El eje del mundo - Gregorio Luri - E-Book

El eje del mundo E-Book

Gregorio Luri

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Beschreibung

Como señalara Hernán Cortés, hubo un tiempo en que los españoles tenían a su alcance todo lo posible. Y lo posible en el siglo XVI no tenía nada que se le equiparase.  Pocas veces ha habido una época más rica que el Siglo de Oro español. El esplendor intelectual, la exuberancia vital, política, científica y mística fueron tan abundantes que tienden a caer en el olvido, más allá de nombres inevitables como Cervantes y Calderón, Lope y Góngora, fray Luis de León y Teresa de Ávila, por citar a unos pocos y traicionar a unos cientos. Se diría que un periodo tan deslumbrante es inabarcable. Consciente de ello, Gregorio Luri opta por abordarlo desde una perspectiva arriesgada y original: siguiéndole el rastro a las manifestaciones del yo; un yo genuinamente español, que potencia la pasión frente a la razón; rastreando ese yo, en un país que se sueña eje del mundo y cuya lengua se crea y recrea con viveza. Todo con la clara intención pedagógica de poner a disposición del lector español un patrimonio que le pertenece, al menos mientras nuestro Siglo de Oro no se nos convierta en un país extranjero cuya lengua nos resulte incomprensible. Una obra que consigue despertar el entusiasmo de pasar horas entre los grandes.

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2022, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

El eje del mundo

Primera edición: mayo de 2022

© 2022, Gregorio Luri

Imagen de cubierta © Dani Ras. Reinterpretación de un diseño de colgante de Pera Estivill, 1580, Llibres de Passanties, fol. 289. Barcelona

Imagen de interior: Diego Ribero. Mapamundi de todo lo que se había descubierto hasta la fecha, 1529

ISBN (papel): 978-84-124739-8-8

ISBN (ebook): 978-84-124739-9-5

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M.I. Maquetación, S.L.

Producción: Ángel Fraternal

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por tanto respaldar a su autor y a editorial Rosamerón.

[email protected]

www.rosameron.com

El autor de este libro está en feliz y permanente deuda con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, en particular con Xavier Albertí y Lluís Homar, dos monstruos de la escena, quienes tuvieron a bien encargarme una pequeña reflexión sobre el recogimiento en el Siglo de Oro que me permitió pasar el confinamiento de la covid en compañía de nuestros clásicos. Fruto de este viaje fue un librito editado por la misma CNTC.

Ya no vivo en el Siglo áureo, pero no puedo dejar de visitarlo. El resultado de mis frecuentes visitas a los tiempos de Cervantes, Lope y Gracián ha sido la reelaboración del proyecto inicial con nuevas aportaciones, tanto de referencias históricas como de argumentos.

El Siglo de Oro

La aventura del yo

ESTEESELLIBRODEUNPEDAGOGO apasionado de nuestro Siglo de Oro cuyo propósito es transmitir al lector su pasión por las joyas que están a nuestro alcance. Basta con estirar la mano para apropiarse de ellas. Son nuestras, pero solo en la medida en que queramos aprehenderlas. Viven aparentemente en las bibliotecas, pero en realidad en el único lugar en que se mantienen vivas es en los ojos del lector.

Nuestro Siglo de Oro es tan fecundo en genios que admite una gran diversidad de puntos de vista (literario, político, militar, artístico, filosófico, religioso…). Uno tiende a imaginar, y no del todo ingenuamente, que en aquella época bastaba con poner un pie en la calle de una gran ciudad —Madrid o Sevilla— para cruzarse con media docena de santos, la mitad de ellos místicos, un corrillo de artistas geniales, una discusión encendida entre escritores sublimes, tres o cuatro héroes protagonistas de gestas inmortales, un par de fundadores de ciudades en geografías remotas, algún testigo de un milagro, un clérigo nigromante amigo del demonio, un soldado que bajo su coselete lleva un alma de poeta, dos metafísicos discutiendo sobre si Aristóteles fue o no praecursor Christi in naturalibus, un lazarillo y un ciego, una joven criolla viuda de un soldado del Perú que, una vez libre, anda en compañía de un gentilhombre mancebo, una Celestina zurciendo tramas en la penumbra y un buhonero francés pregonando a gritos su mercancía (Tirso de Molina, Por el sótano y el torno):

¿Compran peines, afileres,

trenzaderas de cabello,

papeles de carmesí,

orejeras, gargantillas,

pebetes finos, pastillas,

estoraque y menjüí,

polvos para encarnar dientes,

caraña, capey, anime,

goma, aceite de canime,

abanillos, mondadientes

sangre de drago en palillos

dijes de alquimia y acero,

quinta esencia de romero,

jabón de manos, sebillos,

franjas de oro milanés,

listones, adobo en masa?

Cruzándose con el buhonero francés, un joven que busca algo que llevarse a la boca ofrece así sus servicios (Farsa del mundo y moral, de Fernán López de Yanguas):

¡Hao! ¿Quién quiere un moço, zagal bien dispuesto,

que salta, que corre, que bien tira barra

y pinta sambugas, rabés y guitarra

y haze otras cosas allende de aquesto?

Y en un rincón de una posada, me imagino al holandés Paul van Merle, tomando notas para su Cosmografía general y su Geografía particular (1605), donde asegura que «los españoles posen una forma elegante de hablar, son cultos y aparatosos en la oratoria, astutos en los consejos, cautelosos en la conversación, impacientes en el amor, pertinaces en el odio, suspicaces en los negocios, corteses con los extranjeros, expertos y rapaces como soldados».

Son tantos los reclamos de esta época que, inevitablemente, hay que elegir una perspectiva y dejar en segundo o tercer plano otras muchas; no siendo menos interesantes, no caben en estas páginas. He optado por seguirle el rastro a las manifestaciones del yo. La tesis que defenderé es que nuestro Siglo de Oro puede entenderse como una exploración colectiva del yo, porque no hay menos conquistadores de las geografías del alma que de las tierras de América.

