El conocimiento de lo invisible - Evandro Agazzi - E-Book

El conocimiento de lo invisible E-Book

Evandro Agazzi

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Este volumen corresponde a la investigación filosófica y a la producción académica del autor, relativa a la metafísica principalmente, así como a una reflexión sobre la religión, en especial en sus relaciones con la ciencia. El conocimiento de lo invisible diseña un itinerario que, partiendo de un análisis lógico de la experiencia, va más allá con la intención cognitiva, entrando en el campo de la metafísica y de la trascendencia. Este interés intelectual se resume en lo que, para Evandro, es el carácter específico de la filosofía: la búsqueda del fundamento y del significado. Estos dos conceptos aparecen en sus trabajos ya desde sus primeros ensayos sobre los fundamentos de las matemáticas, la obligación moral, la epistemología de las ciencias psicológicas, los derechos humanos y la esperanza de inmortalidad, que se mezclan de vez en cuando con el problema del sentido rastreable en los distintos niveles de la realidad, y culminan en la búsqueda del sentido de la vida en su totalidad.

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Este volumen corresponde a la investigación filosófica y a la producción académica del autor, relativa a la metafísica principalmente, así como a una reflexión sobre la religión, en especial en sus relaciones con la ciencia.

El conocimiento de lo invisible diseña un itinerario que, partiendo de un análisis lógico de la experiencia, va más allá con la intención cognitiva, entrando en el campo de la metafísica y de la trascendencia. Este interés intelectual se resume en lo que, para Evandro, es el carácter específico de la filosofía: la búsqueda del fundamento y del significado. Estos dos conceptos aparecen en sus trabajos ya desde sus primeros ensayos sobre los fundamentos de las matemáticas, la obligación moral, la epistemología de las ciencias psicológicas, los derechos humanos y la esperanza de inmortalidad, que se mezclan de vez en cuando con el problema del sentido rastreable en los distintos niveles de la realidad, y culminan en la búsqueda del sentido de la vida en su totalidad.

El conocimiento de lo invisible

Colección Razón Abierta

Director

Leopoldo José Prieto López (Universidad Francisco de Vitoria)

Comité Científico Asesor

Daniel Sada (Universidad Francisco de Vitoria)

Federico Lombardi S. J. (Fundación Joseph Ratzinger)

Stefano Zamagni (Universidad de Bolonia. Johns Hopkins University)

Paolo Benanti (Pontificia Universidad Gregoriana)

Andrew Briggs (Universidad de Oxford)

Rafael Vicuña (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Javier Prades (Universidad Sán Dámaso)

© 2022    Evandro Agazzi

© 2022    Editorial UFVUniversidad Francisco de [email protected]

Diseño cubierta: Cruz más Cruz

Primera edición: marzo de 2022

ISBN edición impresa: 978-84-18746-68-0

ISBN edición digital: 978-84-18746-82-6

Depósito legal: M-8359-2022

Impresión: Producciones Digitales Pulmen, S. L. L.

El papel usado en este libro tiene el certificado FSC, proviene de la tala controlada en bosques gestionados de forma responsable y sostenible, contribuyendo así a la diversidad biológica y al mantenimiento de numerosos ecosistemas.

Esta obra ha sido sometida a una revisión ciega por pares.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Este libro puede incluir enlaces a sitios web gestionados por terceros y ajenos a EDITORIAL UFV que se incluyen solo con finalidad informativa. Las referencias se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de la consulta de los autores, sin garantías ni responsabilidad alguna, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas.

Impreso en España – Printed in Spain

Índice

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

La cuestión del porqué

Monismo y pluralismo

Inmanencia y trascendencia

Horizonte precomprensivo del discurso

1. LO INVISIBLE EN LA CIENCIA

1.1. La historia y la ciencia en la tradición occidental

1.2. El significado de lo evidente como verdadero por sí mismo: La intuición intelectual supera a la empírica

1.3. El conocimiento matemático

1.4. El conocimiento del mundo físico

1.5. La razón y los sentidos

1.6. La realidad de lo físicamente inobservable

1.7. Una forma correcta de entender la observación científica

1.8. Dualismo gnoseológico de la filosofía moderna

2. HACIA LAS ONTOLOGÍAS REGIONALES

2.1. Subdivisiones en el campo de la física

2.2. Las ontologías regionales en las ciencias

2.3. Verdad y ontología

3. EL PROBLEMA METAFÍSICO

3.1. Algunas aclaraciones terminológicas

3.2. Análisis epistemológicos de la ciencia y la metafísica

3.2.1. Premisa

3.2.2. La mediación de la experiencia en la ciencia

3.2.3. Certeza y explicación

3.2.4. Uso sintético de la razón

3.2.5. El problema de una mediación fiel

3.2.6. Estructura de la objetividad científica

3.2.7. Significado y referencia

3.2.8. Un ejemplo de mediación metafísica

3.2.9. Dimensión hermenéutica de la ciencia y metafísica

3.2.10. La cuestión de la acumulación del conocimiento

3.2.11. Investigación sobre el fundamento y el significado

3.2.12. Fe existencial

3.2.13. El porqué y el sentido

3.2.14. Los límites de la razón

3.2.15. Superación de los límites

4. RAZÓN Y FE

4.1. Creencia, conocimiento y fe

4.2. La imposibilidad de eliminar lo absoluto

4.3. ¿Qué es un auténtico racionalista?

4.4. Dónde y cómo buscar

4.5. La búsqueda del sentido

4.6. El problema del mal

4.6.1. Contextualización del tema

4.6.2. Paradoja: el dolor y el sufrimiento como signos de perfección

4.6.3. El carácter ininteligible del mal

4.6.4. El problema del mal y el problema de Dios

4.6.5. La cuestión del mal como expiación

4.6.6. Dios y el mal

4.6.7. Salida racional de la situación de ininteligibilidad

4.6.8. Transgresión

4.6.9. La historia de Job y la fe cristiana

4.6.10. ¿Perfección e imperfección en Dios?

4.6.11. Cómo luchar contra el mal

5. EL FENÓMENO DEL ATEÍSMO

5.1. El ateísmo como parte del problema de Dios

5.2. De la ciencia al cientifismo

5.3. El ateísmo y la ciencia

5.4. ¿Es posible eliminar un valor auténtico?

5.5. La duda

6. CONOCER Y SABER

6.1. Juicio y experiencia

6.2. Los juicios de valor

6.3. El ser y el deber ser

6.4. Varios tipos de experiencia

7. EL MUNDO DE LA EXPERIENCIA

7.1. Experiencia sensible

7.2. Sentimientos

7.3. La experiencia del eros

7.4. Experiencia estética

7.5. El corazón de Pascal

7.6. Los sentimentalistas británicos

7.7. El tratamiento de los sentimientos en Kant

7.8. Experiencia moral

7.9. Consideraciones generales sobre la experiencia axiológica

8. LA CONTRIBUCIÓN DE LAS CIENCIAS PSICOLÓGICAS AL ESTUDIODE LA VIDA INTERIOR

8.1. Filosofía y psiquiatría

8.2. Estatus epistemológico de la psiquiatría

8.3. Psicología analítica de Jung

9. LA ESFERA DE LA TRASCENDENCIA

9.1. Teodicea

9.2. La imagen de Dios en la psicología analítica de Jung

9.3. El problema de la revelación

9.4. Estabilización de la fe en los dogmas

9.5. Algunas consideraciones epistemológicas

9.6. ¿Fe en la Palabra o fe en la propuesta?

