Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Una historia de una sensibilidad inusitada que no deja indiferente a quien se embarca en ella. En pleno tardofranquismo, un joven estadounidense viene a España en busca de un futuro mejor. No tarda en empezar a codearse con las altas esferas, aunque tardará poco en descubrir que nada es lo que parece y que le aguarda un destino aciago. Intriga, deseo, amor, poder y sexo se dan cita en esta novela inolvidable.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 445
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Teresa Maldonado
Saga
El deseo de la corza
Copyright © 2011, 2022 Teresa Maldonado and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374054
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
—¿No viene tu mujer? —le pregunta Beatriz.
—Ángela murió hace dos años, creí que lo sabías, contesta Mark empujándola ligeramente hacia un Toyota verde aparcado a pleno sol. La joven abre la portezuela y se ovilla en el asiento delantero. El automóvil atraviesa la parte antigua de Palma, solitaria a esa hora temprana. Deja atrás las viejas casas de fachadas ocres y patios con palmeras y enfila la carretera entre bancales de almendros y olivos en dirección: Soller, Deiá, Valldemossa. Al accionar la palanca del cambio, con los nudillos de su mano derecha roza el muslo rozagante de Beatriz. Sabe que es inútil intentar cualquier diálogo con ella. De refilón ve su pelo lacio; sus labios de corazón, fruncidos en una mueca de descaro; la nariz demasiado carnosa en medio de su carita ovalada de heroína de cómic, una Barbarella del nuevo milenio. La forzosa concentración en el volante le impide ver el resto: sus piernas, su cintura breve, apenas ceñida por el cinturón de seguridad, su culo irreverente. El coche atraviesa un campo salpicado de edificaciones que han brotado con la rabiosa efervescencia de un acné. Una bandada de palomas domésticas emprende un vuelo ramplón desde un tejado de uralita y los molinos eólicos agitan sus aspas sugiriendo las lanzas de un extravagante ejército recién incorporado a la comarca. Mark aún conduce media hora más con el capó derritiéndose bajo la consistencia melosa del sol, hasta que reconoce los pinos de la cala donde está atracado el barco de Fernando.
—Ya hemos llegado —dice a Beatriz.
* * * * *
Sentado en la cubierta del velero, Mark intenta escapar de la cháchara de esa mujer desconocida que le aturde con su verborrea. Cierra su libro y finge dormir. Cuando sus párpados caen como una cortina protectora sobre las córneas irritadas, retoma el hilo obsesivo de sus pensamientos. Invadido por un sopor de alcohol y somnolencia, apoya la cabeza en la felpa amarilla de su toalla. El foque tremola suavemente. El balanceo del velero es casi imperceptible, un mover sin moverse como un amago de vaivén. En la popa, Beatriz toma el sol. La banda negra de sus auriculares le sujeta el pelo rubio a modo de aro. Liberados de la parte superior del biquini, sus pechos redondos se desparramaban graciosamente hacia ambos lados con la rotunda plenitud de sus veinticinco años; en su vientre, lustroso y tirante como un tambor, destellan brillos de crema solar. Catín y Berta: físicos estereotipados, risa floja, cuarenta y tantos, charlan, sentadas bajo el toldo, en cubierta. Su griterío destroza la sinfonía de las olas y el viento tensando las velas.
—Me voy a quitar la blusa para tomar el sol, he engordado dos kilos, estoy como una foca.
—¡No, qué va, estás bárbara!
—Tú, sí que tienes un fachón.
—¡Oye, Fernando, qué gozada de barco!
—Sí, es la pera —corrobora Catín.
—¡Así que usted es americano!, yo nací en Suecia. —La mujer rubicunda, grandota (le calcula unos cincuenta años) vuelve a interpelarlo en su castellano macarrónico. La costa a lo lejos parece una mancha de tinta verdosa. Mark intenta nuevamente zafarse de la sueca que se empeña en relatarle los avatares de su vida con sus tres maridos a los que exhibe con el orgullo de quien cuelga en la pared de su casa trofeos cinegéticos. El último, hasta la fecha, llamado Karl, sentado bajo el toldo, dirige miradas furtivas hacia el coriáceo cuerpo de Beatriz, tumbada sobre una colchoneta. Fernando se ocupa del manejo de las velas. Mark pide un gin-tonic al marinero. Aún puede disfrutar de pequeños placeres, piensa. Por suerte aún está vivo... Olvidarse de los ladridos de la jauría, los comentarios de los monteros, ahogados por la sorpresa y el horror... No recordar jamás: el silbido de la bala, el bulto oscuro que entra en la mirilla del rifle. El eco percutido de un tiro, amortiguado por la tierra seca y los carrascos. Parecido a una respiración que se agita: Y dejé que fuera aquilatando mis piernas, mi pelo, mi cintura; mientras me iba muriendo por cada poro; fundiéndome por dentro. Había leído esa frase en un cuaderno de Ángela ¡Finalmente nunca consiguió acabar su novela! Mark piensa que lo mismo que, según dicen los científicos, desconocemos el noventa por ciento de la materia del universo, él había ignorado la mayor parte de la vida interior de su mujer, ¿cuáles fueron sus deseos?, ¿los motivos de su angustia? ¡Y pensar que seguramente lo escribió pensando en el idiota de Juan Manuel!
El yate vira bruscamente hacia estribor, Beatriz se escora y rueda hacia la toalla de Mark. Su cuerpo emana una tibieza de cachorro silencioso y maleducado. A veces Mark recela de lo que él llama su autismo, esa mirada indiferente hacia el mundo. La joven deja los auriculares junto a la toalla de la locuaz nórdica: Tienes que visitarnos en Estocolmo, le dice esta a Mark. ¡Cómo le crispa la amabilidad de esa mujer! A ella siempre le había gustado España, pasó allí tres veranos en época de Franco... ¿Seguro que conocerás a? Ahora me dará una ristra de nombres, lo que los ingleses llaman dropping names, Tomás Yuste, nos veíamos en Marbella. Entonces tenía muchos negocios pero siempre encontraba tiempo para lo que vosotros llamáis juerga. Mark sonríe. Se imagina a la sueca con veinticinco años menos, tal vez fuera una de las muchas extranjeras con las que Tomás presumía de haberse acostado en alguna de las madrugadas de alcohol y flamenco de aquellas fiestas en las que el Patrón se codeaba con lo mejor de una sociedad cerrada y hedonista, que empezaba a disfrutar de las ventajas del reciente desarrollo económico. Recuerda sus primeros consejos: Para tener éxito en los negocios tienes mucho ganado siendo extranjero. Así, esa pandilla de esnobs entre quienes se mueve la gente que cuenta, no captarán los pequeños detalles que revelan un origen humilde, algo que, en el fondo, desdeñan. Nunca presumas de nada pero hazte socio del mejor club. Lo que Tomás nunca mencionó, al hablar de las reglas de oro para triunfar, fue la posibilidad de un matrimonio ventajoso que le impulsara en su ascenso social. Pero él no se casó con Ángela por interés ni siquiera tenía la intención de salir con ella, en serio, cuando abandonó la sórdida pensión de Mari Cruz, alcahueta del barrio de Chamberí, que el verano de 1968 lucía bata estampada y un palmero de pelos negros debajo del brazo, para instalarse en el vetusto piso de Blanquita Terrón.
