El dogma woke - Noelle Mering - E-Book

El dogma woke E-Book

Noelle Mering

0,0

Beschreibung

Desde hace años la sociedad y la cultura están divididas, y los principios que compartíamos han dejado de ser obvios. Ese colapso no es accidental: se ha planeado y documentado durante décadas, y adopta el nombre de ideología Woke. Este libro examina su historia, sus actores y su hoja de ruta, dejando al descubierto una ideología de ruptura de cariz fundamentalista, en abierta colisión con el cristianismo. El Woke, según su autora, erosiona la amistad entre sexos y razas, se encamina a la violencia y a la corrupción de la infancia, y sus defensores siempre logran salir ilesos. Los arquitectos de esta revolución saben, desde hace años, que la transformación de Occidente tenía que pasar por la desestabilización de las costumbres sociales, familiares y religiosas de la ciudadanía. El camino para descifrar esta ideología exige, por tanto, identificar y comprender sus principios operativos. Mientras que el movimiento Woke es una religión que propugna la división, el cristianismo es una restauración de la persona, de la familia y de la creencia, una alternativa para alcanzar una sociedad más armoniosa.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 336

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



NOELLE MERING

EL DOGMA WOKE

Una respuesta cristiana ante la ideología de moda

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Awake, not woke: a christian response to the cult of progressive ideology

© 2021 by TAN Books / St. Benedict Press

© 2023 de la edición española traducida por José María Sánchez Galera

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

www.rialp.com

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6548-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6549-8

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6550-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Al padre Paul Donlan, que ha sido un instrumento dócil, aunque realmente poderoso, del Espíritu Santo en mi vida.

Despierta, tú que permaneces dormido, y levántate de entre los muertos, y Cristo te mostrará la luz

Efesios 5:14

ÍNDICE

Reconocimientos

Introducción

Parte I.: Orígenes

1. Seréis como dioses

2. Camino a Fráncfort

3. Destino: América

Parte II.: Dogmas

4. El colectivo por encima de la persona

5. La voluntad por encima de la razón

6. El poder por encima de la autoridad

7. La multitud y la víctima

Parte III.: Adoctrinamiento

8. La revolución sexual

9. Control del pensamiento y de la palabra

10. Activismo docente

Parte IV.: Restauración

11. La persona

12. La familia

13. La Ciudad de Dios

Notas

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

Índice

Reconocimientos

Comenzar a leer

Notas

Reconocimientos

Estoy agradecida a tantos maravillosos amigos y familiares que han prestado apoyo para este libro a lo largo de su recorrido. Algunas almas generosas —como Carrie Gress, Alex Lessard, Jon Kirwan y Nancy Mering— han brindado una ayuda inconmensurable.

Los miembros de la familia Nicole y Ray Tittmann, e Irene y Phillip Cronin, han sido maravillosas cajas de resonancia y apoyo en todo momento.

Agradecimiento especial para el equipo de TAN Books, sobre todo, para Brian Kennelly y Conor Gallagher, por su aliento, profesionalidad y talento. Y para Wesley Marc Bancroft por un inspirado diseño de portada.

Estoy agradecida a quienes han publicado mis artículos, algunos de los cuales han acabado aquí de una manera parcial: Kevin Knight en National Catholic Register, Joy Pullmann en The Federalist, y Matthew Peterson en The American Mind.

Muy especialmente, a mi familia —mi heroico esposo, Adam, y nuestros queridos hijos Abby, Jack, Campion, Caroline, Vivienne y Vera—, quienes se han sacrificado y apoyado este empeño con una inmensa suma de amor y capacidad de adaptación.

Introducción

Se está librando una contienda por las palabras y por su significado. Es una batalla que atenaza a mi país, y que se escenifica de manera dramática cada primavera en un barrio de gente con posibles ubicado al oeste de Boston. Según una crónica publicada en TheNew York Times, la universidad privada Wellesley College celebra, al concluir el año escolar, una ceremonia de graduación durante la cual las estudiantes, el claustro académico y los invitados cantan juntos la patriótica y melódica America the Beautiful. Hace poco, cuando el auditorio llegaba al verso «Y corona tu bien con…», los padres e invitados proseguían cantando «hermandad» (brotherhood), palabra con la que originariamente se pretendía incluir también a las mujeres. Sin embargo, las alumnas y mujeres de Wellesley habían adoptado la costumbre, en pasadas décadas, de cantar gritando —abruptamente y en este momento— «sororidad» (sisterhood), para sofocar la palabra que sentían que las excluía y oprimía, y suplantarla con una apelación al reconocimiento. La periodista Ruth Padawer escribe: «Es uno de los momentos más potentes en una ceremonia de graduación; todos los años se sigue con vítores, aplausos y lágrimas, lo que evoca el torrente de solidaridad con las mujeres a lo largo del tiempo y la emoción de reclamar, en una de las canciones nacionales más famosas, que las mujeres importan —incluso si el mundo en el que están a punto de entrar no siempre está de acuerdo—».

