El color de la conciencia - Drina Capella Skoknic - E-Book

El color de la conciencia E-Book

Drina Capella Skoknic

0,0

Beschreibung

Enmarcada en la historia de una amistad de infancia, en la nouvelle de Drina Capella se guardan, como en las cajas chinas, historias de amor y desamor; de amigos y de amigas; de parejas; de amantes y del duelo por las pérdidas. Para mitigar la experiencia dolorosa de no haber sido correspondida, la protagonista viaja al mar. Conoce a un hombre aletargado, que sobrevive con su arte y que se culpa por la muerte de su familia. Se encuentran así dos seres en duelo. Pero él la sorprende a diario: hace arte con la arena y la amarra un poco más a la alegría.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 222

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



El color de la conciencia

El color de la conciencia

Drina Capella Skoknic

Capella Skoknic, Drina

El color de la conciencia / Drina Capella Skoknic. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6602-02-2

1. Novelas Realistas. 2. Novelas Románticas. 3. Literatura Erótica. I. Título.

CDD Ch863

© Tercero en discordia

Directora editorial: Ana Laura Gallardo

Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas

www.editorialted.com

@editorialted

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-631-6602-02-2

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Argentina.

Impreso en Chile.

Índice

Desde la infancia (1961)

Avanzando hacia la adultez

Testimonio

Rescatando vidas

Memorias y motivos

Solo una más

Manfred, el bosquejo de una vida

Una gran inspiración

“No camines detrás de mí, puedo no guiarte.

No andes delante de mí, puedo no seguirte.

Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo”.

Albert Camus.

Lo he meditado bastante, mucho más que los títulos de mis crónicas o los ensayos para la universidad y, pensándolo, se me ocurrió lo que le sucede a una persona que permanece mucho tiempo encerrada, cautiva, alejada de la contingencia y centrada en su propio y restringido mundo. Pierde la noción de la realidad y las paredes de su encierro se transforman en su único y permanente universo. En ellas dibuja los paisajes que anhela: los sueños que quizás nunca concretará; escribe; pinta; dialoga con fantasmas que se transforman en la conexión irreal con lo que todo ser humano desea y sobre lo que tiene un derecho inalienable. Entonces, va perdiendo su esencia; no la de un ser pensante, sino aquella de ser social, ¿cómo serlo sin interlocutores? ¿Sin imágenes o reflejos?

Y aparece una visión parcial del entorno, de los hechos posibles y de las razones; de todo lo que requiere un juicio, una opinión. Es como manejarse en un juego inventado por niños que establecen sus propias reglas y penitencias.

Y creo que fue eso lo que sucedió en este caso en que una visión única, propia y personal decidió el reglamento de un juego de vida.

Hace poco tiempo una amiga me dijo: “Hoy en día cualquiera escribe”. Me dolió, pero le encontré razón; “es verdad”, me dije; hoy es más fácil escribir y publicar, algo que me alienta, pues en esta ocasión requeriré del juicio magnánimo de quienes accederán a esta historia a través de un relato que he pretendido hacer ameno, pero principalmente veraz.

Sin embargo, aquella aseveración me sonó despectiva y, aunque no debería asumirla, sí deseo manifestar que mi única intención es dar un testimonio, cuyos involucrados no pueden; intentar que unos perdonen y otros olviden, porque fui privilegiada por las fuentes con el relato de los hechos.

Hoy se escuchan, desde diferentes tribunas, análisis variados acerca de la literatura contemporánea; se habla de literatura de género, y existe una tendencia a evadir la impronta que cada uno le da a su sexo, colocándose, en muchos casos con éxito, en la visión del sexo opuesto para que, desde allí, se logre enfocar su historia con su prisma. . Reconozco que, en este caso, he resultado favorecida; en primer lugar, por ser quien conoce con detalle una historia muy señalada, a personas valiosas y valerosas y, en segundo lugar, especialmente, por no tener que intentar cambiar mi perspectiva y visión femenina, evitándome con ello una preocupación adicional.

Me inspira una amistad indestructible, una verdad arrolladora y mi compromiso con ella. Sé que después de esto muchas personas que conozco sentirán que sus vidas ya no son las mismas y otras, al menos, procurarán que no lo sean más. Con eso, me sentiré ampliamente compensada.

