El Callejero - Deirdre Mask - E-Book

El Callejero E-Book

Deirdre Mask

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Beschreibung

Cuando la mayoría de la gente piensa en las direcciones de las calles, si es que piensa en ellas, es en su capacidad para garantizar que el cartero pueda entregar el correo o que un viajero no se pierda. Pero las direcciones no se inventaron para ayudar a encontrar el camino, sino para encontrarlo a usted. En muchas partes del mundo, tu dirección puede revelar tu raza y tu clase. En este amplio y extraordinario libro, Deirdre Mask examina el destino de las calles que llevan el nombre de Martin Luther King Jr, los medios de orientación de los antiguos romanos y cómo los nazis rondan las calles de la Alemania moderna. La otra cara de la moneda de tener una dirección es no tenerla, y también vemos lo que eso significa para millones de personas hoy en día, incluidos los que viven en los barrios bajos de Calcuta y en las calles de Londres. Lleno de personas e historias fascinantes, 'La libreta de direcciones' ilumina las complejas y a veces ocultas historias que se esconden detrás de los nombres de las calles y su poder para nombrar, ocultar, decidir quién cuenta, quién no y por qué.

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Introducción

La dirección postal sí importa

Nueva York,

Virginia Occidental y Londres

Algunos años el 40 por ciento de las leyes locales aprobadas por el Consejo Municipal de Nueva York son modificaciones del nombre de las calles.[1] Considéralo por un instante. El Consejo Municipal es el órgano legislativo de la alcaldía. Tiene cincuenta y un miembros que supervisan el sistema educativo y el cuerpo de policía, los más grandes del país. Toman decisiones sobre urbanismo en una de las zonas más pobladas del planeta. Su presupuesto es más elevado que el de muchos estados; los supera a todos, salvo once, en número de población. Por si fuera poco, desde el siglo XIX las calles de Nueva York exhiben números y nombres, como Stuyvesant y el Bowery, que datan de cuando Manhattan era poco más que un puesto comercial holandés.[2]

E insisto: hay años en que el 40 por ciento de todas las leyes locales aprobadas por el Consejo Municipal de Nueva York son modificaciones del nombre de las calles.

El Consejo Municipal suele ocuparse de añadir denominaciones honoríficas al callejero. Por eso, cuando paseas por la ciudad, quizá levantes la vista y compruebes que estás en la calle 103 Oeste, pero también en Humphrey Bogart Place. También te puede pasar en Broadway con la 65 Oeste (Leonard Bernstein Place), en la 84 Oeste (Edgar Allan Poe Street), o la 43 Este (David Ben-Gurion Place). Hace poco, el consejo aprobó el Distrito de Wu-Tang Clan en Staten Island, Christopher Wallace Way (nombre real del rapero Notorious B.I.G.) en Brooklyn y Ramones Way en Queens. Solo en 2018 el Consejo Municipal añadió 164 nombres al callejero.[3]

Pero en 2007, cuando el Consejo Municipal rechazó una propuesta para nombrar una calle en honor a Sonny Carson, un activista negro, las protestas no se hicieron esperar. Carson había fundado el Black Men’s Movement Against Crack (Movimiento de Hombres Negros contra el Crack), había organizado manifestaciones contra la brutalidad policial y había impulsado una mayor participación de las comunidades en los colegios. Pero también aprobaba el uso de la violencia y apoyaba ideas inequívocamente racistas. Después de que una mujer haitiana acusara al dueño de una tienda coreana de agredirla, Carson organizó un boicot contra todas las tiendas de alimentación coreanas, en el que los manifestantes alentaban a los clientes negros a no gastar su dinero «con gente que no se parece a nosotros». Cuando le preguntaron si era antisemita, Carson respondió que era «antiblanco. No limites mis antis solo a un grupo de personas».[4] El alcalde Bloomberg declaró: «No se me ocurre nadie más indigno de una calle en esta ciudad que Sonny Carson».[5]

Pero las personas a favor de poner su nombre a una calle argumentaron que Sonny Carson había organizado a la comunidad de Brooklyn mucho antes de que Brooklyn le importase a nadie. El consejero Charles Barron, un antiguo pantera negra, dijo que Carson, veterano de la guerra de Corea, clausuró más antros de crack que todo el Departamento de Policía de Nueva York. No juzguen su vida ni sus declaraciones más incendiarias, pedían sus partidarios. En cualquier caso, Carson era una figura controvertida también para la comunidad afroamericana. Cuando el consejero Leroy Comrie se abstuvo de votar para cambiar el nombre, Viola Plummer, la ayudante de Barron, dio a entender que su carrera política terminaría con un «asesinato».[6] A Comrie le asignaron protección policial (Plummer insiste en que no lo dijo literalmente, sino que se refería al asesinato de su carrera).

Cuando el consejo finalmente rechazó la propuesta para dedicarle la calle a Carson (al mismo tiempo que aceptó otras para darle una a Jerry Orbach, actor de Ley y orden y otra al coreógrafo Alvin Ailey), unos cientos de residentes de Brooklyn tomaron el cruce de Bedford con Stuyvesant y colocaron su propio rótulo de avenida Sonny Abubadika Carson en Gates Avenue. El consejero Barron señaló que Nueva York había honrado históricamente a hombres dudosos, incluido Thomas Jefferson, un esclavista «pedófilo». «Nos volveríamos locos si nos pusiéramos a cambiar los nombres de las calles para librarnos de estos esclavistas», declaró ante la multitud enfurecida.[7]

«¿Por qué los líderes de la comunidad pierden el tiempo preocupándose por el nombre de una calle?», se preguntaba Theodore Miraldi, un hombre del Bronx que escribió al New York Post.[8] Una excelente pregunta, señor Miraldi. ¿Por qué nos preocupa el nombre de una calle?

Luego volveré al tema. Primero, otra historia.

No tenía previsto escribir un libro entero sobre los nombres del callejero. En realidad, solo me disponía a escribir una carta. Residía en el oeste de Irlanda y le había enviado una tarjeta de felicitación a mi padre, que vive en Carolina del Norte. Pegué un sello en el sobre y cuatro días más tarde la tarjeta apareció en el buzón de mis padres. Se me ocurrió un pensamiento no demasiado original: debería haberme salido mucho más caro. ¿Y cómo se repartían las ganancias Irlanda y Estados Unidos? ¿Habría un contable en algún cuartucho interior de la oficina de correos que dividía los peniques entre los dos países?

La respuesta a esa pregunta me condujo a la Unión Postal Universal (UPU). Fundada en 1874, la Unión Postal Universal, con sede en Berna, Suiza, es la segunda organización internacional más antigua del mundo. Coordina el sistema postal internacional. Pronto me perdí en su página web, que me sorprendió por la cantidad de contenidos interesantes, desde artículos sobre banca online y detección de narcóticos en los envíos a entradas más ligeras sobre el Día Mundial del Correo o concursos epistolares internacionales.

Cuando contesté mi propia pregunta —la UPU tiene un complejo sistema para decidir qué tarifas aplica cada país por hacerse cargo del correo internacional—, me topé con una iniciativa llamada Addressing the World, An Address for Everyone (Dirigirse al Mundo, Una Dirección para Cada Persona). Hasta entonces no sabía que millones de personas carecen de una dirección postal fija. Según la UPU, las direcciones postales son una forma muy económica de sacar a las personas de la pobreza, y les facilita el acceso al crédito, al voto y a los mercados internacionales. Y este problema no solo se da en los países en vías de desarrollo. No tardé en averiguar que hay zonas rurales de Estados Unidos donde no tienen direcciones postales. Cuando volví a casa de visita, le cogí prestado el coche a mi padre y fui hasta Virginia Occidental para comprobarlo con mis propios ojos.