Padawer continúa diciendo que, desde hace unos pocos años, algunas graduadas se han encargado de cambiar esa palabra una vez más, entiendo que «sororidad» (sisterhood), a pesar de tratarse de un cambio bien intencionado, sigue resultando excluyente. En su lugar, cantan «fraternidad» (siblinghood)1. Padawer prosigue: «Un puñado de hombres trans incluso eso lo encuentran insuficiente y, en ese instante, rugen la palabra que mejor los representa: “hermandad” (brotherhood), no como un sustitutivo sexista de la entera humanidad, sino como un llamamiento de una exigua minoría que lucha por adquirir reconocimiento».

En la descripción quizá más reveladora del evento, Padawer escribe: «En realidad, resulta difícil distinguir en medio de esa cacofonía cada una de las palabras que se van chillando una encima de la otra. Lo que está claro es que, sea cual sea la palabra que vocifere cada persona, es inmensamente significativa como proclamación de su propia existencia, a pesar de que apenas pueda distinguirse de lo que esté diciendo cualquier otro»2.

Aunque se trate de simple activismo en una ceremonia de fin de curso académico, este tipo de drama en Wellesley es un lugar común en una universidad que históricamente ha sido solo femenina. En una reciente fecha otoñal, una nueva estudiante comenzó a solicitar que se dirigieran a ella con pronombres masculinos, a pesar de que había presentado su solicitud como mujer y de que, de hecho, era una mujer. Ahora ella se identifica como «género queer de masculinidad media»3. Aquello no resultó particularmente impactante para sus compañeras, puesto que había otras estudiantes transgénero en el campus. A Timothy (como ella pedía que la llamaran) le brindaron fácilmente acomodo y reafirmación por parte de aquella cultura escolar de extrema izquierda. El problema surgió cuando Timothy decidió postularse para un puesto de liderazgo estudiantil como coordinadora de actividades multiculturales. La tarea consistía en promover una «cultura de la diversidad» dentro del campus. Las alumnas, aunque en general se comportaban con Timothy de manera amistosa, empezaron a objetar que ella, en tanto que «hombre blanco», no era representativa de la diversidad que requería semejante puesto. Las estudiantes coordinaron una campaña online para rechazar a Timothy, partiendo de la base de que, según se entendía, un «hombre blanco» como líder perpetuaría el patriarcado. Cuando le preguntaron a ella cómo se sentía, Timothy confesó que se sentía en conflicto. Creía que ella, en tanto que estudiante trans, era una minoría, pero también era consciente de que el patriarcado seguía vivo —y muy vivo—, y ella no quería ser parte de la perpetuación de la opresión.

La importancia del lenguaje en el pensamiento popular cabe exagerarse tanto como subestimarse. Hoy se considera que las palabras constituyen actos de violencia y, sin embargo, son lo suficientemente maleables para que las manipulemos al servicio de nuestra agenda ideológica preferida. De cualquier manera, son una especie de arma que amenaza con herirnos en nuestro nebuloso sentido del yo, o bien una especie de disparo o detonación revolucionaria, una proclamación de nuestra existencia contra un mundo que está en contra de nosotros. Cada uno de nosotros es gobernante de su propia realidad constitutiva: receloso pero necesitado; frágil pero de carácter colérico.

Un colapso en nuestra común comprensión de las palabras conduce a una sociedad sumida en el caos y la frustración, en inevitables errores de comunicación, y plagada de desconfianza. Nos volvemos suspicaces, desconfiados no solo de los demás, sino también de nosotros mismos y de nuestra capacidad para captar la realidad. En vez de ser un pueblo que puede equivocarse en su imperfecta lucha por un bien común armonioso, somos una cacofonía que grita desde una sima, en búsqueda de reconocimiento, y que se mueve por el mundo sin un destino.

En su libro En el principio era la sabiduría, Leon Kass escribe acerca del colapso del lenguaje compartido en la Torre de Babel: «Puesto que el idioma acredita también el mundo interior de los hablantes, compartir un idioma implica además una vida interior común, con palabras sencillas que transmiten con precisión las propias y mismas aspiraciones, pasiones y deseos de cada ser humano. Tener “un solo idioma” significa tener una sola mente y corazón en torno a las cosas más fundamentales»4.

Cuando nuestro lenguaje compartido se halla en apuros, no solo pierde su utilidad —eso que nos posibilita transmitir cuestiones básicas relativas a las realidades prácticas de la vida cotidiana—, sino también cualquier significado común y universal hacia el que puedan dirigirse nuestras vidas cotidianas y nuestras vidas interiores.

No hay que esforzarse demasiado para darse cuenta de que nuestra sociedad, en los términos actuales, está experimentando esta crisis de significado y de sentido. No solo en la manera de comunicar o en el contenido, sino también en cuanto a los fines e intenciones, pues el modo como los comprendamos es indicio y descripción del modo como comprendemos todo lo demás. De forma creciente, esta crisis no solo amenaza la relación entre cristianos y el sector secularizado de la sociedad, sino que quiebra a las comunidades cristianas desde dentro. La vida comunitaria cristiana depende de la vida interior de cada creyente. Al desorientar nuestra vida íntima, fracturamos de manera exponencial nuestra vida comunitaria.

