El final del control policial - Alex S. Vitale - E-Book

El final del control policial E-Book

Alex S. Vitale

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Beschreibung

En los últimos años se ha visto una explosión de protestas contra la brutalidad policial y la represión. Entre activistas, periodistas y políticos, el debate sobre cómo mejorar la actuación policial se ha centrado en la responsabilidad, la formación y las relaciones con la comunidad. Pero estas reformas no producen resultados, si no se aborda el meollo del asunto: la naturaleza de la policía moderna. La militarización del orden público y la dramática expansión del papel de la policía durante los últimos cuarenta años han otorgado unas competencias a los oficiales que deben revertirse. Vitale trata de ampliar la discusión pública revelando los orígenes corruptos de la policía moderna, concebida como herramienta de control social. Muestra cómo la expansión de la autoridad policial es incompatible con el empoderamiento de la comunidad, la justicia social e incluso la seguridad pública. Basándose en investigaciones pioneras de todo el mundo y cubriendo prácticamente todas las áreas de la gama cada vez más amplia del trabajo policial, Alex S. Vitale demuestra cómo la aplicación de la ley ha llegado a exacerbar los mismos problemas que se supone que debe resolver.

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Prólogo

Anaïs Franquesa

Este libro, con la oportunidad de escribir el prólogo en la versión en lengua castellana, llegó a mis manos en el momento más oportuno. Como no acabo de creer en las casualidades, dejé de lado un ratito el síndrome de la impostora —que tanto nos acecha a las mujeres en cuanto nos despistamos—, y dije que sí sin dudarlo. En el momento más oportuno, porque en Cataluña el debate sobre el modelo policial está servido, especialmente el modelo de orden público. Al final de la última legislatura (finales de 2020), la mayoría de las fuerzas parlamentarias se comprometieron a crear un grupo de trabajo en el Parlamento catalán sobre esta cuestión, en una iniciativa promovida por Amnistía Internacional Cataluña e Irídia (a la que se sumaron muchas otras organizaciones). No obstante, las organizaciones promotoras insistimos en que, sobre todo, se debe debatir sobre modelos de fiscalización y control de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Sin esa parte, de nada sirve discutir, debatir, ni siquiera aplicar cambios en un modelo de orden público determinado.

Y entonces llegó The end of policing. Vaya por delante que el título puede ser de mal traducir desde un punto de vista lingüístico. Sin embargo, desde un punto de vista académico ya se está acuñando el término «policializar»[1] con sus peligros e impactos. Policialización como empoderamiento de la policía y la aplicación de la perspectiva de control y vigilancia ante problemas sociopolíticos, entiéndase protesta social, guerra contra las drogas o cualquier otro. Hecha la aclaración, este libro llega para decir algo fundamental que puede parecer obvio, pero, sin embargo, no se menciona muy a menudo. Por lo menos, no en las discusiones sobre modelos policiales:

Sin embargo, por encima de todo necesitamos repensar el papel de la policía en la sociedad. Los orígenes y las funciones de la policía están íntimamente ligados a la gestión de las desigualdades de raza y clase. La represión de los trabajadores y la estricta vigilancia y microgestión de las vidas de las personas racializadas han estado siempre en el centro de la labor policial. Cualquier estrategia de reforma de la policía que no atienda esta realidad está condenada al fracaso (pp. 60-61).

Efectivamente, dos de las funciones de la policía son el «mantenimiento del orden» y la «aplicación de la ley». No obstante, deberíamos cuestionarnos más a menudo qué significa «orden», quién lo define y a quién conviene. Qué significa «mantenimiento» y con qué medios se «consigue». Quién aprueba las leyes, cómo y quién las aplica y a quién protegen; si respetan los derechos y las libertades; si se aplican por igual en función del lugar de nacimiento, el color de la piel, la clase social, el género, el sexo o cualquiera de los otros ejes de desigualdad. Mientras el statu quo que los cuerpos policiales mantienen sea profundamente injusto, esté basado en el racismo, el patriarcado y el despojo (de los cuerpos, de los recursos naturales, de comunidades y pueblos enteros), esté normalizada la concentración de la riqueza y el poder en una minoría, la función policial no dejará de traspirar abuso y desigualdad. Para promover cambios de calado, resulta necesario repetirlo las veces que haga falta.