El primer problema con el que me topé fue encontrar a Alan Johnston. Era un amigo de un amigo que había solicitado una dirección postal a las autoridades del condado. La calle donde vive nunca ha tenido nombre y su casa tampoco tiene número. Como la mayoría de las personas que residen en el condado de McDowell, tiene que ir a buscar su correspondencia a la oficina de correos. Cuando intentó que le enviaran un ordenador a casa, la empleada de Gateway le pidió una dirección postal. «Tiene que vivir en una calle —le dijo—. Tiene que estar en algún sitio». Llamó a la compañía eléctrica y metió a un comercial en la llamada para confirmar la ubicación de Johnston. A veces los repartidores lo encontraban, otras veces no. A veces tenía que ir en coche hasta Welch (población: 1.751 habitantes), a seis kilómetros de distancia, para encontrarse con un repartidor nuevo de UPS.

Las indicaciones que Alan me dio para llegar a su casa llenaban media página, pero tomé mal la primera salida. Fue entonces cuando descubrí que los habitantes de Virginia Occidental tienen una creatividad pasmosa para dar indicaciones. Un hombre que trabajaba a pecho descubierto en el jardín cruzó a toda prisa una calle atestada para avisarme de que girara a la izquierda pasado el hospital. Terminé girando a la derecha y me vi en un camino lleno de vides silvestres. A cada kilómetro que avanzaba, el camino se estrechaba. Retrocedí por donde había venido y vi a un hombre apoyado en su camioneta, en medio de un calor pegajoso. Bajé la ventanilla.

—Estoy buscando Premier —le dije el nombre del pequeño núcleo urbano no incorporado donde vive Johnston. Él me observó primero a mí y luego al sedán negro de mi padre.

—Pues andas un poco desencaminada —contestó, con toda la razón. Le pedí indicaciones, pero él negó con la cabeza—. Si no te acompaño, no lo encontrarás nunca.

Desoyendo mis protestas, este extraño apagó el cigarro, se subió a la camioneta y me guio más de un kilómetro hasta una carretera donde vi la vieja emisora de radio que Johnston me había señalado como punto de referencia. El hombre hizo sonar el claxon y se desvió, yo me despedí con la mano hasta que lo perdí de vista.

Ahora sabía que estaba cerca. Johnston me había indicado que si pasaba por delante de B&K Trucking, me habría pasado de largo. Pasé delante de B&K Trucking y di media vuelta. Dos trabajadores municipales estaban rastrillando el arcén cuando me detuve a preguntar si iba en la buena dirección.

—¿A qué B&K Trucking se refería? —me preguntaron, secándose el sudor—. Hay dos concesionarios con ese nombre en esta carretera.

Pensaba que estaban de broma, pero lo decían en serio a juzgar por su expresión. Después, vi una camioneta roja aparcada en el arcén. Un reverendo anciano ataviado con una gorra de camionero estaba sentado en la cabina. Intenté describirle adónde iba y, luego, esperanzada, le dije que iba a visitar a Alan Johnston.

—Ah, sí, Alan —dijo, asintiendo—. Sé dónde vive. —Se detuvo a pensar cómo indicarme. Por fin, preguntó—: ¿Sabes dónde vivo yo?

Pues no. Por fin, encontré el desvío, abrupto y sin señalizar, que conducía al camino de acceso de la casa de Alan, y estacioné junto a un autobús celeste que había restaurado con su mujer. Alan, apodado Cathead por sus amigos por su parecido con unas galletas enormes típicas de Virginia, había construido una buena vida entre esos caminos serpenteantes y pedregosos que la gente de la zona conoce como «barrancos». Tenía una casa confortable y robusta de madera en mitad de los bosques con las paredes tapizadas de fotos de su esposa y sus hijos. Su padre había trabajado en las minas de carbón cercanas y su familia nunca se había mudado. Rasgueaba la guitarra mientras conversábamos, llevaba puesto un mono vaquero y se recogía el pelo entrecano en una coleta.

Estaba claro que necesitaba un nombre para su calle. ¿Se le ocurría alguno?

—Hace muchos años, cuando iba a la escuela —me dijo—, vivía mucha gente apellidada Stacy en este barranco. Desde entonces, la gente de aquí lo llama Stacy Hollow.

Virginia Occidental ha abordado un proyecto que lleva en marcha varias décadas para generar direcciones postales. Hasta 1991, quienes vivían en las afueras de los pueblos de Virginia Occidental lo hacían en calles sin nombre. Entonces el estado descubrió que la operadora de telefonía Verizon inflaba sus tarifas y, como parte de un acuerdo poco común, la compañía accedió a pagar quince millones de dólares a cambio de poner, literalmente, Virginia Occidental en el mapa.

Durante generaciones, la gente había circulado por su estado echándole imaginación. Las indicaciones ocupaban párrafos. Busca la iglesia blanca, la iglesia de piedra, la iglesia de ladrillo, el viejo colegio, la vieja oficina de correos, la vieja serrería, el desvío ancho, el mural grande, el salón de tatuajes, el restaurante drive-in, el contenedor pintado como una vaca, la camioneta abandonada en mitad del campo. Por supuesto, si vives ahí, lo más normal es que no necesites indicaciones. En los caminos de tierra que serpentean entre los valles y los cauces secos, todo el mundo conoce a todo el mundo.

Los servicios de emergencia han exigido medios más formales para encontrar a la gente. Cierra los ojos e intenta explicar dónde está tu casa sin usar tu dirección. Ahora vuelve a intentarlo, pero esta vez finge que has sufrido un derrame. Alguien llama a una ambulancia y describe una casa con gallinas en el patio, pero en Virginia Occidental todas las casas tienen gallinas en el patio. En esos caminos, según me contaron, la gente se asoma al porche y saluda a los forasteros, de manera que la ambulancia no sabía quién estaba saludando sin más y quién los estaba llamando. Ron Serino, un bombero de piel atezada de Northfork (población: 429 habitantes), me explicó que a todo el que llamaba le decía que permaneciera atento a la sirena del camión. Comenzaba un juego del escondite por los caminos de los barrancos. «¿Frío o caliente?», preguntaba a quienes lo esperaban al otro lado del teléfono.

La oficina de correos tiene números asignados a muchas calles de Virginia Occidental por considerarlas vías rurales, pero esos números no aparecen en ningún mapa. Como me dijo un trabajador de emergencias: «No sabemos dónde queda eso».[9]

Ponerle nombre a una calle no es un desafío, pero ¿y si son miles? Cuando lo conocí, Nick Keller, un hombre de voz suave, era el coordinador del condado de McDowell para el proyecto de nomenclatura de las calles. Su oficina había contratado a una compañía de Vermont para la campaña, pero el esfuerzo quedó en nada y la compañía dejó atrás cientos de tiras amarillas de papel con direcciones asignadas que Keller no podía conectar con casas reales (tengo entendido que los habitantes de Virginia Occidental, muchos de los cuales se ganan la vida con el carbón, no contestan las llamadas si ven un prefijo de Vermont, temiendo que sean los ecologistas). Keller estaba a cargo de nombrar personalmente miles de calles del condado. Buscó ideas por internet y se hizo con nombres de lugares lejanos. Trató de unir los lugares con nombres históricos. Se quedó sin árboles y sin flores. «Pasarán generaciones y la gente seguirá maldiciendo mis nombres», me dijo.

Keller encargó rótulos y los instaló personalmente con una almádena, una tarea que sabía hacer bien después de pasarse la infancia cortando leña del bosque. Cada condado llevó a cabo su propia estrategia para bautizar sus calles. Algunos optaron por darle un enfoque académico y leyeron libros de historia local para encontrar nombres adecuados. Trajeron listines telefónicos de Charleston y Morgantown. Cuando una buscadora necesitaba nombres cortos que cupieran en el mapa, su secretaria buscó en páginas web de Scrabble. Tiraron de creatividad. Un empleado me dijo que una viuda, «un pedazo de mujer», acabó viviendo en Cougar Lane (calle de la Maciza). Otros se toparon con los restos de una fiesta al fondo de otra calle. Bingo: Beer Can Hollow, o barranco de la Lata de Cerveza.

