El espíritu de la floresta - Albert Bruce - E-Book

El espíritu de la floresta E-Book

Albert Bruce

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Beschreibung

Es posible que ustedes hayan oído hablar de nosotros. Sin embargo, no saben quiénes somos realmente. Eso no es bueno. No conocen nuestra floresta ni nuestras casas. No entienden nuestras palabras. Así que es posible que acabemos muriendo sin que lo sepan. Davi Kopenawa Los yanomami, uno de los pueblos indígenas de la Amazonia, habitan la zona a ambos lados de la frontera entre Brasil y Venezuela. Hoy es un territorio devastado por la minería ilegal, la indiferencia estatal y las enfermedades que los llevan a vivir situaciones de explotación y violencia. Durante más de cuarenta años, el antropólogo Bruce Albert y el líder yanomami Davi Kopenawa construyeron una amistad entrañable y poderosa. Producto de estos tiempos compartidos son los textos de este libro, junto con ilustraciones del propio Kopenawa y otros miembros yanomami y fotografías tomadas por artistas como Claudia Andujar, entre otros. En algunas ocasiones, estos materiales recorrieron el mundo a través de diversas exposiciones realizadas por la Fundación Cartier para el arte contemporáneo. El espíritu de la floresta nos acerca el testimonio urgente de una comunidad que nos comparte sus costumbres chamánicas ancestrales, su visión cósmica de la vida y la muerte, su manera de habitar un territorio sin devastarlo. Y sin buscarlo nos interpelan a explorar una salida alternativa, fuera de todo programa conocido.

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EL ESPÍRITU DE LA FLORESTA

BRUCE ALBERT - DAVI KOPENAWA

 

 

Es posible que ustedes hayan oído hablar de nosotros. Sin embargo, no saben quiénes somos realmente. Eso no es bueno. No conocen nuestra floresta ni nuestras casas. No entienden nuestras palabras. Así que es posible que acabemos muriendo sin que lo sepan.

Davi Kopenawa

 

 

Los yanomami, uno de los pueblos indígenas de la Amazonia, habitan la zona a ambos lados de la frontera entre Brasil y Venezuela. Hoy es un territorio devastado por la minería ilegal, la indiferencia estatal y las enfermedades que los llevan a vivir situaciones de explotación y violencia.

Durante más de cuarenta años, el antropólogo Bruce Albert y el líder yanomami Davi Kopenawa construyeron una amistad entrañable y poderosa. Producto de estos tiempos compartidos son los textos de este libro, junto con ilustraciones del propio Kopenawa y otros miembros yanomami y fotografías tomadas por artistas como Claudia Andujar, entre otros. En algunas ocasiones, estos materiales recorrieron el mundo a través de diversas exposiciones realizadas por la Fundación Cartier para el arte contemporáneo.

El espíritu de la floresta nos acerca el testimonio urgente de una comunidad que nos comparte sus costumbres chamánicas ancestrales, su visión cósmica de la vida y la muerte, su manera de habitar un territorio sin devastarlo. Y sin buscarlo nos interpelan a explorar una salida alternativa, fuera de todo programa conocido.

El espíritu de la floresta

BRUCE ALBERT - DAVI KOPENAWA

Prefacio de Emanuele Coccia Prólogo de Bruce Albert Traducción de Mario Cámara

Serie Pluriversos

Directora: Natalia Brizuela

NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

Hemos decidido usar la palabra floresta en el título y a lo largo de todo el libro por varios motivos. La versión original del libro fue publicada en francés y allí se utilizó la palabra forêt. En la versión brasilera del libro utilizaron la palabra floresta. Floresta en portugués podría ser selva o bosque y, también, selva y bosque. Floresta es entonces una palabra que se abre a más dimensiones y que apela a más geografías y mundos físicos e imaginarios, visibles e invisibles. Selva o bosque son palabras más estrechas en español, quizás más pobres.

Por otro lado, en yanomami la palabra para designar ese territorio/tierra/mundo sería urihi a. En cada traducción hay mucho de ese urihi a que se pierde, que se disciplina y encuadra en léxicos de la modernidad occidental y de la forma colonial de habitar el mundo.

 

NATALIA BRIZUELA Y MARIO CÁMARA

 

Para Gabriela, Sophie y Nicolas

Se comenzó por separar al hombre de la naturaleza y erigirlo como un reino supremo. Se suponía que así se borraría su carácter más irrefutable, que es ante todo un ser vivo. Y al permanecer ciegos a esta propiedad común, se dejaba el campo libre a todos los abusos.