No somos capaces de levantar ninguna torre —incluso en el caso de que no se tratara de una empresa altanera y condenada al fracaso—, porque estamos discutiendo qué es y cómo se coloca un ladrillo. Consideremos lo drásticamente que hemos alterado el significado y el uso de palabras sencillas como amor, odio, hombre, mujer y matrimonio. Consideremos cuál es el nuevo vocabulario que hemos introducido (anteayer) en nuestra psique cultural: expresiones y términos como privilegio blanco, interseccionalidad, cisgénero, heteronormatividad y posicionalidad. No se trata únicamente de que estos conceptos aparezcan una y otra vez por todas partes, sino que va en incremento la exigencia para que demos nuestra conformidad a su «adecuado manejo». Pues no solo están corrompidos los ladrillos; el propósito del proyecto queda completamente oculto.

Al respecto, George Orwell escribe:

Queda claro que la decadencia de un idioma ha de tener, en última instancia, causas políticas y económicas: no se debe simplemente a la mala influencia de tal o cual escritor en concreto. Pero un efecto puede convertirse en causa, reforzar la causa inicial y producir el mismo efecto de manera intensificada, y así indefinidamente. Un hombre puede darse a la bebida porque se siente un fracasado, y luego fracasar aún más y del todo porque bebe. Es más o menos lo mismo que le está sucediendo a la lengua inglesa. Se vuelve fea e imprecisa porque nuestros pensamientos son bobadas, pero el desaliño de nuestro idioma hace que nos resulte más fácil pensar bobadas. Lo relevante es que el proceso es reversible5.

En vez de una guerra cultural arisca, este libro es un intento de revolucionar el modo como observamos el mundo dentro de nosotros y a nuestro alrededor, así como el significado de que se imbuyen estas realidades. Una vez que dejamos de fijarnos en las palabras como si tuvieran el poder de revelar la realidad, se reducen a meros reflejos no de la realidad sino de nosotros mismos. En lugar de un puente de comunicación, las palabras nos sirven como si fuesen una escalera hacia ninguna parte, conforme se vuelven por completo ininteligibles.

Amor y verdad

Un damnificado de esta manipulación del lenguaje es el propio concepto de verdad. Hay una socorrida tendencia a confrontar entre sí verdad y amor. Aunque en principio se trate de una falsa dicotomía, es fácil imaginar todo tipo de ejemplos prácticos en los que una insípida reconvención como «es mejor ser amable que estar en lo cierto» puede ser de auténtico provecho. Cuando una mujer le pregunta a su marido por su aspecto, la verdad material puede ser que se la ve cansada, o envejecida, o que ha cogido algo de peso, o que lleva un color que no le sienta bien. Este tipo de cosas no hay que decirlas, y así, al eludirlas diciendo que está guapa, un marido está prefiriendo, en cierto modo, el amor a la verdad. Pero, de una manera más profunda, le está diciendo una verdad más completa: que su belleza no se limita a un examen físico o científico de sus rasgos corporales o a la estética de su atuendo, sino que, de una manera cierta, la propia belleza atañe a la totalidad de la persona. El espíritu o alma de una persona se manifiesta incluso en su aspecto físico: la sabiduría en sus ojos, la ligereza en su expresión, el cuerpo que porta las señales de la vida y el amor que comparte con el marido o la esposa.

La dicotomía que opone amor a verdad se aduce también a menudo para evitar o retrasar realidades difíciles, en un intento por ahorrar emociones a otras personas. Es fácil imaginar lo defendible que resulta este consejo en determinadas circunstancias. Incluso teniendo razón, un cristiano no debe ser un pedante quejumbroso que anda por ahí señalando errores en el modo de pensar y actuar de los demás. Conducirse así implicaría estar diciendo algo que es cierto, pero resultaría imprudente y carente de amor. Aún más, a una sociedad largamente acostumbrada a observar sombras en las paredes de la caverna hay que guiarla de forma gradual —pero con determinación— hacia la luz. San Pablo lo expresa con estas palabras: «Os di a beber leche, no alimento sólido, pues aún no estabais preparados» (1 Cor 3:2). La verdad debe equilibrarse con la prudencia y la caridad.

Si cualquiera de estos ejemplos fuese todo lo que se pretende decir mediante la admonición de que es mejor ser amable que estar en lo cierto, entonces sería un consejo excelente e incluso práctico. Pero la reconvención de censurar la áspera verdad, bajo el disfraz de la simpatía, ha ido mucho más allá de atemperar la reprimenda o salvaguardar un matrimonio. Más bien, lo que suele pretenderse es la completa eliminación de tales enseñanzas.

Lo que no se debe decir se convierte pronto en lo que no se puede decir, ya sea por la fuerza de la ley o por la demagogia de la corrección política. Bajo la apariencia de amor, la verdad pronto se abandona por completo. La debilidad de la mayoría de los cristianos de hoy no estriba en que seamos demasiado estridentes sino demasiado cobardes.