9.7. Experiencia religiosa

9.8. La función magisterial en las religiones

10. DE LA EXPERIENCIA A LA REFLEXIÓN

10.1. La investigación filosófica

10.2. Lo inmediato y lo original

11. LA EXPERIENCIA DE LA BELLEZA Y LA ESTÉTICA

11.1. Introducción

11.2. El ejemplo de la música

11.3. Poesía y no poesía en la literatura

11.4. La pintura como arte

11.4.1. Premisa

11.4.2. El arte como imitación de la naturaleza

11.4.3. Arte y belleza: la belleza como armonía de proporciones

12. LA EXPERIENCIA MORAL Y LA ÉTICA

12.1. Intelecto, voluntad y libertad en la experiencia moral

13. LA EXPERIENCIA MÍSTICA

14. LA ARTICULACIÓN DE LA UNIDAD DE LA EXPERIENCIA

14.1. Qué entendemos por unidad de experiencia

14.2. El poder del eros y la experiencia estética

14.3. La música

14.4. La pintura

15. LAS MÚLTIPLES REPERCUSIONES DE LA CONCIENCIA MORAL

15.1. La dimensión ética

15.2. Los vínculos entre la moral y la religión

15.3. El impacto de la dimensión moral en el arte

15.4. El pecado original

15.5. La envidia de los dioses y el destino

15.6. Interdependencias entre las distintas experiencias

16. EL VALOR DE LA INVESTIGACIÓN

16.1. Sobre la iluminación

16.2. La cuestión ontológica fundamental

16.3. El espacio de la ciencia y el espacio de la vida

16.3.1. La homogeneidad del espacio físico

16.3.2. Sobre la isotropía del espacio

16.4. Cielo y Tierra

16.5. El tiempo

16.6. Los horizontes de la metafísica y la religión

16.7. Restringir y reabrir horizontes

16.8. El valor de la razón

17. CONCLUSIONES

17.1. Resumiendo

17.2. El tiempo propio como mundo de la vida

17.3. La escasa importancia de la ciencia en la cultura actual

17.4. Cómo remediar esta situación paradójica

17.5. Complejidad de la tarea

17.6. Ni cientificismo ni anticiencia

17.7. La búsqueda de la felicidad

17.7.1. Las formas de la felicidad

17.7.2. ¿Basta con cumplir con el deber para ser feliz?

17.7.3. El problema del suicidio

17.8. La cuestión de la autonomía de las distintas esferas de actividad

17.9. Experiencia moral

18. HACIA EL FUTURO

18.1. El futuro invisible

18.2. Las crisis del mundo contemporáneo

18.3. ¿Cómo se ve el futuro?

18.4. La perspectiva de la modernidad: el futuro como proyecto

18.5. Determinismo computacional laplaciano

18.6. La venganza de lo imprevisible

18.7. Algunas notas sobre la crisis actual

18.8. La recuperación de una racionalidad prudencial

18.9. El futuro como esperanza

18.10. Un proyecto dentro de una esperanza

BIBLIOGRAFÍA

Prefacio

 

Nuestra época parece haber confiado por entero a la ciencia el monopolio del conocimiento en sentido propio. Se trata, claramente, de una concepción heredada casi inconscientemente de la filosofía positivista del siglo XIX, reafirmada por el neopositivismo del siglo XX. Este fenómeno es claramente visible en el hecho de que la propia noción de ciencia se ha ampliado progresiva y rápidamente, hasta incluir una serie de disciplinas que antes no se calificaban como ciencias, como la sociología, la historiografía, la economía, la lingüística y muchas otras materias que entran en el campo de las llamadas humanidades.

Nos llevaría demasiado lejos analizar las causas de este fenómeno cultural que, en sustancia, es consecuencia del gran prestigio social que la ciencia ha adquirido como consecuencia de sus impresionantes aplicaciones tecnológicas. A raíz de estas aplicaciones, a menudo imprevistas y asombrosas, se produjo gradualmente una identificación casi completa entre ciencia y tecnología, acompañada de una identificación similar de la propia idea de progreso con desarrollo tecnológico.

Una consecuencia natural de este proceso histórico fue la aparición de una rama especializada de la filosofía: la filosofía de la ciencia, sin duda uno de los ámbitos más cultivados del pensamiento filosófico contemporáneo al que yo mismo he dedicado la parte más importante y conocida de mi quehacer académico. Cabe preguntarse, no obstante, cuál puede ser la motivación específica que nos mueve a cultivar la filosofía de la ciencia. En primer lugar, la motivación para cultivar la filosofía y, en segundo, dentro de la filosofía, la propia ciencia. En cuanto al primer aspecto, parece justificado atribuir esta motivación al deseo, puro y simple de conocer y comprender la realidad que nos rodea, esforzándonos por comprender por qué es así, encontrando razones a través de la reflexión racional. En cuanto al segundo aspecto, la motivación está ciertamente ligada al gusto subjetivo, pero se podría rastrear una raíz más profunda analizando los motivos que impulsan al ser humano a intentar conocer y comprender la realidad. Estos consisten en problemas existenciales, que podemos reducir al esfuerzo de darle sentido y un valor a la vida. Como consecuencia, este horizonte se amplía: sin duda, seguimos queriendo confiar en los conocimientos, pero se presentan dudas sobre el hecho de que sean del mismo tipo que los que nos ofrece la ciencia. Las ciencias, de hecho, son de naturaleza lógico-formal (y, por tanto, no aportan indicaciones concretas sobre contenidos), o bien se basan en resultados de naturaleza empírica —es decir, en pruebas sensoriales—, mientras que, para orientar la vida en sentido positivo, necesitamos conocimientos en sentido ideal, relativos, por ejemplo, a los deberes, los objetivos, las expectativas, cosas todas ellas invisibles.

La solución de la dificultad se deriva de una observación general, y bastante simple: el hombre, para comprender y explicar lo que ve, siempre introduce situaciones y realidades que no ve, pero que desea de alguna manera conocer. Esta es la consideración con la que comienza, la introducción. El argumento de este libro se refleja en su propio título: El conocimiento de lo invisible.

En este punto, podemos retomar la caracterización que hace Hegel de la filosofía como «el propio tiempo percibido a través del pensamiento» y, considerando el lugar preponderante que ocupan la ciencia y la técnica actualmente, empezaremos a observar cómo también abunda en ellas el conocimiento de lo invisible, obtenido mediante la experiencia, a través de la introducción de conceptos y teorías que proceden de la razón. No obstante, los objetos de las ciencias (definidos de manera debidamente rigurosa) siguen siendo del mismo tipo que los de las realidades accesibles a través de los sentidos, y la superación de esta limitación es la tarea que asume la metafísica. La metafísica se plantea como el conocimiento de realidades ontológicamente invisibles. De este intento se habla ampliamente en el libro. El discurso continúa analizando el papel de otras experiencias que no sean la experiencia sensorial, como la experiencia del eros, la experiencia estética, la experiencia moral, la experiencia religiosa, examinando las diferencias entre el conocimiento, el saber y la fe y sus relaciones. Mientras que empiria y logos son suficientes para garantizar un saber (incluso metaempírico), la fe (no necesariamente religiosa) es necesaria para dar sentido a la vida, y todo hombre razonable posee una (no necesariamente inmutable en el curso de su vida, no inmune a la duda).

Tras presentar el contenido teórico de este trabajo, nos gustaría dedicar unas palabras a las circunstancias y formas de su realización concreta.

