La mermelada sentimental - Gregorio Luri - E-Book

La mermelada sentimental E-Book

Gregorio Luri

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"Es un hecho: le hemos encontrado gusto a la incontinencia afectiva. Se ha producido una mutación emotivista de las relaciones entre lo público y lo íntimo". Gregorio Luri, siempre sensato y lúcido, enhebra los artículos que ha ido publicando en The Objective reuniéndolos con un fino hilo común: ese emotivismo que nos impulsa a pensar sintiendo haciéndonos creer que las cosas son más verdaderas cuando más las sentimos o que más vale una emoción (especialmente en el caso de la indignación y el entusiasmo) que un silogismo. Josep Pla nos advirtió de que "la tendencia a La mermelada sentimental lo pringa todo". Pero también nos ofreció un sabio consejo: "¿Sentido de la vida? Aquí lo tienes, el sentido de la vida... ¡Ármate de tu zurrón y de tu escopeta de caña y sal a la caza de las melodías de este mundo, que cada vez vuelan más altas". "Este libro tenía que existir (...) Es la mejor lectura conservadora de unos años que, incluso aceptando el ruido del mundo, quizá hayan sido más desorientados de lo habitual. Con esto ya sería bastante. Pero, como siempre ocurre con Gregorio Luri, este libro es mucho más" --Ignacio Peyró.

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Gregorio Luri

La mermelada sentimental

Cinco años de artículos en The Objective

Prólogo de Ignacio Peyró

© El autor y Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 2021

© del prólogo: Ignacio Peyró

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 86

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-400-8

Depósito Legal: M-11163-2021

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo

Relato caprichoso de cinco años de historia colectiva

La tendencia a la mermelada sentimental

Nuestra querida indignación moral

Las Arginusas

Los derechos inaguantables o «the era of the Drama Queens»

Meditación sobre Caperucita Violeta

Lope no preludia nada

El psicosocialismo

El miedo, una pasión contemporánea

La Edad del sentimiento

El nihilismo manso

El oso

El héroe que podemos soportar

Todo lo fluido se desvanece en la muerte

Meritocracia, mesocracia… y el Lucky Sperm Club

¿La tiranía del mérito?

El capitalismo cognitivo

A las puertas del trans-yo

Memónides de Moronea en la Feria del Libro

Mi querida España

El mapa de un país desconocido

The Partisan

De profundis

El Valle de los Caídos

¡Qué hermosa fue la revolución!

Choque de trenes

Patria

Cosas que he aprendido del procés

Una carta foral en el bolsillo

AMLO y la probidad

Sobre el liberalismo en tiempos de cólera

Voy a hablar de nuestra patria

Hay más antimonárquicos que republicanos

Mis queridos españoles

Una lección para la CIA. Don Cándido Nocedal

Libre por defunción. Rita Barberá

Los olvidados

Armonía del vivir pensando

Mi memoria es propiedad del Estado. Carmen Brufau

La gloria es un olvido aplazado

Marina y Caroline

Maeztu: la cicuta y el olvido

El último tipo de Europa. Paquiro

Proletarios de todo el mundo, perdonadnos

La utopía imposible de Ramón Mercader

Bajo el volcán

Mirando hacia la Transición sin ira

El Pla nuestro de cada día

Recordando un olvido

¡Españoles! ¡A mojar!

Desenterrando a Pemán

Ecología humana. Naturaleza y dignidad

La dehiscencia

El silencio de los espacios infinitos

La invasión de las no-cosas

Una herencia inquietante

El otro del otro

El suicidio de los indios de Vaupés

La risa triste

Dignidad

El olvido del don

Las aves de Hannón

El gallo de Sócrates (lo que realmente ocurrió)

Rerum senilium

Del animal político

Elegía del gobernante perfecto

We, the people

Verdades ponzoñosas y mentiras saludables

Just a Little Killer

La abuela de Leo Strauss

Teoría del soberano

«Mamuška, mamuška…»

¿Queréis saber qué es la democracia?

Una promesa imposible de cumplir

Teoría (apresurada) del centro

Parerga

Reflexiones caóticas sobre la superioridad moral

Elogio incondicional del pan

El fin de la historia ya tuvo lugar

El enemigo se llama enemigo

Entre pin, pan y pun

El futuro de la arrogancia

Cuento posnavideño

Ser conservador

El giro lingüístico de la revolución

El capitalismo es una buena idea… que ha sido mal aplicada

Consejos —no solicitados— para conservadores con prisas

Twitter en Pompeya

La familia y la educación

Guardián de mi hermano

Instrucciones elementales para ser una familia perfecta

Siempre hay algo que va mal

De vuelta (y media) a la escuela

Ya solo creo en Lou Reed y en la lucha de clases

¿Para qué sirve lo inútil?