«El mundo moderno está poblado de antiguas virtudes cristianas que se han vuelto locas», escribió Chesterton. «Las virtudes se han vuelto locas, porque se han aislado unas de otras y vagan en solitario. De este modo, algunos científicos se preocupan por la verdad; y su verdad es despiadada. De este modo, a algunos humanitarios solo les preocupa la piedad; y su piedad —lamento decirlo— es a menudo un embuste»6. Aisladas unas de otras, cada virtud deja de ser incluso lo que es.

La palabra

A pesar de que ahora suele sojuzgarse la verdad —so pretexto de invocar a la compasión, o bajo la intimidación de la vergüenza social—, tal dicotomía no puede existir para el cristiano. Al quedarnos sin vocabulario moral, perdemos la capacidad de nombrar lo que nos hiere. Si consentimos con estas categorías que buscan oponer el amor a la verdad, los cristianos perdemos no solo la capacidad de comprender cómo hemos de vivir, sino también la capacidad de comprender para qué hemos de vivir.

La capacidad de decir la verdad está íntimamente ligada a nuestra libertad de vivir vidas repletas de sentido. Cuando a un estudiante que se ha portado mal lo llevan al despacho del director del colegio de mis hijos, a veces le piden que cuente la historia de Rumpelstiltskin, el enano saltarín de los hermanos Grimm. En esta historia, una princesa hace un trato desesperado con una criatura sin nombre que ha acudido en su ayuda. A cambio de parte de su poder mágico para hilar la paja convirtiéndola en oro, ella habrá de entregarle el primer niño que le nazca. Su única oportunidad de escapar de este pacto es descubrir el nombre de la criatura. Al contemplar esta historia, al estudiante se le enseña la lección de que debemos mirarnos con sinceridad a nosotros mismos y a la situación en que nos hallamos, y hemos de ponerle voz. Para liberarnos de cualquier cosa, tenemos que ponerle nombre. «Lo innombrable es mucho más aterrador que lo nombrable», dice Jordan Peterson7.

Este libro es un intento de poner nombre a lo que nos está envenenando. En este sentido, hemos de entender la historia, las premisas y las tácticas de la ideología woke8, que es fundamentalmente una ideología de ruptura. El vocablo woke se refiere a la actitud de permanecer en alerta y en rastreo de los vectores de opresión que hay diseminada dentro la sociedad. Si bien se originó específicamente con respecto al racismo, a partir de ahí se ha ido ensanchando para incluir todas las facetas de opresión social que comúnmente se consideran relacionadas con el género, la raza y la sexualidad. Los actos específicos de injusticia se utilizan en aras del objetivo más amplio de promover la ideología que interpreta toda interacción humana como una lucha de poder. El crecimiento del movimiento woke se mide mediante las fracturas que provoca. De hecho, es una ideología con características fundamentalistas, e incluso de secta religiosa que va directa a colisionar contra el cristianismo.

No solo es destructiva, sino incoherente. Es una guerra de palabras contra la Palabra. Es una revolución que coloca a la voluntad por encima de la razón, el grupo por encima de la persona, y el poder humano sobre una autoridad superior. Lo que se rechaza —la razón, la persona y la autoridad— son las tres características del propio Logos. El Logos es la mente de Dios, comunicada en la persona de Jesucristo, quien es el autor de todo y la autoridad por encima de todo. Ya sea de manera explícita o no, Él es el objetivo último de la revuelta woke.

Es una revuelta que se manifiesta de varias formas en cada época, y que san Juan conoció en su día. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios; todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1:1–3). «Y el Verbo se hizo carne». Dios, el Logos, la Palabra, el Verbo, es el ser mismo. Él es «Quien soy». Mientras que la naturaleza misma de Dios es ordenada, unitiva y generativa, el espíritu de este contramovimiento es, en su tuétano, la naturaleza misma del diablo: es caótico, siembra división, es estéril.

Si bien la ideología woke se presenta como una lucha benévola por la justicia, está lejos de serlo. Nos embelesa apelando a nuestra mejor naturaleza; a continuación, reemplaza los principios inteligibles por otros distorsionados, y da como resultado incoherencia y caos. ¿Y si, so pretexto de erradicar la intransigencia, la hemos atrincherado? ¿Y si, al procurar la coexistencia, nos hemos encastillado en tribus belicosas? ¿Y si, donde antaño hubo amistad cívica, hemos introducido resentimiento y división? ¿Y si, al socavar los cimientos de autoridad, nos hemos encarcelado a nosotros mismos en una interminable pelea por el poder?

Es fácil despachar lo woke como un movimiento marginal, periférico o extramuros, pero eso reflejaría cortedad de miras. Estamos llamados a comprometernos con el mundo en el que nos encontramos. Desechar un fenómeno que está en expansión, y que afecta y refleja a personas concretas, supone eludir esa obligación de comprometernos. La caridad exige que hagamos un auténtico esfuerzo por comprender —en vez de simplemente despreciar— a las personas que caen presas de esta ideología. Las personas buscan significado y sentido en sus vidas, y respuestas a cuestiones humanas tales como «por qué estamos aquí» y «de qué manera hemos de vivir». Si no les proporcionamos estas respuestas de una manera perentoria y sugerente, no se quedarán sin respuesta; se les darán respuestas a base de medias verdades distorsionadas que, si bien prometen soluciones reales, no las pueden aportar.