¿Hay, pues, una vía específicamente española de acceso al yo? Creo que sí, pero esta se caracteriza más por su intensidad emocional que por su método racional (que, sin embargo, no falta). El yo del Siglo de Oro es más el yo de la pasión que el yo del cogito.

En España pululan los adelantados en la aventura del alma. Desde el pícaro al místico, es un clamor de yoes. Si, como decía Platón, «el alma del ciudadano es el reflejo del alma colectiva», podemos sospechar que el deseo de subrayar el propio yo algo tiene que ver con la configuración de los Estados modernos en torno a un nuevo ideal de soberanía. El Estado soberano y el ciudadano que aspira a ser tal son dos fenómenos que se refuerzan y explican mutuamente, pero entre nosotros esta dinámica se desarrolla en el seno de una atmósfera religiosa tan intensa que es difícil que un español del siglo XXI posea la imaginación suficiente para hacerse una idea cabal de lo que supuso. ¡Si hasta el mismo Felipe IV extendió su yo a los pies de una monja de clausura que nunca salió de Ágreda!

Al mismo tiempo que los místicos se preguntan cómo purificar «el amor de sí mismo», Hernán Cortés escribe en su Segunda relación (30 de octubre de 1520): «Por lo que yo he visto y comprehendido cerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamársela Nueva-España del mar Océano». En este gesto de bautizar tierras que son más grandes que la propia patria hay una afirmación de sí mismo que eleva a Cortés a la altura de los grandes héroes antiguos. Cortés está diciendo a sus contemporáneos que es posible soñar a lo grande en este mundo, que tienen a su alcance lo posible y que lo posible en el siglo XVI no ha tenido nunca nada que se le equiparase.

Esos sueños comenzaron a recorrer las calles de España estimulando la imaginación de quienes estaban acostumbrados a limitarse a prever la epopeya del pan de cada día, el heroísmo humilde que se atrevían a merecer. Pero lo notable es que, impulsados por un clima colectivo de autoafirmación, hasta los humildes comenzaron a dar publicidad a su yo menesteroso, a escribir la epopeya diaria de su supervivencia.

Decía el soberano francés Francisco I que podía considerarse feliz porque sus hijos nacían armados. Nacían desnudos, como todos, pero crecían entre sueños de grandeza. No en vano llegaban noticias de América que antes de 1492 nadie se hubiese atrevido ni a imaginar. Por ejemplo, fray Pedro Aguado aseguraba en la Conquista del Nuevo Reino de Granada, que hubo ocasiones en que los españoles fueron recibidos en América como «hijos del sol». En los Anales de los Cakchiqueles, habitantes de la actual Guatemala, se describe así su primer contacto con los invasores: «Sus caras eran extrañas, los señores los tomaron por dioses, nosotros mismos, vuestro padre, fuimos a verlos cuando entraron a Yximchée».

Era imposible ignorar el fulgor del oro en una España en la que los estudiantes de Salamanca, que pasaban hambre habitualmente, no tenían qué llevarse a la boca en cuanto la cosecha de trigo venía escasa. Así nos los dibuja Sebastián Horozco en su Cancionero:

Yo os quiero, señor, dezir

qué es la vida pupilar

y espantaros eis de oír

de cómo puede bivir

el triste del escolar.

Veréis venir a comer

al cuitado del pupilo

aguijando a más correr,

que de hambre al pareçer

su alma cuelga de vn hilo.

Pues a la mesa sentados

las tripas cantan de hambre:

pónenles a los cuitados

los manteles tan cagados

que hieden bien a cochambre.

Como piedras de çimientos

son los panes que les dan,

mas los pupilos hambrientos,

gargantas de picaviento,

de las piedras hazen pan.

¿Y qué decir de la desnudez de las mujeres, que según Vespucio eran «salaces y lascivas»? Diego Albéniz de la Cerrada concluye así su descripción de lo ocurrido tras la entrada de los españoles en un poblado de Achagua: «La soldadesca satisfizo sus apetitos, sus hambres y pasiones, y a la mañana siguiente indígenas y españoles se mezclaban y se retorcían en la orgía más placentera y bulliciosa» (Los desiertos de Achaguas).

Los marineros que circunnavegaron el mundo contaban maravillas dignas de las fabulosas vidas de Alejandro, que manejaban la imaginación mitológica sin mesura. Aseguraban, por ejemplo, que los nativos de la isla de Amcheto tienen las orejas tan largas que cuando se acuestan una les sirve de colchón y otra de almohada, o que la isla Ocoloro está habitada únicamente por mujeres que son fecundadas por el viento, o que en el árbol camponganghi anidan las aves garudas, tan grandes y fuertes que levantan a un elefante y lo llevan volando hasta su nido. ¿Y en la Historia general no aseguraba fray Bernardino de Sahagún, que por su condición parecía digno de crédito, que las tórtolas cocotli son monógamas y que cuando muere una la otra «anda como llorando» y solitaria cantando sus penas con un «coco-coco» que las caracteriza? Añadía que la carne de estas aves tenía efectos terapéuticos. Era, a la vez, un magnífico remedio contra la tristeza y un calmante de los celos.

Más de un lector de nuestros días que tenga un concepto de los indomables indios sioux forjado en el cine de Hollywood, se sorprenderá si lee en el relato de su naufragio, escrito por Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que «en el tiempo que estaba entre ellos vi una diablura y es que vi un hombre casado con otro, y estos son unos hombres amariconados, impotentes, y andan tapados como mujeres y tiran arco y llevan muy gran carga; y entre estos vimos muchos dellos así amariconados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos; sufren muy, muy grandes cargas».

