El Concepto del Continuum - Jean Liedloff - E-Book

El Concepto del Continuum E-Book

Jean Liedloff

0,0
9,10 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El alimento para sustentar el cuerpo y las caricias para alimentar el alma ni se ofrecen ni se niegan, sino que siempre están disponibles. Ofrecer a un niño más o menos ayuda de la que pide es perjudicial para su desarrollo. A la luz del principio del concepto del continuum, para un adecuado desarrollo físico, mental y emocional, los seres humanos necesitamos de aquellas experiencias para las que nuestra especie se ha adaptado durante el largo proceso de evolución. Para un bebé, este tipo de experiencias incluyen: -Contacto físico permanente con la madre, un familiar o cuidador o cuidadora desde el nacimiento. -Dormir en la cama de sus padres hasta que el bebé deje de necesitarlo por sí mismo, lo que ocurre alrededorde los dos años. -Lactancia materna a demanda en respuesta a las señales corporales del bebé. -Estar permanentemente en brazos o en contacto físico con alguna persona hasta que comience la fase dearrastre y gateo, en torno a los seis u ocho meses. -Contar con cuidadores dispuestos a atender de inmediato las necesidades del bebé sin emitir juicios, mos-trar descontento ni invalidar sus necesidades. -Satisfacer sus expectativas de que es un ser innatamente social y cooperativo, un ser bienvenido y digno.Una vez reconozcamos plenamente las consecuencias del trato que damos a los bebés, a los niños, unos a otros y a nosotros mismos, y aprendamos a respetar el verdadero carácter de nuestra especie, podremos descubrir con mucha más profundidad nuestro potencial para el bienestar.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



El Concepto del Continuum

En busca del bienestar perdido

Jean Liedloff

Editorial OB STARE

El Concepto del Continuum

En busca del bienestar perdido

© Jean Liedloff (por los textos)

© Núria Martí (por la traducción)

© Jesús Sanz Sánchez (por la fotografía de la cubierta)

© Editorial OB STARE (para esta edición)

www.obstare.com | [email protected]

ISBN: 978-84-942606-2-9

Índice

Introducción

Capítulo 1: Cómo cambiaron mis ideas de una forma tan radical

Capítulo 2: El concepto del continuum

Capítulo 3: El inicio de la vida

Capítulo 4: Desarrollo

Capítulo 5: La falta de las experiencias esenciales

Capítulo 6: La sociedad

Capítulo 7: El restablecimiento de los principios del continuum

Sobre la autora

Introducción

Tres meses antes de publicarse este libro por primera vez en 1975, una amiga me pidió que le dejara la prueba impresa a una pareja que esperaba su primer hijo. Más tarde conocí a Millicent, la esposa, cuando vino a comer a casa con su hijo Seth, que tenía tres meses. Me contó que ella y su esposo Mark, que era médico, estaban convencidos de que mis ideas tenían sentido porque concordaban con lo que sentían. Estaba muy entusiasmada por que otros padres leyeran el libro, pero le preocupaba que algunos se desanimaran con la idea de tener que mantener un constante contacto físico con sus hijos durante meses.

—Entendí la idea —dijo—, pero estaba segura de que no podría llevar encima el peso equivalente a un saco de patatas de 4,5 a 7 kg. las veinticuatro horas del día. Temo que esto pueda desanimar a la gente. ¿Por qué no sigues solo con la idea de dejar la compra en el cochecito y llevar en brazos al bebé como he oído que decías por la radio? La mayoría de las madres estarán dispuestas a hacerlo, y cuando lleguen a casa desearán seguirlo llevando en brazos. Yo nunca me separé de Seth porque no sentí ningún deseo de hacerlo.

—Esa era la idea —le dije—. Solo funciona cuando el bebé está ahí y tú mantienes un contacto físico con él porque así lo sientes y no porque alguien haya dicho que debas hacerlo. Ni tampoco desearás dedicarte a servir a un bebé hasta ese punto, a no ser que lo conozcas y que te hayas enamorado de él.

—He resuelto el problema de mi baño cogiendo a Seth y bañándome con él —prosiguió—. Si Mark vuelve a casa a tiempo, tampoco puede resistirse y se mete con nosotros en la bañera. Le encanta dormir con Seth tanto como a mí.

—He descubierto la forma de hacer las tareas domésticas y de cuidar el jardín sin dejar a Seth. Solo me separo de él cuando hago la cama, y entonces le hago saltar entre las sábanas y las mantas, a mi hijo esto le encanta. Y para subir el carbón del sótano espero a que Mark pueda ayudarme. El único momento en el que me separo de Seth es cuando salgo a dar una vuelta con mi caballo; una amiga se ocupa de él.