Nos afanamos en vano en el jactancioso empeño de erigir una torre utópica, desvinculados de los medios y de los fines. De la mano del caos moral que aspira a más libertad, nos enjaulamos en negociar consensos. En vez de una armonía de auténtica libertad hija de la disciplina, tenemos contratos hijos de la vulnerabilidad y la sospecha. «El socialismo no es solo la cuestión obrera … es, ante todo, la cuestión del ateísmo, la cuestión de la encarnación moderna del ateísmo, la cuestión de la torre de Babel construida deliberadamente sin Dios, no para llegar de la tierra al cielo, sino para bajar el cielo a la tierra»9.

La ideología woke se ha ido filtrando e instilando como un veneno en la médula y los tejidos de una serie de personas desprevenidas. Corrompe el cristianismo al convertirlo en una religión sin justicia, sin misericordia y, en última instancia, sin Cristo. Nos lo estamos jugando todo. Empecemos a ponerle nombre.

Parte I.Orígenes

1.Seréis como dioses

Dos amores construyeron dos ciudades; la ciudad terrena la construye, sin duda, el amor que, volcado hacia sí mismo, llega incluso a despreciar a Dios; la Ciudad Celestial la construye en realidad el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo10.

Cuando escribió La Ciudad de Dios, san Agustín sabía bien en qué consistía ser ciudadano en la Ciudad de los hombres. La suya fue una vida con luces y sombras, conoció un abismo de pecado y, mediante ese conocimiento, halló la inefable misericordia de un Salvador. Tras haberse uncido a las cadenas del pecado, su retorno a Dios contó con un definitivo impulso en el momento en que, sentado bajo una higuera, escuchó una voz infantil que decía: «Toma y lee». Abrió la Sagrada Escritura y leyó: «La noche está muy avanzada, el día se avecina. Desprendámonos, pues, de las obras de las tinieblas, y vistámonos con las armas de la luz» (Rom 13:12).

Nueve meses más tarde, se bautizó. Esto escribió sobre su conversión: «De repente, se me antojó desdeñable toda vana esperanza, y comencé a anhelar, con desconcertante ardor en mi corazón, una sabiduría que fuese inmortal»11. En torno a su vida y sus obras se ha estudiado, meditado y escrito durante siglos; no solo por su maestría literaria, sino debido a la persistente relevancia de los asuntos —profundamente humanos y palmariamente sobrenaturales— que aborda: el pecado, la lucha interior y la redención. No se trata de temas exclusivamente suyos, sino que atañen a la vida de cada persona atribulada, caída.

Con respecto a san Agustín, el pecado y la lucha interior, la celebridad woke —y pastora luterana— Nadia Bolz–Weber dice: «Cuando se trataba de sus ideas sobre el sexo y el género, él, a fin de cuentas, lo que estaba haciendo era soltar sus heces, y la Iglesia optó por encapsularlas en ámbar»12. En su último libro, Shameless (Sin vergüenza), Bolz–Weber aboga por una revolución sexual cristiana en lo concerniente al sexo, el género, el transexualismo y el feminismo. Según ella, el empeño por negar el placer sexual en cualquier circunstancia —excepto en las más extremas— es inútil, e incluso contrario a la voluntad de Dios.

En lo que respecta a Bolz–Weber, esta creencia cristalizó —o se encapsuló en ámbar—, cuando, tras haber dejado a un marido con el que había hallado insuficiente satisfacción sexual, comenzó a lograr con un antiguo novio el gratificante sexo que andaba buscando. No estaba ella debajo de una higuera, y no escuchó ninguna voz angelical, pero tuvo lo que ella describe como un nuevo despertar. «Fue como un exfoliante»13. Por medio de esta experiencia, se le hizo evidente que los cristianos necesitaban reconstruir la arquitectura moral en torno a la sexualidad. Bolz–Weber practica lo que predica; cuando su hijo de dieciséis años se le acercó para decirle que mantenía una relación con otro chico, ella le respondió lanzándole un paquete de condones.

Nadia Bolz–Weber podría parecer un ejemplo extremo de la influencia de la cultura woke en el cristianismo. Pero, si bien el número de cristianos que se cuentan en este tipo de ámbitos es escaso, el hecho de abrazar la hoja de ruta mundana políticamente correcta le ha proporcionado una base. Shameless es un éxito de ventas de The New York Times, y ha gozado de un esplendoroso respaldo por parte de una figura cristiana relativamente más convencional como era la difunta Rachel Held–Evans. El techo de su promoción extrema del cristianismo woke puede que sea bajo, pero tengamos en cuenta que hay un número creciente de mensajes igual de insidiosos que el suyo, y que se presentan con un envoltorio menos estridente; asimismo, en varias universidades católicas y protestantes se están infiltrando pulsiones de queja woke con una altísima frecuencia.