Acting White

Conocimiento y poder

La educación, en números rojos

Vindicación de la memoria

10 tesis sobre el videojuego

El consentimiento y el puritanismo

El deber moral de ser inteligente

De las formas de la fe

El logos inaudito

El plural de Dios

Jueves Santo en Oranienburg

Prólogo

La lira y el claxon

La oscuridad no es el único beneficio espiritual del trabajo del editor, siquiera sea en su versión, más modesta, de editor de periódicos. A veces uno ve que ha cuajado una buena sección. A veces es imposible no relamerse intelectualmente tras leer —recién cortado del árbol— algún artículo maestro, con ese privilegio extra de verlo antes que nadie. Otras veces, en fin, miramos atrás y —que los autores nos perdonen— comprobamos, por decirlo con Pla, lo bien que avanza ese caballo por el que apostamos en su día. Por supuesto, el desdén a las miserias que puede acarrear el oficio conlleva el peaje de reprimirnos a la hora de dejar pública constancia de sus ventajas. Pero en todo hay excepciones, y saludar el nuevo libro de Gregorio Luri —y celebrar el honor de prologarlo— bien merece esta consideración de excepcional.

Por eso no pasará nada por revelar uno de los beneficios menos predecibles del editor, lindante con lo demasiado humano: si el traductor conoce los pliegues y entretelas de una escritura, el editor tiene acceso directo al telar del escritor, al taller donde conviven el pan de oro y las virutas, las tardes planas de inspiración y los accesos de energía. Cada mes trata uno con entre cuarenta y cincuenta articulistas, y aunque la experiencia humana sea universalizable, cada humano singular es, exactamente, de su padre, su madre y sus hábitos. Y lo es hasta el final. Quien es tardón, es tardón siempre. Quien entrega pronto, entrega pronto siempre. Y al poco empiezas a saber que ese articulista que te ha mandado un texto a los cinco minutos te lo volverá a mandar con una pequeña corrección, que el de más allá dedicará a su pieza media mañana del domingo, y que todavía otro llegará jadeando a entregar cuando se acaba el día. En The Objective, donde hay que tratar con gentes de gran valía y, en algunos casos, gentes de valía excelsa, esta pequeña comedia humana no deja de ofrecer su fascinación.

Es posible, sin embargo, que en esas zalamerías o tiranteces del trato haya una puerta abierta para la mediocridad. El editor, homme pressé donde los haya, puede confiar demasiado en que lo mejor es enemigo de lo bueno y, en consecuencia, valorar más la disponibilidad del autor, su rapidez, su diligencia para cumplir con un encargo o, simplemente, su afabilidad y cercanía. Cierto: Gregorio Luri es el colaborador que todo editor querría. No falla nunca, es puntual en el día y hasta en la hora; sus textos, limpios de polvo y erratas, parecen haber pasado una y otra vez bajo la lupa de los correctores más inquisitivos. Todo esto es estupendo y, si me apuran, virtuoso, y además Gregorio es hombre (aunque navarro) cordial. Pero hay lugares a los que no llegan la insistencia y el aseo. Si los artículos de Luri aterrizasen a deshora, si tuviesen las comas salpimentadas aquí y allá; si su autor tuviese una de estas vanidades expansivas y ofensivas o se dedicase a asustar ancianitas por la calle… no lo duden: sus artículos seguirían siendo, por usar un término más cercano a la vida que a la crítica, una gozada. Pla habla de la exaltación silenciosa del escribir, pero también hay una exaltación silenciosa en el leer, y es algo que ocurre con gran frecuencia cuando miro el correo y me bajo el artículo de Luri.

Nada de lo dicho hasta ahora quiere ser una justificación del mito del artista amoral: solo quería, con una pequeña reducción al absurdo, señalar una paradoja. Hay una gracia superior a la que no se llega solo con repetición y esfuerzo. Sin duda, en el caso de Luri, algo tiene que ver el decantado de una vida de lecturas y de tratos, el oficio de escribir, la disciplina. Todos esos ingredientes nos podrían dar páginas muy correctas, y me alegra la ejemplar —ese es término— imbricación de sus ideas con su vida. Pero a veces hay que descubrirse ante el misterio, simplemente: hay una frontera entre lo bueno y lo extraordinario que Luri cruza como salta un vallista y que es inexplicable. Y en nuestro mundo del desencantamiento, creo que no está mal saber reconocer que hay grandezas que no podemos cartografiar del todo, que quizá solo estén ahí para alumbrarnos, consolarnos, deleitarnos, admirarnos. Esa admiración da otra luz, más habitable, al mundo: por ella sabemos que hay unas cosas que merecen más la pena que otras.

Urge resituar a Luri en el catálogo de los escritores y no en el de los filósofos o pedagogos: los escritores, todavía, nos dan el vino que aligera el vivir, pero estas últimas generaciones debemos tan poco a pedagogos y filósofos que el nombre gremial le ajusta mal a don Gregorio Luri. Entiendo que haya quien se acerque a él por una sabiduría que quiere administrarse como una autoayuda, o para refrendar una visión conservadora —que comparto— del mundo. Y sí, pocos placeres como paladear la confirmación de nuestros prejuicios. Pero la prédica de Luri es para todos: coge por las solapas al mundo contemporáneo y lo lleva de la oreja al tribunal de los antiguos, con la suficiente piedad, eso sí, de descontar las locuras que, ayer y hoy, son propias de cada tiempo.

