El extranjero - Albert Camus - E-Book

El extranjero E-Book

Albert Camus

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Un hombre pasivo y ajeno al mundo recibe la noticia delfallecimiento de su madre. Pero esto parece no afectarle. Sufalta de interés por la vida y la muerte lo muestran como un serextraño y diferente a los demás.Sus días transcurren entre curiosos personajes y rutinashasta que comete un crimen sin motivo aparente. Lo quedesencadenará un juicio y una serie de reflexiones en torno a laexistencia, la responsabilidad y el sentido de la vida.

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Seitenzahl: 148

Veröffentlichungsjahr: 2025

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“Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”.

 

Un hombre pasivo y ajeno al mundo recibe la noticia del fallecimiento de su madre. Pero esto parece no afectarle. Su falta de interés por la vida y la muerte lo muestran como un ser extraño y diferente a los demás.

 

Sus días transcurren entre curiosos personajes y rutinas hasta que comete un crimen sin motivo aparente. Lo que desencadenará un juicio y una serie de reflexiones en torno a la existencia, la responsabilidad y el sentido de la vida.

 

El extranjero es una novela breve, pero infinita, que nos invita a examinar la condición humana en un universo caótico y absurdo.

Albert Camus(1913-1960)

Novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y Premio Nobel de Literatura. Dejó una huella indeleble en la cultura literaria y política con novelas como La peste y El extranjero, con sus obras de teatro Calígula y Los justos y con sus ensayos El mito de Sísifo y El hombre rebelde. Durante la Segunda Guerra Mundial militó en la resistencia tras la ocupación alemana de Francia y fue uno de los fundadores del periódico clandestino Combat. Falleció en un accidente automovilístico junto a un amigo tras estrellar su vehículo contra un árbol.

PRIMERA PARTE

I

Hoy murió mamá. O puede que fuera ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias”. Pero no quiere decir nada. A lo mejor fue ayer.

El asilo de ancianos está en Marengo, a 80 kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla y regresar mañana en la noche. Pedí dos días de licencia a mi jefe en mi trabajo y no pudo negármelos ante una situación semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: “No es culpa mía”. Pero ni me respondió.

Después pensé que no debí haberle dicho. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien, le correspondía a él presentarme sus condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto registrado y todo habrá adquirido un aspecto más oficial.

Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste, como siempre. Todos se compadecieron de mí, y Celeste me dijo: “Madre hay una sola”. Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco mareado. Fue necesario que subiera hasta la habitación de Emmanuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. Él perdió a su tío hacía unos meses.

Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí aturdido por la prisa y la carrera, además del vaivén, el olor a gasolina y la vibración del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Le dije que sí para no tener que hablar más.

El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá enseguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver al director antes. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y enseguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejo condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que ya ni supe cómo retirarla. Miró un expediente y me dijo: “La señora Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén”. Creí que me estaba reprochando algo, así que empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: “No tiene usted por qué justificarse. He leído el expediente de su madre. Usted no podía sostener sus necesidades. Ella requería una enfermera. Su salario es modesto. Y, a fin de cuentas, era más feliz aquí”. Dije: “Sí, señor director”. Él agregó: “Sabe, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir sus recuerdos de años pasados. Usted es joven y ella debió aburrirse con usted”.

Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba mucho. Pero era su costumbre. Luego de unos meses habría llorado también si la hubiera sacado del asilo. Siempre por la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me arrebataba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, comprar los billetes y hacer dos horas de camino.

El director me siguió hablando. Pero ya casi no lo escuchaba. Hasta que dijo: “Supongo que quiere ver a su madre”. Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: “La hemos llevado a nuestro pequeño depósito para no impresionar a los otros. Cada vez que alguien muere, los otros se ponen muy nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta nuestro servicio”.

Atravesamos un patio donde había muchos ancianos charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Se podría decir que era un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio, el director me abandonó: “Lo dejo, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. El entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. Así que he hecho lo necesario. Pero quería informarle”. Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, nunca se había acordado en vida de la religión.

Entré. Era una sala muy luminosa, blanqueada con cal y con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de equis. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado. Solo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas con nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.

En ese momento, el portero entró detrás de mí. Debió haber corrido. Tartamudeó un poco: “La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que pueda verla”. Se estaba aproximando al féretro cuando lo detuve. Me dijo: “¿No quiere?”. Respondí: “No”. Dejó de hacer lo que hacía, y yo estaba molesto porque sentí que no debí haber dicho eso. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: “¿Por qué?”, pero sin reproche, como si pidiera información. Dije: “No sé”. Entonces, retorciéndose el bigote blanco, declaró sin mirarme: “Comprendo”.

