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El principio de laicidad es un eje fundamental sobre el que se desarrollan las relaciones Iglesia-Estado en las sociedades democráticas contemporáneas. Sin embargo, un trasfondo ideológico pretende erradicar el factor religioso de todo espacio público. El colorante laicista presenta los procesos seguidos por el laicismo para erigirse como doctrina dominante y ser la única voz autorizada en la configuración socio-política actual. Al mismo tiempo, otras voces -entre ellas, la católica- reclaman el derecho de intervenir en la vida pública, más aún cuando las propuestas parecen afectar a la libertad y a la dignidad de la persona. El debate está abierto, y exige conocer qué está realmente en juego.
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Veröffentlichungsjahr: 2012
JAVIER ÁLVAREZ PEREA
EL COLORANTE LAICISTA
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
© 2012 by Javier Álvarez Perea
© 2012 byEDICIONES RIALP, S.A. Alcalá, 29028027 Madrid (www.rialp.com)
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Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4200-0
A mis padres,
que me lo han dado todo
A mis hermanos
Manuel Ramón y Rafael
A Constanza, mi esposa
A Constanza, mi hija
Al P. Antonio Alcalá López-Barajas S.I., In memoriam
ÍNDICE
PORTADA
PORTADILLA
CRÉDITOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
1. A MODO DE INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
La Antigüedad
Grecia
Roma
La Edad Media
La Cristiandad: origen de Europa
Marsilio de Padua. Inicio del pensamiento laicista
La Modernidad
Los reformistas: Lutero y Calvino
El pensamiento laico en John Locke
La Edad Contemporánea
La Ilustración: apoteosis de la laicidad
La religión civil en Rousseau
2. LAICO, LAICIDAD Y LAICISMO. APROXIMACIÓN TERMINOLÓGICA
Origen etimológico y evolución del término laico
Laicidad
Laicismo
Niveles laicistas
Programa laicista
3. LA PROYECCIÓN POLÍTICA DEL PRINCIPIO DE LAICIDAD
El constitucionalismo norteamericano: in God we trust
De la católica Francia a la República laicista
El laicismo en España
Antecedentes históricos del laicismo español:La II República
La España democrática: ¿Estado aconfesional o Estado laico?
4. UNA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA
Principios que deben constituir el Estado: perspectiva laicista
El pensamiento actual
La fundamentación iuspositivista en el pensamiento de Kelsen
Comprensión kelseniana de libertad
Relativismo y democracia
Divorcio entre política y verdad
Principios que deben constituir el Estado: perspectiva católica
La crítica al relativismo
Volviendo a Europa
Un estatuto para las religiones
5. LAICIDAD DESDE EL DEBATE FILOSÓFICO-POLÍTICO
Debate sobre la constitución liberal
Habermas: genealogía de un problema
a) La tradición liberal
b) La tradición republicana
La propuesta de Ralws: el liberalismo político
Habermas vs Rawls: el Debate
Propuestas políticas de Habermas
Habermas y Ratzinger: Dialéctica de la secularización
Habermas
Ratzinger
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
Las relaciones Iglesia-Estadoocupan en la actualidad un lugar relevante en el debate social y político de España y de Europa. La redefinición religiosa o antirreligiosa de los modelos constitucionales, o la discusión sobre la influencia moral que las grandes religiones monoteístas—especialmente el cristianismo— ejercen sobre la ciudadanía, tienen su parte en la controversia pública de nuestro tiempo. De un lado constatamos que la Iglesia católica vuelve a reclamar su espacio público cuando se pronuncia contundentemente en asuntos de extremada controversia moral, mientras gobiernos y organizaciones laicistas le limitan o deniegan el estatuto de ciudadanía. Es por ello que entiendo absolutamente pertinente que reflexionemos sobre un asunto de tanta y tan compleja vigencia.
