El dulce sabor de la revancha - Maya Blake - E-Book

El dulce sabor de la revancha E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

Él buscaba venganza, ella… la libertad. Theo llegó a Brasil con un único deseo: aniquilar al hombre que le había destrozado la vida. Además, cuando el orgulloso griego vio a la impresionante hija de su enemigo, supo que la victoria sería mucho más dulce con ella en la cama. Inez anhelaba escapar de la sombra de su padre y cumplir sus sueños, no que la chantajearan para que fuese la amante de alguien. Sin embargo, la línea entre al amor y el odio era muy difusa y Theo despertó un deseo en ella que nunca habría podido prever.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Maya Blake

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El dulce sabor de la revancha, n.º 2374 - marzo 2015

Título original: What the Greek Wants Most

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5777-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

 

A Suzanne Clarke, mi editora, por su perspicacia y su apoyo siempre incondicionales y esclarecedores.

Capítulo 1

 

Theo Pantelides frenó el Aston Martin negro delante del Grand Río Hotel. Llegaba tarde a la gala para recaudar fondos por culpa de otra llamada de su hermano Ari. La noche era pegajosa en Río de Janeiro. Se bajó y le entregó las llaves al aparcacoches, pero la sonrisa fue disipándose a medida que entraba en el deslumbrante hotel de cinco estrellas que sus anfitriones habían elegido para proyectar una idea falsa que lo engañara. Decidió seguir el juego por el momento. El momento adecuado para acabar con ese juego se presentaría solo, y pronto.

Una rubia elegantemente vestida y subida a unos tacones de vértigo se le acercó con una sonrisa muy femenina y elocuente.

–Buenas noches, señor Pantelides. Nos honra que haya podido venir.

–Faltaría más. Como invitado de honor, habría sido una desconsideración no venir, ¿no?

–Claro… –ella se rio–. La mayoría de los invitados ya ha llegado. Si necesita cualquier cosa, me llamo Carolina –añadió ella insinuantemente.

–Obrigado –replicó él en un portugués perfecto.

Había dedicado mucho tiempo a aprender el idioma, como había dedicado mucho tiempo a preparar los acontecimientos que iban a culminar muy pronto. Según lo planeado, no había posibilidad de fracaso. Iba a dirigirse hacia la puerta del salón de baile cuando se detuvo.

–Ha dicho que ya ha llegado la mayoría de los invitados, ¿sabe si ya está Benedicto da Costa y su familia?

La sonrisa de la rubia vaciló un poco y él supo por qué. La familia da Costa tenía cierta reputación, y Benedicto, en concreto, metía el miedo en el cuerpo de los hombres normales. Afortunadamente, él no era un hombre normal.

–Sí, toda la familia llegó hace media hora –contestó la rubia.

–Gracias, ha sido muy amable –replicó Theo con esa sonrisa que ocultaba las emociones que bullían dentro de él.

Estaba impaciente, como le pasaba siempre desde que supo que Benedicto da Costa era el hombre que buscaba. Llegar a saberlo había sido largo y complicado, pero era muy meticuloso. Por eso era el detector de problemas y el asesor de riesgos de Pantelides Inc., la empresa multinacional de la familia. No creía en el destino, pero tampoco podía olvidar que su profesión lo había llevado a Río y al hombre que, hacía doce años, había hecho añicos lo que quedaba de su maltrecha infancia. Todos sus instintos lo apremiaban para que se deshiciera de la capa de sofisticación y urbanidad y reclamara venganza en ese momento y lugar. Sin embargo, se acordó de la llamada de su hermano. Ari empezaba a sospechar de los motivos que tenía para seguir en Río. Aun así, ni Ari ni Sakis, sus hermanos mayores, se atreverían a detenerlo. Era dueño de su destino, aunque eso no significaba que Ari no intentara disuadirlo si sabía lo que estaba pasando. Su hermano mayor se tomaba muy en serio el papel de patriarca de la familia. Al fin y al cabo, había tenido que adoptarlo cuando la unidad familiar saltó por los aires después de que su padre los traicionara de la peor forma posible. Theo solo podía dar gracias a Dios porque Ari estaba provisionalmente distraído por la felicidad que había encontrado con su prometida, Perla, y la llegada de su hijo. No podría detenerlo, pero Ari era Ari. Dejó de pensar en su familia mientras se acercaba al salón de baile, tomó aliento e intentó relajarse.

