El combate de la oración - José Brage - E-Book

El combate de la oración E-Book

José Brage

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Beschreibung

Nada hace la vida más feliz y da más consuelo en esta tierra que la vida de oración. Y, sin embargo, muchos no saben cómo orar. La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Es un combate contra nosotros mismos y las astucias del Tentador, que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. En este libro encontrarás algunas orientaciones prácticas para ayudarte a vencer este combate y entrar por caminos de oración.

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JOSÉ BRAGE TUÑÓN

El combate de la oración

Orientaciones para la vida de oración

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by José Brage Tuñón

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6459-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6460-6

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6461-3

ÍNDICE

Introducción

I. Trilogía de la oración (antes)

2. Trilogía de la oración (durante)

3. Trilogía de la oración (después)

4. Compunción y agradecimiento

5. Alabanza

6. Intercesión

7. La oración, un gemido

8. ¿Cómo nos habla Dios?

9. ¿Cómo se descubre la vocación?

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

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Notas

INTRODUCCIÓN

Estamos hechos para amar y ser amados. Es lo que buscamos en todo, lo que nos mueve constantemente. Pero no nacemos sabiendo amar. Hemos de aprenderlo. Para ello tenemos un Modelo inigualable: Jesucristo, Nuestro Señor. En Él, palpitando vivo de amor en la Eucaristía y en los Evangelios, aprendemos quiénes somos cada uno de nosotros. Y contamos con un Maestro insuperable: el Espíritu Santo, que viene en nuestra ayuda con sus dones y gracias, infundiendo su Amor en nuestros corazones.

Dice el libro de los Proverbios: «Hierro se afila con hierro, y el hombre se afila en el trato con su prójimo» (Prov, 27, 17). En algunas otras traducciones se lee: «Hierro se afila con hierro, y el alma del amigo se afila con el alma del amigo». ¿Dónde podemos aprender a amar como ama Jesucristo, nuestro único Modelo? Evidentemente en el trato de amistad con Él, es decir, en la oración. Ahí es donde nuestra alma se «afila» con el alma de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, y nos hacemos semejantes a Él, nuestro Amigo. Y esto de una manera inconsciente: por el simple «roce», como pasa entre amigos. No es solo que nosotros consideremos en la oración un rasgo del Corazón de Jesús, nos admiremos y procuremos consciente o inconscientemente imitarle, atraídos por su Belleza, que también; sino que, misteriosamente, en la oración, el Espíritu Santo nos va transformando el corazón, haciéndolo más y más parecido al del Señor, más capaz de amar como Él: «Hierro se afila con hierro, y el alma del amigo se afila con el alma del amigo». Por eso, el camino de la oración es el camino para aprender a amar como Jesús.

Vamos a meditar, por tanto, sobre la oración: qué es, qué disposiciones y actitudes se requieren, cómo hacerla, qué hacer después de orar con las luces y propósitos, qué tipos de oración hay, cómo habla Dios en la oración, cómo puedo oír su llamada a seguirle, etc.

Precisamente porque este es un libro para orar, el lector encontrará de vez en cuando que el estilo del texto cambia a cursiva: sucede cuando me dirijo en primera persona a Dios o a la Virgen, como una invitación a dirigirse personalmente, de tú a Tú, al Señor, y entrar de ese modo en oración. Por otra parte, las citas de la Sagrada Escritura van en negrita, para resaltar su importancia como Palabra de Dios.

I. TRILOGÍA DE LA ORACIÓN (ANTES) «La oración es un don de Dios»

En esta meditación nos fijaremos en algunas de las cosas que necesitamos hacer antes de orar, porque con frecuencia lo más importante para la vida de oración no es lo que se hace en los ratos dedicados a rezar, sino lo que se hace fuera de ellos, en otros momentos.

Cabeza clara: tres ideas madres

No sé si has visto una película antigua titulada El milagro de Anna Sullivan, dirigida por Arthur Penn en 19621. Cuenta la historia de Helen Keller, una joven sorda y ciega desde la infancia debido a un caso grave de escarlatina, que es incapaz de comunicarse con los demás. En su frustración, sufre frecuentes arrebatos violentos e incontrolables de ira destructiva. Incapaces de ayudar a su hija, sus padres contratan a una experta, Anna Sullivan, para que les eche una mano con Helen. Aunque inicialmente es recibida con rabia por Helen, la tenacidad amorosa de Anna consigue poco a poco abrir una brecha en los muros de silencio y oscuridad que aíslan del mundo a la joven, al lograr una conexión entre las señales de sus manos y los objetos. De este modo, la alegría invade el corazón de Helen, a medida que es capaz de relacionarse con las personas que le rodean, y experimentar su amor.

