La fusión - T L Swan - E-Book
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La fusión E-Book

T L Swan

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Beschreibung

  "Tristan Miles siempre consigue lo que quiere… Y ahora me quiere a mí". Conocí a Tristan Miles cuando me hizo una oferta para comprar mi empresa. La rechacé. Luego me invitó a cenar. Lo rechacé. Seis meses después, nos reencontramos en Francia. Aunque he intentado rechazarlo de nuevo, hemos pasado el mejor fin de semana de mi vida. Pero lo nuestro no tiene futuro. Soy viuda y tengo tres hijos pequeños, y seguro que Tristan no busca nada serio, ¿verdad? Vuelve la autora de La Escala con esta novela, best seller del Wall Street Journal   "La fusión es una novela brillante que demuestra que del odio al amor solo hay un paso. ¡Muy recomendable!" Harlequin Junkie "No esperaba que este libro me hiciera reír y llorar tanto." Brit Reads Books  

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LA FUSIÓN

T L Swan

Miles High Club 2
Traducción de Eva García Salcedo

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La fusión

V.1: Septiembre, 2021

Título original: The Takeover

© T L Swan, 2020

© de esta traducción, Eva García Salcedo, 2021

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Esta edición se ha hecho posible mediante un acuerdo contractual con Amazon Publishing,

www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.

Diseño de cubierta: The Brewster Project

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-57-8

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La fusión

«Tristan Miles siempre consigue lo que quiere… Y ahora me quiere a mí».

Conocí a Tristan Miles cuando me hizo una oferta para comprar mi empresa. La rechacé. Luego me invitó a cenar. Lo rechacé. Seis meses después, nos reencontramos en Francia. Aunque he intentado rechazarlo de nuevo, hemos pasado el mejor fin de semana de mi vida. Pero lo nuestro no tiene futuro. Soy viuda y tengo tres hijos pequeños, y seguro que Tristan no busca nada serio, ¿verdad?

Vuelve la autora de La Escala con esta novela, best seller del Wall Street Journal

«La fusión es una novela brillante que demuestra que del odio al amor solo hay un paso. ¡Muy recomendable!»

Harlequin Junkie

Quisiera dedicar este libro al alfabeto,

pues sus veintiséis letras me han cambiado la vida.

Me encontré a mí misma en esas veintiséis letras,

y ahora estoy viviendo mi sueño.

La próxima vez que digáis el alfabeto,

recordad su poder.

Yo lo hago todos los días.

Capítulo 1

Suena el teléfono de mi mesa.

—Hola —digo.

—Hola, Tristan Miles por la línea dos —responde Marley.

—Dile que estoy ocupada.

—Claire. —Hace una pausa—. Es la tercera vez que llama esta semana.

—¿Y?

—Pues que, a este paso, no tardará mucho en cansarse de llamar.

—¿A dónde quieres llegar? —pregunto.

—Esta semana hemos entrado en déficit para pagar a los empleados. Y sé que no vas a reconocerlo, pero tenemos un problema, Claire. Deberías hablar con él.

Exhalo con pesadez y me froto la cara con una mano. Sé que tiene razón: nuestra empresa, Anderson Media, está en las últimas. Hemos reducido la plantilla a la mitad, de seiscientos empleados a trescientos. Desde hace meses, Miles Media y el resto de la competencia nos acechan como lobos, nos observan, a la espera del momento idóneo para atacar. Tristan Miles es el jefe de compras y el archienemigo de cualquier empresa con problemas económicos en el mundo. Como una sanguijuela, se adueña de las empresas que han tocado fondo, las arruina y, entonces, con su inagotable fortuna, las hace resurgir de sus cenizas. Es la víbora más grande del nido. Se aprovecha del punto débil de cada compañía y cada año se embolsa millones de dólares por su cara bonita. Es un ricachón consentido con fama de ser extremadamente inteligente y frío como el hielo, además de no tener remordimientos.

Encarna todo lo que detesto de un empresario.

—Simplemente, escucha su propuesta. Nunca se sabe lo que podría ofrecer —suplica Marley.

—Venga ya —me burlo—. Las dos sabemos lo que quiere.

—Por favor, Claire. No puedes renunciar a la empresa de tu familia. No voy a permitírtelo.

Me embarga la tristeza. Odio haberme metido en este embrollo.

—De acuerdo, escucharé lo que tenga que decir, pero nada más —concedo—. Organiza una reunión.

—Estupendo.

—No te emociones. —Sonrío con suficiencia—. Lo hago para que dejes de darme la tabarra de una vez.

—Vale. De ahora en adelante, no diré ni una palabra. Lo juro.

—Ojalá. —Sonrío—. ¿Vendrás conmigo?

—Pues claro. El señoritingo puede meterse su dinero por donde le quepa.

Imaginar la escena me hace reír.

—Perfecto. Pues quedamos así.

Cuelgo y vuelvo a sumergirme en el informe. Ojalá fuera viernes y no tuviera que preocuparme por Anderson Media y las facturas durante un tiempo.

Solo faltan cuatro días.

* * *

El jueves por la mañana, Marley y yo nos dirigimos a la reunión con Tristan.

—¿Qué hacemos aquí otra vez? —pregunto.

—Quería que fuera en un lugar que conocierais los dos. Ha reservado una mesa en Bryant Park Grill.

—Qué tío más raro. Esto no es una cita —me burlo.

—Seguro que forma parte de su plan infalible. —Dibuja un arcoíris en el aire—. Estamos en terreno neutral. —De repente, abre los ojos a modo de broma—. Mientras tanto, intenta darnos por culo.

—Con una sonrisa en la cara. —Imito el gesto con suficiencia—. Espero que al menos sea agradable.

Marley se ríe y, a continuación, vuelve a actuar como si fuera mi consejera.

—No olvides la estrategia —me instruye mientras caminamos más deprisa.

—Sí.

—Repítemela para que me acuerde —dice.

Sonrío. Qué tonta es Marley, pero qué gracia me hace.

—Mantén la calma. No dejes que te saque de quicio —le aconsejo—. Escucha lo que tenga que decir con la mente abierta sin oponerte desde el principio, déjalo hablar como si te vendiera una póliza de seguros.

—Exacto. Qué buen plan.

—Eso espero, se te ha ocurrido a ti. —Llegamos al restaurante y esperamos en la esquina. Saco mi neceser del bolso y me retoco el pintalabios. Me he hecho un moño despeinado. Llevo un traje de pantalón azul marino con una blusa de seda color crema, unos zapatos de charol de tacón alto con la puntera cerrada y mis pendientes de perlas. Un atuendo apropiado. Quiero que me tome en serio—. ¿Qué tal estoy?

—Estás cañón.

Me cambia la expresión.

—No quiero estar cañón, Marley. Quiero parecer una tía dura.

Frunce el ceño y me sigue la corriente.

—Durísima. —Se da un puñetazo en la palma—. Pareces un miembro de Iron Maiden.

Dedico una sonrisa a mi maravillosa amiga. Lleva el pelo punki teñido de un llamativo color rojo y unas gafas rosas de ojos de gato a la última moda. Sus zapatos rojos hacen juego con su vestido, del mismo tono, y lo acompaña con una camiseta amarillo chillón y unas medias. Intenta ir tan moderna que, en realidad, parece desfasada. Marley es mi mejor amiga, mi confidente y la mejor empleada de la empresa. Lleva cinco años a mi lado. Su amistad es un regalo. No sé dónde estaría si no fuese por ella.

—¿Preparada? —pregunta.

—Sí. Todavía faltan veinte minutos. Quería ser la primera en llegar para tener ventaja.

Hunde los hombros.

—Cuando te pregunto si estás preparada, en realidad espero que contestes «nací preparada».

La rozo al pasar por su lado.

—Pongamos fin a esto de una vez, anda.

Cuadramos los hombros, nos armamos de valor y entramos al vestíbulo. El camarero sonríe.

—Buenos días, señoritas. ¿En qué puedo ayudarlas?

—Pues… —Miro a Marley—. Hemos quedado con otra persona.

—¿Con Tristan Miles? —pregunta.