Ella fue lo primero que vio cuando entró, y comprendió qué era lo que se había propuesto. La etiqueta para ese acto era solo blanco y negro, pero ella llevaba un vestido rojo que se ceñía provocativamente a su cuerpo. Era Inez da Costa, la hija menor de Benedicto, de veinticuatro años, seductora… Tuvo que contener el aliento al seguir con la mirada la curva de sus pechos, la delicada cintura y la redondez de sus caderas. Conocía al dedillo todos y cada uno de los datos de esa familia, e Inez da Costa no era mejor que su padre y su hermano, pero ella usaba su cuerpo y ellos empleaban la fuerza bruta, el soborno y los sicarios. No le extrañaba que otros hombres cayeran rendidos por esa figura voluptuosa, y ella la aprovechaba en beneficio propio. Clavó la mirada en sus caderas hasta que ella se movió para seguir una conversación como la consumada mundana de la alta sociedad que era. Se dio la vuelta para hablar con otro invitado y le mostró la curva de su trasero. Él soltó una maldición para sus adentros al notar la reacción de sus entrañas. Hacía tiempo que no tenía una aventura física, pero ese no era el momento para que se lo recordaran, ni ella era la mujer que elegiría.

Resopló para recuperar el equilibrio y empezó a bajar las escaleras con la certeza de que estaba donde tenía que estar. Si el desmedido afán por los excesos de Pietro da Costa no lo hubiese llevado a encargar uno de los superyates de Pantelides, que no podía permitirse, él no habría ido a Río hacía tres años para interesarse por la situación económica de los da Costa. No habría conocido la documentación financiera, cuidadosamente escondida, que se remontaba quince años atrás y llevaba directamente a Atenas y a las turbias actividades de su padre. No habría indagado más hasta descubrir las consecuencias de esas actividades para su familia y para él. Los recuerdos amenazaron con alterarlo hasta que perdiera el dominio de sí mismo, pero ya no era ese niño asustadizo que no podía ahuyentar los miedos y las pesadillas que lo perseguían. Había aprendido a aceptarlos y los había vencido, pero eso no quería decir que no estuviese decidido a que quienes le hicieron pasar por eso no fuesen a pagarlo con creces.

Dirigió la mirada hacia el rincón donde los mandamases de Río departían con Benedicto y su hijo y pensó en la estrategia. Pese al exterior refinado que intentaba transmitir con el traje hecho a medida y el pelo muy corto, el rostro anguloso y los ojos de reptil de Benedicto irradiaban una crueldad que todos captaban instintivamente. Además, él sabía que podía serlo hasta límites extremos cuando lo necesitaba. Amenazaba cuando no bastaban las buenas maneras y, por ejemplo, la mitad de las personas que estaban en esa habitación habían asistido a la recaudación de fondos para no disgustar a Benedicto. Hacía cinco años, dejó claro que tenía aspiraciones políticas y, desde entonces, había estado allanando el camino hacia el poder por los medios más repulsivos, los mismos medios que su propio padre había empleado para llevar la vergüenza y la devastación a su familia. Tomó una copa de champán, dio un sorbo y avanzó intercambiando cortesías con ministros y autoridades deseosos de ganarse el favor de los Pantelides, pero se dio cuenta de que Benedicto y Pietro lo habían visto porque se pusieron muy rectos con una sonrisa más amplia todavía. Él no sonrió, les dio la espalda y se dirigió hacía la hija, quien estaba hablando con Alfonso Delgado, el filántropo y millonario brasileño que era su última presa.

–Alfonso, si quieres que celebre una gala para ti, solo tienes que decirlo. Mi madre podía celebrarlas con los ojos cerrados y me han dicho que he heredado ese talento. ¿Acaso dudas de mis talentos?

Ella ladeó la cabeza con un gesto coqueto y Alfonso sonrió con una expresión que se parecía a la adoración. Él reprimió una mueca de repulsión y dio otro sorbo de champán.

