El equinoccio argentino - Paul Battistón - E-Book

El equinoccio argentino E-Book

Paul Battistón

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Beschreibung

Desde la posición de un simple espectador ordinario, el autor relata los acontecimientos de nuestro transcurso democrático, apoyándose en las sucesivas sensaciones de resignación y esperanzas a las que fuimos sometidos. Estas sensaciones se extrapolan a hechos más allá de un punto al que el autor llama específicamente El equinoccio argentino. Se trata de un punto donde la política incide perpendicularmente sobre nuestra marcha y que, claramente, podría haber sido el inicio de una divergencia con nuestra realidad actual ¿Qué llevó a Daniel Scioli a reconocer apresuradamente una derrota que el oficialismo, mediante uno de sus medios insignia, anunciaba como amplio triunfo? A partir de este punto, el autor desarrolla una historia alternativa. No sin antes hacer un ejercicio de redacción de sensaciones acumuladas en nuestra vida diaria por obra y gracia de la actuación política sobre nuestras existencias. Dicho ejercicio le permite un eficaz uso de esas sensaciones para desarrollar posibles acontecimientos que hubieran ocurrido si la realidad hubiese sucumbido ante ese planeado zócalo de C5N: "Amplio triunfo de Scioli".

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Battistón, Paul

El equinoccio argentino / Paul Battistón. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

250 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-401-6

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Política. 3. Democracia. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Paúl Battistón.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

Dedicado a mi esposa Alejandra

y a mi hijo Alexis;

a mis padres ausentes;

a Nélida, mi segunda madre;

a Carlos, eterno aportante de frases e ideas;

y a Alfonso, formador en el camino de la política.

A pedido de GNZ

PRÓLOGO

La historia suele requerir de datos específicos, números generalmente: cantidades, ubicaciones, fechas que anclen las letras a una descripción precisa de acontecimientos. Pero el transcurso de la realidad en el preciso instante de su desarrollo suele ser percibido con valores cualitativos que pueden tener una relación directa con esos números, o también puede ocurrir lo contrario.

Y para complicarla aún más, puede ocurrir que distintos receptores, en abierta oposición a ser influidos por esos números que pretenden ser los mojones y anclajes de la historia en desarrollo, tengan percepciones diferentes de los mismos hechos.

Si bien no eliminé los números de esta historia, mi intención fue relatarla desde el punto de esas percepciones cualitativas. Para hacerla simple: describirla a través de esas sensaciones inmediatas y la evolución de las mismas en el tiempo de un individuo situado en la posición media, en la posición de “verla pasar”. Podría haber dicho posición de clase media, Pero hubiera significado una cierta numerologia encriptada y la intención no es agregar mojones.

De todas formas, es innecesario que aclare la posición inequívocamente tomada para el relato de esta historia. Es una historia absolutamente ligada a mis sentimientos y percepciones. Sin esta subjetividad no hubiera tenido la necesidad de escribir esta historia basándome en una frecuencia y una amplitud particular de sentimientos, ni de proyectarlos haciendo uso de esas mismas magnitudes más allá de la realidad, haciendo especial hincapié en un punto específico al que llamo “equinoccio” y del que estoy convencido que esconde un valor mucho mayor a aquel anecdótico aportado por el cuestionado y burlado zócalo de C5N: “Amplio triunfo de Scioli”.

Mucho he discutido con amigos, y otros no tan amigos, sobre si el rumbo de Argentina era hacia Venezuela. Mi convencimiento es que sí lo era, aunque finalmente, al hacer ejercicio de proyección de sentimientos con la única función de transformarlos en la mitad ficcional de esta historia, debo reconocer que claramente pudo ser peor.

Las condiciones especiales de nuestro contexto (siempre hubo numerosa injerencia creándolo) nos asegurarían algo distinto a escala diferente. Esa escala única de Argentina, siempre con disponibilidad para dar lo mejor antes de hundirse en lo peor sin dejar de perder esos destellos que pueden alcanzar un nivel papal aun en la tragedia absoluta.