Agradeceré siempre a quienes los inspire lo que aquí conocerán, que los emocione, que los lleve a creer más, pero, sobre todo, que los mantenga atentos a tantas señales, indicios y llamados de auxilio, muchas veces tan escondidos que solo los descubrimos cuando ya no queda tiempo para intervenir.

Anaís Sabater.

Licenciada en Periodismo. Agosto 2007.

“Porque la amistad es un lazo único e indestructible pactada en la niñez, a veces con sangre, después de un pinchazo en el dedo índice, afianzada en la adolescencia entre secretos e intercambios de diarios de vida escritos bajo la cama en solitario y creyendo pecar. Y luego, comprobada en la adultez una vez cumplidas las etapas que determina el reloj biológico insoslayable que tenemos dentro, con esas confidencias que nunca pensamos escuchar entre nosotras.

Por eso, Maricruz, hoy escribo este testimonio, porque sé que, como fue desde la infancia, sabrás perdonar a tu amiga rebelde y arrojada que nunca pudo callar verdades ni esconder placeres, como tú, tan recatada y humilde, siempre renunciando a ti misma, obligada por una educación esmerada y tradicional, ausente de toda contingencia vulgar y alejada del hedonismo. Porque sabes que no es mi intención la denuncia, sino la prevención, esa que tantos persiguen en un mundo infectado de tal cantidad de información; conectados a las redes, desde que amanece cada día, nos enteramos de hechos que bien pudieron haberse evitado. Un testimonio en el que solo voy a disfrazar nombres, pues sé que a quienes conocen los hechos no les llevará ni un minuto identificarte; quienes sientan curiosidad, lo averiguarán y, otros, la mayoría, se interesarán en la historia, pero no desearán espiar en la vida real de una mujer tan talentosa y lúcida como desafortunada.

Una historia que ahora no solo me ocupa, sino que me angustia, me somete, me rebela y me aísla de un entorno insensible y exigente que reclama a cada uno de nosotros mil recursos y logros, todo el tiempo del que disponemos, una entrega sin condiciones y una conducta intachable.

Sé que acá muchos encontrarán más que detalles, indicios claros de acontecimientos frente a los que, aguzando nuestros sentidos, pero mucho más el afecto y la dedicación, podríamos transformar en fuente de vida y no de destrucción.

Por eso mi amiga del alma, de nuestros primeros y últimos años compartidos, tal vez lo que busque con esto no sea otra cosa que comprenderme, sí, a mí misma, el porqué de mi ceguera y superficialidad para mirarte, de mi inconsistencia para acompañarte y ese dejarme convencer por la marca indeleble de los tiempos actuales, que no es otra que la urgencia; esa que, con que todo lo que se nos viene encima, era para ayer, y ya es tarde cuando lo resolvemos; como si con el avanzar de la tecnología, las relaciones personales, las comunicaciones, el conocimiento de todo lo comprensible al ser humano, hubiésemos olvidado que al final y, aunque nos resistamos a eso, es solo Dios quien tiene la última decisión, único poder sobre nosotros y nuestros incomprensibles deseos de trascender.

Quizá ahora se aclararán aquellos porqués sin respuesta y tal vez logre redimir la culpa que llevaré conmigo por no haber reconocido señales que hoy entiendo estuvieron siempre ahí, como tú, en silencio, pero inundándolo todo”.

Tu amiga,

Anaís.

Desde la infancia (1961)

En la ronda del recreo de las diez, nuestras manos enlazadas transpiran; mientras en los bolsillos del delantal, blanco e impecable del lunes, languidece el pan con dulce de membrillo envuelto en un papel café.

La trenza gruesa, rubia y bien acabada de Maricruz contrasta con mi pelo negro encrespado y rebelde. Solo hermanan nuestros cabellos, ese girar que nos aturde y las cintas blancas que, de algún modo, luchan por no desprenderse de nuestros peinados tan diferentes. Tan diferentes como nosotras lo éramos, como nuestras familias lo eran y mucho más: como lo eran nuestras madres.