–Nadie dudaría de tu talento. ¿Podríamos comentarlo cenando una noche de esta semana?

La sonrisa que dibujaron sus labios carnosos volvió a provocar la reacción de sus entrañas.

–Claro, me encantaría. También podemos comentar la promesa que hiciste de financiar la campaña de mi padre…

Theo se acercó y se metió entre los dos. Alfonso lo miró y su sonrisa dejó de ser seductora para convertirse en amistosa.

–Amigo, no sabía que hubieses vuelto a mi país. Al parecer, no podemos deshacernos de ti.

–Ni una manada de caballos salvajes podría alejarme de lo que tengo que conseguir en Río –replicó él sin mirar a la tentadora mujer.

Alfonso se giró al oír que alguien se aclaraba la garganta. Volvió a adoptar el aire de play boy y esbozó una sonrisa como si quisiera disculparse. Él lo conocía desde hacía diez años y siempre había tenido debilidad por las morenas con curvas, e Inez da Costa tenía unas curvas más que peligrosas. Su amigo se arriesgaba mucho al ser una presa fácil para los da Costa.

–Perdona, querida. Permíteme que te presente a…

Theo lo agarró del hombro para silenciarlo.

–Puedo presentarme yo solo. En estos momentos, creo que te necesitan en otro sitio.

–¿En otro sitio? –preguntó Alfonso con desconcierto.

Theo se inclinó para susurrarle algo al oído. Alfonso apretó los dientes con rabia y asombro antes de recuperar la compostura. Miró a la mujer que tenía al lado y volvió a mirar a Theo.

–Creo que te debo una, amigo –dijo tendiéndole la mano.

–No te preocupes –replicó Theo estrechándosela–. Hasta la próxima.

Inez de Costa dejó escapar un gemido de incredulidad cuando Alfonso se alejó sin mirarla. Él sintió un arrebato de satisfacción mientras observaba a su amigo, que se dirigía hacia la puerta. Luego, echó una ojeada por la habitación y vio que Pietro da Costa miraba a su hermana con el ceño fruncido. Él dio otro sorbo de champán antes de dirigir la atención hacia Inez da Costa, quien lo miró con la rabia reflejada en los enormes ojos marrones.

–¿Puede saberse quién es usted y qué le ha dicho a Alfonso?

Capítulo 2

 

A Theo no le gustaba que su investigación no hubiese sido exhaustiva al cien por cien. Había vigilado a Inez da Costa desde lejos porque, hasta hacía poco, había considerado que su interés era escaso. No había sabido cuál era su papel en la organización de su padre hasta hacía unos días, pero, aun así, debería haber adivinado su poder. En ese momento, cuando estaba viendo por primera vez la que estaba resultando ser la pieza clave en la siniestra maquinaria de su enemigo, sintió una oleada tan ardiente que tuvo que tomar aliento. De cerca, el rostro ovalado de Inez da Costa era impresionante, tenía la piel sedosa y llevaba un maquillaje impecable que resaltaba esa mirada de cervatillo receloso. Su nariz se elevaba con un aire de enojo y tenía los carnosos labios separados mientras respiraba con rabia. Las fotos de su dossier no le hacían justicia. Ese cuerpo recubierto de seda roja hacía que sus sentidos se alteraran como no lo hacían desde hacía mucho tiempo.

–Le he hecho una pregunta –insistió ella en un tono sensual–. ¿Por qué está marchándose uno de mis invitados?

–Le dije que tenía que alejarse de usted si no quería encontrarse con una soga alrededor del cuello antes de que se diese cuenta.

–¿Cómo dice…? –preguntó ella boquiabierta y mostrando unos dientes perfectos.

–Cuidado, anjo, puede montar una escena y a papá no le gustaría que su festejo se estropeara por una discusión, ¿verdad?

Ella lo miró tan fija y penetrantemente que él no pudo desviar la mirada. Aunque quizá fuese porque, a pesar de lo desafiante de su mirada, él había captado cierta vulnerabilidad.

–No sé quién se cree que es, pero es posible que necesite aprender a comportarse en sociedad. No se insulta intencionadamente a la anfitriona ni…

–Mi intención era muy sencilla. Quería librarme de un competidor.

