El Dios Salvaje - Al Alvarez - E-Book

El Dios Salvaje E-Book

Al Alvarez

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Beschreibung

De toda la polifacética obra de Al Alvarez, El Dios Salvaje es el libro por el que siempre se lo cita y siempre se lo recordará: un hito en la ensayística sobre el suicidio que tiene la virtud de fusionar la perspectiva personal con una vasta reflexión sobre el tema en la historia y la literatura. Entre el relato en primera persona sobre su relación con Sylvia Plath durante los últimos días antes de que la poeta decidiera quitarse la vida, y la crónica de su propio intento de suicidio a los treinta y un años, Alvarez recorre la actitud cambiante de la cultura occidental hacia ese acto radical, a la vez irracional y lúcido, que modula el arte y la literatura de los últimos dos milenios. Al discutir desde el suicidio honorable en algunas sociedades antiguas hasta la autoeliminación como acto pecaminoso, luego delictivo y por fin conclusión inevitable de ciertos callejones estéticos y políticos, Alvarez se destaca como crítico implacable pero también empático, sin perder jamás de vista la dimensión humana, insondable y a fin de cuentas privada del acto en sí. El Dios Salvaje es un libro que quema por su honestidad, su cruda verdad: no hay forma de que nos deje indiferentes.

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El Dios salvaje

Ensayo sobre el suicidio

Al Alvarez

TraducciónMarcelo Cohen

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

Prefacio

I. Prólogo: Sylvia Plath

II. Los antecedentes

III. El mundo cerrado del suicidio

IV. Suicidio y literatura

V. Epílogo: abandonarse

Bibliografía

Sobre este libro

De toda la polifacética obra de Al Alvarez, El Dios Salvaje es el libro por el que siempre se lo cita y siempre se lo recordará: un hito en la ensayística sobre el suicidio que tiene la virtud de fusionar la perspectiva personal con una vasta reflexión sobre el tema en la historia y la literatura.

Entre el relato en primera persona sobre su relación con Sylvia Plath durante los últimos días antes de que la poeta decidiera quitarse la vida, y la crónica de su propio intento de suicidio a los treinta y un años, Alvarez recorre la actitud cambiante de la cultura occidental hacia ese acto radical, a la vez irracional y lúcido, que modula el arte y la literatura de los últimos dos milenios. Al discutir desde el suicidio honorable en algunas sociedades antiguas hasta la autoeliminación como acto pecaminoso, luego delictivo y por fin conclusión inevitable de ciertos callejones estéticos y políticos, Alvarez se destaca como crítico implacable pero también empático, sin perder jamás de vista la dimensión humana, insondable y a fin de cuentas privada del acto en sí. El Dios Salvaje es un libro que quema por su honestidad, su cruda verdad: no hay forma de que nos deje indiferentes.

Sobre el autor

Al Alvarez nació en Londres en 1929. Estudió en Oundle School y en la Universidad de Oxford. Recibió la beca de investigación Jane Eliza Procter de la Universidad de Princeton, y fue profesor en Oxford y Estados Unidos. Desde muy joven empezó a escribir poesía, novela y ensayo, y llegó a ser uno de los más importantes editores y críticos de poesía en The Observer, donde dio a conocer la obra de autores como Sylvia Plath y Robert Lowell. En español se han publicado en los últimos años su autobiografía y sus libros sobre la noche, el póquer, el montañismo y un bellísimo diario sobre el envejecer. Reconocido como uno de los ensayistas más versátiles e interesantes de la literatura inglesa contemporánea, falleció en Londres en 2019.

Otros títulos de Fiordo

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo, Jo Dunkley

Elogio de Al Alvarez y El Dios Salvaje

«El Dios Salvaje es una obra provocativa y excepcionalmente bien escrita. (…) Los interrogantes de Alvarez son magníficos, porque nos obligan a hacernos preguntas no solo sobre nosotros mismos —no solo sobre individuos aislados— sino sobre toda nuestra cultura».

Joyce Carol Oates

«Al Alvarez es el hombre más caballeroso y amable que usted o yo jamás podríamos conocer».

John Le Carré

«Los elocuentes ensayos de Alvarez son ricos en anécdotas y están escritos por la mano de un verdadero cultor de la poesía, que ha dedicado su vida a ella».

J. M. Coetzee

Copyright

Título de la edición original: The Savage God. A Study of Suicide

Primera edición en inglés por Weidenfeld & Nicolson, 1971

Primera edición en español por Norma, 1999

© Al Alvarez, 1971

© de la traducción, Marcelo Cohen, 1999

© de esta edición, Fiordo, 2021

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-51-0 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-57-2 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Alvarez, Al

El Dios Salvaje: ensayo sobre el suicidio / Al Alvarez.

- 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4178-57-2

1. Ensayo Literario. 2. Literatura Inglesa. I. Título.

CDD 824

Para Anne

Después de nosotros el Dios Salvaje.

W. B. Yeats

El dios Tezcatlipoca era tenido por verdadero dios, e invisible, el cual andaba en todo lugar, en el cielo, en la tierra y en el infierno; y tenían que cuando andaba en la tierra movía guerras, enemistades y discordias, en donde resultaban muchas fatigas y desasosiegos. Decían que incitaba a unos contra otros para que tuviesen guerras, y por esto le llamaban Nécoc Yáotl, que quiere decir sembrador de discordias en ambas partes.

Y decían él solo ser el que entendía en el regimiento del mundo, y que él solo daba las prosperidades y riquezas, y que él solo las quitaba cuando se le antojaba; daba riquezas, prosperidades y fama, y fortaleza y señoríos, y dignidades y honras, y las quitaba cuando se le antojaba; por esto le temían y reverenciaban, porque temían que en su mano estaba el levantar y abatir, de la honra que se le hacía.

Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España

Prefacio

Cuando yo iba al colegio había un profesor de física, inusualmente apacible y bastante desorganizado, que se pasaba el día hablando en broma del suicidio. Era un hombre bajito, de ancha cara rojiza, gran cabeza cubierta de rulos grises y una sonrisa permanentemente atribulada. Se decía que en Cambridge, contrario a la mayoría de sus colegas, había obtenido en su asignatura la nota más alta. Un día, hacia el final de una clase, señaló tenuemente que quien quisiera cortarse la garganta debía cuidarse de meter primero la cabeza en una bolsa, pues de lo contrario dejaría todo hecho un desastre. Todo el mundo se rio. Luego sonó el timbre de la una y los muchachos salimos en tropel a almorzar. El profesor de física se fue en bicicleta a su casa, metió la cabeza en una bolsa y se cortó la garganta. No dejó un gran desastre. Yo quedé realmente impresionado.