América proporcionó a los españoles la evidencia de que, como habían dicho los griegos, no hay nada en el mundo más extraordinario que el hombre. En sus manos está su trascendencia o su degradación; su elevación o su hundimiento. Por eso hay tantas maneras diferentes de ser hombre y con frecuencia se presentan opuestas en un mismo momento de la historia. Así, si por una parte los españoles se volcaron hacia afuera y, siguiendo la dinámica centrífuga de sus ensoñaciones, inscribieron sus nombres en todos los mares; por otra, se volcaron hacia adentro, en una dinámica centrípeta que los llevó hasta las profundidades abisales del yo. Mientras unos leían en el velamen de los barcos el mapa de un tesoro, otros buscaban en la renuncia del mundo y sus razones tesoros más valiosos que los de los conquistadores. El resultado fue el movimiento místico más notable de la historia de la humanidad. El Siglo de Oro tiene algo de esquizofrenia identitaria de España y de permanente interrogación sobre el yo.

La gran novedad del Lazarillo de Tormes (1554), reside en el yo que se muestra explícitamente a sí mismo ante los lectores con la pretensión de quedarse a vivir con voz propia en su memoria. Se inicia de una manera que parece una declaración notarial: «Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas vengan a noticia de muchos, y no se entierren en la sepultura del olvido». Al lado de Cortés, Lázaro tiene poco de héroe, pero no por ello se considera con menos derecho a gritar un «¡Aquí estoy yo!». Incluso se refuerza la presencia de su yo en la segunda parte de la novela, que un anónimo autor publicó en 1555 con la intención de «dar cuenta de lo que nadie sino yo la puede dar, por ser yo solo el que lo vio, y el que de todos los otros juntos que allí estuvieron ninguno mejor que yo lo vi». Con el Lazarillo se inaugura la autobiografía literaria y se pone a andar la novela moderna, pero es una autobiografía de hazañas muy menores comparadas con las que protagonizaban en América muchachos con apenas catorce o quince años cumplidos. Quince tenía el capitán Antonio Tomás cuando fue testigo de la fundación de Santa María del Buen Aire y el adelantado Juan Ortiz de Zárate sirvió a las órdenes de Pizarro con trece. Hubo algún caso de conquistador de nueve años; es decir, más joven que un pícaro.

Hay eruditos que sitúan el origen de la novela latinoamericana en la maravillosa Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, concluida en 1568. Es de notar que no está escrita para ensalzar a Cortés, sino para reivindicar al soldado común, auténtico artífice de la conquista. En el preámbulo nos informa el autor de que, si bien los cronistas famosos se explayan retóricamente en las presentaciones de sus obras, «yo, como no soy latino, no me atrevo a hacer preámbulo ni prólogo». Se limitará a contar aquello de lo que fue testigo: «Lo que yo vi y me hallé en ello peleando, como buen testigo de vista, yo lo escribiré». Las primeras líneas nos recuerdan las biografías de varios pícaros: «Yo, Bernal Díaz del Castillo, vecino e regidor de la muy leal cibdad de Santiago de Guatemala…».

«Yo, señor, soy de Segovia». Así nos introduce Quevedo en la Vida del Buscón (1626). «Yo, señores, nací en Triana», así lo hace el pícaro médico Gregorio Guadaña, confirmándonos que la vida de la gente corriente con sus yoes de andar por casa ha entrado en la historia de la literatura. En la Vida azarosa de don Gregorio Guadaña (1650) hay más yoes que páginas.

Un yo grande, como una reivindicación personal ante la historia, es el de Alonso de Ercilla, soldado y poeta, en la tercera parte de La araucana (1589):

Quise dejar para señal bastante,

y en el tronco que vi de más grandeza

escribí con un cuchillo en la corteza:

«Aquí llegó, donde otro no ha llegado,

don Alonso de Ercilla».

Teniendo en cuenta que Ercilla dedica su poema al «Arauco no domado», podemos decir que ha escrito su nombre en el punto más adelantado de América, en la frontera con lo irreductible.

No hay mucha distancia entre el yo heroico de Ercilla y el yo literario de Cervantes en el Viaje del Parnaso (1614):

Yo soy aquel que en la invención excede

a muchos.

Tampoco encuentro muchas diferencias entre estos dos yoes y el de Servet cuando, al enviarle a Calvino su Longum volumen suorum deliriorum (1546), lo acompaña de una provocadora nota que dice: «Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas; si quieres, iré yo mismo a Ginebra a explicártelas». El precio que Calvino se tomó por esta insolencia es bien conocido: la vida misma de Servet.

San Ignacio de Loyola no es menos provocador que Servet e incluso roza la insolencia cuando se entera de que la Inquisición en Salamanca lo tiene en su punto de mira: «Pues él era libre y señor de sí para ir donde quisiere, él miraría lo que le cumplía» (Pedro Rivadeneyra, Vida del Padre Ignacio de Loyola, 1572).

«El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida…». Así comienza Mateo Alemán el Guzmán de Alfarache, publicado en 1599, seis años antes de la aparición del Quijote. Señalo este punto porque Cervantes ha sido uno de los lectores más atentos de esta novela. Recogiendo el legado literario de la Tragicomedia de Calisto y Melibea y, muy especialmente, del Lazarillo de Tormes, Guzmán nos narra su salida a ver el mundo cuando era un mozo «que ya galleaba». Elige para ello un procedimiento original, el de la escisión de su yo, poniendo una parte de sí en el yo de un pícaro con más hambre que moral, y otra, en el yo del narrador adulto que echa la vista atrás y no puede reprimir cierto desengaño moralizante. El pícaro, practicante del «oficio de la florida picardía», no tiene inconveniente alguno en mostrarnos su voracidad por las migajas que deja caer el ajeno banquete de la vida, porque «bueno es tener padre, bueno es tener madre, pero el comer todo lo tapa». La otra parte, la del relator de esa vida, tampoco tiene inconveniente en entregarnos una visión crítica de sí mismo. Gracias a este juego, Alemán es capaz de engolfar al lector en las complejas peripecias del yo del narrador. «Te oigo murmurar», le dice algunas veces el personaje al lector. «Ya le oigo decir a quien está leyendo…», escribe en otras. «Yo pienso de mí lo que tú de ti»… Incluso se atreve a preguntarle al lector si «gustas de que te sirva yendo en tu compañía». Guzmán de Alfarache es una confesión laica que necesita la complicidad compasiva del lector. La popularidad de esta obra fue tan clamorosa que se publicaron docenas de ediciones en el siglo XVII y tuvo traducciones tempranas al francés, alemán, inglés, italiano, al latín…

Seis años después, el lector español topaba en el Quijote con la más orgullosa autoproclamación del yo de toda la literatura del Siglo de Oro: «Yo sé quién soy». Que sea precisamente don Quijote quien se muestre tan seguro de sí mismo, no deja de ser intrigante.