Otro coordinador me dijo que se sentaba en la calle durante casi una hora, con la cara entre las manos, devanándose los sesos buscando un nombre.

—Es como elegir el nombre de un bebé, ¿no? —le pregunté.

—Solo que no tienes nueve meses para hacerlo —me dijo con un suspiro.

Y eso sin contar con las contribuciones ciudadanas. Los habitantes del condado de Raleigh debían aprobar el nombre de su calle. Los residentes de otros condados optaron por darle un toque más ecléctico, por decirlo así. Por lo visto, había gente interesada en vivir en Crunchy Granola Road (calle Granola Crujiente). Otra comunidad luchó por mantener el nombre informal de la calle: Booger Hollow (barranco del Moco). ¿Y cuando el vecindario no se pone de acuerdo? «Los amenazo con Crisantemo», me dijo un coordinador, con una sonrisa traviesa.

Una vecina intentó llamar a su calle la «calle Estúpida». ¿Por qué? «Porque esto de los nombres es una estupidez», declaró con orgullo.

Esto me lleva a una cuestión de fondo. Muchos habitantes de Virginia Occidental no querían direcciones postales. A veces se debía a que no les gustaba su nuevo nombre (un agricultor en el estado de Virginia se enfureció cuando le pusieron a su calle el nombre del banquero que le negó a su abuelo un préstamo en la Gran Depresión).[10] Pero a menudo no tiene nada que ver con el nombre, sino con el hecho de nombrarla. Todo el mundo conoce a todo el mundo, aducían quienes protestaban una y otra vez. Cuando un hombre de treinta y tres años falleció por un ataque de asma después de que la ambulancia se perdiera, su madre dijo en el periódico: «No tenía más que pararse y preguntarle a alguien dónde vivíamos». (¿Sus indicaciones para forasteros?: «Llegas al campo de béisbol de Coopers, giras a la izquierda en la primera carretera, coges el desvío pronunciado a la derecha y tiras montaña arriba»).[11]

Pero, como me contó Keller: «Te sorprendería saber cuánta gente no te conoce a las tres de la mañana». Un paramédico que se presentara en la casa equivocada en mitad de la noche podría ser recibido con una pistola apuntándole a la cara.

Una agente de emergencias me dijo que había intentado hablar del proyecto con los mayores del condado de McDowell, un porcentaje cada vez más elevado de la población ahora que la gente joven se marcha a lugares con mejores perspectivas laborales. «Hay gente que me dice que no quiere tener dirección —me contó—. Yo les digo: “¿Y si necesitas una ambulancia?”».

¿Qué le contestan? «No necesitamos ambulancias. Podemos cuidar de nosotros mismos».

«La nomenclatura no es para cobardes», dijo un coordinador ante una convención nacional. Muchos empleados enviados a nombrar las calles de Virginia Occidental se han encontrado con hombres en 4x4 esperándoles con escopetas.[12] Un funcionario municipal se las vio con un hombre que llevaba un machete en el bolsillo trasero. «¿Cuánto ansiaba esa dirección?».[13]

He hablado con gente que interpreta la falta de direcciones postales como un síntoma de atraso en una comunidad rural, pero yo no comparto esa impresión. El condado de McDowell es uno de los condados más pobres del país, pero también representa una comunidad sólida donde los ciudadanos conocen a sus convecinos y la rica historia de su tierra. Ven cosas que los forasteros no ven. En Bartley (población: 224 habitantes), por ejemplo, los residentes toman como punto de referencia para sus indicaciones la antigua escuela, que ardió hace veinte años. Yo, por otra parte, uso mi GPS para circular por la ciudad donde me crie. Me he preguntado si veríamos nuestros espacios de forma diferente si no tuviéramos direcciones postales.

Y, lejos de ser una extravagancia, los miedos de los vecinos suelen estar justificados, incluso son razonables. Las direcciones postales no son solo para los servicios de emergencia. También existen para que puedan encontrarte, vigilarte, cobrarte impuestos e intentar venderte cosas que no necesitas por correo. La desconfianza que los habitantes de Virginia Occidental sentían hacia el proyecto de nomenclatura era muy semejante a la de los europeos del siglo XVIII que se rebelaron cuando sus Gobiernos les pegaron un número en la puerta, una historia que cuenta este libro.

Otros habitantes de este estado, como Alan Johnston, también ven beneficios razonables en que te encuentren en Google Maps, al igual que los europeos del siglo XVIII aprendieron a apreciar el sonido de las cartas al caer por la ranura de la puerta. Hablé con Alan unas semanas después de abandonar Virginia Occidental. Había llamado al teléfono de emergencias y había descrito su casa a una empleada, que encontró su nueva dirección en el mapa.

Alan vive ahora en la calle Stacy Hollow.

La última historia por el momento. Poco después de escribir sobre Virginia Occidental, estaba buscando casa en Tottenham, un barrio obrero al norte de Londres. Mi marido y yo nos acabábamos de mudar a la ciudad, pero no encontrábamos casi nada que nos gustara con nuestro presupuesto. Tottenham es un barrio diverso y bullicioso donde los restaurantes caribeños, las tiendas de productos kosher y los carniceros halal comparten las calles. En torno al 78 por ciento de sus residentes pertenecen a minorías y hay más de 113 etnicidades representadas en un espacio que equivale al 3 por ciento de Brooklyn en tamaño.

Tottenham ha corrido una fortuna desigual. Allí comenzaron en agosto de 2011 unos disturbios que culminaron con la muerte de cinco personas y se extendieron por toda Inglaterra, espoleados por un tiroteo en el que un policía mató a un hombre de veintinueve años. Las tiendas de alfombras, los supermercados y las tiendas de muebles ardieron y la policía arrestó a más de cuatro mil personas acusadas de saqueo, incendio y agresión.[14] A día de hoy, las tasas de paro y de criminalidad de Tottenham siguen siendo desproporcionadas. Pero cuando visitamos a unos amigos que acababan de mudarse allí, vimos que su barrio estaba lleno de familias jóvenes de todo el mundo. Poco después, fui a ver un adosado de dos habitaciones que acababa de salir a la venta.

La calle estaba limpia y vi a mis posibles vecinos podando los setos y plantando flores en los jardines. En un extremo de la calle había un pub acogedor, al otro, una escuela pública imponente con aula al aire libre y piscina. Estaba a cinco minutos de un parque frondoso con una pequeña zona de juegos, pistas de tenis y senderos protegidos por la sombra de los plátanos. La casa estaba plantada en uno de los códigos postales más diversos del Reino Unido y probablemente de toda Europa.

La agente inmobiliaria, Laurinda, me hizo pasar y comprobé que la casa era tan bonita como la había descrito por teléfono: suelos de parqué, ventanas saledizas y chimenea en cada habitación, baño incluido. Me hizo un recorrido rápido: la casa ya tenía ofertas, de modo que debíamos apresurarnos.

Me gustaba muchísimo. Pero había algo que me mosqueaba: ¿de verdad podría vivir en Black Boy Lane, el pasaje del Chico Negro?