Maricruz, marcada por una aristocracia de antaño, resplandeciente, y yo, por una historia de inmigrantes reciente y esforzada.

Tímida, aplicada y obediente, la una. Contestataria, remolona e indisciplinada, la otra. ¿Qué nos unió desde el primer día de clases en que nuestras madres nos dejaron al mismo tiempo y sin mirarse en la puerta de entrada del colegio? Seguramente, la fuerza y arrojo de una y la serenidad y perseverancia de la otra.

Afinidad de opuestos, siempre complementándose en toda manifestación de aquella infancia insustancial de la época. Lo cierto es que, al finalizar la etapa escolar, nadie dudaba de que nuestros caminos jamás podrían separarse.

Al terminar las clases, Maricruz debía esperar a sus tres hermanas, de iguales trenzas y coloridos; parecía que, por las mañanas, las peinaban frente a un espejo, de esos segmentados, en un baño inmenso, una al lado de la otra, sin que pudieran moverse. Eran las niñas perfectas, pulcras y dóciles. Ya por ese tiempo me preguntaba cómo lograba su madre tener a un regimiento tan numeroso de forma ordenada y silente, siempre atento a órdenes y responsabilidades. Luego de dejar el colegio en una station blanca muy grande, debían recoger a los dos hermanos mayores. Ellas esperaban pacientes en las afueras del colegio de los Padres Franceses, mientras Benjamín, con sus cuatro años, aguardaba en su casa para ser incluido en la hora de juegos permitida después de tomar onces y cambiarse; el uniforme, los niños; a la vez, las niñas se colocaban un delantal blanco con encajes sobre los suyos luego de colgar la boina marinera, distintivo inconfundible del colegio de las monjas.

Mi vida era menos reglamentada y, sí, definitivamente insólita para esos años. Julián, mi hermano dos años mayor que yo, me esperaba en la plaza Ñuñoa, hasta donde yo caminaba desde el colegio, para juntos recorrer lo que faltaba hasta casa saltando. Al mismo tiempo, tironeábamos flores y hojas de los arbustos que se asomaban por las rejas de las casas, perfumando esas calles que atravesábamos, jazmines y geranios se rendían ante nuestras manos inquietas. El asistía al Liceo Manuel de Salas, símbolo de excelencia académica y de gran prestigio. Si algo teníamos claro desde niños era que una profesión era lo único que nuestros padres deseaban y esperaban que consiguiéramos.

Al llegar a casa nos esperaba una cocina inmensa y con exquisitos manjares en bandejas que mamá y la abuela Jacinta preparaban cada día para los empleados de la librería, que estaba a pasos de nuestra casa, en la calle Jorge Washington, y también para nosotros que con esa esperanza diaria, por lo general, no sentíamos remordimientos al dejar casi sin tocar, a veces, los platos que nos servían en el colegio, abundantes pero insípidos, tan alejados de los sabores que a nuestras preparaciones les imprimían las costumbres culinarias de la madre patria.

Después de saciarnos, ambos acudíamos a saludar a papá, sentado a la caja de la librería, que, al vernos, sonreía como si hubiese presenciado un espectáculo de opereta. Me tomaba en sus brazos grandes y, después de besarme sin pudor, me sentaba sobre el mostrador, interrogándome sobre mi día escolar.

Cenábamos juntos, “tarde para los niños”, como decían mis profesoras y luego, mamá y papá se sentaban a escuchar música en la sala, hasta donde los acompañábamos. En tanto, la abuela bordaba sentada al lado del tocadiscos del que emanaban festivos compases castizos.

Luego de rezar el Ángel de la Guarda arrodillados a la orilla de la cama, un cuento dulce y fantástico en los labios de mamá nos transportaba al mundo de los sueños en una habitación que compartí con Julián hasta que nuestras manifestaciones hormonales lo permitieron.

Nuestra infancia transcurría alejada de las contingencias y de cualquier convulsión que asolara al mundo por esos días “Los niños son niños y deben vivir su infancia, ya tendrán problemas que enfrentar después”, decía mi abuela, quien no abandonó nunca la desazón provocada por el abandono en que debió dejar su tierra natal, sin volver jamás, ni para que depositaran sus huesos, como ella misma decía.