Con La Celestina, la novela picaresca, con el Quijote y con el fenómeno cultural del teatro, el hombre corriente nos grita que él también puede tener un yo digno de ser narrado, y así la cotidianeidad entra en escena. «Yo, Estebanillo González, hombre de buen humor, hijo de mis obras y padrastro de las ajenas […], queriéndome hacer memorable […], me he puesto en la plaza del mundo y en la palestra de los combates, dando a la imprenta este libro de mi vida y no milagros». Estebanillo no tiene nada de heroico. Él mismo se trata de «archigallina de gallina». Pero tiene el descaro del que sabe nombrar sin vergüenza lo que le pasa. El desvergonzado es un exhibicionista del yo (Vida y hechos deEstebanillo González, 1646).

El fisgón Perlícaro, «hablando algo gangoso como monja que canta con antojos», recrimina de malas maneras a la pícara Justina por ponerse a contar su vida, que nada tiene de heroico o memorable: «Sora Justiniga, sora pícara en requinta, ¿de cuándo acá da en ser cronicona de su vida y milagritos? ¿A cuento de qué viene escribir nimiedades? ¡Qué madre Teresa para escribir sus ocultos éxtasis, raptos y devociones! ¡Qué Eneas para contar a Dido cómo salió libre y sin daño de los abrasadores incendios de la tierra y de los recios infortunios y borrascas de la mar! ¡Qué César para comentar sus hazañas!» (La pícara Justina, 1605). Obviamente, Justina no es ni Santa Teresa, ni Eneas, ni César, pero el autor de su vida, sea quien sea, sabe que lo que está reclamando con su escritura es la presencia no tanto de la vida de una pobre pícara, como la de la literatura misma, que se ha vuelto tan ambiciosa que ya no reconoce ningún terreno como impropio de sí misma. Todo tiene cabida en los libros y en los escenarios.

El mundo de los pícaros no es un mundo arrojado hacia dentro, como el de los místicos, sino hacia la calle, a la caza de la ocasión. Es un mundo que tiene algo de bufón de una sociedad que, aunque parece intentarlo denodadamente, no consigue tomarse a sí misma con el justo punto de seriedad. A los españoles enseguida se nos va la mano cuando tratamos de nosotros mismos.

El pícaro, recordémoslo, no es una creación de los hombres de letras: estaba en la calle antes de llegar a la literatura. Era un elemento natural del paisaje urbano de cualquier ciudad mediana y con frecuencia eran celebradas sus ocurrencias. López de Gómara, por ejemplo, refiere que cuando españoles y portugueses andaban dirimiendo en qué meridiano exacto establecerían los límites exactos de sus respectivos dominios americanos: «Aconteció que, paseándose un día por la ribera del Guadiana Francisco de Melo, Diego Lopes de Sequeira y otro de aquellos portugueses, les preguntó un niño que guardaba los trapos que su madre lavaba, si eran los que repartían el mundo con el Emperador, y como le respondieran que sí, alzó la camisa, mostró las nalgas y dijo: “Pues echad la raya por aquí en medio”». Esta ocurrencia fue muy celebrada entre los repartidores del mundo. Hay motivos para ello. El gesto de este niño es el testimonio de una criatura humilde que vive a orillas de la mayor grandeza y no encuentra otra forma de relacionarse con ella que la de la ridiculización de lo que no comprende.

Junto al pícaro se encuentran esos seres impacientes, aquejados de una fiebre de trascendencia, que son los místicos, meticulosos inspectores de los recónditos albergues de su alma, que buscan conocerlo todo de sí mismos para desprenderse de todo y alcanzar la pobreza espiritual que les permita sentir el toque divino. El complejo fenómeno de la mística hispana se manifiesta de diversas maneras, impregnando al conjunto de la sociedad: la religiosa (la unión con Dios, en sus vertientes ortodoxa y heterodoxa), la literaria (se publican centenares de guías para el encuentro del alma con Dios), la artística (pensemos en arquitectos, pintores, escultores y músicos que quieren darle forma material al deseo de absoluto) y la de la superchería popular (la pícara beata que finge arrebatos místicos para poder comer). ¡Cuánta beatería no es sino una forma de picardía! Pero por encima de todo esto estaba la convicción de que en tal o cual sitio próximo había una persona tan especial que era capaz de entrar en contacto directo con lo infinito.

Para completar este primer esbozo del Siglo de Oro, nos falta un elemento imprescindible cuya función ha de ser impedir que nos hagamos demasiadas ilusiones sobre el éxito de nuestra empresa. Si toda afirmación universal, del tipo que sea, se puede negar aduciendo un caso particular contrario, tenemos que abrir estas páginas a la singular figura de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, para refutar con su recuerdo cualquier pretensión dogmática que nos pudiera pasar por la cabeza. La realidad histórica siempre es mucho más rica que nuestras inevitablemente parciales generalidades sobre el pasado.

La biografía de esta mujer, superior en aventuras a las de cualquier pícaro, comienza también resaltando su yo: «Nací yo, doña Catalina de Erauso, en la villa de San Sebastián, de Guipúzcoa, en el año de 1585». Pero el yo de doña Catalina, si hacemos caso de su uso del género gramatical, se siente con frecuencia masculino. Es un yo tan singular que hasta posee una licencia papal que le permite vestir de hombre.