CLAUDE LÉVI-STRAUSS,“Jean-Jacques Rousseau, fundador de las ciencias del hombre”, en Antropología estructural II.

PREFACIO

Después de que los relatos de la ecología aparecieron en las ciudades, nuestras palabras sobre la floresta pudieron escucharse por primera vez.DAVI KOPENAWA1

Por una extraña paradoja, es en la investigación y la literatura antropológicas donde el pensamiento ecológico parece haberse plasmado de forma más radical e innovadora en los últimos cuarenta años. De este modo, los referentes clásicos, como Aldo Leopold, Eugene Odum, Arne Naess, Starhawk o Val Plumwood, han sido progresivamente complementados o sustituidos por argumentos, visiones, ideas de Donna Haraway, Vinciane Despret, Eduardo Viveiros de Castro, Anna L. Tsing, Eduardo Kohn, Philippe Descola o Bruno Latour. Sería ingenuo pensar que se trata de un fenómeno vinculado a una escuela, a una tradición disciplinar específica o a un contexto geográfico: se produjo casi simultáneamente en Estados Unidos, Francia, Brasil y Gran Bretaña, e implicó a nombres muy distantes y no necesariamente compatibles en la investigación antropológica.

Sin embargo, sería difícil imaginar una transformación más sorprendente. La ecología nació como un saber sobre las comunidades producidas por formas de vida que no tienen nada en común salvo ausencia de vida espiritual e intelectual. Dicha disciplina contempla el modo en que una diferencia extrema de naturaleza y la ausencia de cultura pueden producir vastas poblaciones equilibradas y en constante armonía según leyes que se esfuerza por vincular a la idea de equilibrio termodinámico. La antropología es la ciencia que estudia las diferencias culturales y las formas de articulación social y simbólica de los vivientes que comparten una misma naturaleza, pero que difieren en la forma de expresar e interpretar esa naturaleza. Gracias a la ecología, estamos acostumbrados a imaginar fuera de las ciudades un equilibrio milagroso que permite que anatomías y fisiologías incompatibles se asocien sin que nadie tenga que elegir una solución alternativa, por lo tanto, sin ninguna necesidad de simbolizar esa comunidad. La antropología, por el contrario, jamás ha dejado de subrayar que cuando los individuos se asocian o cohabitan nunca es debido a mecanismos espontáneos asociados a la vida física o química de la materia, sino gracias a una serie de actos simbólicos constantemente expuestos a la arbitrariedad y al cambio.

Esta sustitución esconde, por lo tanto, una doble transformación. Para poder integrar la tradición antropológica, la ecología debe dejar de concebirse a sí misma como una rama de las ciencias naturales, aunque herética y disímil, y convertirse en una fenomenología del espíritu más allá de lo humano: debe suponer, aunque sea implícitamente, que la vida piensa y habla en todas partes, y que lo que nos parecía una diversidad de la naturaleza no era más que una pluralidad de manifestaciones culturales de una misma naturaleza. Perros y gatos, robles y pinos, plantas y animales son opuestos del mismo modo que las culturas yanomami y ruma pueden serlo. En cierto modo, se trataría de hacer de la ecología una especie de inversión y superación del totemismo. Esto producía, según Lévi-Strauss, “una equivalencia lógica entre una sociedad de especies naturales y un universo de grupos sociales”,2 una “homología no entre los grupos sociales y las especies naturales, sino entre las diferencias que se manifiestan, por un lado, a nivel de los grupos y, por el otro, a nivel de las especies”, e incluso “una homología entre dos sistemas de diferencias situados uno en la naturaleza y el otro en la cultura”.3 Pero siempre se trató de pensar la cultura (humana) a partir de la naturaleza (no humana). La ecología se puede convertir en etnografía solo afirmando el fin de la división entre naturaleza y cultura y transformando la naturaleza en un sistema de diferencias culturales.

La antropología, o más bien la etnografía, puede, en contrapartida, transformarse en ecología solo si deja de presuponer una sinonimia exclusiva entre cultura y vida humana: el estudio de la capacidad de la vida simbólica para producir sociedades diversas no puede limitarse a una sola especie, la nuestra, sino que debe convertirse en el filtro a través del cual se estudia la multiplicidad de formas (especies) que ha producido la vida en la Tierra.