* * * * *
Los amigos de Ángela conducían con los brazos estirados sobre el volante, bebían whisky. Salían, varias noches por semana, a Gitanillos, a la Boîte, o al King`s... Estudiaban carreras prácticas (económicas o derecho) y administraban negocios familiares. Usaban camisas con sus iniciales bordadas y hacían deporte. Se comenzaba a salir de Madrid los fines de semana: al campo, a Marbella, a San Sebastián, y todo parecía fácil en la España que Mark conoció, recién llegado de Nueva York, con el único background de un trabajo de tres meses en una modesta editorial y una solicitud, denegada, para estudiar derecho en la universidad de Columbia. Los españoles que conoció parecían haber olvidado las penurias de la posguerra, y “el grupo” disfrutaba de la dolce vita madrileña como de una matrona de acogedoras y desfondadas carnes. Eran jóvenes, gastaban dinero, parecían felices. Hijos o sobrinos de una aristocracia que, tras la guerra civil, emergió triunfante y se mezcló con algunos millonarios de nuevo cuño que a su vez necesitaban dar a sus doblones una pátina de antigüedad. Todos se conocían entre sí formando un entramado de relaciones que actuaba como una red protectora ante la amenaza de una nueva clase de arribistas sin escrúpulos que pretendían sustituirlos en su rango social y expulsarlos para siempre del confortable lugar que ocuparon durante tantos años. De aquel tiempo remoto (corría el año 1970) databa su amistad con Fernando Aldana. Ante su proximidad, recobra el buen humor.
Un hombre gordo, bajo, tocado con un sombrero panamá, se acerca a ellos con un whisky en la mano: Berta y Catín han reservado mesa en el Club de Mar para cenar. Mark piensa que el hígado de su viejo amigo, Beltrán Rosillo, debería exhibirse en los congresos médicos como un ejemplo palpable de la resistencia de ese órgano a los ultrajes del alcohol.
El marinero lanza el ancla para fondear en la cala inundada de sol. Los relieves desaparecen en la reverberación dorada. Mark busca a Beatriz con la mirada. Con la emoción precaria del amor, la observa mientras desciende por la escala hacia el mar. Después del breve chapuzón recoge los auriculares y vuelve a tumbarse, no está dispuesta a participar en la conversación de los invitados al barco de Fernando. Carece de curiosidad por sus semejantes. A veces Mark tiene ganas de sacudir su cuerpo glorioso que parece creado para desafiar a la muerte y entrar, nimbado de oro, en el reino de la resurrección de la carne. Por asociación de ideas, el americano recuerda a Ángela en los primeros tiempos de su matrimonio: cinco años de amor y quince de horror, rutina, hastío... ¡Sus ojos verdes!, con el tono tierno y descarado del trébol primerizo. Las facciones clásicas de una Ángela joven y seductora que conoció casi al mismo tiempo que a Tomás Yuste. Ahora, tanto ella como el Patrón están muertos.
La sueca nada bien y llega a tierra al mismo tiempo que Mark y Beltrán. El resto de invitados se han subido a la zódiac con la excusa de transportar la comida. Beltrán se quita las aletas y señala unas rocas. Allí, al socaire del viento, pueden dejar los víveres. Mark se zambulle nuevamente en el mar y da unas cuantas brazadas gozando del frescor del agua de un azul prístino en esa mañana radiante. Se aleja de la lengua de arena enroscada y gigantesca de la cala y sigue nadando un buen rato antes de volver a la playita con los brazos entumecidos por el ejercicio. Dirige una mirada a los compañeros de su corta travesía. Beatriz toma el sol, Beltrán lee el ABC a la sombra de un peñasco, Catín y Berta disponen las viandas. La sueca se acerca a Mark con un sándwich de pepino en la mano, parece decidida a cebarlo. Ambos se sientan en la arena endurecida que deja libre la cofia de espuma de las olas.
—O sea que conoció a Tomás Yuste —le pregunta mientras estruja una servilleta de papel. Sus recuerdos le transportan a un verano irremediablemente lejano, a la planta tercera de Hispatrol, al despacho de Tomás Yuste. Su corpachón, su voz estertórea. El gesto rumboso y el hablar fanfarrón del Patrón. En algún restorán de moda, encarándose una Purdie, riéndose, metiendo mano a alguna de las mujeres que lo rondaban, buscando alguno de sus enormes abrigos azul marino a la salida de una cena con Isabel. Él, como otros muchos, supo adaptarse a las circunstancias y aprovecharse del emergente boom económico en la España de Franco.
Mark Clayton había llegado a Madrid hace más de treinta años. El país empezaba a disfrutar del confort de lo que se dio en llamar sociedad de consumo. Los bombardeos, los paseos, los últimos fusilamientos quedaban ya muy lejos. La vida de los españoles, en los telediarios de aquellos años, discurría al ritmo triunfante de una marcha militar. Con la tranquilidad de que la salud, gracias a las nuevas campañas de vacunación que el gobierno promovía gratuitamente, estaba garantizada, y la seguridad que se derivaba de la situación de estabilidad y orden en que los españoles vivían desde que acabó la guerra civil. Sin duda faltaban muchos pero él nunca sintió su falta: la de los exiliados, los muertos, los encarcelados, los vencidos. En los libros había leído historias de quienes partieron silenciosamente con sus fardos a cuestas. Pero sus huellas habían sido borradas por el miedo y el olvido, como granos de arena que dispersa el viento.