Frunzo el ceño. ¿Cómo lo sabe?

—Pues… sí.

—Ha reservado el comedor privado de arriba. —Señala las escaleras.

—Cómo no —mascullo en voz baja.

Marley hace una muesca asqueada y subimos las escaleras. La planta de arriba está desierta. Miramos a nuestro alrededor y reparo en el hombre que habla por teléfono en la terraza. Traje azul perfectamente entallado, camisa blanca de almidón, complexión alta y musculosa. Tiene el pelo castaño ondulado y lo lleva más corto por los lados que por arriba. No parece una víbora, sino un modelo.

—Joder, qué bueno está —susurra Marley.

—C-Calla… —tartamudeo. Me da miedo que la oiga—. Tú actúa como si nada, ¿vale?

—Sí, sí. —Me da una palmadita en el muslo y yo le doy otra en la espalda.

Tristan se da la vuelta y esboza una gran sonrisa mientras levanta un dedo para pedirnos que esperemos un momento. Dibujo una sonrisa totalmente falsa. Se gira para terminar la llamada y lo fulmino con la mirada, cada vez más furiosa. ¿Cómo se atreve a hacernos esperar?

—No hables —le susurro a Marley.

—¿Puedo emitir algún sonido? —murmura mientras lo mira de arriba abajo—. Porque tengo muchas ganas de silbarle. Sea o no sea un capullo.

Me pellizco el puente de la nariz. Menudo desastre.

—No hables, porfa —insisto.

—Vale, vale. —Hace un gesto con la mano para fingir que se cierra los labios con una cremallera imaginaria.

Tristan cuelga y se acerca a nosotras. Es la confianza personificada. Sonríe de oreja a oreja y nos tiende la mano.

—Hola, soy Tristan Miles. —Hoyuelos, mandíbula cuadrada, dientes blancos…

Le estrecho la mano. Es fuerte y grande. Al instante reparo en la sensualidad que desprende. Un pensamiento me hace retroceder enseguida: no puede saber que lo encuentro atractivo.

—Hola, soy Claire Anderson. Encantada de conocerle. —Luego señalo a Marley—. Le presento a Marley Smithson, mi asistente.

—Hola, Marley. —Sonríe—. Encantado de conocerte. —Hace un gesto con la mano para indicar la mesa—. Tomad asiento, por favor.

Me acomodo con el corazón en la garganta. Estupendo. Como si no estuviera alterada por la reunión, además tenía que ser guapo.

—¿Café? ¿Té? —Señala la bandeja—. Me he tomado la libertad de pedirnos el té de la casa.

—Café, por favor —digo—. Con leche.

—Lo mismo para mí —añade Marley.

Nos sirve los cafés con cuidado y nos los tiende junto con un plato de pasteles.

Tenso la mandíbula para no hacer ningún comentario sarcástico y, al fin, se sienta frente a nosotras. Se desabrocha la chaqueta del traje con una mano y se acomoda en el asiento. Me mira.

—Me alegro de conocerte por fin, Claire. He oído hablar mucho de ti.

Arqueo una ceja, molesta. Odio que tenga una voz grave tan sexy.

—Lo mismo digo —contesto.

Me fijo en los gemelos de ónice negro y oro que lleva en el traje y su enorme Rolex; este tío huele a dinero. El aroma de su loción para después del afeitado flota en el ambiente. Hago todo lo posible por no inhalar esa fragancia que me resulta de otro mundo. Miro a Marley, que sonríe como una tonta mientras lo mira… absolutamente embobada.

Genial.

Tristan se reclina en la silla con actitud relajada, confiada, y una expresión serena y calculadora en el rostro.

—¿Qué tal la semana?

—Bien, gracias —contesto. Está poniendo a prueba mi paciencia—. Vayamos al grano, señor Miles, ¿le parece?

—Tristan —me corrige—. Y tutéame. 

—Tristan —rectifico—. ¿A qué se debe tanto interés en que nos reunamos? Me has llamado cada día durante todo el mes.

Se da unos toquecitos con el dedo en los labios carnosos como si mi comentario le hiciera gracia y me mira a los ojos.

—Llevo un tiempo pendiente de Anderson Media.

Arqueo una ceja.

—Ajá. ¿Y qué has descubierto?

—Que todos los meses despides a parte del personal.

—Estoy reduciendo la plantilla.

—Pero no quieres hacerlo.

Este hombre tiene algo que me molesta.

—No me interesa su oferta, señor Miles —espeto. Alguien me da una patada en la espinilla y hago una mueca de dolor. ¡Ay, qué daño! Miro a Marley, que abre mucho los ojos para pedirme que me calle.

—¿Por qué crees que voy a hacerte una oferta? —replica con calma.

¿Cuántas veces habrá mantenido esta conversación?

—¿No es así?

—No. —Da un sorbo al café—. Me gustaría adquirir tu empresa, pero no estoy ofreciendo un pase gratuito.

—Un pase gratuito —repito, incrédula.

Marley me da otra patada. ¡Au, qué daño! La miro enfadada y ella esboza una amplia sonrisa para pedirme que haga lo mismo. «Sonríe, sonríe».

—¿Y a qué se refiere cuando habla de «pase gratuito», señor Miles?

—Tristan —me corrige de nuevo—. Y tutéame, por favor.

—Voy a llamarlo como me dé la gana.

Me obsequia con otra sonrisa atractiva que esboza lentamente, como si estuviera disfrutando cada segundo de la conversación.

—Está claro que eres una mujer apasionada, Claire, y es admirable, pero hablemos con seriedad de una vez, por favor.

Frunzo los labios y me obligo a guardar silencio.

—Durante los últimos tres años, tu empresa ha sufrido pérdidas notables. Muchos de tus anunciantes han dejado de confiar en ti. —Se lleva la mano a la sien sin dejar de mirarme—. Cuadrar las cuentas debe de ser una auténtica pesadilla.

Trago saliva para deshacer el nudo que se me ha formado en la garganta mientras nos miramos fijamente.

—Yo podría encargarme de todo y, por fin, disfrutarías de un descanso más que merecido.

Me hierve la sangre de rabia.

—Eso te encantaría, ¿verdad? Jugar al buen samaritano y encargarte de todo. Acudir al rescate montado en tu corcel blanco y salvarme como todo un caballero.

Me mira a los ojos. Un atisbo de sonrisa le cruza el rostro.

—Voy a mantener a flote mi empresa, aunque sea lo último que haga. —Recibo otra patada y doy un respingo. Se me ha acabado la paciencia—. Marley, deja de darme patadas —susurro.

Tristan nos mira con cierta diversión.

—Eso, Marley, tú dale —la anima—. A ver si, de paso, le infundes algo de sentido común.

Pongo los ojos en blanco, avergonzada de que mi asistente se haya cebado con mis espinillas.

Se inclina hacia delante para atacar de nuevo.

—Voy a dejar clara una cosa: yo siempre consigo lo que quiero. Y lo que quiero ahora es Anderson Media. Puedo comprarte la empresa en este mismo instante por un buen pellizco que te cubrirá las espaldas. O… —Se encoge de hombros como si no pasara nada—… puedo esperar a que los liquidadores intervengan dentro de seis meses, me la quedo a precio de saldo y tú te declaras en bancarrota. —Junta las manos por encima de la mesa—. Ambos sabemos que se acerca el final y no hay escapatoria.

—Chulito de mierda —musito.

Alza el mentón y se regodea con una mueca de orgullo.

—Los chicos buenos no se comen una rosca, Claire.

Cuanto más me esfuerzo por mantener la calma, más me aumentan las pulsaciones cardíacas.

—Piénsatelo. —Saca su tarjeta y me la ofrece.

Tristan Miles

Miles Media

212-884-4946

—Sé que no es así como te gustaría vender tu empresa, pero debes ser realista —prosigue.

Lo veo ahí sentado, tan frío y despiadado, y presagio que estoy a punto de explotar. 

Nos miramos fijamente.

—Acepta la oferta, Claire. Esta tarde te mandaré una propuesta por correo electrónico. Me ocuparé de ti.