Secularización, laicidad y laicismo, son fenómenos que trascienden el mero ateísmo o agnosticismo social. Los grandes problemas metafísicos y los grandes debates morales, subyacen a las discusiones en torno al asunto que aquí pretendemos traer a colación. Por otra parte, la identidad cultural europea entra en juego cuando se habla del cristianismo, ante las preguntas: ¿Ha sido Europa un continente cristiano? ¿Ha dejado de serlo? ¿Qué modelo de hombre europeo estamos construyendo?
En este libro, se procura abordar el problema de una manera sucinta pero, a la vez abarcativa, que perfile las bases de futuros estudios más amplios y detallados. Metodológicamente, se ha procurado seguir siempre un discurso histórico pues, el transcurso de los acontecimientos a través del tiempo facilita la comprensión evolutiva de los hechos, aparte de ser uno de los principios clasificadores más eficaces.
La bibliografía, a la que se ha recurrido, es de índole muy variada y, casi en su totalidad, del género de ensayo; si bien no sólo hemos consultado títulos convencionalmente filosóficos, aunque sin prescindir de ellos. Los ensayos históricos, teológicos, y de actualidad general, están presentes en este estudio. A esto hay que añadir cierta bibliografía jurídica imprescindible para la comprensión normativa de los asuntos abordados. En gran medida hemos dejado que sean los autores mismos citados, los que hablen; pues, esta obra no tiene pretensiones de sostener ninguna tesis, sino de acercarnos a un problema.
Se ha estructurado este libro en cinco capítulos que mantienen el hilo conductor evolutivo del denominado principio de laicidad y su controversia.
El primero de ellos parte de la hipótesis de la imbricación histórica entre religión y poder político recorriendo, a través de sus páginas, de qué forma se ha manifestado la misma. Este mismo apartado tiene un segundo hilo conductor que, más que una hipótesis, pretende exponer como hecho contrastado el origen cristiano de Europa y su cultura forjadora de civilización.
El segundo capítulo ha procurado delimitar terminológicamente el propio asunto a estudiar: laico, laicidad, laicismo y secularización, como proceso cultural inmanente a todo lo anterior; manifiesta emancipación del saber, respecto del ámbito de lo sagrado, adquiere en el uso común del lenguaje, cierta equivocidad de carácter circunstancial. Dependiendo de quién y cuándo se use el término, éste adquiere connotaciones que van marcando su significado. Partiendo del método etimológico, se ha pretendido perfilar la significación original de los términos, problematizando en su evolución hasta nuestros días.
El tercer capítulo pretende ser una aproximación histórica de la proyección política del principio de laicidad en la edad contemporánea. Partiendo del modelo constitucional norteamericano y su manifiesta aconfesionalidad, vemos cómo la legislación y las costumbres norteamericanas están transidas por el fenómeno religioso desde su himno nacional hasta la moneda. La Revolución francesa, principio histórico del pensamiento laicista actual, según sus propios autores, asienta las bases evolutivas del anticlericalismo contemporáneo. El Estatuto Civil del Clero, que pretenderá hacer de la Iglesia una especie de cuerpo funcionarial al servicio de la ideología revolucionaria o su base teórica, cual es la religión civil de Rousseau, serán objeto de estudio. La Francia contemporánea, con una constitución explícitamente laica, requiere de una reflexión para la aplicación normativa del principio de laicidad a partir de las necesidades socio-políticas del presente. Para ello fue elaborado en el año 2003 el Informe Stasi que también será objeto de consideración.
De ahí al laicismo español, cuyos inicios ubicamos en los albores del siglo XIX y cuyas vicisitudes abordaremos sintéticamente a lo largo del siglo XX. Especial mención requerirá la Constitución de la Segunda República Española, así como un análisis de la consideración religiosa en la Constitución de 1978, aún vigente.