EL EQUINOCCIO ARGENTINO

Paul Battistón

El asalto del full-time

El silencio suele ser el principal cómplice de lo imperceptible. Uno pensaría que una facultad especial, capaz de hacer algo indetectable a la vista, sería la mayor garantía para pasar desapercibido. Pero no, lo imperceptible suele ocurrir frente a nosotros mismos y no adquiere esa característica por ser invisible, lo hace por ser visible ante nuestra ceguera. El mayor aliado de lo imperceptible es el gradualismo silencioso, ese que hace de lo cotidiano su camuflaje y de la resignación, su estocada final; aunque lo definitivo de la palabra final queda desperdigado en un espacio de tiempo que hace honor al mismo gradualismo con el que se entumece la percepción.

Resulta curiosa también la variación de la escala de percepción del tiempo del gradualismo que lo imperceptible necesita según se lo mida de uno u otro lado. Así fue como se perdió el eterno y sagrado domingo que en poco menos de diez años murió en manos del full-time con un rápido gradualismo ensalzado por una fiesta interminable. De su mano se fue también el no tan eterno “sábado inglés”.

Argentina ya no sería la misma en pos de las exigencias de la modernización (modernización que quedaría englobada en una única palabra redundante: globalización). El gradualismo de esa transformación imperceptible se presentaba a los ojos del común de la gente como la esperada ubicación de nuestro país en su lugar merecido (siempre habíamos sido los mejores y en cada suceso importante siempre había un argentino, solo que los imponderables se empecinaban en negarnos nuestro lugar merecido).

Los cambios sagaces vinieron acompañados de otros gradualismos colaterales. Una concentración desmedida del comercio que a medida que se hacía más notoria era festejada como una moda y no como una necesidad (estaba bien vista). El consumo de banalidades a un extremo patético dio aire a la economía y, como una ironía del destino, este consumo se concentró en el día domingo. Así fue como el tour familiar de compras se transformó en el engañoso esparcimiento donde una caminata entre góndolas suplía los pasatiempos tradicionales.

En resumidas cuentas, la costumbre general del día de descanso había caído abatida ante la presión de las nuevas condiciones de mercado que, al ritmo de las grandes superficies comerciales de origen extranjero, impusieron el lunes a lunes.

Las víctimas centenarias: la cultura, el culto, el deporte (en menor medida) y, sobre todo, el descanso. En la vorágine de la fiesta noventista no sería notoria su necesidad inmediata. El ritmo en franca aceleración hizo de energizante sin cafeína y a finales de la década era muy notable el incremento de las consultas psicológicas, aunque en un principio quedaran expuestas como una moda adulada por los medios faranduleros y las publicaciones más influyentes.

Estaba de moda tener un psicólogo de cabecera, exhibirlo y hasta recomendarlo. No faltaron los programas de televisión con panelista psicólogo hasta que, finalmente, llegó el día en que hubo psicólogo conductor.

Pero ocurrió que la moda, al no ser en realidad moda, nunca declinó. El psicopedagogo pasaría a ocupar un puesto permanente en el staff del personal escolar. La debacle producida por el “sin parar” alcanzaría directa o indirectamente a las edades menores.

Sin ninguna duda, los años noventa habían sido el espacio de tiempo con mayores cambios: diez años de múltiples gradualismos simultáneos que derribaron murallas y costumbres, pero también impusieron nuevas resignaciones para reemplazar viejas.

Desagio, adagio y cambio de escala de resignación

Cuando finalizaba el tiempo de Raúl Alfonsín al frente del Ejecutivo, era una realidad la “sensación” generalizada de imposibilidad, como lo había sido justo antes de su asunción. Parecía que muy poco había cambiado más allá de lo institucional y que la Argentina debería resignarse a su estado de atraso, semiaislamiento y trastornos económicos crónicos, siempre con resultados inflacionarios y la constante y pintoresca quita de ceros a la moneda.