Se acabó. He perdido la paciencia y me echo hacia delante, con el cuerpo más cerca de él.

—¿Y quién se ocupará de la memoria de mi difunto marido, señor Miles? —Me burlo—. Seguro que Miles Media no.

Hace una mueca con los labios, incómodo por primera vez.

—¿Sabe algo de mí y de mi empresa?

—Sí.

—Entonces sabrá que mi marido la fundó porque era su sueño. Trabajó durante diez años para hacerla crecer. Su sueño era cedérsela a sus tres hijos.

Continúa con la mirada puesta en mí.

—Así que ni se le ocurra… —Doy un manotazo en la mesa mientras se me llenan los ojos de lágrimas— mirarme con esa cara de chulito y amenazarme. Porque, señor Miles, le aseguro…, le aseguro que nada de lo que usted pueda hacer me dolerá tanto como la muerte de mi marido. —Me pongo en pie—. He estado en el infierno y sé lo que es eso, y no voy a permitir que un ricachón mimado me humille de esta manera.

Sus labios forman una línea recta y se muestra impasible.

—No vuelva a llamarme —espeto mientras echo la silla hacia atrás con brusquedad.

—Piénsatelo, Claire.

—Váyase a hacer puñetas —exclamo. Acto seguido, me doy la vuelta y, hecha una furia, me dirijo hacia la puerta.

—Hoy tiene un mal día. Sin duda, lo pensaremos —balbucea Marley, avergonzada—. Gracias por la tarta, estaba riquísima.

Los ojos se me empañan. Enfadada, me seco las lágrimas mientras bajo a toda prisa por las escaleras y salgo por la puerta principal. No puedo creer lo poco profesional que he sido. Bueno, al menos le he plantado cara, o eso creo.

Marley acelera el paso para alcanzarme. Tiene la prudencia de guardar silencio. Entonces, mira a un lado y al otro, y dice:

—¡A la mierda el trabajo, Claire! Lo mejor que podemos hacer ahora mismo es cogernos una buena borrachera.

Tristan

Me planto junto a la ventana y contemplo Nueva York con las manos en los bolsillos. Una extraña sensación me roe las entrañas.

Claire Anderson.

Guapa, inteligente y orgullosa.

No importa cuántas veces haya intentado olvidarme de ella desde nuestra reunión de hace tres días, no puedo.

Su aspecto, su aroma, cómo se le marcaban los pechos con esa camisa de seda.

El fuego de su mirada.

Es la mujer más bella que he visto en mucho tiempo. No dejo de pensar en sus palabras. Una y otra vez.

«Así que ni se le ocurra mirarme con esa cara de chulito y amenazarme. Porque, señor Miles, le aseguro…, le aseguro que nada de lo que usted pueda hacer me dolerá tanto como la muerte de mi marido. He estado en el infierno y sé lo que es eso, y no voy a permitir que un ricachón mimado me humille de esta manera».

Me siento en mi silla y jugueteo con un boli entre los dedos mientras repaso mentalmente lo que voy a decir. Debería llamarla y concertar otra reunión con ella. Tengo miedo. Exhalo con pesadez y marco su número.

—Despacho de Claire Anderson.

—Hola, Marley, soy Tristan Miles.

—Ah, hola, Tristan —responde, con un tono de voz que delata lo contenta que se ha puesto con mi llamada—. ¿Quieres hablar con Claire?

—Sí, ¿está disponible?

—Te paso con ella.

—Gracias.

Espero y, entonces, contesta.

—Hola, soy Claire Anderson. ¿Qué desea?

Cierro los ojos al oír su voz: sexy, grave, seductora.

—Hola, Claire. Soy Tristan.

—Ah. —Guarda silencio.

Mierda, Marley no le ha dicho que era yo.

Me invade una sensación desconocida.

—Solo quería comprobar si estabas bien después de la reunión del otro día. No quería ofenderte. Perdona si lo hice. —Tuerzo el gesto en una mueca. ¿Qué hago? Esto no estaba planeado.

—Mis sentimientos no son de su incumbencia, señor Miles.

—Tristan —la corrijo.

—¿En qué puedo ayudarle? —exclama con impaciencia.

Me he quedado en blanco.

—¿Tristan? —me exhorta.

—Me preguntaba si te gustaría cenar conmigo el sábado por la noche. —Cierro los ojos, horrorizado. ¿Qué diantres estoy haciendo?

Se queda callada un instante y, entonces, pregunta, sorprendida:

—¿Me estás pidiendo que salga contigo a cenar?

Estoy confundido.

—No me gustó cómo nos conocimos. Preferiría hacer borrón y cuenta nueva.

Claire ríe con desdén.

—Esto tiene que ser una broma. No saldría contigo ni aunque fueras el último hombre vivo sobre la faz de la Tierra. —Y añade en un susurro—: El dinero y la apariencia no me impresionan, señor Miles.

Me muerdo el labio inferior. Ay.

—Nuestra reunión no fue nada personal, Claire.

—Para mí, sí. Y mucho. Búscate a una muñequita sin cerebro a la que engatusar, Tristan. No tengo ningún interés en salir con un chupóptero como tú. —Se oye un pitido y cuelga.

Absorto, me quedo mirando el auricular durante un buen rato. Sus palabras combativas han hecho que se me dispare la adrenalina.

No sé si estoy sorprendido o impresionado.

Quizá ambas cosas.

Nunca me habían rechazado y, desde luego, jamás me habían hablado en ese tono.

Me planto frente a mi ordenador y busco en Google: «¿Quién es Claire Anderson?».

Capítulo 2

Seis meses después

Leo la invitación que tengo delante.

Domina tu mente.

Por Dios, menuda estupidez.

Tengo que escaquearme y no ir. No puede haber nada peor.

—Te irá bien —me anima Marley.

Miro a mi mejor amiga. Reconozco que está haciendo todo lo posible para que salga de mi zona de confort. Sé que lo hace con buena intención, pero esto es demasiado.

—Marley, si crees que una charla motivacional con un montón de chalados va a ayudarme lo más mínimo, es que estás peor de lo que pensaba.

—Anda, calla, si te lo vas a pasar genial. Vas, escuchas lo que dicen para que puedas centrarte un poco y vuelves con las pilas cargadas. Ya verás que tu empresa y tu vida irán como la seda a partir de ahora. 

Pongo los ojos en blanco.

—¿Estamos de acuerdo, al menos, en que deberías cambiar tu forma de ver las cosas? —me pregunta mientras se sienta frente a mi mesa.

—Puede —suspiro, abatida.

—Y no es culpa tuya que estés de bajón. Te han pasado muchas cosas: tu marido fallece de forma repentina, te quedas a cargo de tres niños y haces todo lo posible para que la empresa no se vaya a pique. Un horror. No has dejado de luchar por salir adelante desde que murió Wade, y ya han pasado cinco años.

—¿Era necesario que lo dijeras en voz alta? Suena más deprimente todavía. —Exhalo de nuevo.

Entonces, alguien llama a la puerta de mi despacho.

—Adelante —grito.

Se abre la puerta y Gabriel muestra una amplia sonrisa.

—¿Lista para ir a almorzar, señorita? —Echa un vistazo rápido a Marley—. Hola, Marls.

—Hola —dice con cara de tonta.

La escena me divierte.

—Señor Ferrara. —Echo un vistazo a mi reloj—. Llegas pronto, pensaba que habíamos quedado a las dos.

—Tenía una reunión, pero ha acabado antes de lo previsto y me muero de hambre. Vámonos.

Observo a este imponente chico italiano. Es alto, moreno, guapo y viste de marca. Gabriel Ferrara es un ídolo en Nueva York, pero, para mí, es simplemente un buen amigo al que aprecio. Conocía a mi difunto marido y, aunque nunca traté con él mientras Wade vivía, se puso en contacto conmigo poco después de su muerte. Es el dueño de una de las empresas de comunicación más importantes del mundo y su oficina está bastante cerca de la mía. Me da consejos empresariales y solemos vernos para almorzar y ponernos al día, siempre que nuestras obligaciones nos lo permiten. No hay ningún interés sexual entre nosotros: es un pilar en el que me apoyo cuando lo necesito.