Sin embargo, no desesperemos. Tener claro que los cambios deben ser profundos y no mero maquillaje no significa abandonar cualquier tipo de reforma en el modelo policial. Como dice Eduardo Galeano, la utopía sirve para caminar, está en el horizonte, nos sirve para avanzar. Mientras construimos un mundo mejor (aquel en que quepan muchos mundos, como dicen los zapatistas), hay reformas urgentes que aplicar. Este libro es una buena muestra de ello. Capítulo a capítulo va desgranando aspectos de la vida en sociedad que actualmente están casi enteramente gestionados desde una perspectiva punitivista y policial. En un orden lógico, Alex S. Vitale primero muestra el problema, apunta las causas, analiza algunos intentos de cambio y propone alternativas factibles. Lejos de lo que pudiera parecer, muchas de las cuestiones tratadas en el libro son plenamente aplicables en el Estado español: algunas, inmensamente familiares; otras, por suerte, aún parecen lejanas. Esperemos que lo sigan siendo.

El primer capítulo versa sobre los límites de las reformas policiales. Empieza mencionando algunos de los casos conocidos de muerte de personas desarmadas a manos de agentes de policía. Señala, asimismo, un hecho incuestionable: las personas no blancas son mucho más susceptibles de padecer actuaciones policiales. Las identificaciones por perfil étnico-racial están a la orden del día, así como las actuaciones policiales invasivas y no respetuosas con los derechos humanos dirigidas a personas y comunidades racializadas o migrantes. Las cifras en Estados Unidos son sobrecogedoras: 1.100 muertes a manos de la policía en el año 2014, 991 en el año 2015, 1.080 en el año 2016. En esta cuestión, resulta oportuno destacar dos elementos importantes. El primero es que no existen datos oficiales: para llegar a estas cifras fue necesaria una ardua tarea conjunta de los periódicos Guardian y Washington Post. El segundo es que, de la información existente, se desprende que los adolescentes afrodescendientes son veintiuna veces más susceptibles de morir a manos de la policía que los adolescentes blancos.

Esa falta de transparencia en los delitos cometidos por los cuerpos y fuerzas de seguridad también es aplicable en el Estado español. Las organizaciones de derechos humanos ya hace años que venimos pidiendo que se publiquen anualmente los datos desagregados relativos a las situaciones de violencia institucional por las cuales se hayan abierto investigaciones internas, así como el número de quejas, denuncias, condenas, sanciones y tipología de las sanciones relacionadas con agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Lo seguiremos exigiendo, pero mientras tanto seguiremos también contabilizando las denuncias de tortura o maltrato de las que tenemos conocimiento, como lo ha hecho durante años la Coordinadora para la Prevención de la Tortura.[2] Fiscalización de la sociedad civil como el primero de los mecanismos de garantía de derechos. Pero no puede ser el único. Datos y desagregados. En eso hay mucho que aprender de Estados Unidos, allí puede saberse qué colectivos se ven más afectados por la violencia policial porque existen datos que diferencian el perfil étnico-racial. Extremo absolutamente imprescindible para visibilizar las diferencias de trato entre personas y colectivos por parte de los cuerpos policiales, porque hay un claro racismo institucional que impregna también la labor policial. Desconocemos si en la práctica policial hay mayor sesgo racista que en el resto de estamentos de la sociedad, pero sabemos seguro que por lo menos hay el mismo, y no es poco.

Para muestra, un botón. La organización en la que trabajo, Irídia, brinda un servicio legal y psicosocial gratuito a personas que han sufrido violencia institucional, ya sea en el contexto de espacio público, protesta o privación de libertad (comisaría, Centro de Internamiento de Extranjeros o cárceles). En algunos casos especialmente representativos, además del asesoramiento, acompañamiento y seguimiento, se asume el caso como propio desde la perspectiva del litigio estratégico. Es decir, con la intención de visibilizar problemáticas concretas y promover cambios que redunden en un proceso de verdad, justicia y reparación, y poner así las bases para la no repetición. Pues bien, de los sesenta litigios en marcha durante el año 2020, el 37 por ciento de las personas son racializadas o migrantes. Y serían aún más si no fuera porque más de la mitad de los casos (treinta y tres) lo son en contexto de protesta y en ese campo todavía nos queda mucho que cambiar para que los movimientos sociales sean realmente diversos. Por suerte, el movimiento antirracista empuja con fuerza, golpeando el tablero e impugnando también estas estructuras, que buena falta nos hace. Si miramos las cifras de personas atendidas en las prisiones catalanas o en contexto de actuaciones policiales en el espacio público y, por supuesto, en el Centro de Internamiento de Extranjeros, la realidad es que las personas racializadas son mayoritarias en nuestro servicio. Y es un servicio relativamente pequeño. En el informe de 2020 Invisibles, el estado del racismo en Cataluña, de SOS Racismo, se indica que desde 1999 SOS Racismo Cataluña ha recogido 571 casos de racismo policial de un total de 2.514 casos asumidos.