Parece que Gregorio Luri es el de mayor edad de los articulistas de The Objective: no diré que le vaya mal la seniority. Un hombre que, en sus morceaux de bravoure, escribe en apólogos y habla en aforismos, lo ha bebido todo en el hontanar de los clásicos. Por eso su agua, que es antigua, es siempre nueva. Me alegra pensar que, tras la traición de los pedagogos, que han quitado tantos saberes a los niños, habrá gente joven a las que le llegue algo de ese mundo clásico a través de Gregorio Luri —un mundo que, con estos eslabones, se resiste a extinguirse del todo—.

Las apuestas de un editor tienen algo que ver con la evitación de la culpa: ¿cómo no voy a apoyar esto? ¿Cómo no voy a apoyarlo si es bueno, aunque pueda parecer como el rasgar de una lira en la cacofonía competitiva de redes y de medios? Pero es mentira: todo queda. Y tiene una importancia fundamental que lo bueno no quede sin decirse. Este libro tenía que existir, y agradezco y felicito a Encuentro por haber sabido verlo, como felicito a los lectores que se crucen con este volumen. Es la mejor lectura conservadora de unos años que, incluso aceptando el ruido del mundo, quizá hayan sido más desorientados de lo habitual. Con esto ya sería bastante. Pero, como siempre ocurre con Gregorio Luri, este libro es mucho más.

Ignacio Peyró

Relato caprichoso de cinco años de historia colectiva

Mi primer artículo en El Subjetivo apareció el 24 de febrero del 2016. Desde entonces he ido publicando un artículo quincenal. A lo largo de estos cinco años la historia ha seguido haciendo lo que más le gusta hacer, desmentir a los profetas, y, sin ninguna duda, El Subjetivo se ha convertido un medio digital de referencia en el que me encuentro perfectamente cómodo rodeado de jóvenes brillantísimos de los que alguna vez se hablará, sin duda, agavillándolos en una generación de excelentes espigas. Uno de ellos, Jorge San Miguel, se preguntaba en febrero del 2021 «si vivimos en el país que creíamos». Es obvio que no. Nunca vivimos exactamente en el país que creemos vivir, sino en sus reducciones domésticas.

De todo cuanto nos ha sucedido en este tiempo, la reducción que resaltarán los libros de historia será la pandemia de la Covid, pero como aún no sabemos cómo evolucionará esta pesadilla, no me atrevo a darle la razón al médico que aseguró en una televisión francesa que dentro de 10 o 20 años los futuros comentadores de nuestros días se admirarán de la psicosis colectiva que nos está empujando al delirio de sacrificar el amor a la vida al miedo a la muerte. Pero no puedo negar que algo de esto hay. La prueba es que cuando la epidemia, allá en marzo del 2020, comenzó a cebarse en las residencias de ancianos, nos apresuramos a desprendernos de la moral kantiana, con sus principios categóricos que proclaman el deber de tratar a todo hombre como un fin y no como un medio, para dejar vía libre a la moral de urgencia del utilitarismo. Lo hicimos sin debate, como si fuera obvio que la moral kantiana solo es vigente en tiempos de bonanza o como si no quisiéramos enfrentarnos al hecho de que la lógica moral del utilitarismo es una lógica sacrificial. El utilitarismo nos dice a quién hay que perjudicar sin crearnos problemas de conciencia.

El 13 de febrero del 2020 se registró oficialmente el primer fallecimiento por coronavirus en España. Todo estaba preparado —¿recuerdan?— para que el Mobile World Congress nos confirmara que el futuro ya era una rutina, que la tecnología 5G, los big data y la inteligencia artificial tomaban el mando… y, de repente, a un chino normal y corriente le da por zamparse un filete de pangolín (o de civeta o de murciélago —¡qué más da!—) y, de nuevo, el factor humano hizo un boquete en la línea de flotación de nuestras agendas y puso al mundo en alerta.

Hoy, en marzo del 2021, expresiones hasta hace tiempo completamente desconocidas por el gran público, como «fatiga pandémica» o «nuevas cepas» se han hecho habituales.

Apenas hay semana en que no reciba alguna llamada de un periodista preguntándome qué aprenderemos de todo esto. Esta insistencia me permite suponer que estaríamos dispuestos a justificar lo que nos pasa si al menos nos garantizase alguna lección de provecho. Pero los virus no poseen ninguna relación con nuestros pecados. Se limitan a seguir ciegamente sus mutaciones. No somos responsables de ellos. Los virus no saben nada ni de física ni de metafísica. Se limitan a ser cisnes negros.

¿Qué cambiará tras el coronavirus?