A los cuatro años de edad fue internada en un convento, a los quince se fugó y se puso ropa masculina. Tres años después, en Sanlúcar de Barrameda, «senté plaza de grumete en un galeón». Recorrió, entre continuas pendencias y reyertas sangrientas, Venezuela, Ecuador, Chile, Argentina, Perú… Conoció las cárceles e incluso estuvo condenada a muerte. Luchó contra mapuches y araucanos y alcanzó el grado de alférez. En Lima fue descubierta «andándole entre las piernas» a una doncella… En 1624 volvió a España y por allí por donde pasaba la precedía su fama. La gente «acudía a verme vestida en hábito de hombre». El rey Felipe IV le abrió las puertas de la corte, y el papa, las de la curia: «Besé el pie a la Santidad de Urbano VIII, y referíle en breve y lo mejor que supe mi vida y correrías, mi sexo y virginidad. Mostró Su Santidad extrañar tal cosa, y con afabilidad me concedió licencia para proseguir mi vida en hábito de hombre». Sobre su estancia en Roma puntualiza que «fue raro el día en que no fuese convidado y regalado de príncipes». En 1630 regresó a América y murió en la Nueva España.

Catalina de Erauso es también una figura —paradójica, si se quiere— del Siglo de Oro. Fue una mujer de rompe y rasga que no necesitaba pedir permiso a nadie para hacer lo que se le antojaba. Le da relieve la ambigüedad de su yo aventurero, pero no fue la única mujer necesitada de traspasar límites. La filósofa Oliva Sabuco, autora de la Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre (1587), escribió al rey rogándole que protegiera a las mujeres «en sus aventuras», como hacían los antiguos caballeros. La aventura de Oliva es bien distinta de la de Catalina, pero en modo alguno menos digna. Fue exploradora del conocimiento de nosotros mismos.

Junto a estas dos mujeres que abren nuevos campos a la imaginación de lo posible para la mujer, hay que situar a otras, no menos relevantes. Por ejemplo, a la monja Teresa de Cartagena (1425-1460). Conocemos poco de su vida; ni siquiera estamos seguros de la orden religiosa en la que profesó. Pero sabemos que escribió dos textos dignos de ser resaltados. En el primero se nos muestra, cronológicamente, como la primera mística castellana. Se trata de la Arboleda de los enfermos. El segundo, la Admiración de las obras de Dios, es una firme defensa de la autonomía de la mujer. Resalto dos tesis de este último: Si Dios creó a la mujer para que ayudara al hombre, el vigor del ayudador es mayor que el del ayudado, y si los hombres consideran que escribir libros no es una tarea propia de mujeres, han de saber que no hay ninguna razón natural que justifique su prejuicio, sino la del uso y la costumbre. Teresa no duda en pedir a sus hermanas que sean «varones fuertes». Ella fue posiblemente la primera mujer que estudió en la Universidad de Salamanca, abriendo camino a otras estudiantes, como Luisa Medrano o Beatriz Galindo.

No podemos olvidar tampoco la muy osada vida de doña Isabel Barreto, primera mujer almirante de la historia y adelantada de las islas Salomón. Cuando, tras un milagroso periplo, llegó a Cavite, en las Filipinas, las gentes, admiradas de su protagonismo entre los marineros, dijeron que tenía que ser la reina de Saba, y así se la conoció en estas islas durante mucho tiempo. ¿Y cómo ignorar que una monja, sor María de Ágreda, fue la principal confidente de Felipe IV y que el rey no dudaba en confesarle sus miserias, comenzando por su incapacidad para ser dueño de sí?

Por último, como ejemplo de imaginación de lo posible, recojamos, del campo de las letras, la descripción que Castillo Solorzano nos brinda de la protagonista de su novela La Garduña de Sevilla (1642): «Fue moza libre y liviana […], con inclinación traviesa, con libertad demasiada y con despejo atrevido. Corrió en su juventud con desenfrenada osadía, dada a tan proterva inclinación, que no había bolsa reclusa ni caudal guardado contra las ganzúas de sus cautelas y llaves maestras de sus astucias».

Para completar esta introducción, que quiere ser una primera visión sinóptica de nuestro Siglo de Oro, hay que resaltar la singular relación de los españoles con la libertad política. No tenía mucho que ver con lo que hoy entendemos por tal, pero en algunos aspectos, que son los que pretendo ahora destacar, fue mayor que la existente en cualquier otro país de europeo. No se extendía, desde luego, a las cuestiones religiosas —como le dice el morisco Ricote a Sancho Panza, en España estas cosas se medían con excesiva delicadeza—, pero no seríamos ecuánimes si por fijarnos en las restricciones, a veces feroces, a cualquier cosa que sonara a heterodoxia en materia de religión, nos negáramos a ver hechos tan notables como que la Defensio fidei de Francisco Suárez (1613), que circulaba con toda normalidad por las tierras de la corona española y ponía muy nerviosas a las principales cortes europeas, hasta el punto de que Jacobo I prohibió su lectura en Inglaterra y ordenó que el verdugo de Londres arrojara el libro a la hoguera. La quema tuvo lugar el primero de diciembre de 1613. El embajador español en Londres, Diego de Sarmiento, comunicó a Felipe III que en Inglaterra y en Francia se referían a la filosofía política de Suárez como la «doctrina española». En París fue el Parlamento quien ordenó, en 1610, la quema de un libro de Juan de Mariana, Del Rey y la institución real (1599), mientras que en España el censor eclesiástico consideraba oportuno que anduviese especialmente en manos de los príncipes. Para decir toda la verdad debemos puntualizar que no estuvo exento de críticas en España otro libro suyo, el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (1609), donde sostenía que «no son del rey los bienes de sus vasallos».

Con anterioridad a Suárez, otros autores relevantes, como Vázquez de Menchaca, ya trataron el tiranicidio (Controversiarum illustrium aliarumque usu frequentium, 1563) defendiendo, con Santo Tomás, que «si el príncipe abusase intolerablemente del supremo poder, pueden los mismos ciudadanos darle muerte».

