El final de la intransigencia mutua - Laura Pérez Rosales - E-Book

El final de la intransigencia mutua E-Book

Laura Pérez Rosales

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Este libro ofrece una interpretación sobre la forma en que el arzobispo Luis Ma. Martínez construyó puentes para la convivencia con el Estado mexicano posrevolucionario. La tarea no fue fácil. A partir del inicio de su gestión eclesiástica, durante el cardenismo, Martínez tuvo que sortear diques que limitaban un nuevo diálogo tras la amarga experiencia del conflicto religioso a finales de los años veinte del siglo XX. El arzobispo de México se encontró con no pocas resistencias, tanto entre los políticos que defendían el sometimiento de la Iglesia al Estado mexicano como entre los católicos radicales que no cejaban en su oposición a un régimen al que identificaban con la maldad absoluta. En medio de esa polarización, el talante conciliador de Luis Ma. Martínez aunado a su inflexible rechazo a cualquier intento de la rebelión armada como forma de enfrentar al Estado Posrevolucionario, resultó clave para el inicio de una etapa nueva en las relaciones Estado-Iglesia. En buena medida logró lo impensable: el reacercamiento de dos poderes históricamente enfrentados en México desde mediados del siglo XIX. Por otro lado, el libro aborda aspectos medulares en la formación del México contemporáneo: la paulatina recuperación de la presencia de la Iglesia en la arena pública, el conflicto por el control de la educación en el país, el uso de medios de comunicación como espacio que transmitía la modificación de las prácticas sociales, las diversiones públicas, la moralidad, la campaña en defensa de la fe católica frente a los enemigos construidos y reconstruidos durante los años cuarenta y cincuenta: los comunistas y los protestantes. A pesar de la constante compaña moralizante encabezada por el Arzobispo Martínez, fue imparable el avance y éxito de publicaciones, programas televisivos, películas, diversiones, modas o gustos que en otras circunstancias hubieran sido impensables. Triunfó el Estado laico, la sociedad se acercó cada vez más a las prácticas laicas y se identificó con las pautas culturales estadounidenses. Pero la Iglesia igualmente se adaptó a las nuevas circunstancias y se fortaleció a través de su presencia en la educación privada, sobre todo aquella que estaba dirigida a las clases medias y altas. Todo en el contexto de un nuevo entendimiento con el partido hegemónico, de prosperidad material pero de evidentes contrastes sociales, previo, todo ello, a la consigna de Cristianismo sí, Comunismo no.

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos.

Esta obra fue dictaminada favorablemente por pares académicos mediante el sistema doble ciego y evaluada para su publicación por el consejo editorial de Bonilla Artigas Editores.

El final de la intransigencia mutua

Primera edición en papel: 2020

Edición digital: febrero 2021

D.R. © Laura Pérez Rosales.

D.R. © 2020

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

Hermenegildo Galeana #111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

Coordinación editorial y cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial y de portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

Realización publicación digital: javierelo

ISBN: 978-607-8636-67-9 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN edición digital: 978-607-8838-96-7

Hecho en México

Para Arjen

In Memoriam

Contenido

Introducción

El arzobispo Martínez y el México de su gestión

Piezas de la vida del arzobispo Luis María Martínez y Rodríguez

Los desafíos: reorganización de los católicos y conciliación con el Estado mexicano

El arzobispo y la moral

El arzobispo y el enemigo de México: los protestantes

Conclusiones

Bibliografía

Sobre la autora

Introducción

A pesar de su tradición cristiana, el mundo occidental no se rige en la actualidad dentro del marco social o político de la Iglesia. Desde finales del siglo XVIII, el papel de ésta ha visto modificadas su intervención e influencia debido, en buena medida, al paulatino y conflictivo proceso de secularización en las sociedades. Los ciudadanos modificaron y adaptaron sus creencias o no creencias dentro de los Estado-Nación que otorgan el derecho a creer o no creer. A pesar de las diversas resistencias, la modernidad se tradujo en la posibilidad de que las sociedades aceptaran la oportunidad de separar la fe o las creencias personales de las prácticas laicas y críticas aparejadas cada una con su ética. No exentas de conmociones, las estructuras políticas y económicas se transformaron hasta la desaparición de la religión pública o religión de Estado, sustituido ello por el derecho a la libertad de creencias.

En México, con la excepción del Constituyente de 1824, la libertad de culto levantó enconadas polémicas durante los congresos de 1857 y 1917. En ocasiones se confundieron o se mezclaron las discusiones entre las posturas antirreligiosas y las antieclesiásticas, atizadas muchas veces por las dificultades económicas del Estado, que veía en los bienes eclesiásticos la cura a sus apuros financieros. La Guerra de Reforma, el conflicto religioso de 1927 y los intentos de revivir durante los años treinta el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado son algunos de los ejemplos más notorios de la pugna política entre ambos poderes. Al final, el resultado fue la desaparición de una religión pública y, en su lugar, se colocó la libertad de creencias, basada en la legitimidad de los derechos de la conciencia individual.

De acuerdo con la legislación vigente, existe una separación entre el Estado y la Iglesia, es decir, la ley los reconoce como dos ámbitos disímbolos y no se admite la intervención de credo religioso alguno en la agenda política, mientras que el Estado se encuentra impedido de interferir en la vida de cualquier asociación religiosa. A pesar de ello, el Estado y la Iglesia católica, en México, son poderes incuestionables por su capacidad de influencia, voz y fuerza en las deliberaciones sociales. Es claro que ambos han marcado los ritmos de la vida política y han sido parte innegable de la formación social de México. Más aún, la religión católica y el clero conservan y representan hasta hoy en día una fuerte expresión pública, frente a lo cual el Estado –no sin reticencias– tuvo que reconocer a la Iglesia como un poder real y reglamentarla.

En efecto, desde la década de los años treinta del siglo XX se tomó un nuevo derrotero cuando las jerarquías civiles y religiosas asumieron la necesidad de recomponer su relación y papel frente a la sociedad. Con el antecedente de los acuerdos logrados en 1929, por los cuales se dio fin al conflicto bélico entre el Estado y la Iglesia, ambos modificaron el lenguaje político y militar en aras de la negociación. La jerarquía eclesiástica entendió que no tenía sentido ni futuro alguno la prolongación de una relación de permanente confrontación y, en lugar de encabezar un movimiento que alentara el derrocamiento del Estado posrevolucionario, apostó por lo que siempre ha sabido manejar con maestría: la negociación y la adaptación a las nuevas circunstancias políticas. El presidente Lázaro Cárdenas, por su parte, tampoco estaba interesado en mantener abierto un frente bélico con la Iglesia; sus prioridades apuntaban hacia el fortalecimiento de un sistema político presidencialista, corporativo, centralizado, progresista, que tuviera la estabilidad suficiente para acabar con los rescoldos de poderes regionales que obstaculizaban la consagración de un programa político de alcance nacional, pero controlado desde el centro.