–¿Un competidor?

–Sí. Una vez que Alfonso se ha marchado, la tengo toda para mí. En cuanto a quién soy, me llamo Theo Pantelides y soy su invitado de honor. Es posible que tenga que aprender que la anfitriona debería saber quiénes son sus invitados más importantes.

–¿Usted es Theo Pantelides…? –preguntó ella ligeramente boquiabierta.

–Sí, y le propongo que sea amable conmigo. Que un invitado destacado se marche antes de la cena podría ser excusable, aunque no mucho, pero si se marchan dos, la gente no lo entenderá. Ahora, sonría y tome mi brazo.

 

 

Inez se tambaleó. Theo Pantelides… Era el hombre del que le habían hablado su padre y Pietro, el hombre que iba a hacerse con la mayoría de las acciones de Da Costa Holdings hasta después de las elecciones, el hombre que, según Pietro, era un malnacido arrogante y, efectivamente, era arrogante. En cuanto a que fuese un malnacido, tendría que confirmarlo, pero todo indicaba que también lo era. Lo que no sabía era que el hombre del que hablaban con tanto desprecio iba a ser tan… impresionante.

–Creía que era mayor –comentó ella antes de que pudiera evitarlo.

–¿Y no tan joven, viril e increíblemente atractivo?

Esa confianza en sí mismo, tan irritante como justificada, la dejó atónita. El pelo moreno y tupido, los ojos color avellana, los pómulos prominentes y la mandíbula cuadrada eran habituales entre la alta sociedad que frecuentaba estimulada por su padre y su hermano. Sin embargo, esa combinación, en ese hombre, se elevaba hasta un punto de magnetismo que reclamaba toda la atención, y la conseguía. Sus amplios hombros y su actitud transmitían que su interior era tan implacable que nadie sería tan necio como para desafiarlo. Aun así, ese peligro que ella podía percibir le parecía… irresistible. Él dio otro sorbo de champán y ella no pudo evitar fijarse en el hoyuelo de la barbilla y en el cuello que parecía hecho de bronce. Contuvo el aliento al ver la nuez moverse, pero retrocedió al darse cuenta de que había cerrado los puños para no acariciársela. Intentó acordarse de la indignación hacia ese desconocido. Detestaba su papel en el acto de esa noche, que consistía en pedir fondos para la campaña como si fuesen para una obra benéfica, pero no podía permitir que se le escaparan las oportunidades, como había acordado con su padre. Dentro de seis semanas, quedaría libre para cumplir sus sueños. Libre de su padre y de esos espantosos rumores que habían sido parte de su infancia, y que desolaban a su madre cuando creía que no la veían.

Tenía que concentrarse y no pensar en la barba incipiente de ese desconocido sobre su piel.

–¿Que sea amable después de que ha interrumpido mi conversación y de que mi invitado se haya marchado sin despedirse siquiera?

–Piénselo un minuto. ¿Realmente quiere a un hombre que la abandona solo por un par de palabras susurradas al oído?

El momentáneo extravío de sus sentidos dejó paso a la rabia más profunda.

–Que le susurrara esas palabras en vez de dejarme oírlas hace que dude de lo seguro que está de su hombría.

Ella estaba acostumbrada a ser el objetivo de bromas masculinas. Pietro y su padre se habían burlado de sus ambiciones profesionales hasta que un día hizo el equipaje y los amenazó con marcharse de casa para siempre. Sin embargo, se quedó asombrada cuando ese hombre se rio, pero más asombrada se quedó cuando un cosquilleo desconocido brotó de su vientre y se extendió por todo su cuerpo al ver sus dientes y el brillo burlón de sus ojos.

–¿He dicho algo gracioso?

–Sí. Habían dudado de muchas cosas mías, pero nunca de mi hombría.

La carrera política que tanto anhelaba su padre producía hombres que podían fingir seguridad en sí mismos hasta parecer ridículos, pero ese hombre irradiaba poder y seguridad con tanta naturalidad que parecían consustanciales a él. Si a eso se le añadía ese peligroso magnetismo que ella percibía, Theo Pantelides se convertía en absolutamente letal.

