Un encuentro casual - Dani Collins - E-Book

Un encuentro casual E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

¿Cómo evitar un escándalo? ¡Cásate con el griego! Un beso ilícito con Atlas Voudouris provocó el despido de la camarera Stella Sutter. Cinco años después, al reencontrarse, ella seguía furiosa. Pero cuando lo acusa de haberle arruinado la vida, sus deseos largamente dormidos vuelven a la vida... Atlas estaba a punto de anunciar la conveniente boda que aseguraría su herencia. Sin embargo, cuando las fotos del acalorado encuentro con Stella se hicieron públicas, Atlas se quedó sin novia. ¿La única solución? Convertir a Stella en su esposa. Pero, ¿bastarán el diamante y su peligrosa pasión para salvar la distancia entre dos mundos tan diferentes?

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

 

© 2025 Dani Collins

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un encuentro casual, n.º 3195 - octubre 2025

Título original: Maid to Marry

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370007829

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cinco años antes

 

Quizá su padre tuviera razón, pensó Stella Sutter mientras se apresuraba con las bebidas. Quizá mentir sí que te mandaba al infierno, pero solo había sido una mentirijilla.

–Sí, he trabajado antes en un bar –le había dicho al encargado del chalet. Y así era. Como conserje.

También había trabajado en otros chalets, haciendo camas y fregando los baños o, como mucho, preparando café. Era su primera semana de trabajo en ese nuevo complejo, que parecía dirigido a un público más joven, con fiestas après-ski y jacuzzis suficientemente grandes para grupos.

A Stella le gustaba trabajar allí. Le proporcionaban el alojamiento: una habitación compartida.

No debía trabajar allí esa noche. Una de sus compañeras de piso había decidido seguir esquiando con alguien que había conocido, y le había pedido a Stella que cubriera su turno de tarde.

Cuando Louis, el encargado, preguntó si podía quedarse más tiempo para ayudar a servir bebidas, ¿cómo podía negarse? Su compañera le había contado lo buenas que eran las propinas. Más valía, porque eran unos gamberros. Al menos algunos debían ser famosos. Un fotógrafo había intentado sonsacarle, pero ella había afirmado con toda sinceridad que no sabía nada de ninguno de ellos.

Eran un padre y sus dos hijos, británicos. El hermano y la hermana eran modelos para la marca de ropa de la familia. El hijo había pasado todo el día fuera y el padre había salido a cenar. La hija, Carmel, la única que estaba allí, estaba empeñada en que todos se emborracharan.

–¡Chica! –gritó Carmel desde la terraza.

Louis había abierto las puertas de la terraza, para dejar entrar el gélido aire invernal y las risitas y chillidos de la docena de borrachos hirviendo a fuego lento en el burbujeante jacuzzi.

–¿Cómo se llamaba? –preguntó Carmel–. ¡Sheila! ¿Dónde están nuestras bebidas?

–Llegando –respondió Stella en inglés, el idioma de Carmel.

–Ya llega –repitió alguien, y todos rieron histéricamente.

Stella no entendió el chiste, pero sospechó que era obsceno. Hacían muchos comentarios de mal gusto. Ella miraba a Louis para que los calmara, pero él parecía alentarlos.

–Sheila. –Louis entró, dejando un reguero de agua que ella tendría que limpiar. Debía cobrar comisión por las botellas que abrían, porque no paraba de ordenarle que lo hiciera.

–Stella –le recordó ella.

–Lo que tú digas. Tienes que ser más rápida con las bebidas. –Él consumía alcohol tan rápido como los demás–. Dijiste que ya habías hecho esto antes.

–Estas están listas. –Stella señaló una bandeja.

–Tú trae esas botellas y el sacacorchos. No necesitan vasos limpios.

Estaban destrozando el lugar. La compañera de piso de Stella iba a matarla cuando llegara por la mañana. Por eso intentaba recoger un poco. Pero era imposible seguirles el ritmo. Lo estaban llenando todo de agua, derramaban bebidas y dejaban caer comida. Una pareja se había metido en un dormitorio vacío. Esa cama necesitaría que la rehicieran antes de que ella se fuera.