Este volumen es uno de esos trabajos que, habiendo llegado al final de mi carrera académica, he creído oportuno recopilar, casi como una síntesis retrospectiva de las reflexiones y resultados alcanzados en las áreas fundamentales a las que he dedicado mis investigaciones. También con un cierto propósito práctico; reunir una serie de contribuciones —publicadas a lo largo de varias décadas en volúmenes y revistas que ahora son difíciles de encontrar—, respondiendo de esta forma a las peticiones de investigadores que frecuentemente recibía. No voy a repasar qué volúmenes se han publicado en el pasado en respuesta a estas peticiones, me limitaré a precisar el desarrollo temático al que se dedica este volumen, que corresponde a una parte significativa de mi investigación filosófica y producción académica, relativa a la metafísica principalmente, así como a una reflexión sobre la religión, especialmente en sus relaciones con la ciencia. Este es el itinerario que, partiendo de un análisis lógico de la experiencia, va más allá con la intención cognitiva, entrando en el campo de la metafísica y de la trascendencia. Este interés intelectual se resume en lo que, en mi opinión, es el carácter específico de la filosofía: la búsqueda del fundamento y del significado. Estos dos conceptos aparecen en mis trabajos ya desde mis primeros ensayos sobre los fundamentos de las matemáticas, la obligación moral, la epistemología de las ciencias psicológicas, los derechos humanos, la esperanza de inmortalidad, se mezclan de vez en cuando con el problema del sentido rastreable en los distintos niveles de la realidad, y culminan en la búsqueda del sentido de la vida en su totalidad.

Es evidente que esta investigación entraría en contacto con muchas de las dimensiones hacia las que se abre el espíritu humano, traspasando así la esfera de la belleza, la moral y la fe (entendida en un sentido no exclusivamente religioso), centrándose así en el problema de distinguir, sin separar, los modos de conocimiento, del saber y de la fe, inscribiéndolos todos dentro del gran marco de la racionalidad.

El simple esbozo de este proyecto muestra que esto no podía lograrse mediante una recopilación, aunque fuera lógicamente ordenada, de ensayos ya aparecidos, sino que requería un discurso orgánico, convenientemente especificado y articulado, en el que se pusiera plenamente de manifiesto el problema de la cognoscibilidad de lo invisible. Se puede resumir intuitivamente este problema formulando estas preguntas: ¿el universo es solo una idea?, ¿Dios es solo una idea?, ¿el alma espiritual del hombre es solo una idea?, ¿la libertad de la voluntad es solo una idea?, ¿el deber, la justicia, la rectitud moral y tantos otros valores por los que frecuentemente las personas creen que vale la pena vivir e incluso morir son solo ideas?, ¿o se corresponden con otras realidades que, a pesar de ser invisibles, podemos conocer en formas y modalidades adecuadas? Si nos dejamos atrapar por una teoría del conocimiento demasiado estrecha (como le ocurrió a Kant, que, en esencia, asumió el conocimiento de las ciencias exactas como la única forma de conocimiento auténtico), se responderá afirmativamente a las preguntas expuestas anteriormente. En cambio, si dedicamos la debida atención a otras expresiones de la cultura (como la literatura y las artes), así como a otras formas de la experiencia personal de cualquier hombre distintas de la simple percepción sensorial, encontraremos la forma de responder afirmativamente a la pregunta sobre la realidad a la que se refieren las ideas mencionadas anteriormente, teniendo en cuenta la variedad de estímulos e ideas que han alimentado la experiencia de cada persona de la realidad y, partiendo de la variedad de tal experiencia, incluyendo la reflexión cognitiva relacionada con la misma experiencia. A este resultado solo se puede llegar de forma rigurosa al final de una larga trayectoria de investigación, trayectoria que, en mi caso, está representada por la elaboración de un complejo concepto de la objetividad científica que me llevó varias décadas desarrollar y que publiqué en 2014 en una voluminosa obra (La objetividad científica y sus contextos). El núcleo del concepto, sin embargo, ha quedado plasmado de una forma mucho más accesible, por ejemplo, en el segundo capítulo de este libro.

Se me presentó una situación de este tipo recientemente, cuando, obligado a permanecer confinado en mi casa —para evitar los riesgos de contagio debido la actual pandemia de coronavirus— y no pudiendo consultar los libros de mi biblioteca personal debido a una vista excesivamente debilitada, me encontré reflexionando sobre el largo curso de mi vida intelectual y sobre muchos problemas que todavía me hacen pensar. Habría sido complicado y doloroso escribir estos pensamientos en el teclado del ordenador y corregir minuciosamente los numerosos errores de escritura, pero la tecnología informática moderna sin duda me ayudó. De hecho, dicté el contenido de esta obra con un micrófono y, gracias a un programa especial, pude leer el texto en la pantalla, muy ampliado y sin faltas de ortografía. Una revisión relativamente sencilla me permitió obtener la versión final en pocas semanas. Afortunadamente, mi memoria, que sigue intacta, me ha permitido recordar datos, episodios e innumerables citas de fuentes antiguas y modernas que se han incorporado espontáneamente al texto. Básicamente, puedo decir que el contenido de este libro ha sido pensado durante largo tiempo y escrito en poco tiempo. De hecho, tras terminar el presente trabajo, pasé mucho más tiempo buscando en Internet los detalles de aquellas referencias bibliográficas que consideraba que merecían ser conservadas. En algunas ocasiones, se me ha ocurrido espontáneamente introducir directamente en el texto de la obra algunas páginas de mis antiguos escritos que ya no se encuentran: lo he hecho sin molestarme en citar la fuente, ya que se trataba de material propio que se incorporaba de manera natural en los razonamientos en curso.

Frecuentemente, he indicado a mis alumnos que los mejores maestros son los libros, invitándolos a pasar mucho tiempo en la biblioteca. Esta regla también ha sido fructífera para mí. Durante la redacción de este libro, me vinieron a la cabeza muchas lecturas, no solo de filósofos, sino también de obras literarias y, por extensión, de partituras musicales u obras maestras de las artes figurativas, por no hablar de las muchas publicaciones científicas que he leído y estudiado detenidamente. El resultado es un volumen con una estructura bastante peculiar para una obra filosófica, precisamente debido a la amplia referencia a estas diferentes fuentes pertenecientes a la cultura en un sentido más amplio. Esta circunstancia no me preocupa; de hecho, creo que en el pasado he prestado la debida atención a los cánones metodológicos de la producción académica, y este volumen no pretende estar en esa línea, sino constituir un mensaje que una persona que ha reflexionado largamente sobre ciertos problemas humanos fundamentales quiere ofrecer a un público no profesional en busca de orientación y esperanza en la actual crisis de época que atraviesa la humanidad. Por lo tanto, este libro no es, ni pretende ser, una obra académica, a pesar de no ser un libro divulgativo: contiene muy pocas notas, y las más extensas presentan información que ayuda a la lectura y puede hacerla más interesante y a veces agradable; las referencias puntuales remiten solo a algunas obras de autores especialmente conocidos. Consciente de que actualmente es difícil leer un libro con calma ininterrumpida, he intentado que los capítulos individuales sean autosuficientes, añadiendo referencias internas y permitiéndome algunas repeticiones. Me he abstenido de hacer referencias que a primera vista parecían muy útiles, pero que en realidad son casi inutilizables, como las que se refieren a la interesante producción cinematográfica en la que a veces afloran diversos problemas de interés ético y, en un sentido más amplio, filosófico (piénsese en ciertas películas de Dreyer o Bergman). De hecho, mientras que una referencia literaria de Dante o Tolstoi es fácilmente accesible para el lector que quiera consultar la obra en una biblioteca o en Internet, no se puede decir lo mismo de las obras maestras del cine de hace unas décadas.