El Plan Austral con adornados y novedosos vocablos, y su tabla de desagio fue una inteligente y barnizada variante de lo mismo de siempre. Supo aprovechar la pequeña ventana de confianza para mantener durante un corto período números apropiados para llegar al momento exacto donde el nudo de la cuestión obviamente nunca sería resuelto por un Gobierno radical.

¿Cuál era ese nudo? Los déficits, que siempre eran subsanados con tomas de deuda y emisiones. O sea, en definitiva, inflación.

El Plan Austral había sido una pieza de relojería capaz de engañar inercias, aceitar rispideces y barnizar con una fina capa de confianza un mercado que en esos tiempos era infinitamente menos poderoso que el que surgiría posglobalización, dejando números bonitos y adecuados para las decisiones políticas necesarias para acabar con la fuente de la inflación: el déficit fiscal; aunque los dejaba en manos de un Gobierno que ni por asomo tendría el coraje de efectuar recortes frente a una oposición que sería la principalmente recortada de sus puestos públicos y empresas estatales.

El fixture de pagos de intereses de la deuda externa (nunca decreciente) era el abono de la resignación generalizada y de todos los debates posibles. Su anuncio en los medios era tan común como los anuncios de los constantes aumentos, producto de la inflación.

Los años noventa trajeron de una forma inesperada una reorientación de los flagelos diarios y, como para que no quedaran dudas de que hasta Dios estaba en contra nuestra, nada menos que el propio ministro de Economía cayó fulminado a solo unos pocos días de asumir (con la pesada resignación que había significado al peronismo tener que aceptar un nombre de los empresarios). Pero la revancha vendría de la mano de un contador público nacional, el “súper Erman” (nada que ver con Harvard), y, por supuesto, de las decisiones políticas de las que el anterior Poder Ejecutivo había carecido. Fue el inicio del cambio de nuestras penurias por otras nuevas.

Años después, cuando se retiraba el emperador Carlos Saúl, y aún en la resaca de la fiesta interminable, nuestras resignaciones de crónico derrape económico habían quedado sepultadas por una nueva resignación, la corrupción democráticamente inevitable resumida en un sencillo corolario recitado a diario y en público: “Robaron pero, por lo menos, hicieron algo”. Aunque cabe destacar una definición más precisa y reveladora del fenómeno, aun cuando este estaba en estado prematuro: “Hay que dejar de robar por dos años”1. Esta situación fue reafirmada con el manifiesto “Robo para la Corona”, aunque años después ya no quedaría claro si se trató de un manifiesto en oposición y protesta o de lamento por quedar excluido del fenómeno.

Cada etapa tuvo sus culpables utópicos que justificaban el retrasado despegue hacia nuestro destino de grandeza; esa grandeza de la que siempre se hablaba en cualquier reunión de más de dos personas, aunque estuviera inmersa en una ciclotimia de convencimiento e imposibilidad.

Una deuda externa imposible de pagar fue el termómetro que durante casi una década (con un inicio dictatorial) jugó con nuestra resignación y convenció a más de uno de que la única salida de Argentina era Ezeiza.

La inflación casi en paralelo, imposible de ser entendida por muchos y contenida por el Gobierno, de a poco pasó a tomar más letra que la preocupante deuda impagable. Aun el padecimiento diario de la misma no fue suficiente para alertar ni ver llegar la hiperinflación que se venía, anunciada por los agoreros de siempre y no escuchada por los expertos de siempre. ¿Acaso había algo más aborrecible que el ingeniero Alsogaray y sus eternos malos augurios? Además era inexplicable por qué el Sr. Bongiovi, más conocido como Bon Jovi, casualmente de gira por Argentina, era incapaz de aceptar algo tan natural como un simple cambio de precios de un día para otro y, por esa simple cuestión, alterar la paz del hotel solo por su incapacidad de comprender nuestro estilo de subsistencia con una moneda hundiéndose.