Pero al final del paseo siempre estoy ansiosa por volver a estar con mi hijo. Por suerte, como he montado el negocio de la imprenta con una amiga, no he tenido que dejar mi ocupación. Trabajo de pie y ahora ya me he acostumbrado a llevar a mi hijo en un canguro en la espalda o sobre la cadera. Cuando quiere mamar, atraigo el canguro hacia adelante. El niño no necesita llorar, solo lanza un gruñido y encuentra el pecho. Por la noche, solo tiene que acurrucarse contra mí para decirme que tiene hambre; le ofrezco el pecho sin más y ni siquiera tengo que despertarme del todo.

Seth permaneció relajado y callado durante todo el almuerzo, como lo habría hecho un bebé yecuana, sin molestar para nada.

Es comprensible que los bebés occidentales no sean bienvenidos en las oficinas, las tiendas, los talleres o incluso en las cenas. Normalmente chillan y patalean, agitan los brazos y tensan sus cuerpecitos, de modo que se necesitan dos manos y mucha atención para tenerlos bajo control. Parece ser que están nerviosos porque tienen un montón de energía sin liberar al no haber estado en contacto físico con el campo energético de una persona activa que ejerce de manera natural un efecto descargante, y al cogerlos en brazos siguen estando rígidos de tensión e intentan liberarse de esa molestia doblando los miembros o señalando a quien los sostiene en brazos para que le haga pegar botes al ponerlo sobre las rodillas o lo lance al aire. Millicent se sorprendió al descubrir la diferencia que había entre el suave tono del cuerpo de Seth y el de otros bebés. Dijo que el cuerpo de los otros bebés estaba más tieso que un palo.

En cuanto se reconozca que tratar a los bebés como nosotros habíamos estado haciendo durante cientos de miles de años nos asegura unas tranquilas, suaves y poco exigentes criaturitas, los jefes ya no necesitarán causar problemas a las madres trabajadoras que no deseen estar aburridas y aisladas todo el día dentro de casa sin la compañía de otros adultos. Los bebés estarían de este modo donde necesitan estar: en el trabajo con sus madres; y las madres también estarían donde necesitan estar: con personas de su edad, no cuidando al bebé, sino haciendo algo digno de un adulto inteligente. Pero lo más probable es que los jefes no se muestren abiertos a esta opción hasta que la fama de los bebés no haya mejorado. La revista Ms hizo un esfuerzo heroico por llevar a los bebés a sus oficinas, pero no habría tenido que ser tan heroico si en lugar de aislarlos dejándolos en los cochecitos junto a los escritorios hubieran estado en contacto con el cuerpo de la madre.

No todo el mundo pone en práctica los principios del continuum con tanta rapidez y entusiasmo como Millicent y Mark, que ahora han criado a sus otros hijos como lo hicieron con Seth. Anthea, una madre, me escribió contándome que en cuanto acabó de leer el libro descubrió que debía de haber escuchado sus instintos en lugar de los consejos de los «expertos» en el cuidado del bebé, pero ahora tenía un hijo de cuatro años, Trevor, con el que había cometido todo tipo de errores. El hijo que estaba esperando sería un bebé continuum desde el principio, pero ¿qué podía hacer con Trevor?

No solo es difícil llevar en brazos a un niño de cuatro años para reparar la falta de contacto físico que ha sufrido, sino que para él también es importante jugar, explorar y aprender como le corresponde a su edad cronológica. Sugerí a Anthea y a Brian que durmieran con su hijo por la noche, pero que durante el día mantuvieran con él la misma tónica que antes, a excepción de dejarle subir al regazo siempre que él quisiera y de estar físicamente disponibles todo lo que pudieran. También les pedí que escribieran cada día lo que iba sucediendo, ya que esto ocurría poco después de haber publicado el libro y pensé que su experiencia podía ser útil para otras personas.

Anthea fue anotándolo todo fielmente a diario. Durante las primeras noches, ninguno pudo dormir demasiado. Trevor no dejaba de moverse y quejarse. Les metía los pies en la nariz, y el codo, en las orejas. Les pedía agua a una hora infame. Una vez, Trevor intentó dormir atravesado, y los padres, a cada uno de los bordes de la cama tuvieron que aferrarse al colchón para no caerse. Más de una vez, Brian salió de casa por la mañana para ir a la oficina pisando fuerte, con los ojos enrojecidos y de malhumor. Pero perserveraron en el intento, al contrario de otras familias que acababan diciéndome después de tres o cuatro noches de prueba No funciona; no hemos podido dormir, y se rendían.