A ambos –al arzobispo Luis Ma. Martínez y al presidente Cárdenas– los unían circunstancias similares: eran de origen sencillo, conocieron de cerca el mundo rural. Su tierra común: Michoacán, fue centro de los conflictos religiosos de finales de los veinte, conocían a profundidad al pueblo mexicano y su centenaria religiosidad. Eran hombres al frente del poder en sus respectivas órbitas y, desde aquel, coincidieron en la necesidad de dar carpetazo al enfrentamiento bélico y político entre la Iglesia y el Estado. Para sus respectivos proyectos sociales a ambos les convenía la recuperación de la paz y la estabilidad. Una coincidencia más, pero de gran calado: ambos sabían que la organización social y política, de talante corporativo, era la mejor manera de controlar los hilos del poder en sus respectivas zonas de influencia.

La Iglesia era la gran conocedora del corporativismo –en otras palabras, interventora en las diversas porciones sociales de la comunidad católica–, necesario para controlar, orientar, educar y expandir su presencia en el mundo. Y la Iglesia mexicana no fue la excepción. Por su parte, el Estado posrevolucionario mexicano, durante el cardenismo, fraguó y completó su propia organización corporativa apoyada, sobre todo, en campesinos, obreros y militares. El Estado y la Iglesia eran como dos sistemas solares, paralelos, con sus respectivos centros de poder y decisión, con sus planetas alrededor, es decir, sus diversas y respectivas asociaciones, confederaciones y federaciones, a los cuales podía manejar con relativa facilidad.

La Iglesia entendió, a partir del cardenismo, el rumbo de los nuevos vientos políticos, no sin dejar de mostrar sus discrepancias –expresadas a través de organizaciones identificadas con ella– con respecto a la educación socialista y lo que consideraba el talante ateo y socialista del régimen. Pero la Iglesia ya no alentó las acciones violentas y, en cambio, envió guiños de entendimiento a cambio de recibir igualmente muestras de tolerancia ante las expresiones de la religiosidad popular. Las aguas empezaron a apaciguarse.

A partir de los años cuarenta, la Iglesia católica fue recuperando paso a paso terreno político y presencia social. Con el inicio del gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) continuaron las bases de la separación Iglesia-Estado pero era más fuerte la apariencia que la realidad política. En efecto, a partir de estos años, la complexión, la experiencia y el oficio de la Iglesia le permitieron actuar con gran habilidad a lo largo de los regímenes presidencialistas, destacando la capacidad de la jerarquía al saber actuar, con maestría, en una de las coyunturas políticas más delicadas del sistema político mexicano: la de la transmisión del poder. De esta forma logró obtener beneficios gracias a la intervención del alto clero al saber comportarse políticamente ante el relevo y cambios de la clase política. La transmisión del poder en México siempre ha sido uno de los momentos más delicados del sistema político, y la Iglesia, casi siempre, ha logrado obtener provecho de la circunstancia. Por su parte, el Estado sabía de la misma manera cómo negociar con la Iglesia y conseguir, con discreción, su apoyo en las decisiones fundamentales durante los cambios de poder.

En esta investigación deseo explorar la forma en que el Estado y la Iglesia católica –entre los años treinta y los cincuenta del siglo XX– reconstruyeron y recompusieron sus relaciones políticas y sociales. Fue un periodo marcado por los rescoldos del conflicto religioso de finales de los años veinte, por el polémico proyecto social del cardenismo, los inicios de la industrialización en México, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el panamericanismo. Un hilo conductor del lapso aquí estudiado lo representa la gestión del arzobispo michoacano Luis Ma. Martínez quien, en 1937, fue designado cabeza del Arzobispado de México. Su misión se prolongó hasta 1956, año de su muerte, periodo durante el cual fue testigo de los sexenios de Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines.

Durante su gestión, el arzobispo Martínez tejió y redefinió, con paciencia y habilidad, una nueva y discreta relación política –eficaz y eficiente– sobre la base de una combinación de activa vida social y señales políticas de cordialidad –y aun colaboración–, durante los sexenios de los presidentes Ávila Camacho, Alemán y Ruiz Cortines. Durante esos casi veinte años hubo de todo en las relaciones Iglesia-Estado: afinidades, desencuentros, apoyos mutuos, acercamientos, deslindes, controversias, tensiones, guiños. Pero en el fondo existía un sustrato de voluntad en ambos para recuperar un vínculo de entendimiento –para la mutua conveniencia–, siempre en el marco legal de la separación Estado-Iglesia. Pero quedó claro que no se podían ignorar ni enfrentar.

Con base en la información proporcionada, principalmente, por el Archivo Histórico del Arzobispado de México y de Acción Católica Mexicana, complementada con información hemerográfica y estudios sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia, busco reconstruir algunos aspectos de la vida política y social durante esta etapa de la historia de México, los cuales muestren el reacomodo de estos dos poderes presentes a lo largo de toda la historia de México: el civil y el eclesiástico. He privilegiado, en función de las fuentes documentales, la visión y la voz eclesiásticas, pues no son muchos los estudios apoyados en las fuentes documentales con esa perspectiva. Me interesa en particular mostrar la forma en que la Iglesia, a partir de los años treinta, reorganizó poco a poco su control sobre las asociaciones católicas laicas y con ello lograr dos objetivos: la cancelación de la vía armada como forma de enfrentar al Estado mexicano y, por otro lado, recuperar su influencia en un aspecto siempre presente en el papel histórico de la Iglesia: la educación. Al final de su gestión, el arzobispo Martínez logró lo que hasta entones parecía imposible: la solución al problema de los destinatarios de la educación primaria. El Estado cedió ante el hecho de que la Iglesia, de manera discreta, inspiraría, influiría o, sin tapujos, dirigiría escuelas particulares y, a cambio, la educación pública estaría, prácticamente, bajo el control oficial.