Es una cortesía habitual dar las gracias en el prefacio de una obra a las personas con las que el autor se siente en deuda, pero, en este caso, la lista sería demasiado larga. Me limitaré, pues, a mencionar entre mis maestros a Gustavo Bontadini, de quien he heredado el estilo de filosofar y la pasión por la metafísica, cuyo planteamiento conservo y reconozco en el capítulo de este volumen dedicado precisamente a la metafísica (al igual que he conservado algunas de sus expresiones típicas en mi lenguaje filosófico). También he aprendido mucho de mis alumnos, y me limitaré a decir que el conocimiento de la obra de un musicólogo como Hanslick o de un filósofo como Bloch (mencionados en este volumen) está vinculado al hecho de que dirigí dos tesis doctorales sobre estos autores. Mi más sincero agradecimiento personal a Eugenia Galardi Perasso, que hace muchos años colaboró conmigo en el marco de la Società Filosofica Italiana en el esfuerzo por garantizar la defensa de la filosofía en los planes de estudios de nuestras escuelas secundarias superiores. Más tarde, se convirtió en una notable experta en la obra de Jung. Ella me empujó hacia un estudio profundo de esta figura intelectual excepcional, a la que se dedica especial atención en este volumen, así como a la figura de Adrienne von Speyr, que no había conocido anteriormente. Mi agradecimiento se extiende también al hecho de que ella haya estado dispuesta a leer el manuscrito de este trabajo, haciendo cuidadosas correcciones lingüísticas y ofreciéndome estimulantes comentarios.

Por último, me gustaría agradecer a mi amigo el profesor Fabio Minazzi, que no solo promovió la edición de mis obras en esta colección que él dirige, sino que para este nuevo libro ha preparado también un índice de nombres y que también ha seguido la edición final de todo el volumen, que releyó y cuya revisión general llevó a cabo.

Introducción

 

LA CUESTIÓN DEL PORQUÉ

Todos experimentamos el siguiente hecho: los hombres, cuando intentan comprender y explicar lo que ven, introducen la acción de algo que no se puede ver. Por ver no nos referimos exclusivamente al sentido de la vista; queremos referirnos en un sentido amplio a lo que, por así decir, percibimos de manera inmediata a partir de aquello que podríamos llamar experiencia en un sentido más amplio. Por ello, esta experiencia no se limita a lo que se nos hace presente a través de uno de los famosos cinco sentidos, sino que también incluye algunas otras presencias inmediatas que se captan, digamos, en nuestra interioridad. A estas experiencias suelen reconducirse muchos de los fenómenos que estamos acostumbrados a considerar psíquicos, como el conjunto de recuerdos, la imaginación, la asociación de ideas, las emociones, etc. A veces, se ha llamado a estas experiencias fenómenos del sentido interno, aludiendo así a una capacidad de percepción que captamos mediante la introspección, la cual aún no es objeto de reflexión y, por tanto, no alcanza el nivel de la autoconsciencia. Hemos dicho que esta inclinación general a comprender y explicar lo que es inmediatamente aparente introduciendo la acción de algo que no es inmediatamente aparente es una forma característica del ser humano. Podemos añadir que ya en esta forma elemental de articular el conocimiento reconocemos la presencia de esa racionalidad que, al menos según una tradición milenaria del pensamiento occidental, consideramos propia de la especie humana; es decir, una característica de la naturaleza propia de esa especie.

Un ejemplo que puede ser familiar es el del detective que, presente en la escena de un crimen, intenta reconstruir cómo pudo haberse llevado a cabo y, a partir de esta interpretación, plantea una hipótesis de quiénes podrían haber sido los autores del delito. Este paso adelante está claramente en consonancia con la interpretación anterior, utilizando argumentos basados esencialmente en la búsqueda de un nexo de causalidad entre una supuesta acción del asesino y las pruebas inmediatas, ya organizadas en la interpretación anterior.

Es interesante observar que tocamos aquí dos momentos esenciales, relacionados pero distintos, que son la hermenéutica (es decir, el momento en que interpretamos las pruebas visibles organizándolas en un marco global que pretende reconstruir cómo se desarrollaron los hechos) y el momento explicativo (en el que se consideran las razones por las que los hechos se desarrollaron de la manera reconstruida). Por supuesto, estas razones están compuestas en gran parte por la indicación de nexos de causalidad, que además ya han entrado en juego en la reconstrucción del marco interpretativo. No nos interesa en este momento dar ejemplos de otros tipos de pruebas inmediatas, en presencia de las cuales entra en juego el propio procedimiento hermenéutico y explicativo, que tendremos ocasión de discutir más adelante; preferimos seguir con el ejemplo imaginado aquí.

En el trabajo de un detective, existen algunas habilidades personales que le son propias, como la perspicacia para captar pequeños detalles de la escena, o para establecer correlaciones significativas entre los distintos elementos hallados, o para formular hipótesis de la dinámica de las acciones humanas que podrían haber conducido a los efectos observados, etc. No obstante, existen ciertos aspectos que no pueden considerarse propios de la inteligencia del detective, sino que pertenecen a la forma correcta de razonar de todo ser humano y, por tanto, caracterizan su racionalidad. Son aquellas condiciones universales y necesarias del conocimiento humano que Kant calificó a priori, en la medida en que son independientes de cualquier contenido particular del conocimiento e incluso son condiciones de posibilidad del conocimiento como tal. Basta con mencionar aquí entre estos supuestos generales, la aceptación del principio de causalidad y de ciertas leyes fundamentales de la lógica. No obstante, en realidad existen presupuestos más fuertes, que atañen a la concepción general de lo que realmente existe, es decir, que atañen al marco ontológico presupuesto de todo el trabajo. En aras de la claridad, diremos que al detective ni siquiera se le ocurriría proponer la existencia de un hechizo mágico como posible causa de la situación constatada y reconstruida, no porque tal hipótesis no pudiera utilizarse en una cadena lógica explicativa, sino porque la existencia de tales hechizos no está aceptada en la cultura actual. No obstante, sabemos bien que en siglos pasados, dentro de la propia cultura occidental, era común admitir la existencia de la magia y sus poderes de acción sobre el mundo visible, al igual que se sigue admitiendo en muchas culturas contemporáneas (incluso por parte de personas cultas que cuentan con conocimientos científicos). Por lo tanto, es indispensable ser consciente de la necesidad de contextualización histórica de cualquier trabajo sobre lo invisible. En efecto, el recurso a lo que no se ve para explicar lo que se ve es común en el uso de la racionalidad en todas las épocas históricas, pero es precisamente la atribución a lo invisible de un determinado tipo de realidad lo que puede cambiar históricamente, así como la aceptación de los instrumentos adecuados para conocer ese invisible.