La primera idea que necesitamos tener clara es esta: «El hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios»2. El hombre es capaz de Dios. No estamos encerrados en nosotros mismos: por muy pecadores que seamos, por mucha frialdad que haya en nuestros corazones, por muy lejano que sintamos a Dios, por muy sordos que estemos para su Voz, por muy ciegos que seamos para lo sobrenatural, hay un germen en nosotros que nos hace capaces de oración, y siempre es posible encontrar un camino para relacionarnos con Dios. Así lo explicaba san Juan Pablo II: «La descripción de la creación (Cfr. Gen 1-3) nos permite constatar que la “imagen de Dios” se manifiesta sobre todo en la relación del “yo” humano con el “Tú” divino. El hombre conoce a Dios, y su corazón y su voluntad son capaces de unirse con Dios (homo est capax Dei)»3.

En efecto, creados a imagen y semejanza de Dios, contamos con ese chispazo divino —el espíritu— que nos asemeja y nos permite entrar en íntima relación con Él: conocerle y amarle. El hombre no está encerrado en los límites estrechos de lo corpóreo, puede entrar en contacto, ya en esta vida, con realidades espirituales superiores: es la apertura a la trascendencia. Esto es la oración. Todo el hombre, espíritu encarnado, cuerpo espiritualizado, es capaz de oración: no solo el alma, también el cuerpo, los sentidos, los sentimientos. Aquí está su mayor grandeza y dignidad. Por eso, no solo existe esta posibilidad, sino que hay una verdadera necesidad. Sin la oración, el hombre queda capitidisminuido, incompleto, frustrado. Sería como mutilar el espíritu y frustrar sus capacidades.

Imaginemos por un momento que una persona llega al Cielo y allí se entera de que todos los demás en esta vida realizaban frecuentes viajes «astrales»: de noche, sus espíritus abandonaban sus cuerpos y salían volando por la ventana hacia el cielo estrellado, donde se reunían en un alegre y animado paseo nocturno, para regresar antes del alba, completamente descansados y revitalizados. Probablemente, esa persona mostraría una gran sorpresa y cierta indignación al enterarse: «Pero ¿cómo? ¿Todos vosotros lo hacíais? ¿Por qué nadie me dijo nada a mí?». Y los demás le mirarían con cierta pena y compasión: «¿Pero de verdad que nunca lo experimentaste? ¡Si era lo mejor de la vida! ¿Cómo pudiste vivir sin esto?». Pues bien, en una situación semejante se encuentra quien no hace oración: se está perdiendo lo mejor de la vida y, cuando llegue al Cielo —si llega— se lamentará del tiempo perdido.

¡Señor, que no me pase a mí! Porque, en el fondo, aunque sea de modo inconsciente, es lo que realmente anhelo y busco con todo mi ser: entrar en contacto contigo, con mi Creador; del que soy imagen y semejanza. No hay deseo más fuerte en mí que el deseo de comunión en el amor contigo. Perderme en Ti, recibir tu Amor infinito y eterno en mi corazón y quedar plenamente saciado. Ese es nuestro destino. Y eso anticipamos, veladamente y entre sombras, en la oración. Por eso, rezamos con el Salmo:«Y tú, Yahveh, no contengas tus ternuras para mí»(Sal 40, 12). Renunciar a la oración, Señor, sería renunciar a la felicidad. Recuerdo lo mucho que me impresionó escuchar a un joven, después de que hubiera tenido por primera vez la experiencia de una oración íntima con Dios, decir que, en realidad, lo que buscaba en sus frecuentes caídas de impureza era «eso»: algo semejante a lo que había experimentado en ese rato de oración, por la gracia de Dios. Y, de hecho, desde aquel momento, dejó de tener esas compensaciones de impureza. Todos buscamos lo mismo: a Ti, Señor. Nos hiciste para ti, y nuestros corazones estarán inquietos hasta que descansen en Ti. ¿Cómo no hacer oración?

La segunda idea madre que hemos de tener clara es que la oración contemplativa es, sobre todo, un don de Dios4. Es un don que consiste en la entrega del mismo Dios a nosotros. Por tanto, no es fruto de una técnica. «El mejor método de oración es no tenerlo, porque la oración no se obtiene por técnica, sino por gracia»5, decía santa Juana de Chantal. Eso sí, se requiere nuestro esfuerzo por acoger ese don y hacerlo fructificar, quitando los obstáculos al Espíritu Santo.

Una consecuencia es que no debo cuadricularme ni asfixiarme con esquemas rígidos. He de encontrar mi propio método de tratar a Dios, pues no hay un método único: «Hay muchas, infinitas maneras de orar»6, decía san Josemaría. Las almas son tan distintas como los rostros: no hay dos iguales. Tú mismo nos lo dijiste:«El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3, 8).