Tres aspectos serán revisados en esta investigación histórica para entender la labor del arzobispo Martínez en su afán por fraguar un programa que recompusiera las relaciones políticas y sociales con el Estado. En primer lugar, controlar y centralizar –con apoyo fundamental de Acción Católica Mexicana– los trabajos y acciones de las diversas organizaciones católicas mexicanas y así cancelar cualquier vía violenta o política en contra del Estado posrevolucionario. En segundo lugar, apoyar una campaña de moralización como modelo hegemónico de comportamiento social, dirigida, sobre todo, a las clases medias y altas urbanas. El Estado mexicano no entró en controversia con la Iglesia por ese modelo; al contrario, le resultó conveniente e, incluso, coincidía en ciertos aspectos con la Iglesia. Sólo un aspecto, inserto en el programa moralizador de la Iglesia, no fue respaldado por el Estado: el del entretenimiento, sobre todo cuando se trató de la televisión comercial. Los negocios y el afán de lucro de los empresarios que vieron en centros nocturnos y la televisión las fuentes de no pocas ganancias, más allá de su credo católico, se alejaron o desentendieron de las compulsiones eclesiásticas por censurar las diversiones populares –con la televisión y el cine a la cabeza, que, a partir de los años cincuenta, fueron sencillamente las que dominaron el paisaje del esparcimiento, sobre todo en la Ciudad de México. En tercer lugar, se revisará la construcción –en plena Guerra Fría– de la comunidad protestante mexicana como el ejemplo medular –junto con los comunistas– del enemigo y antípoda de la identidad nacional y, en su lugar, presentar lo que se juzgaba como la esencia de la identidad mexicana: el guadalupanismo. Para ello, la intolerancia y la hegemonía católicas fueron prácticas utilizadas y frecuentes en esta época.

La muerte del arzobispo Luis Ma. Martínez en 1956 dejó sentada una nueva relación política entre la Iglesia –ante todo la jerarquía eclesiástica– y el Estado mexicanos. Buena parte de su legado fue retomado y los nuevos vientos que soplaron en los años sesenta, sobre todo después del Concilio Vaticano II, darían paso a nuevas condiciones que modificarán las prácticas religiosas, la vida religiosa misma y la relación con la sociedad. Pero los vínculos con el Estado mexicano, discretos, serán cada vez más cordiales e, incluso, cercanos. Pero ésa es otra historia.

El arzobispo Martínez y el México de su gestión

El 17 de febrero de 1956, el embajador de Holanda en México envió una carta al Ministerio de Relaciones Exteriores en La Haya para informar de la muerte del arzobispo de México, Luis María Martínez y Rodríguez, a la edad de 74 años. La misiva informaba que el arzobispo moría después de haber estado 19 años al frente del arzobispado más importante del país, durante los cuales había acumulado una gran experiencia política y construido una enorme y cordial red de relaciones con diversas porciones de sectores sociales, políticos e intelectuales en México. Y, en efecto, a mediados de los años cincuenta, el arzobispo Martínez y Rodríguez era conocido en los círculos políticos del más alto nivel, entre el empresariado más encumbrado, entre diplomáticos, dirigentes sindicales y campesinos, inauguraba todo tipo de negocios, bendecía teatros, hospitales, acudía a las fiestas patronales en pueblos de su arquidiócesis o encabezaba peregrinaciones. Era miembro de la Real Academia de la Lengua, invitado a impartir conferencias, pertenecía a diversos grupos eclesiásticos latinoamericanos para otorgar premios a notables colaboradores de obras sociales, las radiodifusoras deseaban entrevistarlo al igual que los periódicos más conocidos en el país. Era bien sabido que celebraba las bodas de los hijos de políticos, empresarios o artistas, incluso casó a la sobrina del presidente Ávila Camacho, a miembros de la familia O’Farrill o a Carlos Denegri, el periodista más empoderado y solicitado por los políticos desde los años cuarenta hasta finales de los sesenta.

Independientemente de que la figura arzobispal era por sí misma una de las más importantes en la constelación jerárquica y política en México, el arzobispo Martínez y Rodríguez representaba con claridad el interlocutor más importante de uno de los poderes de indiscutible presencia histórica en México: la Iglesia. Con el otro gran poder en nuestro país desde el siglo XIX, el ejército, había igualmente construido puentes de comunicación.

Además, el arzobispo Martínez representaba una pieza fundamental en el tablero de ajedrez político nacional pues había tomado las riendas del Arzobispado de México en un año –1937– en el que el país apenas dejaba atrás, con cautela y recelo, los rescoldos dejados por el conflicto religioso iniciado en 1926 y finalizado en 1929 con unos acuerdos que no habían dejado satisfechas a diversas porciones sociales. Sin embargo, el presidente Lázaro Cárdenas estaba resuelto a superar ese periodo en aras de la reconciliación nacional.

En todo caso, el informe del embajador neerlandés en 1956 era revelador de la importancia de la trayectoria de Martínez Rodríguez, construida desde 1937, cuando tomó las riendas de la arquidiócesis más grande e importante de México, país –en opinión del embajador– regido por una legislación poco amigable con la Iglesia. Y no estaba equivocado. La razón de las tensiones entre el Estado y la Iglesia era la vieja lucha entre estos dos poderes, desde mediados del siglo XIX, las cuales se atemperaron durante el Porfiriato, se agudizaron con la promulgación de la Constitución de 1917 y se exacerbaron durante el conflicto religioso entre 1926 y 1929. “La Constitución de 1917 –explicaba el Embajador a sus superiores en La Haya– contiene varios artículos que no sólo estipulan la separación del Estado y la Iglesia, sino que también implican disminuir la influencia de la Iglesia católica en este país”. 1