El capítulo cuarto está consagrado a la fallida Constitución Europea, cuyo preámbulo fue amplio objeto de debate. El reconocimiento o no del cristianismo como fuente espiritual de Europa será objeto de un estudio histórico pero también ideológico. En este capítulo valoraremos las posiciones laicistas y cristianas respecto a lo que fue el proyecto de un Tratado que no obtuvo unanimidad en la Unión Europea.
Finalmente, el capítulo quinto, desarrolla un estudio acerca de las bases liberales de las democracias occidentales contemporáneas. Se trata de unas líneas de obligado cumplimiento a tenor de la importancia que, en el discurso filosófico contemporáneo, ha tenido el doble debate de Habermas con intelectuales destacados: el primero con John Rawls, acerca del las posibilidades procedimentales del contrato social en las sociedades contemporáneas partiendo del famoso Debate sobre el liberalismo político. El segundo con Joseph Ratzinger, en torno a la fundamentación moral de la praxis política, que tiene como base la no menos conocida Dialéctica de la secularización.
Con ello se cierra un estudio que pretende —como ya se ha dicho— perfilar las bases de una futura investigación, abriendo diversas vías de estudio sin agotar ninguna de ellas.
1. A MODO DE INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
La relación existente entre el fenómeno religioso y el poder se remonta al origen mismo de la historia de la humanidad. Poder y religión establecen una solución de continuidad desde el inicio de la civilización y, el casode Occidente, no podía ser menos. Sociedad y religión, lo humano y lo divino, como fundamento extrínseco de la existencia humana y de su ordenamiento social, vienen imbricados desde los albores del pensamiento. Podríamos realizar un recorrido por las diferentes civilizaciones que entraña la historia de la humanidad y, de una u otra forma, no hallaríamos excepciones.
Podemos remontarnos al principio de los tiempos y encontraríamos un fenómeno universal y recurrente del que ninguna sociedad ha escapado. La función religiosa está, bajo una diversidad de manifestaciones, presente en toda sociedad humana. Para Mircea Eliade, el origen fundacional de las sociedades está sustentado en fundamentos sagrados. Toda sociedad requiere remitirse a un tiempo instaurador que, si bien en la actualidad alude a los distintos procesos constituyentes, en otras tradiciones supone la separación rigurosa de los individuos del presente respecto al tiempo instaurador. Desde el punto de vista jurídico ello garantiza que ningún hombre pueda hablar en nombre de la norma porque ésta alcanza el rango de sacralidad. En palabras de Gauchet:
Lo que da sentido a la existencia, lo que dirige nuestros gestos, lo que sostiene nuestras costumbres, no proviene de nosotros, sino de antes, y no de hombres como nosotros,sino de seres de otra naturaleza cuya diferencia y cuyo carácter sagrado consisten, sobre todo, en que fueron creadores, mientras que desde entonces solo ha habido seguidores; no hay nada en lo que es que no tuviera fijados su lugar y su destino en estos tiempos de adviento a los que ha sucedido nuestro tiempo de repetición1.
La Antigüedad
Grecia
En Grecia, pilar básico de nuestro pensamiento filosófico, de nuestra historia como civilización occidental y de lo que tardaríamos siglos en denominar Europa, podríamos asumir que el paganismo2 lleva implícito una comprensión de lo sagrado3 y también de lo religioso que dista mucho de cualquier consideración laicista o atea. Lejos de ello, es digna de resaltar la inmanencia de lo religioso en el orden social pues, como señala Châtelet: «la religiosidad está siempre en las costumbres bajo forma de ritual, de prácticas cotidianas, de impregnación del comportamiento y el imaginario; en las ciudades griegas, autoridad política y actividad religiosa son indisociables y ello no en virtud de una conjunción de esos poderes separados, sino porque siempre han estado unidos»4, a lo que cabe hacer extensiva la inmanencia, en el orden sociopolítico, del estatuto de lo divino5.