Echamos mucho de menos al profesor, ya que en aquella comunidad sombría y cerrada no abundaban las buenas personas. Pero durante la racha de rumores escandalizados que le siguieron, a mí nunca se me ocurrió que el hombre hubiese hecho algo malo. Más tarde tuve mi propio roce con la depresión y empecé a entender, supuse, por qué el profesor había optado por una salida tan desesperada. Poco después de eso conocí a Sylvia Plath en el extraordinario período creativo que precedió a su muerte. A veces hablábamos del suicidio, pero con frialdad, como si fuese un tema cualquiera. Solo después de que ella se quitara la vida me di cuenta de que, por más que yo estuviera convencido de comprender el suicidio, no sabía nada de ese acto. Este libro es un intento de descubrir por qué suceden este tipo de cosas.

Comienza con un recuerdo de Sylvia Plath, no simplemente como homenaje —pues la considero una de las escritoras más dotadas de nuestro tiempo—, sino también por cuestiones de énfasis. Quiero que el libro empiece, como acaba, con la exposición detallada de un caso, de modo que las teorías o abstracciones que sigan estén hasta cierto punto arraigadas en lo humano particular. Por sí sola, ninguna teoría desentrañará un acto tan ambiguo y de motivaciones tan complejas como el suicidio. El prólogo y el epílogo están para recordar cuán parcial será, necesariamente, toda explicación. Así pues, he procurado trazar el mapa de los cambios y confusiones del sentimiento que llevaron a la muerte de Sylvia, tal como yo los entiendo, con toda la objetividad de la que soy capaz. A partir de ese ejemplo singular he rastreado el tema por las regiones menos personales adonde me condujo.

El trayecto ha resultado largo. Cuando empecé, creía inocentemente que sobre el suicidio no se había escrito mucho: un hermoso ensayo filosófico de Camus, Le Mythe de Sisyphe (El mito de Sísifo); un gran volumen autorizado de Émile Durkheim; el invaluable manual de Erwin Stengel publicado por Penguin, y un excelente pero agotado informe histórico de Giles Romilly Fedden. Pronto descubrí que estaba equivocado. Existe una enorme cantidad de material, y crece año tras año. Sin embargo, la mayoría de la bibliografía es para especialistas; escasamente habla en un lenguaje inteligible para un público lego en el tema del suicidio. Los sociólogos y los psiquiatras, sobre todo, han sido peculiarmente incontenibles. Pero es posible —de hecho es fácil— hurgar en sus innumerables libros y artículos sin advertir la menor alusión a esa crisis sórdida, confusa y torturada que se constituye como realidad común del suicidio. Hasta los psicoanalistas parecen evitar la cuestión. La mayoría de las veces este aspecto entra en su trabajo como de paso, mientras debaten otras cosas. Hay algunas excepciones notables —a quienes agradeceré más adelante—, pero en gran medida he tenido que armar la teoría psicoanalítica del suicidio por mi cuenta, lo mejor posible, desde el punto de vista de un interesado que no está en el oficio. Todo eso entra en la tercera parte del libro. Pero quien quiera un informe completo de los hechos y estadísticas del suicidio y un resumen del estado actual del asunto en la teoría y en la investigación debería leer Suicide and Attempted Suicide (Suicidio e intento de suicidio), el lúcido y comprensivo estudio del profesor Stengel.

Cuantas más investigaciones técnicas iba leyendo, más me convencía de que lo mejor en mi caso era abordar el suicidio desde la perspectiva de la literatura, para ver cómo y por qué tiñe el mundo imaginativo de los creadores. La literatura no es solo un tema sobre el cual sé algo; es una disciplina que, por encima de todo, se ocupa de lo que Pavese llamó «el oficio de vivir». Como los artistas son vocacionalmente más conscientes de sus motivos y más capaces de expresarse que la mayoría de la gente, era probable que ofrecieran iluminaciones que se hurtaban a sociólogos, psiquiatras y estadísticos. Siguiendo ese hilo negro he llegado a una teoría que, para mí, en cierto modo, explica en qué andan las artes hoy en día. Pero a fin de entender por qué el suicidio parece tan central en la literatura contemporánea he vuelto muy atrás, para ver de qué manera se ha desarrollado el tema en la ficción los últimos cinco o seis siglos. Para esto he tenido que incurrir en cierta minuciosidad, acaso lóbrega. Pero no escribo para el especialista, y si finalmente el libro da esa impresión es que he fracasado.

No ofrezco soluciones. De hecho no creo que existan soluciones, puesto que el suicidio significa cosas diferentes para diferentes personas de distintas épocas. Para Cayo Petronio Árbitro fue un elegante toque final de gracia a una vida dedicada al alto estilo. Para Thomas Chatterton fue una alternativa a la muerte lenta por inanición. Para Sylvia Plath fue un intento por salirse del rincón aflictivo en donde la había encajonado su poesía. Para Cesare Pavese fue tan inevitable como el siguiente amanecer, un acontecimiento que ni todo el éxito ni los elogios lograron postergar. La única solución concebible que cabe aportar al suicida es cierta clase de ayuda: comprensión afectuosa de lo que le está ocurriendo por parte de los samaritanos, el cura o los pocos médicos que tienen tiempo e inclinación a escuchar; asistencia experta del psicoanalista o de lo que, esperanzadamente, el profesor Stengel llama una «comunidad terapéutica» organizada para tratar con esas emergencias en especial. Claro que el interesado puede no querer esa ayuda.

En vez de ofrecer respuesta, sencillamente he intentado contrapesar dos prejuicios. El primero es ese tono religioso —hoy en su mayoría usado por personas que, si nos atenemos a sus palabras, no pertenecen a iglesia alguna— que desprecia horrorizadamente el suicidio como crimen moral o enfermedad indiscutible. El segundo es la actual moda científica que, mientras trata el suicidio como asunto de investigación seria, consigue negarle cualquier significado, reduciendo la desesperación a las más resecas estadísticas.

Puesto que casi todo el mundo tiene ideas propias sobre el suicidio, me han acercado referencias, detalles y sugerencias más personas de las que podría mencionar decentemente. Pero tengo una gran deuda de gratitud con Tony Godwin, cuya convicción —contra todo pronóstico— de que yo podía producir este libro lo llevó a acordar un generoso adelanto que me dio la libertad para escribirlo. Mis agradecimientos, también, al Consejo de las Artes de Gran Bretaña por una beca que llegó misericordiosamente en un momento crucial. Y a Diana Harte, que luchó con el manuscrito, mecanografiándolo meticulosamente una y otra vez. Gracias, sobre todo, a mi esposa Anne, quien ayudó, criticó y, dicho sin rodeos, me sacó adelante.

A. A.

Parte I

Prólogo: Sylvia Plath

Morir

es un arte, como todo.

Yo lo hago excepcionalmente bien.

Tan bien que es una barbaridad.

Tan bien que parece real.