Al cabo de tres meses, Anthea me contó que Trevor ya no les causó más problemas, a partir de entonces los tres durmieron apaciblemente todas las noches. Y no solo mejoró notablemente la relación que Anthea y Brian mantenían con Trevor, sino también la relación de pareja. Y al final del relato me dijo, mencionando el tema por primera vez: ¡Trevor ha dejado de comportarse de manera agresiva en la escuela!

Trevor decidió volver a su cama tras varios meses, después de haber recibido la correspondiente ración de dormir con sus padres que le había faltado siendo un bebé. Su nueva hermanita también durmió, como es natural, con sus papás, y Trevor, después de decidir volver a su cama, sabía que podía dormir con sus padres siempre que lo necesitara.

Era tranquilizador darse cuenta de que después de cuatro años se podían reparar tantos errores en solo tres meses. A partir de aquel momento, me sentí más animada y capacitada para explicar la historia de Trevor a la gente que acudía a mis conferencias y que me escribía para hacerme este tipo de preguntas.

POR QUÉ NO DEBES SENTIRTE CULPABLE POR NO SER LA ÚNICA PERSONA DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL QUE NO HA TRATADO A SUS HIJOS CORRECTAMENTE

Otra señora, Rachel, que tenía cuatro hijos que rondaban la pubertad, me escribió: Creo que su libro es una de las cosas más crueles que jamás he leído. No le estoy sugiriendo que nunca debía haberlo escrito, ni siquiera que desearía no haberlo leído, sino simplemente que me causó una profunda impresión, me hirió muchísimo y me intrigó enormemente. No quiero afrontar el hecho de que su teoría pueda ser cierta y estoy haciendo todo lo posible por olvidarla... (Por cierto, que Dios la perdone por haber escrito aquel pasaje sobre el sufrimiento de los bebés, porque repitiendo las inmortales palabras de Noël Coward, ‘¡yo nunca la perdonaré!’)... A decir verdad, me sorprende que no la hayan cubierto de alquitrán y plumas en un momento dado... Cada madre que lo lea debe hacer todo cuanto esté en sus manos para evitar sus implicaciones... Sabe, creo sinceramente que solo mientras yo creía que todas las molestias padecidas en carne propia eran normales e inevitables, que eran algo ‘¡natural!’ —por emplear la palabra que las otras madres, los psicólogos infantiles y los libros suelen decir para tranquilizarnos—, las vi como algo soportable. Ahora que me ha metido en la cabeza la idea de que también podría ser lo contrario, bueno, no me importa decirle que durante las veinticuatro horas siguientes a haber leído su libro y, por supuesto, mientras lo estaba leyendo, me sentí tan deprimida que tuve ganas de pegarme un tiro.

Por suerte no lo hizo, y desde entonces hemos sido íntimas amigas. Se ha convertido en una gran defensora del concepto del continuum, y yo, una gran admiradora de su sinceridad y elocuencia. Pero los sentimientos, la depresión, el sentimiento de culpa y el remordimiento que expresó suelen experimentarlo con demasiada frecuencia las mujeres con hijos mayores que leen mi libro.

Sí, por supuesto: es terrible pensar en lo que hemos hecho con nuestras mejores intenciones a los seres a quienes más amamos. También hemos de plantearnos lo que nuestros afectuosos padres nos han hecho desde la misma ignorancia e inocencia y lo que les hicieron a su vez a ellos. La mayor parte del mundo culto participa con nosotros en el trato injusto que sufre cada nueva y confiada criatura. Se ha convertido en una costumbre (por razones sobre las que no voy a especular aquí). ¿Acaso cualquiera de nosotros tiene derecho a sentirse culpable o incluso experimentar el horrible sentimiento de haber sido engañado, como si uno por sí mismo debiera haber sabido hacerlo mejor?