Ese lunes Maricruz llegó como siempre, impecable; en el bolsón de cuero, los cuadernos y los libros ordenados; y su mirada, atravesada por una lejanía que la hacía parecer somnolienta. Fue solo en la tercera hora de clases cuando todas nos enteramos de lo que había pasado, que nada delataba en una niña que siempre tenía una actitud serena.

Madame Linette la sorprendió con las manos entrelazadas y el cuaderno sin abrir, entonces le insistió para que le mostrara la tarea solicitada el jueves anterior. Sin mediar motivo, Maricruz prorrumpió en un llanto incontrolable y, sollozando, debió abandonar la sala, acompañada por su inseparable amiga, quien fue designada para que la llevara al patio y se tranquilizara.

Todavía se convulsionaba cuando le pregunté qué le sucedía. Se sentó en el banco de piedra, entre las columnas donde solíamos reunirnos en recreos con sus hermanas y, balanceando las piernas, que aún no le llegaban al suelo, por su lento crecimiento, me lo contó. Su hermana Bernardita, osada y movediza, hacía meses que presentaba episodios de mareos; incluso, en una ocasión, se había desmayado en presencia de todas, mientras revoloteaba alrededor de una de las columnas en que ahora Maricruz fijaba la mirada con obsesión, como intentando descubrirla en medio de aquel patio solitario y helado de invierno.

—Bernardita era diferente de nosotras, tenía una inmensa capacidad para fantasear en sus juegos, donde siempre había duendes y personajes imaginarios que, a veces, nos impacientaban; soñadora e inquieta le era difícil someterse a las estrictas reglas de mamá —comenzó a contarme—. Ese día se empeñó en conseguir lo que pretendía hacía tiempo: “Francisco, susurró, ya pues, tienes que ayudarme, yo sé dónde guarda mamá mis patines, pero no alcanzaré sola” —Ella no abandonaba su sueño—. “Sé dónde los escondió”, le dijo al mayor de nuestros hermanos.

Mamá, con mano firme y severa, estaba en todo para educar a esa cantidad de niños: en la cocina, dándole el punto a la cena; en el jardín, exigiendo a Manuel, el jardinero, el largo de los tallos de las hortensias o la cantidad de abono de las rosas; en la misa del domingo a las diez, porque la de las doce era para presumir; en las horas para hacer las tareas; para acostarse; y, principalmente, en la devoción del rosario todos los días a las siete de la tarde, arrodillados ante el altar de la virgen.

—Pero mamá —le decía Bernardita—, papá me los regaló.

—Te los daré cuando seas más grande —sentenciaba ante cada intento por torcer la férrea disciplina que imponía sin titubear.

Pero Bernardita, perseverante, la siguió, la observó, y descubrió dónde los había escondido.

Durante meses lo acosó con la idea de rescatarlos una noche:

—Tan solo me los probaré, Francisco, solo eso. —No logró convencerlo.

Era ágil, trepaba a los árboles, por la escalera hasta el entretecho, se descolgaba por los muros de ladrillos, aparecía y desaparecía.

Esa noche desperté. El constante movimiento que Bernardita le daba a su cama con vueltas de un lado a otro me hizo abrir los ojos al tiempo que ella salía de la habitación que compartíamos.

Me sorprendió verla abrir la puerta de la galería, que emitió un gemido suave haciéndose cómplice de su travesura.

En el patio de atrás, estaban la despensa y el lavadero rodeados de espesos árboles frondosos y el parrón ahora desnudo.

Vi cómo introducía la llave en la cerradura de esa pieza que guardaba tantos alimentos como toda la familia podía necesitar en tres meses. La seguí. Me invadía la curiosidad, dejó la puerta sin cerrarla del todo, comenzó a trepar la estantería de madera, un espacio largo tras otro. Cuando iba a extender su mano para sacar algo, una luz se encendió en la casa y yo asustada le grité: “Bernardita, viene la mamá”. Un golpe seco seguido de otro metálico paralizó mi voz. Transcurrieron unos segundos y las luces encendidas ahora eran todas, mamá con su camisón largo salió afuera.

—¿Qué sucede? —dijo mirando hacia la puerta entreabierta de la despensa.