Gran parte del cristianismo woke se enmarca como una reacción a las lacras del cristianismo tradicional. Dicen que hay hipocresía, severidad y escándalo, y, a fin de cuentas, la solución podría consistir —según ellos— en convertirse, precisamente, en una fe definida por su reacción y rechazo a todo aquello; es decir, transformarse en un cristianismo más amable y simpático, pasando a ser un amigo del mundo y no un desafío al mundo.

Resulta innegable que demasiada gente durante demasiado tiempo se ha criado con un pálido y empobrecido testimonio de la riqueza del cristianismo. La realidad de las personas imperfectas —cuya fe es débil, su comprensión es limitada y su amor es pequeño—, en tanto que algo que acarrea escándalo para la fe, no resulta nada nuevo. De hecho, es algo que puede describirnos a muchos de nosotros en diferentes momentos. Podemos representar o encarnar un cristianismo engreído, severo u hostil, porque somos engreídos, severos u hostiles.

Asimismo, demasiada gente durante demasiado tiempo ha experimentado no solo una encarnación débil de la fe, sino perversa. Los abusos acontecen en cada uno de los segmentos de la sociedad, pero hay algo exponencialmente destructivo cuando se combina con un disfraz de cristianismo.

En todo caso, si hemos sufrido a causa de la infidelidad a Cristo, no vamos a resolverlo mediante un tipo diferente de infidelidad a Cristo. Más santidad, y no menos, es lo que se necesita. Una religión que, de manera tan estrecha, identifique la felicidad con la consecución del deseo no concebirá nada por lo que merezca la pena sufrir. Un cristianismo que aparta su mirada de la abundante presencia del pecado no sentirá la necesidad de una abundancia de gracia.

Mucho antes de ser el papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger abordó esta cuestión durante un discurso radiofónico en 1969:

El futuro de la Iglesia, una vez más y como siempre, volverá a configurarse de mano de los santos, es decir, de hombres cuyas mentes indagan con mayor hondura que las consignas del momento, que ven más de lo que ven los demás, porque sus vidas abarcan una realidad más amplia. El abandono de sí mismo —que libera a los hombres— solo se alcanza mediante la paciencia de los pequeños actos cotidianos de abnegación. Gracias a esta pasión diaria —que es la única que revela al hombre de cuántas maneras lo esclaviza su propio ego—, por medio de esta pasión diaria y solo mediante ella, los ojos del hombre se van abriendo poco a poco. Ve solo en la medida en que ha vivido y sufrido. Si hoy a duras penas somos capaces de tomar conciencia de Dios, se debe a que nos resulta muy fácil evadirnos de nosotros mismos, huir de las profundidades de nuestra existencia mediante el narcótico de uno u otro placer. Así, nuestras propias profundidades interiores permanecen cerradas para nosotros14.

Nos hemos vuelto ciegos a este enorme drama, ignorantes de nuestra pobreza espiritual. Desconocedores de qué es lo que necesitamos, nuestras soluciones se antojan meramente sentimentales. Y ahí estriba la fundamental incoherencia del cristianismo woke: al pretender ofrecer al mundo una pátina de compasión, le hurta a este mundo la misericordia. Nos convertimos, como decía el cardenal Francis George, en un mundo que lo permite todo y no perdona nada, un mundo que no solo carece de piedad, sino que tiene ausencia de Cristo.

La contienda que se libra dentro de cada uno de nosotros

Aunque resulta tentador constreñir la ideología woke a términos de política partidista, la crisis a que nos enfrentamos rebasa estos confines. Se trata de una disputa, una contienda espiritual y religiosa con orígenes que se remontan a una serpiente que estaba en un jardín embaucando a la primera mujer con estas palabras: «Seréis como dioses». Detrás de cada tentación de pecar se encuentra este argumento de venta: que podamos —comerciando nuestro bien supremo a cambio de varios bienes menores— lograr la autodeterminación, volvernos autónomos y poderosos. Una y otra vez, tanto la historia como nuestros afanes personales nos recuerdan que, al ceder a esta oferta, acabamos comprobando que es una mentira. En lugar de poderosos, autónomos y autodeterminados, nos volvemos pequeños, caóticos y esclavos del ego y las pulsiones. Nos hacemos débiles.

Esto es tan viejo como nuevo. Es una contienda de la que nadie puede escapar en esta vida. Pero algo ha variado en nuestra manera de entender esta pugna, y este cambio, que se halla desperdigado por todas partes, resulta clamoroso. Hemos dejado de pensar que valga la pena luchar esta pelea. Cada vez más, identificamos nuestro bien con nuestro deseo. Miramos con recelo las alusiones al pecado, al mal y al infierno. Son palabras que pertenecen a un mundo distante o un tiempo muy lejano, en caso de que signifiquen algo.

De manera creciente, nuestro concepto de Dios se va achicando, y acaba por convertirse en poco más que una extensión de nosotros mismos o un ser terapéutico que sirve para confortarnos y ratificarnos. «Es necesario que Él mengüe, y que nosotros nos agrandemos», es nuestro mantra moderno.