Oyó que el maestro de ceremonias anunciaba que la recaudación de fondos que ella había organizado, el trampolín para su libertad, estaba a punto de empezar, y vio que Pietro y su padre se acercaban por detrás de ese hombre. Su padre querría saber qué le había pasado a Alfonso. El empresario brasileño había prometido celebrar un partido de polo en su enorme rancho y ella tenía que haber conseguido que esa noche confirmara la fecha y una donación para la campaña. Una victoria que necesitaba y que ese hombre había frustrado. La rabia se reavivó.

–Eso puede solucionarse fácilmente, Inez –le susurró él al oído con una voz seductora.

Oír el nombre que su madre, medio estadounidense, le había dado con tanto cariño, hizo que perdiera un instante el sentido de la realidad, algo que empeoró cuando su cálido aliento le acarició el cuello. Consiguió sofocar un estremecimiento y se concentró otra vez.

–No diga mi nombre de pila. Es más, no me hable. Márchese.

Inez sabía que estaba comportándose como una niña y que tenía que recomponerse para encontrar una solución a una situación que quince minutos antes estaba resuelta. Miró a su padre y su hermano y sintió la punzada de dolor que siempre llevaba en el pecho. Durante mucho tiempo, había anhelado tener una relación con ellos, sobre todo, desde que su madre desapareció cruelmente de su vida cuando se cayó de un caballo una semana antes de que ella cumpliera dieciocho años. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que estaba sola en el dolor por la pérdida de la madre que lo había sido todo para ella. Pietro no tuvo tiempo de llorarla antes de que su padre iniciara su campaña de lavado de cara. Benedicto, por su parte, no había terminado de enterrar a su esposa cuando retomó su implacable carrera por el poder político. Constantine Blanco, el único hombre que había creído que era respetable, había resultado ser tan despiadado y ávido de poder como los hombres de su familia, pero había sido una lección que había aprendido bien.

–Observo que los rumores eran falsos –comentó el imponente hombre que tenía delante.

Se tragó la amargura que se había adueñado de ella al pensar en lo que había permitido que pasara con Constantine, en lo bajo que había caído por la necesidad de amor.

–¿Qué rumores? –preguntó ella con una despreocupación que no sentía.

–Los que decían que todos sus parpadeos derrochaban encanto y elegancia. En este momento, solo puedo ver que quiere despellejarme con sus garras.

–Entonces, aléjese de mí. No me gustaría desfigurar su rostro increíblemente atractivo.

Se apartó de su magnética presencia y se dirigió hacia las mesas con cubertería de plata y una cristalería exquisita. La cena, a veinte mil dólares el cubierto, era, en apariencia, para recaudar dinero para los niños de las favelas, una causa que ella apoyaba con todo su corazón. Sin embargo, estaba manchada por tiburones ávidos de poder, amenazas veladas para garantizar votos y… sinvergüenzas increíblemente atractivos que conseguían que tuviera que contener la respiración de una manera aterradoramente excitante. Todas las mesas estaban dispuestas para ocho personas, y su padre se había empeñado en que la de ellos estuviera en el centro, donde todos tuvieran que verlos. Con la inesperada marcha de Alfonso, su silla vacía sería muy evidente e incómoda. Tenía que sentar a alguien a esa mesa, solo tenía que decidir a quién…

–Senhorita, por mucho que mire la silla vacía, su invitado no reaparecerá de repente.

Ella se estremeció, pero su silla y la que tenía el nombre de Alfonso se retiraron antes de que pudiera encontrar una réplica suficientemente cortante.

–¿Qué hace? –preguntó ella acaloradamente y en voz baja.

Inez siguió con los ojos en la mesa para no mirar a esos ojos color avellana. Tenían algo que hacía que se sintiera como si fuese la presa y él el depredador.

–Estoy salvándole el pellejo. Ahora, sonría y siga el juego.

–No soy una marioneta. No sonrío cuando me lo ordenan.

–Inténtelo si no quiere pasarse el resto de la velada sentada al lado de ese problema del que nadie quiere hablar.