El embajador Flaes atinaba también cuando explicaba a sus superiores que los conflictos internos de poder en México eran, sobre todo, luchas entre los grupos de poder que desde el pasado disputaban por conservar o tomar el control del país. En efecto, recordemos que el arzobispo Martínez y Rodríguez fue designado arzobispo a finales de los años treinta del siglo XX, periodo convulso, cuando las críticas del general Plutarco Elías Calles enderezadas contra las movilizaciones obreras –y toleradas por el presidente Cárdenas– cimbraron al país. Los obreros no se quedaron callados: en junio de 1935, a un llamado del Sindicato Mexicano de Electricistas, varios de sus dirigentes y organizaciones –entre otros Vicente Lombardo Toledano, al frente de la Confederación General de Obreros de México– resolvieron constituir el Comité Nacional de Defensa Proletaria ( CNDP), para salvaguardar tanto los intereses de los trabajadores como frenar la intervención callista en el escenario político nacional. El CNDP había nacido en marzo de 1934, como una derivación de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios ( LEAR), con el grabador Leopoldo Méndez a la cabeza y constituida por un grupo heterogéneo que reunía a literatos, artistas plásticos, arquitectos, dramaturgos, fotógrafos, médicos, músicos y cineastas, de clara postura de izquierda, y unidos para luchar en contra del fascismo y a favor del movimiento obrero. 2 La presencia de la LEAR en la vida política mexicana fue muy dinámica y solidaria con las luchas de otros pueblos. Los espléndidos grabados de los integrantes de esas organizaciones, entre los que se contaban los de Méndez, Pablo O’Higgins, Alfredo Zalce o Alberto Beltrán, aludían a los asesinatos de profesores cardenistas en los estados de Guanajuato, Michoacán y Puebla, entre 1936 y 1938. 3

En febrero de 1936 se fundó la Universidad Obrera con el propósito de facilitar el ingreso de los trabajadores a un centro superior de estudios. Un año después se disolvió la LEAR pero un puñado de grabadores, de nuevo con Méndez a la cabeza, fundó el Taller de Gráfica Popular, junto con Pablo O’Higgins y Luis del Arenal. 4 Su objetivo: hacer del arte y del grabado un instrumento de denuncia en contra del fascismo y a favor de las causas populares obreras y campesinas. La educación en estos años, medular en cualquier programa político gubernamental, estaba inspirado en el artículo 3° constitucional, el cual legitimaba la impartición de una educación socialista a niños y jóvenes.

Al finalizar los años treinta, las fuerzas políticas nacionales e internacionales se habían reacomodado, México había padecido años de guerras fratricidas, acosado por los intereses petroleros de las más poderosas empresas internacionales, ante lo cual el presidente Cárdenas no estaba interesado en continuar los enfrentamientos con la Iglesia. Además, era indiscutible que el proyecto de país –laico y nacionalista– había ganado la partida política y era reconocido en el exterior. Luis Ma. Martínez, hombre pragmático y convencido de que la vía violenta había perdido toda posibilidad y legitimidad para que la Iglesia convocara a una lucha a favor de un proyecto nacional católico, se decidió por lo razonablemente posible: el reacercamiento cauteloso al régimen posrevolucionario, la negociación y la recuperación de espacios y voces que le retornaran paulatinamente su influencia y labor en la sociedad.

El ambiente político y cultural progresista y antifascista, junto con la acción gubernamental del general Cárdenas, inclinado hacia los grupos más desfavorecidos en México, generó mucho temor e irritación entre no pocos sectores de la población que veían en ello la presencia e influencia de la Unión Soviética, del comunismo internacional y de grupos antimexicanos. La sociedad se dividió entre cardenistas y anticardenistas, y la oposición al cardenismo se hizo escuchar. El radicalismo en materia educativa, laboral, agraria y petrolera generó enojo en amplios grupos conservadores e igualmente permitió que se cooptaran otros grupos igualmente conservadores pero que se habían mantenido al margen de la lucha política. Organizaciones como la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF), la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), la ACM, la Unión Nacional de Estudiantes Católicos, la Acción Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), entre otras, empuñaron entonces la bandera anticardenista. Además, no faltaron jerarcas eclesiásticos que se sumaron a esta cruzada, como fue el caso de la participación del arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez.

En otras palabras, cuando el arzobispo Martínez inició su gestión, a sus 56 años, el ambiente y la temperatura políticas en México eran difíciles. Entre lo más delicado que debió enfrentar en 1937 estaba la irritación entre parte de la jerarquía eclesiástica y entre no pocos católicos por no estar convencidos de aceptar la negociación en 1929 entre el Estado y la Iglesia para dar por terminado el conflicto religioso armado que sólo desgastaba tanto a ésta como a aquél. Los arreglos del 29 fueron una negociación que no todos quisieron escuchar, pues era el llamado a la reconciliación con el Estado, es decir, con el enemigo y, a cambio, éste se moderaría o disimularía la aplicación de la legislación antieclesiástica. No pocos deseaban reiniciar la guerra contra el régimen al que consideraban la encarnación viva del demonio, pero el arzobispo Martínez era de los jerarcas eclesiásticos que se oponían a retomar la vía armada como forma de exterminar al gobierno posrevolucionario, y ésa fue su postura durante toda su gestión. Decidió que era mejor buscar nuevas formas de convivir con un Estado laico y con una sociedad que, sobre todo en las ciudades, transitaba cada vez más claramente hacia un talante urbano, con base en la industrialización y abierta al mundo.

La llegada del presidente Manuel Ávila Camacho marcó un giro importante en la relación entre la Iglesia y el Estado mexicanos. Su declaración pública de que era un hombre creyente fue un claro mensaje que tuvo como destinatario principal a la Iglesia católica. El reacomodo de los poderes políticos que se efectuó una vez concluida la fase más violenta del movimiento revolucionario, dejaba en claro que el grupo vencedor venía con toda la intención de marginar a la Iglesia, de una vez por todas, de su tradicional e importante papel en la educación, en el acompañamiento de buena parte de la sociedad mexicana, en los servicios sociales y, sobre todo, en la toma de decisiones políticas. El país se dividió entre unos a favor del talante laico que debía caracterizarlo y otros que continuaban persuadidos de la identidad sustancialmente católica de la sociedad y de su derecho a ser preservada por la autoridad. Hubo, sin embargo, otro grupo que estuvo dispuesto a aceptar la vigencia de la legislación antieclesiástica, siempre y cuando la Iglesia recibiera un trato de discreta aceptación en cuanto a la práctica católica en el país y, sobre todo, a continuar con una actividad históricamente fundamental para la Iglesia: la educación. De esta manera, ambas partes: el Estado y la porción negociadora de la Iglesia, consiguieron con el tiempo una convivencia paulatinamente cordial.