En España incluso Carlos I había debatido directamente con Martín de Azpilicueta la tesis de que «el reino no es del rey, sino de la comunidad, y la misma potestad regia por derecho natural es de la misma comunidad y no del rey, por lo cual no puede la comunidad abdicar totalmente en ese poder». Algo semejante sostenía Juan de Roa Dávila (De regnorum justitia, 1591): toda forma de gobierno es una creación libre de la naturaleza política del hombre, por lo tanto, es lícito cambiar de gobernante o de régimen «por razón de iniquidad y tiranía de los gobernantes».

Podemos hablar, efectivamente, de una «doctrina española» cuyos principios pueden resumirse en los siguientes tres puntos: (1) el origen del poder político legítimo no se encuentra en una intervención divina que unge al rey de una autoridad vicaria, sino en la inclinación natural y, por lo tanto, universal del hombre a la copertenencia política; (2) solo está debidamente constituido el poder que realiza esta inclinación; (3) nadie está obligado en conciencia a obedecer sino al poder debidamente constituido, y aceptar cualquier otro poder supondría ir en contra de la misma naturaleza de lo nuestro.

Si bien la naturaleza humana, como dice Suárez, se realiza en comunidad y, por lo tanto, necesita de un poder político, nada en la naturaleza nos dice cómo ha de ser concretamente ese poder. Por eso no existe una única forma de gobierno entre los hombres, sino una pluralidad; si es legítima, ninguna es contraria a la razón natural. La bondad de una forma política se mide por sus efectos. Para reforzar esta tesis, Suárez aduce la autoridad de Alfonso de Castro, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Molina, Martín de Azpilicueta y Diego de Covarrubias. Aquí tenemos a los teóricos de la «doctrina española».

Concluyamos con un ejemplo. En una ocasión un comerciante fue detenido porque, irritado por las dificultades burocráticas con las que se encontraba para llevar adelante un negocio, maldijo a todos los reyes que se llamaran Felipe, existentes o que hubieran existido. La resolución de Felipe II fue la siguiente: «Este hombre ha atacado a todos los Felipes muertos o vivos, pero los muertos no pueden entenderle y no le conocen, y no hay ninguna razón para que yo tome sobre mí la defensa de los que, por otra parte, le perdonarían ciertamente si le pudiesen entender. Yo le perdono también; haced lo mismo y ponedle en libertad».

Los límites cronológicos

Los límites cronológicos del siglo de Oro no son fáciles de establecer. Se pongan donde se pongan, parecen tener algo de arbitrario, porque los acontecimientos culturalmente relevantes ni surgen ni desaparecen de un día para otro. A pesar de todo, algunos los encajan, muy restrictivamente, entre 1580, con la aparición fulgurante de Lope de Vega, que puso a danzar a nuestras letras, y 1681, fecha del fallecimiento de Calderón. Aquí, sin embargo, nos vamos a permitir ser mucho más generosos para recoger en su interior cuantas letras brillan desde finales del siglo XV hasta finales del XVII y, además, nos vamos a permitir el lujo de tratar todo este periodo como una unidad, sin diferenciar entre Renacimiento y Barroco. Espero ganar en atractivo lo que podamos perder en rigor. Ya hemos dicho que de lo que aquí se trata es de abrirle al lector las puertas de un patrimonio que está a su disposición. El hilo conductor será el de la presencia del yo en estos dos siglos.

Podemos permitirnos el lujo de abrir el Siglo de Oro —y no estamos faltos de argumentos para ello— con la publicación de la primera gramática en lengua romance, la Gramática castellana (1492) de Antonio de Nebrija, porque cuando se intenta analizar un fenómeno política o culturalmente innovador, lo primero que hay que preguntarse es de dónde proceden las palabras que permiten nombrar la novedad que trae consigo. Pero es que, además, en Nebrija está ya apuntando ese yo cuya historia pretendemos seguir. Es, si se quiere, un yo renacentista que aun debe aclimatarse a los aires específicos de España, pero que está allí, llamando a la puerta. Nos lo descubre satisfecho Nebrija en su emotivo Saludo a su patria, cuando, tras repasar mentalmente los lugares en los que fue feliz (aquí se encontraba su cuna, allí se colgaba del cuello de su padre, más allá jugaba con otros niños de su edad…), le pide a la patria: «No desdeñes al hijo, que te ha colmado de gloria y ha inmortalizado tu nombre […]. Los dos somos conocidos en todo el mundo, y durará muchos siglos nuestra gloria». La existencia de la gramática de Nebrija hace posible, entre otras muchas cosas, que, medio siglo después de su aparición, el franciscano fray Andrés de Olmos concluya en México una auténtica proeza intelectual: la primera gramática del náhuatl, una lengua ágrafa y muy alejada del español.

¿Y por qué no continuar con esa joya que es La Celestina, aparecida en 1499? En ella está presente, si se quiere en esbozo, todo el siglo XVI, con sus preocupaciones, sus ilusiones, sus grandezas y sus miserias. La sociedad que nos descubren sus páginas de manera tan vivaz viene acompañada de ciertos rasgos que parecen llegar del porvenir. Es sensible a las nuevas frivolidades de la moda y la belleza cosmética y tanto nos habla de pinzas para arreglar pestañas como de productos para teñirse el pelo y parecer rubia. Lejos de ser ajena a la aventura del yo, Calixto se convierte en uno de sus principales protagonistas al gritar a quien quiera oírlo: «¿Yo? Melibeo soy». Los místicos vienen a decir lo mismo cuando sentencian que el amor nos transforma en lo que amamos.