Nadie sabe en realidad de dónde salió el nombre del Chico Negro. Aunque las grandes olas de migrantes negros llegaron al Reino Unido después de la Segunda Guerra Mundial, en Gran Bretaña la población negra no era una novedad. Shakespeare escribe sobre dos personajes negros e Isabel I tuvo sirvientes y músicos negros. Al parecer, entre la clase alta estaba de moda comprarse un niño negro. A menudo actuaban como «ornamentos humanos» y tenían la misma función decorativa que los tapices, el papel pintado o los caniches.[15]

Los británicos fueron unos de los más prominentes comerciantes de esclavos del mundo, pero la mayoría de los africanos con los que traficaban no terminaban en Inglaterra (los africanos británicos eran sirvientes, Inglaterra tenía «un aire demasiado puro como para que los esclavos respirasen en él»). En su lugar, los barcos británicos que traficaban con esclavos partían de Bristol o Liverpool llenos de productos británicos para comprar esclavos africanos. Atestados de hombres y mujeres, los barcos ponían después rumbo a las Américas e intercambiaban su cargamento humano por azúcar, tabaco, ron y otros bienes del Nuevo Mundo que traían a Europa. Hay estimaciones que afirman que los británicos transportaron a 3,1 millones de personas de esta manera al otro lado del océano.[16]

Entre los integrantes del movimiento abolicionista había antiguos esclavos, como Olaudah Equiano, cuya biografía de 1789 fue todo un best seller. En ella narraba su captura en Nigeria y fue uno de los primeros libros escritos por un africano y publicados en Inglaterra. Pero seguramente el líder más visible del movimiento era William Wilberforce, hijo de un adinerado comerciante de lana. Wilberforce, que definió su «intensa conversión religiosa» como un detonante de su abolicionismo, medía apenas 1,65, pero tenía métodos para realzar su estatura. «Vi a una especie de gamba subirse a la mesa —escribió James Boswell, el biógrafo de Samuel Johnson—. Pero a medida que escuchaba, iba creciendo y creciendo hasta que la gamba se transformó en ballena». Durante dieciocho años Wilberforce logró que se aprobara una ley tras otra para erradicar el comercio de esclavos, hasta que por fin consiguió aprobar su abolición en 1807. La Cámara de los Comunes le dedicó una ovación en pie. Veintiséis años después vio aprobada la ley que liberaba a todos los esclavos del Imperio británico.

Wilberforce estaba entonces en su lecho de muerte, apenas lograba mantenerse consciente. En un determinado momento recobró la conciencia. «Siento un gran desasosiego», le dijo a su hijo, Henry. «Sí —parece que le dijo Henry—, pero tienes los pies afianzados sobre la roca».[17] «No me atrevo a decir tanto —repuso Wilberforce—, pero espero haberlo logrado».[18] Wilberforce murió a la mañana siguiente y fue enterrado en la abadía de Westminster.

No pujamos por la casa de Black Boy Lane. Quizá fuera por la cocina anticuada, quizá no estábamos listos para comprometernos o quizá sí que fuera el nombre de la calle. Soy afroamericana, mis antepasados viajaron en el vientre de esos barcos. Y el nombre de la calle evocaba una época reciente de Estados Unidos en la que a cualquier hombre negro, sin importar su edad, se le podía llamar «chico» (lo de reciente va en serio: «No queremos que el botón esté al alcance del dedo de ese chico», dijo el congresista por Kentucky Geoff Davis en 2008, en referencia al arsenal nuclear estadounidense; «ese chico» era Barack Obama).[19]

Pero hay quienes aseguran que el nombre no tiene nada que ver con el comercio de esclavos, que era un apodo para el rey Carlos II, un monarca de piel oscura. No llegué a conocer a ningún vecino de la calle molesto con el nombre. Cuando se lo comenté a un señor mayor que estaba arreglando el jardín, se echó a reír y dijo que era un tema recurrente para romper el hielo.

En cualquier caso, me sentí encantada cuando por fin compramos un piso en Hackney, otra zona diversa al norte de Londres, próximo a otro parque frondoso y con una cocina igual de vieja. Pero esta vez el nombre de la calle cerró el trato: Wilberforce Road.

Después de escribir sobre Virginia Occidental en Atlantic, la gente comenzó a compartir sus propias experiencias con las direcciones postales: una calle en Budapest que cambiaba de nombre cuando cambiaba el rumbo político, los riesgos de circular sin direcciones en Costa Rica, una petición para un cambio de nombre en un pueblo.[20] Quería saber por qué a la gente le importaba tanto y por qué me alegraba tanto de que Alan Johnston viviera en Stacy Hollow Road, un nombre cargado de significado para él.

Esto me lleva a la pregunta con la que abría este libro. «¿Por qué los líderes de la comunidad pierden el tiempo preocupándose por el nombre de una calle?», preguntó el señor Miraldi en plena polémica por la calle de Sonny Carson. Supongo que he escrito este libro para descubrirlo. He averiguado que la nomenclatura de las calles está vinculada a la identidad, la riqueza y, como en el ejemplo de la calle de Sonny Carson, a la raza. Pero casi siempre tiene que ver con el poder: el poder de nombrar, el poder de transformar la historia, el poder de decidir quién cuenta, quién no y por qué.

Hay libros que tratan sobre algún detalle insignificante que cambió el mundo: el lápiz o el mondadientes, por ejemplo. Este no es así. Es una historia compleja de cómo el proyecto ilustrado para nombrar y numerar las calles coincidió con una revolución sobre cómo nos comportamos y cómo conformamos nuestras sociedades. Pensamos en las direcciones postales como herramientas funcionales y administrativas, pero también transmiten una narrativa más importante: cómo el poder ha mutado y se ha extendido a lo largo de los siglos.

Lo argumento con historias; por ejemplo, las calles que llevan el nombre de Martin Luther King, los métodos de señalización en la antigua Roma y los fantasmas nazis en las calles de Berlín. Este libro viaja del Manhattan de la Edad Dorada al Londres victoriano y al París revolucionario. Pero para comprender lo que significan las direcciones postales, primero tengo que aprender qué significa vivir sin una.

Así que vamos a comenzar en la India, en los suburbios de Kolkata.

[1]Este porcentaje data de una época en la que los responsables políticos votaban las denominaciones honoríficas una a una. En los últimos años, el ayuntamiento agrupa las medidas que afectan a la nomenclatura de las calles y reúne todos los cambios en dos votaciones anuales. Véase Rose-Redwood, Reuben S., «From Number to Name: Symbolic Capital, Places of Memory and the Politics of Street Renaming in New York City», Social & Cultural Geography 9, n.º 4 (junio de 2008), p. 438, disponible en: https://doi.org/10.1080/14649360802032702.

[2]Para más información, véase Feirstein, Sanna, Naming New York: Manhattan Places and How They Got Their Names, Nueva York: NYU Press, 2000.

[3]Gannon, Devin, «City Council Votes to Name NYC Streets after Notorious B.I.G., Wu-Tang Clan, and Woodie Guthrie», 6sqft, 27 de diciembre de 2018, disponible en: https://www.6sqft.com/city-council-votes-to-name-nyc-streets-after-notorious-b-i-gwu-tang-clan-and-woodie-guthrie/.

[4]Santora, Marc, «Sonny Carson, 66, Figure in 60’s Battle for Schools, Dies», The New York Times, 23 de diciembre de 2002, disponible en: https://www.nytimes.com/2002/12/23/nyregion/sonny-carson-66-figure-in-60-s-battle-for-schools-dies.html.

[5]Edozien, Frankie, «Mike Slams Sonny Sign of the Street», New York Post,29 de mayo de 2007, disponible en: https://nypost.com/2007/05/29/mike-slams-sonnysign-of-the-street/.

[6]Paybarah, Azi, «Barron Staffer: Assassinate Leroy Comrie’s Ass», Observer, 30 de mayo de 2007, disponible en: https://observer.com/2007/05/barron-stafferassassinate-leroy-comries-ass/.

[7]Randall, David K., «Spurned Activists “Rename” a Street», City Room (blog), The New York Times, 17 de junio de 2007, disponible en: https://cityroom.blogs.nytimes.com/2007/06/17/spurned-activists-rename-a-street/.