Lo primero que contesto a los periodistas es que no está nada claro que dejemos atrás para siempre a este virus. Después recuerdo lo poco que aprendimos de la primera guerra mundial y de la gripe española que la siguió. La historia solo enseña algo a los viejos, que se llevan a la tumba lo aprendido, mientras que los jóvenes nacen en la ignorancia y, por imposición natural, son más futurizadores que rememoradores. A ellos, que son los propietarios del futuro, la historia les reserva sus enseñanzas para cuando tengan más pasado que futuro. Sin embargo, las crisis —todas— producen una gran cantidad de literatura sobre lo que ya no volverá a pasar. Nadie ha reflexionado más que los griegos sobre el páthei máthos (πάθειμάθος), es decir, sobre las enseñanzas del dolor. Su conclusión fue que a algunos el dolor les enseña a ser humildes. Pero la humildad nunca estuvo muy de moda en política. La política, como la filosofía, tiene más afinidad con la soberbia. En plena primera ola de la pandemia, la Generalitat de Catalunya se sintió gravemente ofendida porque el gobierno de España le había mandado 1.714.000 mascarillas. ¡1.714! Se tomó esta cifra como un agravio a la historia de los catalanes. A Navarra mandaron 16.000 mascarillas. Curiosamente el año 1600 se derrumbó el claustro gótico de la Real Colegiata de Santa María de Roncesvalles y Francis Bacon descubrió la existencia de una cosa llamada «sesgo confirmatorio».

Derrida apuntó una inquietante similitud entre el animal, el criminal y el soberano. Ninguno de ellos respeta la ley. El animal (en nuestro caso, el coronavirus), simplemente la desconoce. Vive en la inconsciencia de la ley. El criminal la conoce tan bien que intenta saltársela sin correr riesgos. El soberano es el que crea la ley. ¿Y quién es en una pandemia el soberano?

Si desde la perplejidad del presente miro hacia atrás, intentando captar lo más señero de los años inmediatamente anteriores a la Covid, lo que veo es el milagro de la normalidad. Es decir, un motivo para la melancolía.

Se ha dicho alguna vez que la melancolía es la alegría del pobre. Quizás. Pero es, sobre todo, la constatación de que cuando debíamos estar aprendiendo una lección de historia, estábamos distraídos en otras cosas. No nos culpabilicemos. Esa distracción es la vida.

Si, sobreponiéndome a la melancolía, intento recoger los acontecimientos que me parecen más reseñables del tiempo en el que el virus dormía, son las siguientes 7 reducciones domésticas las que me salen al paso.

El nacimiento de Euráfrica

Para mí, Euráfrica es el Fari. Pero no el que probablemente se imaginan, sino el que en marzo del 2015 reunió sus cuatro bártulos y se volvió a África. Antes de marchar nos pidió un teléfono móvil en desuso para su madre viuda. A sus hermanos les llevaba camisetas del Barça. Hicimos una colecta en el bar y le compramos un móvil nuevo. Nos dio las gracias y se fue. Y durante un tiempo estuvimos echando en falta lo que se reía cuando Antón, el camarero, le decía: «Fari, cuando cruces la carretera, sonríe, que de noche no se te ve y un día vas a tener un disgusto». Y él sonreía para nosotros mientras descargaba la calderilla de sus bolsillos sobre la barra del bar y hacía montoncitos con las monedas, agradeciendo nuestras bromas y el vaso de agua de cada día. A la noche, a eso de las diez, emergía de la oscuridad de la playa y cruzaba la vía del tren y la N-II arrastrando su carro de la compra lleno de abalorios. Vendía, sobre todo, pequeños elefantes anticrisis de un plástico vetado y quebradizo, con la trompa levantada, a un euro la unidad. «Comprar, esto contra crisis. Elefante buena suerte». Si alguien le replicaba que no estaba en crisis, el Fari hacía de los elefantes amuletos amorosos. ¿Quién no busca un trabajo más alegre o un amor más seguro? Yo solía acompañarlo por las mesas para animar a los clientes a superar la crisis por un euro. Con irregular fortuna, todo hay que decirlo. Además, un cliente que le compró un elefante tuvo un accidente doméstico y apareció una noche con muletas y un humor corrosivo que le hizo mucho daño a nuestra campaña de márquetin.

Un conductor desalmado arremetió una noche contra el carrito voluntariamente, de un golpe se lo arrancó de la mano y desparramó toda la carga de pulseras, anillos, collares y elefantes anticrisis por la Nacional II. Era bien triste oír su crujido bajo las ruedas de los coches mientras el Fari se llevaba desconcertado las manos a la cabeza.

Un día nos dijo que tenía que hacer cosas en Senegal. Y se fue. Durante meses, cuando hacía buena noche, sentados en la terraza del bar, miramos a la oscuridad, por donde ya no aparecía el Fari con su carro de la compra repleto de bisutería barata, y nos decíamos que quizás el día menos pensado, en cuanto apuntase la primavera, lo veríamos reaparecer, como los brotes verdes.

Volvió. Pero no lo hemos vuelto a ver. Sí conocemos a su hermana y a varios de sus hermanos, a los que se trajo consigo a su regreso. El Fari está ahora dirigiendo un entramado complejo formado por muchos, quizás cientos, de vendedores ambulantes. Todos trabajan para él. Lo que nadie sabe es para quién trabaja el Fari en esta nueva realidad geopolítica, Euráfrica, que se va conformando tan rápidamente ante nuestros ojos.