—Bernardita —exclamé sin saber qué decir, estaba inmóvil.

Mamá entró, encendió la luz; al tiempo, gritó lanzándose al suelo.

Me acerqué hasta la puerta, un charco de sangre rodeaba el cabello suelto de Bernardita, que yacía sobre el piso de baldosas, y los relucientes patines cromados, a su lado, la observaban, como esperando acompañarla en su aventura tan ansiada: una sonrisa dormía en su rostro inerte.

Así, con apenas nueve años, mi amiga comenzó a cargar sobre sus frágiles hombros una cadena de acontecimientos y culpas que la acompañarían toda la vida.

***

Al llegar la adolescencia nos parece trivial esa infancia desperdiciada en medio de juegos, carreras en bicicletas y monopatines por calles de barrio o pateando una pelota entre bandos enemigos solo a veces.

Inviernos desperdiciados entre oscureceres tempranos y veranos bajo el chorro de agua de la manguera mientras regábamos el jardín. Horas desgranadas en ocio infantil, horas añoradas en afanes adolescentes inquietos y enjuiciados por los adultos severos que se imaginaban en nosotros lo mismo que ellos escondían a esa edad.

Me lo pregunté con una incontenible envidia cuando, años después, descubrí que mientras yo jugaba a las muñecas y leía Cuentos de Andersen, Isabel Allende, animada por su tío que le había regalado una linterna para iluminar bajo las mantas, se deleitaba leyendo, sin pudor ni control alguno los clásicos destinados a los adultos, y más aún, entendiéndolos, lo que le dio a su imaginación e intelecto un alimento tan nutritivo que, con su talento innato, la llevó a ser la escritora genial y prolífica que es hoy.

Fuimos inquietos, soñábamos con emigrar un día para ser reconocidos por nuestras hazañas y proyectos. Mi hermano Julián sería igual que el personaje de caricatura Giro Sin tornillos, al que no le explotarían las fórmulas ni los resortes en la cara; yo emularía a la Mistral como maestra y declamaría poemas inspirados; Maricruz, cuya madre la dejaba, como gran concesión, visitar nuestra casa “porque es gente decente”, sería ayudante de Julián, asistente abnegada y eterna del príncipe generoso por el que ya desde esa edad suspiraba y era su incondicional.

Y, en tanto ensayábamos pociones olorosas y pestilentes, montábamos en bicicletas con manillas de colores y calcomanías por todos lados, nuestra estatura se encumbraba en los meses de vacaciones.

Aquel inicio de clases de mil novecientos sesenta y cinco regresamos transformadas, me costó reconocer a primera vista a Maricruz, en esa larga y espigada rubia, de pelo suelto y pechos incipientes. Recuerdo que le dije impresionada:

—¿Ya usas sostén? —yo lo llevaba desde el año anterior, producto de mi herencia materna, bastante dotada de formas.

—No todavía —me respondió sonrojándose.

—Bueno, tendremos que hacer algo —dije al pasar, pensando que hablaría con mamá para que nos aconsejara.

—Mi mamá no quiere aún —se apresuró a decir.

—¿Imaginas que sucederá en clase de gimnasia? —reí haciéndole ademanes—, vas a moverte como un flan.

Lo cierto era que nuestra educación y, sobre todo nuestras madres, eran muy diferentes. Una, con tradición europea más desenfadada y carente de apariencias, sin traumas ni tapujos a la hora de hablar de las crudezas de la vida. La otra, marcada por el recato y la costumbre de “esas cosas no se hablan”, iba inoculando en su prole una serie de falencias y conductas morales retorcidas que llevaría a su descendencia por caminos más intrincados y reprimidos a la hora de relacionarse con el sexo opuesto.

Siempre tuvimos entornos que, a simple vista, parecían similares, pero eran muy diversos.

El hogar de Maricruz nunca pudo superar la muerte de Bernardita.

—Era la alegría de la casa —decía la madre, mientras su papá se alejaba, como siempre, por las obligaciones que le deparaba la administración de un fundo familiar cerca de San Fernando, por cuya causa casi pierde la vida cuando la Reforma Agraria le arrebató gran extensión de hectáreas aduciendo: “La tierra, para el que la trabaja”, y postrándolo por meses, víctima de un infarto que lo dejó en las puertas de la invalidez.