Se apresuró a la terraza, donde estaba encajado el jacuzzi rectangular. Todas las mujeres se habían quitado la camiseta. Carmel estaba de pie con el agua hasta la cintura para mostrar sus pechos. Stella desvió la mirada, y tropezó con una pareja que practicaba sexo en un rincón de la bañera.

–Nueve coma nueve. –Un hombre puntuó el pecho de Carmel–. ¿Quieres un diez? Ponlos aquí.

–¿Y ella qué? –Carmel rio mientras señalaba a Stella.

–¿Ella? –El hombre se volvió hacia Stella e intentó enfocar la mirada–. Ella es un dos. Demasiado alta. Demasiado seria. Demasiada ropa.

Stella cuestionó su acierto al huir de casa el año anterior. Había cumplido dieciocho una semana después, pero, a ojos de su padre, dieciocho significaba tener edad suficiente para casarse con un hombre que le doblaba la edad y empezar a tener hijos.

Stella ya sabía cuánta responsabilidad suponían los hijos y cómo limitaban las opciones de una mujer. Tras la muerte de su madre, había sido la principal cuidadora de sus hermanos pequeños hasta que su padre volvió a casarse. Incluso después, Stella no había tenido una vida aparte de la escuela y de ayudar en casa, sobre todo cuando Grettina tuvo a los gemelos.

Escapar en plena noche no había sido su plan, pero no se arrepentía. Ayudaba a Grettina y a sus hermanos, enviando dinero a casa cuando podía. Necesitaba ese trabajo. Así que no se inmutó y sirvió las bebidas. En el último año había tenido muchas experiencias desagradables. Pero ese podría ser el comportamiento más sucio que había tenido que tolerar. Solo sería una noche. Unas horas más como mucho. Podría soportarlo. O eso creía… Hasta que empeoró.

–Apuesto a que bajo esa ropa es un ocho. –El hombre miraba su pecho de una manera que le hizo sentirse muy incómoda–. Vamos, amor, desnúdate y únete a nosotros. Enseña lo que tienes.

Stella miró a Louis, que debería poner fin a ese acoso. Pero estaba en la bañera, con Carmel sentada a horcajadas sobre su regazo. Y se besaban apasionadamente.

–Alguien tiene que servir las bebidas. –Stella forzó una sonrisa.

–Pues sírveme la mía. –El pervertido se levantó con su vaso de pinta.

Ella ya no esperaba ver una propina a esas alturas y, desde luego, no le pagarían si se marchaba.

Abrió una botella de cerveza y se inclinó para verterla en el vaso del hombre, que dejó caer el vaso al agua y, mientras ella reaccionaba asombrada, le agarró la muñeca y tiró de ella.

Entre la zambullida bajo el agua caliente y burbujeante y su terror por no saber nadar, Stella se debatió presa del pánico. Al cabo de unos segundos, el hombre la sacó y se echó a reír. Luego le agarró el trasero para apretarse contra su pelvis mientras intentaba acercar su boca a la de ella.

–¡Basta! –Stella escupía agua mientras le tapaba la boca con la mano, apartando la cara mientras intentaba zafarse de él. Para todos era una gran broma. Lo estaban animando.

–¿Qué demonios está pasando? –gritó furioso un hombre, y la música se apagó bruscamente.

Todos se quedaron en silencio, conmocionados. Por un momento, el único sonido fue el gorgoteo de los chorros de la bañera y el chasquido de las burbujas mientras todos lo miraban fijamente.

Lo primero que pensó Stella fue que era más joven de lo que esperaba de alguien con una voz tan grave. Debía tener veintitantos años. Llevaba una chaqueta de esquí color crema con ribetes negros y pantalones de esquí negros. Tenía el pelo corto por los lados y rizado por arriba. Sus cejas dibujaban líneas severas en su rostro moreno. Tenía las mejillas hundidas y la boca dura.

–Es solo Atlas –dijo Carmel con disgusto–. Mi hermano. Creía que habías salido esta noche.

