EL cosmos desordenado - Chanda Prescod-Weinstein - E-Book

EL cosmos desordenado E-Book

Chanda Prescod-Weinstein

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Beschreibung

De la mano de una física teórica estrella, un viaje al mundo de la física de partículas y el cosmos, y un llamamiento a una práctica más liberadora de la ciencia. En 'EL cosmos desordenado', la Dra. Chanda Prescod-Weinstein comparte su amor por la física, desde el Modelo Estándar de Física de Partículas y lo que hay más allá, hasta la física de la melanina en la piel, pasando por las últimas teorías sobre la materia oscura, todo ello con una perspectiva basada en la historia, la política y la sabiduría de Star Trek. La Dra. Chanda Prescod-Weinstein, una de las físicas más destacadas de su generación, es también una de las menos de cien mujeres afroamericanas que se han doctorado en un departamento de física. Su visión del cosmos es vibrante, alegremente no tradicional y se basa en linajes feministas negros y queer. La Dra. Prescod-Weinstein nos insta a reconocer que la ciencia, como la mayoría de los campos, está plagada de racismo, misoginia y otras formas de opresión. Prescod-Winstein expone un nuevo y audaz enfoque de la ciencia y la sociedad, empezando por la creencia de que todos tenemos el derecho fundamental a conocer y amar el cielo nocturno. 'EL cosmos desordenado' sueña con la existencia de un mundo que permita a todos experimentar y comprender las maravillas del universo.

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Boceto de We Were Always Scientists

(«Siempre fuimos científicas»),

de Shanequa Gay (2019).

En los comienzos

Un cuento para antes de ir a dormir

Érase una vez, hace mucho tiempo, un universo. No estamos seguros de cómo empezó ni de si lo hizo por alguna razón. No sabemos, por ejemplo, si el espacio-tiempo está ordenado o desordenado en las escalas más pequeñas, en las que impera la extrañeza de la mecánica cuántica. Lo que sí sabemos con bastante seguridad es que durante la primera billonésima de segundo se expandió sumamente rápido, de manera que, en su mayor parte, era idéntico en todas direcciones e idéntico desde cualquier perspectiva. Todo uniformidad. Pero al poco comenzaron a surgir partículas de la nada debido a las fluctuaciones aleatorias generadas por efectos cuánticos, puede que en el espacio-tiempo; de eso aún no estamos superseguros. Ni tampoco de esto: por algún motivo, esas partículas formaron más materia que antimateria. Ese proceso, del que nacieron unas partículas llamadas bariones, se conoce como bariogénesis. Los bariones, a su vez, empezaron a formar estructuras, y esas estructuras dieron lugar a las estrellas. Luego las estrellas envejecieron, y algunas murieron con una muerte apoteósica, superépica. Estallaron en forma de supernovas, y por el camino se crearon elementos pesados, como el carbono y el oxígeno: los elementos que se convertirían en los pilares de toda vida en la Tierra. La Tierra es un planeta, una de las diversas estructuras que se formaron en torno a las estrellas a partir de los despojos de las supernovas. Con el tiempo, apareció en la Tierra un tipo más pequeño de estructura que llamamos vida. Una de las formas de vida que se desarrollaron fue la de unos simios relativamente lampiños que se relacionaban mediante una diversidad de métodos de comunicación. Hay hoy en día unos siete mil millones de simios, con sus distintos niveles de eumelanina y feomelanina en la piel y en el pelo, lo que les otorga todo un abanico de colores. Los simios tienen además un montón de texturas distintas de cabello. Algunos de los más escasos en eumelanina han sido desde antiguo crueles con los que presentan más, entre ellos los que conocemos como «personas negras». Aunque sabemos el porqué, no acabamos de entenderlo: puede que sea por pereza o porque envidian nuestro flow. Pese a todo, las vidas negras provienen de la misma bariogénesis, de la misma supernova y de la misma formación de estructuras. Digan lo que digan los bajos en eumelanina, las vidas negras son polvo de estrellas: las vidas negras importan, todas y cada una de ellas.