Nada menos que un Gobierno fue la víctima de la hiperinflación y, como si fuera poco, justo el Gobierno que había sabido remar entre los fantasmas golpistas del pasado, de los cuales ni el peronismo había salido indemne. Lo que no habían logrado los planteos embetunados, lo logró la hiperinflación.

Hiperinflación, peronismo y Pacto de Olivos redondearon una salida con una sensación de que jamás nos quitaríamos la inflación de encima. La deuda había pasado a un segundo plano de resignación. A esa altura, ¿a quién carajo le importaba la deuda externa si ya no podíamos pagar un kilo de yerba?

El primer traspaso democrático y la disyuntiva entre la continuidad, que intentaba ser lo contrario con su “lápiz rojo” dispuesto a tachar todo gasto innecesario, y la contraparte, con su interna que había dejado cierta sensación de retorno isabelino con la derrota del peronismo rubio, dejaban poco margen para la ilusión.

Poca sorpresa dejaron los resultados de las primeras presidenciales del periodo democrático, pues la mayor parte de la capacidad de asombro ya había sido gastada en la interna del peronismo. El hecho concreto de que el peronismo se debatiera en una interna ya era toda una sorpresa y, si faltaba más sorpresa, lo fue el “no” rotundo al peronismo rubio de ojos celestes, al que todo el espectro no peronista daba como ganador, quizá, por la opinión de los medios. El poder de Eduardo Duhalde en el Conurbano quedaría a la luz.

Carlos Saúl no era ignoto, pero era lejano, casi como llegado del desierto o de los llanos, por lo menos. Esa era la visión generalizada en un país que mira solo donde Dios atiende. Fue como una precuela “fujimoriana”: nadie la vio venir.

Ted Kennedy nos lo había advertido: “He estrechado las manos del futuro presidente de Argentina”. Noticia que, aun en medio del triunfalismo antiperonista de un Gobierno radical, solo había ocupado como corresponde los titulares de un tabloide ultramarillista como lo era Semanario, en papel diario y a todo color sangre, a la par de avistamientos de ovnis y las predicciones con las runas vikingas. Las opiniones callejeras sobre la visita del senador Ted Kennedy a La Rioja variaban desde “¿para qué carajo fue al medio de la nada?”, hasta “fue a ver lo peor de la Argentina”.

En manos de Carlos la suerte estaba echada y no faltó quien se aventurara a pronosticar que con el país en manos de ese personaje salido de un manual Kapelusz, la Argentina, como mínimo, volvería a su pasado caudillesco.

Aun cuando no reunía las condiciones físicas que el mercado, se supone, esperaría, ni los títulos impecables que lo acercaran más a exgobernador que a caudillo, la confianza puesta a sus pies fue alta. La huida de Alfonsín entre sus índices de terror seguramente contribuyó a una desesperada esperanza de que cualquier tipo de cambio sería beneficioso. Y si en los inicios a Carlos Saúl le faltó algún tipo de confianza, rápidamente supo ganársela. Su rápida exposición mediática y farandulización de sus apariciones (tan criticadas en retrospectiva) en los comienzos de su mandato le sirvieron para que ajenos y extraños lo miraran con cierto asombro e inesperada simpatía. Quizá la imagen más anecdótica de esa época sea la de Carlitos a la mitad de la altura del gigante Jorge González, en esa instantánea analógica donde viste la camiseta de la selección argentina de básquet. Todo era válido para recaudar imagen, confianza y, también, fondos simbólicos.

El enemigo era tan profundo y fuerte que en su primera arremetida detuvo el corazón de Mor Roig. ¿Alguien puede desmentirlo? Si eso no era desazón, ¿entonces la desazón dónde estaba?

Carlos ensilló (en lo de Rivadavia), atacó bien profundo y por primera vez se apuntó certeramente a ese déficit y emisión que hacía poco se lo habían llevado puesto a don Alfonsín. Lo paradójico era que lo hacía un caudillo a caballo; a caballo de un partido que siempre lo había potenciado.