MONISMO Y PLURALISMO

Anteriormente, hemos hablado de un marco ontológico para referirnos a la concepción de lo que realmente existe. Esta forma de expresarse implica que existen ámbitos de referencia para el pensamiento y el discurso sobre los cuales es posible pensar y hablar, aunque no se correspondan con algo que existe realmente. Se trata de ámbitos discursivos a partir de los cuales es posible realizar un razonamiento significativo sin la posibilidad (y a menudo sin siquiera la pretensión) de que sean entidades realmente existentes. Ejemplos fáciles son los contenidos de las novelas, que, por más que estén descritos con precisión, se da por sentado que no corresponden con situaciones efectivas o reales. Según algunas concepciones, incluso los entes matemáticos tendrían este tipo de existencia puramente mental pero no real. Para distinguir estos campos del razonamiento, a veces se ha propuesto una diferencia entre ontología y metafísica, entendiendo la primera como la descripción de los diferentes campos posibles del razonamiento y la segunda como la teoría de lo que realmente existe. No nos parece interesante entrar en esta discusión, no solo porque en la literatura especializada se encuentran otras propuestas para distinguir la ontología de la metafísica, sino también porque los significados de ambos términos se invierten con no poca frecuencia. En su lugar, preferimos por el momento considerar la ontología como la teoría relativa a lo que realmente existe y ver cómo, desde este punto de vista, surgen de entrada dos alternativas fundamentales. Según una primera concepción, la realidad sería de un solo y único tipo; por tanto, el esfuerzo por comprender y explicar la gran variedad de entidades y fenómenos que nos ofrece la experiencia inmediata debería consistir en recurrir a una realidad invisible más profunda de la que las múltiples manifestaciones perceptibles no son más que apariencias particulares o manifestaciones externas. Esta es evidentemente la concepción que tenían los primeros pensadores de la filosofía griega antigua, que eran monistas, en el sentido de que afirmaban que un único principio o arché subyace a todas las cosas y que, por tanto, solo hay un tipo de realidad. La dificultad de explicar cómo partiendo del uno se puede generar el múltiple dio lugar, ya en la filosofía griega primitiva, a las escuelas de pensamiento pluralistas, que explicaban esta variedad recurriendo a la mezcla de pocos elementos primitivos. Sin embargo, también aquí se trataba de un pluralismo imperfecto, por así decirlo, ya que se daba a entender que la verdadera realidad pertenecía a los elementos, mientras que las diferentes formas de entes ofrecidas por la experiencia se consideraban apariencias de esta realidad fundamental. No fue hasta Aristóteles cuando surgió un auténtico pluralismo ontológico, en el sentido de que se reconocían y describían varias clases de entidades dotadas de características específicas, todas ellas consideradas reales. Esto no le impidió llevar a cabo un tipo de planteamiento general, es decir, investigar los principios de la realidad como realidad, principios precisados en la metafísica, entendida como filosofía primera, que no implicaban la atribución de la verdadera realidad a ningún tipo de sustancia, sino que eran operativos en cualquier ámbito de la existencia.

Nos hemos referido brevemente a posiciones conocidas de la filosofía griega antigua, pero el monismo ha estado y está presente en la filosofía moderna y contemporánea, ya sea como materialismo o como idealismo, mientras que también existen filosofías que reconocen la pluralidad de las regiones ontológicas, cada una dotada de su propio tipo de existencia particular, sin que ninguna de ellas goce del privilegio de ser verdaderamente real. Se pueden encontrar ampliamente otras formas más complejas de monismo en las filosofías orientales. Estas dos posiciones (monismo y pluralismo) corresponden, asimismo, a una diferencia en la forma de concebir el acceso cognitivo a la realidad. Las concepciones monistas son casi inevitablemente reduccionistas —es decir, intentan mostrar cómo las entidades y propiedades que se estudian en diferentes discursos e incluso en diferentes ciencias pueden remontarse a entidades y propiedades consideradas por la disciplina fundamental—, mientras que la posición pluralista reconoce que el acceso cognitivo a diferentes dominios ontológicos también requiere una variedad de herramientas y métodos de investigación.

Una ventaja intelectual de la posición monista consiste en que parece estar en mejor posición para proponer la unidad de lo múltiple. No obstante, es muy difícil aplicar este programa en la práctica debido a que las propiedades de las regiones ontológicas sujetas a reducción no parecen ser deducibles de las propiedades de la disciplina fundamental. La posición pluralista arranca aparentemente con desventaja, pero deja de tenerla, como veremos más adelante, cuando se adopta un punto de vista sistémico.

INMANENCIA Y TRASCENDENCIA

La dicotomía monismo/pluralismo se hace más radical cuando se aplica no a la variedad de esferas en que parece dividirse la esfera de la experiencia, sino cuando se toma en consideración la esfera global de la experiencia; es decir, cuando se problematiza lo que llamaremos el conjunto de la experiencia y debemos preguntarnos si este conjunto agota la totalidad de lo real o no. Esta simple pregunta equivale a plantear el problema de si existe un ámbito de la realidad ontológicamente distinto del conjunto de la experiencia. En este sentido, la búsqueda de una comprensión y explicación, de la que hablábamos antes, consistente en admitir un fundamento invisible para interpretar y explicar el mundo de la experiencia, puede tomar dos caminos. El primero se caracteriza por la afirmación de que este fundamento, aunque invisible, pertenece al conjunto de la experiencia, constituyendo, por así decirlo, su cara invisible. Esta se trata de una posición claramente monista, que podemos calificar como posición de la inmanencia: el principio fundador pertenece a la misma región ontológica que las entidades que se captan en la experiencia, aunque no sean accesibles empíricamente, sino solo a través de la argumentación. La otra posición consiste en interpretar y explicar el conjunto de la experiencia mediante el recurso a un fundamento que, además de ser invisible, pertenece a una región ontológica distinta de la unidad de la experiencia; es decir, de un tipo de realidad que es auténtica realidad, pero que es distinta de la realidad de los objetos empíricos. Dado que admite dos tipos distintos de realidad, se trata de una posición pluralista y, teniendo en cuenta que se refiere al conjunto de la experiencia como un todo y afirma la presencia de otro todo distinto del primero, podemos llamarla posición de trascendencia, utilizando un término que históricamente ha significado una alteridad ontológica y que, en nuestro caso, se refiere a la admisión de un totalmente otro con respecto al conjunto de la experiencia. Por supuesto, aquí se plantea claramente la cuestión de qué herramientas cognitivas pueden utilizarse para afirmar este punto de vista. La dicotomía inmanencia/trascendencia constituye una forma eficaz de presentar lo que podríamos llamar problema del absoluto, donde por absoluto entendemos, según una etimología ampliamente aceptada, lo incondicionado, aquello que no requiere de ninguna razón para su existencia. Así pues, el problema consiste en investigar si existe un fundamento interpretativo y explicativo del mundo de la experiencia que, respectivamente, caiga dentro del conjunto de la experiencia, o fuera de él. Si queremos expresar este mismo problema de forma aún más concisa, podemos decir que consiste en preguntarse si el todo (sin adjetivos que lo limiten y califiquen) coincide o no con el conjunto de la experiencia.

HORIZONTE PRECOMPRENSIVO DEL DISCURSO

Lo que acabamos de decir sobre el absoluto podría dar la impresión de que el problema del absoluto es esencialmente de naturaleza específicamente cognitiva, como si se tratara simplemente de razonar para establecer si el mundo de la experiencia constituye el todo incondicionado, o si requiere la presencia de una dimensión ulterior de la que depende. Esta concepción no es satisfactoria, debido a que en realidad el problema del absoluto tiene una profunda raíz existencial: concierne directamente al sentido de la existencia de cada individuo humano; es decir, se identifica con la necesidad de dar a la propia existencia un sentido que le asegure un valor. Por esa razón, también podemos decir que el problema del absoluto se identifica con la búsqueda del valor de la vida entendida no en un sentido puramente biológico, jurídico o biográfico, sino en el sentido más completo, que atribuimos espontáneamente a la noción de la existencia humana. De hecho, es bastante fácil reconocer que, cuando nuestra existencia se convierte en objeto de una reflexión destinada a captar su sentido y a buscar su valor, el resultado de esta reflexión puede ser muy diferente, en función de si estamos convencidos de que el absoluto coincide con el conjunto de la experiencia, o de que va más allá de este conjunto, caracterizándose por una dimensión ontológica distinta del conjunto de la experiencia. Dicho de forma más sucinta y con palabras más sencillas, está claro que no vivirás de la misma forma si estás convencido de que todo acaba aquí o si piensas que existe algo más en la vida que este mundo. Hemos dicho que este fenómeno espontáneo se da en todo ser humano que reflexiona, sin pretender convertirse en filósofo. No en vano, hemos hablado de estar convencido, y con ello aludimos a una dimensión en la que el conocimiento se entrelaza con el problema del valor de la vida. Podemos llamar fe a esta disposición del pensamiento, que no debe confundirse con una simple creencia u opinión, que se limitan estrictamente a la esfera cognitiva. Esta fe, de hecho, como hemos visto, orienta potencialmente toda la existencia, y su contenido tiene una influencia más o menos marcada en el curso del análisis racional del problema. Utilizando una noción ampliamente empleada en hermenéutica, podríamos decir que esta convicción constituye la precomprensión en la que se inscribe la reflexión sobre el problema del absoluto. Esto no significa que esa reflexión vaya a conducir necesariamente a una confirmación de esa fe, pero es natural que ejerza su influencia en la elección y evaluación de la fuerza de los argumentos utilizados. Para utilizar un ejemplo muy simple y directo, podemos decir que, cuando una persona se dispone a analizar las llamadas pruebas de la existencia de Dios, el estilo de su investigación será diferente según quiera que Dios exista o que no exista, en donde este querer no indica una decisión, ni siquiera un simple objetivo deliberado, sino una disposición existencial fundamental que, sin predeterminar el resultado del análisis, influirá en la elección y evaluación de los argumentos específicamente cognitivos, incluso los considerados más neutros y críticos de la investigación filosófica. Tal hecho se expresa lapidariamente en la afirmación de Fichte, que fue un filósofo que se esforzó por construir un sistema de conocimiento rigurosamente lógico-deductivo. En la segunda introducción a sus Fundamentos de la doctrina de la ciencia indica que «la clase de filosofía que se elige depende de la clase de hombre que se es» (1797).