En ese sentido, Alex S. Vitale apunta la «mentalidad del guerrero» (warrior mentality) como parte del problema. «Los policías a menudo se ven a sí mismos como soldados en una batalla contra los ciudadanos antes que como guardianes de la seguridad pública» (p. 32). Esa misma mentalidad impregna también aquí la relación de los agentes del orden con gran parte de la ciudadanía, especialmente la que vive en los márgenes. En el caso de la gestión del orden público, la mentalidad del guerrero es, incluso, directamente explicitada en las formaciones que reciben. En el manual de gestión de manifestaciones de las Unidades de Intervención de Orden Público del Cuerpo Nacional de Policía, se describe una concentración o manifestación como «un ente vivo [en el que], y como es sabido sociológicamente, la identidad individual de cada uno de los asistentes se anula creándose una identidad colectiva con tendencia al exceso y que carece de freno moral». Las referencias a las protestas y a las personas que participan en ellas como «masa hostil» son recurrentes tanto en el manual como en el argot policial cotidiano.

Precisamente, la formación recibida por los agentes y los límites de la misma para promover cambios profundos, así como la diversidad dentro de los cuerpos policiales, son otros aspectos tratados en ese primer capítulo. Y a pesar de que tienen un rol importante en las dinámicas internas y externas, resulta interesante que se destaque que «el uso de la fuerza se concentra enormemente en un grupo de agentes que tienden a ser varones jóvenes que trabajan en zonas con altas tasas de delincuencia. Esta alta concentración del uso de la fuerza puede verse exacerbada por la debilidad de los mecanismos de rendición de cuentas y por una cultura machista que, formal e informalmente, recompensa la agresividad policial» (pp. 43-44). Con el patriarcado hemos topado. Y con la falta de mecanismos de fiscalización y control. Los mecanismos internos no funcionan, tampoco en nuestro territorio. Y cuando eso sucede, «no se trata de unas pocas manzanas podridas, se trata de un orden podrido, de un sistema podrido. El sistema no funciona porque está hecho para que no funcione», como afirmó con contundencia Nils Melzer en la Semana Global contra la Tortura de marzo de 2021.[3]

El engranaje de impunidad funciona perfectamente y como un reloj. Algunas de las cuestiones mencionadas por Alex S. Vitale nos son desafortunadamente familiares. En primer lugar, conviene repetirlo, porque la mencionada cultura machista (y racista) también está presente en nuestro contexto. En segundo lugar, porque existe un corporativismo mal entendido que promueve el silencio y la omertà ante situaciones abusivas y que percibe al compañero que denuncia al abusador como un traidor de la peor especie. ¿Cuántos casos de violencia policial se han iniciado en el Estado español con una denuncia por parte de uno de los agentes actuantes o por parte de un superior? Lo desconocemos, otra vez faltan datos. Alguno habrá, pero en más de diez años de ejercicio profesional llevando casos de violencia policial no he visto ninguno y tampoco conozco ningún caso de las compañeras y compañeros que empezaron mucho antes que yo ni de los que siguen. La tónica es que, ante una persona que presenta lesiones, objetivizadas en un parte médico, que denuncia malos tratos, incluso existiendo imágenes que muestran actuaciones desproporcionadas, los agentes no se reconocen en ellas. Tampoco reconocen a ninguno de sus compañeros, no han visto a nadie golpear ni ningún uso desproporcionado de la fuerza. «Desconocen» cómo se han ocasionado las lesiones (o las atribuyen al momento de la reducción, por supuesto realizada con la «mínima fuerza necesaria»). Asimismo, los mandos presentes en el terreno, que realizan tareas de supervisión y control y que tienen, en teoría, una especial posición de garantes, tampoco saben nada.