El Siglo de Oro es posible, en primerísimo lugar, porque lo acompaña el encuentro gozoso de unos hablantes elocuentes con una pléyade de escritores empeñados en ampliar sus posibilidades expresivas. El sevillano Fernando de Herrera, uno de los poetas excelsos de nuestro Renacimiento, se sitúa bajo el amparo de Garcilaso de la Vega para defender en sus Anotaciones la apropiación de palabras de las otras lenguas, siempre que sean «limpias, propias, sinificantes, convenientes, maníficas […] y de buen sonido […]. Quien hubiere alcanzado con estudio y arte tanto juicio que pueda discernir si la voz es propia y dulce el sonido, o estraña y áspera, puede y tiene licencia para componer vocablos y enriquecer la lengua».

Este juego gozoso con la lengua española anima a varios autores a escribir notables lipogramas. Por ejemplo, Francisco Navarrete y Ribera (1592-1652) redactó La novela de los tres hermanos sin la letra A, La carroza de las damas sin la letra E, La perla de Portugal sin la I, La peregrina ermitaña sin la O y La serrana de Cintia, sin la U.

Con estos versos abre La novela de los tres hermanos:

Premio el lector llevará

quando el discurso leyere

si en alguna línea viere

razón escrita con A.

En pocos momentos de nuestra historia tantos escritores han sentido más vivamente que la lengua estaba allí, a su disposición, para moldearla, rehacerla, hacerle decir lo que solo estaba insinuado en ella, traerla para dar nombre a sus experiencias y llevarla de aquí para allá como una amante de quien te sientes orgulloso.

En 1614 Cervantes se presentará a sí mismo en Viaje del Parnaso de esta manera:

Yo he abierto en mis Novelas un camino

por do la lengua castellana puede

mostrar con propiedad un desatino.

Es cierto que solo está al alcance del genio «mostrar con propiedad un desatino», pero es que abundaban los genios capaces de hacerlo. Un festivo «desatino» erótico-lúdico es lo que nos ofrece Lope hacia 1625 en el Arauco domado, una de esas comedias que, según sus críticos, escribía después de decir misa, mientras le calentaban el almuerzo.

Piraguamonte, piragua,

piragua, jevizarizagua;

Bío-Bío,

que mi tambo le tengo en el río.

Yo me era niña pequeña,

y enviáronme un domingo

a mariscar por la playa

del río de Bío-Bío,

cestillo al brazo llevaba,

de plata y oro tejido;

hallárame yo una concha,

abríla con mi cuchillo;

dentro estaba el niño Amor,

entre unas perlas metido;

asióme el dedo, y mordióme;

como era niña, di gritos.

Bío-Bío,

que mi tambo lo tengo en el río.

El XVI es el siglo en el que el castellano se recrea. Dispone de gramática, de humanistas, de un oído fino que sabe recoger de la calle la espontaneidad vivificante de la lengua y, por supuesto, de una creatividad que, en las alas de la imprenta, lleva las obras de los autores españoles por todo el mundo. Para resaltar la trascendencia de la imprenta nos bastan aquí aquellos versos de Núñez de Arce:

Aquel portentoso invento

que dio vida al pensamiento

y alas de luz a la idea.

Hasta en la traducción de la Biblia hay alegría… aunque no tuvieran acceso a la misma los españoles. Me estoy refiriendo a la conocida como Biblia del Oso, traducida por el proscrito Casiodoro Reina, un gran olvidado de nuestras letras, y publicada en Basilea en 1569. Es una alegría que nos entristece porque nos preguntamos qué hubiera sido de nuestra lengua si hubiese contado en su caudal con todos los matices de la lengua de Reina. Pero eso no significa que no existieran otras fuentes de alegría y precisión.

El navarro Pedro Malón de Echaide, resistiéndose a los que lo empujaban a escribir en latín, con el supuesto de que las cosas sublimes no había que dejarlas al alcance del pueblo llano, despliega en La conversión de la Magdalena (c. 1580) una sentida loa a la belleza de la lengua española y a su capacidad para expresar con rigor las sutilezas teológicas: «No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla? [...] No hay lengua ni la ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni en rodeos galanos, ni que esté más sembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos». Por si alguien pudiera dudar de sus palabras, las acompaña de un ejemplo incuestionable: el De los nombres de Cristo de fray Luis de León.

Dos décadas más tarde, en una situación semejante a la del navarro, el mercedario sevillano fray Hernando de Santiago justifica así su empleo del español en sus sermones (Consideraciones sobre todos los Evangelios de los Domingos y Ferias de la Cuaresma, 1597): «Ya nuestra lengua no está tan grosera como antiguamente, que desautorizaba y no declaraba los textos sagrados, antes está tan adornada de tropos y figuras, que no solo declara con propiedad los más delgados conceptos, pero encarece lo bueno y vitupera lo malo con mayor rigor que otra, bien puede fiársele con estas condiciones la interpretación de la Sagrada Escritura».

Añado que la seriedad de estos «tiempos recios», como los calificará Santa Teresa con harta experiencia de ellos, convive con una ironía que no se ahorra ninguna posibilidad expresiva, y que sabe reírse del engolamiento con el que nos tomábamos a nosotros mismos. En una comedia de título gongorino, Un pastoral albergue, Lope recurre al diálogo de tres villanos para ridiculizar la ignorancia intransigente:

VILLANO 3: ¿Cómo son los moros?

VILLANO 2: Son como alimañas.

VILLANO 1: ¿Y en pie se tienen y andan?

VILLANO 3: A fe.

VILLANO 2: Dijo el cura en un sermón

Que los moros no creían en Dios,

Ni que eran cristianos.

VILLANO 3: ¡Oh ladrones luterianos!

VILLANO 2: Y que no comían tocino.

VILLANO 1: ¡Qué desatino!

Yo por eso los quemara.

¿Y cómo tienen la cara?

VILLANO 2: De hombres que no beben vino.

VILLANO 3: ¿Que vino no beben?

VILLANO 2: No,

Agua piden que les den.

VILLANO 3: No puede un hombre de bien

Ser moro.

VILLANO 1: A lo menos yo

No lo fuera, aunque me hicieran

Rey.