–Es medianoche. ¿Estás bien? –Su mirada se posó en la de Stella, luego se desvió hacia el hombre que todavía tenía sus brazos alrededor de ella–. Suéltala.

Stella pudo por fin hacer pie y vadear hacia los escalones. La ropa húmeda se le pegaba al cuerpo y el aire helado la hizo estremecerse. Los dientes empezaron a castañetear.

–¿Es medianoche? –se burló Carmel–. ¿Quién eres, Cenicienta?

–¿Dónde está Oliver? –Atlas sacudió una de las toallas que Stella había dejado en una pila y se la entregó a Stella, sin dejar de mirar furioso a Carmel.

–Sabía que tenía invitados, así que salió. –Carmel se encogió de hombros.

–Fuera todos. Ahora –ordenó él.

–Ni caso. –Carmel agitó una mano antes de volver a sentarse a horcajadas sobre Louis.

–¿Tienes algo para ponerte? –Atlas maldijo en voz baja y se fijó en Stella, acurrucada en la toalla.

Ella sacudió la cabeza. Aunque hubiera uniformes de repuesto, nada le quedaba bien. Era alta y pechugona y, a pesar de las comidas que se había saltado últimamente, tenía un buen trasero.

–Acompáñame. –Atlas cerró las puertas de la terraza cuando entraron y la condujo escaleras abajo hasta un dormitorio.

Stella titubeó. No se sentía cómoda con la ira masculina, aunque no fuera dirigida contra ella.

–Date una ducha. –Atlas rebuscó en un cajón y sacó unos pantalones de chándal verde oscuro y una sudadera a juego, y los dejó caer sobre la cama–. Caliéntate. Yo me desharé de ellos.

Stella se encerró en el baño y se quitó la ropa que había supuesto una gran inversión para su reducidísimo presupuesto. La escurrió y la colgó en el borde de la bañera mientras se duchaba.

Hasta que no había llegado a Zermatt, trabajando en cualquier trabajo de limpieza que encontraba, nunca había visto esos brillantes accesorios cromados ni las espaciosas cabinas de ducha con sus elegantes azulejos y sus perfumados champús. Desde luego, nunca había utilizado una.

Resultaba una experiencia tan placentera que podría haberse quedado allí toda la noche, pero se dio prisa y luego se secó con una de las toallas calientes y esponjosas del colgador calefactado.

La ropa que Atlas le había dejado era de muy buena calidad, y se moría de ganas de devolverla. Los pantalones con cordón eran demasiado largos y la sudadera con capucha era una talla demasiado grande. El escote le llegaba por la clavícula y los puños por los nudillos.

La sensación sobre su piel era suave. Acogedora. Llevar su ropa era una experiencia íntima. La hacía sentirse abrazada por él. Reclamada. Stella se sintió acalorada.

No tenía peine y no se atrevería a usar el suyo, así que se hizo un moño que sujetó con las horquillas que se había quitado para ducharse. Necesitaría una bolsa de plástico para llevar la ropa húmeda a casa. Debería haber una en el armario de la limpieza.

Volvió al dormitorio y casi chocó con Atlas. Estaba de espaldas y solo llevaba calzoncillos.

–¡Oh! –Ella se sonrojó como si nunca hubiera visto a un hombre medio desnudo en su vida.

«Aparta la mirada», se ordenó a sí misma. «¡Retirada!».

Pero estaba conmocionada. Asombrada. Él tenía los hombros anchos y la espalda larga. Todo era largo y delgado, y su piel tenía un tono aceitunado más oscuro que el de su hermana.

–Me empaparon –explicó airado mientras se ponía unos vaqueros, cerraba la bragueta y se volvía hacia ella–. Les dije que se fueran o llamaba la policía. Son como cangrejos en un cubo, incapaces de salir. Voy a llamar de todos modos, para denunciar a ese hombre que te estaba manoseando.

–¡No! –gritó ella aterrada.

–¿No a la policía? ¿Por qué no? –Atlas señaló la puerta–. Escúchalos. Están fuera de control. Le vi agredirte. Tiene que saber que no puede salirse con la suya.