En el resto de este volumen, veremos el resurgimiento de esta dialéctica entre subjetividad y objetividad, entre singularidad y universalidad, entre razón y experiencia, incluso dentro de los métodos de investigación contemporáneos, como los de la psiquiatría, la fenomenología y el psicoanálisis. Los diferentes temas expuestos en esta introducción pretenden ofrecer una especie de marco amplio para un debate que tendrá muchos aspectos diferentes.

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Lo invisible en la ciencia

 

1.1. LA HISTORIA Y LA CIENCIA EN LA TRADICIÓN OCCIDENTAL

En la cultura occidental, existen dos términos para referirse al conocimiento: historia y ciencia. Para rastrear las raíces que vinculan ambos conceptos a la noción de conocimiento, es necesario remontarse a los orígenes de la cultura griega, ya que en la actualidad estos términos tienen significados muy diferentes, en el sentido de que la historia se concibe esencialmente como una narración de los acontecimientos humanos, mientras que la ciencia se entiende como una investigación cuyo objeto principal es el mundo natural y, por extensión, también el mundo humano, que se investigan según metodologías específicas estandarizadas. El concepto griego de historia, tal como se encuentra, por ejemplo, en la primera línea del famoso Historias, de Heródoto, significa ‘investigación’, ‘búsqueda cuidadosa’, que se presenta ciertamente en una narración, pero con un propósito indicado por el propio Heródoto como un deseo de que el recuerdo de las «bellas y admirables hazañas» realizadas tanto por griegos como por bárbaros no se desvanezca con el paso del tiempo. En estas afirmaciones, encontramos la noción de historia como memoria rerum, la ‘conservación de los recuerdos’, que se ha impuesto en la cultura occidental y en virtud de la cual la historia se presenta como una narración, es decir, como un género literario, como un opus oratorium maximum. Por eso, solemos incluir las obras de los grandes historiadores entre las más significativas de sus literaturas respectivas, lo que no ocurre con los tratados e informes científicos. No obstante, no hay que olvidar que la noción de historia como investigación precisa y descripción fiel de los hechos se ha conservado incluso fuera del relato de los asuntos humanos, y aún hoy se habla, por ejemplo, de un museo de historia natural, es decir, de colecciones de animales y plantas muertas, catalogadas y expuestas como piezas de museo. No es casualidad, por poner otro ejemplo, que las obras biológicas de Aristóteles incluyan lo que se conoce en latín como Historia animalium, que es diferente del tratado De partibus animalium, que por otra parte tiene un carácter más científico, en el sentido de que es más teórico. Incluso a principios del siglo XIX, Lamarck tituló la obra en varios volúmenes que contiene sus estudios sobre los invertebrados Historia natural de los animales sin vértebras (1815).

Volviendo al concepto de ciencia, debemos subrayar que en la filosofía griega clásica, el término episteme significaba pura y simplemente ‘saber’, como un conocimiento sólido y fundamentado, diferente de la simple doxa ‘opinión’, incluso si esta última fuera verdadera. Aquí radica precisamente la característica más interesante: el conocimiento, en sentido propio, no consiste simplemente en poseer la verdad, ya que una simple opinión también puede ser verdadera; el conocimiento requiere que la verdad también esté fundamentada, y aquí surge el problema de aclarar en qué puede consistir esta búsqueda del fundamento.

Es interesante observar que tal búsqueda no se hace para la historia, que podríamos decir que se limita a una tarea expositiva y descriptiva, sin sentirse comprometida a dar razones de lo narrado. A lo sumo, el relato de los hechos se enmarcará en una determinada interpretación, que, sin embargo, no reclama una explicación. Precisamente, en el caso de Heródoto, por ejemplo, encontramos una especie de interpretación general de los acontecimientos humanos como inscritos dentro de una fatalidad, un destino predeterminado que también corresponde a un cierto poder divino, pero sin hacer intervenir a agentes sobrenaturales —divinidades— en el curso de los acontecimientos humanos, como hacía Homero. Es significativo que esta referencia al hado, al destino predeterminado, introduzca ya algunas dimensiones invisibles como elementos para la comprensión de los acontecimientos humanos, a los que se añade también, en este autor, una especie de saber moral, en el sentido de que este destino aparece frecuentemente como un elemento equilibrador ante las pretensiones orgullosas e injustas de los hombres.

En cambio, en el caso de la ciencia, como ya hemos dicho, es imprescindible dar razón de lo que se presenta. Este dar razón se encuentra ya en la última parte del Menón platónico y, a continuación, con más detalle en otros diálogos, sobre todo en los Segundos analíticos, de Aristóteles, donde se define como una deducción rigurosa que, partiendo de unos primeros principios que son verdaderos en sí mismos y que, por tanto, no requieren de una fundamentación, constituyen las premisas de un razonamiento cuya conclusión será la afirmación verdadera que se pretende fundamentar. Precisamente porque tal afirmación suele ser la descripción de algún hecho empíricamente constatable (y, por tanto, visible en sentido amplio), estos primeros principios, a pesar de ser muy sólidos, son invisibles; es decir, solo pueden ser captados mediante una intuición intelectual.

1.2. EL SIGNIFICADO DE LO EVIDENTE COMO VERDADERO POR SÍ MISMO: LA INTUICIÓN INTELECTUAL SUPERA A LA EMPÍRICA

Lo expuesto anteriormente puede dar la impresión de que la búsqueda de una justificación o fundamento es necesaria para garantizar la certeza sobre el contenido de verdad de una determinada opinión. No excluimos que en muchos casos pueda ser así: aquellos en los que se duda de la verdad de una determinada proposición. No obstante, este no es el significado más profundo de la búsqueda de un fundamento. De hecho, esta búsqueda nace de una exigencia diversa, es decir, de la necesidad de responder a la pregunta sobre el porqué, pregunta para cuya respuesta hay que dar razones. Este es el requisito típico del logos, que es diferente de los requisitos de la simple constatación, que llamaremos, en un sentido amplio, dimensión de la empiricidad. En otras palabras, la pregunta sobre el porqué puede fácilmente surgir ante un contenido cognitivo sobre el que no hay duda y que suele definirse como evidente. Tomando como ejemplo la geometría elemental: en ella, se intuye claramente que en un triángulo isósceles —es decir, aquel en el que dos lados son iguales— son también iguales los ángulos de la base —es decir, los ángulos opuestos a estos lados—. ¿Qué necesidad hay, pues, de demostrar la verdad de esta proposición? No existe ninguna necesidad, si nos referimos a la certeza con la que se nos presenta esta verdad geométrica. No obstante, esta proposición fue objeto de demostración a partir de los postulados de la geometría euclidiana desde los primeros tiempos. La demostración solo sirve para mostrar que esta proposición es una consecuencia lógica de los postulados admitidos.

