El casanova - T L Swan - E-Book
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El casanova E-Book

T L Swan

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Beschreibung

«¿Es posible que el hombre al que odio sea de quien me estoy enamorando?» Mi hobby favorito es irritar a mi jefe, Elliot Miles. Tiene fama de ser un casanova, pero yo no lo trago. Edgar, en cambio, a quien he conocido en una app de citas, no es mi tipo, pero, poco a poco, nuestra amistad da paso a algo más. Y, al mismo tiempo, algo cambia en Elliot, quien parece conocer secretos que solo sabe Edgar. ¿Ha estado leyendo mis correos? ¿O acaso es posible que Edgar no sea quien dice ser? Vuelve la autora de la serie Miles High Club, best seller del Wall Street Journal

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Seitenzahl: 569

Veröffentlichungsjahr: 2022

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El casanova

T L Swan

Miles High Club 3
Traducción de Eva García Salcedo

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

El casanova

V.1: Marzo, 2022

Título original: The Casanova

© T L Swan, 2021

© de esta traducción, Eva García Salcedo, 2022

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Esta edición se ha hecho posible mediante un acuerdo contractual con Amazon Publishing,

www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.

Diseño de cubierta: Plum5 Limited

Corrección: Carmen Romero

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-71-4

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El casanova

«¿Es posible que el hombre al que odio sea de quien me estoy enamorando?»

Mi hobby favorito es irritar a mi jefe, Elliot Miles. Tiene fama de ser un casanova, pero yo no lo trago. Edgar, en cambio, a quien he conocido en una app de citas, no es mi tipo, pero, poco a poco, nuestra amistad da paso a algo más. Y, al mismo tiempo, algo cambia en Elliot, quien parece conocer secretos que solo sabe Edgar. ¿Ha estado leyendo mis correos? ¿O acaso es posible que Edgar no sea quien dice ser?

Vuelve la autora de la serie Miles High Club, best seller del Wall Street Journal

«Kate y Elliot me han cautivado por completo. T L Swan ha escrito una novela redonda y excelente.»

Harlequin Junkie

Gratitud

La cualidad de ser agradecido; predisposición para demostrar agradecimiento y corresponder la amabilidad de otros.

Quisiera dedicar este libro al alfabeto,

pues sus veintiséis letras me han cambiado la vida.

Me encontré a mí misma en esas veintiséis letras,

y ahora estoy viviendo mi sueño.

La próxima vez que digáis el alfabeto,

recordad su poder.

Yo lo hago todos los días.

Prólogo

Elliot

Observo cómo descienden los números que hay sobre la puerta a medida que bajo de planta. Me vibra el móvil en el bolsillo y lo saco. Es un mensaje de Christopher.

¡Cuidado!

La bruja te busca.

Mierda.

Vuelvo a guardarme el móvil en el bolsillo y exhalo con intensidad. Hoy no me apetece aguantarla. Las puertas del ascensor se abren y la veo de soslayo al salir. Finjo que no me he percatado de su presencia y me dirijo al despacho de Courtney, mi asistente personal, que está a la izquierda.

—Señor Miles —me llama desde atrás.

Sigo caminando.

—Ejem —carraspea—. Señor Miles, deje de ignorarme.

Noto que me sube la temperatura.

Se me dilatan las aletas de la nariz y me vuelvo hacia ella. Ahí está: la empleada más exasperante sobre la faz de la Tierra.

Inteligente, mandona, arrogante y más pesada que una vaca en brazos.

Kathryn Landon, mi archienemiga.

La malvada bruja del oeste en persona.

Un apodo que le va como anillo al dedo.

Finjo una sonrisa y digo:

—Buenos días, Kathryn. 

—¿Podemos hablar?

—Es lunes y son las nueve de la mañana —respondo—. No es momento de… —Hago unas comillas con los dedos antes de añadir—: hablar.

Estoy convencido de que se pasa los fines de semana planeando cómo joderme los lunes.

—Tendrá que hacerme un hueco —me suelta.

Me paso la lengua por los dientes. La tía sabe que me tiene cogido por los huevos. Como buena friqui de los ordenadores, ha diseñado el nuevo software de la empresa y sabe que es imprescindible. Joder, es que me tiene amargado.

Se dirige a su despacho a buen paso y abre la puerta a toda prisa.

—Seré breve.

—Cómo no. —Sonrío falsamente mientras me imagino estampándole la cabeza contra la puerta.

Se sienta a su mesa y me dice:

—Tome asiento.

—No, estoy bien de pie. ¿No ibas a ser breve? —Kathryn alza una ceja y yo la fulmino con la mirada—. ¿Qué ocurre?

—Me he enterado de que este año no voy a tener cuatro becarios. ¿Por qué?

—No te hagas la tonta, Kathryn. Conoces de sobra el motivo.

—¿Por qué le ha ofrecido las becas a empleados que trabajan en el extranjero?

—Porque es mi empresa.

—No me parece una buena respuesta.

La sangre me bombea en los oídos mientras alzo el mentón a más no poder. Nadie logra sacarme de mis casillas como esta mujer.

—Señorita Landon, no tengo por qué justificar ante ti mis decisiones como director de Miles Media. Rindo cuentas a los miembros de la junta y solo a ellos. Sin embargo, me interesa conocer tus intenciones.

Kathryn entorna los ojos y pregunta:

—¿A qué se refiere?

—Bueno, si tan descontenta estás, ¿por qué no te vas?

—¿Cómo dice?

—Hay muchísimas empresas en las que podrías trabajar y no solo te niegas a irte, sino que te pasas el día quejándote por cualquier tontería y, francamente, ya cansa.

—¡Cómo se atreve!

—Creo que deberías recordar que nadie es imprescindible, así que estaré más que encantado de aceptar tu dimisión cuando quieras. Hasta te daré el finiquito.

Pone los brazos en jarras y dice:

—Quiero que redacte un informe explicando por qué no habrá becarios en la sucursal de Londres. La excusa que me ha puesto no me vale. Pienso presentar la consulta a la junta.

Cómo no. Me hierve la sangre.

—Y no me ponga los ojos en blanco —exclama, indignada.

—Kathryn, van a tener que hacerme un trasplante de retina por todas las veces que me haces poner los ojos en blanco.

—Ya somos dos.

Nos miramos con furia. Dudo que haya odiado tanto a alguien en toda mi vida.

Llaman a la puerta.

—Adelante —grita.

Como esperaba, Christopher entra. Siempre interrumpe mis reuniones con Kathryn segundos antes de que explote sin remedio.

—¿Tienes un momento, Elliot? —pregunta. Sonríe a Kathryn y le dice—: Buenos días.

—No hemos acabado, Christopher. Tendrás que esperar —le suelta.

—Hemos acabado —aseguro mientras me pongo en pie—. Si tienes cualquier otra queja, que seguro que sí, puedes remitirla a Recursos Humanos.

—No voy a hacer eso —espeta—. Usted es el director ejecutivo, así que si tengo algún problema se lo remitiré a usted. Deje de hacerme perder el tiempo, señor Miles. Estaré más que encantada de informar a la junta de que usted es un incompetente. Bien lo sabe Dios. Quiero esos puestos de becarios para la oficina de Londres lo antes posible.

—Paso.

Revuelve los papeles que tiene encima de la mesa y dice:

—Nos vemos de aquí a dos martes.

El día de la reunión con la junta.

La fulmino con la mirada mientras la sangre me zumba en los oídos.

Zorra asquerosa.

—Eeh…, Elliot —insiste Christopher—. Tenemos que irnos.

Tenso la mandíbula mientras miro a Kathryn con odio.

—¿Qué quieres a cambio de dimitir?

—Váyase a paseo.

—No pienso permitir que sigas acribillándome con tus quejas insignificantes cada vez que entro en mi despacho —bramo.

—Pues deje de tomar decisiones estúpidas.

Nos miramos fijamente.

—Adiós, señor Miles. Cierre la puerta al salir —dice con una sonrisa afable—. Nos vemos en la junta.

Inspiro con brusquedad en un intento por mantener la calma.

—Elliot —me apremia Christopher de nuevo—. Por aquí.