[8]«Sonny Side of the Street? No Honoring a Racist», New York Post, 3 de junio de 2007, disponible en: https://nypost.com/2007/06/03/sonny-side-of-the-streetno-honoring-a-racist/.

[9]Rose-Redwood, Reuben, «With Numbers in Place: Security, Territory, and the Production of Calculable Space», Annals of the Association of American Geographers102, n.º 2 (marzo de 2012), p. 312, disponible en: DOI:10.1080/00045608.2011.620503.

[10]Ibid., p. 307.

[11]WVVA TV, «911 Misconceptions Uncovered», 10 de septiembre de 2010.

[12]Rose-Redwood, «With Numbers in Place».

[13]Ibid, p. 311.

[14]Rogers, Simon, «Data Journalism Reading the Riots: What We Know. And What We Don’t», Datablog: UK Riots 2011, The Guardian, 9 de diciembre de 2011, disponible en: https://www.theguardian.com/news/datablog/2011/dec/09/data-journalismreading-riots.

[15]Sandu, Sukhdev, «The First Black Britons», BBC History, disponible en: http://www.bbc.co.uk/history/british/empire_seapower/black_britons_01.shtml.

[16]«British Transatlantic Slave Trade Records: 2. A Brief Introduction to the Slave Trade and Its Abolition», National Archives, disponible en: http://www.nationalarchives.gov.uk/help-with-your-research/research-guides/british-transatlantic-slavetrade-records/.

[17]En referencia al versículo 2 del salmo 40 de la Biblia: «Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso; afianzó mis pies sobre la roca y afirmó mis pasos». (N. de la T.).

[18]La conversación en el lecho de muerte se describe en: Belmonte, Kevin, William Wilberforce: A Hero for Humanity, Grand Rapids: Zondervan, 2007, p. 333.

[19]Phillips, Kate, «G.O.P Rep Refers to Obama as “That Boy”», The New York Times, 14 de abril de 2008, https://archive.nytimes.com/thecaucus.blogs.nytimes.com/2008/04/14/gop-rep-refers-to-obama-as-that-boy/.

[20]Mask, Deirdre, «Where the Streets Have No Name», Atlantic, enero-febrero de 2013, https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2013/01/where-the-streetshave-no-name/309186/.

01

Kolkata

¿Cómo pueden transformar los

suburbios las direcciones postales?

Una mañana calurosa y embriagadora de febrero en Kolkata (antes conocida como Calcuta) di un paseo con Subhashis Nath, un trabajador social, hasta el Banco de Baroda en Kalighat, uno de los vecindarios más antiguos de la ciudad. Esquivamos a los vendedores que pregonaban su té humeante y conos de jhal muri, un aperitivo a base de arroz inflado, lentejas, frutos secos y unos tropezones muy sabrosos sin identificar. Algunos conductores de rickshaw descalzos desayunaban en la acera, mientras los oficinistas pasaban a su lado apresuradamente.

En el fresco interior del banco, Subhashis adelantó a una multitud que aguardaba sentada en sillas de metal en fila a ser atendidos por la subdirectora del banco, vestida con un sari blanco impoluto y con la raya del pelo pintada de bermellón. Esta sonrió a Subhashis y le hizo entrega de un taco de formularios de las nuevas cuentas de los vecinos de Chetla, uno de los suburbios de la ciudad. En todos los formularios faltaban datos, como una firma o el nombre de soltera de la madre. Se parecían a los que yo misma había rellenado para abrir una cuenta —nombre, número de teléfono, ingresos— con un hueco adicional para la huella dactilar y una foto cuadrada tamaño pasaporte en una esquina. Y, claro, una línea en blanco para la dirección postal del solicitante.

Subhashis es coordinador de proyectos en Addressing the Unaddressed, una ONG cuya misión es dotar de direcciones postales a todos los suburbios de la India, comenzando por Kolkata. Ronda la treintena y por su aspecto lo tomarías por un emprendedor en tecnología en lugar de un trabajador social. Esa mañana vestía con una camisa blanca ligera y vaqueros oscuros de buen corte, y en su pelo se adivinaban mechones castaño claro. Siempre parecía fresco y sosegado, como si pasease por las calles frenéticas dentro de su propio globo con aire acondicionado. Subhashis se guardó los formularios en la mochila y dio las gracias a la subdirectora.

Subhashis no trabaja en las zonas más pudientes de Kolkata, rodeado de clubes de jazz, centros comerciales y mansiones añejas de la era del Raj. Addressing the Unaddressed tiene una oficina pequeña e impoluta en la ciudad, con una hilera de zapatos junto a la entrada, un cuarto de baño estilo occidental y una fila de ordenadores nuevos. Pero él se pasa casi todo el día en los suburbios como Chetla, adonde nos dirigimos a continuación.

El tráfico en Kolkata es tan terrible que el Gobierno ha puesto en marcha hace poco una iniciativa para calmar los ánimos poniendo altavoces con música relajante, que suena tan atronadora que incluso se oye dentro de un coche con el aire acondicionado puesto.[21] Nada más salir del aeropuerto conté nueve medios de transporte distintos, un caballo incluido. Una figurita tallada del dios Ganesha, el de la cabeza de elefante, aquel que ayuda a sortear los obstáculos, se balancea en el salpicadero de todos los taxis amarillos. El personal de Subhashis, que suele visitar suburbios a varios kilómetros de distancia, me decía que se desplazaban en sus «onces», es decir, a pie.

Pero caminar hasta Chetla desde el banco nos habría llevado más tiempo del que disponíamos. Primero paramos un tuk tuk, un rickshaw motorizado de tres ruedas donde nos apretujamos con otros pasajeros sudorosos, y finalmente un rickshaw tirado por una bicicleta. Por fin, nuestras onces nos llevaron hasta la entrada principal de Chetla, donde se oían voces infantiles cantando a coro procedentes de un colegio.

Chetla es un suburbio antiguo encajado entre un canal y las vías del tren. Ananya Roy, profesora de Urbanismo y autora de un estudio etnográfico sobre el desarrollo urbano en Kolkata, describe a los niños de Chetla jugando entre animales muertos putrefactos que arrojaba el canal. «Tenía que combatir el impulso de vomitar con todas mis fuerzas», confiesa.[22] Pero, a mi manera de ver, Chetla ofrecía un respiro frente a la ciudad. El suburbio está densamente poblado (en la mayoría de los suburbios de Kolkata hay trece habitantes por cada cuarenta metros cuadrados; diez metros menos que un estudio de tamaño medio en Manhattan), pero, quizá porque sus pobladores proceden en su mayoría del campo, tiene un aire rural. Los gallos cantan, las gallinas picotean en el suelo, las mujeres fríen cebollas al aire libre y los niños tocan instrumentos musicales hechos a mano en las vías, y se desperdigan cuando pasan los trenes.

Tan pronto como Subhashis y yo llegamos, las vecinas dejaron los guisos y la colada para agolparse en torno a su portátil. Él y su equipo habían pasado semanas dotando a cada casa de un código GO, una cadena de nueve dígitos que incluye números y letras ligada a la geolocalización del lugar. La cadena de números era un poco difícil de gestionar, pero nombrar las calles —o incluso decidir qué se consideraba calle en los callejones serpenteantes y a menudo ciegos de los suburbios— era una tarea que requería tiempo y dotes para la política. Por ahora, el número bastaría. El código se imprimía en una placa azul y blanca y se clavaba delante de cada chabola. Para entonces, más de 2.300 casas de Chetla tenían códigos GO asignados, lo que significaba que casi 8.000 personas tenían ya una dirección postal oficial.