Los autores de los ensayos reunidos en este volumen desempeñaron un papel importante en la lenta e imperceptible metamorfosis que está transformando la ecología en una nueva etnografía postantropológica, que no distingue y ya no consigue distinguir entre pueblos humanos y poblaciones no humanas. En 2010, publicaron juntos en Francia, en la prestigiosa colección Terre Humaine, La Chute du ciel: Paroles d’un chaman yanomami [A queda do céu].4 Tras su publicación, el libro fue aclamado como un opus magnum destinado a entrar “en el panteón de los grandes textos de antropología”,5 capaz de brillar “con una intensidad quizás solo comparable a la del segundo volumen de la colección, Tristes trópicos”.6

El libro representó, de hecho, una auténtica revolución de la práctica etnográfica tradicional. Era la primera vez que un antropólogo intentaba tener en cuenta en el acto mismo de tomar la palabra, y también en la forma de esa palabra, el deseo de hacer hablar en primera persona a la cultura estudiada.7 Bruce Albert inventó un nuevo “pacto etnográfico fundador” que transponía la “escena política a la de la escritura etnográfica” y producía una “inversión de la relación jerárquica inherente a la situación etnográfica” en la “textualidad monográfica que se desprendía de ella”.8 No se trataba simplemente de un cambio en la gramática del discurso. Encontrarse con una persona de carne y hueso allí donde estábamos acostumbrados a imaginar una “cultura” abstracta e incorpórea en la persona que habla supuso transformar radicalmente la idea misma de cultura. De este modo, en lugar de pensar que la geografía cultural del planeta se asemejaría, fuera de Occidente, a una tectónica de placas que opone continentes dogmáticos a los que poblaciones enteras se adherirían como por arte de magia, podemos imaginar individuos concretos que conciben el mundo para transformarlo a su imagen y semejanza. La cultura deja de ser creencia para convertirse en el acto reflexivo de un sujeto que habla ante nosotros. En una serie de artículos publicados en la década de 1990, Bruce Albert ya había criticado “las ilusiones epistemológicas sobre las que descansa la antropología clásica” y su “visión de las identidades culturales como mónadas teológicas”, “fetichizadas a la manera de sistemas de creencias para los que el devenir solo puede ser degenerativo”. Las culturas, escribió, son más bien “procesos complejos de autoproducción simbólica, impregnados por la invención generalizada de tradiciones y por la interdependencia global de los discursos”. En este contexto, el abandono de la postura etnográfica tradicional, tal y como la canonizó Malinowski en el prefacio de Los argonautas del Pacífico occidental, no depende, por lo tanto, de la modernización y desaparición de los “pueblos indígenas”, sino del hecho de que estos “se convierten cada vez más en sujetos de su propia historia y en lectores de sus propios etnógrafos”.9 En cierto modo, estos pueblos están hoy en condiciones de producir sus propios etnógrafos y constituir sus “culturas” como etnografías reflexivas gracias al encuentro de su cultura con la nuestra. Por otra parte, si esta “cultura” de los otros es siempre una política en actos, la actividad del antropólogo se convierte en parte activa de este proceso de autodeterminación política: “la emergencia de los pueblos autóctonos como sujetos políticos” obliga así a los antropólogos a “asumir la responsabilidad de su saber frente a las luchas por la supervivencia, la dignidad social y la autodeterminación en las que están comprometidos estos pueblos”.10 Pero no se trata simplemente de reconocer el valor político del trabajo del antropólogo o su compromiso de diálogo con el otro. El hecho es que no hay política fuera de la etnografía: si la cultura se encarna en el discurso en primera persona, encontrar al otro y llegar a un acuerdo con él es siempre un acto etnográfico. Además de ello, es la propia cultura la que, lejos de ser una realidad transparente que se da a conocer a sus actores y antropólogos como un sistema de creencias, es en sí misma una etnografía interétnica en la que nunca se sabe “cuántos intermediarios y traductores intervienen en la construcción de sentido”.11

Por eso, la etnografía se convierte en el lugar y la experiencia de un doble desarraigo, en el que cada una de las dos personas se convierte en el antropólogo de la otra. Si, como teorizó Roy Wagner, entre otros, “el mito es una ‘otra cultura’ incluso para la gente de la cultura de la que emana”,12 la antropología debe transformar a cualquier sujeto en etnógrafo de su propia cultura.

