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Veröffentlichungsjahr: 2024
Adrienne von Speyr
© Saint John Publications, un sello editorial de The Community of St. John, Inc., 2023
Original alemán editado por Hans Urs von Balthasar: Das Hohelied, 1972 (© Johannes Verlag Einsiedeln)Traducción de Juan Manuel SaraSegunda edición revisada (1ª ed.: Fundación San Juan, 2005)ISBN 978-1-63674-031-7https://doi.org/10.56154/vnEsta publicación se distribuye gratuitamente en balthasarspeyr.org y puede ser compartida libremente sin ánimo de lucroVisite balthasarspeyr.org para conocer todas nuestras publicaciones en formato digital y en papelEste libro electrónico ha sido generado el 03-09-2024Con esta obra, que comenta casi todos los versículos del Cantar de los Cantares, Adrienne von Speyr se ubica en una de las tradiciones más centrales de la teología cristiana. A partir del siglo tercero y hasta el decimoctavo, el Cantar de los Cantares fue considerado como una pieza central, para muchos el centro, de la revelación: el «fuego ardiente» del Eros, «fuerte como la muerte, duro como el infierno», deviene la imagen del Agape encarnado y crucificado de Dios que se crea y se da por compañera a la Iglesia, esposa y mujer. En esta alianza de amor vive el foco de sentido de todos los misterios de la fe, de todas las reflexiones y dogmas teológicos; lo que no se deja explicar desde ella o hacia ella queda sin sentido y sin esencia.
El amor de Cristo, de cuya fecundidad y plenitud surge la Iglesia y el amor mutuo de ambos, es en su foco más íntimo realidad «inmaculada», «sin mancha ni arruga» (Ef 5,27). Aquí la Iglesia (en María) es justo lo que debe ser: perfectamente virginal, abandonada, maternalmente fecunda. Ella corresponde a cada expectativa del Esposo. Y esta Iglesia tiene desde siempre la experiencia del amor perfecto de Cristo. Sin embargo, donde la Iglesia es pecadora en sus miembros, no corresponde a las exigencias del Esposo; debe ser educada, castigada, humillada, debe sentir sobre sí la mano del Maestro, inexorable por amor. Pero no existen dos iglesias, sino solo Una.
Nada es más actual y oportuno que profundizar en este mysterium nupcial entre Cristo y la Iglesia. Solo desde él, nunca desde un cambio de estructuras institucionales, es de esperar una reforma real y efectiva de la Iglesia. En estas páginas el misterio es contemplado con una intensidad, arrojo y sobrio realismo que probablemente se buscará en vano en los innumerables comentarios de la tradición. Se siente el aliento inspirador del hombre de Loyola, inseparablemente mezclado con el propio respiro de Adrienne. Ningún riesgo es demasiado audaz para ellos, si es asumido en un incorruptible discernimiento de espíritus.
Hans Urs von Balthasar
¡Que él me bese con los besos de su boca! Tus amores son más preciosos que el vino; tus perfumes preciosos al olfato, tu nombre es ungüento derramado, por eso te aman las doncellas. ¡Llévame en pos de ti! ¡Corramos! ¡El Rey me ha introducido en sus mansiones! Queremos exultar y alegrarnos por ti. Evocaremos tus amores más que el vino. ¡Con qué razón eres amado!
El canto comienza de inmediato con el amor. Con el amor que ya goza de una experiencia. La novia conoce el amor del novio. Lo ha experimentado y suspira por más. Quiere ser llevada otra vez al cuarto del esposo.
La actitud que aquí aparece será transformada por el amor cristiano. Luego de la experiencia del cuarto del esposo, nosotros no exponemos nuestro amor de un modo tan inmediato como sucede aquí, casi sin pudor; no entraremos de un modo tan natural, tan abierto, sin preámbulos in medias res, ni anunciaremos casi gritando nuestro derecho a más amor.
El amor natural del varón y la mujer sirve como fundamento, es invocado como comparación. Pero se trata también del amor de Israel por Yahveh, del amor de la Iglesia por Cristo, de la unión del pueblo cristiano con Dios.
Es llamativa la naturalidad con la que se reclama un derecho. Y sin pérdida de tiempo, la novia avanza aún más y promete un éxtasis común: nosotros queremos extasiarnos, más que de vino, de nosotros mismos. Ella exige y, a la vez, promete que él no partirá con las manos vacías. La ebriedad será común.
Ella lo describe, se ve que ha tenido experiencia de él. Luego habla de su propio deseo. Lo que él, quizá, necesite puede ser leído simplemente en ella. Como si Dios tuviese necesidad de Israel; el hombre, de la mujer con experiencia. Ninguna timidez, ninguna espera pudorosa, se pasa de inmediato a una plenitud, que, como tal, la novia ya conoce. Se esperaría que primero el hombre embriagase a la mujer. Aquí la mujer se extasía de antemano. Entre las cosas más hermosas del amor se cuenta el perfecto perseverar de la mujer en la espera, su no dictar ni dirigir.
Este inicio es precristiano. Delata un amor que no está quizá lejos del temor. Un deseo tan pretencioso pareciera esconder algo de angustia. Le falta la confianza, la serenidad, el abandono de sí. El Nuevo Testamento ha superado ese tipo de relación entre los sexos.
Y si esa novia hubiese de ser la Iglesia de Cristo, entonces sería una Iglesia que se comporta como si fuera omnisciente en el amor y capaz de hacerle promesas a su Señor. Pero la Iglesia debería dejarse formar siempre por su Señor, en vez de formar ella misma.