Por otro lado, si al experimentar ese irrazonable sentimiento de culpa nos negamos a aceptar lo que nos han hecho a todos nosotros por todos nosotros, ¿cómo podremos cambiar cualquier parte implicada, como por ejemplo la que nos es más cercana? Nancy, una bella señora con el pelo blanco me dijo mientras yo daba una conferencia en Londres, que desde que ella y su hija de treinta y cinco años habían leído mi libro, habían comprendido mejor la relación que las unía, y que esto las había ayudado a estar más cerca la una de la otra de lo que lo habían estado jamás. Rosalind, otra madre, me contó que después de leer el libro había caído en una depresión en la que no paró de llorar que le había durado varios días. Su esposo fue comprensivo y se ocupó pacientemente de sus dos hijas pequeñas mientras ella languidecía, incapaz de seguir viviendo como antes. En un momento dado, me contó, comprendí que la única forma de seguir adelante era volviendo a leer el libro... pero esta vez para que me diera fuerza.

SOBRE NUESTRA EXTRAÑA INCAPACIDAD PARA VER

Una conocida me telefoneó un día en estado de gran emoción porque había ido sentada en un autobús detrás de una antillana que viajaba con un bebé que estuvo disfrutando todo el trayecto de una relación tranquila y respetuosa con su mamá, escena que muy pocas veces se ve en la sociedad británica. Fue muy hermoso, me dijo. Justo después de leer tu libro me encuentro con un ejemplo viviente. Antes había estado entre muchas otras personas como ella, pero nunca había visto lo que ahora me parece tan obvio. Y, sin duda, nunca aprecié la lección que pueden enseñarnos si pudiéramos comprender su forma de comportarse... y por qué nosotras nunca actuamos del mismo modo.

Estamos tan ciegos que, de hecho, en Gran Bretaña hay una organización llamada «Asociación Nacional para Padres con Niños Insomnes». Por lo visto, funciona siguiendo el modelo de «Alcohólicos Anónimos» y fortalece a las víctimas de bebés llorones con la comprensión de los compañeros que tienen el mismo problema y dando un consuelo del tipo de: «Acaban por crecer», «Túrnate con tu esposa para que cada uno pueda dormir un rato mientras el otro se levanta», «Si no llora porque está enfermo, déjale llorar, que no le pasará nada». El mejor consejo que tienen es: «Si todo lo demás falla, no creo que al bebé le haga ningún daño acostarlo en tu cama». Pero nunca se sugiere enterrar el hacha de guerra y hacer caso a los bebés, que hacen saber a todo el mundo unánimamente y con una prístina claridad dónde está su lugar.

SOBRE LOS PADRES DEDICADOS EXCLUSIVAMENTE A SUS BEBÉS O PADRES PERMISIVOS

Una madre o un padre que solo se dedica a cuidar de su hijo lo más probable es que se aburra y resulte aburrido para los demás, y no solo eso, sino que cuide a su hijo de una manera incompleta. Un bebé necesita estar en medio de la vida de una persona activa, manteniendo un constante contacto físico y siendo estimulado por una gran parte de aquellas experiencias de las que el bebé participará en el futuro. El papel de un bebé en brazos es pasivo, observa con todos sus sentidos. Solo de vez en cuando disfruta de una atención directa, de besos, de que le hagan cosquillas, lo lancen al aire... Pero su principal tarea es contemplar las acciones, las interacciones y el entorno del adulto o del niño que lo cuida. Esta información prepara al bebé para ocupar su lugar entre su gente al haber entendido lo que esta hace. Frustrar este poderoso deseo mirando inquisitivamente, por así decirlo, a un bebé que te está mirando de manera inquisidora, le crea una profunda frustración; esposa a su mente. El deseo del bebé de ver una figura central fuerte y ocupada, a la que él pueda ser secundario, es minado por una persona necesitada emocionalmente y servil que está buscando la aceptación o la aprobación de su hijo. El bebé enviará cada vez más señales, pero no serán para pedir más atención, sino para que se le incluya en la experiencia del adulto. La mayor parte de la frustración del bebé está causada por su incapacidad de obtener la solución adecuada por parte del adulto al señalarle que hay algo que no va bien.

Más tarde, algunos de los niños más exasperados y rebeldes son aquellos cuya conducta antisocial constituye un ruego para que los adultos les enseñen a comportarse de manera cooperativa. Una constante permisividad priva a los niños de los ejemplos de una vida centrada en el adulto en la que pueden encontrar el lugar que están buscando en una jerarquía natural de experiencias más o menos importantes en la que sus acciones deseables son aceptadas y sus acciones indeseables, rechazadas, mientras que ellos, los niños, son siempre aceptados. Los niños necesitan ver que los adultos suponen que sus hijos son personas bienintencionadas y sociables por naturaleza, que están intentando hacer lo correcto y que desean una reacción de confianza de sus mayores para que les guíen. Un niño busca información sobre lo que debe hacerse y sobre lo que no debe hacerse, y si rompe un plato necesita ver que su destrucción ha provocado un cierto enfado o tristeza, pero no que los padres lo aprecian menos por ello, como si él no estuviera enojado o triste por habérsele caído de las manos y no hubiera decidido por sí solo ser más cuidadoso la próxima vez.