El encuentro etnográfico ya no responde a una necesidad de exotismo y vaga curiosidad por el otro: ya no puede resumirse, “como desearía cierto anacronismo positivista, a una ‘colección de materiales’ (de ‘hechos sociales’) independiente del contexto histórico y político en el que la sociedad observada se enfrenta a la del observador”.13 Se convierte en una alquimia entre dos culturas que cambia simultáneamente la naturaleza de una y otra y define el modelo de cualquier forma de encuentro y asociación. Si la cultura no es más que la reflexividad de los individuos, la antropología se convierte en la forma privilegiada de la política: es a la vez el encuentro de saberes diferentes y el saber del encuentro.

Más que la puesta en escena del habla de uno que reduce al otro a un estereotipo mudo, el libro antropológico se convierte en un concierto en el que dos voces intentan encontrar los acordes de unidad, un minué de dos cuerpos que se acompasan en su concordancia. Eso es lo que ocurre en este libro prodigioso, en el que la etnografía se convierte en sinónimo de cultura, y en el que la cultura se convierte en el gesto que permite a cualquier vida encontrar otra vida y cohabitar con ella. Es como si el chamanismo dejara de ser una práctica cultural específica de una cultura para ser la forma trascendental de cualquier acto simbólico. Como escribe Roy Wagner, si “forma parte necesariamente de la vocación del chamán enmarcar una imagen de sí mismo como enmarcador de las imágenes de los demás [...], se plantea entonces la cuestión de quién o qué es el verdadero chamán, el mediador universal de las voces”: “¿se trata del sorprendente e ingenioso antropólogo Bruce Albert en el caso de Davi Kopenawa? En este caso, por supuesto, Albert es el chamán del chamán, pero también lo somos usted y yo, lectores de este libro”.14

Por lo tanto, no es casualidad que A queda do céu haya sido aclamada como una “biblia chamánica”, un “caballo de Troya conceptual, por así decirlo, en forma de texto escrito, elocuente, verdadero, poético, eficaz, capaz de emocionar el corazón y transformar el alma de los lectores, capaz de convencerlos, o más bien de convertirlos”.15 Pero ese libro fue importante también por otra razón: pronto se convirtió en la nueva biblia de los movimientos ecologistas emergentes en todo el mundo. En sus páginas, de hecho, la posibilidad de hacer de la etnografía una forma alternativa y mejorada de ecología dejó de ser una mera sugerencia o una tarea a realizar en un futuro lejano, para convertirse en la reivindicación explícita de toda una doctrina. Es en ese libro, y más aún en el presente opus, donde el encuentro etnográfico se amplía automáticamente a una etnografía universal de lo vivo.

Es cierto que ya Claude Lévi-Strauss había hecho del misterio ecológico por excelencia, el de la identidad entre lo humano y lo no humano, el núcleo del objeto de toda investigación antropológica. En un famoso extracto de unas conversaciones con Didier Eribon, Lévi-Strauss afirmaba que si se le preguntara a un indígena por la definición del mito, “habría muchas posibilidades de que la respuesta fuera: una historia de la época en que los hombres y los animales aún no eran diferentes”. “Esta definición”, añadía,

 

me parece muy profunda. Porque, a pesar de los ríos de tinta inyectados por la tradición judeocristiana para enmascararla, ninguna situación parece más trágica, más ofensiva para el corazón y el espíritu, que la de una humanidad que coexiste con otras especies vivas en una tierra cuya posesión comparten.16

 