Se diría, supongo, que tengo el don.

Sylvia Plath

La pasión por destruir también es una pasión creativa.

Mijaíl Bakunin

Según recuerdo, conocí a Sylvia Plath y a su marido en Londres en la primavera de 1960. Mi primera mujer y yo vivíamos cerca de Swiss Cottage, en el extremo poco distinguido del Hampstead literario, en un alto edificio eduardiano de ladrillos de un rojo especialmente feo; era el color de una tetera vieja que lleva tanto tiempo oxidándose que ha perdido hasta la brillantez del deterioro. En el momento de mudarnos acababa de remodelarlo una de esas inmobiliarias fraudulentas que tanto prosperaron antes de que el escándalo Rachman dificultara la vida de propietarios extorsionistas. Naturalmente, habían hecho una chapuza: los accesorios eran baratos y el acabado espantoso; los marcos de las ventanas parecían pequeños para el enladrillado y en cada juntura había grandes rendijas toscas. Pero nosotros habíamos lijado los suelos y pintado las paredes de colores vivos. Luego habíamos comprado muebles y adornos de segunda mano en las tiendas de Chalk Farm, y también los habíamos lijado y pintado. De modo que, a su frágil y superficial manera, la casa resultó alegre: el lugar adecuado para el primer bebé, el primer libro, la primera infelicidad verdadera. Cuando la dejamos dieciocho meses después, había enormes grietas en las zonas de la pared exterior aledañas a los huecos de las ventanas. Pero a esas alturas también había enormes grietas en nuestras vidas, de modo que al parecer todo encajaba.

Como yo era el crítico habitual de poesía de The Observer veía a pocos escritores. Me parecía que conocer a quienes reseñaba volvía las cosas demasiado difíciles: mucha gente simpática escribe malos versos y los buenos poetas pueden ser monstruos; la mayor parte de las veces eran insoportables el autor y la obra. Más fácil pues era eludir la posibilidad de ponerle al nombre una cara y juzgar solamente la página impresa. Me atuve a la regla aun cuando me contaron que Ted Hughes vivía cerca, apenas al otro lado de Primrose Hill, con una esposa norteamericana y un bebé de meses. Tres años antes Hughes había publicado The Hawk in the Rain (El halcón en la lluvia), libro que yo admiraba intensamente. Pero algo en los poemas me hacía sospechar que a él le importaría un bledo mi opinión. Era como si surgiesen de un mundo absorto, físico, enteramente propio; pese a la gran destreza técnica que exhibían, daban la impresión de que al autor no le preocupaban los tejemanejes literarios. «Descuida —me dijeron—, nunca habla del trabajo». Además me dijeron que la mujer se llamaba Sylvia, y que también escribía poesía «pero» —esto para tranquilizarme— «que era de lo más aguda e inteligente».

En 1960 salió Lupercal. Me pareció el mejor libro de un poeta joven que hubiera leído desde que empezara mi período en The Observer. Cuando tenía escrita la reseña que lo decía, el periódico me pidió un breve artículo sobre Hughes para una de las páginas de chismes. Lo llamé y acordamos llevar a los niños de paseo a Primrose Hill. La idea parecía simpática y neutral.

Ellos vivían en un departamentito, no lejos del zoológico de Regent’s Park. Las ventanas daban a una plaza ruinosa: casas descascaradas alrededor de un jardín salvaje de tan abandonado. Más cerca de la colina el refinamiento avanzaba rápido: elegantes agencias inmobiliarias de periódico dominical empinaban sus carteles, todas las puertas de entrada eran de colores de moda —«melón», «mandarina», «mora», «verde Támesis»— y proliferaba una sensación de relucientes interiores blancos, de viejas casas enriquecidas y ampliadas por las reconversiones.

Pero la manzana de ellos aún no había sido tomada. Era sucia, agrietada y llena de barullo infantil. Las hileras de casas aledañas seguían ocupadas todavía por familias obreras para las cuales se habían construido hacía ochenta años. Todavía no las habían refinado cuadruplicándoles el precio, aunque esto no tardaría en suceder. Tras subir un tramo de escalera destartalada se llegaba al departamento de los Hughes sorteando un cochecito y una bicicleta que había en el rellano. Era tan pequeño que todo parecía puesto de lado. Uno se insertaba en un pasillo estrecho y abarrotado donde apenas podía quitarse la chaqueta. La cocina solo aceptaba una persona que, con los brazos extendidos, podía abarcarla toda. En la sala había que sentarse alineados, codo con codo, entre una pared de cuadros y una pared de libros. En la habitación contigua, empapelada con un motivo de flores, no había espacio más que para una cama matrimonial. Pero los colores eran alegres, y en el lugar había una atmósfera vivaz, de trabajo en marcha. En una mesita junto a la ventana había una máquina de escribir que se alternaban en usar, cumpliendo cada uno un turno mientras el otro cuidaba al bebé. Por la noche la apartaban para hacerle lugar a la cuna. Más tarde alquilaron a otro poeta norteamericano, W. S. Merwin, una habitación donde Sylvia trabajaba por las mañanas y Ted por las tardes.

Era el momento de Ted. Estaba al borde de una reputación considerable. Su primer libro había sido bien recibido y ganado toda clase de premios en los Estados Unidos, lo cual suele significar que el segundo será un anticlímax. Sin embargo, Lupercal había satisfecho y superado las promesas de El halcón en la lluvia. En la insípida escena de la poesía inglesa había surgido una figura poderosa e innegable. Por mucho que desconfiara de su obra, por muy naturales que fueran las dudas, Ted debía de tener cierto sentido de su fuerza y de lo que había logrado. Solo Dios sabía adónde iría a parar, pero en un aspecto esencial ya había llegado. Era un hombre alto y fornido con chaqueta de corderoy negro, pantalones negros y zapatos negros; el pelo oscuro le caía revuelto hacia delante; tenía una boca larga e ingeniosa. Dominaba la situación.

En aquellos días, Sylvia pasaba algo inadvertida; la poeta había retrocedido para dejar en primer plano a la madre y ama de casa. Tenía un cuerpo largo, más bien plano, y una cara alargada, no bonita pero alerta y sensitiva, de boca vivaz y hermosos ojos marrones. Se recogía el pelo castaño en un moño. Llevaba jeans y una pulcra y vigorosa camisa norteamericana: era clara, limpia, competente, como una joven de anuncio de cocinas, amistosa y sin embargo un poco distante.