Su voz transmitió algo que hizo que se olvidara de su intención de no mirarlo a los ojos. Algo… singular. Sus ojos colisionaron y volvió a sentirse su presa.

–Ha creado una situación y ahora pretende arreglarla. ¿Por qué no dice lo que quiere de una vez?

Una sombra le recorrió el rostro, pero se disipó antes de que ella pudiera descifrarla. Sin embargo, fuera lo que fuese, todos sus sentidos se pusieron alerta.

–Solo quiero reconducir un poco la situación. Además, por mucho que intente disimularlo, sé que lo que he hecho le angustia. Permítame repararlo.

Él le indicó su silla. Ella miró fugazmente alrededor y vio que estaban llamando la atención. No podía hacer nada si no quería montar una escena. Intentó esbozar una sonrisa y se sentó justo antes de que Theo Pantelides también se sentara. Él fue a tomar la copa de champán mientras ella tomaba la de agua y daba un respingo al rozarse las manos.

–Relájese. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

–Le aseguro que lo peor ya ha pasado.

Inez no había querido ver la verdad durante mucho tiempo, que su padre ya tenía heredero y ella era un recambio inútil. Sintió un arrebato de tristeza y la rabia le atenazó la garganta.

–Anímese, no es el momento de desmoronarse. Hágame caso, Delgado es un buen amigo, pero es muy voluble.

–Ya han jugado mucho conmigo y sé que esta noche no ha venido por mí. Senhor, hágame un favor y dígame claramente qué quiere –susurró ella en tono tajante.

Inez notó que el corazón se le había acelerado y que las manos le temblaban por unas emociones que no podía definir.

–Para empezar, no me llame senhor. Si quiere dirigirse a mí, llámeme Theo.

–Lo llamaré como me parezca adecuado, señor Pantelides. Además, observo que, una vez más, ha evitado contestarme.

–No, he evitado seguir tus órdenes. Deberían enseñarte a tener un poco de paciencia, anjo.

–¿Pretende enseñármela usted? –preguntó ella arqueando una ceja.

Él volvió a esbozar esa sonrisa devastadora y el corazón se le desbocó. ¿Qué estaba pasando?

–Solo si me lo pides con amabilidad.

Ella estaba buscando una réplica cortante cuando su padre y los demás invitados llegaron a la mesa. La miró con los ojos entrecerrados antes de mirar a Theo.

–Señor Pantelides, había esperado contar con unos minutos de su tiempo antes de que la velada empezase –comentó su padre mientras se sentaba enfrente de ellos.

Inez tuvo la sensación de que el hombre que tenía al lado se ponía un poco rígido, pero lo miró y su rostro no le indicó qué sentía de verdad.

–No me importa mezclar el trabajo con el placer, pero no quiero mezclarlo con el sufrimiento de los pobres. Primero están los niños de las favelas y luego nos ocuparemos de los negocios.

El ambiente se hizo gélido. La esposa del secretario de Estado contuvo el aliento y palideció. Pietro, quien acababa de llegar mientras Theo replicaba, agarró el respaldo de su silla con un gesto de furia. Su padre lo miró y él se sentó con los puños cerrados.

–Naturalmente –Benedicto sonrió a Theo–. Es una causa muy querida para mí. Mi propia madre se crio en una favela.

–Como usted, ¿no? –preguntó Theo en tono aterciopelado.

–Se equivoca, señor Pantelides. Mi madre consiguió escapar de su destino, al revés que la mayoría de su familia, y prosperó antes de tenerme, pero yo heredé su espíritu de lucha y su decisión para hacer todo lo que pueda a favor de ese sitio desolador que fue su hogar.

–Entonces, me han informado mal –replicó Theo en un tono que daba a entender lo contrario.

–Le aseguro que esa información equivocada no es nada en comparación con las maniobras de mis oponentes políticos. Además, siempre he oído decir que solo un necio se cree todo lo que lee en los periódicos.

–Y yo le aseguro que sé muy bien hasta dónde pueden llegar los periódicos para conseguir un titular –replicó Theo con una sonrisa muy elocuente.

–Al parecer, hemos perdido a Alfonso. ¿Te importaría explicarme su ausencia, Inez? –le preguntó Pietro para cambiar de conversación.