Mundo natural, ámbito social y mundo sagrado quedan entrelazados en la comprensión griega del hombre y sus relaciones de manera teórica y práctica. La polis griega entraña una estructura urbanística que excede la consideración puntual de la monumentalidad de las edificaciones. Acrópolis y ágora forman el irresoluble vértice de la vida de los hombres libres de Atenas. Lo sagrado y lo social vienen a configurar la comprensión de lo humano pues, fundamentalmente, la vida viene a desarrollarse a partir de una concepción antropológica sobre quién se es, por qué se es y qué se debe ser. El pensamiento filosófico no pretende entrar en conflicto con la cosmovisión general que heredan los griegos de la tradición mítica. Muy al contrario, Platón recurre con frecuencia al mito, como elemento didáctico y justificador de su visión del cosmos, del hombre y de la sociedad. Visión, por otra parte, fundante de la filosofía que, durante siglos, ha desarrollado Occidente y que, lejos de desechar el elemento sagrado, lo incorpora al pensamiento en forma cortejos celestes donde las almas libres conocen las Ideas junto a los dioses o, precisamente en una discusión de plena actualidad, reclama un modelo educativo, paideia, que sea digno de los dioses y suponga para los jóvenes un estimulante modelo que muestre la virtud.
El carácter aproiórico del conocimiento es presentado simultáneamente como de origen divino pues, son los inmortales dioses que habitan en lo celeste, quienes gozan del perpetuo conocimiento de las Ideas, organizadas jerárquicamente y, en cuya cúspide, encontramos el Bien. Inicialmente para Platón el Bien era, como para su maestro, un problema ético. No obstante, el análisis de las circunstancias deontológicas que pudieran derivar en diversas formas de relativismo, lleva al pensador ático a investigar por la vía epistémica: la Verdad es una Idea extraordinariamente elevada que impele al sujeto a través de la atracción erótica pero que no se tiene como finalidad en sí misma. El ser está en el vértice de esta investigación y es precisamente quien ilumina toda realidad, toda Idea menor. La plenitud del ser es el Bien. El problema del Bien ha derivado así, en un asunto ontológico y, consecuentemente, el orden cósmico iluminará el orden natural y, en correlativa proyección, el orden social6.
El conocimiento es, pues, la base del buen ordenamiento social que llevará a Platón a postular la conveniencia de que los filósofos dirijan la sociedad, para una mejor consecución de la virtud que llevará al conjunto social a la felicidad. Los elementos divinos de la religión pagana griega están continuamente presentes en el discurso platónico, sin que pueda suponer escándalo alguno para sus contemporáneos. De hecho, hay una elaborada teología civil en el pensamiento de Platón quien en la República 7, a propósito de la educación de los guardianes, insta a la eliminación de aquellas fábulas de carácter mítico que puedan deformar la imagen de los dioses, sugiriendo dos cuestiones: que la divinidad es buena y que por lo tanto no es causa del mal, sino solo del bien; y que la divinidad ni se transforma, ni engaña, ni miente: «la divinidad es un ser perfectamente simple y verdadero: verdaderas son sus palabras. Y no cambia ni engaña a los otros»8.
Sociedad, educación y dioses suponen una irremediable solución de continuidad en un mundo en el que la acusación de impiedad le costó la vida a Sócrates.
Tampoco el pensamiento aristotélico establece rupturas graves respecto a esa comprensión global del orden del universo, del orden social y de la configuración del individuo concreto dentro del consecuente orden moral. La heterodoxia platónica o el afianzamiento de la tradición en Aristóteles suponen, una comprensión ontológica que viene a derivar en una visión de lo permanente de la cual dependerá la actividad práxica. La areté platónica y la aristotélica suponen —ambas— una comprensión antropológica que marca directamente el camino del perfeccionamiento social y personal, pues la virtud que desarrolla al individuo tiene inexcusables implicaciones morales y políticas que revierten en la sociedad. Por tanto, la cuestión política se convierte en uno de los ejes del pensamiento griego clásico. Los hombres y sus relaciones, es decir, la dimensión práxica de la actividad humana «constituye el punto central a partir de la cual se distribuyen los géneros culturales nuevos, nacidos del hecho de la polis, y se reactivan los antiguos».Es claramente el caso de «la religión y la religiosidad, que nunca están ausentes en la realidad cívica» griega9.