EL ADVENEDIZO
Quizás pienses
Que tu vida es materia del olvido
Luis Cernuda
Soy hijo único. Nací en Cherryfield, un pueblo en el estado de Maine, donde mi padre, Walter Clayton, motejado por sus amigos con el sobrenombre de “el Cabrero”, se arruinó con un negocio de cría de cabras y fabricación de quesos. Mi madre, de soltera, Maggie Cagney, era maestra de escuela. Cuando yo tenía diez años, mis progenitores emigraron a Nueva York. Allí madre encontró un empleo de profesora de trabajos manuales en un colegio y padre trabajó como vendedor de aspiradoras y otros útiles de limpieza a domicilio. De Walter Clayton me han quedado pocos recuerdos, el más preciso corresponde al único día en que Maggie me llevó a visitarlo al hospital que fue también la última vez que había de verle vivo. Papá compartía habitación con otro enfermo cuya alborotadora y numerosa familia había acampado en las proximidades de su cama. Walter, al verme, se incorporó, ayudado por mamá que después de tantos días de cuidarlo se manejaba con la soltura de una enfermera diplomada. Hacía mucho calor. La obesa mujer de su compañero de cuarto, sus dos hijos también muy gordos y el resto de su parentela habían cogido todas las sillas disponibles por lo que no tuve otra opción que quedarme de pie junto al lecho de padre. Una sonda, enganchada a una botella de suero, colgaba de uno de los orificios de su nariz y otra goma se enroscaba en su muñeca. Su brazo libre descansaba sobre el embozo de la sábana, de un blanco clorótico, que hacía destacar aún más su mal color. Maggie me guió entre los tubos para que pudiera darle un beso. Bajo la luz de neón, el rostro de Walter adquiría tonalidades verdosas. Apoyé mi mejilla en su frente, un instante, con cuidado para no chocarme con la goma de la sonda. De repente lo único que quería era huir de ahí; no podía soportar el calor ni la visión del cuerpo de padre, castigado por la enfermedad y los artilugios médicos. Comencé a recular. La mujer obesa se abanicaba con un catálogo de venta de prendas por correspondencia, con la otra mano alisaba la sábana de su paciente; llevaba una blusa ceñida que le marcaba los michelines y dos cercos de sudor. Se quejó del calor, mirándonos como si fuéramos los culpables de la atmósfera sofocante de la habitación. Madre, que siempre fue muy sufrida, le sonrió sin decir nada mientras pasaba un pañuelo de hilo por la frente de su marido, perlada de un sudor malsano. Por fin me despedí de él. Maggie pidió a uno de los gordos que vigilara a padre y me acompañó hasta la salida del hospital.
Walter Clayton vivió dos días más antes de que un paró cardiaco se lo llevara al otro mundo debido a algún misterioso designio del altísimo, según me dijo entre sollozos madre que nunca mencionó su alcoholismo como causa de su cirrosis.
Tras la muerte de padre, la única hermana de mamá, tía Susana, dejo su casa de Cherryfield, donde trabajaba vendiendo ropa de niños, para venirse a vivir a nuestro apartamento y compartir los gastos de comida y alquiler. Tía Susana no tenía hijos; el acontecimiento de mayor interés en su biografía era su efímero matrimonio con un profesor de golf, pronto truncado por la huída de su marido con una de sus alumnas. En cuanto a Maggie, en los años que siguieron a la muerte de Walter, tuvo uno o dos pretendientes a los que acabó alejando discretamente. Ella y tía Susana vivían como un matrimonio bien avenido. En medio de la trepidante vida de Nueva York, sus existencias eran tan anodinas como la de esos cariñosos animales de compañía que pasan inadvertidos para los amigos de sus dueños.
* * * * *
En junio de 1968 cumplí dieciocho años y terminé la high school Madre se había empeñado en que solicitara una beca para cursar derecho en la universidad de Columbia donde uno de mis mejores amigos, el puertorriqueño Manuel Tejada, había conseguido ser admitido debido a sus excelentes dotes para el béisbol. No tomó en consideración que, aparte de mis pocas aptitudes para el béisbol, mi expediente académico era mediocre. La universidad denegó mi solicitud pero Manuel me recomendó a un conocido suyo, que dirigía una editorial donde entré a trabajar redactando informes de lectura.
Por aquella época las bajas de los soldados americanos en Vietnam empezaban a aumentar en progresión geométrica y el gobierno decidió llamar a filas a estudiantes. Cuando Manuel recibió una citación, madre empezó a temer que yo también fuera movilizado y a hacerse lenguas de los rumores según los cuales el hijo de Mr. Ficher, el propietario del café de debajo de nuestro piso donde se despachaba bollería industrial y comida basura, se había librado del frente mediante el pago de una sustanciosa cantidad de dinero. Maggie solía acompañar el relato de este hecho con un suspiro respetuoso ya que tenía debilidad por la gente rica a quienes consideraba merecedores de todas las ventajas que su dinero les proporcionaba. A principios de abril nos llegó la noticia: Manuel había caído en una emboscada y la explosión de una mina le había rebanado las piernas. Como las desgracias nunca vienen solas, poco después, la editorial donde había conseguido mi primer trabajo suspendió pagos.
* * * * *
El domingo de resurrección, mientras yo veía Bonanza en la televisión y tía Susana fregaba los platos, madre nos sorprendió blandiendo un sobre con el sello de Francisco Franco. Era la contestación de tío Gerald (uno de nuestros escasos parientes, primo hermano de mi padre), a la carta de Maggie, que desde que el napalm volara en pedazos las piernas y las ilusiones de Manuel no dormía pensando que a mí podía pasarme lo mismo, en la que le pedía que me encontrara un lugar donde vivir en Madrid. En su carta, tío Gerald, a quien el haber luchado en la guerra de España en el bando republicano no le impidió utilizar el español, aprendido en las Brigadas Internacionales, para vivir en la España franquista de su trabajo como profesor de inglés, hablaba de sus dificultades económicas y nos facilitaba las señas de un colegio mayor donde podría alojarme, si me decidía a cruzar el charco. La noche anterior había soñado que una mina me reventaba los genitales y volvía del frente en silla de ruedas, por lo que recibí con satisfacción el anuncio de madre de que había destinado sus ahorros para pagar mi viaje a España. Así es la vida: una puerta se cierra y otra se abre y en ese momento me pareció que la Europa a la que viajaban los protagonistas de Henry James era mi nueva puerta que se abría hacia un futuro prometedor... Un mes después me despedí de ella y tía Susana en la terminal del aeropuerto John F. Kennedy. Maggie se secó las lágrimas con un pañuelo, me dijo por enésima vez: ¡cuídate! y desapareció, agarrada del brazo de su hermana, entre la muchedumbre de familiares y viajeros.
* * * * *
En Barajas tomé un taxi, un lujo que no me habría permitido en Nueva York. El taxista me hablaba en voz muy alta, como si en vez de extranjero fuera sordo. Le pedí, chapurreando las pocas palabras que conocía en español, que me llevara a algún lugar barato donde pudiera pasar la noche. El taxi se dirigió al centro de la ciudad y tras atravesar calles oscuras y estrechas paró frente a una casa de fachada renegrida: Aquí ya puede apearse, es en el piso tercero donde se ve el cartel. Del balcón, entre dos macetas de geranios, pendía un rótulo con la inscripción: “Pensión Mari Cruz”.