Salgo del despacho de Kathryn echando humo y me voy directo al ascensor. Christopher, que me pisa los talones, entra justo después de mí y las puertas se cierran.

—¡Cómo la odio, joder! —susurro con rabia.

—Si te sirve de algo —dice Christopher sonriendo con suficiencia—, ella te odia más.

Me aflojo el nudo de la corbata de un tirón brusco.

—¿Es muy pronto para un whisky? —pregunto.

Christopher mira el reloj y dice:

—Son las nueve y cuarto de la mañana.

Respiro hondo para tranquilizarme.

—¡Qué más da!

Capítulo 1

Kate

Guardo el almuerzo en el bolso y busco las llaves.

—Me voy —aviso a Rebecca.

Beck se asoma a la puerta del baño envuelta en una toalla blanca y con otra en la cabeza.

—Intenta no volver tarde a casa. No quiero que Daniel se sienta incómodo cuando venga.

—Vale.

—Lo digo en serio. Quiero que se sienta a gusto. Y lo ideal sería que estuviéramos las dos para ayudarlo a instalarse.

Pongo los ojos en blanco mientras sigo buscando las llaves. ¿Dónde las habré dejado?

—¿Qué te hace pensar que querrá que lo ayudemos a instalarse?

—Solo digo que estaría bien que se llevara una buena impresión.

—Vale, entendido. —Veo las llaves en el cestito de la mesita.

—Iré a por los uniformes de netball a la hora del almuerzo —dice.

Sonrío con satisfacción. Que Dios nos ayude. Esta semana empezamos a jugar al netball de interior. El primer deporte de competición al que me apunto desde el instituto.

—Me muero de ganas —le digo—. Espero que vengan con desfibriladores. Estoy en tan baja forma que a lo mejor me da un infarto y todo.

Rebecca se ríe mientras se quita la toalla de la cabeza.

—Hay un gimnasio en tu oficina. ¿Por qué no lo usas?

Me dirijo a la puerta mientras contesto:

—Ya sé que debería dejar de ser tan vaga.

—¿Crees que debería cocinar algo para Daniel esta noche? —pregunta.

Hago una mueca y digo:

—¿Por qué te estás esforzando tanto para caerle bien al tío este?

—No me estoy esforzando.

—¿Te mola o qué? —Abro los ojos como platos—. No te tomaste tantas molestias con nuestra última compañera de piso.

—Hombre, es que esa era un suplicio. Además, Daniel se acaba de mudar, ha llegado hoy y no conoce a nadie. Me da penita.

—Es estilista. Seguro que ya tiene un montón de amigos esnobs con los que salir por ahí —mascullo en tono seco.

—De eso nada. Se ha graduado en diseño de moda y se ha mudado a Londres porque quiere convertirse en estilista. Es muy diferente.

Pongo los ojos en blanco.

—Lo que tú digas. Nos vemos esta noche.

Bajo los tres pisos por las escaleras para plantarme en la calle rumbo a la estación de metro. Solo son tres paradas hasta Central Line, pero aun así está demasiado lejos como para ir andando.

Espero en el andén y el metro llega puntual. Me subo y tomo asiento.

He llegado a la conclusión de que los veinte minutos de trayecto son los más raros del día. Es como viajar en el tiempo. Me siento, miro a mi alrededor y, al instante, como por arte de magia, ya he llegado. Debo de quedarme catatónica o algo porque no sé ni en lo que pienso durante el viaje ni cómo pasa el tiempo tan rápido. Lo único que sé es que cada día me paso veinte minutos pensando en cosas que luego no recuerdo.

Salgo del metro y me dirijo a la oficina. Trabajo en el centro de Londres. Hay una cafetería frente a la sede de Miles Media. Está concurrida y la gente entra y sale constantemente antes de ir a trabajar.

—Eh, preciosa —me saluda Mike.

—Hola. —Sonrío alegremente. Mike es el camarero del local. Además, lleva unos años coladito por mí. Es dulce y mono, pero, por desgracia, no siento el más mínimo cosquilleo cuando me habla.

Es una mierda, porque es un tío genial. Estoy segurísima de que nadie encajaría conmigo mejor que Mike. Ojalá pudiera decidir por quién me siento atraída, eso me facilitaría muchísimo la vida.

—¿Lo de siempre? —pregunta Mike.

Me siento junto a la ventana y le digo:

—Sí, por favor. —Miro a mi alrededor.

Mike me prepara el café y me lo sirve.

—¿Qué te cuentas? —inquiere.

—No mucho. —Cojo la taza y el humo se eleva hasta el techo mientras soplo—. Estoy pensando en apuntarme al gimnasio de la oficina.

—¡No me digas! —Mike echa un vistazo al edificio de la calle de enfrente—. ¿Tenéis gimnasio?

—Es enorme, está en la planta catorce.

—Como para no saberlo. ¿Y hay que pagar?

—No, para los empleados es gratis. —Doy un sorbo al café.

Mike se ríe entre dientes mientras finge que limpia la mesa contigua a la mía.

—Si quieres te acompaño —se ofrece guiñándome el ojo con encanto.

—Lo siento, solo es para empleados. Y no puedo permitirme ir a otro gimnasio.

Mike pone los ojos en blanco.

Mike y yo observamos a un Bentley negro que se detiene ante la sede de Miles Media. El chófer baja del vehículo y abre la puerta de atrás, por la que sale Elliot Miles. Como si de un espectáculo matutino se tratara, e igual que cada día, miro de arriba abajo al hombre que tanto desprecio. Hoy lleva un traje de raya diplomática azul marino con una camisa blanca al que le sienta como un guante su pelo oscuro y rizado de recién follado. Se abrocha la chaqueta con una mano y coge el maletín con la otra. Va más tieso que un palo y camina con actitud dominante.

La arrogancia personificada.

Doy sorbos al café mientras lo observo. Me revienta que sea tan guapo.

Me revienta que las mujeres frenen en seco y lo miren embobadas cuando entra en una sala. Pero lo que más me revienta es que sea consciente del efecto que provoca.

Aunque no lo reconocería jamás, leo la prensa sensacionalista y las revistas del corazón para ver las fiestas exóticas a las que va y los bellezones con los que sale.

Sé más de Elliot Miles de lo que me gusta admitir.

También es normal: llevo odiándolo desde que empecé a trabajar para él hace siete años.

Le dice algo a su chófer con una sonrisa y todos se vuelven a ver cómo entra en la sede de Miles Media. Noto que me estoy cabreando.

Elliot Miles, el paradigma del capullo ricachón… me toca las narices.

* * *

Son las tres de la tarde cuando me llega un correo.

Lo abro.

Kathryn, ¿has acabado ya el informe de seguimiento?

Elliot Miles.

Director ejecutivo de Miles Media RU

Imbécil.

Tenso la mandíbula y contesto.

Estimado señor Miles:

Buenas tardes. Siempre es un placer recibir noticias suyas.

Sus modales son tan impecables como de costumbre.

Le enviaré el informe el martes que viene, que es la fecha estipulada.

Quizá si dispusiera de personal suficiente me sería posible cumplir con su disparatado calendario.

Que disfrute del resto del día.

Atentamente,

Kathryn

Sonrío con suficiencia y le doy a «enviar». Hablarle a Elliot Miles como una zorra sarcástica es mi pasatiempo favorito. Su respuesta no se hace esperar.

Buenas tardes, Kathryn:

Como siempre, me sobra tu teatro.

No te he preguntado cuándo me mandarás el informe, sino si ya lo habías acabado.

Fíjate más en los detalles, no quiero repetir las cosas continuamente.

¿Has terminado el informe o no?

Tomo aire con brusquedad. ¡La madre que lo parió! Me pone de los nervios. Contesto con tanto ímpetu que no sé cómo no me rompo un dedo al escribir.

Señor Miles:

Por supuesto que lo he terminado. Como siempre, estoy preparada para sus cambios de fechas de entrega y plazos.

Por suerte, uno de los dos es profesional.

Le adjunto el informe.

Si le cuesta entenderlo, estaré encantada de hacerle un hueco en mi apretada agenda para explicárselo antes de la reunión con los miembros de la junta.