Carlos tuvo un frente claro, no solo para el Ministerio de Hacienda, sino para todos en general: las monstruosas empresas estatales, monstruosas también en sus gastos y pérdidas. El castigo que estas empresas daban a la clase media (que se esparcía por todos los colores políticos) fue decisivo en la tendencia positiva que indicaba un deseo general de que fueran privatizadas. Si así no había sido durante el anterior interregno radical fue porque la mayoría de sus empleados eran de simpatía justicialista y, ante la presión de los gremios, ni Alfonsín ni su pretendiente a sucesor “lápiz rojo” lo hubieran logrado.

Pero el caudillo no vaciló y donde encontró resistencia supo ensalzar con el adecuado histrionismo. A esa altura ya era Carlos, el rubio de ojos azules para la desgracia de Storani, quien se encargaría de aclarar que solo era una imagen prestada por los oportunistas chupamedias de turno que tergiversaban su color a modo de adulación.

Carlos finalmente arrasó con todo: primero con lo urgente, después con lo razonable y, por último, con lo innecesario. Equilibró la balanza fiscal, aniquiló la emisión y planchó la inflación con tan mala suerte que tras los últimos coletazos, cambios de moneda y retoques, finalmente la paridad quedó casi uno a uno.

La forma definitiva de la nueva realidad se la daría Domingo Cavallo: un modelo exportador que la izquierdas criticarían como si la globalización solo fuera un sueño y no una realidad que se nos abalanzaba a pasos agigantados.

En algo Carlos no pudo ser la excepción: la ceguera surgida del divorcio entre política y economía. Pensando de buena manera podríamos suponer que quizá creyó que su éxito en torcer lo que hasta ese momento parecía imposible de reencauzar, le supondría un poder eterno (no necesariamente personal) para llevar adelante los destinos de la Nación, aun introduciéndose nuevamente en los desatinos de los cuales solo él había tenido éxito en sacarnos.

El tren de la alegría interminable del “deme dos”, de la imagen prestada, pero, sobre todo, de la inercia con la que la economía engaña a ajenos y preocupa a propios, ocultó a los comensales, no sin cierta complicidad, el hecho de que todo tiene un fin y especialmente si los víveres de la fiesta comienzan a ser dilapidados en forma acelerada. Aún resulta digno de una novela el tête à tête de Carlos y George en su match de tenis. Que Carlos lo perdiera dejó en claro que nuestro ingreso al primer mundo no significaba que el cartel de “Alan Jones 1°, Reutemann 2°” hubiera sido retirado.

Sin aftosa y sin visa, pero también sin Cóndor, cuando Carlos se iba, la bola de espejitos comenzaba a ser mal vista. El diván ya no era una moda, era una derivación médica usual y hasta una carpeta médica temeraria y temida.

Fin de la fiesta

“Dicen que soy aburrido”, fue la frase con la cual De la Duda pretendió una distancia del festín, aunque su mismo eslogan dicho en el tono y con la pausa que le imprimió en su comercial de campaña significaba una traición al pretendido sentido que le deseaba dar. Dejar la fiesta por la cual se había prolongado el “uno a uno” sin dejar el “uno a uno” era como seguir repartiendo cotillón pero sin cortar la torta.

Quien había sabido ir hasta el hueso acabando con nuestras metástasis inflacionarias y deglutidoras de deuda finalmente se abandonaba en las mismas garras y, casi seguro, la razón para que esto ocurriera se encontraba en la voracidad de poder de la máquina sobre la cual estaba montado, un PJ con motor V8.

Su promocionada vuelta a Anillaco tras el fin de su mandato (el primero) rápidamente quedó extirpada por el reclamo y la necesidad de poder que surge ante la flojedad de papeles que dejan los rebuscados vericuetos de la corrupción. Las tratativas en tal sentido alcanzarían hasta el papel servilleta.

Para evitar ciertos inconvenientes surgidos de actos inconvenientes es necesario mantenerse en el poder, pero para tal fin se requiere edificar poder y, para mantenerlo en el tiempo, es imprescindible vender un elocuente relato (en ausencia o negación de un plan).