Pero, curiosamente, la civilización que dio origen al pensamiento filosófico y científico de Europa, no era Europa. Al menos en cuanto a la noción o el proyecto que actualmente entendemos como Europa. Ni los griegos de la antigüedad, ni siquiera los del clasicismo, pensaban en una realidad sociopolítica más allá de sus fronteras geográficas y culturales. Ellos no ignoraban la existencia de otros pueblos y costumbres, sino que, en la búsqueda de su propia identidad, un griego no podía aspirar a ser otra cosa superior. La polis se presentaba como el microcosmos idóneo que hacía posible la humanización a todos los niveles. La buena ordenación, por lo tanto, es una ordenación política y moral siguiendo el modelo dominante por entenderse también que es el más civilizado, el más humano10.
Roma
Mucho más marcada es la imbricación de los fenómenos religioso y político en Roma. El efecto social que los dirigentes romanos ejercían sobre la población, a veces, rozaba el misticismo. No es cuestión de desarrollar aquí un ensayo acerca de los procesos de legitimación del poder político o de justificación del poder religioso. Lo cierto es que imperium y potestas se hallan en la fuente del ideario imperial de Roma requiriendo una consagración bajo la doble elección, divina y popular, donde se aconseja a los magistrados el ejercicio de la auctoritas de orden moral sobre la religión y la política como guardianes de la tradición romana (Schmidt)11. Son muchas las reminiscencias que encontramos en la arquitectura civil romana que avalan el carácter sagrado del poder, así como la supeditación de los hombres a las distintas divinidades. Altares y hornacinas, lares e innumerables referencias a las deidades, que están presentes en la vida de la ciudadanía romana y de sus mandatarios.
Roma abarcaba toda la cuenca del Mediterráneo: desde el Oriente Medio hasta la Península Ibérica, incluyendo el norte de África y la Península Itálica, a las que se añadían Britania, Galia y la franja situada entre los ríos Rin y Danubio... La idea de identidad cultural aglutinada por un poder político centralizado, con un gran aparato administrativo, fue reforzada por la gran dotación de obras públicas que garantizaban las comunicaciones y los abastecimientos básicos de agua; por el latín como lengua vehicular del Imperio, por la moneda como elemento primordial que facilitaba las transacciones económicas, por una una innegable tolerancia religiosa, siempre abierta a nuevas deidades y prácticas cultuales compatibles con el Estado y, entre otros muchos legados, por un gran desarrollo del Derecho. La ley es el fundamento de las relaciones humanas dentro del Imperio que otorga identidad (ciudadanía) y capacidad para su ejercicio. Un magnífico escenario para que una nueva religión se extendiera por el mundo civilizado de Occidente. El cristianismo nace y crece en Roma. Pero hay que reconocer que este otro pilar tampoco es Europa. Los límites geográficos, étnicos y culturales de Roma no permiten al investigador situar Europa en el marco histórico del Imperio. Ni era ese el proyecto de los estadistas romanos a lo largo de la historia. Más allá de los confines de Roma seguía habiendo bárbaros por lo que civilizar era romanizar. No estaba Europa bajo el dominio de Roma, ni Roma creó Europa.