Sonrío con superioridad mientras tecleo. Se va a poner hecho una furia cuando lo lea.

Que pase una buena tarde. Un placer hablar con usted.

Kathryn Landon

Doy un sorbo al té, orgullosa de mí misma. ¡Chúpate esa!

Me llega un mensaje a la bandeja de entrada. Lo abro.

Señorita Landon:

Gracias.

Tenga cuidado esta tarde al volver a casa. No se ponga delante de un autobús ni nada por el estilo.

Sonrío para mis adentros. Será mamón. Más quisieras.

* * *

Veo a Rebecca andar de un lado para otro de la casa como pollo sin cabeza. Daniel llegará en cualquier momento. Madre mía, está frenética.

—No te quedes ahí parada —exclama.

—¿Qué quieres que haga? —Miro a mi alrededor; está todo como una patena—. No queda nada por limpiar. ¿Qué te pasa con el tío este? Estás empeñada en impresionarlo. No me digas que es porque es guapo.

—No digas tonterías —me suelta—. Tengo novio, ¿recuerdas?

—Perfectamente. ¿Y tú?

—Calla, anda —replica, ofendida.

Llaman al timbre y nos miramos a los ojos.

—Es él —susurra.

—Pues venga. —Señalo la puerta principal—. Ábrele.

Rebecca se dirige a la puerta casi corriendo y la abre a toda prisa.

—Hola —dice mi amiga con una sonrisa.

Me cuesta una barbaridad no poner los ojos en blanco.

—Hola. —Sonríe mientras mira primero a una y luego a la otra. Lleva dos maletas, es alto, rubio y reconozco que bastante guapo. No recordaba que fuera tan atractivo cuando vino a conocernos. No me extraña que Beck se esté rompiendo los cuernos para impresionarlo.

—Trae, ya las llevo yo —me ofrezco.

Beck se asoma a la calle y dice:

—¿Tienes más maletas? ¿Quieres que te ayudemos?

—Gracias. Tengo otras dos en el coche. Ya las traigo yo.

—¿Te acuerdas de Kate? —le pregunta Rebecca, señalándome.

Daniel me mira y dice:

—Claro. Me alegro de volver a verte, Kate.

Esbozo una sonrisa incómoda. Socializar siempre me resulta muy violento. Hasta que no cojo confianza no soy nada simpática. No lo hago a propósito, obviamente. Ser tímida es una cruz.

—Este es tu cuarto —dice Rebecca a modo de guía turística mientras le enseña el dormitorio—. Y este es el mío. El de Kate está arriba. Ven, que te lo enseño.

Los acompaño mientras Rebecca le enseña la casa. Miro a Daniel de arriba abajo: pantalones negros, jersey de punto de color negro, zapatos de vestir y cazadora verde oliva. Son prendas caras y modernas. ¡Pues sí que parece estilista!

—¿Cuándo empiezas a trabajar? —pregunto para darle conversación.

—Tengo cuatro clientes la semana que viene y más me vale conseguir unos cincuenta más cuanto antes —dice.

Sonrío.

—No, en serio, la semana que viene empiezo como personal shopper en Harrods.

Por Dios, qué trabajo más horrible. Me horroriza ir de compras. Como no sé qué decir y estoy incómoda, me encojo de hombros.

—Nunca he conocido a un personal shopper.

Daniel sonríe y dice:

—No hay muchos.

Cojo una maleta y le echo un vistazo: Louis Vuitton. Jesús… Valdrá más que mi coche. Daniel baja los escalones que llevan a la calle y me asomo a la puerta. Tiene un Audi negro último modelo. ¿Por qué narices comparte piso con dos personas si está forrado?

¿No preferiría vivir solo?

Porque yo sí.

Saca otras dos maletas del coche que también están tapizadas con un cuero negro magnífico. Las miro con recelo mientras vuelve a subir las escaleras. Ojalá tuviera tan buen gusto; yo no sabría qué comprar ni teniendo su dinero.

Daniel lleva las maletas a su cuarto y nos mira a Rebecca y a mí con los brazos en jarras.

—Decidme que saldremos de marcha esta noche. Nada como unas copas para conocernos mejor.

A Rebecca por poco se le salen los ojos de las órbitas de la emoción.

—¡Qué buena idea! —Me mira y me dice—: ¿A que sí, Kate?

Pues no.

Finjo una sonrisa y digo:

—Ya ves.

—¿Vamos? —pregunta Daniel.

—¿Ahora? —Frunzo el ceño—. ¿No prefieres deshacer las maletas primero?

—No, no pasa nada. Seguirán ahí mañana y no tengo nada que hacer hasta la semana que viene, así que me entretendré con eso.

* * *

Una hora después, estamos sentados a la barra de un restaurante, vino en mano.

—¿Y bien? —Daniel mira primero a una y después a la otra—. Habladme de vosotras. ¿Estáis solteras? ¿Salís con alguien?

—Verás —dice Rebecca con una sonrisa—, yo tengo novio. Brett. Y Kathryn está intentando ganar puntos para meterse a monja.

Río.

—Eso es mentira. Es que soy muy exigente.

Daniel me guiña el ojo con encanto.

—No tiene nada de malo. Yo también soy bastante exigente, la verdad.

—¿Y tú qué? —inquiere Rebecca.

—Pues… —Daniel hace una pausa para buscar las palabras adecuadas—. Soy… —Hace otra pausa.

—¿Gay? —pregunto.

Daniel se echa a reír.

—Me gustan demasiado las mujeres como para considerarme gay del todo.

—Entonces… —Rebecca pone cara de esforzarse mucho por encontrarle sentido a esa afirmación.

—¿Eres bisexual?

Daniel se retuerce los labios como si cavilara.

—No me definiría como bisexual. Normalmente me atraen las mujeres, pero hace poco… —Deja la frase a medias.

—¿Qué? —pregunto, intrigada.

—Hace unos años salí de fiesta por Ibiza con unos tíos a los que no conocía mucho. Uno era gay.

—¿Cuántos erais? —pregunto.

—Cuatro.

—Entonces tres erais hetero.

Daniel asiente con la cabeza.

—Quizá fuera el calor, el alcohol o la cocaína, no lo sé, pero una cosa llevó a la otra, nos fuimos calentando y estuvimos todo el finde dale que te pego. Y ahora tengo una especie de fetiche secreto por los hombres.

Rebecca sonríe a Daniel embelesada, como si fuera la mejor anécdota que le han contado jamás. Casi me parece oírla atar cabos en su cabeza y reparar en lo liberal que debe de ser.

Doy un sorbo a mi copa, tan maravillada como ella con la historia.

—¿Cómo es practicar sexo con alguien que no se corresponde con tus inclinaciones naturales?

—Está guay, tiene su morbillo —contesta Daniel, encogiéndose de hombros—. Así lo siento yo. Me da la sensación de que me estoy portando mal y que debería parar, pero al mismo tiempo me parece muy natural. No sé durante cuánto tiempo seguiré sintiéndome así; quizá no dure eternamente o se me pase pronto. Pero cuando me acuesto con hombres, no me arrepiento. No considero que sea algo malo, si es a lo que te refieres.

—¿Con cuántos…? —empieza Rebecca, que no acaba de formular la pregunta.

—No pasa nada, di —la anima Daniel.

—¿Con cuántos has estado?

Daniel entorna los ojos mientras medita la respuesta.

—Pueees… diría que con más de diez, pero menos de veinte.

—¡La leche! —Se me alzan las cejas solas.

—¿A qué viene esa cara? —inquiere Daniel con una sonrisa.

—Has dicho que no te habías acostado con muchos. Si para ti esos son pocos, ¿cuántos son muchos? En fin, ¿con cuántas has estado?

Daniel se ríe.

—Me faltan dedos, lo siento. Gracias a mi profesión, me codeo con mucha gente preciosa y a veces la tentación es demasiado fuerte.

Me llevo un chasco horrible. Arrugo la servilleta y la tiro a la mesa con fastidio.

—Ojalá me pareciera más a ti. —Suspiro.

—¿En qué sentido?

—Ojalá fuera más liberal, más relajada y más… —Hago una pausa para buscar el término adecuado— libre, supongo.

A Daniel le cambia la cara.