El mito, es decir, la forma de expresión a la vez más original y más universal de la vida cultural humana, no es más que una manera de pensar la no distinción entre las formas que la vida ha articulado. En este denso pasaje, que esconde su radicalidad en la rapidez de una nota taquigráfica, Lévi-Strauss no se limitó a hacer de la antropología la ciencia que intenta comprender cómo y de qué manera se construyó y difundió el conocimiento sobre nuestra identidad con los demás animales de formas distintas a las de la biología occidental. Con un gesto que casi pasó desapercibido, desenmascaró, de modo indirecto, el complejo mitológico judeocristiano como una suerte de intento de reprimir ilusoriamente esa intimidad, pero sugiriendo al mismo tiempo sus razones: si las religiones adoptadas por Occidente preferían centrarse en la historia de una división nítida y absoluta con el mundo animal, si hacían del humano una especie superior ante todas las demás, era para mitigar la tragedia de la incomunicabilidad entre ellas. Pero en cierto sentido era también un uso consolador y, en el fondo, muy romántico de esta intuición. Por un lado, tal identidad se consideraba alejada en el tiempo: la ciencia antropológica solo puede contentarse con una posición marginal frente a la afirmación de la biología posdarwiniana contemporánea de una identidad ontológica y no histórica entre lo humano y lo animal. Por otra parte, la comunicación entre las dos clases de seres –y, por lo tanto, de las esferas de la naturaleza y la cultura que se funden en su distinción y su oposición– seguía siendo (y parecía que tenía que seguir siendo para siempre) imposible. La obra de Bruce Albert y Davi Kopenawa representa una doble inversión precisamente en este punto: es a partir de la comunicación presente, contemporánea, real, entre humanos y no humanos (o más bien, a partir de su encuentro etnográfico) como se puede, por el contrario, conocer su identidad. Además, es porque nos comunicamos con los no humanos, y porque esta comunicación parece tener lugar según los modos de la comunicación interétnica, que la ciencia de la identidad entre los humanos y otros modos de vida no es ni puede ser la ecología, sino que debe tomar la forma de una etnografía ampliada. Los autores de A queda do céu fueron muy claros a este respecto. “Las palabras de la ecología”, afirmaba Davi Kopenawa,

 

son nuestras palabras antiguas, las que Omama a dio a nuestros ancestros. Los xapiri pë han defendido la floresta desde que existe. Siempre han estado del lado de nuestros antepasados, que nunca la han devastado. Todavía está muy viva, ¿verdad? Los blancos, que antes ignoraban estas cosas, ahora empiezan a entenderlo. Por eso algunos de ellos han inventado nuevas palabras para proteger la floresta. Ahora dicen que son ecologistas porque les preocupa que su tierra se caliente cada vez más.17

 

No se trata simplemente de oponer un saber local amazónico sobre el cuidado de la naturaleza a una ecología europea. Tampoco se trata (o simplemente no se trata) de reivindicar la anterioridad histórica de la cultura yanomami sobre la cultura occidental. Lo que se esboza en estas líneas es más bien la idea de que los verdaderos sabios no son tanto los yanomami como los espíritus de la floresta, los xapiri pë: “Los xapiri pë ya poseían la ecología cuando los blancos aún no hablaban de ella”,18 “los espíritus conocían la ecología antes de que los blancos le dieran ese nombre”.19 Solo porque este conocimiento no pertenece simple y exclusivamente al pueblo y a la cultura yanomami, sino a otro “pueblo”, compuesto de “otras” realidades, Kopenawa puede decir que “nacimos en el centro de la ecología y crecimos en ella”. La percepción de la identidad con los animales solo puede ser etnográfica, ya que es el resultado de una comunicación con otro pueblo que, en realidad, no es ni humano ni animal. La identidad entre todas las formas de vida no es una evidencia física o biológica: es una evidencia cultural, pues la identidad humana y animal tampoco es una realidad física, sino un hecho cultural e histórico, que solo puede comprenderse mediante la investigación etnográfica. De hecho, según los “relatos de la primera vez” (hapao tëhëmë thëã) de los yanomami, “los primeros antepasados míticos eran humanos con nombres de animales, los yarori pë”. Su aspecto actual es consecuencia del hecho de que produjeron “todo tipo de desvaríos”: si perdieron “su forma (pero no su subjetividad) humana (xi wãrii)” y se vieron “uno tras otro embargados por un irrefrenable devenir animal (yaropraɨ)”,20 transformados en animales de caza, se debió a un acontecimiento histórico y no a alguna “ley de la naturaleza”. El conjunto de los animales es, por lo tanto, una cultura decadente: una población que ha fracasado a la hora de preservar su propia forma debido a su incapacidad para garantizar un orden moral. Es como si todas las formas de vida biológica hubieran sufrido la metamorfosis que Circe impuso a los compañeros de Ulises.

