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La presente antología -publicada ya en Alianza Editorial con el título El espíritu del agua- reúne treinta y dos cuentos tradicionales japoneses entre los cuales el lector encontrará, entre muchos otros, algunos tan inolvidables como el del pescador Urashima, el de la mujer de la nieve o el del gato vampiro de Nabeshima. Se descubren en ellos algunos de los temas clásicos del imaginario propio del país del Sol Naciente. Dado su carácter insular, es casi una constante resaltar su relación con el mar y con los animales, reales y ficticios, vinculados a este medio. También con los zorros y con los tejones, con los que siempre convivieron los japoneses, pero a los que nunca pudieron domesticar. Y, por supuesto, el fuego, lo fantástico, el mundo del más allá, las mujeres celestiales... y los finales tristes y melancólicos, debidos en parte a un ancestral culto estético hacia la belleza que perece, hacia lo que no es eterno.
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Seitenzahl: 255
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cuentos tradicionalesde Japón
Selección, introducción, notas y traducción del japonés de Kayoko Takagi
Introducción
El millonario de la paja de arroz
El mono y el cangrejo
La mujer celestial
El monte Ubasute
Hermana Luna y hermana Estrella
Momotarō, el chico melocotón
El yerno serpiente
Kashiwamochi
El abuelo sin verruga
La esposa que no comía
El gorrión de la lengua cortada
La hermana pájaro blanco
El comienzo del horóscopo
El pescador Urashima Tarō
La mujer de la nieve
El paipái mágico
La esposa grulla
La doncella sin manos
El almacén prohibido
El diablo a la espalda
El caballo de fuego
El jizō con sombrerete de juncia
Anchin y Kiyohime
El hombre y el espejo
El niño mocoso
Historia de Haseo
La cabellera negra
El cortador de bambú
El gato vampiro de Nabeshima
El espíritu del agua
La madre del cazador
El ogro del puente Agi
Bibliografía
Notas al final
Créditos
A Nagi y Lara
Había leído en algunas ocasiones libros de cuentos antiguos de Japón en español. Me sorprendieron por tratarse de algo tan ingenuo pero remoto, y eran de los pocos libros sobre Japón que podía encontrar en España. Existen ediciones tanto antiguas como modernas en diferentes idiomas que en conjunto demuestran el interés que suscita este mundo de cuentos japoneses no solamente a los lectores jóvenes, sino también a todo el público en general. No obstante, hemos de admitir que hasta hoy la escasez de publicaciones sobre literatura japonesa en lengua española sigue siendo la tónica general.
Japón es un país geográficamente alejado de España, y esta situación parece que nos separa en todos los sentidos. Sin embargo, si el lector se acerca a cualquiera de los cuentos reunidos en esta edición, se dará cuenta de que el pasado de la población oriental está muy cerca del corazón de los españoles. El profesor Jaime Fernández, de la Universidad Sofía de Tokio, señaló en una de las conferencias que pronunció en España la frase del célebre escritor del Siglo de Oro Baltasar Gracián: «Los japoneses son los españoles de Asia». Aunque soy consciente de que esta declaración puede tener más amplitud de la que aquí quisiera constatar, me alegra saber la opinión de un español representante de una etapa dorada de la cultura española sobre la gente japonesa.
Los cuentos populares se transmiten principalmente por vía oral, de padres a hijos y de hijos a nietos, como ocurre en todos los países. Sin embargo, el modo de vivirde nuestra época nos ha hecho perder en gran medida este contacto familiar y, de paso, la memoria natural que recuerda los relatos más auténticos de cada lugar. En el caso de Japón, los que han coleccionado las leyendas y las historias extendidas por todo el país se lamentan de que ya hay pocos ancianos que puedan narrar esa memoria colectiva del pasado y, además, les resulta algo incómodo relatarla al forastero por la preocupación de que se sienten demasiado fuera de lugar o atrasados en el tiempo. Si supieran que, gracias a ellos, podemos disfrutar, al otro lado del globo, de sus interesantes y maravillosas historias, no tendrían tantos reparos en contarlas y, además, sus hijos y nietos se apresurarían a aprenderlas para narrarlas después ellos también.