—¿No te sientes libre?

Madre mía, ¿para qué habré dicho nada? Parece que me esté montando la película del siglo.

—Lo que digo es que me gustaría estar en tu piel y acostarme con quien me diera la gana por diversión.

—¿No follas por diversión? —pregunta Daniel frunciendo el ceño.

La conversación se me está yendo de las manos.

—Antes sí, pero con el paso de los años lo fui dejando.

—¿Cuántos años tienes? —me pregunta.

—Veintisiete. Tuve unos cuantos líos en el instituto y la universidad, y después una relación seria. Rompimos un año después de que murieran mis padres.

La cara de Daniel es un poema.

—¿Tus padres han muerto?

Doy un sorbo a mi bebida. ¿Cómo hemos acabado hablando de esto?

¿Para qué habré dicho nada?

—Tuvieron un accidente de coche. Un choque frontal —contesta Rebecca. Sabe que no soporto decirlo en voz alta.

Daniel me mira con gesto inquisitivo.

—Mi madre murió en el acto y mi padre de camino al hospital. Al conductor que chocó con ellos le estaba dando un infarto y se fue al carril contrario. —La melancolía se apodera de mí y noto una opresión en el pecho. Miro a Rebecca a los ojos, quien, con afecto, me sonríe con ternura y me da la mano por encima de la mesa. Acababa de irme a vivir con ella a una residencia cuando fallecieron. Ha sido mi pilar y una amiga excepcional, y me ha consolado en mis noches más amargas y solitarias.

—Lo siento mucho —susurra Daniel—. ¿Tienes más familia?

—Sí —digo con una sonrisa—. Tengo un hermano estupendo llamado Brad y una hermana que… —Dejo la frase a medias.

—¿Qué más? —quiere saber Daniel.

—Que es una zorra de cuidado —suelta Rebecca—. No entiendo cómo es posible que las dos tengan los mismos genes. No se parecen en nada. Son como el agua y el aceite.

Daniel sonríe con sorpresa y alterna la mirada de una a otra.

—¿Y eso? ¿Cómo es?

—Guapa —digo y bebo.

—Engreída y mezquina —interviene Rebecca.

Sonrío con pesar.

—No es tan mala. Ha llevado la muerte de nuestros padres mucho peor que nosotros y cambió de la noche a la mañana. Brad y yo nos hemos apoyado el uno en el otro para salir adelante. En cambio, ella prefería estar sola. No ha pasado el duelo como nosotros.

—¿No os veis nunca? —pregunta Daniel.

—Sí que nos vemos —respondo—. Y casi siempre acabo mosqueada y alterada. Es como juntarte con una de esas personas que parecen chuparte la energía. Le gusta el dinero, la fama y presumir de bolsos de marca y novios guapísimos. Me da la impresión de que… —Hago una pausa para expresarme mejor— de que está sustituyendo el cariño de nuestros padres con bienes materiales.

—¿No te gustan las cosas de marca?

—Supongo. —Me encojo de hombros—. A todo el mundo le gustan las cosas bonitas, ¿no? Es solo que para mí no son tan importantes.

—Kate gestiona muy bien su dinero —interviene Rebecca.

—Eso es un eufemismo para decir que es agarrada. —Daniel se ríe y enseguida me mira—. ¿Eres agarrada, Kate?

—No soy agarrada.

—Anda que no —se burla Rebecca—. No se da ni un capricho y siempre está ahorrando para cuando lleguen las vacas flacas. Se pone los mismos diez conjuntos y se oculta tras esas gafas de culo de vaso.

—Las necesito para ver, Rebecca —le informo, ofendida—. No le veo la gracia a gastarse un dineral en ropa e ir hecha un pincel todo el rato.

—Trabajas en el centro de Londres con algunos de los buenorros más impresionantes de la capital y tú vas y te vistes como una monja. ¡Así no se van a fijar en ti!

Pongo los ojos en blanco, asqueada.

—Créeme, no tengo ningún compañero al que valga la pena impresionar.

Daniel se me queda mirando más tiempo del necesario y, con cara de pillo, choca su copa con la mía.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Creo que ya sé cuál será mi nuevo proyecto.

* * *

Cuatro horas y tres botellas de vino más tarde, mientras suena de fondo Stevie Nicks, Daniel dice, entre risas:

—Entonces ¿qué pongo?

Estamos en el sofá hablando de chorradas mientras le creamos un perfil a Daniel en una aplicación de ligoteo con mi ordenador. Al parecer, es una prioridad cuando te mudas a otra ciudad.

¿Quién lo iba a decir?

La pregunta es la siguiente:

¿Qué buscas?

—Buf, qué difícil. —Daniel toma aire con brusquedad esforzándose al máximo por pensar con claridad.

—Ay, ya sé, pon esto —dice Rebecca con la voz ronca típica de los borrachos—. Me dan igual tu género, tu altura o si tienes vello, pero, a poder ser, que estés como un queso.

—Vamos —digo, señalándolo con mi copa—, que te va todo.

—Básicamente —dice Daniel, mientras escribe algo—. Quita «a poder ser».

Me recuesto entre risas. Todo me da vueltas.

—Me voy a la cama. —Suspiro—. Mañana trabajo.

—No tan deprisa —dice Daniel—. Vamos a crearte un perfil a ti también.

—No pienso meterme en una web de citas. Y, para que lo sepas —farfullo—, no hay ni un solo hombre en el mundo que sea capaz de deslumbrarme con su prosa. Además, estoy ebria.

—Va —insiste.

—Ahora no, no es el momento.

Daniel teclea con ímpetu.

—Aprovecha que estás borracha y completa el cuestionario. El momento es ahora.

—¿Y si descubren que soy yo? —pregunto, horrorizada—. No levantaría cabeza.

—A la gente le dan igual las aplicaciones para ligar; todo el mundo las usa —se mofa Rebecca como si fuera tonta—. No uses tu nombre real.

—¿No sería raro? —pregunto—. Imagina que le doy un nombre falso, quedo con él y le digo «perdona, te he mentido, en realidad me llamo tal».

—No hace falta que se lo cuentes a la primera de cambio —sugiere Daniel mientras escribe—. Tú usa el nombre falso y, si ves que te gusta, le dices el de verdad.

Esbozo una sonrisilla mientras bebo y observo cómo me crean el perfil.

Qué gracioso es Daniel.

Me pasa el portátil.

—Completa tú lo demás.

—¿Eh?

—Esto ya lo he rellenado yo. Ahora contesta tú esto.

—¿Cómo?

—Que te hemos creado un perfil —me informa Rebecca—. Síguenos el rollo, anda.

Nombre:  Rosita Leroo

Altura: 1,70 m

Peso: De diez

Aspecto físico: Para mojar pan

Aficiones: Ir al gimnasio, hacer ejercicio y partirme de risa

Pasatiempo favorito: Salir a comer y retozar entre las sábanas

Profesión: Analista de sistemas informáticos

Color de pelo: Rubio oscuro

Ojos: Marrones

Piel: Olivácea

¿Qué buscas?

—¿Rosita Leroo? —pregunto en tono burlón—. ¿Quién es esa?

—Tú.

—Anda ya. —Me río—. ¿No se os ha ocurrido un nombre falso mejor? Parece una marca de vino barato.

—Pues a los hombres les chifla —replica Daniel.

—¿En serio? —Reviso los datos que han introducido—. Pensaba que íbamos a mentir.

—Y hemos mentido.

—Pero sí que me gusta salir a comer y retozar entre las sábanas… —digo, encogiéndome de hombros.

—Pero no ir al gimnasio y hacer ejercicio —comenta Rebecca, impaciente, mientras enarca una ceja.

—Qué tontería. —Bajo la pantalla del portátil y me levanto—. Me voy a la cama. —Me pongo de puntillas y le doy un beso a Daniel en la mejilla—. Buenas noches, pilluelo.

—Que descanses. Completa el perfil. Lo miraré mañana.

Pongo los ojos en blanco mientras subo las escaleras.

—Preocúpate por el tuyo y, en concreto, por lo fácil de complacer que eres —digo—. Céntrate en eso y sé un poquito más exigente.