* * *

Al margen de los hechos que contiene este relato, nos queda mucho por saber del universo. En el mundo científico, no acostumbramos a pensar en estos términos: imaginamos el sujeto (nosotros) y el objeto (el universo) como entidades distintas. Este planteamiento es algo que heredamos del pensamiento europeo, y en concreto de las ideas de René Descartes. Cuando estudiamos la galaxia de Andrómeda, registramos los datos como pensadores cartesianos; la vemos como algo aparte de nosotros mismos y de nuestro hogar en la Vía Láctea. Al mismo tiempo, no obstante, estamos ligados a Andrómeda en un sentido muy técnico de la palabra. Andrómeda tiene también su propio relato: es la más importante de las vecinas de la Vía Láctea, y su existencia no se remonta a un origen común. Sin embargo, en el futuro ambas galaxias se fusionarán, porque están unidas por un potencial gravitatorio, algo así como un pozo en el que ambas van cayendo, girando lentamente en espiral, destinadas a encontrarse. No os preocupéis, no está previsto que esta colisión se ponga de verdad en marcha hasta dentro de otros cuatro mil millones de años, y tampoco será la clase de topetazo caótico que nos viene a la cabeza cuando pensamos en la palabra «colisión». No será como si dos coches chocaran violentamente a toda velocidad, sino estrellas y gases y (¿tal vez?) partículas de materia oscura reorganizándose para dar lugar a una nueva formación, guiados por las relaciones gravitatorias entre unos y otros.

Puede que este relato sea también el nuestro. Y digo «puede» porque para cuando se produzca esta colisión nuestro sol estará moribundo, y nuestro sistema solar, arrasado en sus estertores. Antes de que su vida se extinga por completo, la zona que ocupa el Sol se expandirá, y con ello cambiará lo que constituye hoy día la zona habitable de nuestro sistema solar y la Tierra quedará totalmente destruida. Para entonces, es posible que nos hayamos autoinmolado de todos modos, pero también podría ser que nos hubiésemos trasladado a otro sistema solar de una galaxia muy muy lejana usando una tecnología que a mí, ahora, me resulta inimaginable, inconcebible incluso. O puede que nos quedemos en un sistema solar más cercano, en la misma Vía Láctea, en cuyo caso la colisión nos arrastraría consigo. Las observaciones que llevará a cabo nuestra progenie para ir siguiendo este fenómeno, su lento desarrollo en el transcurso de millones de años, requerirán unos cálculos cuidadosos de su ubicación relativa respecto al escenario de la acción.

Nosotros ya lo hacemos. Aun cuando creemos que solo estamos observando el exterior, más allá de nosotros mismos, andamos siempre estudiando nuestro lugar en el universo. En nuestros esfuerzos por desentrañar la estructura de las galaxias, dedicamos una inmensa cantidad de tiempo a examinar la nuestra, a preguntarnos si es normal. Aún no sabemos con certeza si la Vía Láctea es una galaxia espiral como cualquier otra o si tiene algo que la hace distinta al resto. Pese a que no estamos en el centro del universo, porque el universo carece de un centro, somos nosotros mismos el motivo por el que nos molestamos en entender el universo. Nuestra posición en él importa.

Algunos nos preguntamos más que otros cuál es nuestro lugar. Yo desciendo de indígenas africanos cuyo vínculo con la tierra les fue arrebatado mediante el secuestro y la colonización de sus cuerpos. África occidental es una región enorme habitada por un sinfín de pueblos distintos. No sé, y es posible que nunca sepa con seguridad, a qué comunidad indígena pertenecían mis ancestros, de manera que la ubicación, para mí, sigue siendo una cuestión conflictiva. Pero también soy, de los pies a la cabeza, de East L. A. (al este del centro de Los Ángeles) y me he forjado con las historias de mis antepasados negros norteamericanos, negros caribeños, judíos de Europa oriental y judíos de Estados Unidos. Ahora mismo, tengo un pie en la región costera de New Hampshire, donde vivo, y otro en Cambridge (Massachusetts), donde vive mi pareja. Los Ángeles, Cambridge y New Hampshire son los nombres coloniales de las tierras de los tongva, los pennacook, la Confederación Wabanaki, los pentucket, los abenaki y los massachuseuk. Esos lugares y las personas que hunden ahí sus raíces también importan en este universo.