Al “uno a uno” no fue necesario adornarlo con elocuencias. Tras años de constante escala térmica basada en el valor del dólar (una desentendida escala absolutamente relativa, pero que el común de la gente entendió como la absoluta fuente de los problemas y no como un síntoma), hizo del “uno a uno” una fuente de adoración.

El casual (o no tanto) anclaje de las cotizaciones, finalmente unificadas en una paridad de unidades, pareció a la multitud la panacea y obviamente elevó a su autor a la categoría de héroe, aun a regañadientes de muchos. Posiblemente este detalle fue el que provocó la ignición que culminó en la divergencia de los caminos de Carlos y Domingo. Este último comenzaba a ser visto por más de uno como un peligro interno capaz de horadar ese poder necesario para poder salir indemne de cualquier reclamo respecto a esa corrupción casi “nesaria”2, para torcer el rumbo de esa Argentina con pretensiones hipócritas de antiimperialismo y falso tercermundismo.

¿Y qué si la convertibilidad hubiera sido dos a uno o quizá cuatro a uno? Pues nada, y hasta quizá mejor. El uno a uno fue tan redondo, tan exquisitamente vendible que debe haber significado millones de ahorro en campaña política. No fue necesaria la puesta en escena de eslóganes, ni siquiera de plataformas. Fue fácil repetir a Carlos y darle una prórroga a Anillaco.

Quienes comenzaron a apuntar contra el “uno a uno” (incluso su progenitor en forma muy elíptica) eran vistos como “los agoreros de siempre”. Casi podían formar una banda y salir de gira con su cantata. Aunque todo el mundo los escuchaba, eran pocos los que realmente querían oírlos. Si la inercia se había adueñado esta vez de la felicidad reflejada en el “deme dos”, ¿por qué razón habría que contrariarla? Si esos pequeños desajustes señalados por los agoreros no hacían mella en el festín, ni campaña en contra. Así fue como un certero rumbo surgido de un bisturí profundo quedó atado, tras ajustes necesarios nunca llevados a cabo, a una falsa expectativa: el “uno a uno”.

Brasil devaluaba y mantenía su competitividad en una globalización incipiente y aún basculante, pero por estos lares no teníamos intenciones de quitarle brillo a Pellegrini montado en nuestra unidad monetaria desafiando de igual a igual a Washington. Además, hablar de devaluación traía recuerdos muy recientes no precisamente felices. La palabra devaluación podía significar en Brasil un reposicionamiento adecuado, un esfuerzo útil, pero en Argentina, con sus fantasmas, solo significaba miedo y el miedo puede provocar avalanchas sin las contenciones necesarias, además de elecciones perdidas.

La paridad llegó a tener más peso en el electorado obnubilado (podríamos decir “boludizado”) con el consumismo que cualquier forma de propuesta seria o sincera. Cabe aclarar que en esos instantes la sinceridad podía ser causa de muerte política.

Fue así como en el final de la segunda etapa de Carlos Saúl, los dos principales contrincantes dedicados a sucederlo ofrecían la continuidad del “uno a uno”, aun cuando su fecha de caducidad había sido ampliamente superada.

El candidato de la continuidad debía competir contra su contrincante, contra su antecesor y contra la herencia corrupta y farandulesca. Fue así como el “Aburrido” pudo más y se alzó con su premio castigo: el “uno a uno”. Debió ponerse al hombro una continuidad que era insostenible.

Fernando marchó hacia la derecha, titubeó, regresó a la izquierda, no veía la salida, quedó semiinerte como esperando una indicación del camino que nunca llegaría. Quedó atrapado en el mismo laberinto que le había dado el triunfo: una convertibilidad que ya no era. Todas las soluciones lógicas (dolorosas) necesarias para salir del atolladero le fueron coartadas. Quizá confundido por su propia velocidad, no fue consciente de la cercanía con el precipicio.