Fue cuando los dos hermanos mayores, ya fuera del colegio, debieron olvidar sus sueños profesionales y abandonar a la familia para hacerse cargo de las tareas del campo y con el producto de ese trabajo continuar manteniendo el hogar de Santiago, reducido ahora a una casa Ley Pereira, muy lejos del colegio y de mi casa. Eso sirvió para estrechar aquella amistad, pues muchas veces Maricruz se quedaba conmigo hasta que podían ir a recogerla tarde por la noche. Eso acrecentó la cercanía con Julián y su amor por él. Juntos estudiaban verdaderos tratados de química y biología, su pasión compartida, aparte de otra, bastante evidente.

Ellos pasaban tardes enteras conversando en la buhardilla de nuestra casa; yo me dedicaba a lo que me interesaba a mí: la poesía, la lectura y la pintura.

Si bien Maricruz era retraída y tímida, no lo era tanto ni conmigo ni en casa, donde la dulzura de la abuela Jacinta y el estilo directo de mamá la hacían florecer, hecho que no escapaba a los ojos apasionados de adolescente de mi hermano Julián.

Hoy, situándome en esos años plácidos y llenos de ideales compartidos en charlas eternas, me doy cuenta de que fue esa etapa la que nos marcó en forma indeleble determinando gran parte de lo que viviríamos en el futuro.

Nuestra adolescencia transcurría entre las enseñanzas severas y metódicas de las monjas y provenientes del hogar de Maricruz, confrontadas con las más liberales de mi hogar; marcado por una complacencia que se percibía en la piel y en el aire; en los libros de anatomía y poemas eróticos, devorados en nuestro refugio de la buhardilla, inoculado de vapores y volutas de pasiones juveniles, junto a las incertidumbres propias de un período reflejo de inestabilidad y proyectos entre brumas.

***

Era difícil planear un paseo o excursión en esa adolescencia controlada por unos padres temerosos de nuestros ímpetus y un entorno cada vez más imprevisible.

Lo veníamos planificando hacía meses: una mañana de primavera, cuando el verde resplandeciera sobre la superficie del cerro, ascenderíamos hasta la casa abandonada de la cual procedían decenas de historias y conjeturas. Estaba habitada por un hombre solitario y atormentado, un fantasma tan atractivo como peligroso.

Desde la avenida Las Condes, un camino casi rural en esos años, se divisaba la ladera oriente del cerro Alvarado que descendía justo sobre el río Mapocho, torrentoso, y nos preguntamos cómo llegaríamos al otro lado.

La invitación que nos había hecho nuestra compañera Panchita Rodríguez para celebrar su cumpleaños con un almuerzo campestre fue el milagro que estábamos esperando. La casa de su familia estaba ubicada justo allí, frente a nuestro objetivo y ella, con sus seis hermanos, lo habían explorado en más de una ocasión. También era ella la responsable, con sus reiteradas historias, de la creciente curiosidad que nos hacía tener junto a Maricruz y a Julián, acaloradas conversaciones, que giraban en torno al plan de aquella incursión tan anhelada.

Apenas finalizado el almuerzo nos escabullimos por entre los matorrales y avanzamos por senderos apenas visibles acercándonos hasta la orilla del río.

Era una primavera calurosa y el caudal descendía violento a causa del deshielo; sin embargo, las expediciones de los habitantes del sector nos ayudaron en la arriesgada aventura de atravesar el río debido a las piedras inmensas que se repartían por todo lo ancho, semejando un puente sin barandas. Saltando para esquivar el agua llegamos al otro lado, aunque los bordes de nuestros pantalones arremangados acusaban los arrebatos de la corriente.

Reíamos tratando de disfrazar nuestra ansiedad por llegar hasta la cima donde la casa blanca, ya despintada, dominaba el lecho del río y las construcciones aledañas que, distantes unas de otras, no insinuaban siquiera los zarpazos que el progreso le daría al sector en los años venideros.