La policía querría saber su nombre, y descubrirían que su padre la había denunciado por robo, del que era culpable, aunque se tratara de una cantidad insignificante.

Miró hacia la puerta, pero la retuvo su fuerte ética de trabajo. El lugar estaba hecho un desastre.

–No te preocupes. –Atlas malinterpretó su expresión–. No dejaré que vuelva a tocarte. –Se deslizó una Henley verde por la cabeza–. Lo echaré yo mismo. Lo estoy deseando.

El estómago de Stella se encogió con sensaciones desconocidas al ver el vello de su axila, y luego su pecho musculoso con sus pezones marrones desapareció cuando la camisa cayó para terminar de ocultar el camino de vello que dividía en dos su tableta.

Nunca había entendido el vértigo hipnotizado que otras chicas, y mujeres adultas, mostraban ante los hombres. Pero, en ese momento, se hizo una idea. Sintió deseo de tocarlo. Incluso se lamió los labios, confusa por la intensidad de la compulsión tan nueva. Tan fuerte.

–¿Cómo te llamas? –La voz de él cambió. La ira sustituida por una ruda curiosidad y algo más.

Ella levantó la mirada y vio que sonreía con cierta diversión. La había pillado mirándolo.

–Eh… Stella –contestó con voz entrecortada.

–Eh… Atlas –bromeó él mientras le tendía la mano.

Muerta de vergüenza, Stella dio un paso hacia delante.

En cuanto la cálida mano de él contactó con la suya y sus dedos se cerraron en un firme apretón, el corazón de Stella se detuvo. Un nuevo torrente de calor la invadió. Surgía en la boca del estómago y se desplazaba por sus extremidades, provocando una punzada en sus pezones y entre sus muslos. Esperaba que él no se diera cuenta, pero, por cómo la miraba, temió que sí.

–¿Cuántos años tienes? –Atlas le soltó la mano lentamente. Su mirada recorrió su rostro, dejando una sensación como si trazara sus rasgos con las yemas de los dedos.

–Diecinueve. La semana que viene. –No podía mentirle. Sus iris dorados le atravesaron el alma.

–Yo veintiséis. –Había algo en su voz. ¿Rechazo? Pero siguió estudiando su rostro como si buscara respuestas. Ella no conseguía descifrar su expresión. ¿Era demasiado joven? ¿Demasiado obvio?

Stella volvió a distraerse con sus ojos. Nunca se había fijado en las pestañas de los hombres. Las suyas eran largas y espesas, algo rizadas. Habrían parecido femeninas, junto con sus labios carnosos y sensuales, pero los pómulos afilados y su mandíbula robusta las equilibraban. Tampoco se había fijado nunca en los labios de los hombres, pero se preguntó cómo se sentirían apretados contra los suyos. Un nuevo cosquilleo le hizo sonreír tímidamente, sin saber por qué.

Él apartó la mirada, como indeciso. Cuando volvió a fijarse en ella, tenía el ceño fruncido.

–¿Estás bien? –preguntó él–. Puedo llevarte a casa después de deshacerme de ellos.

–Estoy bien. Me agobiaba no tener con qué cambiarme. Gracias por esto. Te la devolveré mañana.

–Quédatela. Te queda bien –contestó Atlas, apoyando las manos en sus hombros.

–No podría. –Stella deslizó una mano por la parte delantera, disfrutando del tacto afelpado, pero eso reveló sus pezones clavados rígidamente en la tela. Miró hacia arriba y vio cómo él respiraba hondo, tragaba saliva y volvía a centrar su atención en la cara de ella. Atlas deslizó las manos hasta los brazos.

Stella era la mujer menos sofisticada del mundo, pero había pasado un año viendo a gente de su edad enrollarse. Y entendía las pequeñas señales, aunque nunca había participado. Hasta entonces.

–Gracias por… –No estaba segura qué le agradecía. ¿La ropa? ¿El rescate? ¿Esa anticipación?

Era demasiado novata en la danza de apareamiento para hacer un movimiento, pero bastó con levantar el rostro para que él la sujetara con más fuerza y la acercara.