La salida al balcón y la enérgica decisión política (entiéndase represión —quizás el único camino posible para ese 21 de diciembre—), fueron reemplazadas por una salida vertical no contemplada en el articulado constitucional, pero no por eso no practicada con anterioridad. Ya había un precedente y Fernando decidió hacer uso de él; la historia lo respaldaba. Fue la última navidad de pirotecnia china a precio irrisorio.

“Represión”, titularon los diarios. Parecía que rápidamente se habían olvidado la magnitud de lo que una verdadera represión hubiera significado (en este caso en particular la continuidad del Gobierno).

Cinco presidentes en una semana, default por convicción, una renuncia a distancia vía transmisión televisiva con desajuste de señal y grano de arroz analógico y, finalmente, el ingreso del capo ante la asamblea legislativa en una entrada que hubiera hecho palidecer al mismísimo Marlon Brando.

Devaluación o sinceramiento del 40%, que finalmente fue del 300% (es casi imposible ponerle números a la confianza), nuevamente sinceramiento y/o devaluación. Pellegrini estaba muerto; su billete se encogía.

Con vueltas o medias vueltas los herederos de Carlos no escaparon a la salida tan temida: la salida de la convertibilidad. Fernando le ahorró a su excompetidor el trauma de informar el fin de lo que ya estaba finalizado. El precio fue el más alto, su propio fin, y esto era previsible con los antecedentes de Alfonsín y con la izquierda dentro de la estructura de la Alianza como una bacteria invasiva necesitada de alimentarse de fracasos ajenos (es la izquierda, de eso existe).

El Gran Cabeza puso todo en orden, dejó que un economista llevara la economía adelante sin que la política se interpusiera (abolió la vaselina) e hizo con la política lo que mejor sabía hacer: política. Se movió como capo entre capos y, en un acuerdo de gobernabilidad, aceitó el camino para que el dolor monetario penetrara sin resistencia. Ya estaba todo hecho, nadie pudo evitarlo. No le faltaron sus dos muertos y aun cuando llegaron a ser pintadas y stencils, y a tener su estricto lugar de ceremonial, no pudieron con el jefe a diferencia de Fernando, a quien sus dos muertos (sin ser figuras de culto) lo acabaron.

El final del Cabeza no fue de lujo: su paridad cambiaria no fue numéricamente bonita, teníamos aftosa, visa obligatoria, mala prensa y la certeza planetaria de que esta vez Argentina quedaría en el pozo. Hasta “Terminator” (un pésimo “gobernator” del estado de California) había osado tomarnos en solfa por el simple hecho de haber tenido cinco presidentes en una semana.

El tuerto y los ciegos

En Argentina se inventó el alambre y lo que no puede funcionar se lo ata, se lo fuerza y funciona. Y en lo que canta un gallo estábamos de pie o eso era lo que creíamos. Aun los que sabían de ese imposible dudaron de sus propios ojos y pensamientos. Una combinación de “viento de cola” y política del “te llevo puesto” había generado, de una forma inesperada y sobre un brebaje de cultivo muy especial, el combustible primordial para el sostenimiento de la economía: la confianza.

Después de todo, las políticas de confrontación con actitudes “patoteriles” no eran extrañas pero, claro, siempre que habláramos de Gobiernos que tienden a ser mesiánicos. Sin embargo, en un país como Argentina al que tanto le había costado lograr una democracia sostenible y funcional, y en la que se suponía que todos los traspiés sufridos en el transcurso de esa construcción servirían definitivamente de experiencia para consolidarla de una vez por todas, no eran de esperarse políticas que se asemejaran a las de un Gobierno autoritario.

Aun cuando como punto de partida de esta democracia se plantearan juicios de extremo coraje, donde el endeble poder surgido de la constitución pretendía dejar en claro el carácter de dictatorial de cualquier régimen surgido por fuera de la voluntad popular expresada en las urnas; aun tras castigar ejemplarmente las violaciones de derechos humanos cometidas; aun después de terribles traspiés y desajustes económicos; aun después de atravesar intrincados vericuetos que le permitieron sostener el título de continuidad avalada por una Constitución; aun cuando se interpusiera una semana de cinco mandatarios; aun después de todo eso, una política “patoteril” inaceptable podía ser mirada con ojos amistosos, como herramienta necesaria y novedosa para la salida de una crisis innecesaria y repetida.