La aparición de los liderazgos paradójicos

Quizás se deba a mi interés por todo lo relacionado con la infancia, la juventud y la educación, pero la cara de Greta Thunberg sobresale en mi imaginación sobre cualquier otra. Una niña sueca de 15 años decidió no asistir al colegio y plantarse frente al Parlamento de Estocolmo con una pancarta en la que se leía «Huelga escolar por el clima». Al poco tiempo, miles de estudiantes de todo el mundo se solidarizaban con ella, en una universal red de empatía generacional cuyo centro era la ceñuda cara de Greta. A los pocos meses tomó la palabra en la ONU para decirles a los líderes mundiales que no se estaban comportando como adultos responsables y no eran «suficientemente maduros para decir las cosas como son». Los líderes aplaudieron yo diría que con entusiasmo sincero el rapapolvo de la adolescente. Y Greta alzó la voz: «Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su futuro en su misma cara». Los líderes volvieron a aplaudir. Yo veo aquí una oceánica desorientación moral. Pero es muy probable que esté completamente equivocado, dado que cada vez que he intentado argumentar mi posición me veo enfrentado a un alud de críticas, por insensible. Me temo que, muerto Dios, andamos como ovejas descarriadas en busca de un motivo moral que nos haga las veces de pastor y cuando lo encontramos nos aferramos a él con más pasión que lógica.

Mientas escribo estas líneas, en las capitales catalanas y en otras ciudades de España se están produciendo manifestaciones muy poco pacíficas en defensa del rapero Pablo Hasél, un provocador profesional, elevado a apóstol de la libertad de expresión tras ser condenado y encarcelado por decir barbaridades (lo que vuelve a demostrar que es mucho más fácil ejercitar la libertad de expresión que la de pensamiento). Entre los objetos del desprecio de Hasél se encuentran periodistas —está condenado por atacar a uno— y las mujeres, con las que usa generosamente el calificativo de «zorras». Sin embargo, se ha ganado el apoyo de la ministra de Igualdad. Mientras en Lérida los manifestantes rompían escaparates de tiendas y quemaban contenedores, gritaban «PSOE y Podemos represores», pero varios dirigentes de Podemos, partido que está gobernando en España, daban alas a las protestas al considerarlas justificadas, a pesar de que para defender la libertad de expresión los manifestantes no dudaron en atacar las sedes de medios de comunicación —la de TV3 en Lérida y la de El Periódico en Barcelona—. Hay que reconocer que tiene su qué volver a casa después de una mani revolucionaria con un bolso de Louis Vuitton.

De Rajoy a Sánchez, pasando por Podemos

La sustitución de Rajoy por Sánchez mediante una moción de censura que contó con unas alianzas que hasta hace pocos años parecían imposibles significa, a mi modo de ver, algo mucho más profundo que una alternancia de gobierno. Hemos visto a Bildu aprobando los presupuestos generales del Estado. Una figura importante dentro del socialismo me insinuaba que ese gesto debía leerse como un nuevo abrazo de Vergara. El caso es que Rajoy, que parecía el único político español capaz de convivir con el caos sin que le temblase ni la ceniza del puro ni la página del Marca, fue sustituido por un político capaz de gobernar con Podemos y el apoyo parlamentario de los independentistas catalanes y vascos. Como era previsible, el aliado podemita, ascendido a vicepresidente, se está mostrando como el más fiel enemigo del gobierno del que forma parte.

—Toda la gente de bien está con usted —le dijo una mujer a un candidato a presidente de gobierno.

—No es suficiente —le respondió el candidato.

—¿Y qué más quiere usted?

—¡La mayoría!

Pues bien, Sánchez, que heredó un PSOE en la UVI, ha sido más capaz de alcanzar mayorías improbables estando en la oposición que Rajoy mayorías probables estando en el gobierno y, por lo tanto, controlando los presupuestos. ¿Por qué Rajoy, teniendo el poder, no supo ganarse aliados? En política la piedad es una diosa extranjera; la prudencia, el arte de aprovechar el momento adecuado y el prestigio, lo que decide la suerte.

Al ganar la moción de censura contra Rajoy, los parlamentarios de Podemos se echaron a llorar. Yo vi en sus lágrimas la insinuación de un mensaje: el emotivismo se disponía a gobernar. Greta es un fenómeno generacional.

Hay una variante con más mala uva de la anécdota de la mujer y el candidato. Se cuenta que cuando el gobernador de Illinois, Adlai Stevenson, participaba en la carrera presidencial, un simpatizante le dijo: «No hay persona sensata en América que no te piense votar». Stevenson le replicó: «Espero que no lo hagan. Necesito una mayoría».

La hegemonía cultural del emotivismo

El emotivismo es, ciertamente, un estado de ánimo generacional, pero lo relevante es que expresa una necesidad imperiosa de sustituir a Dios por algo que permita, si no ser, al menos sentirse bueno. Entre nosotros se nutre de una mezcla de políticas identitarias, neoutopismo, una concepción del Estado como una inagotable vaca lechera, un rechazo radical del llamado «régimen del 78», un difuso resentimiento contra todo elitismo y un manejo desacomplejado del calificativo de fascista o de ultraderecha para todo aquello que no le gusta. Lo que representa Podemos no es una nueva sublevación revolucionaria de lo abstracto contra lo concreto, sino una sublevación emotivista de la lágrima contra la lógica.