—Gabe, convence tú a Claire de que tiene que ir a la charla, por favor —suspira Marley, desesperada.

Gabriel frunce el ceño mientras nos mira.

—Vale… Claire, tienes que ir a la charla —repite sin entusiasmo—. Ahora, vayamos a comer. El sushi nos espera.

Marley me mira a los ojos.

—Tómate una semana libre y ve a París. Necesitas tiempo para ti. Aléjate de los niños. Yo me ocupo de la oficina. Hemos recibido una inyección de fondos y, por el momento, estamos bien. Aprovecha la oportunidad para reponer fuerzas.

Exhalo con pesadez. Sé que debo animarme. Ahora mismo, mi vida no es como esperaba; nada me motiva. Mi vida, que tiempo atrás fue desenfrenada y alegre, ahora está llena de rencor. A veces estoy tan furiosa con Wade por dejarme con este marrón que le echo la bronca en mi cabeza, como si pudiera oírme, pero luego me siento fatal porque sé que él habría dado lo que fuera por ver crecer a sus hijos y nunca me habría dejado.

A veces, la vida no es justa.

Dicen que solo las buenas personas mueren jóvenes. ¿Y qué pasa con las mejores? ¿Por qué tuvo que irse él también?

—Ve a la charla —insiste Marley—. No voy a dejar que salgas a almorzar hasta que aceptes la invitación.

—Venga, sí, la acepta. Irá a la charla —dice Gabriel para zanjar la conversación. Cuando ve que no me muevo, exhala con fuerza y ​​se desploma en el sofá.

—Sabes que no me va este rollo de las charlas motivacionales. —Me pongo en pie y empiezo a guardar documentos—. Hay que estar loco para creer esas mierdas que repiten una y otra vez.

—Necesitas un poco de locura porque los últimos años han sido muy complicados y sé que es una situación difícil a la que cuesta enfrentarse —suspira Marley.

Sonrío con suficiencia.

—En eso tiene razón —comenta Gabriel con tono amable mientras mira el móvil.

Pienso en lo que dicen, aunque continúo organizando la oficina. En eso tienen razón. No me apetece nada arruinarme. Me recuesto en mi silla y miro a la optimista de mi amiga.

—Vamos, deberías hacer el viaje para reponer fuerzas. Es en Épernay, en la región de Champaña-Ardenas, en Francia. Joder, Claire, es el lugar más bonito del mundo. Y míralo así, supone una deducción de impuestos: o pagas el viaje o pagas lo que costaría en impuestos, tú decides. En el peor de los casos, te darán un masaje cada tarde y podrás ponerte hasta arriba de champán todas las noches con tu cena gourmet hasta desplomarte, pero, créeme, te alegrarás de haber ido.

—Épernay es un lugar precioso —masculla Gabriel, distraído—. Vale la pena ir solo por verlo.

—¿Has estado? —pregunto.

—Un par de veces. Fui con Sophia el verano pasado —dice—. Le encanta.

Me imagino sola en una habitación de hotel lujosa. Hace tanto que no voy de viaje… Cinco años, para ser exactos.

—La cena gourmet y el champán son tentadores.

—Si la charla es soporífera, siempre puedes saltártela y tomarte una semana para ti en Francia. Te vendrá bien descansar un poco —dice Marley.

Gabriel se pone en pie.

—Está decidido. Vas a ir. Y ahora date prisa, que me muero de hambre.

Dejo escapar un suspiro, exhausta.

—Hazlo por mí —suplica Marley mientras me toma de la mano—. Por favor. —Sonríe con dulzura y pestañea varias veces para parecer adorable.

Madre mía, no se va a rendir nunca.

—De acuerdo —decido—. Iré.

Se levanta de un salto y aplaude emocionada.

—Ya verás, te sentará de maravilla. Es justo lo que necesitas. —Sale disparada hacia la puerta—. Voy a reservar los vuelos antes de que cambies de opinión.

Pongo los ojos en blanco y cojo el bolso.

—Ya me estoy arrepintiendo.

—¡Ay, qué emoción! —Agita las manos en el aire y vuela hacia su escritorio como una flecha.

—¿Nos vamos? —pregunta Gabriel.

—Sí, pero no me apetece comer sushi.

—Vale. —Me hace un gesto para dejarme pasar—. Tú decides, pero rápido, que no quiero desmayarme.

* * *

—A ver, repasemos los detalles —dice Marley mientras bebe.

Asiento con la cabeza y doy un bocado. 

Estamos almorzando en un restaurante.

Marley saca su libreta y empieza a repasar en voz alta la lista que ha preparado para organizar el viaje.

—Tus maletas están listas.

—Sí —concedo.

Marca la primera casilla.

—Llevas el pelo perfecto. —Sigue repasando la lista—. No tienes más reuniones —murmura para sí misma mientras sigue leyendo por encima el listado que ha escrito.

Yo sigo comiendo. No estoy nada entusiasmada con el viaje de la semana que viene.

—Ah. —Frunce el ceño y levanta la vista del papel para mirarme—. ¿Te has hecho la depilación láser?

Pongo los ojos en blanco.

—En estas conferencias surgen muchas oportunidades interesantes, Claire.

—Bromeas, ¿no? —No doy crédito—. ¿Quieres que vaya a la convención para que eche un polvo?

—Sí… —Se encoge de hombros—. ¿Por qué no?

—Marley. —Suelto el cuchillo y el tenedor con brusquedad—. Acostarme con alguien es lo último que me apetece hacer ahora mismo. Para mí, es como si todavía estuviese casada.

Le cambia la expresión y deja el boli y la libreta.

—Pues no lo estás, Claire. —Me acaricia el brazo para animarme—. Cariño, Wade murió hace cinco años. Estoy segura de que él no querría que pasaras el resto de tu vida sola.

Poso la mirada en mi plato.

—Él querría que vivieras la vida al máximo… por los dos.

Noto que se me forma un nudo en el estómago.

—Y que fueras feliz y que te cuidara alguien que te quisiera.

Retuerzo los dedos en mi regazo.

—Es que no… —digo cada vez más bajo.

—¿No qué?

—Es que no creo que pueda pasar página, Marl —digo con pesar—. Es imposible que exista alguien a la altura de Wade Anderson.

—Nadie podrá sustituirlo. Es y siempre será tu marido. —Me sonríe con ternura—. Solo sugiero que salgas y te diviertas, eso es todo.

—Tal vez —miento.

—Deberías quitarte la alianza y ponértela en la otra mano.

Me entran ganas de llorar solo de pensarlo.

—Nadie se acerca a hablar contigo o a intentar ligar porque piensan que estás casada.

—Eso es exactamente lo que quiero.

—Pues Wade no. Y cuando considere que alguien es digno de ti, te lo enviará, pero tienes que poner de tu parte.

Miro a mi querida amiga con los ojos inundados en lágrimas.

—Wade sigue contigo y siempre lo hará. Piensa que te está observando en todo momento, pero necesitas pasar página, Claire.

La miro a los ojos.

—Tuviste suerte de no morir en el accidente tú también, así que aprovecha la vida.

Dejo caer la cabeza y observo mi plato con atención. De repente, pierdo el apetito.

—Pediré hora para que esta tarde vayas a depilarte.

Vuelvo a coger los cubiertos.

—Pues pídeles que busquen una podadora, porque tengo un matojo considerable.

Marley se ríe.

—Pues eso hay que arreglarlo.

* * *

Paro el coche y contemplo la casa que tengo delante.

Nuestra casa.

La que Wade y yo construimos y en la que planeábamos envejecer juntos.

Nuestro pequeño paraíso en Long Island. Wade quería que nuestros hijos se criaran en una zona semirrural. Él creció en la ciudad de Nueva York y deseaba que los niños tuvieran un terreno enorme donde jugar a sus anchas cuando les apeteciera.

