros misioneros, en 1935, estableciendo su centro en Vientián, la población a la que habían de atender se estimaba en medio millón de habitantes. Los de religión budista se agrupaban en las llanuras y valles más al sur del territorio encomendado, mientras que los habitantes de la montaña, de diversos orígenes étnicos, profesaban religiones tradicionales. El 14 de junio de 1938 la Santa Sede constituirá la Prefectura Apostólica de Vientián y Luang-Prabang, con una extensión de 120.000 km2, que en 1939 estará constituida por 3.672 católicos, de los cuales 116 eran catecúmenos.