La voz, a través de la mirilla, llegaba destemplada ¡No son horas de tirar la casa abajo! ¿Qué se le ofrece? Sólo cuando di el nombre del taxista, Mari Cruz accedió a abrir, anudándose con la otra mano el cinto de la bata que tapaba, a duras penas, sus carnes aún prietas. Me miró fijamente con un destello inquisitivo en sus ojos negros cercados por pegotes de rímel. En los pliegues de su escote y el rictus amargo de las comisuras de sus labios se adivinaba su mala vida, pero su sonrisa cuando me dijo: Bueno, pasa y se dispuso a copiar mis datos, del pasaporte a una cartulina amarillenta, denotaba que aún esperaba sacar alguna buena tajada de la suerte. Yo llegaba a Madrid con lo puesto: una vieja maleta de cuero que había pertenecido a Walter Clayton, una máquina de fotos, Nikon, y los pocos dólares que mi madre y tía Susana lograron reunir. ¿Ma a a r Claaa y t on? (mi nombre pronunciado por Mari Cruz era irreconocible). Espérate un momento que voy a enseñarte tu habitación, me dijo atusándose el pelo, moreno y rizado, con una horquilla.
* * * * *
Mi primera llamada, desde el teléfono de fichas de la pensión, fue al tío Gerald. Una voz cascada me preguntó por madre y tía Susana y tal vez para compensarme de su falta de entusiasmo ante mi llegada, me facilitó la dirección de un viejo amigo: José Blázquez, propietario de la taberna Gabriela. No tardé mucho en visitar la bodega, situada en la calle de Echegaray. Un camarero me señaló al jefe, un hombrecillo menudo y atildado de unos sesenta años, que vigilaba las cuentas al pie de la caja registradora. Cuando le expliqué que era sobrino de tío Gerald, me presentó a un grupo de parroquianos de mediana edad que bebían vino en torno a una mesa: Este muchacho viene de Nueva York, recomendado por un íntimo amigo, les dijo. Más adelante comprobaría que a los españoles les gusta alardear de sus relaciones amistosas. Me senté junto a don José, entre los contertulios que comentaban la faena del torero Antonio Bienvenida en la corrida de San Isidro. Don José me confesó que desde que en 1959 se echara a la calle con su difunta esposa para vitorear al presidente Eisenhower con ocasión de su visita a Madrid, se había convertido en un entusiasta de los Estados Unidos de América. Para demostrar la sinceridad de sus aseveraciones, pidió al mozo una botella de manzanilla y terminamos brindando con los tertulianos de la taberna Gabriela por: “España, América y Jerez”. Cuando me despedí de él para volver a la pensión, don José me regaló ejemplares de El Caso, El Marca y el ABC para mejorar mi español.
Al día siguiente marqué el número de teléfono de mi segundo contacto en la ciudad. Manuel me había proporcionado las señas de Ángela Inchausti, una chica española a la que había conocido en Nueva York por la época en que estudiaba primero de derecho en Columbia y aún tenía piernas. Claro que se acordaba de Manuel, me dijo en buen inglés. Lo conoció en una fiesta de estudiantes, en Brooklyn, el mismo día en que consiguió la anulación de su matrimonio. Quedamos para vernos en un café del barrio de los Austrias. Antes de salir pedí un mapa de Madrid a Mari Cruz que empezaba a obsequiarme con miradas melosas que decidí ignorar, habida cuenta de lo poco que me atraían sus hechuras de hembra de rompe y rasga, según el canon de la mayoría de los huéspedes del hostal. Mi patrona, últimamente, antes de avisarme para la cena o preguntarme si quería que me lavase alguna muda, se atusaba el pelo, enderezaba la espetera y me dirigía una sonrisa sorprendentemente tímida para esa mujerona que, según los comentarios chismosos de sus pupilos, ejercía subrepticiamente de alcahueta.
El bar donde había quedado con Ángela, cerca de la plaza Mayor, era un local lóbrego y abovedado. Un guitarrista flamenco rasgueaba su guitarra con el pie apoyado en una silla de madera, acompañado por las palmas y los quejíos de una mujer cetrina. Entre varias parejas amarteladas, sentada, sola, se encontraba una joven alta con melena trigueña, aclarada con mechas rubias. Sus ojos garzos me recorrieron de arriba abajo. Tras presentarme me senté a su lado.
Cuando el guitarrista y la gitana acabaron sus rasgueos e hipíos, me propuso que fuéramos a cenar a una tasca cercana. Anduvimos hasta el restaurante de cuyas paredes encaladas pendían fotos de toreros, artistas famosos y una de Ava Gardner, dedicada al dueño del local. El camarero depositó un cestillo con pan trenzado de borona mientras Ángela y yo intercambiábamos confidencias y dábamoss buena cuenta de los solomillos que terminaron de freírse en los platos de barro. Ella ya había vivido la experiencia de un fracaso matrimonial. Se había casado muy joven, de penalti como se dice en España, con un tipo de buena familia con quien posteriormente tuvo un segundo niño. Ella era ingenua, su marido un alcohólico. El remate a su desastrosa convivencia fue su separación y posterior nulidad: un “divorcio a la española”. A sus veintisiete años (siete más que yo) con dos hijos, estudiaba segundo año de periodismo. Admiraba a Oriana Falacci e igual que la famosa periodista italiana quería vivir experiencias apasionantes y trabajar de corresponsal en Vietnam. Yo había participado en unas cuantas manifestaciones en contra de esa guerra. Me sentía orgulloso de haber formado parte de la turba furiosa que marchó contra el Pentágono para protestar por el creciente número de muertos de ambos bandos y describí a Ángela cómo las chicas intentaban provocar a las tropas enseñando sus pechos desnudos a los soldados e incluso les bajaron la bragueta del pantalón sin conseguir que abandonaran sus posiciones. Después le conté las amabilidades que me prodigaba Mari Cruz, lo cual Ángela achacó a la distinción que me confería, entre la clientela pobre y paleta de la pensión, el ser americano, algo que los españoles identificaban con riqueza y modernidad. Al acabar la cena nos dimos cuenta de que, entre los dos, nos habíamos bebido una botella de vino tinto. Pagué, acordándome de que se me estaba acabando el dinero y decidí ir a ver al tío Gerald y pedirle una recomendación para dar clases de inglés.