Como ya hemos recordado, Aristóteles había subrayado que tales postulados deben ser «más verdaderos que la conclusión y la causa de ella», lo que evidentemente alude a un cierto tipo de evidencia que, por el hecho de no identificarse con el contenido de una intuición visual (aunque idealizada y esquematizada), podemos llamar evidencia lógica; es decir, como hemos dicho anteriormente, verdadera en sí misma.

1.3. EL CONOCIMIENTO MATEMÁTICO

Hemos tomado este sencillo ejemplo de la geometría elemental porque desde la Antigüedad se ha exigido, en matemáticas, que una proposición sea admitida o bien porque se deduce correctamente de los axiomas y postulados de la teoría, o bien porque es evidente, en el sentido de ser verdadera en sí misma. Este es el caso de los debates que se han suscitado desde la Antigüedad en torno al famoso postulado de las paralelas (es decir, el quinto postulado de Euclides), los cuales se referían a la posibilidad de demostrarlo como teorema a partir del resto, ya que no se consideraba totalmente evidente. Precisamente, la infructuosidad de los esfuerzos realizados en este sentido obligó, en cierto modo, a incluirlo entre los postulados, en parte porque sin él muchos teoremas geométricos serían indemostrables. Solo en el siglo XIX, con la construcción de la geometría no euclidiana, se demostró que este postulado es independiente de los demás, es decir, que no se puede deducir de ellos.

Esta diferencia entre ver intuitivamente —aunque con los ojos de la mente, como en el caso de la intuición geométrica— y ver con base en una simple evidencia lógica, ya presente en las matemáticas antiguas, salió a la luz especialmente en algunos casos en los que la evidencia lógica contradecía la evidencia intuitiva. El ejemplo más conocido es el de la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado de un cuadrado, que es un caso particular de la inconmensurabilidad entre la hipotenusa y los catetos en cualquier triángulo rectángulo. Esta inconmensurabilidad se puede demostrar rápidamente mediante un simple razonamiento numérico, pero se derivan sorprendentes consecuencias geométricas intuitivas. De hecho, centrando un compás en el vértice donde la hipotenusa se cruza con un cateto y transponiendo su longitud a la línea del propio cateto, se determina un punto preciso en la línea que marca la longitud del segmento respectivo. Por lo tanto, esta longitud existe, pero ese punto no está entre los que son extremos de segmentos conmensurables con el cateto. Pues bien, si cada segmento contuviera un número finito (aunque muy grande) de puntos, el propio punto sería la unidad mínima de medida, cuyos múltiplos expresan la longitud de los distintos segmentos, y estos serían siempre conmensurables entre sí mediante una simple fracción. Así que esta es la conclusión: los puntos de cualquier segmento son infinitos en número. Esta conclusión era extremadamente chocante para el pensamiento antiguo, para el que infinito era sinónimo de inconcluso, y por lo tanto imperfecto, pero sobre todo embarazosa, porque el simple razonamiento muestra las primeras paradojas relativas al infinito. Por ejemplo, parece obvio que los números naturales son más numerosos que los números pares, ya que estos últimos constituyen solo la mitad de ellos. No obstante, está claro que, si tomamos cualquier número natural, existe un número par que le corresponde (es suficiente con multiplicarlo por dos) y, por otra parte, todo número par corresponde a un número natural (basta con dividirlo por dos); por tanto, entre los dos conjuntos infinitos existe una correspondencia biunívoca completa. Pasando a un ejemplo geométrico muy sencillo, consideremos el teorema por el cual el segmento que une los puntos medios de los dos lados iguales de un triángulo isósceles es paralelo al tercer lado (base) y tiene la mitad de su longitud. Por lo tanto, el número de sus puntos debe ser, intuitivamente, la mitad de los puntos de la base. Si tomamos un punto cualquiera de este segmento, basta con proyectarlo sobre la base desde el vértice y se determina un punto correspondiente en la base. Sin embargo, lo contrario también es cierto; es decir, si tomamos un punto cualquiera de la base, al proyectarlo desde el vértice, se cruzará con un punto, y solo uno, correspondiente en el segmento. De esto se concluye que hay exactamente tantos puntos en la base como en el segmento, que tiene una longitud igual a la mitad de ella. Fueron dificultades de este tipo precisamente (junto con algunas otras en las que no entraremos aquí) las que convencieron a los matemáticos griegos de excluir el tema de las colecciones infinitas o de las cantidades infinitas y añadir a los axiomas (como hizo Euclides) la proposición «El todo es mayor que la parte».

De este modo, durante siglos, las matemáticas se abstuvieron rigurosamente de utilizar el infinito que se utiliza actualmente. A partir del Renacimiento, se empezaron a introducir los infinitos y los infinitésimos (preludio del cálculo infinitesimal) y se abordaron discusiones que quedaron momentáneamente zanjadas cuando —a principios del siglo XIX— el concepto de límite (especialmente por parte de Cauchy) vino a evitar, al menos, las principales dificultades que se planteaban. Sin embargo, la verdadera venganza del logos sobre las intuiciones visuales (aunque idealizadas) llegó cuando lo que se consideraban dificultades se transformaron en definiciones de nuevas entidades conceptuales. En particular, la paradoja por la que un conjunto puede ser puesto en correspondencia biunívoca con una de sus partes fue asumida como la definición de un conjunto infinito, y de este modo se abrió el camino a esa legitimación completa del infinito actual, que constituye la gran aportación matemática y filosófica de la teoría de conjuntos de Cantor. Pero incluso aquí se presentaron dificultades. De hecho, al principio podía parecer que solo existían dos tipos de conjuntos: por un lado, los conjuntos finitos y, por el otro, los conjuntos que eran realmente infinitos. Parecía que no había diferentes tipos de infinitud, ya que, mediante ingeniosas estrategias, se establecieron correspondencias biunívocas entre los números naturales, los enteros y los racionales, que en cierto sentido podían considerarse subconjuntos unos de otros en orden ascendente de inclusión. Este hecho se expresó diciendo que tenían la misma cardinalidad transfinita. No obstante, cuando Cantor, utilizando su famoso método de la diagonal, demostró que el conjunto de los números reales contiene infinitos elementos que no se pueden emparejar con los números racionales, quedó claro que era de un orden de infinitud —es decir, de una cardinalidad— mayor que la de los naturales, los enteros y los racionales. Se denominó cardinalidad numerable a aquella que poseen estos conjuntos, y la cardinalidad del conjunto de los números reales se denominó cardinalidad del continuo (ya que se pensaba que los números reales eran representables sin huecos en los puntos de una recta). No fue difícil demostrar que esta cardinalidad es también la del conjunto de puntos del plano, de una superficie, de un volumen. No solo eso, sino que un teorema fácil muestra que el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto dado M, cuya cardinalidad se denota, por ejemplo, con k, tiene una cardinalidad mayor que la de M, es decir, igual a 2k, por lo que, llamando por comodidad N a la cardinalidad de los numerables, la cardinalidad del conjunto de subconjuntos de los naturales es igual a 2N.