—Si no lo has probado no critiques —replica.

—Uf —dice Rebecca con una mueca desde su cuarto—. Nunca le comeré la almeja a una tía. Es que ni de coña. Ahí delante… En toda tu cara… Tan cerca…

Me da mal rollo imaginármelo y río con cara de asco.

—¡Calla! —exclamo.

* * *

Media hora después, estoy tumbada en la cama, recién duchada y envuelta en una toalla. No dejo de darle vueltas a lo que antes me han dicho Daniel y Rebecca, pero, sobre todo, a lo que he dicho yo: «Ojalá me pareciera más a ti».

¿A quién quiero engañar? Soy libre.

No sé de dónde he sacado la idea de que estoy atada de pies y manos. Son los hombres los que tienen ideas preconcebidas de lo que quieren; solo buscan una Barbie.

Leo a conciencia el perfil que me han creado y sonrío cuando tengo una idea. Voy a demostrar lo superficiales y volubles que son en realidad los hombres.

Enciendo el ordenador, vuelvo a mi perfil y cambio mis respuestas.

Nombre: Rosita Leroo

Altura: Fetén

Peso: Guapita de cara

Aspecto físico: Por debajo de la media

Aficiones: Jugar con mis doce gatos

Pasatiempo favorito: Lavarme el pelo

Profesión: Taxidermista

Color de pelo: Rosa; por algo me llamo así (emoji que pone los ojos en blanco)

Ojos: Radiantes

Piel: Blanca como la leche

Me meto en Google para buscar la foto de un gato. Encuentro una en la que sale un minino gordo de ojos saltones. Es el gato más feo que he visto en mi vida.

—Misi, misi. —Sonrío y me la pongo de perfil.

Vuelvo a leer la pregunta:

¿Qué buscas?

Respiro hondo mientras medito la respuesta. Quiero escribir algo que me deje claro lo que ya sé: nadie me interesa lo más mínimo. Me retuerzo los labios mientras pienso en lo que voy a poner.

Busco a alguien de un solo color, pero no de una sola talla. Con los pies anclados al suelo, pero que sepa emprender el vuelo. Que aparezca con el sol y se vaya con el chaparrón. Que no haga daño, pero que no sienta dolor.

Sonrío y le doy a «enviar». Así me quitaré a la morralla.

No contestará nadie.

* * *

Es jueves. Ha sido la mejor semana en siglos.

Daniel es divertidísimo. Hemos salido a cenar todas las noches, ya que, al parecer, nunca le apetece comer algo casero.

Cobramos como mendigos, pero queremos comer como reyes.

Nos ha informado oficialmente de que, en vista de que no conoce a nadie más en la ciudad, hemos sido designadas sus mejores amigas por defecto. Hasta me ha pedido que lo acompañe la semana que viene a un evento al que lo han invitado. Asistiré como su pareja, pero no es una cita; no tenemos esa clase de relación.

Sin embargo, reconozco que da gusto estar con él.

¡Ah, y… sorpresa, sorpresa! Nadie me ha contestado al mensaje de mi perfil.

Como sabía perfectamente.

Sonrío mientras me pongo el uniforme de netball.

Estoy en uno de los lavabos de la oficina. Mi turno ha acabado y tengo partido a las seis y media; no tengo tiempo de volver a casa y regresar a la ciudad.

Me enfundo el uniforme y me estremezco al mirarme.

—Buf —susurro—. Qué cosa más espantosa.

El vestido es ajustado, rojo chillón, se me pega al cuerpo como si fuera pegamento extrafuerte y es cortísimo.

Voy a mirarme al espejo. Parezco la jugadora de netball de una peli porno que va a rodar un sketch de pandilleras de lo más morboso.

No sé si reír o llorar.

—Madre mía, ¿quién ha elegido estos uniformes? —Suspiro mientras me recoloco las tetas—. Qué cosa más fea.

Me encojo de hombros. ¿Qué le vamos a hacer? Me hago una coleta alta y vuelvo a mi despacho. Todavía es pronto para irme, así que acabaré algunos trabajitos mientras espero.

Elliot

Miro el reloj. Jameson y Tristan han venido y están abajo con Christopher. En cuanto acabe estos informes, nos vamos. Dirigir la sucursal londinense de Miles Media, una de las empresas de comunicación más importantes del mundo, tiene sus desventajas. Seré el jefe, pero eso conlleva una responsabilidad que nunca cesa.

Mi hermano Jameson es el director ejecutivo de la sucursal de Estados Unidos y yo superviso las de Reino Unido y Alemania. La de Francia la dirigimos juntos. Es un cargo muy estresante, pero con el que disfruto enormemente.

Ha pasado mucho rato. ¿Qué estarán haciendo?

Hago clic en las cámaras de seguridad para ver si andan cerca. Aparece un mosaico de imágenes en la pantalla del ordenador. Tras un vistazo rápido, veo que están en la primera planta. Estoy a punto de cerrar la aplicación cuando capto un destello que parpadea en la esquina inferior izquierda, lo que me llama la atención.

¿Qué es eso?

Pulso en el recuadro para ampliarlo y examinarlo más de cerca.

Es una mujer con coleta y vestido deportivo de licra rojo chillón. Es ceñido y de una sola pieza. La falda es corta y acampanada. Qué raro.

La mujer está de espaldas a la cámara, junto a una fotocopiadora.

Me fijo en la pantalla y trato de averiguar de dónde es la imagen. Parece una… sala de fotocopias. No consigo ubicarla. ¿Es limpiadora o algo así? No, una limpiadora no usaría la fotocopiadora.

Estoy confundido.

Activo el sonido de esa cámara y oigo música. Habla un hombre.

—Buenas noches. Estás escuchando Disco con Dave.

La radio está puesta.

—Os tengo calados, marchosillos. Preparaos para mover el esqueleto al ritmo de los mejores temazos de todos los tiempos —prosigue.

Suena una canción. Es pegadiza y me resulta familiar, pero no recuerdo el título.

La mujer del vestidito de licra mueve el trasero al ritmo de la canción: dos golpes a un lado, dos golpes al otro.

Mmm, interesante.

Me apoyo en la mesa y me acaricio la sien con el dedo índice mientras observo cómo se mueve al son de «Ring My Bell».

«You can ring my bell… ell… ell.

Ring my bell».

Baila mientras hace fotocopias. Sonrío con satisfacción y me fijo en sus piernas kilométricas. Son musculosas y torneadas. Tiene la cintura estrecha y se le marcan las caderas al contonearse de un lado a otro.

Mmm…

Me paso el dedo por los labios mientras me reclino, totalmente embobado con ese culazo rojo. 

«You can ring my bell… ell… ell.

Ring my bell».

Me lo estoy pasando pipa viendo cómo se menea al ritmo de la música. Baila como si no la viera nadie. Pero la estoy viendo yo y es una escena muy…

Se le cae un papel y se agacha a recogerlo sin doblar las piernas, permitiéndome ver ese culito ataviado con pantaloncitos rojos en todo su esplendor.

Me empalmo y alzo las cejas, sorprendido. Me echo hacia delante. Es oficial: ha despertado mi interés.

«You can ring my bell… ell… ell.

Ring my bell».

Me excita ver cómo mueve las caderas. La sangre me bombea en los oídos. Verla bailar y menearse me…

Pone que te cagas.

La tengo como un mástil. Inspiro con brusquedad. No recuerdo la última vez que una mujer me puso cachondo solo con verla.

Se le cae otro folio y se agacha contoneándose. De nuevo, gozo de una vista espectacular de sus piernas fibrosas y su culo. Tomo aire con brusquedad mientras se pone en pie y me imagino cómo sería hundirse en ella. Me recoloco el paquete.

Exquisita.

Se vuelve hacia la cámara y, por primera vez, le veo la cara. Me alejo del ordenador de un respingo.

¡Me cago en la puta!

Es Kathryn…

—¿Estás? —me pregunta Tristan a mi espalda.

Cierro la aplicación al instante y, alteradísimo, revuelvo los papeles que tengo encima de la mesa.

—Esperadme en el vestíbulo —digo tartamudeando—. Tengo que hacer una cosa.

—Vale, pero no tardes, ¿eh? —dice Jameson.