Tras acompañar a Ángela a su casa, volví a la pensión. Al avanzar a tientas por el estrecho pasillo me asaltó un tufo rancio y espeso como un mal pensamiento. En mi habitación se oían los ronquidos del huésped vecino que adquirían una rotundidad amenazadora al colarse, poderosos y viriles, por la ranura de mi puerta. Por primera vez consideré la sordidez del lugar. Mi cuarto decorado con pañitos de ganchillo y figuritas de porcelana era diminuto y acumulaba suciedad de años. La comida, inmunda, con sabor a fritanga. En el silencio de la noche, las ratas participaban en un maratón de roedores por el sobrado, y la escalera de acceso al hostal era otro foco de ruidos que añadir a los ronquidos de los pupilos y al runrún del transistor de Mari Cruz que escuchaba “Ustedes son formidables” hasta las dos de la madrugada. Me imaginé la casa de Ángela, como las que salían en las revistas de decoración que compraba madre, y coloqué la chaqueta sobre el respaldo de la única silla coja de mi habitación, decidido a buscar un sitio mejor donde vivir.
Al día siguiente, antes de que sirvieran el rancho que Mari Cruz llamaba cena, escuché un ruido de nudillos aporreando mi puerta. Al principio pensé que era algún policía de los que en España llaman “la social”, cómplice de los tejemanejes sexuales de mi patrona, pero al abrir me encontré con Mari Cruz quien, tras meterse la mano por el escote y colocarse bien los pechos en las cazuelas del sostén, sacó de entre ellos un papel que me entregó con sonrisa gatuna: la señorita Ángela había telefoneado preguntando por mí. Bajé los gastados escalones hasta el vestíbulo donde estaba el teléfono de fichas y marqué su número de teléfono ¿Te gustaría acompañarme a una fiesta el próximo sábado?, me preguntó.
* * * * *
El esmoquin alquilado me quedaba algo corto y Mari Cruz me había alargado los bajos, hilvanando las puntadas con hilo negro y atufándome con su olor a sobaquina. Cuando aparecí vestido para la fiesta, el fogonazo de admiración de su mirada rejuveneció su rostro ajado: ¡Vaya con el americano!, ¡qué chulo se nos ha puesto! Un bocinazo me hizo asomarme a la ventana, seguido por Mari Cruz que era incapaz de reprimir su curiosidad. Ángela se bajó del seiscientos y nos saludó con la mano desde la calle.
Enfilamos la carretera de La Coruña hasta llegar a La Florida, urbanización de las afueras donde se celebraba la puesta de largo en honor de la hija de un rico constructor. Ángela me explicó que los invitados habían sido reclutados por un cronista de sociedad, contratado como asesor por la madre de la debutante para promocionar a la niña entre los cachorros de las buenas familias.
Paró junto a un bordillo y sacó un plano de su bolso. Dimos varias vueltas por las calles de la urbanización. Los vastos jardines ocultaban tras sus muros enormes villas con techos de pizarra o teja árabe. Por fin dimos con la casa, un remedo de château, entre cipreses. Es una horterada, diagnóstico Ángela al ver mi mirada de admiración. Un tipo vestido con chaqueta y corbata nos pidió la invitación; tras examinarla, ordeno abrir una cancela de hierro flanqueada por un vistoso ejército de empleados y vigilantes de seguridad. Rodamos por la grava del jardín siguiendo las indicaciones de un propio que nos indicó donde aparcar el coche. Luego, anduvimos por un camino, iluminado por antorchas encendidas y velas de aceite, que desembocaba en la fachada principal del casoplón. En la parte superior de la escalinata de mármol, una joven vulgar de rostro aniñado, peinada historiadamente, saludaba al tropel de jóvenes que entraban en su casa. Las chicas llevaban trajes largos y los chicos esmoquin. La debutante parecía incómoda dentro de su vestido blanco y escotado que le tapaba las piernotas que estallaban bajo la tela y marcaba lo único bonito de su figura, la cintura grácil. Al rato comprobé que muchos, entre los invitados, se burlaban de ella y en castigo a las pretensiones de nuevos ricos de los anfitriones andaban como potros sin domar por los salones, dejando caer las bebidas en las tapicerías, aplastando las colillas en las alfombras o pegando empellones a las mesas firmadas.
En la gran explanada de césped del jardín, iluminada con focos de colores ocultos entre los arbustos, se habían dispuesto mesas redondas, cubiertas con manteles amarillos y centros de flores y velas. Un chico mofletudo con gafas saludó a Ángela; iba acompañado por dos chicas feas con moños cardados y vestidos de corte antiguo que contrastaban con la melena lisa y suelta de mi amiga y su túnica hippie. Ángela me presentó a los tres con nombres y apellidos.
—Podríamos darnos un chapuzón en la piscina —sugirió el chico mofletudo, al ver a los grupos que se acercaban con copas en la mano hacia la enorme piscina en forma de riñón.
—No tenemos traje de baño —contestó una de las chicas cardadas.
—Pues desnudas —especificó Ángela a la que, según había observado, le divertía escandalizar.
La otra chica soltó una risa nerviosa.
Beltrán Rosillo, que así se llamaba el tipo de las gafas, nos propuso sentarnos todos juntos en la misma mesa.
Después de la cena, mientras un camarero nos servía café de una cafetera de plata, Ángela me señaló a dos hombres de mediana edad que charlaban, de pie, en el porche. El más bajo era el padre de la debutante. Barrigudo, embutido dentro de un esmoquin demasiado estrecho, sudaba como un cerdo mientras veía su jardín invadido por una manada de jóvenes desconocidos, entre los que una nube de disciplinados camareros distribuían todo tipo de manjares, como preguntándose el verdadero motivo de tanto dispendio. El que habla con el anfitrión, me dijo Ángela señalando al más alto, es Tomás Yuste. Se dice que comenzó su fortuna vendiendo mercancías de estraperlo. Es muy amigo de Cristóbal Villaverde, el yerno de Franco.
Tomás Yuste dirigió una mirada hacia nuestra mesa, dejó solo al gordo padre de la anfitriona y se dirigió hacia Ángela con el empuje de un toro bravo que acude a la cita de la muleta. La saludó con un beso. Ángela nos presentó: ¿Y tú qué haces aquí?, me espetó mientras estrechaba su mano. Estoy de vacaciones, contesté a su impertinente pregunta. Ya desde el principio me molestó su prepotencia. Rondaría los cuarenta y cinco años, su mandíbula cuadrada, la nuca de toro y los ojos achinados que a veces adquirían una luz de ironía, proyectaban una impresión de fuerza. La debutante y su padre bailaban en la pista a los acordes de un vals. Los largos pendientes de la chica, rematados con una perla, daban a su rostro un reflejo tembloroso. Tomás se apropió de una silla vacía y se sentó en nuestra mesa, entre Ángela y una de las pavisosas amigas de Beltrán, pidió al camarero una taza de café y encendió un puro.