Las gráficas picaron en punta y todo fue viento en popa. ¿Y entonces, por qué no perdonarle al mandante ciertas concesiones y guiños a ese sector que nunca había sido definitivamente incorporado, el de la izquierda combativa (o, mejor dicho, la que había combatido)? Esto parecía no afectar nuestra recuperación económica y hasta parecía el camino hacia una nueva utopía donde se mezclaba el correcto funcionamiento de nuestro devenir económico, siempre guiado por el capital, con la trama social solidaria y de reconocimiento de los más agrios reclamos de esa izquierda que suele no estar en las agrupaciones de izquierda.

La muerte del empresario Gotti y la curiosa compra de la constructora, que luego sería Austral Construcciones, era una nota muy truculenta para ser creída y quizá hasta inconveniente de ser difundida después de semejante crisis, en la que adherentes y no adherentes habían puesto su confianza en una sencilla familia del sur para que guiara nuestros remos y nos condujera fuera de este marasmo. Lo de familia sencilla quedaría rubricado ante la escribanía verbal de los tapes de Mirtha Legrand.

Skanska tuvo un formato de irregularidad similar a los ya conocidos en la fiesta interminable y mereció cierta difusión que rápidamente fue obstaculizada por dos frentes: uno novedoso (con respecto al pasado reciente), el de la presión, que esta vez era literal; y el frente de la resignación, que se veía reflejado en los dichos del común de la gente. Resumiéndolo en una frase: “Que los dejen gobernar, necesitamos que nos saquen adelante”. Este último sería un frente fugaz que se iría junto con Néstor, pero ya sería tarde.

Después de todo, muchos suponían que Skanska salpicaba a Néstor con una intensidad semejante a la que Swift había salpicado al ministro súper Erman durante el ejercicio presidencial de la dinastía de la casa Rioja. Nadie sospecharía tampoco en lo que el primer frente, el de las presiones, derivaría en un futuro muy inmediato. ¿Qué podía significar una confrontación verbal y pública con medios que diferían en sus puntos de vista con el Gobierno? ¿Acaso Carlos Saúl no los había tenido? Y hasta en público, más precisamente en un acto público.

Este frente en el que Néstor (con perfil bajo) y Cristina (más abiertamente) no dejarían nunca de avanzar y en el que esta última centraría parte de su épica, se vio iniciado de manera explícita con el fracaso del acercamiento de Néstor a Clarín. Un acercamiento que, viniendo de parte del santacruceño, seguramente significaba la posesión absoluta del medio. Estaba claro que Néstor lo veía primero como un gran objetivo para luego pasar a verlo como un gran peligro ante la imposibilidad de avanzar sobre él. Un medio que se le plantaba nada menos que al clan dueño de los destinos de la Argentina, mientras el resto caía como moscas en manos próximas al Gobierno. Algunos sufrieron caídas literales como el helicóptero de Hadad.

Como diría el Che Guevara, en una revolución no hay lugar para la prensa libre. Solo que quienes pisaban el suelo argentino aún no se habían percatado de que estaban inmersos en una revolución y solo pretendían continuar con su cotidianeidad en un ambiente que parecía haberles dado un cierto respiro. Néstor no estaba dispuesto a que se hablara libremente de Skanska ni de nada que pudiera ser un palo en la rueda de su revolucionaria corrupción organizada que acababa de ponerse en marcha.

“¿Es cierto que se viene el ‘zurdaje’?” fue la pregunta más incisiva que recibió Néstor de parte de un periodista. Quien se la plantó en su cara fue nuevamente Mirtha. Es cierto, Mirtha no era técnicamente hablando una periodista, pero tampoco había muchos, casi todos habían caído en la categoría de informantes pagos.