Sus antecedentes, de los que entonces yo no sabía nada, desmentían ese aire hogareño. Había sido niña prodigio —el primer poema lo había publicado a los ocho años— y luego alumna brillante, ganadora de todos los premios posibles, primero en la secundaria y luego en Smith College, becas a más no poder, altas calificaciones, la orden Phi Beta Kappa, presidencias de sociedades estudiantiles y distinciones a granel. Una relumbrante revista neoyorquina, Mademoiselle, la había escogido como una figura que se destacaría; le ofrecieron vino y cena, y la fotografiaron por todo Manhattan. Luego, casi inevitablemente, se ganó una beca Fulbright para Cambridge, donde conoció a Ted Hughes. Se casaron en 1956 en Bloomsday (16 de junio, el día en que transcurre el Ulises de Joyce). Detrás de Sylvia había una madre viuda y sacrificada, una maestra de escuela que se había deslomado para que sus dos hijos florecieran. El padre de Sylvia —ornitólogo, entomólogo, autoridad internacional en abejorros y profesor de biología en la Universidad de Boston— había muerto cuando ella tenía nueve años. Ambos padres eran de familias alemanas y germanohablantes, académicos e intelectuales. Cuando después de Cambridge Sylvia y Ted fueron a los Estados Unidos, parecía tan natural como seguro que ella hiciera una carrera universitaria deslumbrante.

En apariencia era una típica historia de éxito: la graduada fulgurante que se lanza a tal velocidad y con tal constancia que nada puede darle alcance. A veces esto dura toda la vida, siempre que nada interfiera la inercia ni que, a fuerza de velocidad y presión, el vehículo de tantos triunfos se desintegre en astillas. Entre el mes de su aparición en Mademoiselle y el último curso universitario, Sylvia tuvo un colapso nervioso y un intento grave de suicidio, temas de su novela The Bell Jar (La campana de cristal). Luego, una vez restablecida en Smith —«una profesora notable», decían sus colegas—, perdió el interés por los premios académicos. De modo que en 1958 hizo a un lado la vida universitaria —Ted nunca había considerado la perspectiva seriamente— para hacerse freelancer, confiada en la suerte y en su talento de poeta. De todo esto yo me enteraría más tarde. Ahora, Sylvia simplemente había bajado el ritmo; se la veía apagada, abstraída en su hijita, y amistosa solo de esa manera formal, hueca y transatlántica que lo mantiene a uno a distancia.

Ted bajó a preparar el cochecito mientras ella vestía al bebé. Yo me aparté un minuto y le abroché la chaqueta a mi hijo. Sylvia se volvió hacia mí, súbitamente y sin efusión.

—Me alegró mucho que eligieras ese poema —dijo—. Es uno de mis favoritos, pero parece que no le gusta a nadie más.

Por un momento quedé totalmente en blanco, no sabía de qué estaba hablando. Ella se dio cuenta y me ayudó.

—El que pusiste en The Observer el año pasado. Ese sobre la fábrica en la noche.

—Por Dios, Sylvia Plath. —Ahora, la efusión era mía—. Lo siento. Era un poema precioso.

«Precioso» no era la palabra indicada, ¿pero qué otra cosa decirle a una ama de casa joven y brillante? Yo lo había sacado de un fajo de poemas llegado de los Estados Unidos, inmaculadamente mecanografiados, en un sobre a mi nombre y eficientemente provisto de tarjeta de respuesta internacional. Todos estaban bien trabajados y mostraban talento, pero eso en sí no era raro por aquel entonces. El final de la década de los cincuenta fue para la poesía estadounidense un período de estilo particularmente elaborado: todo campus que se preciara tenía su propio técnico poético «brillante». Pero en al menos uno de aquellos poemas había algo más que elegancia retórica. No llevaba título, aunque más tarde en The Colossus (El coloso)ella lo llamaría «Night Shift» («Turno de noche»). Era uno de esos poemas que empiezan diciendo con tal fuerza de qué no tratan, que uno no cree las explicaciones que siguen:

No era un corazón, que late

con estruendo mudo, ese tráfago

lejano, ni sangre que redobla

en los oídos por la fiebre

y se impone a la noche.

El ruido venía de fuera:

Una detonación metálica

nativa, era evidente, de

aquellos suburbios quietos: a nadie

sobresaltaba, aunque su martilleo

atronador sacudía el suelo.

Arraigó a mi llegada…

A mí me había parecido más que un ejemplo de buena descripción para usar y moralizar, como dictaba la moda de la década. El tono era fogoso y todos los detalles de la escena parecían volverse continuamente hacia dentro. Es un poema, supongo, sobre el miedo y, aunque en el desarrollo el miedo se racionaliza y se explica (el martilleo nocturno proviene de máquinas en funcionamiento), acaba reafirmando precisamente las amenazadoras fuerzas masculinas a las que cabe temer. Tenía momentos de torpeza, como el remilgado, dilatorio floreo a la manera de Wallace Stevens: «nativa, era evidente, de…». Pero en comparación con la mayoría del material no requerido que cada mañana se desplomaba en mi buzón, era un objeto infrecuente: el siempre inesperado artículo auténtico del todo.

Me sentí incómodo de no haber reconocido quién era. Ella parecía incómoda de habérmelo recordado, y también deprimida.

Después de ese día vi a Ted de tanto en tanto, y menos aún a Sylvia. Con él me encontraba a beber una cerveza en uno de los pubs cercanos a Primrose Hill o el Heath, y a veces paseábamos con nuestros hijos. Del trabajo no hablábamos casi nunca; sin mencionarlo, queríamos mantener las cosas fuera de lo profesional. En cierto momento del verano hicimos un programa de radio juntos. Luego recogimos a Sylvia en el departamento y cruzamos al pub de enfrente. La grabación había sido un éxito y estuvimos en la vereda del local, alrededor del cochecito de la niña, bebiendo cerveza, a gusto con nosotros mismos. A Sylvia también se la veía más suelta, menos constreñida que antes. Por primera vez capté algo del encanto real y de la rapidez de esa muchacha.

Más o menos por entonces mi mujer y yo nos mudamos del departamento de Swiss Cottage a una casa Hampstead arriba, cerca del Heath. Un par de días antes del traslado yo me quebré una pierna subiendo una montaña y, como con pierna rota o no había que decorar la casa, todas las otras cosas y la gente quedaron de lado. Me recuerdo colocando baldosas negras y blancas en un inacabable suelo tras otro, con los dedos y la ropa cubiertos de un sucio pegamento marrón oscuro, con el pelo engomado y arrastrando la gran escayola inerte como si fuera un ataúd. No había mucho tiempo para los amigos. De vez en cuando, Ted aparecía y, cojeando, me iba con él un rato al pub. Pero a Sylvia no la vi en absoluto. En otoño fui a enseñar un curso entero a los Estados Unidos.