Los suburbios parecían tener problemas más serios que la carencia de direcciones postales, como la falta de alcantarillado, de acceso al agua corriente, de sanidad o incluso de tejados para protegerse del monzón. Pero la falta de direcciones privaba a quienes vivían en los suburbios de oportunidades para salir de ellos. Sin una dirección es casi imposible conseguir una cuenta bancaria. Y, sin esta, no puedes ahorrar dinero, ni pedirlo prestado, ni recibir una pensión del Estado. Varios escándalos dan cuenta de cómo los prestamistas y los bancos ilegales operan en los suburbios de Kolkata, donde algunos residentes se han suicidado después de perder los ahorros de su vida a manos de un timador. Con las nuevas direcciones habrá más residentes de Chetla que puedan conseguir tarjetas bancarias en las cuentas que Subhashis y sus empleados les han ayudado a abrir en el Banco de Baroda.

Más importante aún es la importancia de las direcciones para tu identidad. Cada habitante de la India debe tener una tarjeta Aadhaar, un carné biométrico que expide el Gobierno con un número de doce dígitos. Sin la tarjeta es imposible acceder a servicios como la atención al embarazo, las pensiones o incluso la escolaridad (una mujer de Kolkata interpuso una denuncia cuando le denegaron la tarjeta por falta de huellas dactilares, que había perdido en un incendio). Sin una tarjeta Aadhaar no puedes solicitar ayudas alimentarias; los activistas denuncian que las muertes por inanición en la India se deben a la falta de tarjetas. No es imposible conseguir una tarjeta Aadhaar en los suburbios, pero carecer de dirección lo hace difícil. El Gobierno permite que un «mediador» avale a alguien sin dirección para solicitar la tarjeta, pero ese mediador sí que debe tener una Aadhaar.[23] En 2015, el Gobierno reveló que solo el 0,03 por ciento de las tarjetas Aadhaar habían sido expedidas con este método.

Subhashis y yo nos apresuramos por el laberinto de Chetla en busca de las personas a las que les faltaba algún dato en los formularios bancarios. Encontramos a un hombre que se acababa de despertar de la siesta, ataviado con un paño sujeto alrededor de la cintura. Subhashis hurgó en su bolsa para sacar una almohadilla de entintar para tomarle la huella. Una mujer con un aro en la nariz y un bebé en la cadera exigió saber por qué su marido no había recibido aún sus datos bancarios («Que espere a la semana que viene»). Un hombre se levantó de su partida de carrom y siguió a Subhashis para averiguar por qué le habían cerrado la cuenta («Tienes que depositar dinero durante los primeros meses; si no, se desactiva»). Un hombre se asomó a la puerta para hacerle una pregunta complicada sobre su nueva cuenta. Subhashis buscó la respuesta, pero no supo decirle. «¡Si creíamos que lo sabías todo!», rio el hombre.

Hace casi trescientos años, Job Charnock, un agente de la Compañía Británica de las Indias Orientales, decidió erigir un puesto de avanzada en un lugar que llamó Calcuta (Charnock era un hombre peculiar, un británico que adoptó las costumbres indias y que supuestamente se casó con una princesa de quince años que estaba a punto de arrojarse a la pira de su difunto esposo). En esa época, Calcuta era un conjunto de poblados junto a una marisma, un foco de malaria, pero tenía un puerto profundo en el río Hooghly que la hacía perfecta para exportar opio, añil y algodón. Pronto Calcuta se convirtió en la capital de la India británica.

Según los británicos, los nativos habían nacido para servir. A finales del siglo XVIII, Alexander Macrabie, gobernador civil de Calcuta, describió su servicio doméstico como sigue: un mayordomo, dos lacayos, once criados, un planchador para cada persona de la casa y ocho hombres para cargar con su palanquín, una especie de cama con dosel, por las calles de la ciudad. También incluyó cuatro peones, cuatro hircarahs, dos chubdars y dos jemmadars, que no sé muy bien de qué se encargaban. En total, eran ciento diez sirvientes para cuatro hombres ingleses.[24]

Los británicos distinguían entre la Ciudad Negra y la Ciudad Blanca. La Ciudad Blanca, donde vivían, estaba construida al estilo europeo y exhibía el mismo urbanismo que Londres. Las casas se asemejaban a los palacios y los templos griegos, con columnatas impresionantes. En la Ciudad Negra no había ni rastro de columnatas. La población de Calcuta se multiplicó por cincuenta a lo largo de doscientos años, pero las viviendas solo se multiplicaron por once. No es de extrañar la expansión de los suburbios.[25]

Una vez cada década, las autoridades coloniales británicas hacían el censo de la India. Y una vez cada década, según el Gobierno, las casas de los indios debían numerarse, para certificar que no contaban a nadie dos veces. Pero la numeración permanente de Calcuta era casi imposible. Parte del problema consistía en definir qué era una «casa». Lo que constituía una vivienda en Gran Bretaña —una casa o un apartamento independiente— no era extrapolable a la India. Cada habitación podía albergar a una familia diferente y, por tanto, les correspondía un número diferente. Pero ¿qué pasaba si la habitación estaba dividida por una estera y compartida por dos familias? A los trabajadores indios del censo les traían locos las instrucciones: «No comprendo estos papeles. ¿Qué voy a hacer?», se lamentó uno.[26] El proyecto fracasó.

Quizá los británicos eran incapaces de comprender el funcionamiento de la ciudad india o quizá ni siquiera se molestaron en intentarlo. Richard Harris y Robert Lewis, que analizaron a conciencia los registros de la numeración colonial de las calles de Calcuta, sugieren que para los británicos la India «no es que se resistiera a ser comprendida, es que era incomprensible por definición».[27] Se negaron a entender cómo se movían los indios por sus ciudades o cómo vivían los nativos (los británicos ya sabían encontrar los lugares que les interesaban, como las oficinas y los hoteles). Como señalan Harris y Lewis, los británicos dependían de los líderes locales, eran ellos los que acudían a los vecindarios. Si una dirección postal es una identidad, a los británicos no les importaba quiénes eran los indios.

En teoría, la Kolkata poscolonial, que reniega del legado británico a través de su propio nombre, que ha reemplazado el de Calcuta para reflejar la pronunciación bengalí, lo tendría más fácil para dar direcciones a su población. La ciudad está volcada con las políticas de izquierdas desde hace tiempo. Pero el Gobierno indio no se ha interesado más que el colonial por introducir direcciones postales en los suburbios. A principios de los años 2000, Ananya Roy descubrió que la Autoridad para el Desarrollo Metropolitano de Calcuta había llevado a cabo un estudio en veinte mil viviendas para determinar qué hogares necesitaban alimentos. ¡Estupendo! Pero cuando entrevistó al jefe del departamento, este admitió que el estudio excluía todos los asentamientos ilegales. «Nos preocupaba estar dándoles una legitimidad falsa a los ilegales si los estudiábamos —dijo—. No podemos reconocer su presencia».[28]

Los británicos a veces derruían los suburbios, pero lo hacían para trazar una carretera, por ejemplo, o para despejar nuevos terrenos para que los colonos pudieran instalarse.[29] Si bien no les preocupaba mucho el bienestar de los desplazados, nunca creyeron que fuera posible librarse de los suburbios. El Gobierno de Bengala Occidental (en manos del Partido Comunista hasta 2011, el más longevo de los Gobiernos comunistas surgidos de unas elecciones democráticas) creía en una India libre de suburbios y terminó por justificar que librarse de los suburbios era una forma legal de terminar con un «estorbo».[30] ¿Para qué tener en consideración un suburbio que no debería estar ahí y no iba a estarlo? Trazar mapas, nombrar las calles y contar a los habitantes de los suburbios equivalía, según algunos, a darles permiso para quedarse.

Fui a visitar a Paulami De Sarkar, por aquel entonces jefa de programas en The Hope Foundation, una ONG irlandesa que aboga por la protección de los niños de la calle de Kolkata. Los papeles que se apilaban en su escritorio evocaban el castigo de Sísifo. Bebimos un café caliente y dulce, presentado en una bonita bandeja, mientras la oficina bullía a nuestro alrededor. El Gobierno había demolido más y más suburbios. Pero, como ella me dijo con hastío: «Los suburbios nunca se irán».