El paso de la República al Imperio supuso una crisis jurídico-política que implicó graves consecuencias para los cristianos dentro de Roma, dando lugar a las persecuciones por causa del rechazo de éstos a rendir culto al emperador. Con la liberalización del cristianismo dentro del Imperio y su posterior designación como religión oficial, la comprensión de las relaciones entre el poder y la religión adquirieron una dimensión distinta. Augusto Galerio publica en el año 311 un edicto con el que rectifica su política religiosa dotando al cristianismo de derecho de existencia legal, con lo que, la nueva religión monoteísta, derivada de la tradición judía, recibía del Imperio un estatuto oficial de tolerancia y dejaba de ser una superstición ilícita. Con este edicto los cristianos gozaron de libertad de reunión, libertad de culto y estaban facultados para construir templos dedicados a su Dios. Pero será en el año 313 en el que Constantino I el Grande y Licinio firmarán el Edicto de Milán, a través del cual se decretaba en Roma una libertad religiosa sin excepciones. Hacia el año 324 Constantino comenzaría a ser el único soberano de la totalidad del Imperio, promulgando dos edictos más con el propósito de instaurar la paz religiosa en Oriente y garantizar a todos el ejercicio de su culto, pronunciándose con afinidades cristianas, instando y exhortando a sus súbditos a «servir con toda reverencia la ley divina».
Una vez más, el elemento religioso aparece de manera extraordinariamente relacionada a las prácticas públicas, sociales y políticas. Pero esta vez hay un paso decisivo pues, es el comienzo del declive de las prácticas paganas, en favor de una religión monoteísta con mayor carga racional: el cristianismo.
Sería el emperador Teodosio quien proclamara la constitución Cunctos Populos el año 380 ordenando la adhesión de todos los pueblos del Imperio a la fe cristiana, cuya desobediencia incurriría en la pena de infamia legal. El cristianismo va a ser desde ese momento la religión oficial del Imperio.
Siguiendo estas premisas, la nueva religión imperial desarrollaría una gran influencia en la estructura social. La primera de ellas sería la división entre clérigos y laicos dentro de las propias comunidades cristianas. En el siglo iii ya se conoce la institución de los grados menores y mayores en la jerarquía del Orden. Pero, además, Constantino concedería a los clérigos una serie de excepciones a la ley común, que se conocerían como «privilegios clericales», entre los que destacaba el «fuero» que sustraía a los eclesiásticos de la competencia de la administración secular. El peculio clerical y las inmunidades fiscales elevaban al estamento eclesiástico a una situación de clara ventaja frente al laicado. Además, este último vería gradualmente restringidas sus intervenciones en la vida de la Iglesia. Se iba asentando así la actual estructura eclesial.
Hay que considerar aquí, con Dawson12, que los comienzos de la cultura occidental deben buscarse, precisamente, en la nueva forma de espiritualidad surgida tras el declive del Imperio Romano, siendo la conversión de los pueblos bárbaros del norte, uno de los factores decisivos para activar el crisol que daría origen a nuestra cultura. Dawson considera que «la destrucción de la organización política del Imperio Romano había dejado un gran vacío que ningún rey o general bárbaro pudo llenar y estevacío fue colmado por la Iglesia»13. Esta tesis histórica, que sitúa el origen de Europa en el cristianismo, viene avalada por su propia contundencia documental pero, además, es una fuerte línea de trabajo de investigadores de reconocido prestigio en los campos histórico y filosófico donde podemos citar nombres como Lucien Febvre, Jacques Le Goff, Luis Suárez, Giovanni Reale, Julián Marías o Etienne Gilson, entre otros.
En este intervalo de declive, cambio y surgimiento de órdenes políticos, culturales, sociales y religiosos, se hace necesario buscar un hilo conductor, un elemento común que nos ayude a designar aquello que implica unidad; dentro de la diversificación de lenguas, costumbres, etnias y poderes. Buscar un elemento que le permita a un individuo, de cualquier lugar de lo que actualmente llamamos Europa, sentirse parte de algo superior. Debemos hallar el espíritu de ese mundo que surge con los albores de lo que, a lo largo de los siglos, hemos dado en llamar civilización occidental y que, aunque hunda sus raíces en Grecia, Roma y la tradición veterotestamentaria, no es ninguna de ellas y de ellas se hace deudora. ¿Dónde está, entonces, Europa? ¿Cómo nace? Es difícil determinar cómo ni quién designa el nombre de Europa. En los primeros siglos de nuestra era, tras la escisión del Imperio en Oriente y Occidente, el primero siguió usando el nombre de Romano, si bien la historiografía lo designó como Bizancio. Sin embargo, en Occidente, la unificación carolingia sería una pretensión de rehacer el Imperio Romano en este lado del Mediterráneo que, aunque efímera, implicará la consolidación de algo nuevo: la Cristiandad.