La virtud es bastante difícil de alcanzar, pero se vuelve imposible cuando deja de verse como una meta que merezca la pena perseguir. La liza por obrar el bien precede al cristianismo, y se halla —en su fórmula antigua más sintetizada— en los escritos de Aristóteles, quien dijo que ser un animal racional y vivir una vida plenamente humana consiste en obrar el bien de forma habitual. Tales hábitos disponen para apetecer y disfrutar del dominio de sí mismo y de la libertad que conlleva la virtud. Pero, mientras vivamos, siempre sentiremos el impulso de dejarnos llevar por la corriente.

San Pablo nos habla de esta contienda: «Mas contemplo otra ley en mis miembros que combate en contra de la ley de mi raciocinio, y me aprisiona en la ley del pecado que mora en mis miembros» (Rom 7:23). Sin embargo, nosotros hemos transmutado esta lucha interna para convertirla en externa. Alexander Solzhenitsyn fue un hombre que conoció las profundidades del mal, al resistir ocho años encarcelado en un campo de trabajos forzados por el delito de haber criticado el comunismo. Con todo, escribió en su célebre El archipiélago Gulag: «¡Ojalá todo fuera tan simple! Ojalá solo hubiera personas malvadas en un lugar concreto, perpetrando insidias y perversidades, y no hiciera falta otra cosa que separarlas del resto de nosotros y destruirlas. Pero la línea que divide el bien y el mal discurre a través del corazón de cada ser humano».

Dos ciudades

A pesar de que sus raíces e historia sean ateas, la ideología woke adquiere las formas y características de una religión fundamentalista. Tiene sus dogmas y anatemas. Reemplaza la lucha contra el pecado por actos de lucha reivindicativa. Su visión es mesiánica, sus dogmas incuestionables. Pero, en lugar de una meta situada en la eternidad, emplaza y administra la salvación y la condenación en este mundo. Al asimilar la cultura, asimila a los cristianos, pero de forma parasitaria. El cristianismo woke —si es que tal cosa puede decirse que exista— rechazará de manera completa e inevitable a Cristo, excepto en el mero nombre.

Se está preparando el escenario para un embate entre un dios ilusorio del yo y el único Dios verdadero. En principio, la ideología woke supone una encarnación moderna de la Ciudad de los hombres, y no porque sea una visión política errada, sino porque no permite ver nada más que la política. Suplanta cualquier visión de la ciudad eterna y, a cambio, reduce el mundo a una decrépita mansión con espejos, frontispicios y las brasas de una vieja chimenea.

Las dos ciudades carecen de una línea de demarcación visible; se van entremezclando a lo largo de esta vida. Cada ciudad —la de Dios y de los hombres— se constituye a base de doctrinas, dogmas, ritos, códigos y celo evangelizador. Los habitantes de cada una de estas ciudades pueden ser afables o crueles, y la ciudadanía puede desplazarse de una ciudad a otra y revertirse. Sin embargo, mientras que una de estas ciudades conduce a sus habitantes hacia la eternidad y la gloria de Dios, la otra no aspira a nada que no sean los bienes de este mundo y la gloria individual.

Por mucho que nos desentendamos de ella, la muerte no es una posibilidad, sino una etapa. Y las cuatro postrimerías —Muerte, Juicio, Cielo, Infierno—, que llegan cuando abrimos los ojos desde la otra orilla, no atañen a cuestiones de un momento sino de una eternidad.

Revolviéndose y retorciéndose contra esta esperanza de eterna beatitud, se encuentra la misma serpiente que anda suelta en este carnaval posterior al Edén. Se cree que las serpientes simbolizan muchas cosas, pero nuestra concepción de la naturaleza elemental de la serpiente se ha mantenido relativamente inalterada; es andrógina —tan fálica como femenina—, es artera y es voraz —puro intelecto y apetito—. De esta manera, las serpientes constituyen un símbolo de lo que C. S. Lewis denominaba «hombres sin pecho», criaturas que conocen el bien, pero que no sienten amor ni afecto por él, y, por el contrario, son marrulleras y se complacen en sí mismas.

Leon Kass, en su análisis del Génesis, dice que la serpiente es una «encarnación de la voz bífida y lisonjera de la razón humana autónoma que habla en contra de la inocencia y la obediencia, y que llega a nosotros como si proviniese de alguna fuerza atractiva exterior que nos susurra dudas al oído. Perpetra su fechoría racionalista, porque la retórica es la única arma de la serpiente»15.

En el jardín, y en cada una de nuestras vidas, la serpiente nos susurra que podemos ser como dioses. No se nos acerca pidiéndonos desde el primer momento que nos postremos y le rindamos culto, ni se granjea a Eva socavando explícitamente a Dios. En cambio, sugiere rebajar a Dios al nivel de un mero bien entre otros muchos, y, desde luego, no un bien que haya que preferir por encima de todos los demás. La serpiente es astuta.