–¿Estás segura? –Sus pulgares se movían inquietos sobre el algodón.

Ella asintió, aunque no estaba del todo segura de lo que pedía, solo que quería saber cómo funcionaba esa cosa llamada atracción sexual. Quería saber cómo besar.

Él agachó la cabeza y rozó su boca con la de ella. Durante tres largos segundo solo hubo un ligero contacto que apenas rozó sus labios antes de que ella lo sintiera apartarse.

Un pequeño sollozo resonó en su garganta mientras le agarraba la camisa, buscando más.

Atlas respiró entrecortadamente, y su boca se abrió con más voracidad sobre la de ella.

Ella no sabía qué hacer, lo cual era aterrador, pero él sí. Con un movimiento de su lengua, le separó los labios y la intimidad de aquello provocó una punzada de placer en el vientre de Stella.

Gimiendo, ella se inclinó, ofreciéndose para que la consumiera. No se dio cuenta de que estaba pegada a él hasta que su duro torso la aplastó. Él deslizó las manos por su espalda, apretándola más. A Stella le encantaba cómo sus manos se movían sobre ella, sin prisa, con minuciosidad. Sentía un deseo incómodo de que le apretara el trasero, pero no sabía cómo decírselo sin interrumpir un beso que no quería que terminara. Recorrió la espalda de Atlas con las manos mientras su cuerpo se pegaba más al de él.

Un ruido ronco surgió del pecho de él. Y el mundo se inclinó. La parte posterior de sus rodillas golpeó la cama. Y el colchón… tocó su espalda. Stella abrió los ojos y lo vio, cernido sobre ella.

–¿No? –La expresión de él era dura, los ojos empañados por el mismo hechizo que ella.

–Sí –susurró Stella mientras hundía una mano en su pelo y le instaba a que volviera a besarla.

Atlas la devoró. Fue glorioso. Embriagador. Sus lenguas se encontraron, deleitándola con la sensación de caer a cámara lenta por un túnel largo y oscuro. A ella le encantaba el tacto de su pelo, y murió un poco cuando la mano de él le acarició el pecho antes de apoderarse firmemente de él y masajearlo. Una necesidad aguda y cruda estalló entre sus muslos. Un calor húmedo que dolía, tan intenso que se oyó gemir.

Él murmuró algo contra su boca en un idioma que ella no reconocía y enterró la boca en su cuello. La innegable forma de su erección estaba contra su muslo. Nunca había pensado que aquello le resultaría tentador, pero quería tocarlo. Estar debajo de él. Quería eso allí.

Atlas la miró a los ojos mientras le rozaba el pezón con el pulgar, provocando más descargas eléctricas en sus entrañas.

–Déjame verlo. Quiero chuparlo.

Stella empezó a deslizar el jersey hacia arriba.

Una ráfaga de aire frío se deslizó por su torso, la puerta se abrió, entrando el ruido de la fiesta.

–Fuera. –Atlas movió la mano hacia la espalda de ella, sujetándola contra su pecho.

–¿Lo ves? –exclamó Carmel–. Aquí está, haciéndoselo con la criada.

Stella se retorció contra los brazos de Atlas y vio a Carmel, empapada y cubierta con una toalla.

–Igual que papá –escupió con veneno.

Atlas se apartó de Stella y, levantándose de la cama, la fulminó con la mirada.

Stella se incorporó, y solo entonces reparó en el hombre de pelo gris en el pasillo.

–¿En serio, Atlas? –dijo el hombre.

El corazón de Stella pasó de la sorpresa al horror. Por una vez en su vida se sintió pequeña, pero de la peor manera posible. Menospreciada. Despreciada.

–Les dije que iba a llamar a la policía. Lo voy a hacer ahora.

Ella se levantó de la cama y tironeó de la ropa que llevaba, asegurándose de estar tapada del todo.

–Ya vienen. –El hombre mayor miró a Stella con expresión de disgusto–. Deshazte de ella. Luego ayúdame a deshacerme del resto.

–¡Oh, no! –Carmel hizo un mohín mientras sus ojos brillaban con malicia–. Papi está enfadado.