Ese fue el motivo principal que nos llevó a comprar un solar y construir nuestra casa. No es demasiado ostentosa ni sofisticada. Está revestida con tablas de chilla y cuenta con un porche, un garaje grande y una canasta de baloncesto en el camino de entrada. Cuatro dormitorios, dos salas de estar y una cocina rústica.

Refleja la personalidad de Wade y me recuerda mucho a él. Por aquel entonces, podríamos habernos permitido algo mucho más lujoso, pero él tenía claro que quería una casa de campo llena de niños y de risas.

Y eso es lo que teníamos.

Recuerdo la madrugada en que la policía llamó a mi puerta.

«¿Es usted la señora Claire Anderson?».

«Sí».

«Lo siento mucho, señora. Ha habido un accidente».

Las horas que siguieron a esas palabras fueron extremadamente dolorosas. Lo recuerdo como si fuera ayer: cómo me sentí, qué dije, la ropa que llevaba puesta…

El dolor de un corazón que se hizo trizas en ese momento.

Revivo mi propia imagen, rota de dolor en la morgue, mientras le susurraba a su cuerpo sin vida una promesa y le apartaba el pelo de la cara.

«Educaré a nuestros hijos como querías. Continuaré lo que tú y yo empezamos. Cumpliré todos tus sueños. Te lo prometo. Te quiero, mi amor».

Entonces, rompo a llorar y vuelvo al presente. No es bueno reproducir en mi mente ese momento una y otra vez. Rememorarlo es como perderlo de nuevo.

El dolor no desaparece. De hecho, algunos días siento que acabará conmigo. No soy más que un cuerpo vacío por dentro. Mi organismo funciona, pero respiro a duras penas.

Me ahogo en un mar de responsabilidades.

Las promesas que le hice a mi marido tras su muerte me están pasando factura.

No salgo de noche, no me relaciono con nadie y me dedico en cuerpo y alma a mi casa y al trabajo.

Hago todo lo posible por cumplir los sueños de Wade, amar y proteger a nuestros hijos y mantener la empresa a flote. Es duro, solitario y… ¡joder! Ojalá entrara por la puerta ahora mismo y me rescatara de esta vorágine.

Entonces, recuerdo las palabras de Marley.

«Wade sigue contigo y siempre lo hará. Piensa que te está observando en todo momento, pero necesitas pasar página, Claire».

En el fondo, sé que tiene razón. Como una canción que flota en el aire, sus palabras se resisten a abandonarme y calan en lo más profundo dentro de mí.

Miro al infinito mientras una tristeza vacía se apodera de mí: no volverá.

Jamás.

Ha llegado el momento, lo sé.

Pero eso no lo hace menos doloroso.

No me imaginaba la vida sin él. No sé cómo saldré adelante.

No quiero tener que aprender a hacerlo.

Miro mi alianza y la muevo con los dedos mientras me preparo para hacer lo impensable.

Parpadeo para deshacerme de las lágrimas y aclararme la vista. A medida que me la quito con lentitud, noto una creciente opresión en el pecho. Se me atasca en el nudillo, pero la acabo sacando.

Cierro el puño, que, sin anillo, se me antoja más ligero. Observo la marca blanca que me ha dejado en el dedo. Es el recordatorio de lo que he perdido.

Odio mi mano sin su anillo.

Odio mi vida sin su amor.

Abrumada por las emociones, apoyo la cabeza en el volante y, por primera vez en mucho tiempo, me permito llorar sin contenerme.

* * *

Meto el último par de zapatos en la maleta. Mañana me marcho a la convención.

—Creo que ya está todo.

—¿Has metido el cepillo de dientes? —pregunta Patrick, tumbado bocabajo en mi cama, al lado de la maleta. Mi hijo pequeño también es el más avispado. No se le pasa nada por alto.

—Todavía no porque tengo que usarlo esta noche. Lo meteré por la mañana.

—Vale.

—La abuela estará aquí cuando volváis de clase —le recuerdo.

—Que sí, lo sé —dice y pone los ojos en blanco—. Y tengo que llamarte si Harry se porta mal o si Fletcher coge una rabieta —recita mis órdenes, suspirando.

—Muy bien. —Sus hermanos no lo saben, pero Patrick también ejerce de espía para mí. Sé lo que han hecho mis diablillos antes incluso de que acaben de hacerlo.

Tengo tres hijos. Fletcher tiene diecisiete años y ha asumido el papel no oficial de guardaespaldas personal. Harry tiene trece y todo indica que o bien se convertirá en un genio que aspire a ganar un Nobel o bien acabará en la cárcel. Es el ser humano más travieso que conozco, y siempre se mete en algún lío, sobre todo en el instituto.

Y luego está mi pequeñín, Patrick, de nueve añitos. Es dulce, amable, sensato y todo lo contrario a sus hermanos. También es el que más me preocupa porque cuando su padre murió, él apenas tenía cuatro años y es el que menos tiempo había pasado con él.

Prácticamente no lo recuerda.

Tiene fotos de él colgadas en su dormitorio. Lo adora y lo considera un héroe. En realidad, todos lo hacemos, pero la obsesión de Patrick es casi exagerada. Al menos dos veces al día, me pide que le explique alguna historia sobre su padre. Sonríe y escucha con atención mientras le cuento cosas ​​y anécdotas de Wade. Sabe cuáles eran las comidas favoritas de su padre, así como el nombre de los restaurantes a los que solía ir y siempre quiere pedir lo mismo. Duerme con una de sus camisetas viejas. Yo también lo hago, pero ellos no lo saben y tampoco tengo intención de decírselo.

Si soy honesta, la hora del cuento para ir a dormir me da pavor. Todos reímos y hacemos bromas sobre el recuerdo. Pero luego, los niños se van a la cama y caen en un sueño feliz mientras que mi mente repasa la escena una y otra vez.

Desearía poder vivirlo todo de nuevo.

Wade todavía está presente entre nosotros, aunque no sea en carne y hueso.

Está lo suficientemente muerto como para que me sienta sola…, pero lo suficientemente vivo como para ser incapaz de seguir adelante.

Su muerte me ha sumido en una soledad terrible, pero, al mismo tiempo, siento que sigue vivo, que está presente en todas partes.

Estoy atrapada en un limbo, a medio camino entre el cielo y el infierno.

Enamorada con locura del fantasma de mi marido.

—De acuerdo, léeme la lista en voz alta, por favor.

—A… —Patrick frunce el ceño mientras lee en un gesto de máxima concentración—. A-tu-en-do.

—Atuendo de negocios.

—Sí. —Su cara se ilumina por la emoción de haberlo conseguido.

Acaricio con energía su cabello oscuro, que se encrespa en las puntas, y lo despeino.

—Listo.

Tacha y sigue leyendo los demás elementos de la lista.

—Ro… —Pone mala cara al ver que la lectura es más difícil de lo que esperaba.

—¿Ropa casual? —pregunto.

Él asiente.

—Preparada.

—Pijama. —Encorva los hombros con entusiasmo—. Ya lo sabía.

—Lo sé. Qué mayores sois todos ya y qué bien leéis. —Patrick tiene dislexia y leer supone todo un reto para él, pero lo estamos logrando. Reviso la maleta—. Está dentro.

Tacha de nuevo y, acto seguido, pasa al siguiente elemento.

—¿Zapatos?

—Listo.

—Sec… Sec… —Su rostro se contrae en una mueca de concentración.

—¿Secador?

—Sí.

—Está.

—Ves…ti…dos.

Lleno de aire las mejillas y busco en mi armario.

—Veamos, ¿qué vestidos tengo? —Echo un vistazo a la ropa que cuelga en las perchas—. Solo tengo vestidos para salir de noche. No son adecuados para ir a una conferencia de trabajo. Mmm… —Saco uno negro, lo sostengo sobre mi cuerpo y analizo mi figura en el espejo.

—Qué bonito. ¿Te lo pusiste para salir con papá?

—Pues… —Arrugo la frente. No tengo ni idea, pero me inventaré algo, como siempre—. Sí, un día que fuimos a comer pizza y luego a bailar.

Al ver su amplia sonrisa, sé que está imaginando la escena que acabo de describir.

—¿De qué era la pizza?