Con Podemos en el gobierno y con el visto bueno de los socialistas, el emotivismo ha pasado a convertirse en ideología de Estado. Se ha impuesto, ciertamente, sin recurrir al terror, pero haciendo un uso frecuentísimo de la intolerancia con el otro y de una indulgencia infinita para sí mismo. El emotivismo es, en última instancia, una fenomenal fábrica de memorias de opresión que explica los nuevos narcisismos autoerigidos en aristocracia del bien, que critican como reaccionario todo aquello que, simplemente, es propio de un mundo adulto.

Hay un claro declive del antropocentrismo (asimilado a algo muy malo que a veces se denomina carnologofalocentrismo) y un auge no menos claro del patocentrismo. Pero un patocentrismo muy sesgado que le permite a Peter Singer, profeta del animalismo, declarar en The Guardian (19-2-2020) que «los bebés humanos no nacen conscientes de sí mismos ni son capaces de comprender que existen a lo largo del tiempo. No son personas [por lo tanto] la vida de un recién nacido tiene menos valor que la vida de un cerdo, un perro o un chimpancé». Mientras tanto, «Moon Mother», directora de un centro de «terapias naturales», propone a las mujeres que se tomen «un descanso del exigente mundo masculino para crear un apacible oasis femenino» en sus vidas, participando en una «bendición mundial de útero».

«Necesito la identidad como arma», escribía Susan Sontag. Y dio en la diana. Lo moderno son las identidades de erizo. Véase, por ejemplo, ese feminismo (porque el feminismo se dice de muchas maneras) que recurre en demanda de protección a las púas institucionales que, bajo su lógica, deberían ser consideradas como agresivamente falocráticas: Estado, jueces, policías y cárceles.

La identidad-erizo ha llegado al extremo de sublevarse contra las estatuas de nuestras ciudades. En el verano del 2020 asistimos a una especie de plaga profanadora de estatuas de la que no se libró ni tan siquiera la de Voltaire en el mismísimo París.

Estamos redescubriendo que lo que se califica de injusto no es tanto aquello que va contra la ley, como lo que despierta el escándalo de nuestra indignación moral.

¿Por qué, por ejemplo, resulta más movilizador el lema «Black lives matter» que el de «All lives matter»? Aparentemente en un mundo dominado por el humanismo abstracto, el cosmopolitismo y el multiculturalismo, ¿no debiera ser el segundo el lema a enarbolar al menos por los jóvenes blancos? Pero el negro se ha convertido en una fuente de bondad porque si es negro, sufre; mientras que todos los blancos son racistas.

Curiosamente el triunfo del emotivismo moral viene acompañado por un pesimismo existencial creciente. No hay manera de evitar el miedo a la muerte, especialmente si condenamos a las instituciones dedicadas a combatirlo (las religiones) al ostracismo republicano. Pero el miedo a la muerte sigue ahí, como vemos en el número creciente de distopías. Nunca como en los pasados cinco años las series de vampiros y de zombis habían tenido más éxito. Y para colmo, el virus.

Cataluña o la política como exabrupto

He dejado escapar alguna vez que solo hay una cosa que Cataluña deteste más que ser gobernada: gobernarse. Ha dado abundantes pruebas de ello. Niceto Alcalá-Zamora, escribió también en esta dirección: «He creído siempre que la mayor dificultad del problema catalán consiste en reclamar la más amplia autonomía la región menos apta para ejercerla».

Lo evidente es que tenemos un problema y que nuestra política tiene horror a los problemas. No sabe convivir con ellos. A nosotros nos gustan las soluciones. «¡Como a todo el mundo!», me objetará alguno, pero no exactamente, porque a nosotros nos gustaría vivir en un mundo de soluciones sin problemas. Y si, por desgracia, vemos o creemos ver un problema en algún sitio, intentamos huir de él con tan poca pericia que acabamos agrandándolo hasta que alcanza unas dimensiones colosales y comienzan a oírse voces de espantada, es decir de «Jo ja no entenc res».

En noviembre del 2017 una persona que iba en los primeros puestos de la lista electoral de Puigdemont, dejó escapar, como si tal cosa, que «España ha hecho un genocidio en Cataluña». Quizás para justificarse un poco añadió que «eso ya se ha dicho antes y no lo he dicho yo, si leemos un poco veremos que Rovira i Virgili ya lo decía». No he leído, ni mucho menos, todo lo que escribió Rovira i Virgili, pero sí recuerdo que Josep Benet tituló uno de sus libros El intento franquista de genocidio cultural contra Cataluña (1995), refiriéndose a los primeros años del régimen franquista. Sé también que en el exilio hubo voces catalanistas que solicitaron a la ONU que juzgara a Franco por genocidio (conclusiones del LLibre Blanc de Catalunya, Buenos Aires, 1956) y que Josep Maria Solé i Sabaté, siguiendo a Benet, habla también por algún lugar de «genocidio cultural». Pero, aun siendo indudable la represión contra la cultura catalana, la expresión «genocidio cultural» es más un arma arrojadiza emotivista que un argumento científico. Ningún genocida hubiera permitido, por ejemplo, la edición de Verdaguer en 1943, o que un falangista como Giménez Caballero incluyera en su manual de bachillerato de literatura de España (1946) algunos versos de la Oda a la Pàtria de Aribau.