Los hermanos Grimm, que coleccionaron cuentos populares germánicos, escribieron que en ellos están esparcidos los fragmentos de su mitología. A diferencia de otras colecciones, no he incluido a propósito los mitos japoneses junto con los cuentos antiguos. La razón es que el mito pertenece a otro rango de literatura, y me parecía más interesante recordar la relación que pudieran presentar los relatos populares que, en buena medida, se alimentan de la fuente más antigua de la población. El primer emperador del linaje imperial Jinmu es nieto de una princesa del mar, Toyotama, hija del dios del mar Watatsumi. Este hecho mitológico no puede ser ajeno a la figura de Otohime, que aparece en el cuento del pescador Urashima, así como en el cuento Elniño mocoso. Incluyendo a este niño sucio y mocoso que trae la riqueza a ciertas personas, el anciano, como dios del mar, y su hija, la princesa, conforman los tres elementos clave de muchas historias japonesas. No podemos olvidarnos del hecho de que Japón es un archipiélago rodeado por la inmensidad del mar.
El tema de la boda con los animales, bastante recurrente en los cuentos de todo el territorio, también encuentra sus estrechas relaciones con la mitología japonesa. La mencionada princesa Toyotama es una serpiente del mar, animal en el que se convierte al dar a luz. El parentesco con los animales más fuertes y temibles, como el dragón en el caso de China o las serpientes y el cocodrilo en Japón, animales que se relacionan con la importancia del agua –como en el cuento El yerno serpiente–, se fundamenta en la creencia del ser humano en incorporar el poder sobrenatural en su sangre. Otros ejemplos con zorros y tejones abundan en los cuentos japoneses. Son animales con los que la gente japonesa convivía muy de cerca pero sin poder domesticarlos, por lo que se ha creado una serie de historias fantásticas sobre ellos. Los dos animales son incluso objeto de respeto en la creencia pagana, y un turista puede encontrar en Japón santuarios con imágenes de zorros o un gran tejón de pie (suele ser de cerámica) colocado a la entrada de restaurantes.
Volviendo a la princesa del mar, Toyotama es vista en su figura original por su marido, a pesar de la prohibición de que no se asomara durante el parto, lo que ocasiona el abandono del lugar por la princesa, que se marcharía al país del océano. Este pasaje recuerda a las doncellas celestes que descienden a la tierra o a la esposa grulla que recompensa al buen cazador. A pesar de la felicidad terrenal, ellas tienen que sufrir la torpeza de una acción humana y vuelan al cielo dejando atrás a sus seres queridos. Este tema del tabú que se rompe, o, mejor dicho, de que existe el tabú para ser roto, no conoce fronteras. Es uno de los rasgos más notables del cuento en el mundo.
Dicho esto, hemos de señalar dos puntos singulares del cuento japonés. Si la mujer tiene hijos, al marcharse, siempre los llevará consigo, como en el cuento La mujer celestial: «La mujer celestial cogió al niño mayor y al segundo en los brazos, se subió el tercero a la espalda y se marchó volando».
Vemos una imagen de la mujer decidida que puede con todo. Además, será ella la que ayudará al marido a superar las pruebas difíciles del cielo para que finalmente pueda casarse con ella. A pesar de la imagen tradicional sumisa de las mujeres japonesas, el poder de la madre es fuerte y es capaz de solucionar los más grandes problemas. En mi opinión, esta imagen fuerte de la mujer se solapa con la función que desempeña en las tareas agrícolas en Asia, que, en general, ha sido más importante que la de los hombres. Aún hoy día, recordemos a las mujeres tailandesas, vietnamitas, filipinas, etc., que siempre trabajan diligentemente, aunque sus maridos estén acostados descansando.