Mientras estaba allí, The Observer me envió el primer libro de poemas de ella para que lo reseñara. Encajaba con la imagen que yo tenía: serio, talentoso, contenido y en parte aún bajo la sombra maciza de su marido. Había poemas influidos por él y otros con ecos de Theodore Roethke y Wallace Stevens; era evidente que aún buscaba a tientas un estilo propio. Pero la habilidad técnica era grande, y la mayoría de las piezas daban la sensación de que debajo había recursos y perturbaciones por explotar. «Los poemas de Plath —escribí— se apoyan con seguridad en una masa de experiencia que nunca sale totalmente a la luz (…). Es este sentimiento de peligro, como si continuamente la amenazara algo que solo divisa con el rabillo del ojo, lo que da distinción a su trabajo».

Hoy sigo sosteniendo lo mismo. A la luz de la obra subsiguiente de Sylvia y, con mayor convencimiento, de su posterior muerte, la crítica ha sobrevalorado El coloso. «Cualquiera notará —reza la doctrina actual— que allí ya estaba todo de forma cristalina». Ciertos académicos prefieren incluso los elegantes poemas tempranos a los más desnudos y violentos ataques frontales de su obra madura, si bien cuando apareció el primer libro las reseñas fueron bastante frías. Entretanto, la perspectiva puede alterar la importancia histórica pero no la calidad del verso. El coloso estableció las credenciales de Sylvia: contenía un puñado de poemas hermosos, pero más importante era la clara destreza del trabajo, la precisión y concentración con que la autora manejaba el lenguaje, la nada ostentosa amplitud de su vocabulario, su oído para los ritmos sutiles y la seguridad con que empleaba y atenuaba rimas y semirrimas. Evidentemente, ya había adquirido el oficio necesario para lidiar con lo que viniera. Mi error fue sugerir que en aquella etapa no había reconocido, o no quería reconocer, las fuerzas que la agitaban. Resultó ser que las conocía demasiado bien: a los veinte años la habían llevado al filo del suicidio, y ya en la última pieza del libro, el largo «Poem for a Birthday» («Poema para un aniversario»), se enfrentaba con ellas. Pero a mí los ecos de Roethke me oscurecieron el hecho y no lo advertí.

En febrero de 1961, cuando volví de los Estados Unidos, empecé a ver de nuevo a los Hughes, pero breve y esporádicamente. Ted había perdido el amor por Londres y no veía la hora de largarse; Sylvia había estado mal —primero un aborto espontáneo, luego una apendicitis—, y yo tenía mis propios problemas: un divorcio. Recuerdo que me agradeció la reseña de El coloso y, desarmándome, añadió que estaba de acuerdo con las reservas. También la recuerdo entusiasmada con la hermosa casa que habían encontrado en Devon: antigua, con techo de paja, suelo de lajas y un gran huerto. Se mudaron, me mudé yo y algo acabó.

Los dos siguieron enviando poemas a The Observer. En mayo de 1961 publicamos el poema de Sylvia sobre su hija, «Morning Song» («Canción matinal»); en noviembre, «Mojave Desert» («El desierto de Mojave»), que por unos años no quedó recogido en ningún libro; dos meses después, «The Rival» («La rival»). La corriente se ahondaba, fluía con más facilidad.

No volví a verla hasta julio de 1962, cuando en el largo fin de semana de Pentecostés me presenté en su casa al regresar de Cornualles. Vivían unas millas al noroeste de Exeter. Para los estándares de Devon, el pueblo no era bonito: más piedra gris y lobreguez que madera, paja y flores. Allí donde los más perfectos pueblos ingleses daban la impresión de no haber despertado nunca cabalmente, era como si el de ellos se hubiera retirado a dormir. Acaso en un tiempo había sido el centro del campo que lo rodeaba, un lugar con cierta presencia donde pasaban cosas. Pero ya no. Exeter había tomado el control y poco a poco la vida del pueblo se había agotado, como la de una familia que se diluye en el mundo.

La casa de los Hughes había sido antaño la de un señor de la región. Se alzaba apenas por encima del resto del pueblo, al final de una calle empinada, junto a una iglesia del siglo xii; parecía importante. Era grande, con techo de paja, patio de adoquines y puerta de roble labrado. Tenía muros y pasillos de piedra; las habitaciones relucían de pintura fresca. Nos sentamos en el gran jardín silvestre a tomar el té mientras Frieda, que ya tenía dos años, se tambaleaba entre las flores. Había un pequeño ejército de manzanos y cerezos, un vívido laburno doblegado de pimpollos, una parcela de verduras y, a un lado, un breve montículo. Según Sylvia, era un túmulo funerario prehistórico. Por todas partes destellaban flores, la hierba estaba alta y descuidada y el lugar entero, lujurioso, desbordaba de estío.

En enero habían tenido otro bebé, un niño, y Sylvia había cambiado. En vez de silenciosa y retraída, apéndice hogareño de un marido poderoso, se la veía sólida y completa, de nuevo dueña de sí. Tal vez el hijo tuviera algo que ver con ese aire de confianza. Pero había en ella algo tajante y claro que parecía ir más allá. Se ocupó de enseñarme la casa y el jardín: los electrodomésticos, las habitaciones recién pintadas, el huerto y el túmulo, sobre todo el túmulo —que más tarde mencionaría en un poema como «muro de antiguos cadáveres»—,1 eran de su propiedad. Ted, entretanto, se contentaba con reclinarse en la hamaca y jugar con Frieda, que se le aferraba, dependiente. Como el matrimonio parecía fuerte y unido, supuse que no le preocupaba que el equilibrio de poder la favoreciera ahora a ella. Cuando ya me iba entendí por qué.

—He vuelto a escribir —dijo Sylvia—. A escribir de verdad. Me gustaría que leyeras los poemas nuevos.

Tenía una actitud abierta y cálida, como si hubiera decidido que se podía confiar en mí.

Un tiempo antes, The Observer había aceptado un poema suyo titulado «Finisterre». Finalmente lo publicamos aquel mes de agosto. Entretanto, ella envió un hermoso poema breve, «Crossing the Water» («Cruzando el agua»), que si bien quedó fuera de Ariel, es tan bueno como muchos de los que hay en el libro. Llegó con una nota formal y un sobre meticulosamente sellado. Daba la impresión de que Sylvia se movía con la eficacia de siempre. No obstante, cuando un tiempo después encontré a Ted en Londres, lo vi tenso y preocupado. Una vez, cuando conducía sola, Sylvia había tenido un accidente: al parecer, desvanecida, había ido a parar a un viejo aeródromo, aunque por milagro sin daño para ella ni para la vieja furgoneta Morris. A medida que Ted hablaba, su oscura presencia fue cobrando un matiz aún más sombrío.

En agosto me fui unas semanas al extranjero y cuando volví ya había empezado el otoño. Aunque todavía no promediaba septiembre, por la calle volaban hojas y llovía mucho. La primera mañana me desperté bajo un anegado cielo londinense. Nos esperaba un invierno largo.