En 1940 habían pasado catorce años desde el inicio del conflicto religioso, y casi 250 mil personas, de ambos bandos y el Vaticano, se habían inclinado por la recuperación de la paz en México. La violencia había sido cancelada como vía para dirimir diferencias políticas, lo cual pavimentó en definitiva la reanudación de puentes conciliatorios entre la Iglesia y el Estado. Con un excelente tino mediático y político, el arzobispo Luis Ma. Martínez hizo en ese año declaraciones fundamentales a la agencia de noticias católica norteamericana, la National Catholic Welfare Council, la NCWC. 5 A pocos días de que Manuel Ávila Camacho asumiera la presidencia de la República, el arzobispo michoacano dio a conocer a la prensa norteamericana su sentir sobre lo que vislumbraba tras los seis años del cardenismo, un guiño directo al Presidente. Comenzó por manifestar su convicción de que la libertad de conciencia y la paz religiosa respecto al culto público progresaron mucho durante la presidencia del general Cárdenas y expresó su seguridad de que “se conservará durante el mandato del nuevo presidente y se fortalecerá y perfeccionará, porque ahora el ambiente es favorable para esto y porque las declaraciones públicas del general Ávila Camacho, de manera indiscutible, expresan su deseo por satisfacer las justas aspiraciones de la opinión pública, particularmente en todo lo que concierne a libertad religiosa”. 6 Ante el viejo dilema de los gobiernos anteriores de que el problema con los católicos era su fidelidad al Vaticano por sobre otra autoridad, el arzobispo Martínez se encargó de aclarar tal punto apenas unos días después de la toma de posesión de Ávila Camacho como presidente:

La Iglesia ha enseñado siempre –enfatizaba– que el deber de los católicos como ciudadanos es cooperar sinceramente y eficazmente con el gobierno civil en todo lo que el gobierno emprenda por el bien común de la Nación. Considero la declaración del general Ávila Camacho sincera [se refiere a la que expresó en septiembre de 1940, de que era creyente], ausente de cualquier motivo para dudar de su caballerosidad, pues seguramente un caballero no puede mentir; además, la espontaneidad de las declaraciones, el momento en las que se hicieron[,] el tono en el que se expresaron y los antecedentes del general Ávila Camacho, son evidencia de su sinceridad. 7

De esta forma, quedaba tendido el puente de comunicación abierta y cordial con el Ejecutivo, y así continuaría. Si bien hubo diferendos en cuanto a los aspectos educativo o sindical, siempre predominó la coincidencia de ambas partes al rechazo a cualquier enfrentamiento bélico como forma de dirimir las discrepancias.

Para dejar clara el área de influencia de cada uno de estos poderes –el Estado y la Iglesia–, el arzobispo Martínez fue aún más explícito. En esas mismas fechas respondió a un cuestionario del periodista Raúl Moncada, de la revista Así: para empezar, declaró que él reiteraba su reconocimiento a las atribuciones legítimas del Estado. “El único que tiene derecho legal y moralmente para marcar a una nación el rumbo de su política internacional es el Gobierno Civil. Los católicos tenemos la obligación de acatar el rumbo marcado por el Gobierno […] hay que estar con el Gobierno. Esta es la doctrina clásica de la Iglesia”. En cuanto a la tarea de ésta una vez terminada la guerra –afirmó–, consistía en tres acciones: justicia, caridad y paz. Un tema candente era su postura frente al llamado socialismo cristiano: “No me gusta ese nombre –aclaraba–[,] se presta a equívocos. Y de inmediato acudí a los documentos que debían servir como pauta para la acción católica, las encíclicas papales”. Para el arzobispo, estos documentos tenían la virtud de complementarse y, principalmente, adaptarse al “mundo moderno”. “La doctrina social de la Iglesia –recordaba– puede ser la fórmula salvadora. Está perfectamente expuesta en las inmortales Encíclicas Rerum Novarum de León XIII y Quadragésimo Anno de Pío XII. Esta última ha acomodado los principios de la primera a las exigencias de los tiempos más modernos”. El arzobispo no hablaba en el vacío: los postulados de ambas encíclicas papales trataban de conciliar un fenómeno que se había agudizado en el mundo como resultado de la fuerte industrialización en el planeta y la polarización social derivada de ello. En efecto, después de la Primera Guerra Mundial, de la crisis de 1929 en Estados Unidos y con la experiencia del surgimiento de los totalitarismos en Europa, la Iglesia fue testigo de movimientos sindicales y sociales que reclamaban mejores condiciones de vida y laborales. Así, la Iglesia mandó su mensaje al mundo: la necesidad de lograr la conciliación social. En el caso de México, los movimientos sindicales no tenían la fuerza que en Estados Unidos o en Europa; los sindicatos eran pocos y pequeños, o estaban controlados por el Estado o las empresas, pero ciertamente desde los años veinte ya se habían registrado movilizaciones de trabajadores de la industria del transporte, electricidad, petróleo y minería. En todo caso, el arzobispo mexicano buscaba un acercamiento o diálogo entre el capital y la fuerza de trabajo. “Yo creo –remataba en el cuestionario periodístico– que en la doctrina social de la Iglesia está la salvación de la sociedad. Bastaría que todos los hombres practicasen el ‘Diálogo’ y las enseñanzas evangélicas del ‘Sermón de las Bienaventuranzas’ para que las perversiones que afligen a la humanidad se vinieran abajo”. 8

El deseo del arzobispo por evitar cualquier malentendido con respecto a la injerencia de la Iglesia en los asuntos políticos lo mostraba en una carta dirigida a Josefina Belloc, presidenta de la Sociedad Amigos del Soldado, en la cual le recomendaba que “por ningún motivo permita que con ocasión de la actividad propia de la sociedad Amigos del Soldado que usted dignamente dirige, se vaya a hacer propaganda de carácter político y así conseguir que la sociedad se quede dentro de los límites marcados por la Iglesia, pues sólo siendo fiel a las normas, la sociedad conservará su libertad y su eficacia”. 9

Otro ejemplo del ambiente distendido durante el gobierno avilacamachista fue el proyecto colonizador de Salvador Abascal, dirigente sinarquista, para fundar la colonia María Auxiliadora, ubicada en las inmediaciones de Bahía Magdalena, Baja California Sur. A mediados de 1942 se dio a conocer una circular de la Unión Nacional Sinarquista ( UNS) en la que se informaba de las conclusiones del primer Congreso de Labradores Sinarquistas de la colonia María Auxiliadora y su voluntad de “cooperación de la UNS con la política de guerra del Señor Presidente de la República y que tiene el objetivo de procurar el aumento de la producción agrícola y estudiar los problemas del campo”. Los sinarquistas solicitaban apoyo para mejorar las técnicas de producción agrícola, el cultivo de la hortaliza, la cría de abejas, aves de corral y del gusano de seda, pero igualmente aprovechaban para expresar su mensaje que suponía su separación de la educación nacional, particularmente la que se refería al talante socialista de ésta: “Que se proteja su hogar –solicitaban– de la perversión de las costumbres y que a sus hijos se les pueda dar una vida digna y una educación propia, pues consideran que la educación social está en contra de las costumbres y la cultura tradicional de México”. 10