La Edad Media
La Cristiandad: origen de Europa
Parece ser que el biógrafo de Carlomagno, Eghinardo, siguiendo la tradición isidoriana en su metodología, designa a su héroe como «señor de Europa». Pero el nombre de Europa no llegó a extenderse de manera inmediata por los ámbitos culturales que preferían hacer uso de otras designaciones como Christianitas o Universitas christiana, haciendo clara alusión al trasfondo espiritual de la empresa de reconquista y fundación de los espacios hispanos e italianos perdidos tras las invasiones islámicas. Consideramos, entonces, que Carlomagno supone la prefiguración de la Europa histórica cuya extensión viene a coincidir conla Iglesia de Roma. Siendo, precisamente, el elemento religioso, el factor decisivo de la conformación del espíritu de aquella civilización, forjada por una organización político-religiosa que se reconocía a sí misma como Cristiandad:
La cristiandad es una formación unitaria en el sentido de que une a los hombres que, pese a todas sus diferencias, tienen un rasgo común, que es la obediencia romana [...] La cristiandad posee una fe común, un ideal común, un lenguaje común. Pero la cristiandad no es un estado, aunque tiende a dotarse de partes de estado. La cristiandad abarca varios estados, que debe vigilar constantemente, controlar, unir. La cristiandad, por encima de esos estados, desempeña la función de un superestado, o mejor dicho, añade a las instituciones de esos estados sus propias instituciones, las instituciones cristianas que poco a poco transforman un conjunto desigual de reinos y principados fragmentarios en un mundo ordenado, coherente y consciente de serlo14.
Evidentemente, somos conscientes de lo controvertido que puede llegar a ser el término Cristiandad y sus derivaciones interpretativas a lo largo del tiempo. De un lado está la visión fundadora del espíritu y la realidad europea, que es la que aquí se sostiene; de otro, hay versiones que podríamos denominar de la «sospecha», que se sustentan sobre una pretendida imagen oscurantista de la Edad Media. Así nos lo hace notar Pierre Griolet considerando que «para un laicismo militante la Cristiandad es un bloque de oscurantismo desgarrado por la llama de las hogueras [...] para los viejos catecismos la Edad Media es la hora de la fe de todo un pueblo»15. De una u otra forma, de lo que no nos puede caber la menor duda, es de la importancia de este período de la historia en la configuración cultural, política y social de Europa. Una configuración que va forjando, igualmente, una antropología que está en la base misma de nuestra comprensión actual de lo humano.
Religión y ordenación política, la identidad entre cristiano y ciudadano es, precisamente, el cumplimiento de la propuesta paulina: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados os habéis revestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 26-28).
El historiador Lucien Febvre expresa magistralmente el problema de la europeidad, ubicándolo en el ya mencionado sentimiento de identidad que radica en el espíritu cristiano medieval, a partir de una hipotética situación que experimenta un hipotético vecino de Lyon y que no me resisto a reproducir:
Imaginemos a un vecino de Lyon, Lugdunum, en el siglo iv de nuestra era, que viaja. ¿Dónde empieza paraél la sensación de extrañamiento total? En Roma se encuentra como en su casa; en Gades de Bética, también; y lo mismo en Cartago. Si pertenece a la aristocracia senatorial, es posible que tenga fincas en Grecia o Asia Menor. No es ningún intruso en los ambientes cultos de Antioquía o Alejandría. Pero si pasa el Rin o el Danubio, está en tierra de bárbaros. Todo es extraño para él.