—¡Conque americano! ¡Os acaban de matar a Robert Kennedy! En cambio, fíjate Franco lo difícil que se lo pone a sus enemigos. ¿Cuándo te vuelves para allá?
—Para las elecciones.
—Aquí —dijo Tomás con sorna—, nosotros también elegimos a un presidente cada cinco años. La única diferencia es que el nuestro, siempre es el mismo. Y tú, ¿a quién piensas votar?
—A Richard Nixon, en nuestra familia somos republicanos —contesté—. Un fotógrafo se acercó a nosotros. Tomás se apartó.
—A la parienta no le gusta que me retrate —se disculpó—, especialmente con chicas tan guapas como Ángela.
Recientemente, he vuelto a ver esa instantánea, ojeando un viejo álbum: Madrid, hacia 1968. Cinco tipos imberbes sentados en torno a una mesa engalanada. El rostro del más alto refleja la timidez de los recién llegados y la determinación de quien espera todo de la vida, rodea con su brazo el hombro de Ángela que mira a la cámara, sonriente. Después de que el fotógrafo se marchara, Tomás continuó interpelándome con chulería, sazonando sus comentarios de un humor socarrón.
En la pista circular al aire libre, la orquesta atacó los primeros acordes de su peculiar versión de: “Only You”. Tomás alzó el tono de voz. A pesar de la tosquedad de su comportamiento conseguía crear a su alrededor una sensación de intimidad.
—Al que encuentro un soplapollas es a Johnson, no ve la manera de salir de la guerra con Vietnam y no hace más que concesiones. Si un país como Estados Unidos se mete en una guerra debe ser para ganarla, no para andar templando gaitas ¿no te parece?, ¿Mark?, ¿cómo dijiste que te llamabas?
—Mark, Mark Clayton.
Me enfrasqué en mi gin-tónic que bebí en silencio, a sorbitos. Tomás escupió partículas del cohíba y chasqueó la lengua antes de aspirar el humo con fruición.
¿No estarás en contra de esa guerra? ¿A favor de los comunistas?
Empezaba a estar harto de sus preguntas, una oleada de rabia barrió mi timidez.
—Si quieres hablamos de esto en otro momento —contesté secamente.
—Eso, dejemos de lado la política —dijo Ángela.
Tomás me pasó la mano por el hombro para aliviar la tensión.
—Tenéis razón, vamos a hablar de cosas más divertidas. Acabas de llegar y ya estás con lo mejor —dijo mirando a Ángela con picardía—. Ahora os dejo para volver con la gente de mi edad. Y tú Mark, ¡por qué no vienes a verme a mi oficina si piensas quedarte en Madrid!, necesitamos un chico emprendedor que hable bien inglés.
Ángela me tomó de la mano y me condujo por una vereda, flanqueada por un seto de laurel.
—Vamos a bailar, al otro extremo del jardín han habilitado el garaje como discoteca.
En el garaje, iluminado con un juego de parpadeantes focos de colores, un disk-jockey pinchaba los últimos éxitos del momento. Ángela saludó a varios jóvenes. Tenían algo envarado en sus movimientos. Uno de ellos, alto, con la cara cubierta de granos, se acercó a nosotros, iba del brazo de una chica anodina, vestida de una manera anticuada. El tipo se comía a Ángela con los ojos. Frente al aspecto convencional de la pareja, Ángela parecía el colmo de la modernidad y la desenvoltura ¿Te importa que baile con ella? me preguntó el chico granujiento, agarrándola del brazo sin esperar mi contestación. La chica que lo acompañaba se acercó a mí. A pesar de su aspecto pacato, tenía una cara bonita de rasgos delicados. Se llamaba Mencía. Bailamos mecidos por la música de Poema de amor, un éxito de Juan Manuel Serrat. Mencía cada vez me parecía más atractiva y menos pacata, rodeó mi cuello con sus brazos. De pronto, a la excitación provocada por el cuerpo de Mencía se unió una sensación de náusea. Me sentía a morir. ¡Por qué habría bebido tanto! —Perdona, creo que me encuentro mal— le dije y salí a escape, hacia el relente del jardín para vomitar apoyado en el tronco de un árbol. Afortunadamente esa zona estaba poco iluminada pero no podía descartar que me hubiera visto alguno de los invitados. Pensé que debería volver con Mencía y darle alguna explicación pero en vez de eso me escondí detrás de un arbusto. Tenía los bajos de los pantalones del esmoquin salpicados de la vomitona. Me avergonzaba volver al garaje-discoteca oliendo mal, todo el mundo se daría cuenta de lo sucedido. Transcurrió más de media hora hasta que oí la voz de Ángela llamándome y salí de mi escondrijo.
—Mark, qué te ocurre, Mencía nos dijo que habías desaparecido.
—No me encontraba bien, tuve que ir al baño —balbuceé.
Cuando a la luz torpe del amanecer abandonamos la fiesta para buscar el seiscientos, los criados se disponían a servir chocolate con churros a los ojerosos invitados que aún tenían intención de prolongar el jolgorio. Mientras Ángela conducía el coche rumbo al centro de la ciudad, notaba el estómago revirado y la lengua pastosa. Por la calle de Serrano circulaba únicamente la mula de un trapero, arrastrando trabajosamente su carromato.
El 18 de julio, día de fiesta nacional, se cumplían dos meses desde mi llegada a Madrid. Mari Cruz decidió celebrar la victoria de los nacionales en la guerra civil con un postre de melocotones en almíbar. Apenas me quedaba dinero para pagar la pensión pero me molestaba pedirle a mi patrona, que seguía distinguiéndome con sus zalamerías de puta vieja, que me fiara hasta encontrar trabajo. Me acordé del ofrecimiento de Tomás Yuste y decidí llamarlo para conseguir un empleo. Su secretaria me citó en las oficinas de una de sus empresas, dedicada a la compraventa de crudo.