Tenía lindos ojos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y él se sentó también algo más atrás. La enfermera se levantó y se dirigió a la salida. El portero me dijo: “Tiene un chancro”. Como no comprendí, miré a la enfermera. Vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz, la venda era plana. En su rostro solo se veía la blancura del vendaje.

Cuando se fue, el portero mencionó: “Lo voy a dejar solo”. No sé qué ademán hice, pero se quedó de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, le dije al portero: “¿Hace mucho tiempo que está aquí?”. Inmediatamente respondió: “Cinco años”, como si hubiese estado esperando mi pregunta.

Me contó muchas cosas después. Se habría asombrado mucho si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento: “¡Ah! ¿Usted no es de aquí?”. Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esa región. Entonces me informó que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: “Cállate, no son cosas para contarle al señor”. El viejo había enrojecido y pedido disculpas. Yo intervine para decir: “No pasa nada, no pasa nada”. Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.

En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: “ellos”, “los otros” y, más raro aún, “los viejos”, para hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. Él era portero y, en cierta medida, estaba por sobre ellos.

La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche se había espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero encendió la luz y quedé cegado por el repentino resplandor. Me invitó a dirigirme al comedor para cenar. Pero no tenía hambre. Entonces me ofreció traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté. Un momento después regresó con una taza en una bandeja y me la bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Le ofrecí un cigarro al portero y nos pusimos a fumar juntos.

En un momento dado, me dijo: “¿Sabe usted si los amigos de su señora madre van a venir a velarla también? Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro”. Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La instalación estaba hecha así: todo o nada. Después no le presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá. También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café me había calentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y las flores. Creo que dormité un poco.

Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura que antes. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los miré como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de sus rostros o de sus trajes se me escapó. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener panza las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y llevaban bastón. Me llamó la atención no verles sus ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se sentaron, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con modestia, y con sus labios sumidos en las bocas desdentadas no pude distinguir si me saludaban o si se trataba de un tic. Aunque creo que en realidad me saludaban. Advertí en ese momento que estaban todos cabeceando, sentados frente a mí, en torno del portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que habían venido a juzgarme.

Tras unos instantes, una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una de sus compañeras, y no la vi bien. Lloraba emitiendo pequeños gritos, y a mí me pareció que no se detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o sus bastones o cualquier cosa, pero no veían nada más. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido dejar de oírla. Sin embargo, no me atreví a decírselo. El portero se inclinó hacia ella y le habló. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó llorando con la misma regularidad de antes. El portero vino conmigo entonces. Se sentó cerca y, después de un rato bastante largo, me informó sin mirarme: “Estaba muy unida a su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le queda nadie”.

Nos mantuvimos un largo rato así. Hasta que los suspiros y los sollozos de la mujer comenzaron a disminuir. Sorbía mucho, eso sí, pero luego al fin se calló. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas personas. Solo de vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de sus mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos. Pero ahora pienso que era una impresión falsa.

Todos tomamos café servido por el portero. Y después, ya no sé. La noche pasó. Recuerdo que en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados. Excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de sus manos aferradas al bastón, como si no esperara otra cosa que mi despertar. Luego volví a dormirme. Me desperté porque sentía que cada vez me dolía más la cintura. El día resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se despertó y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado los rostros color ceniza. Al salir, todos me estrecharon la mano, y yo me asombré de vivirlo. Era como si esa noche, durante la cual no intercambiamos una palabra, hubiéramos acrecentado nuestra intimidad.

Estaba fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Ahí tomé café con leche, que estaba muy bueno. Y cuando salí, ya era completamente de día. Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento olía a sal. Un hermoso día comenzaba a brotar. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer que habría tenido en pasearme de no haber sido por mamá.

Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esa hora se estarían levantando para ir al trabajo, que para mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las ventanas. Luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar una buena cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: “Los empleados de la funeraria llegaron hace un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?”. Dije que no. Así que ordenó por teléfono, bajando la voz: “Figeac, diga usted a los hombres que pueden continuar”.

Luego me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que él y yo estaríamos solos, con la enfermera de servicio, ya que los pensionistas no debían asistir a los entierros.

El solo les permitía velar. “Es cuestión de humanidad”, señaló. Pero en este caso había autorizado seguir al cortejo a un viejo amigo de mamá: “Thomas Pérez”. El director sonrió. Me dijo: “Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas. Le decían a Pérez: ‘Es tu novia’. Y él reía. Lo que les complacía. La muerte de la señora Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico”.

Nos quedamos en silencio bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del despacho. Y después de un momento, mencionó: “Ahí está el párroco de Marengo. Viene antes de la hora”. Entonces me advirtió que nos llevaría tres cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos. Delante del edificio estaban el sacerdote y dos monaguillos. Uno de ellos tenía el incensario, y el padre se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó “hijo mío” y me dijo algunas palabras. Entró y lo seguí.