Se plantea esta pregunta: ¿es quizá esta la cardinalidad del continuo que estaríamos inclinados a considerar como la inmediatamente sucesiva a la numerable? Sabemos que esta hipótesis del continuo ha demostrado ser independiente (es decir, no demostrable ni refutable) de los restantes axiomas de las teorías axiomáticas de conjuntos más conocidas, aunque esta cuestión abierta no ha impedido el desarrollo de una rica aritmética de los números cardinales y ordinales transfinitos ni una compleja exploración de este mundo de lo transfinito.

Nos hemos referido a estos ejemplos relativamente sencillos para indicar cómo el conocimiento matemático —es decir, ese conocimiento que Occidente ha considerado tradicionalmente como el más cierto, universal y necesario— ha introducido una serie de entidades invisibles, a las que ciertamente no es fácil atribuir un estatus ontológico preciso (hasta el punto de que existen diferencias de opinión muy fuertes en las distintas escuelas que se ocupan de los fundamentos de las matemáticas). No obstante, está claro que hay que reconocerles algún tipo de existencia a estas entidades, ya que se hacen afirmaciones sobre ellas que, dentro de una determinada ontología regional, se consideran verdaderas. Todo esto sin entrar en discursos más complejos; es decir, discursos que se refieren a teorías matemáticas enteras, distintas e independientes entre sí, aun admitiendo algunos tipos de relación. Por ejemplo, la geometría proyectiva es totalmente independiente del postulado de la paralela, y en ella, por el contrario, se admiten los puntos en el infinito donde confluyen las paralelas de los distintos haces, lo que permite, entre otras cosas, establecer una interesante intercambiabilidad entre las propiedades de los puntos y las de las líneas, al tiempo que desaparecen nociones familiares como las de distancia, ángulo, perpendicular. Todo ello fue posible gracias a que, durante el siglo XIX, matemáticos como Pasch, Von Staudt, Peano, Pieri y Klein diseccionaron, por decirlo así, el contenido de ciertos conceptos y reformularon o añadieron nuevos axiomas mediante un trabajo de análisis puro y de construcción intelectual, que sacó a la luz realidades matemáticas inesperadas con propiedades muy precisas, aunque no pudieran representarse, por ejemplo, mediante figuras. Cabe señalar que este compromiso con el análisis lógico y la clarificación conceptual no se refería a las nociones geométricas de especial complejidad, sino precisamente a las basadas en intuiciones de gran inmediatez. Esto puede expresarse intuitivamente diciendo que no existen agujeros o huecos en una línea y que, una vez que los puntos de la línea son imágenes de números naturales, enteros, racionales y reales, no existen otros puntos en ella. Los matemáticos griegos no habían sentido la necesidad de dedicar un axioma especial a la continuidad, y solo Eudoxo y Arquímedes habían utilizado uno, casi siempre solo de forma implícita, que en el siglo XIX se denominó postulado de Arquímedes (este afirma que, tomadas dos cantidades homogéneas, siempre hay un múltiplo de la menor que supera a la mayor). Por otra parte, también en el siglo XIX, Cantor y Dedekind propusieron dos famosas formulaciones axiomáticas de la continuidad por separado. No son equivalentes y se demuestra que del axioma de Dedekind se siguen el axioma de Arquímedes y el axioma de Cantor, mientras que del axioma de Arquímedes, combinado con el axioma de Cantor, se sigue el axioma de Dedekind.

1.4. EL CONOCIMIENTO DEL MUNDO FÍSICO

El hecho de que el conocimiento matemático pueda, y en cierto sentido deba, referirse a entidades invisibles es algo que se acepta fácilmente, ya que las matemáticas siempre se han considerado una ciencia abstracta, cuando no una creación libre de la mente humana, que puede deleitarse en construcciones artificiales con la restricción, como mucho, de no caer en la contradicción. No es menos sabido, por otra parte, que es precisamente el uso de las herramientas abstractas de las matemáticas lo que ha permitido un conocimiento mucho más profundo del propio mundo físico, hasta el punto de inducir a no pocos filósofos a afirmar que las estructuras profundas de este mundo físico son estructuras matemáticas invisibles y que, conociéndolas, se pueden determinar características no visibles del mundo físico.

Un ejemplo muy antiguo pero muy interesante aparece en una obra algo menor de Arquímedes, El contador de arena. El tema de este opúsculo es el cálculo del número de granos de arena que contiene (o puede contener) todo el universo, que en la época de Arquímedes se consideraba como el contenido de todo lo encerrado en la esfera de las estrellas fijas cuyo centro era la Tierra. El propio tema de este trabajo parece ser un desafío a la inteligencia humana, que quizá se incline por afirmar que el número de granos de arena que puede encerrar el universo es infinito. Pero ¿por qué se cree que es infinito? En realidad, porque se considera enorme e incalculable. El punto de vista de Arquímedes es que este número, por grande que sea, sigue siendo finito, y el reto es, precisamente, calcularlo. Se trata de una posición muy interesante, porque, por una parte, está de acuerdo con la tesis de que el infinito no existe y, por otra, se esfuerza por demostrar que este número enorme no es incalculable.

¿Qué significa incalculable? Significa que no se le puede atribuir algo como un nombre, un signo o un símbolo que lo represente, o una expresión lingüística o gráfica que lo denote. De hecho, esto era una dificultad para las matemáticas antiguas, que aún no conocían la notación posicional de los números, gracias a la cual podemos expresar gráficamente la cifra correspondiente a cualquier número grande. Para ello basta, como es sabido, con escribir, por ejemplo, 10 seguido de un número de ceros suficientemente grande para llegar al número deseado. Utilizando la notación de potencia, podemos escribir, por ejemplo, 1068 para abreviar la escritura de 10 seguido de sesenta y siete ceros. A falta de notación posicional, los griegos designaban los números con las letras de su alfabeto, ampliando su uso mediante una serie de trucos de escritura que les permitían utilizar la M para la miríada (equivalente en nuestra notación a 10 000) y llegar a concebir la miríada de miríadas equivalente a 108). Más allá de eso, no se podía expresar ningún número, aunque se sabía que, por muy grande que fuera un número dado, siempre existía el siguiente, el siguiente del siguiente, y así sucesivamente. Arquímedes introduce de forma genial una nueva forma de ordenar los números, definiendo por recurrencia clases cada vez más elevadas cuyos elementos son las clases de orden inferior. Así, todas estas clases contienen un número finito de elementos, pero siempre se puede ir más allá en la construcción de esta jerarquía ascendente. Una vez creada esta herramienta matemática para expresar números independientemente de su tamaño (operación que expresa en aritmética el equivalente al postulado euclidiano de la prolongación indefinida del segmento), Arquímedes pasó al cálculo propiamente dicho, empezando por establecer cuántos granos de arena contiene una semilla de amapola, luego cuántas semillas de amapola contiene una esfera de un centímetro de diámetro, cuántas esferas de este diámetro contiene una esfera de un estadio de diámetro, y así sucesivamente hasta calcular el volumen de la esfera de las estrellas fijas en cuyo centro se encuentra la Tierra, que él calcula mediante una ingeniosa forma de medir la amplitud del disco solar y deducir de ella la distancia del Sol a la Tierra. De este modo, puede finalmente expresar en su propia notación el número total de granos de arena contenidos en el universo, habiendo demostrado que es finito y calculable y, de hecho, que corresponde a un número no particularmente alto en su jerarquía recursiva (equivalente a 1063). En este caso, podemos decir que, gracias a la combinación de una herramienta matemática adecuada y conjeturas físicas plausibles, se pudo conocer algo tan invisible como el número total de granos de arena del universo.