Si los padres no diferencian los actos deseables de los indeseables, el hijo suele actuar de un modo más perturbador y negativo aún para que los adultos lo obliguen a desempeñar el papel correcto. Y entonces, los padres, cuando ya no pueden soportar ni una imposición más sobre su paciencia, descargan toda la ira acumulada en su hijo, diciéndole quizás que están hartos de él y que se vaya castigado a su habitación. Las implicaciones son que la conducta anterior que habían tolerado hasta ese momento era en realidad mala, pero que estuvieron ocultando sus verdaderos sentimientos hasta que el irremediable mal comportamiento del niño acabó por destruir la farsa de que lo aceptaban. Este es el juego habitual para los hijos de muchos hogares, quienes acaban creyendo que lo que se espera de ellos es que se salgan con la suya, portándose tan mal como puedan hasta que les paren los pies, cuando los padres ya no puedan más y le digan a sus hijos que son inaceptables.

En casos extremos, cuando los padres han tenido a su primer hijo siendo ya mayores, adoran a sus pequeños de una forma tan desastrosa que nunca muestran ningún signo diferenciador entre lo que el niño debe y no debe hacer. Estos niños prácticamente se vuelven locos de frustración. Se rebelan ante cada nueva petición: ¿Qué quieres comer... hacer... ponerte? ¿Qué quieres que mamá haga?...

Conocí a una preciosa pequeña de dos años y medio que recibía este trato. No sonreía nunca. Cada aduladora sugerencia hecha por sus padres para complacerla era recibida con expresiones de descontento y con una colección de obstinados ¡No! El rechazo de la niña les hizo sentir incluso más miserables aún, y el desesperado juego siguió sin que la pequeña lograra que sus padres le mostraran un ejemplo del que ella pudiera aprender, ya que siempre esperaban que la niña los guiara. Le habrían dado todo lo que su hija les hubiera pedido, pero no podían entender que lo que la niña verdaderamente necesitaba era vivir con ellos mientras llevaban su propia vida de adultos.

Los niños gastan una enorme cantidad de energía intentando llamar la atención no porque la necesiten, sino porque están señalando que su experiencia es inaceptable e intentan reclamar de quien los cuida para que se la corrija. El impulso de llamar la atención que algunas personas sienten toda la vida es solo la continuación de la frustración que sintieron de niños al no lograr que les hicieran caso, hasta que el intento de llamar la atención acabó convirtiéndose en un objeto en sí mismo, en una especie de competición compulsiva entre dos voluntades. Una atención de los padres que provoque en el niño unas señales más apremiantes aún es, sin duda, una atención inadecuada. La lógica natural impide creer en la evolución de una especie que se caracteriza por sacar de quicio a millones de familias. Si observamos a los otros millones de familias que viven en los países del tercer mundo que no han tenido el «privilegio» de que les enseñaran a dejar de comprender a sus hijos y de confiar en ellos, descubriremos que este tipo de familias viven en paz, y que sus hijos, cuando tienen cerca de cuatro años, ya están ansiosos por colaborar en las tareas familiares.

NUEVAS REFLEXIONES SOBRE PSICOTERAPIA

Mi enfoque para curar los efectos de las carencias padecidas en la infancia ha evolucionado de un intento de reproducir las experiencias que al paciente le faltaron de niño a un intento de que transmitiera los mensajes, tanto conscientes como inconscientes, que habían quedado grabados en su psique a causa de esas carencias. En mi práctica como psicoterapeuta he descubierto que uno puede cambiar con éxito las expectativas malas o negativas que alberga sobre sí mismo y el mundo al comprender por completo en qué consisten esas expectativas, cómo llegó a tenerlas y por qué son falsas. El sentimiento más arraigado de ineptitud era, en su origen, el conocimiento de la propia valía.

Este conocimiento es traicionado y socavado por las experiencias que imponen falsas opiniones, opiniones que en la primera infancia y en la niñez uno es incapaz de cuestionarse. Los miedos, las amenazas indescriptibles y amorfas de las espantosas consecuencias que uno no se atreve a contemplar le impiden actuar o incluso pensar libremente hacia esa dirección. A veces, esos miedos son tan limitantes que uno solo puede vivir en un lugar autoimpuesto que es como el patio de una prisión.