Por otra parte, soy una científica que de niña intimidaba a mi madre, divorciada, cuestionándolo persistentemente todo. Una empirista nata, alguien que por naturaleza (¡preguntádselo a ella!) creía a pies juntillas que la información debía recopilarse y dispensarse después como un mecanismo con el que explicar por qué el mundo se organiza precisamente así. Este compromiso con un orden racionalizador parecía centrarse a menudo en mis quehaceres domésticos, pero también quería saber cómo era que las matemáticas describían de un modo tan preciso el universo y cuán profundo era ese vínculo. Esta pregunta —junto con la necesidad de buscarme una profesión, porque sabía que las facturas bien habían de pagarse de alguna manera— hizo que con diez años tomase la decisión de convertirme en física teórica y, casi treinta años después, esa cuestión sigue siendo la base de mi labor como física teórica.

Otra cosa que quería saber era por qué mi maestra de tercero había dejado a todos los alumnos negros con ambos progenitores negros fuera del reparto de nuestra próxima obra escolar modernista, Strega Nona (producida y dirigida por la actriz Conchata Ferrell), en la que yo iba a interpretar a una de las tres brujas de Macbeth. La señora M. me echó de clase por preguntarlo, aunque en aquel momento yo no lo vi como un desafío a su autoridad. Solo quería saber si ella era racista. Tenía curiosidad. Había visto a mi madre combatiendo el racismo y el sexismo en organizaciones comunitarias, había sufrido el racismo con ella cuando intentábamos conseguir habitación en algún motel en nuestros viajes por carretera, y quería saber si también yo había topado con aquello.

Cuando tenía diez años, creía que podría mantener separadas mi curiosidad por las matemáticas del universo y la existencia y la acción del racismo. Pero no pudo ser. Cuando salí de casa de mi madre y entré en el ambiente enrarecido del entorno académico (primera parada: Harvard), aprendí una dura lección: el estudio de las matemáticas del universo no sería en modo alguno una evasión de los fenómenos terrenales del racismo y el sexismo (y ahora que la humanidad se adentra cada vez más en nuestro sistema solar, el racismo y el sexismo han dejado de ser terrestres). A medida que avanzaba por la carrera, el doctorado y más tarde la docencia, aprendí rápida y dolorosamente que las aulas de física y matemáticas no son meros escenarios de la cosmología —el estudio de los orígenes y el funcionamiento interno del universo físico—, sino escenarios de la sociedad, con todos los problemas que esta carga consigo allá adonde va. No hay escapatoria.

En física, la materia se puede presentar en distintas fases. Por ejemplo, agua y hielo son dos fases distintas de la misma sustancia química: líquida y sólida. Si la materia pasa de una fase a otra, se produce una transición de fase, como la que vemos cuando se evapora el agua y el líquido se convierte en gas, o cuando se congela y la transición es de líquido a sólido. Las transiciones de fase ocurren también en entornos mucho menos cotidianos para nosotros, por ejemplo cuando una estrella masiva explota en una supernova y el plasma se transforma en una estrella de neutrones, que es una combinación de superfluidos y sólidos muy distintos a los que encontramos en la Tierra. Yo, de manera similar, también tuve que atravesar unas formidables transiciones de fase intelectual para hacerme una idea de lo que implicaba pasar de ser una niña negra que amaba la física de partículas, pero no la comprendía, a una mujer negra queer y agénero que ama la física de partículas y forma parte de ese puñado de elegidos que comprende cuánto nos queda por comprender aún. Tomar conciencia de que la sociedad me seguiría al mundo de la física fue, en cierto modo, una transición de fase para mí.