Otra consecuencia es que me he de llenar de alegría, porque si es don, ¡puedo! Lo más importante en la oración no es lo que hacemos nosotros —¡tendríamos motivos para intranquilizarnos!—, sino lo que haces Tú, Dios mío. Y en Ti sí puedo confiar. En el fondo, el núcleo de mi oración es aceptar ese don que Tú me concedes con amor agradecido, quererlo que me das, identificar mi voluntad con tu Voluntad. A Ti solo te agrada el sacrificio de mi libertad, que es lo único que puedo ofrecerte, el amor de mi corazón: lo único que no tienes si yo no te lo doy. Así me lo enseñó una joven hace años. Me decía: «Estoy muy contenta porque me he dado cuenta de que hay algo que Dios no tiene y solo yo puedo darle: el amor de mi corazón».

Por eso C.S. Lewis advertía:

Algunos van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser amado de la tierra. Sería muy deseable —por lo menos eso creo yo— que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido; pero el problema de si amamos más a Dios o al ser amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es —al presentarse esa alternativa—, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?7.

La tercera y última idea madre es distinguir qué es oración y qué no es oración. Sabemos que la oración es hablar con Dios8. Pero ¡ojo!, porque la oración es mucho más: es estar con Dios, es mirar a Dios, es poner el corazón en Dios, es entrar en contacto con el misterio de Dios. Así lo han experimentado los santos. Santa Teresa de Jesús: «No es otra cosa la oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama»9. «Tratar» es «estar con». Los amigos no están todo el rato hablando… sería agotador. Santa Teresa de Lisieux: «Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría»10. Un impulso, una mirada, un grito…, no solo hablar. Lo mismo decía san Josemaría: «Oración es, a veces, una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras veces es una petición con palabras; otras, las buenas obras, los resultados de la fidelidad. Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios nuestro Señor; y eso es oración. O como está el perrillo fiel a los pies de su amo. No os importe decírselo a veces: Señor, aquí me tienes, como un perro fiel; o mejor, Señor, como un borriquillo que no dará coces a quien le quiere»11. La oración, por tanto, puede consistir en muchas cosas, pero siempre inspiradas por el amor. Por tanto, en la oración no se trata de «hacer» sino de «amar». Y amar no es sentimentalismo: el amor verdadero tiene obras, pero las obras no son siempre fruto de un amor verdadero.

Lo que no es la oración, Señor, es pensar yo solo, aunque sea sobre Ti o un tema espiritual. Tampoco es una agotadora introspección psicológica sobre mi propia conducta, ni un monólogo, ni un discurso bonito, ni un rato de lectura. Mucho menos, una ocasión para organizarme el día, o para preparar una charla que he de dar… La oración es estar contigo. ¡Enséñame, Señor! En una novela de Sigrid Undset, el protagonista descubre a un amigo católico rezando, y al saber que no está pidiendo por nada especial, le pregunta si es que los católicos formulan rezos con el solo propósito de orar. El amigo le responde: «¿Con el solo propósito de hablar? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué se va a rezar si no? Verdad es que en ocasiones uno reza porque siente algo especial en el corazón. Pero la mayor parte de las veces se reza por rezar. Es una cosa parecida a lo que ocurre cuando se reúne uno con gente a quien conoce y trata con frecuencia. Por lo general se reúne uno con ellos para gozar de su compañía, porque se les tiene cariño y se está a gusto a su lado: porque le agrada a uno conversar con ellos»12. Eso es la oración.

Cuatro disposiciones necesarias para la vida de oración

La vida de oración se alimenta y crece por medio de esos ratos diarios —quince, treinta, cuarenta minutos— dedicados específicamente a estar exclusivamente con Dios en silencio. Pero se da la paradoja de que, «con frecuencia, lo que es fundamental para el progreso y la profundidad de nuestra oración, no es lo que hacemos en esos momentos, sino lo que hacemos fuera de ellos»13. Se trata de las disposiciones que hemos de fomentar a lo largo del día, para acoger lo mejor posible ese «don» amoroso en que consiste la oración.

Aversión habitual al pecado y entrega a Dios

Sin duda, la primera disposición necesaria para orar es la de aversión habitual al pecado. El pecado es totalmente incompatible con ese don de Dios en que consiste la oración. La frase del endemoniado de Gerasa, atormentado por la presencia de Jesús, es bastante ilustrativa: «¿Qué tengo que ver yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo?» (Mc, 5, 7). La respuesta es: nada. Entre Dios y el diablo no hay nada en común. El pecado es totalmente opuesto a Dios. El pecado es esencialmente aversio a Deo et conversio ad creaturas, rechazo de Dios y entrega a las criaturas o, como lo describía san Agustín, «el amor de sí que llega hasta el desprecio de Dios»14. Necesitamos una vida limpia, la confesión frecuente y contrita, para acoger el don de la oración.