—De pepperoni.

Abre los ojos como platos.

—¿Podemos cenar pizza hoy?

—Si queréis…

—¡Toma! —Da un puñetazo al aire—. ¡Podemos cenar pizza! —anuncia a sus hermanos a voz en grito mientras sale corriendo de la habitación—. Yo quiero una de pepperoni, como papá.

Esbozo una sonrisa agridulce. Se llevaría una desilusión si descubriera que Wade habría preferido una con extra de chili y anchoas, así que dejaré que disfrute de su pizza con pepperoni.

Cojo algunos vestidos y los meto en la maleta; a falta de algo mejor, estos servirán. No tengo tiempo para ir de compras ahora.

Contemplo mi maleta, que está llena de ropa, y pongo los brazos en jarras.

—Muy bien, creo que ya está todo. Conferencia, allá voy.

* * *

El vehículo se detiene en la entrada del Château de Makua.

—Caray —exclamo mientras miro por la ventanilla. Han sido diez horas de vuelo y otras tres en coche desde el aeropuerto. El madrugón de hoy me ha dejado reventada, pero ahora estoy hecha un flan.

El taxista saca mi equipaje del maletero y le doy una propina antes de pararme a admirar el imponente castillo.

MAESTROS MENTALES

Hasta el nombre de la conferencia es ridículo. Arrastro la maleta hasta la recepción y espero en la cola a ser atendida.

El interior parece de película: lujoso, barroco…, como si hubiera retrocedido en el tiempo. Es un vestíbulo majestuoso con una espectacular escalera circular como protagonista.

—Siguiente —anuncia la recepcionista y la cola avanza. Me fijo en las personas que esperan delante de mí, me pregunto si también asistirán a la conferencia.

Hay dos chicas que parecen unas barbies con los labios rellenos de bótox y… ¿Qué les hará pensar que unas pestañas postizas tan exageradas favorecen? ¿No les duelen los párpados del peso?

Una de ellas lleva el pelo por la cintura, rubio de bote y con extensiones que se notan en la raíz. Madre mía, qué horterada. La otra chica es morena, de cabello rizado y espeso. Van hechas un pincel, aunque muy ligeras de ropa. Me aprieto la coleta y estiro la camisa de lino que llevo. En comparación, me siento una anticuada. Joder, tendría que haberme puesto algo más sugerente.

La chica rubia se percata de mi presencia.

—Ay, hola. ¿Vas a Maestros Mentales?

—Sí. —Sonrío incómoda—. ¿Y tú?

—¡Sí! —chilla—. Madre mía, qué emoción. Soy Ellie. ¿A qué te dedicas?

—Pues… —Me encojo de hombros, cohibida de repente—. Me llamo Claire, soy empresaria.

—Yo dirijo mi propio imperio —declara Ellie con entusiasmo.

—Tu propio imperio —repito, divertida—. ¿De qué?

—Soy influencer.

La miro mientras proceso sus palabras. No, por Dios, una tonta de esas que cobra por publicar mentiras no.

—¿En serio? Qué bien.

—Viajo por todo el mundo como modelo de bikinis —explica, sonriente—. Cada vez que subo una foto, mis seguidores se vuelven locos.

Me muerdo el labio inferior para evitar reírme. ¿Esta chica habla en serio?

—Se… Seguro que sí.

La morena de delante se gira.

—¿Cuántos likes y comentarios recibes?

—Madre mía, si preguntas es que tú también… —Ellie ahoga un grito de emoción y las dos ríen a la vez.

—Soy Angel —dice la chica morena a modo de presentación—. Y seré influencer.

—¿Serás? Entonces, ¿todavía no has empezado? —pregunta Ellie con tono condescendiente.

—Pues… —Angel ladea la cabeza—. Técnicamente, no. Mi contrato me obliga a grabar algunas películas más y después me pongo a tope con ello.

—¿Películas? —pregunta Ellie—. ¿De qué género?

—Soy actriz porno. A lo mejor has visto la última: La señora Anal y Johnny Polla Espacial.

A Ellie se le abren los ojos como platos.

—Ay. Mi. Madre —exclama sin poder contener la emoción—. Por eso me sonabas tanto.

Empiezan a reír y a dar saltos de alegría a la vez.

Dios mío.

Me pregunto qué hará Johnny Polla Espacial con el culo de esta chica.

O, mejor dicho, qué hace la gente con el culo de los demás. Hace tanto que no me toca un hombre que he olvidado lo que se siente. Y cuando sucedía, no era un polvo sin más, agresivo y rápido, como se ve en el porno, sino apasionado y sincero, el sexo que debería darse en un matrimonio.

¿A dónde diantres me ha enviado Marley?

Me giro y observo al hombre que está detrás de mí. Espero que no haya oído nada…

—Hola —dice con una sonrisa.

—Hola.

Es rubio, ni guapo ni feo, pero parece agradable.

—¿Has venido a la conferencia? —pregunta.

—Sí.

—Yo también. —Extiende la mano para estrechar la mía—. Me llamo Nelson Barrett.

—Yo, Claire Anderson —me presento.

—Soy ingeniero informático. —Echa un vistazo a nuestro alrededor—. Estoy tan fuera de lugar que no es ni gracioso.

—Pues ya somos dos —confieso, aliviada de haber encontrado a alguien normal—. Trabajo en el ámbito de los medios de comunicación.

—Encantado de conocerte, Claire.

—Lo mismo digo.

Volvemos la vista al frente y observamos el espectáculo que están montando las dos chicas que acabo de conocer. Es evidente que están muy emocionadas de estar aquí. Me despiertan simpatía, son como un par de niñas pequeñas.

Sospecho que ese entusiasmo tiende a desaparecer a partir de los veintiocho años, más o menos, de modo que les deben de quedar unos cinco para que les empiecen a llover palos. Rupturas, deudas… Bueno, eso si encuentran a alguien decente de quien enamorarse.

Niego con la cabeza, asqueada.

Qué deprimente soy. A lo mejor sí que necesito estar aquí.

Antes no era una persona pesimista. Odio esta faceta que he desarrollado en los últimos años.

Ya no me reconozco.

La fila avanza y el vestíbulo va llenándose de gente con aspecto de emprendedores. Sin contar a Nelson, creo que soy la mayor del grupo.

—Buah, esta noche nos vamos de fiesta —propone Angel.

—Sí —coincide Ellie, dando saltos de alegría—. ¡Ay, qué ganas! —Se da la vuelta—. Claire, tienes que venir esta noche.

—Estoy cansadísima del viaje —me excuso—. Pero la próxima vez seguro que me apunto.

—Vale. —Se gira hacia Angel—. ¿A dónde vamos?

Me doy la vuelta algo incómoda.

—Me pregunto cuántas pelis rodarán gratis esta noche —susurra Nelson.

Me río con su comentario.

—Quizá los afortunados no viven para contarlo.

—Yo no sobreviviría —masculla Nelson en voz baja.

Disimulamos la risa entre dientes y avanzamos. Ellie empieza su check in.

Cuatro hombres más se ponen a la cola, son mayores y de apariencia más distinguida.

Quizás la conferencia no pinta tan mal, después de todo.

Charlamos en la fila, resulta que son desarrolladores de aplicaciones. Ya no me siento tan fuera de lugar, también asiste gente normal.

Entra una mujer y todos los hombres se giran para mirarla. Es rubia, atractiva y estilosa. No llegará a los treinta.

—Hola. ¿Es esta la cola para hacer el registro? —pregunta.

—Sí. —Le sonrío.

—¿Estás aquí por la conferencia? —comenta.

—Ajá.

—Yo también. —Extiende la mano para estrecharme la mía—. Me llamo Elizabeth.

—Hola, Elizabeth. Yo soy Claire.

—Un placer.

Avanzamos de nuevo, pero, entonces, aparecen dos recepcionistas más, por lo que nos dividimos por filas. 

Nelson se coloca detrás de mí.

—Nos vemos luego. Hemos quedado las siete para cenar en el restaurante de abajo, por si te apetece acompañarnos.