Que esta persona de cuyo nombre no quiero acordarme y que acabó ocupando un escaño en el Parlamento de Cataluña considerase que España —no este o aquel político, sino España— cometiera un genocidio en Cataluña y que lo equiparase, como lo hizo, con el que padecieron los armenios, es un índice de ese aire de cazadores tartarinescos que a muchos catalanes les gusta adoptar cuando se disponen a emprender cualquier acción que aventuran memorable. Pero el disfraz de Tartarín no contribuye mucho a resolver problemas. Josep Pla apuntaba hacia aquí cuando en un pasaje de su Cambó escribe: «...no confiant veure realitzats els seus ideals, tingueren un gran afany en veure’ls pintats».

La crisis catalana puso —y sigue poniendo— de manifiesto que, entre nosotros, los españoles nos tratamos ferozmente de vosotros. Las dificultades del nacionalismo catalán para sentirse parte de un nosotros español son obvias; pero también las del nacionalismo español para integrar a Cataluña en lo «nostre». Por eso Ortega habló de la conllevancia como única relación posible. Pero si el «nosotros» español tiene dificultades para ser efectivamente integrador, no es menos cierto que algo semejante le ocurre al «nosaltres» del nacionalismo catalán cuando intenta que toda Cataluña encaje en su espacio mental.

En 1936 Dalí le escribió, desde París, a Jaume Miravitlles, comisario de Propaganda de la Generalitat de Catalunya, proponiéndole la creación en Barcelona de un departamento denominado La Organización Irracional de la Vida Cotidiana del que el propio Dalí, por supuesto, sería el jefe. «No te necesitamos», le contestó Miravitlles, «la irracionalidad ya está perfectamente organizada». En esta situación seguimos.

Trump

«Apreciaba a los hombres directos y pendencieros, y sentía desprecio por abogados, maestros y demás oscurantistas. No era piadoso. Bebía whisky cada vez que sentía frío y procuraba tener un trago siempre a mano. Conocía más blasfemias que fragmentos de las Sagradas Escrituras y también las usaba y disfrutaba más. No creía en la sabiduría infalible de la gente común, sino que los consideraba unos memos y unos pelmazos, y trató por todos los medios de proteger a la república de ellos. Jamás abogó por una cura segura para todos los dolores del mundo, pues dudaba de que existiera semejante panacea. Y no le interesaba nada la moral privada de sus vecinos». Este no es un retrato de Trump, sino de George Washington, tal como se lo hizo H.L. Mencken. Ciertamente, si Washington viviera hoy, le sería del todo imposible hacer carrera política. El Senado no se atrevería a darle su confirmación y la prensa se cebaría en él.

Leyendo esto, uno sospecha que Trump no se equivocó de modales, sino de siglo. Se ha dicho que con él la retórica del poder acogió con los brazos abiertos la llamada «posverdad», elegida en el 2017 como palabra del año. Pero la posverdad es tan vieja como la política. Como decía Juan de Zabaleta, «Muy lejos está de la razón política el que para decir las cosas piensa que basta decirlas con razón» (Errores celebrados, 1653). Añado que en 1712 se anunció en Inglaterra la aparición de un tratado en dos volúmenes sobre el Arte de la mentira política o «pseudología politiké», que trataría «del arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con visas a un buen fin». Su autor hubiera sido, de haberse realizado el proyecto, el escocés John Arbuthnot, médico de la reina Ana y buen amigo de Jonathan Swift, quien escribió en The Examiner: «Se nos dice ahí que el Diablo es el padre de las mentiras, y que fue un mentiroso desde el principio; de suerte que, sin lugar a dudas, la mentira es antigua y, es más, surgió por primera vez como mentira política».

Recordemos que del político capaz de hacer creer mentiras saludables nadie sospecha que sea mentiroso.

El «Brexit»

Ya que hablamos de mentiras políticas, recordemos el festival británico del Brexit, pero dejemos previamente dicho que los «brexiters» creían mentir al servicio de una causa noble. Querían blindar su identidad y su autonomía con fronteras nacionales claras, creyendo que en la UE dominan más los intereses comerciales que las ideas. Si se trata de primar los intereses comerciales, prefieren gestionar sus propios tratados comerciales; si se trata de alianzas políticas, se fían más de sus «primos» de ultramar (norteamericanos, canadienses, australianos...) que de sus vecinos continentales.

Saben que en un contexto mundial en el que el Pacífico va para arriba, el Atlántico va para abajo y el Mediterráneo es un lugar de turismo y emigración, si no estás actuando donde se cuecen las habas, quedas marginado. No les cuesta mucho dejar atrás a una Europa que no puede creer en sí misma por la sencilla razón de que no sabe quién es. Los brexiters tienen una firme voluntad de actores. Mientras los europeos soñamos con relacionarnos con la humanidad como humanos, los británicos prefieren hacerlo como británicos.