Los elementos perturbadores de este marco epistemológico son varios. Contrariamente a la tendencia de la biología y la ecología contemporáneas a aislar la vida no humana en una especie de impecabilidad que deja a los animales y las plantas privados de toda libertad, aquí los seres no humanos pueden evolucionar sin tener que obedecer a una suerte de extraña teleología que promete y cumple para cada especie lo que es mejor para ella: sin embargo, es precisamente por eso por lo que la vida no humana está abierta a la decadencia, las tragedias, la vulnerabilidad y la ambigüedad que están intrínsecamente ligadas a la libertad. Es precisamente esta libertad moral innata en todo ser vivo la que hace de la naturaleza una historia y de las especies verdaderas culturas a las que solo se puede acceder mediante la investigación etnográfica. De hecho, el recuerdo de este “pecado original”, que no implica abandonar el paraíso terrenal sino cambiar de cuerpo, no puede encontrarse en los vestigios de la materia: debe investigarse en una tercera población, en otra cultura que haya conservado la memoria de esos hechos lejanos. Solo a través del contacto y la comunicación con los “espíritus” chamánicos (xapiri pë), entidades que tienen forma de “imágenes humanoides, miniaturas con ornamentos brillantes y coloridos” y que son “en realidad los ‘seres-imagen’ de los antepasados primordiales antes de su transformación animal”,21 se hace posible una relación justa y ecuánime con los animales. Contrariamente a lo que las religiones difundidas en Occidente nos han acostumbrado a imaginar, aquí el mundo de los espíritus no está poblado por un dios padre, familias divinas o seres celosos que nunca dejan de amarse y traicionarse, sino por un panteón infinito de divinidades menores, que se asemejan a los ángeles guardianes de cada una de las especies vivientes, antes de que perdieran su apariencia humana.

Este es el punto más importante. La ecología contemporánea está asfixiada por un exceso de romanticismo. Tras siglos de odiosa destrucción, las comunidades no humanas son rehenes de los mismos ecologistas que pretenden convertirlas en modelos de santidad moral llamados a resolver los problemas de una forma histórica y geográficamente limitada de la cultura de la especie humana. Esperamos de los pangolines, de los virus, de las bacterias, de los murciélagos y de las arqueas que nos muestren el camino hacia la perfección moral. Esperamos ver en ellos una forma original, perfecta y prelapsariana de nuestra existencia. Davi Kopenawa y Bruce Albert nos liberan doblemente de esa forma de nueva colonización de esas otras especies. En primer lugar, los animales no tienen ninguna superioridad moral sobre nosotros: la vida en todas sus formas es ambigua y seguirá siéndolo. Por eso es necesario conocer el mundo, interrogar a las demás especies, buscar la mejor alianza con ellas. Por otra parte, referirse a los animales y las plantas nunca significa referirse a una ausencia de historia, a un mundo sin cultura ni tecnología. Se trata de entrar en relación con una infinidad de mediaciones, como ocurre cada vez que entramos en relación con otro ser humano. Al contrario de lo que hemos creído, el problema no es la ausencia de conciencia o de palabra de otras especies, sino nuestra incapacidad para percibirlas. Todos los animales y todos los seres vivos hablan, pero aún no hemos encontrado la piedra Rosetta que traduzca su lenguaje al nuestro. Por eso, a la tesis de la incomunicabilidad entre humanos y no humanos, este libro opone la de un “‘poliglotismo humanimal’”.22

La introducción de este desgarro moral en la historia de cada especie, la idea de que cada identidad es el resultado de una tragedia ambigua, no se reduce solo a liberar a la vida no humana de la pretensión de convertirla en el teatro de un nuevo catecismo. Cada especie viva no solo se convierte en multiespecie (es al mismo tiempo humana y animal), sino que constituye en sí misma una especie de etnografía en acción: toda identidad de especie es el resultado de una relación etnográfica entre la especie transformada en caza, su xapiri a y el chamán que la evoca. Debido a esa movilidad interna de cada especie viva, no hay conciencia de sí que no sea chamánica: es necesario repensar el espíritu originario para entender qué es la identidad “biológica”. Si toda vida produce cultura, nunca habrá inmediatez ni originalidad en la relación que podamos establecer con otras formas de vida. La ecología no debe intentar agudizar las sensibilidades ni deshacerse de la cultura. Debe convertirse en la plataforma en la que cada especie se confiesa fruto de un pacto etnográfico que necesita, a cada instante, ser renovado.

 

EMANUELE COCCIAOctubre de 2021

1 Davi Kopenawa y Bruce Albert, A queda do céu, p. 483. Libro publicado también en inglés, italiano y próximamente en alemán, coreano y español.