El otro rasgo llamativo es la desaparición sin discusión de las mujeres sobrenaturales que han otorgado la felicidad material y espiritual a los hombres. Ellas se marchan al final dejando una tristeza imborrable en el corazón humano. La pregunta natural es por qué las historias japonesas tienen finales tristes o por qué tienen que desaparecer las mujeres al final, cuando ellas son las víctimas del error humano. Se pueden sugerir varias razones. El final triste puede estar relacionado con la estética japonesa, que acentúa la belleza de las cosas cuando éstas no son perfectas. Un buen ejemplo es el cerezo en flor, que ha sido fuente de inspiración para muchos poemas clásicos. Las flores del cerezo parecen más bellas porque sabemos que se caerán pronto. En la psique japonesa parece existir esa incredulidad hacia la perfección y la eternidad, y ese lamento es lo que se expresa con un final triste en los relatos populares.
Las mujeres que deciden desaparecer, o, mejor dicho, que quieren retirarse de este mundo, no aparecen solamente en los cuentos populares. Si miramos la literatura clásica japonesa, su obra cumbre, La historia de Genji (siglo XI), narra los múltiples casos de mujeres que por su propia voluntad se tonsuran para apartarse de la vida cotidiana. El último caso es el de la muchacha que intenta suicidarse sin lograrlo y, tras rechazar el amor de los dos hombres más destacados de la época, se corta el cabello. En mi opinión, ellas se sitúan en la misma línea que aquellas mujeres celestes y quieren expresar su propia voluntad decidiendo negativamente desaparecer de este mundo. Podemos interpretarlo como una reivindicación femenina dentro de la sociedad machista en la que no les quedaba más opción que recurrir a la religión. Sea como fuere, este tema debe ser tratado desde diferentes puntos de vista y nos revelaría aspectos de la cultura japonesa de gran interés.
Desde que Lafcadio Hearn publicara su colección de cuentos fantásticos de Japón, Kwaidan (1904), escrita en inglés, no pocos se han interesado por el mundo imaginario de los japoneses, que ha creado una larga lista de criaturas extrañas tales como oni, tengu, kappa, rokurokkubi, yamanba, yūrei, yōkai, etc. En octubre de 2005 se organizó en París una exposición, Yôkai: bestiaire du fantastique japonais, que muestra el desarrollo histórico de este mundo fantástico a través de las obras de arte hasta llegar a las publicaciones del género manga de nuestros días. Son los mismos protagonistas de nuestros cuentos que siguen tan activos como antaño. El mundo del más allá en la cultura japonesa posee una fuerza incalculable y nos impulsa a seguir creyendo en él. En la etapa de la gran ilustración de Meiji (1868-1912) creíamos que la mayoría de los fantasmas habían muerto atacados por el racionalismo científico de Occidente, pero la realidad es que sólo se han tomado un descanso y han vuelto para entretenernos con diferentes formas. Los fantasmas de Japón no tienen piernas, por lo que volarán más rápido que otros y no tardarán en mezclarse con la gente española.
En esta edición he seleccionado treinta y dos relatos a partir de diferentes libros japoneses que ofrezco como cuentos más representativos de la tradición japonesa. Algunos presentan una correlación interesante en cuanto a los motivos y las tramas, que pueden considerarse variaciones o desarrollos propios sobre los mismos temas. Sin embargo, el escenario o la región de donde proceden es diferente, y lógicamente el relato señala los elementos autóctonos del lugar. También he procurado incluir cuentos poco conocidos, como el de la isla norte de Hokkaidō, El caballo de fuego, así como el de Okinawa, La hermana pájaro blanco, que juntos nos transmiten la asimilación de leyendas antiguas por las regiones periféricas en un estilo más elaborado y fantástico si cabe.
Algunos, como El millonario de la paja de arroz, coinciden en parte en su temática con la tradición de cuentos occidentales. En concreto, con El amor por tresnaranjas, que desarrolló Carlo Gozzi y que dio origen a la ópera homónima de Prokófiev. También, antes de terminar, no podía dejar de recordar que ya en el siglo XIX, el escritor español Juan Valera tradujo, a partir de una versión inglesa, dos de los cuentos recogidos en esta antología. Se trata de El pescador Urashima Tarō, que Valera tradujo con el título El pescadorcito Urashima; y El hombre y el espejo, traducido como El espejo de Matsuyama por el escritor y diplomático andaluz, para quien estos cuentos contenían «enseñanzas y misteriosas filosofías» de gran valor.
Este libro me ha sido sugerido por el editor Javier Setó, de Alianza Editorial, que se ha tomado la molestia de revisar todos mis escritos y dar sus opiniones personales. Quisiera agradecer su paciencia y trabajo, a la vez que a Manuel Florentín, que retomó posteriormente la tarea de editor junto a Carmen Ponce, y a Pío Serrano, de la editorial Verbum, que sugirió mi nombre. Por último, debo a mi marido, Arturo Pérez Martínez, su incondicional apoyo para hacer las primeras lecturas, lo que me ha facilitado la realización del trabajo.
Madrid, 8 de mayo de 2007
Kayoko Takagi
Uno de los cuentos que escogió el escritor y dramaturgo Junji Kinoshita (1914-2004) para la colección con el mismo nombre de este cuento en japonés, Warashibe chōja.
Originalmente debía de ser un relato de tipo religioso para contar el milagro del Buda en la figura de Kan’non, pero, como cuento popular, posee el interés de las sorpresas inesperadas para el enriquecimiento de un pobre hombre, que, empezando con una paja y un moscardón, consigue poseer al final huertas y hasta su propia casa. Se expresa el genuino deseo de cualquier menesteroso de que de repente un día pueda tener suerte y llegar a vivir bien.
Hace mucho mucho tiempo, había un joven muy pobre que vivía solo. No tenía ni amo ni padres ni mujer y, por supuesto, no tenía hijos. Como no sabía qué hacer para mantenerse, se fue a un templo budista y se sentó delante de un pabellón que guardaba la imagen de Kan’non1.
«Si he de vivir así, prefiero morirme aquí de hambre. Pero, si puedo tener aún un asomo de suerte, hasta que no me la muestres en mis sueños no me moveré de aquí», murmuraba entre dientes; pronto se cansó y se quedó tumbado en el suelo.
El prior del templo, al verlo en ese estado, pensó que podría resultar un problema que muriera alguien de hambre en el recinto y le llamó:
–¡Eh!, ¿quién es tu amo? Parece que no tienes nada que comer.
El joven le respondió:
–No tengo amo ni tengo a nadie. Nadie me da de comer ni se apiada de mí. Así que he decidido que Kan’non-sama2 será mi amo y que comeré lo que él me dé.
Los bonzos del templo se reunieron y, para evitar males mayores, empezaron a darle comida.
Pasaron así veintiún días. Dice la tradición que la petición al Buda se cumple a los veintiún días.
Efectivamente, esa noche el joven tuvo un sueño en el que Kan’non salía de detrás de un tapiz colgado en el altar del pabellón y le decía:
–Eres un fresco porque sólo piensas en pedir y no en trabajar. Pero te he escuchado y algo de razón tienes en quejarte. Yo te voy a enseñar un pequeño truco, pero debes marcharte ahora mismo de aquí. Cuando salgas del templo, agarra bien lo primero que toque tu mano y no lo sueltes por nada del mundo. ¡Venga, vete ya!
Asustado por el sueño, el joven se despertó. Abandonaba apresuradamente el templo cuando, al ir a franquear la puerta, tropezó y cayó hacia delante. Se levantó de inmediato, pero entonces se dio cuenta de que había en su mano una paja de arroz. Pensó que sería a eso a lo que Kan’non-sama se había referido en su sueño y siguió caminando con ella en la mano. De pronto, ya en el camino, le empezó a molestar un moscardón y quiso intentar ahuyentarlo con una rama de árbol. El moscardón iba y venía y se le lanzaba a la cara. El joven comenzó a hartarse, pero al final consiguió atraparlo. Entonces lo ató a un extremo de la paja y ató el otro extremo a la rama. De esta manera, el moscardón podía volar, pero no podía huir y daba muchas vueltas emitiendo un estridente zumbido.
Una carroza tirada por bueyes que parecía provenir del templo pasó a su lado. Levantando la persiana de la ventana, un niño pequeño se asomó y gritó:
–¿Qué es eso? ¡Quiero lo que tiene ese hombre!
El niño insistió sin parar de llorar hasta que uno de los samuráis se acercó al joven y le ordenó con voz de trueno:
–¡Tú!, danos eso que llevas en la mano. Mi pequeño señor lo quiere.
El joven pensó: «Pero esto es lo que me ha dado Kan’non-sama, y me dijo que no lo soltara…».
Pero la situación le obligaba a entregárselo al niño. Y así lo hizo.
Entonces, el samurái le dijo:
–Has hecho bien en satisfacer la petición de mi pequeño señor. A cambio, toma esto para que te refresques cuando tengas sed.
Eran tres grandes mandarinas. En aquella época las mandarinas todavía eran escasas, y éstas, además, estaban envueltas en un elegante papel. El joven pensaba para sus adentros en la suerte que había tenido al cambiar una paja con un moscardón por tres frutas exquisitas.
Iba por el camino con el paquete de mandarinas atado a su rama de árbol cuando vio venir a cierta distancia a un grupo de gente encabezado por una dama de apariencia noble. La mujer estaba tan desfallecida que se hallaba al borde del desmayo, y mascullaba entre dientes:
–¡Ay, qué sed tengo! Que alguien me traiga agua.
El séquito se alborotó buscando agua por todas partes pero no consiguieron encontrarla. Mientras tanto, la mujer gemía como si se fuera a morir. Todos maldecían el retraso del caballo que venía cargado con los víveres. De pronto, uno de los hombres se fijó en el joven y le preguntó si sabía dónde podían encontrar una fuente. El joven le respondió que por allí no había fuentes, pero que él tenía tres mandarinas que acaso le pudieran servir. Se las ofrecieron a la mujer de inmediato y ella, enseguida, recobró el sentido:
–Dije que me dieran agua, pero no recuerdo ya nada más. Si no hubiera sido por esas mandarinas, habría muerto. Dile a ese hombre que espere un poco y, cuando llegue el caballo, dadle de comer todo lo que quiera.
Pasado un rato, llegó el caballo y el estómago del joven estuvo tan satisfecho que no recordaba algo similar en su vida. Además, al despedirse, le dieron tres rollos de tela blanca de gran calidad. Pensó el joven que el trato del Kan’non-sama no estaba nada mal, porque una paja de arroz se había convertido en tres rollos de lujosa tela.
Al día siguiente, el joven seguía andando por el mismo camino. Ya cuando el sol estaba muy alto en el cielo, pasó un caballero montado en un magnífico corcel. El joven observó que el caballo era de una extraordinaria belleza y supuso que le habría costado mucho dinero adquirirlo. No había pasado un segundo cuando el caballo empezó a mostrarse nervioso y se detuvo en seco. Todos los hombres del séquito intentaban calmarlo y tirar de él hacia delante, pero el caballo no obedecía y, de pronto, cayó al suelo y murió. El caballero estaba fuera de sí por la sorpresa y la rabia, pero el caballo, ya muerto, no se movió. Finalmente dijo a los suyos:
–No hay nada que hacer en estas circunstancias. Me voy. Apartad como sea ese caballo fuera del camino.
Quedó sólo un hombre delgado para retirar el caballo.
Todo esto pasó delante de los ojos del joven, que se dijo a sí mismo: «¿No será que este caballo se ha muerto para mí? Desde ayer todo lo que toco y veo me favorece. Una paja de arroz se convierte en tres grandes mandarinas, tres grandes mandarinas en tres rollos de preciosa tela, y ahora quizás estas telas puedan ser este caballo».
–¿Qué le ha pasado a este caballo? –preguntó el joven al hombre delgado.
–Mirad, éste es un caballo que compró mi señor en la lejana región de Mutsu3. Mucha gente le ofreció comprárselo, pero mi señor nunca quiso venderlo. Y fijaos, ahora que ha muerto, no sirve para nada. Estaba pensando si desollarlo para al menos poder vender la piel, pero, al estar de viaje, ¿qué puedo hacer? Sólo mirar, pero nada práctico.
Cuando oyó esto, el joven contestó poniendo cara de pena:
–Tenéis razón, tenéis razón. Yo también estaba apreciando la raza de este caballo cuando, ¡zas!, se murió de repente. Y es que la vida es así y no se puede hacer nada para remediarlo. Claro que no lo podéis desollar estando en mitad de un viaje. Pero, siendo así, ¿no me podríais dejar a mí el cadáver del caballo? Porque yo sí que podría sacar algún provecho.
Y le mostró uno de los rollos que tenía. El hombre delgado, sin decir ni una palabra, lo cogió y se marchó corriendo como si temiera que el joven pudiera arrepentirse.
El joven esperó hasta que el otro desapareció de su vista. Entonces, lavó bien sus manos y las juntó para rezar a Kan’non-sama diciendo:
–Por favor, revive este caballo, por favor.
Repitió la petición muchas veces con los ojos cerrados y, cuando abrió los ojos, ¡oh, sorpresa!, los del caballo también estaban abiertos.
El caballo revivió tal y como lo había pedido. Entonces montó en él y empezó a cabalgar hacia la capital. Compró herraduras y una montura a cambio de otro rollo de tela, y con el último rollo que le quedaba, la alimentación tanto para el animal como para él.
Se acercaba ya a la capital cuando divisó y oyó alboroto de gente. Como le entró miedo de que alguien allí pudiera reconocer el caballo y acusarle de haberlo robado, desmontó y se acercó a preguntar:
–¿No necesitarán por casualidad un caballo?
–¡Qué oportuno! Precisamente necesito un caballo como éste.
El joven no sabía cuál era la razón de la agitación, pero el otro siguió:
–En estos momentos no tengo nada que darte, pero te podría ofrecer a cambio las huertas que tengo aquí.
«¡Vaya propuesta más absurda!», pensó el joven. No obstante, se atrevió a decirle:
–Señor, lo que yo quiero es dinero o cosas, como telas. Si me dan huertas en mitad del viaje, no puedo hacer nada con ellas.
El hombre estaba ya a lomos del caballo y no quería soltarlo de ninguna manera.
–Ciertamente, es el caballo de mis sueños.
Así decía, y siguió ofreciéndole cosas al joven; añadió que además de las huertas le dejaba el arroz y el trigo que tenía almacenados. Y lo que más le sorprendió fue que, al final, le ofreció incluso que se quedara con su casa.
–Si no me muero y un día regreso, entonces habrás de devolvérmela. Ahora, si no lo hago, puedes quedarte en ella para siempre. Además, si te llega la noticia de que he muerto, la casa será tuya. Yo no tengo hijos ni nadie que la pueda reclamar.
Dicho esto, el generoso hombre se marchó, dejando atrás al joven emocionado sentado en una habitación de la casa. No podía creer lo que le acababa de suceder.
Por lo que cuentan, el hombre que marchó a caballo nunca volvió. Así que la casa llegó a ser de aquel joven que ya tenía muchas huertas, y, no se sabe muy bien por qué, como si el viento empujara la abundancia hacia él, el joven empezó también a acumular dinero. El que empezó sólo con una paja de arroz llegó a convertirse en un millonario con una gran fortuna.
La batalla del mono con el cangrejo es uno de los cuentos antiguos más famosos de Japón. Llaman la atención en primer lugar las amenazas del cangrejo al árbol de caqui para acelerar su crecimiento. Esta manera de acosar a las plantas verbalmente como si fueran personas se conserva en los ritos de la siembra aún hoy en Japón. Se considera que viene de una ancestral creencia en la magia de las palabras llamada kotodama, espíritu de las palabras.
El trayecto de la castaña, la abeja, la plasta y el palo, que se van agregando a la marcha del cangrejo, traza el que efectuó Momotarō, el chico melocotón (pp. 61-67) que va a castigar a los ogros, incluso con el mismo regalo de las bolitas de mijo. Vemos cómo un tipo de cuento se mezcla con otro para componer diferentes historias.
Érase una vez un cangrejo que se fue a la playa para coger agua del mar y extraer de ella la sal. Entre la arena de la playa encontró una semilla de caqui4. Como al cangrejo le gustaba mucho el caqui, la cogió y se la llevó a casa mientras pensaba: «¡Qué suerte he tenido! La plantaré en mi jardín a ver si sale».
El cangrejo plantó la semilla en un rincón de su jardín y todos los días cuidaba y regaba ese rincón.
–Semilla de caqui, semilla de caqui, ¡sal pronto! Si no lo haces, te sacaré de la tierra con mis pinzas.
La semilla de caqui lo debió de oír y temió que realmente la fuera a desenterrar, pues pronto hizo surgir su pequeño brote.
El cangrejo, al ver las primeras hojitas, se puso muy contento y siguió regando y abonando al caqui mientras le decía:
–Brote de caqui, brote de caqui, ¡conviértete ya en árbol! Si no lo haces, te cortaré con mis pinzas.
Como el cangrejo repetía su advertencia todos los días, el brote de caqui debió de pensar que realmente sería capaz de cortarlo y se dio prisa en crecer, convirtiéndose en un árbol grande.
«Y ahora, que dé fruta», pensó el cangrejo, y no dejaba de regarlo y abonarlo mientras le decía:
–Árbol de caqui, árbol de caqui, ¡da ya tus frutos! Si no lo haces, te talaré con mis pinzas.
Por supuesto, como el árbol no quería que lo talaran, dio de una vez muchos caquis.
Al ver que el árbol ya había dado fruto, el cangrejo se animó de nuevo a regarlo y abonarlo todos los días mientras le decía:
–Árbol de caqui, árbol de caqui, ¡madura ya esos frutos! Si no, te daré un tajo con mis pinzas.
El caqui, claro está, no quería que le dieran un tajo e hizo que todas sus frutas empezaran a madurar y tornarse de un color rojo vivo, aunque hubo algunas que necesitaron un poco más de tiempo.
La alegría del cangrejo era inmensa. Había esperado días y días el momento de subir al árbol a coger los caquis. Intentaba trepar mientras hacía ruido con sus pequeñas patas –chiquichiquichiqui–, pero siempre acababa cayendo antes de superar siquiera dos palmos.
Entonces, un mono que estaba observándolo desde lo alto de la montaña acudió dando saltos hacia el cangrejo.
–Cangrejito, cangrejito, ¿qué estás haciendo? –le preguntó.
–Los frutos del caqui ya están maduros y estoy ansioso por recogerlos, pero no los alcanzo con mis patas, ¡brrr, brrr! –dijo el cangrejo echando burbujas.
Entonces el mono le dijo:
–No te preocupes, te los puedo coger yo –y, diciendo así, se encaramó rápidamente al árbol. Una vez sentado en una de las ramas, empezó a comerse todas las frutas que podía alcanzar con sus manos y su rabo.
El cangrejo se sintió sorprendido, pero su disgusto fue aún mayor.
–Oye, monito, ¿qué haces con mis caquis? –gritó echando más burbujas.
Pero el mono no le hizo ni caso y siguió comiéndose los frutos más apetecibles. Entonces, el cangrejo, rabioso, le dijo:
–¡Eh!, ¿me oyes? ¡Coge uno para mí también!
Al oír su grito, el mono miró por primera vez al cangrejo y, cogiendo un caqui grande pero todavía verde, se lo lanzó.
–¡Toma éste, si quieres!
Pero el caqui fue a dar en el caparazón del cangrejo con tanta fuerza que lo aplastó y lo mató.
Salieron entonces de debajo del caparazón muchos cangrejitos diminutos.
Los hijos del malogrado cangrejo se escondieron por todas partes debajo de las piedras y así crecieron sin peligro. Luego vieron que la gente cultivaba el mijo en esas tierras y ellos hicieron lo mismo hasta conseguir hacer bolitas de mijo entre todos.
Entonces, cada cangrejito cogió una bolita y todos se pusieron en camino hacia el pueblo de los monos, llamado Banba, para vengar a su madre.
Lo primero que encontraron los cangrejitos en el camino fue a la Castaña Saltarina, que los llamó:
–Cangrejines, cangrejines, ¿adónde vais?
–A Banba de los monos para vengar a nuestra madre.
–¿Y qué lleváis al cinto?
–Las mejores bolitas de mijo de todo el país.
–Dadme una y yo os ayudaré.
–Si vas a estar de nuestra parte, te la damos.
Y los cangrejitos le dieron una bolita de mijo a la Castaña Saltarina.
Los cangrejitos con sus patas cortas y la castaña rodando por el camino siguieron juntos adelante. Entonces llegó una abeja con su zumbido.
–Cangrejines, cangrejines, ¿adónde vais?
–A Banba de los monos para vengar a nuestra madre.
–¿Y qué lleváis al cinto?
–Las mejores bolitas de mijo de todo el país.
–Dadme una y yo os ayudaré.
–Si vas a estar de nuestra parte, te la damos.
Y de esta manera la abeja se agregó a la expedición.
Los cangrejitos con sus patas cortas, la castaña rodando por el camino y la abeja con su zumbido siguieron juntos adelante. De pronto, vieron una plasta de vaca en mitad del camino. Entonces la plasta les dijo:
–Cangrejines, cangrejines, ¿adónde vais?
–A Banba de los monos para vengar a nuestra madre.
–¿Y qué lleváis al cinto?
–Las mejores bolitas de mijo de todo el país.
–Dadme una y yo os ayudaré.
–Si vas a estar de nuestra parte, te la damos.
La plasta se unió de inmediato a los cangrejitos.
Los cangrejitos con sus patas cortas, la castaña rodando por el camino, la abeja con su zumbido y la plasta pegándose y despegándose de la tierra siguieron juntos adelante.
El siguiente personaje que se unió a los cangrejitos fue el palo para el secado del arroz. Mantuvo el mismo diálogo con ellos y se agregó a su compañía.
Los cangrejitos caminando, la Castaña Saltarina rodando, la abeja con su zumbido, la plasta pegándose y despegándose de la tierra y el palo dando saltos con una sola pierna iban juntos cuando apareció en su camino un mortero de arroz gigante y hecho de piedra. También pidió una bolita de mijo y se unió al grupo.
Con gran alborozo, la expedición llegó finalmente a Banba de los monos. Encontraron la casa del mono malvado y la exploraron. Parecía que el mono había salido y que allí no había nadie. Entonces, la Castaña Saltarina se escondió entre las cenizas del fuego que estaba en el suelo de la habitación5, los cangrejitos se metieron dentro de una vasija grande llena de agua que estaba en el suelo, la abeja se posó en la viga de la entrada y la plasta de vaca encontró un lugar privilegiado al lado del umbral. El mortero, como era muy pesado, necesitó la ayuda del palo para subir hasta debajo del tejado. Luego, el palo se colocó al lado de la plasta.