El sinarquismo, sin embargo, se encontraba en 1945 en un momento decisivo por la división entre dos de sus más importantes dirigentes. Uno de ellos era Salvador Abascal, quien deseaba aglutinar a todos aquellos sinarquistas “que amen a Dios y a su Patria”, y el otro era Manuel Torres Bueno, quien decía que Abascal se había “vendido a los comunistas para disolver el sinarquismo”. 11 En el fondo, ese enfrentamiento era revelador de estrategias políticas contrarias: Abascal representaba la tendencia apolítico-espiritual y, la de Torres Bueno apostaba por la participación política activa en la lucha electoral. Más aún, las diferencias entre ambos dirigentes eran también sintomáticas de las estrategias diferentes a nivel de la jerarquía católica: aquellas representadas por los arzobispos de México y de Guadalajara. Mientras Luis Ma. Martínez sostenía la idea de que la Iglesia debía mantenerse del todo alejada de la política activa, José Garibi y Rivera insistía en que los católicos debían luchar por la recuperación de privilegios religiosos a los que tenían derecho los ciudadanos, quienes conformaban la mayoría de los habitantes del país. La causa de Abascal fue bien acogida por periódicos como Novedades, en el cual solía darse espacio a las voces católicas. En ese diario, incluso, se le caracterizaba como amigo del arzobispo Luis Ma. Martínez. El enfrentamiento en cuestión –oculto por mucho tiempo– salió a la luz con motivo de la ruptura sinarquista. 12

Pese a las diferencias internas, los grupos católicos luchaban también por lograr su unidad. Por ejemplo, se llevó a cabo un acuerdo de colaboración entre el Partido Acción Nacional ( PAN) y la Unión Nacional Sinarquista –esta última atractiva por su fuerza efectiva y a pesar de la división abascalista– que se concretó en una gran concentración sinarquista en la ciudad de León. Con ese acuerdo, el PAN contaba con una importante fuerza electoral de reserva. 13 El interés electoral de ello era evidente ya que la composición social del PAN –nutrida principalmente de clase media, ilustrada y civilista– contrastaba con el talante rural y humilde de los sinarquistas.

Otra voz del campo católico en estos años se hizo oír a través de Buena Prensa, empresa editorial fundada por la Compañía de Jesús. Vida, revista producida en sus prensas, informaba que en 1945 se había registrado un aumento de colaboradores, cuyo propósito era analizar los “principales problemas de México desde el punto de vista católico”; entre ellos se encontraban René Capistrán Garza, Toribio Esquivel Obregón, José López Portillo y Rojas y José Vasconcelos, entre otros. 14

Un ejemplo de la discreción que la Iglesia católica deseaba guardar para evitar problemas jurídicos en cuanto a su presencia pública, fue la circular núm. 45 del Arzobispado de México, dirigida a todos los párrocos, vicarios y capellanes de esa circunscripción, con la orden de que no aceptaran invitaciones para bendecir, pública o privadamente, estandartes o cualquier insignia de instituciones cívicas, económicas o políticas. Asimismo, se prohibió realizar, pública o privadamente, actos de culto que aparecieran relacionados con actividades de agrupaciones cívicas, económicas o políticas. 15

Luis Ma. Martínez murió a finales de la década de los cincuenta del siglo XX. México vivía entonces los años dorados del presidencialismo y de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional ( PRI). Era el periodo de bonanza económica que beneficiaba, sobre todo, a las clases media y alta, un lapso de gran estabilidad política derivada de la capacidad del régimen para atraer, controlar o dominar a todas las fuerzas del momento, tanto de derecha como de izquierda. Sin embargo, debajo de esa quietud se encontraban –latentes– los problemas que se convertirán en violentos conflictos con profesores, ferrocarrileros y petroleros.

El México de los cincuenta, convulsos y prósperos a la vez, oscilaba entre lo moderno y lo tradicional, lo nacional y lo cosmopolita, entre la llegada de las vanguardias y los remanentes de un contexto revolucionario. En el mundo del arte, por ejemplo, a principios de este periodo surgió una generación de artistas que buscaban escindirse de los valores empuñados por la Escuela Mexicana de Pintura e insertarse en el internacionalismo. El muralismo, caracterizado por un nacionalismo exacerbado y un énfasis en lo popular, en lo mítico y en lo revolucionario, empezó a desgastarse. Los valores posrevolucionarios se alejaban cada vez más de su punto de partida. Nació una generación que promovía un arte con un contenido mucho más apolítico y que respondía al contexto cambiante de la época. Los artistas jóvenes provocaron una ruptura, definida por un cambio tanto formal como ideológico. Se buscaba la vinculación con las tendencias internacionales, la originalidad, nuevas formas de percibir el arte y separarse de aquel que había empezado como revolucionario pero que, con el tiempo, se había convertido en académico. La generación de los cincuenta estuvo marcada por su oposición a la Escuela Mexicana de Pintura y los organismos oficiales que la legitimaban. Se consolidó la ruptura y se presentaron los neofigurativos y abstractos: Alberto Gironella, José Luis Cuevas, Francisco Corzas, Lilia Carrillo, Enrique Echeverría, Pedro Coronel y Vicente Rojo, entre los más representativos.

En la cultura, destacaba la publicación semanal inserta en el periódico Novedades: México en la Cultura, el primer suplemento cultural fundado por Fernando Benítez. Entre los colaboradores consagrados se contaban Alfonso Reyes y Octavio Paz, así como los jóvenes que en breve serían reconocidos escritores: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Carlos Valdés, Emmanuel Carballo, Salvador Reyes Nevárez y Elena Poniatowska, o reseñistas de las artes plásticas, música, literatura y cine, como Héctor Azar, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Emilio García Riera y José de la Colina.