Al descubrir el origen de uno de esos terrores, vemos que es una experiencia que, cuando el adulto logra contemplar, reconoce que solo es aterradora para un niño. Uno abandona automáticamente el constante y agotador esfuerzo que hacía por no afrontar lo que le daba miedo, y la parte grande o pequeña de su vida que había estado sometida a ello puede por fin liberarse. Podemos permitirnos entonces hacer o ser cualquier cosa que en el pasado no podíamos: tener éxito o fracasar, ser una buena persona o dejar de serlo, amar o aceptar ser amado, arriesgarnos o dejar de hacerlo... sin la inadecuada compulsión que impida usar nuestro criterio instintivo e intelectual de la mejor forma posible.

A finales de los años setenta, durante el último de sus treinta años de investigación puntera sobre terapia catártica, pude colaborar con el doctor Frank Lake en una parte del trabajo realizado en su centro de Nottingham. Había leído este libro y tenía mucho interés en mostrarme que los atentados contra la sensibilidad por los que yo me interesaba tanto no se iniciaban al nacer, sino durante la etapa intrauterina, que era igual de formativa. Los dramáticos recuerdos de estas experiencias que tuvieron sus numerosos pacientes y posteriormente algunos de los míos me convencieron de que tenía razón, en especial desde que produjo las reviviscencias en mí antes de que yo hubiera visto a nadie doblarse en postura fetal, moviendo los miembros de aquel modo tan especial, emitiendo los sonidos y expresando las emociones que yo llegaría a reconocer que pertenecían a la etapa intrauterina.

En la actualidad, sigo recurriendo a esta técnica cuando uno de mis pacientes llega a un punto en el que necesita conocer la experiencia natal, de la primera infancia o intrauterina que vivió, aunque por más dramática que esta sea, tengo la impresión de que la abreacción en sí misma no es la que suele producir el efecto terapéutico, sino que el valor de la experiencia reside en la contribución que hace a la información del sujeto, quien luego la integra a su nueva comprensión de cómo son las cosas en realidad en su vida, por oposición a cómo había creído siempre que eran. De vez en cuando, una abreacción puede ser la última pieza de un puzle, permitiendo pasar de la comprensión a la realización cuando el comportamiento espontáneo de uno llega finalmente a reflejar la verdad descubierta. Pero la verdad en sí misma es la que produce la transformación... y solo aparece la verdad, al margen de cómo se haya obtenido, a través de una minuciosa investigación en la que se ha empleado la inducción y a veces la deducción; a través de la reevaluación de las opiniones sin examinar que uno se había formado en la infancia (normalmente tienen que ver con la bondad o la maldad), y a través de la abreacción o la información recogida de otras personas que no han olvidado ningún incidente que, en aquella época, le pareció catastrófico al sujeto. El liberador resultado de este proceso suele aparecer normalmente con bastante rapidez, y el paciente experimenta una importante transformación no al cabo de los años sino de meses.

A la luz del concepto del continuum, una persona con un trastorno emocional es un ser intrínsecamente correcto cuyas necesidades específicas como especie no fueron satisfechas y cuyas expectativas desarrolladas con tanta precisión fueron recibidas y tratadas con un farisaico rechazo o condena por aquellas personas cuyo papel tendría que haber sido el de respetarlas y satisfacerlas. Los padres insensibles ejercen el desafortunado efecto de hacer que sus hijos crean que ellos no se han hecho querer, que no han merecido su amor o que no han sido lo suficientemente buenos para sus padres. El niño, por naturaleza, no puede concebir que sean los padres los que estén equivocados y acaba creyendo que ha sido por su propia culpa. Así, cuando comprende totalmente que sus llantos, su malhumor, sus dudas sobre sí mismo, su apatía o su rebelión eran reacciones humanas correctas ante el incorrecto trato recibido, la mala imagen que se había forjado de sí mismo cambia.

Creo que examinar la historia de una persona de ese modo tiene en sí mismo un efecto beneficioso y crea una posibilidad curativa para alguien acostumbrado a sentir que no vale nada, que no es bienvenido o que es culpable. Me complace oír que a muchos otros psicoterapeutas el concepto del continuum también les parece útil tanto para sí mismos como para sus alumnos y pacientes.