A fines de septiembre The Observer publicó «Cruzando el agua». Poco después, una tarde en que yo trabajaba mientras la mujer de la limpieza hacía estrépito arriba, sonó el timbre. Era Sylvia: bien vestida, decididamente vivaz y alegre.

—Pasaba por aquí y se me ocurrió visitarte —dijo.

Con ropa formal de ciudad y el pelo en un moño severo tenía el aire de una dama eduardiana que llevara a cabo un deber social delicado pero necesario.

El pequeño estudio que yo alquilaba había sido un antiguo establo remodelado como vivienda. Estaba al fondo de un pasaje largo, detrás de un garaje, y a su ruinoso modo era bonito, pero también incómodo: para sentarse a charlar no había más que unas delgadas sillas Windsor y un par de alfombras sobre el desnudo linóleo rojo sangre. Le serví a Sylvia una copa y ella, como una estudiante, se instaló a sus anchas en una de las alfombras, frente a la estufa de carbón, a beber el whisky y hacer tintinear el hielo en el vaso.

—Este sonido me da nostalgia de mi país —dijo—. Es lo único que me da nostalgia.

Hablamos del poema que había salido en The Observer y luego de nada en particular. Al fin le pregunté qué hacía en la ciudad. Con una suerte de alegría aplicada me respondió que buscaba departamento, y como de paso, añadió que por el momento estaba viviendo sola con los niños. Recordé la última vez que la había visto, en el jardín de Devon rebosante de flores, y me pareció imposible que algo hubiera trastornado el idilio. Pero no pregunté nada y ella no ofreció explicaciones. En cambio se puso a hablar del nuevo impulso de escribir que la dominaba. Al menos un poema por día, dijo, y a menudo más. Tal como lo decía sonaba a posesión diabólica. Y se me ocurrió que quizá fuera por eso que se habían separado, por pasajero que fuese: no era cuestión de diferencias sino de intolerables similitudes. Es probable que cuando dos poetas originales, ambiciosos, plenamente dedicados se unen en matrimonio, y los dos son productivos, cada poema que escribe uno le dé al otro la sensación de que lo ha extraído de su cráneo. A cierto grado de intensidad creativa, que la Musa le sea a uno infiel con su pareja debe ser más insoportable que verla enredada con un ejército de seductores.

—Me gustaría leerte unos poemas nuevos —dijo ella, y de la mochila que tenía al lado sacó un fajo de hojas mecanografiadas.

—Es un gusto —dije, alargándome a recibirlas—. A ver.

Ella negó con la cabeza.

—No, no quiero que los leas tú. Hay que leerlos en voz alta. Quiero que los escuches.

De modo que, cruzando las piernas en el suelo incómodo, con el ruido de la limpieza en el piso de arriba, me leyó «Berck-Plage» («Playa de Berck»):

Este es el mar, pues, esta gran caducidad…

Leía rápido, con un acento duro y levemente nasal, brusca, como si estuviera enojada. Aún hoy me es difícil seguir ese poema, el desarrollo indirecto, las imágenes concentradas, espesas, anulándose unas a otras. Tuve una vaga impresión de injuria y leve obscenidad, pero creo que no entendí mucho. Así que cuando acabó le pedí que lo leyera de nuevo. Esta vez oí algo más claramente y pude comentar ciertos detalles. Discutimos un poco y ella me leyó más poemas: uno fue «The Moon and the Yew Tree» («La luna y el tejo»); otro, creo, «Elm» («Olmo»); en total seis u ocho. Como no me dejó leer ninguno a mí solo, capté poco de su sutileza, por no decir nada. Pero al menos supe que estaba oyendo algo fuerte, nuevo, con lo cual era difícil entenderse. Supongo que señalé todas las minucias y signos de debilidad que pude como forma de protegerme. Por su parte, ella parecía feliz de leer y discutir, de que la escucharan con buena disposición.

—Es poeta, ¿no? —preguntó la mujer de la limpieza al día siguiente.

—Sí.

—Me lo figuraba —dijo ella con sombría satisfacción.

Después de esa tarde, Sylvia empezó a pasar a menudo cuando estaba en Londres, siempre con una pila de poemas nuevos para leer. De ese modo oí por primera vez, entre otros, los poemas sobre abejas y «A Birthday Present» («Regalo de aniversario»), «The Applicant» («La aspirante»), «Getting There» («Llegando»), «Fever 103°» («Fiebre»), «Letter in November» («Carta de noviembre») y «Ariel», que me pareció extraordinario. Le dije que era lo mejor que había escrito y pocos días después me envió una copia limpia, escrita cuidadosamente con su letra pesada y redonda e ilustrada, como un manuscrito medieval, con flores y cenefas ornamentales.

Un día —no sé bien cuándo— me leyó unos poemas que calificaba de «versos ligeros». Se refería a «Daddy» («Papi») y «Lady Lazarus» («Lady Lázaro»). Los leyó con voz ardiente y envenenada. A esas alturas yo ya escuchaba su poesía con bastante claridad, sin rezagarme mucho ni sentir una gran inadecuación. Quedé apabullado. La primera impresión fue que aquello no era tanto poesía como ataque y agresión. Y porque ahora yo sabía algo de la vida de Sylvia, no podía pasar por alto hasta qué punto ella era parte de la acción. Pero comentar eso habría sido sugerir que los poemas eran poéticamente un fracaso, lo cual a todas luces no era así. Como siempre, mi defensa fue fastidiarla con los detalles. Había un verso con el que me ensañé en especial:

Caballeros, damas

Estas son mis manos

mis rodillas estas.

Tal vez sea piel y huesos,

tal vez sea japonesa

—¿Por qué japonesa? —la hostigué—. ¿Solo porque necesitas la rima? ¿O porque el camino más fácil es usar a las víctimas de la bomba atómica? Para usar material tan violento hay que tener cierta prudencia…

Ella me contestó con agudeza, pero más tarde, cuando el poema se publicó después de su muerte, el verso había desaparecido. Y pienso que es una lástima: realmente necesitaba la rima; el tono es lo bastante controlado como para soportar esa alusión en apariencia no del todo relevante, y yo estaba reaccionando exageradamente a la brutalidad inicial del poema sin entender su extraña elegancia.

Durante todo ese período lo que mostraban los poemas era del todo diferente de lo que mostraba la persona. En las maneras sociales de Sylvia no había el menor rastro de la desesperación y la despiadada agresividad de su poesía. Seguía exhibiendo una inteligencia y una energía implacables: se ocupaba de los hijos y de su criadero de abejas de Devon, de buscar casa en Londres, de mandar a la imprenta La campana de cristal, de mecanografiar y enviar sus poemas a editores nada receptivos (poco antes de morir mandó una selección de los mejores, la mayoría hoy clásicos, a uno de los semanarios nacionales británicos; no le aceptaron ninguno). También había vuelto a montar a caballo, ahora aprendiendo a dominar un poderoso semental llamado Ariel, y el nuevo entusiasmo la tenía exaltada.