En ese contexto, ¿cómo reconstruir los puentes de comunicación y convivencia entre el Estado y la Iglesia mexicanos cuando ambos –desde mediados del siglo XIX–, habían recorrido una pista caracterizada por los enfrentamientos y lucha por controlar la vida social, política y económica del país? El arzobispo Martínez y Rodríguez conocía bien la historia de México y personalmente había experimentado la Revolución de 1910 –tenía 29 años cuando dio inicio–, así como el conflicto religioso de 1926-1929 y toda la estela dejada por el ambiente antieclesiástico en los años subsiguientes.

Para lograr el reacercamiento con el Estado mexicano, el Arzobispo se apoyó en tres medidas: en primer lugar, reconstruir la reconciliación y unidad entre los propios católicos y asociaciones afines, divididos por la postura que habría que tomarse frente a un Estado laico y antieclesiástico; en segundo término, identificarse con la política anticomunista del gobierno y, en tercer lugar, apoyar su política internacional panamericana. Su tarea no fue fácil, sobre todo por las resistencias presentadas por los sectores más reacios a hacer las paces con un Estado considerado cercano al ateísmo y anticatólico. Su talante negociador se enfrentó a no pocas disconformidades, incluso explícitas, entre algunos de sus pares en la alta jerarquía eclesiástica. Sin embargo, apoyado en la ACM –cuyo papel era justamente unificar y controlar todos los movimientos católicos seglares bajo la orientación del arzobispado de México–, en la UNPF y con asistencia de sacerdotes jesuitas y, sobre todo, en la organización corporativa y vertical de la Iglesia, el arzobispo Martínez logró llevar a cabo su labor de reconstrucción de los puentes políticos y sociales con el Estado mexicano. Efectivamente, se sirvió –como también lo hizo el Estado en su propia esfera– de la organización y control, de manera corporativa, de las diversos cuerpos o porciones sociales que le eran fieles y leales. Mujeres, hombres, jóvenes, campesinos, obreros, sindicatos, profesionistas, comerciantes, profesores, padres de familia, se organizaron de manera asociativa, guiados siempre por un “asistente eclesiástico”, y siguieron los lineamientos eclesiásticos en apoyo de la Iglesia. Ya arriba se dijo que la ACM, nacida en 1929 –en el mismo año que lo hizo el Partido Nacional Revolucionario ( PNR)– fue el instrumento institucional –y con todo el apoyo del Vaticano– para que el arzobispo Martínez vigilara y guiara toda acción de las organizaciones católicas.

Sin embargo, la capacidad y el talante conciliatorio del arzobispo Luis Ma. Martínez con el Estado mexicano no impidieron que mostrara también su lado intransigente con una comunidad religiosa en ascenso a partir de los años treinta: los protestantes. No aceptó que éstos –por su origen estadounidense y la desviación respecto a lo que él consideraba la verdadera religión– tuvieran cabida dentro de la sociedad. El prelado vio en ellos un ejemplo de la campaña orquestada por el gobierno del norte para contaminar las conciencias del buen mexicano, esencialmente católico y específicamente guadalupano. Contra ello, el arzobispo Martínez empuñó una verdadera campaña antiprotestante, organizada desde la cúpula eclesiástica hasta el nivel de parroquias tanto en la ciudad como en el campo. Los protestantes no bajaron los brazos: defendieron su pertenencia a la nación mexicana, su derecho a ejercer la libertad de culto y, sobre todo, mostraron el rostro más excluyente de la iglesia católica mexicana. A pesar de los no pocos ejemplos de enfrentamientos y excesos de agresiones en contra de los protestantes, el Estado mexicano dirigió su mirada hacia otro lado y prefirió no entrar en conflicto con una Iglesia que había dado más de una prueba de ser un poder que nunca más obstaculizaría el papel hegemónico del poder civil sobre el eclesiástico. Más aún, a partir de los años cuarenta se convertirían en poderes autónomos pero cercanos y, en no pocos casos, con intereses semejantes.

Piezas de la vida del arzobispo Luis María Martínez y Rodríguez 16

Luis Ma. Martínez y Rodríguez nació el 9 de junio de 1881 en la hacienda Molino de Caballeros, al noroeste del estado de Michoacán, y falleció en la ciudad de México el 9 de febrero de 1956. Sus 75 años de vida abarcaron el lapso inicial del Porfiriato, la Revolución de 1910, el comienzo del México controlado por el grupo sonorense, el conflicto religioso, el cardenismo, la alborada de la industrialización del país, la Segunda Guerra Mundial y los años álgidos de la Guerra Fría durante los cincuenta.

En enero de 1891 ingresó al Seminario Menor de Morelia y en 1897 pasó al Seminario Mayor. El 20 de noviembre de 1904 recibió el sacramento del Orden con el grado de presbítero en la capilla del Arzobispo. Fue profesor del Seminario y poco después vicerrector, cargo que desempeñó durante 32 años. Siendo canónigo de la catedral de Morelia fue designado administrador apostólico de la diócesis de Chilapa el 6 de noviembre de 1922. Fue consagrado obispo auxiliar de Morelia el 30 de septiembre de 1923 y coadjutor de la misma el 10 de noviembre de 1934. Fue electo para guiar la arquidiócesis primada de México el 20 de febrero de 1937 y, en julio de ese mismo año, fue nombrado encargado de negocios de la Delegación Apostólica, en sustitución del arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores. 17 Fue obispo y arzobispo primado de México: su consagración como obispo auxiliar de Morelia –ejecutada por Leopoldo Ruiz y Flores– tuvo lugar en septiembre de 1923, y coadjutor de la misma en noviembre de 1934. Poco tiempo después de su encargo como obispo auxiliar de Morelia, su madre murió en 1925. 18

El obispo Martínez y el conflicto religioso

Cuando el arzobispo Martínez llegó en 1937 a la cabeza de la arquidiócesis más importante del país, ya contaba con una buena dosis de experiencia política. Acaso la más importante fue la que acumuló a lo largo del conflicto religioso entre 1926 y 1929. Tenía 45 años cuando se inició éste y él era obispo auxiliar de Morelia, uno de los bastiones del movimiento “cristero”. Prácticamente mano derecha del arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, colaboró con él y con Pascual Díaz S. J. –representantes oficiales de la Iglesia– en los trabajos para llegar a un acuerdo con el gobierno del presidente Emilio Portes Gil y así dar por finalizado el conflicto. En realidad, Luis Ma. Martínez había experimentado personalmente el ambiente antieclesiástico desde principios de los años veinte: durante el gobierno de Álvaro Obregón, por ejemplo, dirigió una carta al gobernador de Michoacán en la que se quejaba de que dos seminaristas habían sido aprehendidos por haber llevado la eucaristía a algunas casas en Morelia. En esos años –recordemos que era obispo auxiliar del arzobispo Ruiz y Flores–, Martínez le mencionaba al mandatario estatal que la ley permitía la existencia de seminaristas, por lo que resultaba fuera de lugar la aprehensión de los jóvenes religiosos. No solicitaba respuesta, pues no podía proporcionarle su domicilio ya que “una vez se intentó detenerme en mi domicilio”. 19 Durante la persecución, Martínez vivió escondido en Morelia, primero con las Hermanitas de los Pobres, luego en una casa abandonada, y muy pocas personas conocían su paradero.