Oigo que se meten en el ascensor y yo miro la pantalla del ordenador sin dar crédito.

No.

No puede ser.

Kathryn ni es atractiva ni lo ha sido nunca. Me habría dado cuenta.

El rabo me palpita y reclama mi atención. Miro la puerta con aire culpable para cerciorarme de que mis hermanos ya se han ido.

Una ojeadita no me matará.

Lo más seguro es que ni siquierea fuera ella.

Abro la aplicación y veo cómo se menea al son de la música con su vestidito rojo.

«You can ring my bell… ell… ell.

Ring my bell».

Es ella.

Ahora se encuentra de cara a la cámara. No dejo de mirar la curva de su cuello, cómo le botan las tetas y se le marca la cintura. Cómo se le mueve la coleta al bailar.

Me imagino envolviéndome la mano en su coleta mientras la guío para que me la chupe.

Se me pone dura y me estremezco mientras niego con la cabeza, asqueado.

Joder…

Necesito echar un polvo.

Capítulo 2

Elliot

Recojo mis cosas a toda prisa; cuanto antes me aleje del ordenador, mejor. Lo apago y, tras echar un último vistazo a mi despacho, me dirijo al ascensor, lo llamo con vehemencia y exhalo con pesadez.

Estoy desconcertado: no es habitual que una mujer despierte una reacción física en mí. Últimamente el tema de la atracción se ha convertido en un problema: ninguna chica me atrae, sin importar lo guapa que sea, y no tengo ni idea del motivo. Incluso he salido con algunas de las mujeres más bellas y asombrosas del planeta y, aun así, nada. No he encontrado lo que busco. A lo mejor mis hermanos tienen razón y mis expectativas son demasiado altas y poco realistas.

Pero que me la ponga dura una empleada a la que detesto…

¡Y una mierda!

Salgo del ascensor con paso airado y me dirijo al vestíbulo. Jameson, Tristan y Christopher están fuera, esperándome. Jay y Christopher miran algo en el móvil de Jameson mientras charlan ajenos al mundo.

—¿Nos vamos o qué? —pregunto, impaciente.

Tristan me mira y dice:

—¡Encima! Si te estábamos esperando a ti.

Pongo los ojos en blanco mientras me ahueco el pelo.

—¿Os apetece una copa?

—Vale —masculla Jay.

Doblamos la esquina y, de camino, Tristan se saca el móvil del bolsillo. Entorna los ojos cuando lee el nombre que aparece en la pantalla.

—¿Quién es? —pregunto.

—Malcolm, mi vecino. —Responde a la llamada y dice—: Hola, Malcolm.

Lo escucha mientras andamos. Entonces me mira con los ojos entornados y niega ligeramente con la cabeza.

—¿Qué pasa? —articulo solo con los labios.

—Harrison —me contesta él de la misma forma.

Me río por lo bajo. Su hijo mediano lo lleva por el camino de la amargura.

Está hecho todo un rebelde…

—Vale, gracias por avisarme, Malcolm. Ahora déjamelo a mí. —Escucha en silencio—. No, te agradecería que no llamaras a Claire; está muy liada con las niñas —dice—. Y gracias de nuevo. —Cuelga y, al instante, llama a alguien—. Lo bien que me lo voy a pasar cargándome a ese crío —masculla en voz baja.

Sonrío mientras caminamos y lo oigo hablar por teléfono.

—Harrison —ruge—. ¿Te importaría aclararme por qué me ha llamado Malcolm para decirme que esta madrugada ibas por nuestra calle excediendo el límite de velocidad? Me ha dicho que ibas a toda hostia.

Su hijo dice algo.

—Escúchame —brama—. Hablamos de esto la semana pasada. Vas demasiado rápido para haberte sacado el carnet hace nada y no pienso permitírtelo. —Vuelve a escuchar a Harrison—. No me vengas con estupideces. ¿Por qué se lo iba a inventar? —Pone los ojos en blanco con fastidio—. Malcolm no quiere meterte en líos. No, ya te lo advertí. Castigado un mes sin coche.

Escucha a Harrison con cara de mala leche.

Me río entre dientes. Me giro y veo que Jay y Christopher se han quedado atrás y siguen mirando el móvil.

—¿Qué hacéis? —pregunto enfadado.

—Buscar una cosa —contesta Chris, que señala a Tristan y dice—: ¿A quién le grita?

—¿Tú qué crees? —Suspiro.

Jameson sonríe con suficiencia y dice:

—¿Qué ha hecho Harry esta vez?

—Correr con el coche.

—Ya le estás dando las llaves a tu madre, jovencito, o me subo al primer avión para volver a casa —refunfuña Tristan—. ¿Me he explicado bien?

Vuelve a escuchar a su hijo.

—Puede que te sorprenda lo que te voy a decir, Harrison, pero no eres invencible —insiste—. Podrías provocar un accidente o, Dios no lo quiera, matarte, y eso sí que no. Así que ya le estás dando las llaves a tu madre.

—Madre mía, qué exagerado —dice Jameson, que pone los ojos en blanco.

Me río. Es probable que observar a Tristan lidiando con adolescentes rebeldes sea mi nuevo pasatiempo favorito.

Tristan cuelga y, hecho un basilisco, se guarda el móvil en el bolsillo.

—¡La madre que lo parió! Cada vez que me voy de viaje se mete en líos —dice y se pega un puñetazo en la mano.

Entramos en un bar y nos sentamos al fondo. Se nos acerca una camarera y nos pregunta:

—¿Qué van a tomar?

—Yo un whisky Blue Label —contesta Tristan demasiado rápido—. Que sea doble.

—Yo una cerveza —digo con una sonrisa. Nadie saca tanto de quicio a Tristan como Harry.

—Yo también —repone Christopher.

—Que sean tres —añade Jameson.

Christopher se ríe al ver algo en el móvil de Jameson y me lo pasan.

—¿Qué hacéis? —pregunto y cojo el teléfono. Miro la pantalla y veo una foto mía. Frunzo el ceño mientras intento entenderlo—. ¿Y esto?

—Esta aplicación de ligoteo está usando tu foto —contesta Christopher con una sonrisilla.

—No me jodas —salto—. Cualquiera que no sea imbécil sabe que yo jamás usaría una aplicación de ligoteo.

—Oye, pues sales bien. Solo la están usando para atraer a las chicas —dice Tristan con una sonrisa—. Aunque, bueno, si de verdad hubieran querido atraer a las chicas habrían usado una foto mía.

Deslizo el dedo por la pantalla con furia.

—¿Cómo los denuncio? Les voy a desmontar el chiringuito ahora mismo.

—Estará por ahí explicado, o habrá un enlace para contactar con el administrador —dice Christopher mientras nos sirven las bebidas. 

Los chicos se ponen a charlar mientras navego por la aplicación y busco un contacto para denunciar la mierda esa de usar mi foto. Sigo deslizando la pantalla cuando algo me llama la atención: el gato más feo que he visto en mi vida. Gordo, peludo y de ojos saltones. ¿Quién coño se pondría eso de foto de perfil en una aplicación de ligoteo?

Miro el perfil y me fijo en su nombre: Rosita Leroo.

Rosita Leroo. Frunzo el ceño. ¿Qué clase de nombre es ese?

Leo sus datos.

Nombre: Rosita Leroo

Altura: Fetén

Peso: Guapita de cara

Aspecto físico: Por debajo de la media

Aficiones: Jugar con mis doce gatos

Pasatiempo favorito: Lavarme el pelo

Profesión: Taxidermista

Color de pelo: Rosa; por algo me llamo así (emoji que pone los ojos en blanco)

Ojos: Radiantes

Piel: Blanca como la leche

«Aspecto físico por debajo de la media…». ¿Quién dice eso?

«Taxidermista…». ¿Se dedica a embalsamar animales muertos? ¿Quién es esta chalada? No quiero saber más.

Me cuesta creer que la gente ligue de verdad usando esta aplicación. ¿Cómo es posible?

Me imagino a una señora con el pelo rosa, blanca como la leche, sentada en un sofá con doce gatos, rodeada de animales embalsamados, y me da un repelús…

Dios santo.