Por supuesto, la jugada les puede salir mal. Eso ya lo saben. Pero saben también —y esto es lo importante— que solo asumiendo riesgos un país seguro en sí mismo crece, se fortalece y se cohesiona. Por otra parte, ya apuntó Maquiavelo que la virtud de un político la decide siempre su fortuna.

La tendencia a la mermelada sentimental

Es un hecho: le hemos encontrado gusto a la incontinencia afectiva. Se ha producido una mutación emotivista de las relaciones entre lo público y lo íntimo. La combustión pública permanente de nuestros sentimientos nos permite creer que somos mejores personas porque nos sentimos como tales. El hombre, que tiempo atrás, se veía como animal político, hoy disfruta siendo un animal psicológico y, por lo tanto, terapéutico. Por eso concede mucho menos valor a su conducta que a su buena voluntad. Le gustaría no ser juzgado por lo que hace, sino por lo que siente. En la cultura de la emotividad pública nadie se siente muy cómodo asumiendo responsabilidades. Los modernos modos de vida ya no buscan un soporte teórico (una verdad) que los justifique, sino una intensidad emotiva que los haga auténticos. Como ya intuía Pla en 1932, «la tendencia a la mermelada sentimental lo pringa todo».

Las escuelas conceden hoy más relevancia a la educación emocional que a la intelectual. Ofrece más aprendizajes vivenciales que conceptuales; es decir, más pendientes de la emoción que de la ciencia.

—¿No le parece bien que la gente exprese sus emociones? —me preguntaron en una ocasión.

—Habitualmente preferiría que se las callasen.

—¿Por qué?

—Porque la mayoría tenemos emociones triviales y para emociones fuertes, ya está la gran literatura.

—Es usted un provocador.

—Solo un lector de Dostoievski.

El rasgo de personalidad que el emotivismo contemporáneo valora más es la empatía. Existe la idea de que los problemas del mundo se solucionarían si las personas hicieran el esfuerzo de empatizar más entre ellas. Así, los conflictos entre los negros y los policías norteamericanos se resolverían si los segundos simplemente se imaginaran qué significa ser negro y los problemas de la emigración en Europa dejarían de serlo si los europeos nos pusiéramos en la piel de un emigrante. Como sugirió alguien, los problemas entre judíos y palestinos se resolverían al instante si ambos se comportasen como buenos cristianos.

Pero como escribe Phillip Roth en su Pastoral americana —y él de esto sabía mucho— «de lo que se trata en la vida no es de entender bien al prójimo. Vivir consiste en malentenderlo, malentenderlo una vez y otra y muchas más, y entonces, tras una cuidadosa reflexión, malentenderlo de nuevo. Así sabemos que estamos vivos, porque nos equivocamos».

Recuperar una cierta formalidad en el trato no es fácil en un mundo que sospecha de la inautenticidad de todo artificio. Y aquí se trata de defender la moralidad del artificio, es decir, de todas aquellas normas de conducta que nos permiten tratar a cada persona con la distancia adecuada.

Nuestra querida indignación moral

Durante un tiempo pensé que los llamados «valores» eran la ideología del laicismo. Hoy he rebajado mucho mis expectativas. Ya no les exijo tanto. Actualmente los veo como el adorno retórico de la triunfante indignación moral.

La indignación moral es ese emotivismo ético que considera más noble el vómito que el apetito. Suele ir acompañada del resentimiento y del escándalo, dos de los mayores aglutinadores de la atención pública. Es, en definitiva, la expresión de la razón victimológica actualmente triunfante. ¿Exagero si añado que parece presentarse cada vez más nítidamente como la expresión espontánea de la soberanía popular?

Aldous Huxley escribió en el prólogo de Un mundo feliz que «el remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse». Efectivamente. El fango enturbia la nitidez del concepto y nos deja expuestos a la emotividad de la imagen, al que somos tan sensibles los herederos de la tradición cristiana.

Dicen que la democracia funciona con principios. De acuerdo. Pero conviene tener claro que su principio fundamental es el consenso y que no está nada claro que el consenso de la indignación moral pueda garantizarle a la democracia los valores que necesita para vivir, porque tiende de manera espontánea a ahondar las distancias entre lo bueno y lo nuestro. Al moralmente indignado le gusta plantearle a la política retos morales que son muy superiores a lo que esta puede dar de sí democráticamente.

Cuando Erdogan, que no parece especialmente capacitado para darnos lecciones morales, acusa a Europa de haber hecho del Mediterráneo «un cementerio de emigrantes», los indignados morales se apresuran a hacerle la ola al grito de «Europa, shame on you».

Las Arginusas

«Siempre me mantuve en mi lugar, cumpliendo con determinación y coraje las órdenes de Atenas», les dice Sócrates a los jueces de los que pende su vida. Nota que se revuelven, inquietos. Se sienten acusados. Por eso protestan airadamente cuando añade que quien lleva la contraria a una asamblea democrática, tiene las de perder. Para ponerlo de relieve recuerda las Arginusas.