Para el mes de mayo de 1929, las conversaciones para finalizar el conflicto religioso estaban muy avanzadas debido, en buena medida, a la mediación del embajador estadounidense, Dwight Morrow, y al interés del gobierno mexicano por finalizar una guerra que sólo desgastaba tanto al Estado como a la Iglesia. En ese mes de mayo, el obispo Martínez recibió una carta de Juan Buitrón, sacerdote cercano y colaborador suyo, en la que se le informaba que el arzobispo de Morelia, Ruiz y Flores, llegaría a la Ciudad de México, acompañado de Manuel Téllez, embajador de México en Washington, 20 a fin de concretar un acuerdo satisfactorio para ambas partes. 21

Algunas semanas después volvió a recibir una carta en la que se le informaba que, según un corresponsal del diario El Universal, se habría llegado a un acuerdo. Hombre sensato y calculador, Martínez pidió calma y propuso recibir noticias más fidedignas; 22 pero al día siguiente se le comunicó sobre el final de las hostilidades por el conflicto religioso. 23 Por otra misiva, el obispo Martínez se enteró de que el arzobispo Ruiz y Flores expresaba su gran confianza en que todo regresaría a la normalidad y, sobre todo, de las calurosas recepciones ofrecidas al obispo Francisco Banegas Galván en Querétaro y al arzobispo Martín Tritschler de Yucatán en Campeche, quienes habían vivido en el exilio. 24

En medio de tal optimismo hubo algo aún más importante: la sensibilidad del obispo auxiliar Martínez para reconocer que se estaba en un momento clave y había que enviar señales de reconciliación. En efecto, en ese año de los acuerdos –1929– Lázaro Cárdenas era el gobernador de Michoacán y Martínez supo de la instrucción del Arzobispo de Morelia en cuanto a que la Iglesia accedería a la petición presentada por el Ayuntamiento de la ciudad para que aquélla mostrara la lista de sacerdotes autorizados para oficiar misa. 25

Mientras tanto, el obispo Martínez no suspendía su trabajo cotidiano ni su comunicación con el extranjero. A finales de 1929, ya concluida la guerra cristera, recibió un ejemplar y una carta de la revista española Reinado Social del Sagrado Corazón, la cual le invitaba a suscribirse y recomendarla, no sin solicitarle el nombre de alguna persona que pudiera representar a la publicación en México. 26

El ambiente social recuperaba, paulatinamente, la tranquilidad. Por ejemplo, al inicio de 1931 el Obispo fue informado de que las celebraciones para bautizos, confesiones y misas no habían sido obstaculizadas por las autoridades. 27 Incluso fue informado de que no pocos sacerdotes habían sido autorizados para oficiar misa en el Bajío. 28 Sin embargo, algunos grupos de mujeres se habían entrevistado con el gobernador Cárdenas para solicitarle que no se prohibiera el culto religioso en Michoacán. 29 Más aún, el Obispo se enteró de casos de secuestro de sacerdotes por parte de agraristas michoacanos, lo cual había creado zozobra entre los pobladores. 30

Los acuerdos de junio de 1929 ciertamente dieron por finalizado el conflicto armado, pero no significaron que de inmediato desaparecieran las tensiones o inconformidades, pues incluso entre trabajadores gubernamentales no pocos de ellos se identificaban con el malestar generado por las medidas oficiales que buscaban el control sobre las actividades de los creyentes católicos. En 1933, por ejemplo, se citaron casos de funcionarios públicos, empleados de juzgados de distrito, quienes alertaban con tiempo a las religiosas o religiosos de “visitas” sorpresa de parte de las autoridades a sus casas o conventos. 31 Sin embargo, no pocas cartas tranquilizaron al obispo Martínez pues se le informaba que los oficios religiosos se celebraban con tranquilidad. 32

Tiempos de gobernar

Luis Ma. Martínez fue designado arzobispo de México el 20 de febrero de 1937. Una de las primeras cartas de felicitación que recibió por su nombramiento fue del representante del St. Louis Archidiocesan Confederation for the Defense of Religious Liberty in Mexico, W. F. Mullaly. Éste le informaba, a la vez, que mantenía su atención sobre México debido a los antecedentes conflictivos sufridos ahí por la Iglesia y le comentaba sobre su amplia red social con la jerarquía eclesiástica mexicana. Estos vínculos eran muy importantes para ella por fundamentales para contar con el apoyo de la opinión pública católica en Estados Unidos. Mullaly, por ejemplo, tenía amistad tanto con el predecesor de Martínez, el arzobispo Pascual Díaz, así como con el de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, y le expresaba en su carta que, por instrucciones del arzobispo de Saint Louis, John Joseph Glennon, se había llevado a cabo una labor de propaganda a favor de la libertad religiosa en México, con apoyo del clero y laicado norteamericanos. 33 Naturalmente, el Arzobispo de México le respondió con su agradecimiento personal por el apoyo brindado y le solicitó mayor información sobre la campaña de propaganda a favor de la libertad religiosa en México. 34

En cuanto al cuidado y la seguridad de la persona del recién designado arzobispo Martínez, es interesante saber que tan temprano como 1930 ya estaba registrado como cliente de la Compañía de Seguros sobre la Vida La Latinoamericana, S. A., empresa fundada desde 1906. No era el primero en adquirir un seguro, pues también lo habían hecho el arzobispo de Morelia y delegado apostólico, Leopoldo Ruiz y Flores, así como Pascual Díaz Barreto, predecesor de don Luis Ma. Martínez. 35