2 Claude Lévi-Strauss, O pensamento selvagem, p. 121 [El pensamiento salvaje, Colombia, Fondo de Cultura Económica, 1997].

3 Ibídem, p. 133.

4 Davi Kopenawa y Bruce Albert, La Chute du ciel: Paroles d’un chaman yanomami, París, Plon, 2010.

5 Reseña del libro por José Antonio Kelly Luciani, Journal de la Société des Américanistes, v. 97, n.° 1, 2011, pp. 339-357.

6 Eduardo Viveiros de Castro, “O recado da mata”, prefacio a la edición brasileña, publicada en 2015.

7 Desde este punto de vista, los libros de Albert y Kopenawa son los primeros en integrar las numerosas e importantes críticas al enfoque etnofilosófico proveniente de la antropología africana y la crítica a la escritura etnográfica propuesta por James Clifford y George E. Marcus. Para un resumen de la primera, ver Séverine Kodjo-Grandvaux, “Philosophies africaines”, en Presence africaine. Sobre la segunda, ver James Clifford y George E. Marcus, Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography.

8 Bruce Albert, “Écrire ‘au nom des autres’: Retour sur le pacte ethnographique”, en P. Erikson (org.), Trophees: Études ethnologiques, indigénistes et amazonistes offertes à Patrick Menget, v. 1: Couvade, terrains et engagements indigénistes, pp. 109-118.

9 Al respecto, ver Bruce Albert, “‘Ethnographic Situation’ and Ethnic Movements: Notes on Post-Malinowskian Fieldwork”, Critique of Anthropology, v. 17, n.° 1, 1997, pp. 53-65.

10 Bruce Albert, “Anthropologie appliquée ou ‘anthropologie impliquée’?”, en Jean-François Baré (org.), Les Applications de l’anthropologie: Un essai de réflexion collective depuis la France, pp. 87-118.

11 José Antonio Kelly Luciani, Journal de la Société des Américanistes.

12 Roy Wagner, Lethal Speech: Daribi Myth as Symbolic Obviation, p. 38.

13 Bruce Albert, “Anthropologie appliquée ou ‘anthropologie impliquée’?”, ob. cit.

14 Roy Wagner, “The Rising Ground”, Hau: Journal of Ethnographic Theory, v. 4, n.° 2, 2014, pp. 297-300.

15 Emmanuel de Vienne, “A Shamanic Bible and its Enunciation”, Hau: Journal of Ethnographic Theory, v. 4, n.° 2, 2014, pp. 311-317.

16 Claude Lévi-Strauss y Didier Eribon, De perto e de longe, p. 178 [De cerca y de lejos, Madrid, Alianza, 1990].

17 Davi Kopenawa y Bruce Albert, A queda do céu, ob. cit., p. 480.

18 Ibídem, p. 483.

19 Ibídem, p. 484.

20 Ver infra, p. 50.

21 Ver infra, pp. 50-51.

22 Ver infra, p. 163.

PRÓLOGO

La presente recopilación es el producto de un ciclo de aventuras intelectuales y estéticas cruzadas, concebidas y vividas bajo los auspicios de la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo entre, por una parte, un grupo de chamanes y artistas del pueblo yanomami y, por otra, un grupo de artistas y científicos no indígenas de varios países.23

Este “Ciclo Yanomami” tiene su origen en las conversaciones mantenidas en la casa colectiva yanomami de Watorikɨ, en diciembre de 2000, entre Hervé Chandès, director general de la Fundación Cartier, y los autores de este libro: Bruce Albert, antropólogo, y el chamán Davi Kopenawa, rodeado de los suyos y de todo un areópago de líderes de comunidades aliadas.

Vista aérea de la región de Watorikɨ (Demini).Fotografía de Valdir Cruz, 1995.

Entre Watorikɨ y la Fundación Cartier de París se desplegó, de una exposición a otra, un archipiélago de sueños y meditaciones sobre la floresta desde los yanomami. Desde “L’esprit de la forêt” (2003) hasta “Les vivants” (2022), pasando por “Terre natale. Ailleurs commence ici” (2008), “Mathématiques, un dépaysement soudain” e “Histoires de voir” (2012), “Mémoires vives” (2014), “Le Grand Orchestre des animaux” (2016), “Nous les arbres” (2019) y “Claudia Andujar. La lutte yanomami” (2020).