Este libro refleja esas distintas fases con la intención de proporcionar una imagen holística de las vías para conocer lo que llamamos física de partículas y cosmología. En su día pensé que la física era solo física, algo al margen de la gente. Creía que se podía hablar de partículas sin hablar de personas. Me equivocaba. Fui entendiendo, en diferentes puntos, que la física es algo que implica a las personas, y esa noción ha ido atravesando sus propias fases. Estudiar el mundo físico nos exige enfrentarnos al mundo social. Sé de primera mano que las barreras sociales influyen en la práctica de la ciencia, en sus resultados y en las personas que componen esa comunidad que llamamos «la ciencia». En este libro mostraré a los lectores tanto mi amor por ella como las dificultades con las que se topan personas como yo al aferrarse a esa pasión. Así, lo que sigue se divide en cuatro fases: «Física y nada más», «La física y los elegidos», «El problema con los físicos» y «Todas nuestras relaciones galácticas».

Asimismo, este libro forma parte de una larga tradición de obras en las que los científicos se han tomado un momento para compartir con el resto del mundo su visión de la ciencia. Tradicionalmente, los científicos han buscado transmitir a los lectores una idea de lo que el investigador de la comunicación Alan G. Gross denomina «lo sublime científico»: un sentimiento de asombro ante el universo y nuestro lugar en él. Esa fue la seña distintiva del estilo divulgativo de Carl Sagan, y creo que también la razón de que su documental/libro Cosmos capturase el interés del mundo y me ayudara a superar los momentos difíciles que viví durante la carrera. Los científicos que han tenido oportunidad de compartir su visión de la ciencia han sido casi siempre hombres blancos. Yo, como mujer negra agénero, veo la ciencia de un modo forzosamente distinto al de mis predecesores, porque en la ciencia, en contra de lo que se suele pensar, sí importa quién seas. Cuando observas el mundo desde los márgenes, bregando contra fuerzas cotidianas y ubicuas de opresión, puede que parezca imposible acceder a una impresión persistente de «lo sublime». Así las cosas, tal vez resulte tentador etiquetar este libro como una obra alejada radicalmente del género divulgativo científico, porque voy más allá de lo sublime para dejar constancia del importantísimo papel que tienen en la ciencia los fenómenos sociales. Algunos dirán que el texto gira en torno a mi propia vida, pero, aunque por el camino me iréis conociendo un poco (y también a otros científicos), esto no va de mí. La cuestión aquí, mucho más importante, es cómo ser libres.

¿Cómo es la libertad? ¿Qué pinta tiene? Cuando le planteé esta pregunta a la artista Shanequa Gay, me dijo: «La libertad es tomar decisiones sin verte obligada a tener en cuenta a tantos otros cuando las tomas». En esta respuesta de Shanequa resuena, para mí, la necesidad imperiosa de un espacio en el que realizarse, de dejar de vivir permanentemente en modo supervivencia. Aparece al principio de este libro un boceto del cuadro de Shanequa We Were Always Scientists («Siempre fuimos científicas»); le encargué esa pintura, en parte, porque estaba tratando de averiguar mi propia respuesta. Le pedí a Shanequa que imaginara a dos científicas negras, anónimas, esclavas. Quería poner en tela de juicio la idea de que el «pensamiento científico» ha sido siempre patrimonio exclusivo de europeos, de estadounidenses y de quienes nos hemos formado en sus sistemas de conocimiento. Y también quería recordarme a mí misma, en mi despacho del departamento de física, que ese era mi sitio y que, hasta en las peores circunstancias, las mujeres negras han levantado siempre la vista al cielo nocturno haciéndose preguntas.

Esas mujeres cuyo nombre no conozco, de las que tal vez descienda o tal vez no, son mis antepasados intelectuales tanto como Isaac Newton. De hecho, son las lecciones que me transmitieron estas mujeres las que me han enseñado a manejarme con los Isaac Newton del mundo: esa gente a la que se le da bien la física, pero no las personas. Los antepasados son, asimismo, un recordatorio de que el universo no se reduce a nuestros esfuerzos por manipularlo. No tengo por qué acabar como Newton, que fue director de la Real Casa de la Moneda a finales del siglo XVII y, según se dice, disfrutaba con el poder de quemar en la hoguera, colgar y torturar a los falsificadores. No tengo por qué terminar como J. Robert Oppenheimer, ese trágico y brillante físico teórico que supervisó la creación de las primeras armas nucleares y se pasó el resto de su vida intentando deshacer el daño. Creo que podemos preservar todo lo que tiene de maravilloso la búsqueda de una descripción matemática del universo y, al mismo tiempo, desvincular esta labor del lugar que ha ocupado históricamente en manos de los Estados nación y su atroz colonialismo. Con este libro espero dejar sentada la idea, para los demás y también para mí, de que crear un espacio en el que los niños negros puedan amar libremente la física de partículas y la cosmología supone una transformación radical de la sociedad y del papel de los físicos en ella. Tengo, a la postre, dos grandes sueños para los niños negros y para el resto, además de agua pura, buena comida, atención sanitaria y un mundo sin encarcelamiento masivo:

1. Conocer y vivir la negritud como belleza y poder.

2. Conocer y vivir la curiosidad por el cielo nocturno, saber que perteneció a nuestros ancestros.

Eso también es libertad.

Bendito eres Tú, Universo, que con tu palabra extiendes las sombras de la noche con sabiduría, con entendimiento abres las puertas celestes, alteras los tiempos, cambias la sucesión de las estaciones y dispones los astros dentro de sus órbitas celestes conforme a tu voluntad. Tú creas el día y la noche; haces retroceder la luz ante la oscuridad y la oscuridad ante la luz. Haces mudar el día y traes la noche, estableciendo una división entre el día y la noche. «Amo de las legiones» es tu nombre. Bendito eres Tú, Adonai, que haces llegar la noche.

02

La materia oscura no es oscura

Algunas partículas sirven como bloques de construcción, pero hay otras, como el neutrino, que son principalmente partículas del fin de los tiempos. No, no me refiero al apocalipsis cristiano: quiero decir que son, de manera literal, un producto de desintegración común en el universo. De hecho, Wolfgang Pauli planteó la hipótesis de la existencia de los neutrinos en 1931 porque las cuentas de determinadas desintegraciones radioactivas no cuadraban, y una buena manera de justificar la energía faltante era suponer que la responsable de llevársela fuese una partícula que todavía no había sido detectada. Poco después de la propuesta de Pauli, Enrico Fermi desarrolló una teoría de la desintegración radioactiva que contemplaba estas partículas, y les dio el nombre de «neutrinos», que en italiano significa «pequeño neutrón». Casi treinta años después de aquella primera hipótesis, Clyde L. Cowan y Frederick Reines los observaron por primera vez en lo que se conoce como el experimento del neutrino de Cowan y Reines, realizado en el reactor nuclear de Savannah River (Carolina del Sur). Los experimentos probaron la teoría de que, cuando un antineutrino como los que se generaban en un reactor nuclear interaccionaba con un protón, la reacción daba lugar a un neutrón y un positrón. El positrón, la antipartícula del electrón, entraba a continuación en contacto con este y se destruía, proceso en el que emitía dos partículas de luz de alta energía: rayos gamma. Los experimentos que llevaron a cabo en Savannah River sirvieron para detectar estos rayos gamma y los neutrones resultantes. La combinación única de dos rayos gamma y un neutrón dejaba claro que el reactor había producido un antineutrino y, de este modo, había puesto en marcha toda la secuencia de acontecimientos.

Además de difíciles de detectar, los neutrinos son algo fabuloso. No tienen carga, pero cada tipo se asocia a una pareja leptónica cargada. Esto significa que se presentan en tres sabores: el neutrino electrónico, el neutrino muónico y el neutrino tauónico. Tardamos casi cincuenta años en averiguar que los neutrinos tenían masa. Yo estaba en el último curso del instituto cuando se hizo pública la revelación. Dado que su masa es tan pequeña, son perpetuamente lo que llamamos «partículas relativistas». Pueden desplazarse a velocidades próximas al límite universal —la velocidad de la luz—, por lo que son muy eficaces a la hora de llevarse la energía de, por ejemplo, un escenario de desintegración nuclear. Es esta característica la que hace que los neutrinos posean un tremendo interés no solo desde el punto de vista de la física de partículas, sino de la astrofísica. Uno de los lugares en los que se generan neutrinos son las estrellas, que los producen en grandes cantidades cuando estallan; un fenómeno conocido como supernova. De ahí que recurramos a los neutrinos, así como a los fotones —partículas de luz— y a las ondulaciones en el espacio-tiempo —las ondas gravitatorias—, para estudiar el universo. Seguimos sin estar seguros de cuál es la masa del neutrino y tampoco sabemos explicar por qué su masa es extremadamente pequeña, pero aun así mayor que cero. Todo nuestro conocimiento de la física nos lleva a esperar que la masa sea o bien cero, o bien algo de tamaño considerable, así que por un tiempo, como no sabíamos nada de su masa ni si poseían masa alguna, creímos que los neutrinos eran algo llamado materia oscura. Hace apenas una década, más o menos, que tenemos la certeza de que no son lo bastante pesados, y esto nos deja una incógnita sobre la mesa: ¿qué diantres es la materia oscura?

Empecemos por aquí: la materia oscura no tiene por qué ser real. El término lo acuñó en 1906 Henri Poincaré, que la bautizó como matière obscure. Veintidós años antes, en 1884, el astrónomo inglés lord Kelvin había planteado la teoría de que «muchas de nuestras estrellas, puede que la inmensa mayoría, sean cuerpos oscuros». En la década de 1920, los astrónomos holandeses Jacobus Kapteyn y Jan Oort postularon también la presencia de algo parecido a la matière obscure a partir de sus observaciones de las estrellas de la Vía Láctea y otras vecinas galácticas. En 1933, el astrofísico suizo Fritz Zwicky afirmó que había pruebas de lo que denominó en alemán dunkle Materie, basándose esta vez en las observaciones de los cúmulos estelares. Más pruebas llegaron de la mano del astrónomo estadounidense Horace Babcock en 1939, y a esas alturas el nombre «materia oscura» había calado ya; pese a que no tenía sentido, porque el problema no era que fuese oscura, sino más bien que era imperceptible, invisible.

La distinción es relevante si tenemos en cuenta la primera prueba verdaderamente significativa de la existencia de la matière obscure, que llegó en las décadas de 1960 y 1970 gracias en gran parte al uso creativo que hizo Vera Rubin de un espectrógrafo nuevo desarrollado por Kent Ford. Este espectrógrafo descompone la luz en colores distintos (como veremos más a fondo en los capítulos 4 y 5), y la doctora Rubin fue la primera científica que cayó en la cuenta de que podía usarse para medir la velocidad de estrellas galácticas con una exactitud sin precedentes. Los resultados mostraron que existía un desajuste notable entre la rapidez con la que las estrellas deberían rotar en torno al centro de la galaxia (si las estrellas fuesen la única materia en la galaxia) y la rapidez a la que en efecto se movían. Si toda la masa de una galaxia está contenida en estrellas y polvo, entonces, observando cuánta radiación recogemos de ambos, podemos calcular el tamaño de dicha galaxia. Hay una bonita ecuación física que nos da la correlación entre la luminosidad —el brillo— y la masa; y otra que nos da la relación entre la masa de una galaxia y la velocidad con la que orbitan alrededor de su centro las estrellas. Se trata de una de las leyes de Newton, y se enseña en el instituto. Pero en el caso de las galaxias topamos con un problema. La masa que resulta de todas las estrellas juntas, a partir de sus velocidades orbitales, no encaja con la masa calculada a partir de las medidas de luminosidad. La velocidad orbital indica que debería haber una masa mucho mayor.