En una homilía pronunciada el 4 de abril de 1954, precisamente sobre la oración, san Josemaría animaba:

Yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: «No todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos» (Mt, 7, 21). Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado15.

Se trata de evitar la hipocresía de tener una reserva interior, una parcela de mi vida en la que no dejo entrar a Dios, un afecto desordenado que no lucho por corregir, una mala compensación periódicamente consentida, una falta de sinceridad consciente en la dirección espiritual que no quiero sanar, una voluntaria negativa a perdonar…: todo eso esteriliza mi vida de oración16. Señor, ¿yo puedo decirte de verdad:«Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero» (Jn 21,17)? ¿Yo puedo decir que estoy dispuesto a todo con tal de no ofenderte, que no quiero negarte nada? ¿De verdad? ¿No? Pues mientras sigas así el paraíso de la oración te está vedado.

Naturalmente, esto no quiere decir que tengamos que ser perfectos para poder orar. Los defectos y debilidades no me impiden hablar contigo, Señor, cuando trato de combatirlos. Es más, con frecuencia, mis propias faltas, si reacciono con humildad y rectitud, sin escrúpulos, me pueden ayudar mucho a la oración. Hay un ejemplo estremecedor que narra santa Teresa de Calcuta:

Estando en nuestra casa de Nueva York para enfermos de SIDA, un joven tuvo que ser hospitalizado. No se había confesado ni recibido la comunión en veinticinco años. Me mandó llamar y me dijo a solas:

—¿Sabe, Madre Teresa? Cuando tengo un terrible dolor en la cabeza lo comparo con el dolor que sintió Jesús cuando lo coronaron de espinas. Cuando siento ese terrible dolor en la espalda lo comparo con el que sintió Jesús cuando lo flagelaron. Cuando siento ese terrible dolor en las manos y en los pies lo comparo con el dolor que sintió Jesús cuando lo crucificaron. Le pido que me lleve de vuelta a casa. Quiero morir con ustedes.

Le pedí permiso al doctor para llevármelo a casa. Lo puse en la capilla. Jamás he visto a nadie hablar con Dios del modo como le habló ese joven. Había un enorme y comprensivo amor entre Jesús y él. Pasados tres días murió17.

Muchas veces los pecadores arrepentidos rezan mejor que los engreídos que se creen perfectos, como muy bien nos los recordaste, Señor, con aquella parábola del fariseo y el publicano que entran en el Templo a orar:

Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que este bajó justificado a su casa, y aquel no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado» (Lc 18, 10-14).

Jesús, ayúdame a ser muy sincero conmigo mismo para reconocer mis culpas, y muy humilde para acudir a Ti con confianza, con el corazón lleno de amor y deseos de desagravio, sin fijarme demasiado en mi debilidad y miseria. Así evitaremos este peligro que muchos autores han puesto de relieve: «Suele ocurrir que, cuando hemos cometido alguna falta, cuando estamos avergonzados y descontentos de nosotros mismos, aun sin abandonar completamente la oración, dejamos pasar algún tiempo antes de volver a ella, el mismo tiempo que tarde en atenuarse en nuestra conciencia el eco de la falta cometida. Ese es un error muy grave, y pecamos más por él que por el primero. En efecto, significa una falta de confianza en la misericordia de Dios, un desconocimiento de su amor; y eso le duele más que todas las tonterías que hayamos podido cometer»18. San Josemaría nos daba la clave para lograrlo: hacerse niños delante de nuestro Padre Dios, y no alejarnos jamás de Él: «Que tus faltas e imperfecciones, y aun tus caídas graves, no te aparten de Dios. El niño débil, si es discreto, procura estar cerca de su padre»19.

Por tanto, se trata de fomentar en nuestro interior la disposición habitual de entrega sin condiciones, la aspiración sincera a la santidad. Para que Dios se nos entregue, hemos de entregarnos nosotros a Él primero. Basta que nosotros pongamos un poquito de nuestra parte para que Él se vuelque. Aquellas palabras de Pedro, tras contemplar la negativa del joven rico a dejarlo todo para seguir al Señor: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (cfr. Mc 10, 28), merecieron del Señor la promesa del ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Ibidem, 30).

Huir del anonimato en la oración

La segunda disposición para ser alma de oración es huir del anonimato. Recuerdo, Señor, aquella ocasión en Cesárea de Filipo —te imagino sentado en unas rocas del camino, al atardecer— en que comenzaste a preguntar a tus discípulos: