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El joven samurái Tomodata recibe una misión delicada que podría cambiar el rumbo de la alta política. Cada paso debe ser preciso: un error podría costarle la vida. Pero todo se complica cuando un sueño profético de su madre altera sus planes y lo conduce hacia Aoyagi, una hermosa doncella con un pasado enigmático. Entre el deber y el amor, Tomodata deberá enfrentarse a decisiones que marcarán su destino. Por qué te encantará esta historia: - Una mezcla perfecta de romance, honor y misterio en el Japón feudal. - Personajes inolvidables y giros que te mantendrán en tensión. - Ideal para amantes de la novela histórica, la cultura japonesa y las historias épicas.
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Seitenzahl: 159
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
PERSONAJES PRINCIPALES
CAPÍTULO 1
LA MISIÓN
CAPÍTULO 2
EL CAMINO DEL GUERRERO
CAPÍTULO 3
LA CABAÑA DEL SAUCE
CAPÍTULO 4
EL RIESGO DE LA DONCELLA
CAPÍTULO 5
EL DESTINO DE LOS AMANTES
GALERÍA DE ESCENAS
HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN
MONO NO AWARE, LA BELLEZA DE LO EFÍMERO
NOTAS
© Marta Funes por «El espíritu del bosque»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón
© Juan Venegas por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa
Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio
Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Wikimedia Commons/ «Edo murasaki meisho Genji» de Utagawa
Hiroshige: 104; Wikimedia Commons/Met Museum: 108; Toyohara Chikanobu/Wikimedia
Commons: 110; Yashima Gakutei/ Wikimedia Commons: 113; Wikimedia Commons: 115; Art
Institute of Chicago/ Wikimedia Commons: 116.
Para Argentina:
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© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO605
ISBN: 978-84-1098-499-8
Composición digital: www.acatia.es
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HIRO Y AME — matrimonio que vive en una colina de suave pendiente coronada por un espléndido sauce, a la que se han trasladado para llevar una existencia tranquila.
TOMOTADA —joven samurái, uno de los más admirados de Noto, no solo por su destreza con las armas, sino por su belleza y su habilidad para la poesía. Está a las órdenes del shugo Hatakeyama Yoshimune, que le encomienda una importante tarea en Kioto.
AOYAGI — joven de asombrosa belleza que es acogida con amor por Hiro y Ame. Tomotada la conoce por casualidad cuando, perdido en mitad de una ventisca, llega a la cabaña del matrimonio.
HATAKEYAMA YOSHIMUNE —shugo de Noto. Durante la celebración de la boda de su hija Yasuko con un miembro del clan Ōuchi, recibe noticias de que su aliado, el kanrei de Kioto, podría estar en peligro.
HOSOKAWA MASAMOTO —kanrei de Kioto y, por tanto, ayudante directo del shōgun. La enorme influencia de su perfil político lo convierte en objeto de intrigas y conspiraciones.
HOSOKAWA SUMIYUKI — primogénito de Masamoto. Su padre lo deshereda de sus derechos de sucesión por su innoble proceder entre la sociedad de Kioto.
as ramas del sauce verde se mecían bajo la suave brisa de la tarde como si saludaran a las aves al pasar cruzando el cielo. El árbol se erguía grácil y esbelto. Durante aquellas mañanas en que el sol brillaba bien alto y jubiloso, parecía a punto de lanzarse a bailar flexible sobre la cumbre solitaria de la colina. Con la luz del crepúsculo, sin embargo, el cuerpo de madera nudosa del tronco daba la impresión de plegarse sobre su propia corteza con melancolía, como si toda la belleza del mundo inundara su corazón hasta el ahogo. Y en los días de lluvia, sus ramas cuajadas de hojillas frescas, a punto de rozar el suelo, se deshacían en un llanto largo y lento, capaz de aliviar las penas arrastrándolas colina abajo.
Hiro emergió de lo más profundo del bosque, donde apenas se filtraba la luz entre los altos tallos de bambú, y con satisfacción se detuvo a contemplar aquel cerro que había elegido para establecer su nuevo hogar. Cargaba un buen número de troncos verdes que servirían para la construcción. Allí a lo lejos, junto al sauce, su esposa, Ame, delimitaba los márgenes que habría de tener la minka clavando estacas en la tierra compacta. La sombra que el árbol proyectaba a aquella hora de la tarde se extendería ante el umbral de la futura cabaña para dar frescor a sus moradores durante las largas jornadas de verano; sus ramas crecerían para brindarles la bienvenida y contener la nieve durante los crudos días de invierno. Aquella colina de suave pendiente, amplia y espaciosa, rodeada de suelo fértil y a dos pasos del bosque espeso, parecía sin duda una buena elección para pasar juntos y en paz lo que les restara de vida.
Aunque las primeras arrugas surcaban el contorno de sus ojos y se extendían por la piel de sus mejillas, no podía decirse todavía que Hiro fuera un anciano. Había trabajado muy duro como mercader. A lo largo de los años se había ido especializando en distintos productos según la demanda lo requería, trayendo y llevando desde y hasta la capital cerámica esmaltada de Seto,1 que empezaba a gozar de gran popularidad, delicados pliegos de papel coloreados para escribir poesía o cotizados kimonos de vistosa seda importada. Durante años había recorrido la provincia de Ōmi, visitando las lujosas residencias de la aristocracia y las recias casas de los samuráis. Todos ellos habían quedado deleitados por las delicadas piezas que con exquisito gusto escogía Ame y con rigurosa pasión negociaba él para no perder en el intercambio ni una moneda. Y en ese momento de plena madurez, agotado ya de aquella vida itinerante, era el momento de echar raíces y descansar.
El agradable retiro de Hiro después de toda una vida de sacrificio no era para Ame una simple recompensa. Consciente ya de que nunca podría engendrar los hijos que tanto había ansiado, levantar un nuevo hogar junto a las montañas, próximo al camino que conducía a Noto, significaba para ella la oportunidad tardía de un nuevo comienzo, lejos de las exigencias y caprichos de los nobles. Lo haría además aislada del tumulto de la ciudad, que tan exhausta la había dejado. La paz de aquella colina le permitiría contemplar la luna y las estrellas desde su umbral antes de irse a dormir el tiempo necesario para calmar su corazón. Ame anhelaba ya solo una existencia tranquila y sencilla, con el ritmo y la emoción necesarios, entonados como un triste canto, para apagar definitivamente el incendio de la pena que había arrasado su pecho.
En aquella jornada festiva en Kashima, la residencia de Hatakeyama Yoshimune, el shugo2 de la provincia de Noto, estaba llena de algarabía. Junto a muchos otros miembros de la nobleza, parientes e incluso vasallos, el joven samurái Tomotada asistía complacido al paso de la comitiva, formada por la familia gobernante y que cerraban los recién casados. El muchacho advirtió el destello de emoción que brillaba en los ojos de los novios mientras estos cruzaban el jardín para encaminarse hacia el salón de celebraciones, un centelleo que ya había atisbado antes, durante la ceremonia del san san kudo, en el patio de la residencia, mientras bebían tres veces de tres vasos de sake para culminar su unión. Si bien no era fruto de su simiente, pues había sido adoptada de pequeña como resultado de las vinculaciones políticas con otro clan, la joven Yasuko, que contraía matrimonio aquel día, era la única y muy querida hija del shugo. Durante la ceremonia, su figura menuda semejaba una nube blanca de primavera. La muchacha se había mantenido con el cuello humildemente inclinado hasta que las sirvientas hubieron vertido el licor en las copas lacadas para la pareja. Fue entonces cuando Yasuko alzó por fin la cabeza para dirigirle una sonrisa a Masahiro, uno de los miembros del poderoso clan Ōuchi, bastante mayor que ella, que a partir de ese momento se convertía en su esposo. Con el último sorbo de sake, la mujer quedaba ligada para siempre a él y a su familia.
Mientras se acomodaba en el salón junto al resto de los invitados para disfrutar del banquete, Tomotada seguía con la mirada los incipientes gestos de cariño, las sonrisas tímidas, que empezaban a intercambiarse los recientes esposos. El samurái conocía bien las intenciones de Yoshimune al concertar ese matrimonio: era una alianza que debía apaciguar las tumultuosas relaciones entre ambos clanes, con una larga tradición de fricciones que habían culminado en ese momento en una calma tensa. Pero Tomotada, que conocía a Yasuko desde que era una niña, no podía evitar sentir una punzada de dolor al contemplar su felicidad en el día de su boda.
Los ojos de la muchacha brillaban con una ilusión idéntica a la del primer día que la vio, en aquella misma casa. Apenas era entonces una chiquilla traviesa que disfrutaba esquivando las lecciones de maestros y preceptores para corretear por el jardín o irrumpir con curiosidad en las solemnes recepciones a las que asistía su padre. Durante una de aquellas trastadas, su mirada chispeante asomó tras un biombo para sorprender, en el umbral de la residencia, a un muchacho unos años mayor que ella, que entraba acompañado de su madre.
Tomotada, cuyos párpados caídos evocaban una tristeza contenida más propia de la edad adulta, abrió los ojos con enorme desconcierto cuando descubrió allí, al otro lado del biombo, la sonrisa vivaracha de aquella niña que, con la mano, le pedía que guardara un silencio cómplice. Él lo hizo, pero mientras el shugo los recibía a él y a su madre, no podía evitar lanzar una mirada esquiva cada tanto para contemplar sus gestos de burla en la distancia.
Yoshimune, amigo desde la juventud del padre del muchacho, había sentido un gran pesar al conocer la noticia de su muerte en batalla. Así se expresaba aquel día el shugo ante la viuda, Katsuki, y su hijo. No podía permitir que él, descendiente de tan honorable samurái, quedara desprotegido ante un futuro incierto, de manera que se ofreció a acogerlo en su hogar para facilitarle la educación que merecía. Desde aquel día, sus familias pactaron que aquellos dos niños vivirían juntos, y entre ellos comenzó a forjarse un vínculo inquebrantable.
Y durante los años siguientes, mientras Tomotada exploraba los interminables vericuetos del hogar del shugo, sus empalizadas y sus jardines; mientras aprendía los distintos grados de la jerarquía de guerreros, guardias y servidumbre que aquel gran señor tenía a su cargo, el joven asistía como testigo a la transformación de aquella niña rebelde en una joven virtuosa, de refinados modales y gran belleza. Y mientras Yasuko practicaba con el koto con la esperanza de alcanzar la maestría suficiente para extraer sus notas en alguno de los banquetes organizados en la casa de su padre, compartía confidencias con Tomotada: con un gesto soñador de la cabeza le revelaba su anhelo de hallar el amor.
Con la edad, los rasgos del muchacho se habían afilado y aquel mentón redondo y tembloroso de la infancia dibujaba en esos días una mandíbula poderosa, propia de un guerrero hábil y bien dispuesto para la batalla. Así correspondía al samurái en que se había convertido tras largas jornadas de entrenamiento disciplinado. Sus poderosos músculos habían llevado a Yoshimune a llamarlo por el cariñoso apodo de Iwao, pues decía de él que era fuerte y duro como una roca. La práctica constante y serena con las armas le permitió desarrollar una asombrosa destreza que rápidamente llamó la atención del shugo. Los contactos de su padre, su fortaleza y su temple de soldado, preciso e imperturbable, lo convirtieron en el candidato idóneo para formar parte de la guardia personal de Yoshimune. Pero fue la confianza entre el señor y el joven guerrero, alimentada por la estima que ambos se profesaban, la que animó a Tomotada a asumir el cargo. Eso y la ambición del muchacho, quien aspiraba a alcanzar el mérito suficiente para que Yoshimune le concediera algunas tierras y campesinos con los que establecer un futuro prometedor para su linaje. A pesar de ello, si algún temor turbaba al joven, era la posibilidad de decepcionar a aquel hombre que lo había acogido en su casa cuando más lo necesitaba. Y aunque Tomotada se esforzaba cada día en cultivar su buen juicio y ejercitar su cuerpo para la lucha, ignoraba que aquellas virtudes no solo servían a su señor, sino que despertaban la admiración en el resto de los súbditos y deleitaban a las damas, quienes, desde el otro extremo de la estancia donde se celebraba el banquete, lanzaban miradas tímidas al samurái con la esperanza de verse correspondidas.
Pero Tomotada, ajeno a sus insinuaciones, trataba de disfrutar de los pequeños placeres gastronómicos que le habían servido: tiras de salmón seco y faisán al vapor, trucha cruda aderezada con vinagre, verduras fermentadas con miso y pastelillos de piñones al estilo chino. Los cocineros del señor habían creado un menú siguiendo el modelo de los nobles de la corte: cuatro tipos de platos que incluyeran productos secos, crudos y fermentados y un postre. Además, para darle un toque guerrero, se había añadido también un plato de comida caliente: codorniz asada. Tal variedad de delicias le hizo pensar en cómo unos simples alimentos, tratados con la debida paciencia bajo el cuchillo experto, sometidos al fuego durante largo tiempo, lograban componer una exquisita sinfonía de texturas y aromas que no solo llenaban el estómago, sino que devolvían al mundo algo de la belleza efímera que habían creado. Pensaba que así debía ser el amor, una receta paciente y generosa, que Yasuko había encontrado casi por azar. Tras tantos años de confidencias compartidas con ella, tras largos paseos por el jardín consolando su corazón anhelante y ofreciéndole su afecto fraterno, la muchacha tenía la fortuna de ver cumplido su deseo. A él, sin embargo, el amor todavía le era esquivo.
Al terminar el abundante servicio de comidas, expertos danzarines venidos de todos los rincones de la región honraron a los novios con elegantes bailes. Animados por el sake y la celebración del amor conyugal, por el deseo de los mejores auspicios para la pareja, las risas de los invitados llenaron el aire y comenzó a sonar la música. Una dama de compañía de Yasuko tocó una sentida melodía al koto. Algunos jóvenes de la familia de Masahiro comenzaron a turnarse en el recitado de estrofas de tres y dos versos que iban inventando sobre la marcha para construir entre todos un renga.3 De sus labios torpes e inexpertos emergía, con mayor o menor acierto, la imagen de la luna clara reflejada en el espejo de agua del estanque; el canto de las cigarras que atravesaba el calor amoroso y nutriente del verano; y el cabello negro y brillante como el cielo nocturno de las muchachas. Tomotada los contemplaba asombrado por la agilidad de su pensamiento, por la ligereza de sus palabras, que parecían revolotear unas tras otras como encaramadas a las alas de unos carboneros juguetones. El samurái sentía un calor en el pecho que le aceleraba los latidos del corazón, quizás producto del alcohol, pero animaba también sus mejillas sonrosadas y hacía brotar en sus labios una sonrisa ligera y melancólica. Escuchar los versos de aquellos muchachos significaba recordar que esa belleza procedente de pupilas profundas como semillas de lirio, sutil como el aroma de las flores, no tenía cabida en su vida entregada al sacrificio y al honor de defender a su señor. Su camino como guerrero era más noble que deleitarse en una sonrisa gentil y coqueta, pues en el tiempo de un breve parpadeo se habría borrado del rostro. Su misión no podía atender el sonido cantarín y risueño del arroyo del amor. Esa era su pena.
Cuando la última ocurrencia poética de los jóvenes estalló en una risotada común, se hizo un breve silencio. Tomotada sintió el impulso de ponerse en pie y alzar la voz. Despegó los labios y apoyó su gesto con un movimiento de la mano extendida ante los ojos de los asistentes, como si estuviera a punto de acariciar los pétalos de un loto invisible en el centro de la estancia. Y, antes de percatarse siquiera, recitaba conmovido para su querida Yasuko:
El ave blanca
cruza volando el cielo.
Se para solo
instantes en la rama.
Allí, toda una vida.
Esa vida esperaba para ella, la de un cisne unido para siempre a su pareja, con el pecho blanco lleno de la paz de su compañía, fuera cual fuese su destino común, bajo el sol o las nubes de tormenta. Yasuko le dedicó una sonrisa agradecida y los invitados estallaron en ovaciones de asombro. Luego, la suave vibración de las cuerdas del koto volvió a llenar el aire con su dulce melodía y resonaron una vez más los ecos de la charla animada y las risas, inundando la estancia.
Dispuestos al otro lado del fusuma en una larga fila, los miembros de la servidumbre del shugo iban entrando en la sala, cruzando el espacio uno tras otro para depositar ante la joven pareja los regalos preparados por los invitados y enviados desde los rincones más remotos de la región. Buscando el favor de la familia Hatakeyama, los miembros del clan Ōuchi fueron los primeros en entregar, con enorme pompa y ceremonia, sus presentes: dos suntuosos arcones llenos de delicadas telas, que mostraron a los novios describiendo minuciosamente las características de su elaboración, la calidad de los materiales y la riqueza de los tejidos. A ellos siguieron los obsequios de los representantes de la corte del shugo, que acudieron con piezas de lujo, como un juego de té y un servicio de fina porcelana.
El último regalo había llegado de la mano de unos emisarios enviados desde Kioto por el kanrei4 Hosokawa Masamoto, una amplia delegación que había recibido la invitación de permanecer varios días en Noto. Uno de los guardias que custodiaba la delegación, un joven llamado Toshiro, oculto entre la servidumbre, lanzaba pícaras lisonjas a una de las criadas de la novia mientras vigilaba la entrega de los presentes a la pareja sin perder detalle.
Masamoto se había enfrentado durante años a Yoshimune por este importante cargo, que ambos se disputaban. Finalmente el padre de la novia se vio obligado a aceptar su derrota con un acuerdo que podría beneficiar a ambos líderes. A cambio de reconocer a Masamoto como kanrei, él afianzaría su influencia en los alrededores de Noto siendo nombrado shugo de la región. Aunque esto implicaba estar sometido al poder de su antiguo contrincante y poner a toda su fuerza y a sus mejores hombres al servicio de Masamoto en caso de necesitar su ayuda, Yoshimune esperaba con el tiempo adquirir suficiente influencia en la región como para que nadie le disputase el puesto de shugo