Negra soy, pero graciosa, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Quedar, como los pabellones de Šalmá. No os fijéis en que estoy morena, pues el sol me ha quemado. Los hijos de mi madre se airaron contra mí; me han hecho guardiana de las viñas. ¡Por eso no he guardado mi propia viña!
Ella habla de sí misma de un modo más objetivo de como lo ha hecho del esposo. Asume como válido que es graciosa, se lamenta de estar morena. Y no quisiera que se le atribuyese demasiada importancia a esa piel oscura.
Estamos de nuevo ante una rara especie de justicia. Ella sopesa, ve las carencias: «Basta que yo las vea, vosotros no os preocupéis». Y si ella es tan oscura y no es la que quisiera ser, son culpables sus hermanos: ellos la han obligado a cuidar bienes ajenos, de modo que no ha podido atender los propios. Es parecida a la disculpa anterior: no se debe prestar mucha atención a que sea morena. Ahora se ha de percibir el origen de ese hecho: ella no tuvo tiempo para cultivar lo propio; fue puesta a servir, en un tipo de servicio cruel: los hermanos la han tratado duramente. Si hubiese sucedido de acuerdo con su voluntad, habría seguido siendo siempre graciosa y no habría necesitado de ninguna aclaración y disculpa. Estaría abandonada de un modo más inocente.
Si la doncella es una imagen de la Iglesia, entonces representa una Iglesia que percibe sus faltas, pero le dice al Señor: En definitiva, no es culpa mía, no puedo evitarlo. Si yo debo cuidar tantos pecadores, necesito toda mi fuerza para avanzar con ellos tan solo un pasito. Yo no puedo cuidar suficientemente de mi belleza, porque una voluntad ajena, en última instancia la del Señor, me ha achacado todos esos pecadores. Se lamenta de ello y dice: No mires demasiado mis faltas, pues en el fondo yo soy graciosa, solo que ante mi esplendor se interpuso una pantalla.
Esta no es la Iglesia totalmente transparente al Señor, pues en ese caso no se defendería frente a Él. Ella se confiesa imperfectamente, en su declaración de los pecados existe demasiada auto-justificación. Ni está perfectamente desnuda ante el Señor para que Él mismo la pueda probar y contemplar, ni tampoco hace su examen de conciencia a fin de poder ver sus faltas. Sus palabras son híbridas. «Yo estoy desnuda, pero sin embargo me cubro. Reconozco mis faltas, pero me concedo circunstancias atenuantes». A pesar de todo, está a la espera del amor perfecto. Por lo visto no conoce nada mejor. Y en su imagen, reveladora de imperfecciones, de ningún modo se reflejan imperfecciones del Señor: Él es inmaculado. Ella lo sabe. Ha presentado la imagen del Señor como perfecta y la suya propia como imperfecta.
Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde reposas al mediodía. ¿Por qué debo andar errante tras los rebaños de tus compañeros?
En el centro de su deseo, de su querer dominar, de su seguridad, surge sin embargo la pregunta sobre dónde está el terruño del novio, dónde puede consagrarse al descanso. Quizá, por momentos, puede presionar para entrar en el cuarto e imponer su voluntad, pues tiene experiencia de él. Pero a la vez está insegura; hay en él muchas cosas que ella desconoce. No conoce la hora ni el lugar de su descanso. No siempre sabe dónde puede encontrarlo. Y esto solo puede saberlo por medio de él.
La Iglesia, ¿tiene desde siempre una experiencia del Señor? Si Él la forma, ¿es por esto ya realmente una mujer con experiencia? Ella es novia y esposa, quiere amar, más aún, ya conoce el amor. Es posible que el nacimiento de la Iglesia esté tan fundado en el amor que su primer despertar sea ya una experiencia del amor (María). El creyente individual ha de crecer en el amor para tener una idea de él. Si bien un hombre es generado en el amor del padre y de la madre, no puede decir que tenga una experiencia de ese amor; él ha surgido de ese amor que no ha experimentado. La Iglesia, por el contrario, se ve surgir desde el amor.
Y, sin embargo, debe preguntar: ¿Dónde está tu rebaño, dónde lo dejas sestear al mediodía? En sentido propio, ella debe permanecer siempre en ese punto en el que conoce y a la vez suspira por la experiencia amorosa, la exige como derecho propio y, sin embargo, no puede procurársela por sí. En ese caso, el novio le revelaría continuamente nuevos misterios a su deseo de saber. Mientras se justifica a sí misma, ha de ser reprochada. Ahora, cuando reconoce que no sabe, ella tiene el derecho al menos de ir tras las huellas de los misterios del Señor. Pero en espíritu de humildad y sumisión. Siempre ha de crecer en el conocimiento interior de su Señor. Y hacia afuera ha de ser segura. No ha de ir errante por rebaños extraños como una vagabunda, como una mujer disipada. Ha de perseverar bajo la guía del único Señor. Los compañeros deben saber a quién pertenece. Aquí casi se insinúa su infalibilidad. Precisamente a causa de los demás ella debe mostrar tal seguridad. Frente al Señor puede ser insegura e interrogativa, pero en su inseguridad ha de intentar comprender cada vez más. Pero esta inseguridad no debe anunciarse hacia fuera.
Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pacer tus cabritas a los lugares de los pastores.