En realidad, en la década en que se publicó esta obra por primera vez se creó en muchos ámbitos una atmósfera mucho más acogedora hacia las ideas que expone —como por ejemplo en el campo de la obstetricia, el cuidado de los niños, las instituciones sociales y la psicología— y una búsqueda más amplia para encontrar unos principios fidedignos con los que vivir. Muy especialmente, me alentó a seguir adelante una reseña de la revista Time que acababa de salir a la venta sobre el personaje de una película que decía: Su sentido de la responsabilidad social se dejaba guiar por un impecable instinto en lugar de por una dudosa ideología. Espero que esta edición desempeñe un papel decisivo al permitir que nuestro impecable instinto guíe cada vez más a nuestra dudosa ideología.

Capítulo 1:

Cómo cambiaron mis ideas de una forma tan radical

L a finalidad de este libro no es simplemente contar una historia, sino presentar una idea, aunque creo que resultará valioso contar un poco mi historia, una parte del terreno en el que el concepto arraigó. Creo que puede ser útil explicar cómo mis opiniones llegaron a ser tan distintas de las de los americanos del siglo veinte con los que crecí.

Fui a la selva sudamericana sin desear demostrar ninguna teoría, movida por la curiosidad que me despertaban los indios y solo con el vago sentimiento de que podía aprender algo importante. En Florencia, durante mi primer viaje a Europa, dos italianos me invitaron a unirme a una expedición que iba a explorar la región del río Caroni, un afluente del Orinoco, en Venezuela, en busca de diamantes. Fue una invitación de última hora y tenía veinte minutos para decidirme, por lo que volví corriendo al hotel, hice las maletas, salí disparada hacia la estación y salté al tren justo en el momento que iban a cerrar las puertas.

Fue espectacular, aunque aterrador, cuando de pronto vi, una vez en el tren, reflejado en la polvorienta ventana, el compartimento tenuemente iluminado en el que íbamos a viajar lleno de maletas.

Entonces comprendí que me estaba dirigiendo a una auténtica selva. No había tenido tiempo de reflexionar por qué quería ir, pero mi respuesta había sido instantánea y segura. No era que me hubiera parecido irresistible la idea de buscar diamantes, aunque encontrar una fortuna en el lecho de los ríos tropicales sonaba mucho más atractivo que cualquier otro trabajo que se me hubiera ocurrido hacer, sino que fue la palabra ‘selva’ lo que me resultó mágico, quizás por un incidente que me había ocurrido de niña.

Me sucedió a los ocho años, y parece que tuvo una gran importancia para mí. Todavía sigo creyendo que fue una valiosa experiencia, pero como la mayoría de los momentos iluminadores, me permitió entrever un tipo de existencia sin revelarme su construcción o cómo podía conservar la imagen que había contemplado en medio de la agitada vida cotidiana. Lo más decepcionante de todo fue saber que haber contemplado la incomprensible verdad apenas me había ayudado, si es que lo había hecho, a guiar mis pasos en medio de la confusión.

La fugaz visión era demasiado frágil como para sobrevivir al tiempo que tardaría en aplicarla. Aunque aquel incidente me empujó a luchar con todas mis motivaciones mundanas, y lo que era más adverso aún, con la fuerza del hábito, quizás valga la pena mencionarlo, porque fue aquella fugaz sensación de bienestar —por falta de una frase más diáfana— la que me empujó a la búsqueda de lo que describe este libro.

Ocurrió en el transcurso de unas colonias de verano, mientras paseaba por los bosques de Maine. Yo iba a la zaga, me había alejado un poco del grupo y cuando apresuré el paso para unirme a él, vi, a través de los árboles, un claro. En el fondo, en uno de los extremos, había un frondoso abeto, y en el centro, cubierto con un brillante y casi luminoso musgo verdino, se erguía un montículo. Los rayos del sol de la tarde caían inclinados a través de las hojas verdinegras del pinar. El pequeño techo de cielo visible era totalmente azul. Aquella imagen era tan completa, tenía en conjunto una fuerza tan intensa, que me hizo parar en seco. Me acerqué al borde del claro y, entonces, suavemente, como si me encontrara en un lugar mágico o sagrado, me dirigí al centro, me senté en él y me tumbé después con la mejilla pegada contra el fresco musgo. Es aquí, pensé, y sentí que la ansiedad que había empañado mi vida se desvanecía. Había encontrado, por fin, el lugar donde las cosas eran tal como debían ser. Todo estaba en su lugar: el árbol, la tierra que había debajo, la roca y el musgo. En otoño, aquel claro sería perfecto; en invierno, cubierto de nieve, sería impecable en su aspecto invernal. Después, la primavera llegaría de nuevo y se volvería a desplegar en él un milagro tras otro, cada uno a su propio ritmo: algunos de los elementos que lo componían morirían; otros, brotarían en su primera primavera, pero todos lo harían con la misma y absoluta perfección.