Con las piernas cruzadas en el suelo rojo, después de leer los poemas, me contaba de las cabalgatas con esa voz vibrante de Nueva Inglaterra. Y acaso porque yo era miembro del club, de forma bastante parecida hablaba también del suicidio: de su intento diez años atrás —que, supongo, habrá tenido en mente mientras corregía las pruebas de la novela— y del cercano incidente con la camioneta. No había sido un accidente: había salido de la carretera adrede, seriamente, con ganas de morir. Pero no había muerto, y ahora aquello era pasado. Por eso estoy convencido de que por ese entonces no pensaba en suicidarse. Al contrario: podía escribir sobre el hecho con tanta libertad porque ya lo había dejado atrás. El accidente era una muerte a la cual había sobrevivido, la muerte que sardónicamente se sentía destinada a sobrellevar una vez por década:

He vuelto a hacerlo.

Cada diez años

lo consigo—

Una suerte de milagro andante (…)

Tengo apenas treinta.

Y como el gato puedo morir nueve veces.

Esta es la Número Tres.

En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni ruego de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquier otra actividad ardua, arriesgada: era un tono urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta a la de montar a Ariel o dominar un potro desbocado —cosa que había hecho durante su último curso en Cambridge— o lanzarse por una pendiente nevada sin saber esquiar bien —incidente, también de la vida real, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal—. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de «apagarse a medianoche sin dolor»; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir: un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida.

Sabe Dios qué herida le había infligido en la infancia la muerte de su padre, pero con los años se había transformado en la convicción de que ser adulta era ser una sobreviviente. Por eso la muerte era para ella una deuda que cada década debía saldarse: para seguir viva como mujer madura, madre y poeta, de un modo parcial, mágico, tenía que pagar con su vida. Pero como este pago imposible conllevaba también la fantasía de unirse o recuperar a su querido padre muerto, era un acto apasionado, tan infundido de amor como de odio y de desesperación. Así, en el extraño y perturbador poema «The Bee Meeting» («La reunión de las abejas»), la descripción detallada e indudablemente precisa de un encuentro de apicultores en su pueblo de Devon se transforma paulatinamente en invocación a un rito de muerte en el cual ella es la virgen sacrificial cuyo ataúd, finalmente, espera en el bosquecillo sagrado. El proceso se vuelve algo menos misterioso cuando uno recuerda que el padre de Sylvia era una autoridad en abejas; de modo que el trabajo de ella como apicultora era una forma simbólica de aliarse con él y reclamarlo del mundo de los muertos.

El tono de todos los últimos poemas es áspero, factual y, pese a la intensidad, sobrio. Sospecho que de un modo extraño se consideraba realista: las muertes y resurrecciones de «Lady Lázaro», las pesadillas de «Papi», las había vivido en carne propia. El hecho de que les comunicara una extraordinaria riqueza interior de imágenes y asociaciones era casi secundario, por esencial que sea para la poesía misma. Dado que se sentía describiendo los hechos como habían ocurrido, podía valerse serenamente de sus grandes reservas de destreza: las sutiles rimas y semirrimas, los ritmos flexibles, resonantes, y los coloquialismos abruptos mediante los cuales mantenía un dominio artístico total aun en los sondeos más angustiosos. Sus horrores internos eran tan fácticos y percibidos de un modo tan preciso como el semental apenas controlable que estaba aprendiendo a montar o el coche en que había querido estrellarse.

De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o al dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma; parecía autorizarla a hablar del suicidio como tema, como obsesión. Creía que el acto era uno de sus derechos en cuanto mujer adulta y agente libre. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de campos de concentración mentales, de igual modo juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos: uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe.

Tal vez esto explica que apenas mencionara a su padre, por clara y profundamente que estuvieran relacionadas con él sus fantasías de muerte. La heroína autobiográfica de La campana de cristal va a llorar a la tumba de su padre inmediatamente antes de encerrarse en un sótano a tragar cincuenta somníferos. En «Papi», describiendo el mismo episodio, repite sus razones como si las martillara:

A los veinte intenté morir

y volver, volver, volver contigo.

Pensé que hasta los huesos volverían.

Sospecho que en la época de la que hablo, viéndose sola de nuevo, y por mucho que fingiera indiferencia, se le reactivó la angustia que había sentido al morir el padre. Pese a sí misma, se sentía abandonada, herida, enfurecida y tan pura e indefensamente desposeída como de pequeña, veinte años atrás. Como consecuencia, el dolor que se le había ido acumulando dentro brotó de golpe como un torrente. Los motivos no hacía falta discutirlos porque de eso se encargaban los poemas.

Fueron meses de una creatividad asombrosa, comparable, pienso, al «año maravilloso» durante el cual Keats compuso casi toda la poesía que al fin y al cabo sostiene su reputación. Sylvia había escrito antes con gran cuidado, más o menos penosamente, corrigiendo mucho y, según su marido, recurriendo constantemente al Roget’s Thesaurus, un diccionario de ideas afines. Ahora, aunque no hubiera abandonado nada de la disciplina ni de las habilidades duramente adquiridas, aunque todavía reescribiera sin cesar, los poemas manaban de ella con tan poco esfuerzo que hacia el final estaba produciendo hasta tres al día. También me contó que tenía muy avanzada una novela nueva. Había terminado y corregido las pruebas de La campana de cristal, ahora en manos de los editores; hablaba del libro con cierta incomodidad, como de una obra primeriza y autobiográfica que había tenido que escribir para librarse del pasado. Pero la nueva novela, me dio a entender, era algo auténtico. Vistas las condiciones en que trabajaba, tenía una productividad fenomenal. Era madre a tiempo completo con una hija de dos años, un bebé de meses y una casa que cuidar. A la hora en que los niños se dormían estaba demasiado agotada para algo que le exigiera más que «un poco de música y de brandy con agua». Así que por las mañanas madrugaba para trabajar antes de que se despertaran sus hijos. «Estos nuevos poemas míos tienen un elemento en común», escribió en la nota para una lectura radial que preparó para la BBC pero que no hizo nunca: «Fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: a esa hora azul todavía, casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas». En esas horas muertas entre la noche y el día lograba recogerse en sí misma, aislada, en silencio, casi como si estuviese reclamando un poco de la libertad y la inocencia pasadas antes de que la vida fuese a aferrarla. Entonces escribía. Pues durante el resto de la jornada estaba dividida entre los niños, la limpieza y las compras, eficiente, movediza y acosada como cualquier ama de casa.