La nomenclatura y el censo en los suburbios podrían suponer un rayo de luz al permitir a sus habitantes solicitar ayudas. Al usar las nuevas direcciones que Addressing the Unaddressed les había asignado, me contó De Sarkar, la organización ha llevado a cabo un censo y ahora podían dirigir mejor sus esfuerzos. Por ejemplo, uno de los empleados de The Hope Foundation había relacionado el número de hijos varones en una familia con sus ingresos y el absentismo escolar para identificar áreas donde las tasas de trabajo infantil eran elevadas. Y las direcciones habían ayudado a los niños a conseguir certificados de nacimiento, sin los cuales no podían ir al colegio.

Cuando nos marchamos, Subhashis y yo almorzamos en el Hope Café, un restaurante que forma a personas que viven en los suburbios para trabajar en la hostelería. Pedimos el tradicional thali y lo acompañamos de salsa y arroz, que se cogen con las manos. Subhashis comprendía que a veces el Gobierno no quisiera dar direcciones postales. «Es como si tuvieras dos hijos —me dijo, entre plato y plato—. Uno ignorante y otro curioso. El niño curioso hace preguntas, pero el ignorante prefiere no saber».

El legado de la Madre Teresa es complicado en Kolkata. Muchas personas aducen que daba prioridad a las muertes católicas frente a las vidas hinduistas. Lo que sí logró fue la consagración de Kolkata como lugar de desesperación. Me faltan las palabras para describir la pobreza, pero otras plumas occidentales han tenido más éxito: «El lugar más perverso del universo», «una abominación», «la ciudad de la espantosa noche», un lugar donde el clima, según escribió Mark Twain, era «capaz de reblandecer hasta los picaportes de latón».[31] O, como Winston Churchill describió sucintamente: «Siempre me alegraré de haberla visto, por la misma razón que mi padre se alegró de ver Lisboa: porque no tendría que volver a verla».[32]

En la actualidad hay muchos visitantes, incluida la que escribe estas líneas, que se entregan a su encanto exuberante. El apodo de Kolkata, la Ciudad de la Alegría, no es irónico. Todos los habitantes de la ciudad que he conocido hablan con orgullo de la reputación intelectual y espiritual de la ciudad, de sus escuelas de cine, sus espectaculares cafeterías, su animado ambiente político y sus valoradas universidades. Subhashis es un gran aficionado a la música y la literatura bengalís. Una mañana me trajo un grabado en madera del kolkatí Rabindranath Tagore, el autor del poemario Gitanjali (Tagore ganó el Premio Nobel de Literatura en 1913). En otra ocasión, me llevó a visitar un extenso mercadillo de libros, donde me eligió un fino volumen traducido de poesía bengalí para que me lo llevara a casa (también le tentó un libro con las letras de Bob Dylan, pero lo soltó cuando vio que costaba dos mil rupias).

Además, los suburbios pueden ser radicalmente diferentes. «Suburbio» es un término genérico que aglutina formas de asentamiento muy diversas. La mayoría de los suburbios, construidos a lo largo de canales, junto a las carreteras o en terrenos vacíos, son ilegales: los habitantes son, por tanto, okupas, porque viven sin autorización en los terrenos de alguien. Otros son bustees, barriadas legales, donde las viviendas suelen ser de mayor calidad y los inquilinos alquilan las parcelas.

Aun así, los suburbios guardan muchas similitudes: mala ventilación, falta de acceso al agua y escasez de baños o alcantarillado. Una definición del Gobierno describe las estructuras de un suburbio como «una piña», un término que me pareció más metafórico que técnico hasta que vi las chabolas apiñadas unas contra otras, para no volcar. Los tres millones de kolkatíes que viven en los cinco mil suburbios de la ciudad pueden considerarse afortunados: al menos tienen donde cobijarse. Los más pobres, los que viven en las aceras, duermen en las calles, los bebés acunados entre los cuerpos de sus padres. Aunque los rickshaws tradicionales técnicamente están prohibidos, todavía hay hombres descalzos y semidesnudos que tiran de ellos por las calles cochambrosas.

Algunos suburbios son más bonitos que otros. Los que están más cerca de la ciudad, como Chetla, tienen cientos de años y hay casas pukka de cemento, tejado de estaño y solería. En Panchanantala, un nombre que me encanta repetir, veinte adolescentes vestidas con saris de colores brillantes cantaban sentadas ante un templo hindú, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor comprando verdura y fruta en los puestos. No tengo una forma válida para evaluar la calidad de vida —no vi los baños, por ejemplo—, pero al menos se percibía el ajetreo alegre de la comunidad y siempre me sentí segura y bienvenida. No me sorprendió leer un tiempo después que cuando el hospital más próximo se incendió y murieron ochenta y ocho personas los residentes de Panchanantala se apresuraron a ayudar; cuando los guardas los apartaron, izaron escalas de bambú y fabricaron cuerdas con saris y sábanas para sacar a los pacientes por las ventanas.[33]

Pero después, Subhashis y su compañero Romio me llevaron a Bhagar, donde los rascacielos de basura te saludan al llegar. Las mujeres y los niños escarban en los montones de desperdicios en busca de cualquier cosa de valor, mientras continúan llegando filas de camiones para descargar. Los cerdos que hozaban en las calles eran una fuente de ingresos extra para las familias (los improvisados carniceros cuelgan las piezas sanguinolentas en sus chabolas rodeados de enjambres de moscas). Observé a una niña bañarse cuidadosamente en un lago negro que alguien me dijo que ardía por combustión espontánea a causa de los productos químicos de la basura. Y, aun así, hay gente que vive peor que los habitantes de Bhagar, según me contó Subhashis. Al menos la basura les proporciona una fuente de ingresos.

En Bhagar, Subhashis sacó el portátil y se secó la cara, tiznándose la camiseta con hollín del humo. Su equipo ya había repartido direcciones en Bhagar, pero Romio y él habían venido a actualizar las direcciones de las nuevas estructuras que se habían construido desde entonces. Los suburbios no paran de mutar; las casas son demolidas y vuelven a reconstruirse; las familias emigran del pueblo, pero luego retornan. Algunas familias nuevas vivían en los porches de las casas y dormían junto a las cabras. Subhashis y Romio les asignaban direcciones a todos, contrastando constantemente sus datos con las nuevas edificaciones. Habían cambiado muchas cosas desde la última vez que habían estado. Me dio la sensación de que pronto tendrían que volver.

En la década de 1980, el Banco Mundial estaba calibrando uno de los motores de la falta de crecimiento económico en los países en vías de desarrollo: la tenencia insegura de la tierra. En otras palabras, no existía una base de datos centralizada de quién ostenta la propiedad de la tierra, por eso era difícil comprar o vender tierras o usarlas para conseguir un crédito. Y es difícil gravar si no sabes quién ostenta la propiedad. Lo ideal es que los países tengan catastros, bases de datos públicas que registran la localización, la propiedad y el valor del terreno. Un buen sistema catastral hace que sea sencillo comprar y vender la tierra, además de recaudar los impuestos correspondientes. Cuando compras un terreno, tú (y la agencia tributaria) puedes estar seguro de que solo te pertenece a ti.

Pero los proyectos catastrales que impulsaba el Banco Mundial solían fracasar. Los países pobres carecen de recursos para mantener las bases de datos actualizadas. Un catastro también puede ser corrupto si los funcionarios introducen la información incorrecta y privan a los dueños legítimos de sus derechos. Y, en lugar de crear un simple registro, las consultoras, muy bien pagadas, diseñaron avanzados sistemas informatizados que resultaban muy difíciles de mantener. Se invirtieron millones de dólares en proyectos interminables que no llegaron a ningún sitio.