Así, a lo largo de los años, se ha tejido una vasta red de reflexiones, diálogos y obras que, partiendo del conocimiento chamánico de los habitantes de Watorikɨ, evoca, desde diferentes perspectivas, las imágenes y los sonidos de la floresta, la complejidad de su biodiversidad y las trágicas implicaciones de su destrucción. Los textos que siguen solo pretenden restituir una versión de la memoria, la sensibilidad y la intensidad de estos intercambios sobre el “espíritu de la floresta”.

Los yanomami, uno de los pueblos indígenas más emblemáticos de la región amazónica, suman alrededor de 54 000 personas que ocupan un territorio de unos 220 000 km2 de floresta tropical, situado a ambos lados de la frontera entre Brasil y Venezuela.

Los 29 000 yanomami que viven en el extremo norte de la Amazonia brasileña forman, a su vez, un conjunto de 366 grupos locales diseminados en los afluentes de los principales cauces de la margen derecha del río Branco, en el oeste del estado de Roraima, y de la margen izquierda del río Negro, en el norte del Amazonas.24 Su territorio de 96 650 km2, un poco mayor que Portugal, fue ratificado por decreto presidencial el 25 de mayo de 1992, hace treinta años. Albergando una gran diversidad de ambientes naturales, que incluye zonas de floresta tropical densa de tierras bajas, regiones de floresta tropical de montaña y sabanas de gran altitud, es considerada por la comunidad científica como una región prioritaria para la protección de la biodiversidad en la Amazonia brasileña.

Este territorio está hoy devastado por una invasión masiva de mineros ilegales que no ha dejado de crecer, sometiendo a más de la mitad de la población yanomami a graves problemas de salud, violencia y explotación sexual, inseguridad alimentaria y degradación social. En octubre de 2018, 1236 hectáreas de floresta ya habían sido destruidas por la actividad minera ilegal. En septiembre de 2022, esta cifra casi se había cuadruplicado, alcanzando más de 4500 hectáreas.25

 

BRUCE ALBERT

23 A lo largo de los años, la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo ha contribuido con su apoyo mediático y financiero a la defensa del territorio y las tradiciones yanomami, en colaboración con organizaciones no gubernamentales de Brasil, como la Comisión Pro-Yanomami (Boa Vista), el Instituto Socioambiental (São Paulo) y la Hutukara Asociación Yanomami (HAY) (Boa Vista). En 2020, Cartier Philanthropy también financió un importante proyecto de asistencia médica para las comunidades yanomami afectadas por la pandemia del COVID-19.

24 Fuente: Sesai/DSEI Yanomami 2022.

25 Fuente: Boletín del Sistema de Monitoreo de la Minería Ilegal en Tierra Indígena Yanomami 33, septiembre de 2022 (ISA/Hutukara). Ver el documento de la asociación yanomami Hutukara y la Asociación Wanasseduume Ye’kwana, abril de 2022: “Yanomami sob ataque: Garimpo ilegal na Terra Indígena Yanomami e propostas para combatê-lo”. Disponible en: <acervo.socioambiental.org>. Consultado el: 21 de septiembre de 2022.

1. URIHI A

Davi Kopenawa

Tenemos palabras para contar cómo Omama a creó nuestra tierra-floresta. Cuando él llegó a la existencia, deseó que ella apareciera junto con él. Primero, la dibujó con la tinta roja del urucum de los espíritus xapiri pë, como los dibujos de las palabras de ustedes sobre una piel de papel. Hizo lo mismo con el sol. Pero primero tuvo que borrarlo y rehacerlo, porque estaba abrasadoramente caliente. Lo que creó después es mucho menos caliente.

Omama a también dibujó la imagen de la luna. Más tarde, hizo brotar ríos perforando la tierra de su campo con una vara de metal. De este modo quiso calmar la sed de su hijo, que no paraba de llorar. Las aguas surgieron bruscamente y enseguida se dividieron hacia todas las direcciones para formar arroyos, ríos y lagos. Al principio, solo había agua en el mundo bajo la tierra. Omama a también creó a los árboles y a todos sus frutos. Las montañas, eso fue otra cosa. Las formó mucho más tarde, en su huida, arrojando tras de sí hojas de palmera para cubrir su camino.

Los blancos piensan que la floresta está puesta allí sin razón en el suelo, como muerta. No es verdad. Solo parece silenciosa porque los xapiri pë