Pero esa sensación auroral de paraíso momentáneamente recuperado no explica el florecimiento repentino ni los cambios en la obra. Técnicamente, la clave radica en la insistencia de leer siempre ella los poemas en voz alta. A comienzos de los sesenta era un procedimiento raro. A fin de cuentas seguía siendo una época de intenso formalismo, de cadencias stevensianas y ambigüedades empsonianas a las cuales, como probaba su obra anterior, ella había sido especialmente adepta. En esencia, se trataba del estilo de la academia, de la limitación sentimental autoimpuesta y de la celosa devoción a los deberes de la artesanía, que se traducían en yámbicos resonantes y una imaginería trabajosamente analizable. Pero en 1958 Sylvia había tomado la decisión vital de abandonar la carrera universitaria para la cual tanto se había preparado en la adolescencia y en la primera juventud. En los cuatro años siguientes, el compromiso con la vida creativa fue emergiendo poco a poco en el tejido de su verso, rompiendo los viejos moldes inertes, acelerando los ritmos, ampliando el arco emotivo. La decisión de abandonar la enseñanza fue el primer paso crítico en el logro de una identidad propia del poeta, así como el nacimiento de los hijos, según ella describía, la había reivindicado como mujer. En los últimos poemas, el proceso se completaba: la poeta y los poemas se volvían una sola entidad. Lo escrito dependía de su voz del mismo modo que los niños dependían de su amor.

El otro elemento crucial de maduración poética fue el ejemplo de Life Studies (Estudios del natural) de Robert Lowell. Digo «el ejemplo» más que «la influencia» pues, aunque Sylvia había asistido a las clases de Lowell en la Universidad de Boston, junto con Anne Sexton y George Starbuck, nunca había adquirido ese estilo tan peculiarmente contagioso. En vez de estilo había tomado de él una libertad. Una vez le dijo a un entrevistador del British Council:

Estoy de lo más entusiasmada con lo que me parece un camino nuevo, abierto por, pongamos, los Estudios del natural de Robert Lowell; ese giro nuevo hacia la experiencia emotiva muy seria, muy personal, que en parte, creo yo, ha sido tabú. Me interesan mucho, por ejemplo, los poemas de Lowell sobre su experiencia en un hospital psiquiátrico. Pienso que la poesía estadounidense de los últimos tiempos ha explorado esos temas particularmente íntimos y prohibidos (…).

Lowell le proporcionó un ejemplo de la cualidad que más admiraba en la poesía y que ella misma tenía en abundancia: el coraje. A su modo, Estudios del natural es un libro tan valeroso y revolucionario como The Waste Land (La tierra baldía). Al fin y al cabo apareció en el apogeo de la estólida década de los cincuenta, la era del doctrinario New Criticism, de la falacia internacional y del elaborado y férreo dogma según el cual la poesía estaba absolutamente separada de la persona que la hacía. En su momento, Lowell —con su complejo simbolismo católico, su denso lenguaje isabelino-eliotiano y esa infalible destreza para imprimir a cada verso su ritmo individual— había sido el mimado de la escuela. Pero entonces, tras casi diez años de silencio, le volvió la espalda a todo eso. Desaparecieron los símbolos, el lenguaje se hizo más claro y coloquial, los temas se volvieron más intensa e insistentemente personales. Empezó a escribir como un hombre acechado por crisis nerviosas pobladas de fantasmas familiares, y escribía sin evasivas. Lo único que quedaba del ex joven maestro de complejidad alejandrina eran una destreza y una originalidad todavía irrebatibles. Aún con más fuerza que antes, era imposible evitar la tormentosa presencia del autor, pero ahora Lowell soltaba la voz de un modo que violaba los principios del New Criticism: había inmediatez en lugar de impersonalidad, vulnerabilidad en lugar de ironía exquisitamente dandificada.

De todo esto, Sylvia obtuvo, antes que nada, un vasto sentimiento de liberación. Era como si Lowell le hubiese abierto una puerta que hasta entonces ella había encontrado cerrada a cal y canto. En un momento crítico de su desarrollo ya no había ninguna necesidad de seguir presa de viejos hábitos poéticos que, si bien elegantes —o precisamente por eso—, ahora le resultaban intolerablemente restrictivos. «Hoy no puedo leer en voz alta ni uno de los poemas de mi primer libro, El coloso», le dijo al entrevistador del British Council. «No los escribí para leerlos en voz alta. De hecho, en el fondo de mi corazón me aburren». El coloso fue la culminación de su aprendizaje del oficio poético. Completó la formación que había empezado a los ocho años y continuado con los versos tensamente estilizados de sus días de universitaria, cuando cada poema parecía construido con los dientes rechinantes, palabra a palabra, como un mosaico. Ahora, aquello había quedado atrás. Sylvia era más madura que el estilo; sobre todo, era más madura que la persona que había escrito de aquel modo oblicuo y reticente. Una combinación de fuerzas, algunas elegidas deliberadamente, otras incontrolables, la habían llevado a un punto en que podía escribir como desde su verdadero centro sobre los impulsos que realmente la movían: destructivos, volátiles, exigentes, un mundo del todo diferente de lo que le habían enseñado a admirar. «¿Cuál —preguntó Coleridge— es la cumbre y el ideal de la mera asociación? El delirio». Durante años, Sylvia había parecido asentir: se había atenido a virtudes formales y a una compostura distante, desdeñosa de la autocompasión, de la autopropaganda y de la autoindulgencia de los beatniks. Ahora, en el momento justo, Estudios del natural venía a probar que se podía escribir sobre la violencia del yo con dominio, sutileza y una imaginación desapasionada pero desguarnecida.

Sospecho que por todo esto me había llevado los nuevos poemas a mí, aunque solo me conocía casi de vista. Ayudó el hecho de que yo hubiera reseñado El coloso con simpatía y conseguido que The Observer le publicase algo del trabajo más reciente. Pero más importante fue la introducción a mi antología The New Poetry (La nueva poesía), que había salido por Penguin la primavera anterior. En ese texto yo había atacado la nerviosa preferencia de los poetas británicos por el refinamiento sobre cualquier otro atributo, y sus rodeos ante las incómodas, destructivas verdades tanto de la vida interior como del presente. Al parecer, el ensayo decía algo que ella quería escuchar; hablaba de él con frecuencia y con aprobación, y la decepcionaba que no la hubiesen incluido entre los poetas del libro. (Más tarde se la incluyó, porque más que el de ningún otro poeta, su trabajo confirmaba mi argumento. Pero en la primera edición yo me había ceñido a los poetas británicos, con la sola excepción de dos estadounidenses de una generación anterior, Lowell y Berryman, quienes, según mi opinión, habían establecido el tono del período poseliotiano, en la posguerra). Quizás a ella le resultaba útil saber que alguien se estaba ocupando de manera crítica de lo que ella trataba de hacer. Y quizás la hacía sentir menos sola.