–Vístete. –Atlas agarró a su hermana por el hombro y la sacó de la habitación–. Espabila. Y madura. –Atlas estaba de espaldas a ella. Desde otra parte del chalet llegaban unas risitas de borrachos.

Stella aprovechó la oportunidad para salir de allí y entrar en el cuarto del personal, donde se calzó las botas y se puso el abrigo. Al salir, vio el parpadeo de las luces azules.

–¿Qué pasa ahí dentro, cariño? –Al fotógrafo se le había unido otro–. ¿Una gran fiesta?

Stella se puso el gorro y corrió por una callejuela para evitar a esos hombres y a las autoridades.

Fue un gélido paseo a casa, lleno de escalofríos, angustia, decepción y confusión. ¿Se habría entregado a Atlas si su hermana no los hubiera interrumpido? No sabía que los besos y el sexo pudieran sentirse así. Se había sentido indefensa, no ante Atlas, sino ante ella misma.

Así caían las mujeres en la trampa de la crianza y la dependencia. Por suerte, el padre de él le había puesto fin, aunque seguía sintiéndose despreciada y humillada.

Pero como si el paseo a casa no fuera suficiente, al amanecer su compañera de piso la despertó.

–¿Qué demonios pasó anoche? Nos han despedido a todas. Tenemos que irnos a las nueve.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

En la actualidad

 

Ir a Zermatt no había sido idea de Atlas Voudouris, y ya se arrepentía de haber aceptado.

Iris, su prometida, se lo había propuesto. Tras varios meses de noviazgo, necesitaban unas vacaciones lejos de sus familias, círculos sociales y miradas indiscretas para hablar del futuro.

Un amigo de Iris era propietario de un grupo de chalés y, a cambio de una estancia gratuita, Atlas le debería un favor. Era exactamente el tipo de relación por la que se casaba con Iris.

Estar en Zermatt también le permitiría reunirse de manera informal con un contacto de negocios que, casualmente, estaba en Cervinia, en los Alpes italianos. Atlas llevaba dos años intentando asociarse con ese hombre, pero apenas había conseguido que los presentaran. Si por fin conseguía engrasar esas ruedas, quizá merecería la pena la incomodidad de estar allí.

Porque estar allí era incómodo. La noche anterior había sido incapaz de dormir porque seguía tropezando con un recuerdo que llevaba cinco años intentando olvidar, uno en el que se había comportado «igual que papá».

Se le había insinuado a una mujer demasiado joven para él. Quizás ella no fuera tan inexperta como él la había juzgado en un principio. Había sido apasionada a más no poder, minando por completo su sentido común, pero con problemas con la ley. Y era una de las empleadas del chalet.

Era lo bastante parecido a liarse con la hija del tabernero como para que Atlas quisiera retroceder en el tiempo y darse de bofetadas. Lo cual, obviamente, era imposible.

Él no quería encontrársela. La noche anterior, Iris y él se habían prometido y, probablemente, se casarían antes de un año. Lo anunciarían en Londres el sábado siguiente.

Oliver estaría satisfecho. Había elegido a Iris para Atlas, lo que le irritaba más de lo debido. Iris era encantadora, inteligente y hermosa. No importaba que Atlas no se sintiera especialmente atraído hacia ella. La pasión no era algo que ninguno de los dos esperara del matrimonio.

Cada uno tenía sus motivos para aceptarlo. En el caso de Atlas, tendría vía libre para tomar el timón de DVE, el conglomerado mundial que dirigía su padre. La familia de Oliver había fundado DVE hacía doscientos años como editorial. A lo largo del siglo XX, había crecido hasta convertirse en una potencia de los medios de comunicación y la radiodifusión, pero se habría hundido durante la revolución tecnológica de no ser por la línea de ropa que la mujer de Oliver había creado antes de morir. Davenwear había apuntalado la empresa, gracias a la fama de Atlas y a la notoriedad de su hermana. Una vez que Atlas empezó a ascender en DVE, se había diversificado hacia las energías verdes y renovables, entre otros intereses, con visión de futuro.