Sigo leyendo.

Busco a alguien de un solo color, pero no de una sola talla. Con los pies anclados al suelo, pero que sepa emprender el vuelo. Que aparezca con el sol y se vaya con el chaparrón. Que no haga daño, pero que no sienta dolor.

Madre mía. Pongo los ojos en blanco.

Hago un pantallazo del perfil que ha usado mi foto y me lo envío para ocuparme luego del tema.

* * *

Es tarde. Estoy en casa, tranquilo, después de cenar y tomar unas copas con los chicos. La luz de la luna entra con fuerza por la ventana. Doy un trago al vaso de whisky y me recuesto en el sillón.

Contemplo los colores y cómo se funden con la oscuridad. Los rayos de luz que descienden de los cielos.

Hago esto a menudo: me siento aquí bien entrada la noche y me empapo de la belleza que emana del cuadro colgado en la pared.

Leo el título:

Predestinado

¿En qué estaría pensando cuando lo pintó?

En un objeto, en una situación. ¿Qué estaba predestinado?

¿Una persona?

Me llevo la copa a los labios y el líquido ambarino me calienta la garganta al tragar.

Harriet Boucher, la mujer de la que estoy enamorado. Una mujer a la que ni siquiera conozco. Sin embargo, y por extraño que parezca, tengo la sensación de que no es así.

Hay sinceridad en sus pinceladas y una conexión muy fuerte con sus sentimientos, algo que no me transmite ningún otro cuadro. Me resulta extrañísimo. No me lo explico.

Mirar las obras de Harriet es como contemplar su alma.

Sobrecogedor.

Sonrío al imaginarme a la anciana. Sé que es bella; quizá ya no por fuera, pero sí por dentro… De corazón.

Tengo entendido que es francesa y que ha salido a la palestra hace relativamente poco. Harriet Boucher es una artista a la que sigo. Tengo todos sus cuadros salvo tres. Solo hay treinta en circulación. Es ermitaña y nadie conoce su identidad; todo son habladurías.

Solo me interesan las obras más exquisitas y singulares. He invertido millones de dólares en mi colección. No en vano es una de las mejores del mundo.

Pero Harriet es la reina, y yo persigo insistentemente sus obras.

Me la imagino en un pueblecito francés de lo más pintoresco, pintando al aire libre en su caballete. Me pregunto cuántos años hará que pintó este cuadro y en qué etapa de su vida estaría.

¿Sería joven o vieja? ¿Estaría enamorada?

¿Y quién estaba destinado a aparecer? ¿El amor de su vida? ¿Su hijo?

Exhalo con pesadez mientras contemplo mi adorado cuadro. Voy a investigar más a fondo, necesito descubrir quién es.

Poseo veintisiete obras suyas, me he gastado un dineral para conseguirlas y, aun así, sigo ardiendo en deseos de conocerla.

¿Por qué? No lo sé.

Lo que sí sé es que no quiero pensar en Kathryn Landon. Tengo que distraerme.

El lunes moveré algunos hilos para averiguar más sobre ella.

Debo hacerlo, ya ni siquiera es una opción. Necesito conocer a la persona que me conmueve con tanta intensidad… aunque solo sea para decirle lo que siento.

Enciendo el móvil y me acuerdo del perfil falso de la aplicación de ligoteo de tres al cuarto.

Es un fraude. Tengo que desmontarles el chiringuito. Me dispongo a indagar en la aplicación, pero no puedo pasar de la página principal a no ser que me registre y me cree un perfil.

Pongo los ojos en blanco con cara de fastidio. Me cago en… ¡Menuda mierda!

* * *

Apoyo la mano mientras veo cómo se contonea con esa falda roja, cómo mueve las caderas, lo largas que tiene las piernas, la sensualidad que desprende… He visto la cinta de seguridad más veces de las que me gustaría admitir, tal vez cada hora. No puedo dejar de verla.

Es un placer oculto, el fetiche sexual definitivo.

Aunque me gustaría negarlo, no puedo: Kathryn Landon me pone.

Llaman a la puerta. Minimizo la pantalla al instante y digo:

—Adelante.

Christopher asoma la cabeza.

—Voy abajo. ¿Te apetece dar una vuelta?

—¿A dónde vas?

—A la planta de informática.

Alzo las cejas y pregunto:

—¿A la planta de informática?

—Sí, tengo que revisar unos datos del informe con Kathryn.

Me levanto sin responder siquiera.

—¿Vienes? —me pregunta, sorprendido.

—Sí, ¿por qué no? Necesito estirar las piernas.

Tomamos el ascensor y en dos minutos estamos en la décima planta, la de informática. Hay cubículos por todas partes. Al fondo hay seis despachos separados por paredes de cristal y adornados con persianas venecianas negras y delgadas para gozar de intimidad.

Sigo a Christopher por el pasillo mientras la gente se abalanza sobre sus mesas y finge que trabaja. Nunca vengo a esta planta. Nunca me ha hecho falta. No tengo muy claro qué hago aquí ahora.

Christopher se detiene a hablar con alguien y yo continúo. Llego a la primera puerta de cristal y leo el letrero:

«Kathryn Landon».

Buf, hasta leer su nombre me deja un regusto amargo en la boca.

Llamo a la puerta.

—Adelante.

Abro.

—Hola.

Kathryn deja de mirar el ordenador como si le sorprendiera verme.

—Hola, señor Miles. ¿A qué debo el honor?

Frunzo los labios para no hacer ningún comentario mordaz. Esta mujer saca al sabelotodo que llevo dentro multiplicado por diez.

—Estaba dando una vuelta y se me ha ocurrido pasarme por aquí.

Esboza una sonrisa falsa y dice:

—¡Qué detalle! El rey ha decidido visitar a sus fieles súbditos.

La fulmino con la mirada mientras aprieto la mandíbula.

¿Cómo es posible que alguien que baila tan alegremente (y con tanta sensualidad, por cierto) supure tanto veneno?

Entro y cierro la puerta. Me siento sobre su mesa y entrelazo las manos sobre mis piernas.

Kathryn me mira de hito en hito mientras espera a que hable… Pero no digo nada. Nos quedamos en silencio.

—¿Y bien? —pregunta con una sonrisa.

La miro con los ojos entornados. ¿Qué coño le pasa a esta mujer?

Nadie me trata como ella; mi mera existencia la cabrea.

Sonríe como si estuviera contenta, pero siempre hay un pozo de agresividad en sus palabras. Es la gota que colma mi paciencia.

—¿Y bien qué? —pregunto.

—¿Va a aprovechar su visita para hablar conmigo?

Me quito una mota de polvo de la chaqueta mientras pienso qué decirle.

—¿Te gusta trabajar aquí? —pregunto.

Pone los ojos en blanco y dice:

—¿Otra vez va a intentar sobornarme para que dimita?

Me estremezco. No hice eso, ¿no?

—Pues claro que no —exclamo—. No digas tonterías.

Kathryn exhala con pesadez y mira la pantalla.

—¿Y bien? ¿Desea hablar de algo?

De tu vestidito rojo.

—No mucho. —Me paso el dedo índice por los labios sin dejar de mirarla.

—A ver… —Arquea una ceja—. ¿De qué se trata?

—¿De qué hablas?

—¿Por qué está tan raro? —pregunta.

—No estoy raro —replico, ofendido, mientras me pongo en pie—. He venido a visitarte, pero es obvio que no te apetece.

—Señor Miles.

—Elliot, y tutéame —la corrijo.

Me mira con el ceño fruncido y dice:

—Que me des permiso para tutearte ya es raro de por sí. Llevo siete años en la empresa y no me has pedido que te tutee ni has venido a verme ni una sola vez.

—He estado muy ocupado —contraataco.

—¿Durante siete años? —replica, arqueando todavía más la ceja.

—Exacto. —Me dirijo a la puerta—. Y ya sé por qué he estado tan ocupado.

—¿Por qué?

—Porque eres una pésima anfitriona, Kathryn.

Sonríe ligeramente y dice:

—¿Estás colocado?

—¡¿Qué?! —salto—. Pues claro que no, joder.

—Vale.

Respiro hondo mientras pienso en qué decir para enmendar esta conversación de mierda.