Esta alegre liviandad que convive en nuestros escritores con tonos más graves y serios, va como retirándose a lo largo del XVII, para ir dejando el terreno libre a tonos más culturales, más pesados y a un temple de ánimo depresivo. Si en el XVI España quería mandar, en el XVII lo que pretende es no menguar. Nadie veía ya el futuro con los ojos de Hernando de Acuña, poeta favorito del emperador Carlos, a quien le dedicó estos versos:

Ya se acerca, Señor, o ya es llegada

la edad dichosa en que promete el cielo

una grey y un pastor solo en el suelo,

por suerte a nuestros tiempos reservada.

Ya tan alto principio en tal jornada

nos muestra el fin de nuestro santo celo,

y anuncia al mundo para más consuelo

un monarca, un imperio y una espada.

Más bien los ojos del nuevo siglo son los insinuados por Quevedo, que en 1613 publica su conocido lamento:

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

Esta actitud pesimista está bien representada por Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), un inteligente pensador político, fino diplomático y espectador privilegiado del declive del dominio político de los Habsburgo. Como pensador político evita ser tachado de maquiavélico, pero cita frecuentemente a los autores de cabecera del pensador florentino, especialmente a Tácito (en la línea del tacitismo hispano), y elude las referencias a la abundantísima literatura moral y política de su tiempo. El contacto con la realidad lo ha hecho cauto, pero sus prevenciones no pueden ocultar aquí y allá su desconsuelo: «Ningún enemigo mayor del hombre que el hombre»; «el hombre siempre maquina contra su propia especie»; es «mayor el número de malos que de los buenos», etc. En Idea de un Príncipe Político Christiano representada en cien empresas (1640) explica las razones de su pesimismo: «Los animales solamente atienden a la conservación de sus individuos, y, si tal vez ofenden, es en orden a ella, llevados de la ferocidad natural, que no reconoce el imperio de la razón. El hombre, al contrario, altivo con la llama celestial que le anima y hace señor de todos y de todas las cosas, suele persuadirse de que no nació solo para vivir, sino para gozallas fuera de aquellos límites que le prescribe la razón». Fue esta una obra que pronto se plagió, de manera que su autor se queja de que estas «cien empresas» fueron hijas suyas, pero «les hallé después muchos padres».

Los dramas religiosos del XVII son propios de una religión que ha dejado muy atrás el impulso reformador de Cisneros y ha hecho suya una visión desconsolada del hombre caído, peregrino miserable en el Valle de Lágrimas. Los engranajes sociales se tornan más rígidos. Y aunque el ingenio de nuestros literatos es indudable, nos dejan con frecuencia con el alma quejumbrosa, como el alma de Felipe IV, que no tiene inconveniente en confesarle por carta (20 de abril de 1654) a sor María de Ágreda: «El saber con certeza que he pecado y que esto ha sido casi toda mi vida, que por el menor pecado mortal merezco el infierno para siempre, y que aunque es infalible que si yo hago de mi parte lo que debo me perdonará Dios, como no puedo saber si lo he hecho como debiera, es fuerza vivir con gran congoja […]. Confieso, sor María, que estos pensamientos me fatigan».

Podríamos elevar a la condición de figura epilogal del Siglo de Oro al místico Miguel de Molinos (1628-1696), que quizás habría subido a los altares si hubiese nacido cien años antes. Su vida y su obra se desarrollan en la estela abierta por Santa Teresa, a quien cita con frecuencia y siempre con admiración, y San Juan de la Cruz. Pero acabó confesando bajo tormento todas las barbaridades, fechorías e infamias de que la Inquisición quiso acusarlo.

A lo largo de estos dos siglos se fue desarrollando un admirable trabajo de profundización del alma que, si bien estimuló las más diversas formas de espiritualidad, fue incapaz de dar de sí una duda metódica (pienso en Descartes), una psicología (pienso en el empirismo británico) o una filosofía (pienso en el idealismo alemán). Y, sin embargo, estuvo cerca de todo ello. Toda esa fenomenal corriente del escepticismo hispano (en la que nos detendremos) es capaz de dar una obra sin duda notable, la de El hombre práctico (1686) de Francisco Gutiérrez de los Ríos, pero que dista mucho de poseer el poder constructivo de la duda metódica cartesiana. Sin embargo, abundan los estudios que tratan de la proximidad de Santa Teresa, Francisco Sánchez o Gómez Pereira con Descartes, o que ven a Suárez como gozne entre la filosofía medieval y Locke, por una parte, y entre la escolástica y el idealismo alemán, por otra. Hoy nadie duda de que la Cognitia metaphysica de Spinoza (1664), escrita a la par que la Ética, es incomprensible sin las Disputationes Metaphysicae de Suárez. Pero Suárez, con toda su grandeza, no es Spinoza. No es nuestro objetivo resolver el enigma de por qué ese caudal filosófico que tanto prometía se desvió, tomó otro cauce y fue a desembocar fuera de España. Nos limitaremos a constatar que no supimos aprovechar su agua para fertilizar nuestra historia. Hicimos grande la corriente y vimos verter al mar lo que debiera haberse vertido en las inteligencias. Pero alejémonos de la tentación de la melancolía histórica, que siempre nos acaba arrojando en brazos de la ucronía. Este libro quiere ser un motivo de gozo para su lector.

Este libro, en definitiva, es un dedo que apunta al Siglo de Oro. Me gustaría que, lector, prescindieras cuanto antes del dedo para fijarte en el lugar al que apunta, que es un paisaje en el que asoman cientos de torsos de héroes culturales que te esperan a ti para ser desenterrados. La cultura objetiva está ahí, pero solo es cultura cuando alguien la hace suya, la subjetiva sin contentarse con reducirla a vagas noticias escolares sobre grandezas pretéritas. Es conveniente que te apresures, antes de que el Siglo de Oro se nos convierta en un país extranjero, cuya lengua nos resulta incomprensible.

¿Quién soy yo?

Yo, que los cóncavos senos de tus entrañas habito…

«¿QUIÉNSOYYO?»