Organizaciones como el Banco Mundial y la Unión Postal Universal dieron con un método más sencillo. No es solo que los países en vías de desarrollo carecieran de catastros, es que también carecían de direcciones postales. Las direcciones postales permitían que las ciudades «comenzaran por el principio».[34] Gracias a los nombres de las calles podías encontrar a los habitantes, recabar información, mantener las infraestructuras y diseñar mapas de la ciudad que cualquiera pudiera usar.

Los expertos comenzaron a entrenar a los altos funcionarios de manera intensiva para enseñarles la nomenclatura urbana. Chad, Burkina Faso, Guinea y Mali fueron de los primeros en adoptar direcciones postales. Los especialistas del Banco Mundial escribieron libros, diseñaron un curso online para nombrar calles e incluso patrocinaron un concurso para crear un juego de mesa que publicitara las ventajas de tener dirección postal (los burócratas se sentaron en sus salas de juntas para juzgar los treinta y cinco juegos que competían; Necesito una señal y Urbes y Civitas fueron los ganadores).

Los beneficios saltaban a la vista. Las direcciones postales proclamaban democracia, permitían que fuera más fácil registrarse para votar y mapear los distritos. Reforzaban la seguridad, ya que los territorios sin señalizar son pasto del crimen (un aspecto negativo: los disidentes políticos también resultan más fáciles de localizar). Las compañías de agua y electricidad se habían visto obligadas a crear sus propios sistemas para expedir facturas y mantener la infraestructura: las direcciones postales les facilitaban la tarea. Los Gobiernos podían identificar más fácilmente a los contribuyentes y recaudar lo que debían. Las investigaciones arrojaban una correlación positiva al cruzar los datos de dirección postal e ingresos, y los lugares con nombre tenían tasas inferiores de desigualdad que los anónimos.[35] Todo por un precio irrisorio.

Estos son todos los motivos por los que la ONG Addressing the Unaddressed, con sede en Irlanda, considera que su trabajo es tan importante. Meses antes de llegar a Kolkata me reuní con Alex Pigot, el carismático cofundador de la ONG, a ocho mil kilómetros de distancia. Nos vimos en las afueras de Dublín en un restaurante tailandés que sirve curri con el pan típico irlandés y tarta de manzana de postre. Alex es un distinguido hombre de negocios de cabello cano, barba gris y chaqueta de lino elegantemente arrugada. Comenzó como cartero de Navidad en Irlanda en los años setenta y luego puso en marcha un negocio de paquetería en los ochenta. Los servicios de paquetería solo funcionan si las direcciones postales son correctas, de modo que se convirtió en un experto.

En una reunión, Alex conoció a una mujer irlandesa llamada Maureen Forrest, que había puesto en marcha una fundación llamada Hope Kolkata, cuyas oficinas yo visitaría después. Forrest le contó que estaba buscando ayuda para hacer un censo en los suburbios donde trabajaba su organización. Alex le ofreció su mayor experiencia: las direcciones postales.

No fue tan fácil como inicialmente pensó que sería. En Kolkata, las casas de muchos suburbios son del tamaño del apartado del restaurante donde estábamos comiendo, por eso tenía que retocar la tecnología. Tuvo que retirar las placas de plástico originales para los números porque a los vecinos les preocupaba que se cayeran de la puerta y las vacas se las comieran. Al principio, el equipo imprimió mapas de los suburbios y los completó con un nuevo código GO para cada casa, en grandes hojas de plástico para que la gente pudiera moverse por la zona. Pero pronto desaparecieron, ya que los vecinos usaban las hojas para tapar las goteras del tejado durante los monzones. Poco a poco, Alex y el equipo de Addressing the Unaddressed comenzaron a desarrollar sistemas que funcionaban.

Un día en Kolkata acompañé a Subhashis y sus compañeros a Sicklane, un suburbio cerca del puerto por donde pasan los camiones soltando polvo a todas horas, a diario. En un callejón tan estrecho que no pasan dos personas sin apartarse, un compañero de Subhashis iba con un portátil en la mano con un mapa del suburbio en la pantalla. Señalaba en el mapa dónde estaba la casa, pulsaba encima y aparecía un código GO. Leía el número en alto a otro empleado, que lo escribía con letra clara sobre la puerta de la casa, que en tiempos habría sido, casi con total seguridad, la de un baño de señoras. Luego volverían a instalar los números oficiales —unas placas gruesas y azules de un brazo de largo— encima de las puertas (después de que me marchase de Kolkata, Addressing the Unaddressed se asoció con Google y, juntos, están utilizando el sistema de localización Plus Code de la compañía).

En otra zona de los suburbios, dos voluntarios de Addressing the Unaddressed, estudiantes de Derecho vestidos a la occidental con zapatillas deportivas, se paseaban tomando datos para un censo. Los estudiantes eran de la ciudad, pero pertenecían a la clase media y no habían estado nunca en los suburbios durante su voluntariado. Se reían como los adolescentes que eran, pero se desenvolvían con confianza. Incluso las personas mayores les trataban con deferencia cuando les hacían sus preguntas. El cuestionario del censo era una hoja de papel e incluía datos como el número de identificación de los residentes, sus instalaciones sanitarias, de dónde sacaban el agua. Los estudiantes iban de puerta en puerta, a veces despertaban con cortesía a hombres que echaban una siesta antes de ir a trabajar.

Una mujer con un sari morado al viento hizo señas al equipo. Ella también quería un número, pero la habían pasado por alto. Nos condujo a su zona del suburbio, encajada entre otras chabolas. En su habitación solo cabían una cama grande y algunos utensilios de cocina apilados con esmero. Dos personas dormían en la cama y otra dormía debajo, sobre el suelo de tierra. Sin un tejado en condiciones, estaba expuesta a los elementos.

Un niño con marcas de recién peinado vino a la puerta mientras se abrochaba la camisa. Contestó las preguntas sosegadamente de parte de su madre. No, no tenía número de identificación. No, no tenían tarjetas Aadhaar. Como casi todo el mundo que conocimos, sí que tenía teléfono móvil y le dictó el número a Subhashis despacio y con claridad. Su madre, que, como comprobaba ahora, estaba embarazada debajo de su abultado sari, no hablaba, pero sonrió y asintió con la cabeza en un gesto de despedida universal. ¿Qué podría hacer por ella una dirección postal? ¿Alguna vez tendría dinero para ingresar en una cuenta bancaria? Al menos, pensé, podría hacer que su familia y ella se sintiesen incluidas.

La inclusión es una de las armas secretas de las direcciones postales. Los empleados del Banco Mundial pronto descubrieron que las direcciones empoderaban a quienes vivían en ellas porque les permitían sentirse parte de la sociedad. Esto aplica perfectamente a las barriadas pobres. «Un ciudadano no es una entidad anónima perdida en la jungla urbana a quien solo conocen sus parientes y sus compañeros de trabajo: tiene una identidad establecida», escribe un grupo de expertos en un libro sobre nomenclatura.[36] Los ciudadanos deberían ser capaces de «localizar y estar localizables para las asociaciones y órganos gubernamentales» y también estar localizables para otros conciudadanos, incluso aquellos que no conocen. En otras palabras, sin una dirección tu comunicación se limita a la que compartes con gente conocida. Y a menudo la gente que no conoces es la que más te puede ayudar.

Este sentimiento de identidad cívica es todavía más importante en los suburbios, ya que estas personas viven, por definición, en los márgenes de la sociedad. También es motivo para recelar de organizaciones como Addressing the Unaddressed. En lugar de incorporar los suburbios al sistema postal preexistente de Kolkata, la ONG asigna un nuevo tipo de dirección que reserva solo para estas barriadas. No incorporan los suburbios al resto de la ciudad, podría incluso decirse que hacen lo contrario.