—Me voy —anuncio.

Kathryn sonríe con suficiencia.

—Vale.

—¿Hoy solo vas a decir eso? ¿«Vale»?

Kathryn entorna los ojos.

—Señor Miles.

—Elliot —la corrijo.

—Elliot, ¿estás bien?

—Perfectamente hasta que he venido aquí. —Exhalo con exasperación—. Pero ya me has amargado el día.

Kathryn sonríe y se lleva una mano al pecho.

—Ahí está, menos mal. Pensaba que iba a tener que llamar a un médico.

La fulmino con la mirada.

—Adiós, Kathryn.

Sonríe con amabilidad y se despide moviendo la punta de los dedos.

—Adiós. Que tengas un buen día, querido jefe.

—No seas pelota —espeto.

Vuelve a mirar la pantalla y dice:

—Lo decía por ser una buena anfitriona. ¿Qué tal se me da?

—De pena. —Salgo en tromba de su despacho y vuelvo al ascensor.

Pulso el botón con fuerza y aprieto la mandíbula mientras pienso en una excusa razonable para haber bajado.

Nada…

Ni una.

Esta mujer es una zorra de mucho cuidado.

Kate

Una hora después, salgo del edificio y me encuentro a Daniel con una amplia sonrisa. Está en la acera de enfrente, apoyado en su coche.

Sonrío y lo saludo con la mano mientras cruzo una de las calles más concurridas de Londres.

—¿Cómo has encontrado aparcamiento aquí?

—Habrá sido chiripa —dice y me guiña un ojo—. He pensado que podríamos ir de compras un ratito. —Me pasa un brazo por los hombros mientras paseamos.

—¿De compras? —Pongo cara de asco—. Buf, no quiero. No imagino un plan peor. Nos vemos en casa.

—Es que… —Hace una pausa para dar con las palabras adecuadas—. ¿Recuerdas que el jueves por la noche voy a asistir a una ceremonia y te pedí que me acompañaras?

—Sí.

—Vale, pues me han enviado la lista de invitados.

—¿Y?

—Todos los posibles clientes del mundo mundial irán.

Tuerzo el gesto de nuevo.

—¡En cristiano! ¿De qué hablas? 

—De que tienes que parecer una diosa.

—¿Yo? —digo en tono burlón mientras me señalo el pecho—. ¿Por qué yo?

—Porque todo el mundo sabrá que te he vestido yo.

Freno en seco.

—No voy a ser tu escaparate con patas, Daniel —salto—. He cambiado de opinión. Ya no quiero ir. Llévate a Rebecca. Que sea ella tu maniquí.

—No. Te necesito a ti. —Enlaza el brazo con el mío y me obliga a caminar—. Tienes el aspecto que necesito y sé exactamente lo que te voy a hacer. No te preocupes: pago yo.

—¿Por qué?

—Pues porque lo devolveré todo el viernes. No te emociones, no soy tan majo.

—¿Eso no es… no sé, un delito? —pregunto, mientras se me abren los ojos como platos de la exasperación.

—Un poquito. Como metas la pata te mato. Ah, te he pedido hora para que te peinen y te maquillen.

—¿Qué le pasa a mi pelo? —exclamo.

Me pasa los dedos por la coronilla y el moño perfecto y apretado que llevo detrás.

—Nada… si tuvieras noventa años.

Pongo los ojos en blanco mientras dejo que me lleve.

—Primera parada: Givenchy —dice la mar de contento.

Ahogo un grito.

—¿Te has vuelto loco? No puedes permitirte comprar ahí.

—Anda, calla —replica, indignado, mientras me obliga a subir los escalones delanteros del suntuoso edificio—. Tengo que dar el pego hasta que mis sueños se hagan realidad y, si vas a apoyarme, tú también.

* * *

Me miro y levanto las manos como si reconociera la derrota.

—Parezco una puñetera bola de Navidad.

Daniel tiene una rodilla en el suelo y un alfiler en la boca. Me toca el bajo del vestido y me remienda el dobladillo.

—Nada de este traje grita Navidad —resopla—. Dime una sola cosa que te parezca navideña.

—Uy, no sé. —Me miro al espejo—. Quizá la manicura o los labios rojos y carnosos o los tacones de tiras dorados… No, espera. ¡¿Qué me dices del vestido sin tirantes que brilla más que mi futuro de lo dorado que es?!

—Estás espectacular, Kate. Reconócelo —dice Rebecca, que sonríe con aire distraído tirada en el suelo enmoquetado.

Nerviosa, vuelvo a mirarme al espejo y me paso las manos por las caderas.

—Pero no parezco yo.

—Esa es la gracia —dice Daniel mientras se pone en pie y me ahueca el cabello—. El pelo por aquí te queda genial.

—Las mechas rubias también son una pasada —coincide Beck—. ¿Cuánto le ha cortado?

—Diez centímetros. Lo tenías larguísimo. ¿Te lo recogías todos los días? —me pregunta Daniel.

—Solo para trabajar.

—Pues ya no. Estás diez veces más sexy con el pelo suelto. Como te vuelva a ver con el pelo recogido, te lo arranco estemos donde estemos y nos vea quien nos vea.

—Te estás volviendo un compañero de piso muy pelmazo —mascullo en tono seco.

—Me halagas. —Daniel saca su móvil y se pone a hacer fotos.

—No quiero que cuelgues fotos mías en Instagram —protesto.

—Calla, anda. —Suspira sin dejar de hacer fotos—. ¿Tienes idea de cuántas matarían por ir vestidas y peinadas como tú?

Tiene razón.

Sonrío con suficiencia.

—Y encima gratis —dice—. Mis servicios cuestan un huevo, ¿sabes?

—Perdona. —Esbozo una sonrisa torcida—. Es que…

—¿Qué pasa, cielo?

—Me siento muy… —No logro terminar la frase.

Daniel baja el móvil y me mira.

—¿Muy qué?

Me señalo las tetas y las caderas.

—Expuesta.

Daniel sonríe orgulloso y junta las manos.

—Cariño, si tuviera tu cuerpo ni me molestaría en vestirme.

Pongo los ojos en blanco y digo:

—Eso es porque eres una guarrilla de cuidado.

Daniel se ríe entre dientes y se encoge de hombros con descaro.

—¿Verdad que sí?

—No es un piropo —digo mientras vuelvo a contemplar mi reflejo.

Ahora el pelo me llega por debajo de los hombros, es de un color rubio miel y tengo tirabuzones. Llevo un vestido dorado y sin tirantes que me sienta como un guante y no deja nada a la imaginación. Me han maquillado los ojos ahumados y me han pintado los labios de rojo. No parezco yo. Parezco una chica de revista y eso me pone de los nervios. Me toco la barriga.

—Tengo mariposas en el estómago —susurro.

Daniel me tiende el brazo y enlazo el mío con el suyo.

—Es la forma que tiene el universo de decirte que estás divina —dice con una sonrisa de orgullo.

—Gracias. —Miro su esmoquin negro—. Tú también estás muy guapo.

—¿A que sí? —Me guiña un ojo y le pasa el móvil a Rebecca—. Haznos una para Insta.

Rebecca se pone en pie y nos saca una foto. Mientras tanto, llega un mensaje al móvil a Daniel. Lo lee y dice:

—El coche ya está aquí.

Le da un beso en la mejilla a Rebecca y dice:

—No nos esperes despierta. Esta noche arrasaremos. 

Rebecca sonríe con satisfacción y yo me río por lo bajo.

—Qué exagerado eres.

Me lleva a la puerta a toda prisa y dice:

—Siempre, cariño. Siempre.

* * *

Entro en la sala de baile del brazo de Daniel.

—Estoy tan nerviosa que en cualquier momento podría echar la pota —susurro mientras nos abrimos paso entre los bellezones. Todos van de punta en blanco. Es impresionante.

—¿Por? —susurra él también—. ¿Porque estás sexy para variar?

Daniel me enseña la disposición de los asientos y entonces veo a Elliot Miles.

—Mierda —murmuro mientras me vuelvo con cara de asco.

—¿Qué pasa?

—Mi jefe está aquí.

—¿Y?