A medida que avanzábamos todo se empequeñecía cada vez que mirábamos atrás, el sol no estaba preocupado por nuestra piel bastante enrojecida, probablemente sabedor de la porfía, ni se nos ocurrió llevar una cantimplora con agua fresca, impacientes como estábamos.

Llegamos arriba. Desembocamos directamente al acceso de la casa cubierto de ortigas que tampoco tuvieron compasión, esta vez, de nuestras piernas desnudas.

Como correspondía, Julián se acercó atisbando por una ventana polvorienta y trizada; nos llamó con señas y, apoyando nuestras manos en el vidrio, logramos tener una visión gris del interior. Nada estaba en orden y no pudimos determinar si había moradores. Me acerqué a la puerta y moví la manilla enmohecida; al instante se abrió crujiendo, retrocedí asustada, pero Julián me empujó para que entráramos juntos. El polvo lo cubría todo.

—¡Hey! —exclamó Maricruz—, parece que alguien ha estado acá. —Sobre la mesa barnizada, notoriamente maltratada, se apreciaban espacios brillantes y limpios.

Julián pasó la mano por encima de la superficie y al mirarla exclamó:

—¡Vampiros! Es sangre.

Nuestras caras deben haber sido elocuentes, porque de inmediato intentó tranquilizarnos:

—Oigan, no van a intimidarse ahora, pensemos que estamos en nuestro laboratorio de la buhardilla y síganme. —Caminamos con sigilo por la estancia, los muebles eran oscuros y desvencijados, a excepción de la cama, parecía como si alguien la usara, las sábanas celestes y rudas no estaban manchadas, aunque si en desorden. Nos miramos y seguramente los tres imaginamos ardientes escenas pasionales y clandestinas. Desde el dormitorio se veía la planta baja y el deterioro evidente del lugar.

Lo habíamos conseguido; sin embargo, al salir, la desilusión, reflejada solo por nuestra falta de comentarios, nos hacía sentir fracasados en nuestro intento por atesorar una aventura inusual.

El sol comenzaba a esconderse tras el cerro y nos asedió la prisa por regresar; habíamos abusado de unas horas que debimos compartir con amigos y al amparo de los dueños de casa y solo ahí nos dimos cuenta de nuestra actitud irresponsable y desconsiderada. Alguien podría haberse alarmado al notar nuestra ausencia.

De pronto, Julián se deslizó hacia el patio de atrás y se acercó a un inmenso tambor, levantó la tapa que lo cubría; y de inmediato nos gritó:

—¡Vengan, es un feto!

Recuerdo que por un momento imaginé la clase de biología, sus láminas renacentistas y una recreación rosada y casi vestida dentro del vientre materno; no obstante, una masa verdusca y gelatinosa, cubierta de insectos en donde destacaban las cuencas de unos ojos inexistentes, yacía al fondo del recipiente oxidado.

Aunque mi asombro fue grande no se me ocurrió advertir a Maricruz y me di cuenta de mi desatino cuando ya era tarde y ella se doblaba sobre su estómago vomitando con estrépito.

A Julián y a mí nos impresionó su palidez, estaba descompuesta y llorosa, entonces Julián la abrazó un largo rato para calmarla.

No conforme con aquel descubrimiento, Julián comenzó a recorrer el terreno buscando más indicios para comprobar la existencia de un carnicero siniestro en el lugar y, mientras Maricruz nos observaba sentada sobre una piedra, nosotros ingresamos al sótano por una ventana quebrada que encontramos, era tan pequeña que debimos respirar profundo para endurecer nuestros músculos. Allí había de todo: herramientas, la mayoría oxidadas; instrumental médico sucio; pedazos de géneros manchados de sangre y tinta; restos de comida; huesos de ave; plumas; y un sinfín de vasijas, cajones, canastos, troncos. En un rincón, un brasero con trozos de carbón aún humeantes nos convenció de que debíamos salir de ahí lo más pronto posible.

Así silentes y pensativos concluía un día que habíamos planificado para no olvidar. En eso no nos habíamos equivocado, ya que sumado a la zozobra provocada por aquella visión debimos soportar las reprimendas, no solo de nuestros padres, sino de los de Panchita que, al vernos ingresar por el patio que bordeaba el río, estaban a punto de dar aviso de nuestra desaparición a carabineros.