Hispatrol ocupaba tres plantas en un antiguo edificio del barrio de Salamanca, construido en torno a un patio de manzana, arbolado con especies centenarias. El portero uniformado me indicó el camino. Atravesé el portal con un suelo de lajas de piedra con cierto alivio al comprobar que el empleado no me había mandado por la escalera de servicio. Subí andando hasta el descansillo de la primera planta, propio de una casa con solera, y llamé al timbre de la única puerta. Una recepcionista, vestida con traje de chaqueta, me acompañó a través de dos estancias de altos techos con molduras rococó hasta el despacho de Tomás, que olía a cera de abeja, un olor que acentuaba la magnificencia de la habitación. Examiné las fotos, enmarcadas en plata, apoyadas en los gruesos volúmenes que ocupaban las baldas de caoba de la biblioteca: una mujer delgada y dos niños sentados en el césped con una gran casa al fondo; la misma mujer, más joven, vestida con traje largo y escotado en una foto de estudio; el grupo familiar (Tomás vestido con polo a rayas) sonriendo desde la borda de un barco. A los diez minutos apareció el Patrón. Su chaqueta de franela gris y su corbata de seda amarilla entonaban con las boiseries de madera; me tendió la mano, antes de sentarse tras la mesa de su despacho y señalarme una silla frente a él. Creo que nunca he vuelto a tener una percepción tan tangible del poder como aquel día de mi primera entrevista profesional con Tomás Yuste, avanzando tímidamente por la alfombra aubusson que cubría el parqué, en dirección a su escritorio, de estilo inglés. Los nervios me agarrotaban la garganta. Acababa de estudiar las normas que suelen seguir las compañías petroleras para seleccionar a sus nuevos empleados: What do you know of our business?, What qualities do you have which make you suitable?, pero Tomás no me hizo ninguna pregunta ni me pidió el currículum. Tampoco yo hice nada de lo que ahora suelo recomendar a los jóvenes que solicitan mis consejos: Golden rules of answering questions: Make it clear that you know what you are about, talk openly and with enthusiasm about your achievements....
—Debes saber —me dijo finalmente Tomás— que si bien, en España, la actividad de distribución y venta de petróleo corresponde a CAMPSA (un monopolio estatal) en todas las demás fases de la industria: refino, exploración, producción o compraventa participa el capital privado. Nosotros nos dedicamos principalmente al trading, o compraventa de crudo, junto con inversores americanos. Por ello Hispatrol acaba de estrenar oficina en Nueva York adonde voy a menudo. Añadió que la empresa estaba en un proceso de expansión. Se necesitaba un joven ambicioso con dominio del inglés, dispuesto a viajar a los países productores de petróleo, tenía cerca de seis meses para demostrar mi valía. Acepté el ofrecimiento del Patrón que llamó a su secretaria y le pidió que avisara al jefe de traders. Apareció un hombre, bajo y gordito, al que Tomás me presentó como Matías del Río, mi futuro jefe. Seguí a Matías hasta una gran sala en la que trabajaban una docena de hombres jóvenes, entre el zumbido de los télex y la frenética actividad de los teléfonos. Me señaló los trading desk, unos pupitres desde donde se efectuaba la compraventa de crudo: ¿Sabes la diferencia entre un trader y un “bróker”?, me preguntó. Negué con la cabeza. A continuación, Matías me presentó a: Manolo, Alfredo, Jesús y Coque, los operadores que constituían la principal fuerza de trabajo de Hispatrol, y a Pili, una secretaria de aspecto ratonil. Se acercó a un chico, algo mayor que yo, sentado frente a una de las mesas.
—Óscar, te presento a Mark que viene de trader Junior para aprender. El Patrón quiere que tú te ocupes de él.
—¿Has estudiado económicas? —me preguntó Óscar.
—No exactamente.
—Pues yo fui el segundo de mi promoción. Bueno, ya irás poniéndote al tanto. Esta es la sala de trading y en la habitación de al lado están los de shipping que se dedican a contratar los barcos petroleros.
Pili trajo las tiras amarillas y perforadas de los télex. Óscar leyó el texto detenidamente y después marcó el número de teléfono de una refinería. Mi futuro trabajo me parecía erizado de dificultades. A la media hora un tipo de mediana edad, bajito y esquelético, se acercó a nosotros con una sonrisa de oreja a oreja: ¡Hola!, tú eres el nuevo, me dijo tartamudeando y me tendió la mano. Aquí todos me llaman Moyano. El hombrecillo cubría su torso enteco con una camisa blanca y llevaba un lápiz encajado en el pabellón de una de sus orejas que adornaban un cráneo, apepinado y totalmente calvo.
—Óscar —gritó—, voy a tomarme un café con el nuevo.
En Neblaska, una cafetería impersonal, Moyano pidió dos pinchos de tortilla, un chato para él y una cerveza para mí, yo invito, ¡eh!, se apresuró a aclarar, ¿a que ya te ha preguntado Matías si sabes diferenciar a un bróker de un trader? Siempre pregunta lo mismo a los nuevos, dijo despectivamente. Tú no te cortes, puedes consultarme todo lo que quieras, sé mucha taquigrafía. Le agradecí su ofrecimiento si bien lo único que había visto hacer al taquimecanógrafo el tiempo que llevaba en la oficina era deambular de mesa en mesa con una cuartilla y un bolígrafo, emitiendo de vez en cuando frases incomprensibles como si tuviera una pelota dentro de la boca. Manolo y Coque entraron en la cafetería y se sentaron en la barra junto a nosotros. Observé que mientras los operadores, entre ellos, se llamaban por sus nombres de pila, a Moyano lo interpelaban por su apellido lo que destacaba su condición subalterna. Coque me guiñó un ojo y me dijo por lo bajo: Está totalmente alcoholizado, no le hagas caso. Intenta pegar la hebra.
* * * * *
Al acabar mi primera jornada de trabajo volví a la pensión. Me recibió Mari Cruz abrumándome con sus melifluas atenciones. Huí de sus suculencias tan apreciadas por el resto de los huéspedes por el pasillo y a punto estuve con mis prisas de descabezar la figurita de Lladró, que adornaba la espantosa consola que mi patrona limpiaba todas las mañanas con un trapo de polvo. Me encerré en mi habitación. Al meterme en la cama, los muelles del castigado catre crujieron como un viejo rezongón. No conseguía encontrar la postura adecuada para conciliar el sueño ni adaptar mi cuerpo al colchón de lana, lleno de hoyos como tumbas, producto del peso sucesivo de tantos pupilos. La aspereza de la sábana me rozaba la entrepierna. Decidí abandonar esa fonda de mala muerte y buscar un acomodo más digno de mi nuevo estatus de trader junior en Hispatrol.
A través de Ángela conseguí que me aceptara de huésped, en su enorme y destartalado piso, una anciana tía segunda de su madre, soltera y linajuda pero sin un céntimo, llamada Blanquita Terrón. Al parecer su mala situación económica le obligaba a albergar a estudiantes extranjeros en su vivienda, en el principal de un inmueble de la calle de Zurbano.
Me despedía de Mari Cruz que me hizo prometerle que la llamaría para darle mi nuevo teléfono y me regaló una espada de Toledo en miniatura de las que se compran en los tenderetes de souvenirs. Tardé unos segundos en zafarme de su abrazo y de sus consejos maternales. Cuando por fin comprobé que había cerrado tras de sí el portalón de su pensión, tiré la espada de Toledo a un contenedor y alcé la mano para llamar a un taxi. En la otra llevaba una maleta con mis escasas pertenencias.