Sentí que había descubierto el centro perdido de las cosas, la clave de la perfección misma, y que debía atesorar aquel conocimiento que de manera tan clara experimentaba en aquel lugar. Por un momento sentí la tentación de llevarme un poco de musgo como recuerdo, pero un maduro pensamiento me impidió hacerlo. Temí que al atesorar un amuleto consistente en un puñado de musgo perdiera el verdadero premio: la percepción que había tenido, que pudiera creer que mi visión perduraría mientras conservara aquel musgo, solo para descubrir un día que no poseía más que un trozo de vegetación muerta.

Así que no lo cogí, pero me prometí recordar el Claro cada noche antes de acostarme y que nunca me alejaría de su estabilizador poder. Sabía, incluso a los ocho años, que la confusión de valores impuestos por mis padres, los maestros, otros niños, las niñeras, los monitores de las colonias y otras personas no haría más que empeorar a medida que yo creciera. Los años añadirían complicaciones y me llevarían hacia una maraña cada vez más impenetrable de cosas correctas e incorrectas, deseables e indeseables. Ya había visto lo suficiente como para saber que esto ocurriría. Pero si podía conservar el Claro en mi interior, pensé, nunca me extraviaría.

Aquella noche, mientras estaba en la cama del campamento, recordé el Claro y, sintiéndome llena de agradecimiento, renové la promesa de conservar mi visión. Durante años, la cualidad de esta no menguó ni un ápice mientras evocaba en mi mente cada noche el montículo, el abeto, la luz y la totalidad que aquel claro emanaba.

Pero con el paso de los años, a menudo descubrí que me había olvidado del Claro durante días o semanas. Intenté volver a evocar la sensación de salvación que me había infundido en el pasado, pero mi mundo se había ensanchado. Los valores más sencillos que había recibido en la guardería de niña-buena / niña-mala se habían ido cubriendo poco a poco con los valores a menudo conflictivos de la cultura que me rodeaba y de mi familia, una mezcla de virtudes y cualidades victorianas con una fuerte inclinación hacia el individualismo, las opiniones liberales, el talento artístico y, sobre todo, un gran aprecio por un intelecto brillante y original como el de mi madre.

Cuando tenía quince años descubrí, al sentir un triste vacío en mi interior —ya que no podía recordar qué era lo que añoraba— que había perdido el significado del Claro. Recordaba perfectamente la escena del bosque pero, tal como había temido cuando no quise coger el musgo como recuerdo, su significado se había esfumado. En su lugar, mi imagen mental del Claro se había convertido en un amuleto vacío.

Vivía con mi abuela, y cuando ella murió decidí ir a Europa aunque no hubiera terminado los estudios universitarios. Su muerte me llenó de dolor y me sentía muy confundida, pero como siempre que recurría a mi madre esta acababa hiriéndome, pensé que tenía que hacer un gran esfuerzo para conseguir valerme por mí misma. Nada de lo que se esperaba de mí me atraía: ni ser redactora de una revista de moda ni hacer una carrera como modelo ni obtener un título universitario.

En el camarote del buque en el que viajaba rumbo a Francia me eché a llorar temiendo haberme jugado todo cuanto me era familiar por la esperanza de alcanzar algo indescriptible. Pero no quería volver.

Pasé un tiempo en París haciendo algunos bosquejos y escribiendo poesía. Me ofrecieron trabajar como modelo para Dior, pero rechacé la oferta. Tenía contactos con la revista francesa Vogue, pero no los usé salvo para participar de vez en cuando en algún desfile de modelos, aunque sin comprometerme a continuar participando en ellos. En aquel país extranjero me encontraba más en casa de lo que nunca me había sentido en Nueva York, mi tierra natal. Tenía la impresión de que iba por buen camino, pero aún no sabía qué era lo que estaba buscando.

En el verano fui a Italia, primero a Venecia y, después de visitar un pueblo de la campiña lombarda, a Florencia. Allí conocí a dos jóvenes italianos que me invitaron a unirme a una expedición a Venezuela en busca de diamantes. De nuevo, al igual que cuando me fui de América, estaba asustada por el paso tan audaz que iba a dar, pero ni por un instante me planteé echarme atrás.