—Vaya. —Me vuelvo hacia él, sorprendida—. Gracias, pero tengo trabajo pendiente. ¿Nos vemos mañana? —pregunto.

—Sí, claro —responde con una sonrisa—. Que descanses.

Me dirijo al mostrador. Estoy más a gusto de lo que esperaba, a lo mejor hasta me lo paso bien y todo.

* * *

Tomo asiento en la elegante sala de conferencias junto con otras 120 personas. El ambiente está animado, los asistentes charlan en grupos y están preparados con cuadernos y bolígrafos.

Todos parecen impacientes por aprender y mejorar sus habilidades.

Yo, en cambio, solo he venido por el champán y para disfrutar de unas vacaciones sola. Pero me alegro por los que están interesados en la charla.

El presentador sube al escenario y todos le aplauden y vitorean. Extiende las manos y sonríe complacido. Mmm… Me pregunto quién será.

Espera a que el fervor se apacigüe mientras continúa exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.

—Bienvenidos —empieza. Lleva un micrófono de solapa en la camisa—. Bienvenidos a Maestros Mentales, donde podréis desarrollar vuestra mejor versión. —Su voz es potente y resuena con eco, como si estuviera dando un sermón o algo así—. ¿Estáis listos? —grita.

Todos lo aclaman.

Madre mía, se han pasado. Me uno al aplauso general mientras contemplo cómo deliran. El público está en pie, vitoreando y aplaudiendo. Frunzo el ceño mientras miro a mi alrededor… Necesito que se calmen un poco.

Esto parece una puñetera secta.

Miro el móvil y me planteo si debería grabar todo este paripé. Ni siquiera Marley me creería si se lo contara.

—A continuación, me gustaría presentar a nuestro primer ponente. Es alguien a quien muchos ya conocéis, un gurú de las charlas motivacionales y el creador de unos talleres que están cambiando la vida de personas de todo tipo. Solo nos acompañará un día, así que, sin más preámbulos, ¡que suba al escenario Tristan Miles para presentarnos su novedoso método «Cómo conseguir lo que quieres»!

Me quedo sin aire mientras todo el mundo a mi alrededor enloquece.

Tristan Miles hace su entrada con un traje de diseño azul marino y su pelo oscuro y ondulado a lo «acabo de follar». Sonríe de oreja a oreja, levanta las manos a modo de saludo, se une al aplauso de la multitud y acaba con una reverencia. Todos los asistentes aplauden y gritan como locos.

Por poco se me salen los ojos de las órbitas. «¿Qué cojones hace aquí?».

Empiezo a oír mis propios latidos y mi campo de visión se emborrona.

Hago un esfuerzo por calmarme. No puedo ni verlo. Bueno, eso no es del todo cierto. El muy capullo es un arma de doble filo: agradable a la vista, pero insoportable en el trato.

—Hola a todos —saluda con la misma voz resonante—. Enhorabuena. —Espera sonriente a que se haga el silencio. Se me pone la piel de gallina al oír su voz grave. Tiene un poco de acento, una mezcla de inglés británico de clase alta y neoyorquino, suena distinguido e intelectual. No sé qué es, pero sea lo que sea, reconozco que la combinación resulta muy atractiva.

Dios, odio todo lo que tenga que ver con él.

—Bienvenidos y gracias por estar aquí. Habéis dado un paso muy valioso en vuestro desarrollo personal. —Hace un barrido del público con los ojos—. Personalmente, os… —Nuestras miradas se encuentran y deja de hablar, después parpadea.

«Mierda».

Enseguida continúa.

—Personalmente, os felicito por vuestra decisión.

Sigue hablando, pero soy incapaz de oír nada. La adrenalina que corre por mis venas tapa cualquier sonido. La última vez que hablamos, pretendía arrebatarle a mis hijos la empresa de Wade.

No pienso quedarme aquí sentada escuchando a este chupasangre dar una arenga.

Arruina negocios familiares por diversión.

Menudo payaso.

Pues claro que imparte una conferencia llamada «Maestros Mentales», le va como anillo al dedo con lo pretencioso que es. Se cree el maestro de la mente… Venga, por favor.

Me levanto.

—Perdone —le susurro a la persona que hay a mi lado. Paso por delante de la gente de mi fila a medida que se van sentando.

—Claire Anderson —me llama desde el escenario.

Lo miro horrorizada.

—Vuelve a tu sitio.

—Es que… —Doy otro paso hacia la salida.

—Claire —me advierte.

Miro a los 120 pares de ojos que hay clavados en mí y, luego, a él de nuevo. 

—He dicho que vuelvas a tu sitio.

Capítulo 3

Mierda.

Finjo una sonrisa.

¿Quién cojones se cree que es este imbécil?

«He dicho que vuelvas a tu sitio».

Pues yo te digo que te vayas a la mierda, pedazo de cabrón condescendiente. Arqueo una ceja mientras me fulmina con la mirada, le sonrío con ternura y enfilo hacia la puerta con la mayor decisión del mundo.

Entorna los ojos, pero se recompone y retoma el discurso.

—Como decía… —prosigue.

Me quedo en el pasillo, junto a la salida, en un lugar donde no me ve, pero oigo la charla.

Durante diez minutos, estoy tan enfadada que soy incapaz de concentrarme en lo que dice.

El mero hecho de verlo despierta en mí una mala leche que ignoraba que tenía.

Me asomo ligeramente y veo que se pasea por el escenario. Su voz es profunda y autoritaria. Tiene una mano en el bolsillo del pantalón de su carísimo traje y, con la otra, acompaña lo que dice.

Reconozco que es atractivo y su personalidad tiene algo magnético.

Se nota que está cómodo siendo el centro de atención. Es más, seguro que lo está en cualquier circunstancia.

El público permanece en silencio, atentos a cada palabra. Toman notas o se ríen cuando es oportuno. Las mujeres lo miran con deseo y los hombres se mueren por ser como él.

Yo, en cambio… Yo solo quiero pegarle un buen puñetazo en su preciosa bonita.

Odio que todo le cueste menos. Nació en una familia privilegiada, es rico hasta decir basta y carismático a rabiar. No es justo que, encima, sea tan atractivo.

Me imagino la cantidad de chicas que debe de tener a sus pies. Seguro que es todo un mujeriego, probablemente tendrá hasta cinco amantes a la vez.

Reviso la última conversación que tuvimos por teléfono.

«Me preguntaba si te gustaría cenar conmigo el sábado por la noche». 

«¿Me estás pidiendo que salga contigo a cenar?».

«No me gustó cómo nos conocimos. Preferiría hacer borrón y cuenta nueva».

«Esto tiene que ser una broma. No saldría contigo ni aunque fueras el último hombre vivo sobre la faz de la Tierra. El dinero y la apariencia no me impresionan, señor Miles».

«Nuestra reunión no fue nada personal, Claire».

«Para mí, sí. Y mucho. Búscate a una muñequita sin cerebro a la que engatusar, Tristan. No tengo ningún interés en salir con un chupóptero como tú».

Desde luego, me quedé a gusto.

Me sorprendo regodeándome triunfante. Me pidió una cita, Tristan Miles me pidió una cita. Estoy segura de que lo hizo para que bajara la guardia con la venta de la empresa, pero qué gustazo rechazarlo en rotundo.

—Claire Anderson —dice una voz desde el escenario.

¿Cómo?

Miro en su dirección, horrorizada. ¿Qué? ¿Me ha preguntado algo?

¿Pero cómo me ha visto?

Se ha cambiado de escenario y ahora sí que estoy en su campo de visión.

Mierda.

Extiende el brazo con la palma hacia arriba.

—Dinos, por favor.

—Disculpad. —Frunzo el ceño—. No he oído la pregunta.

Sonríe de forma sutil sin dejar de mirarme a los ojos.

—Os he pedido que recordéis un momento de satisfacción en el que os hayáis sentido orgullosos de vosotros mismos.

—Ah —exclamo aliviada.

—Y, a juzgar por tu sonrisa, sospecho que te ha venido a la mente algo impresionante.

Me quedo mirándolo.

—Por favor —me anima y acompaña sus palabras con un movimiento exagerado de la mano—. Comparte con nosotros tu momento de orgullo.

Idiota.

Lo fulmino con la mirada. ¿Habla en serio?

Se mete las manos en los bolsillos del traje y empieza a pasearse por el escenario.

—Estamos esperando, Claire —dice en tono condescendiente. Noto el sudor de las axilas por tener a todo el auditorio expectante. Joder, este hombre es exasperante.

—La última vez que me sentí verdaderamente satisfecha conmigo misma fue cuando rechacé una cita con un chupóptero con el que no saldría ni aunque fuera el último hombre vivo sobre la faz de la Tierra —comparto.

Nos miramos a los ojos y enarca una ceja.

«Te lo has buscado, capullo. Déjame en paz».

—Pero, Claire, qué triste que el mejor recuerdo de tu vida sea uno que gira en torno a otra persona. Creo que eso dice mucho más de ti que de él. Quiero una respuesta de verdad para esta tarde. Reflexiona sobre ello hasta entonces.

Sonríe al público sin inmutarse lo más mínimo.

Retrocedo, furiosa. ¿Qué demonios se cree que voy a aprender por reflexionar sobre qué clase de persona soy? Sé quién soy y estoy contenta con cómo soy.

«Será idiota».

Esta conferencia le va como anillo al dedo.

—Además —Me obsequia con una sonrisa pausada y seductora mientras continúa yendo de un lado al otro del escenario—, probablemente acabes suplicándole a ese chupóptero que te pida otra cita… porque dudo que lo vaya a hacer él.

El público ríe y Tristan pasa a su próxima víctima.

—Tú, la chica de la melena rubia. ¿De qué te sientes más orgullosa? Y quiero que reflexiones la respuesta.

Noto cómo me sube la presión arterial, el sudor me perla la frente y me entran unas ganas de ir al escenario, partirle la cara a don Presuntuoso y echarlo a golpes.

Maldito sea, ¿es que no puedo cogerme ni una semana libre para desconectar?

¿Por qué tenía que estar aquí?

Durante la siguiente hora, Tristan Miles mantiene cautivado al público y yo fantaseo con torturas macabras.

Debería haberme quedado en mi asiento. Ahora no solo tengo que escuchar sus sandeces, sino que encima tengo que hacerlo de pie. Haría el ridículo si me marcho ahora.

Acaba de una vez.

«Solo estará aquí durante el día, después se marcha a Nueva York», me recuerdo. Me da mucha rabia haberle dado el gustazo de decirme que no volvería a pedirme una cita.

¿Cómo puedo ser tan pringada?

Seguro que ya estará felizmente casado con una modelo o con alguna instagrammer. 

Dios, cómo lo odio. Hace que me sienta como una idiota.

—Ahora vamos a hacer una breve pausa. Habrá un tentempié en la recepción y, después, nos dividiremos en grupos para realizar los talleres de objetivos. Estableceremos unas metas y las revisaremos el quinto día para valorar vuestra progresión. —Comprueba su reloj de muñeca—. Nos vemos en la sala Boronia dentro de media hora.

Exhalo con pesadez y me dirijo al vestíbulo para picar algo. Todo el mundo charla entusiasmado. Me preparo un café, me decido por el pastel de chocolate y elijo un rincón apartado donde sacar el móvil. Busco en Google «salones de masajes cerca de mí».

A la mierda la conferencia, me largo.

Mis objetivos para hoy son que me den un buen masaje y emborracharme a base de champán.

Doy un sorbo al café y reviso el listado del buscador.

En ese momento, Tristan entra en la sala y todos se giran en su dirección. Tiene este aura magnética que hace imposible que pase desapercibido. Su cabello castaño oscuro es un poco más largo por arriba que por los lados y por la nunca. Tiene ese aire de haber follado hace poco.

Camina erguido, y tiene una mandíbula cuadrada y los ojos marrones más grandes que he visto nunca. Nuestras miradas se encuentran y no deja de observarme. Su mirada es tan potente que la noto sobre la piel. Saltan chispas entre nosotros, pero decido apartar la vista, enfadada.

El muy canalla tenía que ser guapo.

—Hola —dice una voz masculina a mi lado—. ¿Te importa si me siento contigo?

Es el hombre que conocí ayer en la recepción, ¿cómo se llamaba?

—No, para nada —digo con una sonrisa—. Por favor.

—Soy Nelson, nos conocimos ayer.

—Sí, me acuerdo. Hola, Nelson. Soy Claire.

—Como para no saberlo. —Se ríe por lo bajo—. El señor Miles la ha tomado un poco contigo.

—Ah. —Doy un sorbo al café mientras deseo que me trague la tierra—. ¿Tú crees? No me había dado cuenta —digo e intento aparentar indiferencia.

—No suelo hacer la pelota a los demás, pero ¿has leído su currículum? —suelta con efusividad.

—No. —Sigo bebiendo café, levanto la mirada y me encuentro directamente con la de Tristan. Nos quedamos así hasta que una de las cinco busconas con las que está reclama su atención. Aparto la vista con brusquedad.

—Tiene seis títulos, habla cinco idiomas —continúa Nelson— y su coeficiente intelectual es de ciento setenta. Eso es más que un superdotado, equivale a un mentalista. —Asiente con la cabeza como si estuviera compartiendo información de la mayor trascendencia.

—Caray. —Fuerzo una sonrisa.

«Por favor, dame un respiro». Abro mucho los ojos… «¡¿Y a mí qué diablos me importa?! Vete, Nelson, eres un pesado y quiero buscar salones de masajes en Google. Hay mil cosas que prefiero hacer antes que hablar de capullos superdotados».

Emborracharme, por ejemplo.

—No me encuentro bien —miento.

—¿De verdad? —A Nelson le cambia la cara—. ¿Estás bien?

—Tengo migraña.

—Ostras…

—Sí, me pasa cuando viajo en avión… Una faena. Se me pasará, pero debería echarme un rato. Así que, si no me ves esta tarde, ya sabes dónde estoy. Seguro que mañana estaré mejor.

—Sí, por supuesto. —Lo considera un momento—. Avisaré a los demás.

* * *

Tres horas más tarde, unas manos fuertes suben por el centro de mi espalda y bajan despacio hasta mis caderas desnudas.

Estamos a oscuras, la música es relajante y tiene un ritmo muy sensual. Además, el olor a aftershave del masajista ha despertado mis partes íntimas.

Pierre, así se llama, desliza las manos hasta mis hombros y añade aceite caliente. Me estremezco y cierro los ojos.

«A esto… me… refería».

—¿Así está bien? —pregunta con su acento francés.

—Sí, perfecto —musito.

Madre mía, perfecto es poco. Es espectacular. Pienso repetirlo todos los días.

A tomar por saco la conferencia.

Sus manos vuelven a bajar por mi espalda y, con el rostro hundido en la camilla, sonrío de puro placer.

De pronto, suena mi móvil. El volumen está alto y seguramente moleste a los clientes de las otras cabinas.

—Ay, perdona. —Arrugo el gesto—. Parará enseguida.

La melodía suena hasta el final y empieza de nuevo. Mierda.

—Disculpa. —Esperamos a que pare de nuevo, pero vuelve a repetirse. Mierda, ¿y si ha pasado algo en casa?—. ¿Me puedes pasar el bolso, por favor? 

Lo coge y me lo tiende. Rebusco hasta encontrar el móvil, pero no reconozco el número que aparece en la pantalla.

—¿Hola? —respondo mientras me vuelvo a tumbar.

—¿Dónde estás? —brama Tristan—. Te estás perdiendo los talleres.

Mierda.

—Mmm…

—Ni se te ocurra mentirme, Claire. Sé que no estás en la habitación del hotel.

No me gusta su tono. ¿Quién diantres se cree que es?

—¿Disculpe?

—¿Dónde estás? —espeta.

—En una camilla de masajes, la verdad.

—¿Qué? —exclama, incrédulo.

—Su charla era infumable. No me aportaba nada y tenía mejores cosas que hacer. Adiós, señor Miles.