* * * * *
Mi nueva patrona, Blanca Fernández de Sotomayor (el apellido que figuraba en su carné de identidad) o Blanquita Terrón, como era conocida entre sus amistades debido al título de su padre, el marqués de Terrón, que había muerto arruinado dejando a Blanquita en la miseria, vivía con una fámula, casi tan vieja como ella, llamada Marcelina, a quien siempre se refería como “mi doncella”, en un piso enorme y destartalado en la calle de Zurbano. Atravesando el vestíbulo, decorado con un par de retratos del XIX y una cómoda antigua de descomunales proporciones, se llegaba a mi dormitorio con vistas a un patio renegrido, helador en invierno, según Blanquita porque daba al norte, pero sobre todo como consecuencia de su tendencia a escatimar el carbón con el que el portero atizaba la vieja calefacción. El piso daba la impresión de llevar años sin recibir la visita de operario alguno. Los cables de la luz, desprendidos de las alcayatas, la pintura de las paredes llena de humedades y el desvencijado tresillo isabelino, frente a una mesa vestida con un tapete verde, donde Blanquita extendía las cartas de su solitario que acompañaba con una copita de anís del Mono, daban fe de la decadencia de los Terrón. Aún recuerdo las cortinas raídas de terciopelo, que cerraban el paso a la escasa luz proveniente de la calle, y la atmósfera de penumbra y nostalgia del salón de Blanquita cuya decoración era un recorrido por su territorio sentimental: daguerrotipos de sus antecesores, retratos de sus sobrinas nietas y una fotografía dedicada de los reyes, Don Juan de Borbón y Doña María de las Mercedes, sobre la carcomida cómoda Luis XVI.
Doña Blanca solo aceptaba en su piso huéspedes recomendados por sus amistades. En él habían recalado el hijo de un lord inglés, el vástago de un conocido banquero alemán y otros jóvenes miembros del ghotha cuyas familias debían de considerar que la respetabilidad de la patrona compensaba las condiciones espartanas del pupilaje. Cuando un nuevo huésped flanqueaba el portal de la casa, la anciana, muy arreglada para la ocasión, lo recibía desde el descansillo de la escalera hablándole un francés de entreguerras, fuese cual fuese su nacionalidad.
Solo dos defectos de Blanquita deslucían la vida cotidiana en su elegante pensión: su afición al maquillaje que le llevaba a encerrarse horas en el prehistórico cuarto de baño, que había de compartir con ella, para embadurnarse con toda suerte de afeites y potingues, y su extremada cicatería en el gobierno de su casa. Tenía la costumbre de restringir ferozmente el uso del agua caliente y cerrar con llave la despensa, donde guardaba la comida que encargaba ella misma a la tienda de ultramarinos, porque temía que Marcelina le sisase en la compra. Por lo demás, afrontaba con optimismo sus apuros económicos derivados de su situación de “señorita bien venida a menos” y siempre estaba de buen humor.
Llevaba ya una semana en mi nuevo domicilio cuando, aprovechando que Blanquita había salido a misa de una y Marcelina se hallaba batallando con la aspiradora, me introduje en el dormitorio de mi nueva patrona (la única habitación del piso que disponía de teléfono) para llamar a tío Gerald. El tío demostró aún menos entusiasmo por saber de mi vida que en nuestra primera conversación y me citó desganadamente para el día siguiente.
* * * * *
Toqué el timbre de una buhardilla de alquiler, un quinto sin ascensor en una populosa calle del centro histórico. Me abrió un tipo menudo con pelo blanco hasta por debajo de las orejas, mejillas chupadas y cara de mala leche. Sonrió maliciosamente al verme entrar: Veo que te falta fuelle para subir la escalera como dios manda. Es bueno para el corazón. Yo estoy hecho un chaval gracias al ejercicio diario de subir hasta aquí. Una bandera republicana, pendiendo de la pared de su minúscula salita, recordaba el paso de tío Gerald por las brigadas internacionales. La escondo cuando tengo visitas para evitar problemas, me comentó. El viejo cascarrabias se sorprendió mucho al saber que acababa de obtener trabajo en las oficinas de Tomás Yuste, a quien conocía por la prensa, y por primera vez esbozó una sonrisa. Me preguntó por mi madre y tía Susana. No tenía intención de volver a Estados Unidos, tenía novia, ¡a su edad!, Lola, una morenaza con piso en la calle Valverde donde vivieron un tiempo, arrejuntados como quien dice, hasta que la madre de Lola se quedó viuda y esta decidió mudarse a su casa para hacerle compañía. Mientras tío Gerald continuaba relatándome los avatares familiares de Lola, me fijé en los escasos muebles que daban la sensación de haber sido recuperados de un contenedor, las paredes desteñidas por la humedad y los tubos de fontanería centenarios. Al doblar el codo se revelaba un remiendo en su chaqueta de lana marrón, seguramente obra de Lola. El viejo tío Gerald hablaba sin parar. Era una suerte haber encontrado trabajo tan pronto, ¡en una empresa de Yuste!, ¡nada menos!, añadió en un tono que me hizo sonreír. Sospeché que tío Gerald a pesar de sus ideas socialistas compartía la admiración de mi familia materna por la gente adinerada. Pensé que al recibir mi llamada debía de haber pensado que iba a pedirle dinero y había preparado un discurso, totalmente innecesario, para convencerme de su pobreza. Un mes después volví a llamarlo pero nadie contestó por lo que deduje que habría vuelto a arrejuntarse con Lola.
* * * * *
Un jueves de cada dos Blanquita abría los apolillados salones de su piso para celebrar lo que ella llamaba sus “copas” a las que invitaba a sobrinos y nietos de los parientes o amigos de los Terrón. Blanquita jamás hubiera considerado invitar a alguien fuera de su círculo. Igual que el crítico literario que sólo considera a determinados autores o el conquistador para quien no existen más que un tipo de mujeres, mi patrona dividía la sociedad de Madrid en dos bandos, irreconciliables: las familias conocidas de los marqueses de Terrón y el resto. A los millonarios sin pedigrí como Tomás Yuste, los consideraba unos arribistas que nunca hubieran sido admitidos en los salones de sus antepasados. Gracias a Blanquita, me instruí en el “quién es quién” de la vida social madrileña. Su cerebro, cual un viejo archivo, conservaba el recuerdo de todos los apellidos aristocráticos a los que la victoria en la guerra civil había devuelto el sentido de su importancia en un mundo en el que volvían a imperar las viejas jerarquías. Esas familias proclives a la monarquía, después de la guerra, recuperaron sus antiguas posesiones y títulos nobiliarios que el gobierno volvió a reconocer oficialmente. En general, acataron la autoridad de Franco como la garantía del nuevo orden.