Lewis espigó con sapiencia el significado y la importancia de los hombres con pecho. «Podría decirse incluso que, precisamente gracias a este elemento intermedio [el pecho], el hombre es hombre: pues por su intelecto es mero espíritu; y por su apetito, mero animal»16. Lewis explica que, por medio de la ejercitación de los afectos, nos complacemos en aquello que agrada a Dios, y desdeñamos lo que nos separa de Él. Es el pecho —el corazón— lo que proporciona el tejido conector entre los otros dos órganos de la mente y el estómago —la razón y el apetito—, y nos capacita no solo para conocer el bien, sino también para desearlo. A esto se refiere el cuento infantil ilustrado Madeline (1939), con aquel sencillo verso en el que los niños sonreían a los buenos y fruncían el ceño a los malos, no como una postura, sino debido a una auténtica y ordenada armonía del alma que ha llegado a ver el bien y desearlo.

Una crisis de significado

A este corazón del hombre no cabe saciarlo con cuanto pueda ofrecer la ideología. Ian Corbin —que es profesor de universidad— escribió acerca de un encuentro esperanzador, aunque anecdótico, que mantuvo charlando con dos estudiantes de último año de carrera. Uno era varón; la otra era mujer. Ambos activistas progresistas, y ninguno de ellos era blanco.

Compartían una frustración concreta y particular, quizá lo contrario de lo que cabría pensarse. Ambos decían que se habían sentido constreñidos durante su comparecencia ante la junta de habilitación profesional, a causa de ciertas normas de expresión y pensamiento, sobre todo, en lo tocante a asuntos como género, relaciones, raza, etc. Ambos se sintieron presionados a adoptar determinadas certidumbres progresistas que solapaban las auténticas hechuras de una vida humana real. Ambos asumieron que aquello se debía a algunas particularidades muy extrañas de sus propias vidas: por ejemplo, un deseo idiosincrático de encontrar un marido y criar hijos; una desconcertante experiencia de mujeres y hombres como seres diferentes entre sí, en una serie de formas que podrían resultar relevantes para la conducta de las relaciones románticas17.

Hay ideólogos auténticos, fieles a los dogmas woke. Pero también hay un subconjunto de personas —un subconjunto silencioso, aunque no pequeño, desde luego— que repiten un guion con la boca pequeña, ya que se ven atraídos quedamente —porque así lo deciden y desean— hacia la posibilidad de hallar un significado profundo y la esperanza de que, en cierto modo, se cumpla un anhelo no identificado. Repetir como un papagayo todas las consignas políticamente correctas de indignación woke contra todo lo antiguo acaba resultando tedioso y feble. Todo nos aburre, y acabamos cayendo en la dependencia de nuestro resentimiento, en tanto que única emoción a la que podemos acceder. Inmersos en un carnaval de placeres, carecemos de una arquitectura de significados. Son aguas someras, pero demasiado turbulentas para vadearlas. Las pasiones son lacerantes y agotadoras. Puesto que no sabemos padecer con entereza, padezcamos a gritos. Nos estamos ahogando en un vaso de agua, en vez de aprender a nadar en los océanos.

En referencia a esta cuestión, Viktor Frankl contrastó la escasez de neurosis y pensamientos suicidas entre los prisioneros de Auschwitz, con el creciente fenómeno de pensamientos suicidas por parte de los adolescentes que vivían de manera confortable en la Austria de 1979. «Vivimos en un tipo de sociedad —ya sea en términos de sociedad opulenta, o en términos de estado de bienestar— que busca satisfacer y gratificar todas y cada una de las necesidades humanas. Salvo una necesidad, la más básica y fundamental … la necesidad de sentido y significado»18. El sufrimiento está íntimamente sujeto al significado. La gratificación en serie está íntimamente ligada a la desesperación.

La supresión del significado es la forma más profunda de opresión y esclavitud que los seres humanos pueden imponerse unos a otros. En cambio, el miedo a la represión de nuestros deseos, por parte de un Dios exigente, poco tiene que ver con la experiencia vivida de profunda amistad con Cristo. Es esta amistad lo que permitió a San Maximiliano Kolbe entregar su vida libremente y con alegría en beneficio de otro prisionero de Auschwitz. Es esta amistad lo que capacitó al cardenal Văn Thuận —encarcelado en régimen de aislamiento por el régimen comunista— para ver su prisión como su catedral y llevar a sus guardias a la tesitura de su conversión a la fe. Es esta amistad la que resulta profundamente liberadora, no con la nimia libertad del libertinaje, sino con la auténtica libertad de una familia eterna.

Si bien la cultura woke es, en muchos aspectos, hija de una época decadente, siempre puede darse el caso —y desde 2020 así se nos presenta la repentina realidad— de que las engañifas de la decadencia se disipen mediante guerras, pandemias, revueltas o desastres naturales. Algo se colará en el hueco que se deje vacío, ya sea un hondo renacer religioso de sentido y significado, o algo más siniestro oculto bajo el disfraz de ser una solución. La tensión entre esas dos opciones es una batalla que se libra tanto dentro de las sociedades como en el corazón de cada persona.

La promesa de que podemos desvincularnos del Todopoderoso y no tener amo ha sido refutada una y otra vez, pero aun así se siembra y cosecha en sucesivas generaciones. Y lo woke constituye la reiteración que corresponde a nuestros días. Tal como dijo Bob Dylan, «vas a tener que servir a alguien». En la Ciudad de los hombres, en ausencia de una verdadera autoridad, un amo tiránico siempre se alzará para adueñarse del poder.