Esa podría parecer simplemente una estrategia de defensa destinada al fracaso, si no fuera que una pieza fundamental de ese engranaje es, precisamente, el aparato judicial. Ante declaraciones por parte de las personas coinvestigadas que se contradicen claramente con la existencia de indicios sólidos de criminalidad, el Ministerio Fiscal acostumbra a ser bastante implacable. Nos podríamos imaginar, por ejemplo, un caso en el que un grupo de jóvenes son denunciados por una persona que presenta lesiones y que aporta imágenes en las que se la ve siendo golpeada por varias personas a la vez mientras está en el suelo. Ante esos indicios, probablemente se hablaría en términos de coautoría; es decir, teniendo todos dominio del hecho y una participación necesaria, se les acusa a todos y, muy probablemente, se les condena también a todos. Sin siquiera ser necesario que se individualice cuál ha sido la aportación concreta de cada uno de los autores en las lesiones. Si además le añadimos algún elemento más, como el hecho de que la persona que denuncia sea blanca y el grupo sean jóvenes racializados, la actuación del Ministerio Público será contundente y ejemplarizante. También lo serán el resto de operadores jurídicos: el juzgado instructor no dudará en imputar a cada uno de los presuntos autores, acordar las diligencias necesarias y pasar a la siguiente fase del procedimiento. El juzgado de lo penal o la audiencia provincial que les juzgue seguramente no dudará en aplicar la ley con contundencia, con penas de cumplimiento efectivo en centro penitenciario… Sin embargo, poco o nada de eso ocurre cuando cambiamos los sujetos protagonistas; cuando el grupo de jóvenes se sustituye por un grupo de agentes de la autoridad.

La estrategia defensiva funciona y puede ser legítima cuando se ejerce por parte del presunto autor. No obstante, resulta absolutamente intolerable cuando se realiza por parte de la estructura del cuerpo policial y es contrario a la normativa interna e internacional que obliga a prohibir, investigar y condenar la tortura y los malos tratos. Sin embargo, es común que en muchos casos no se llegue a identificar a los autores y, por tanto, no se llegue ni siquiera a juicio. A este hecho se le añade que, durante la fase de investigación, el Ministerio Fiscal tiene o bien una postura defensiva (de los agentes de la autoridad) o bien pasiva. En muy pocas ocasiones tiene una actuación proactiva que persiga esclarecer los hechos y el enjuiciamiento y condena de los responsables. El juzgado de instrucción archiva, en multitud de ocasiones, sin realizar las diligencias de instrucción mínimas e imprescindibles. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España en doce ocasiones por falta de investigación de alegaciones de tortura o malos tratos. La última en marzo de 2021 por una agresión policial en las manifestaciones de Rodea el Congreso en Madrid. En aquella sentencia, una de las cuestiones clave para la condena es precisamente la deficiente identificación de los agentes actuantes y el hecho de que tampoco se identificara a los responsables por parte del cuerpo. Otra vez la sociedad civil como mecanismo de fiscalización: fue Legal Sol la que llevó el caso a Estrasburgo.

Como se afirma en el capítulo segundo del libro, parafraseando a Jeffrey Reiman, «el sistema de justicia penal excusa e ignora los delitos de los ricos que producen profundos daños sociales, mientras que al mismo tiempo criminaliza los comportamientos de los pobres y de los no blancos, incluidos aquellos que apenas producen daños sociales» (p. 89). Conclusión a la que llega después de realizar un repaso histórico de los orígenes de la policía en Estados Unidos y su directa relación con la esclavitud, el colonialismo y el control de la nueva clase trabajadora industrial de inicios del siglo XVIII.

El tercer capítulo del libro probablemente sea el que más alejado queda de nuestra realidad. Sin embargo, resulta extremadamente interesante, a la par que terrorífico. Empieza el relato con el caso de una niña afroamericana de cinco años que fue detenida por parte de tres agentes de policía por mal comportamiento en la escuela. La estupefacción que sentirá el lector no disminuye en todo el capítulo, en el que da la sensación de estar en una serie distópica que discurre en un centro escolar o varios. El autor dedica bastantes páginas a una idea básica que aquí parece obvia: que haya policía en las escuelas no las convierte en espacios más seguros. Al contrario, la lógica policializadora (unida a la altísima competitividad educativa) como forma de resolución de conflictos aumenta el uso de la violencia, el fracaso escolar y las ratios de criminalidad. Seguramente aquí habría bastante consenso en esta cuestión entre representantes públicos, profesorado, familias y estudiantes. Eso nos obliga a hacernos una pregunta básica: ¿qué otros espacios y situaciones han sido impregnados de una lógica policial de tolerancia cero, bajo la premisa de que da mayor seguridad, con consecuencias devastadoras para miles de personas y sin resultados positivos ni a corto, ni a medio ni a largo plazo? ¿En qué otros casos se ha naturalizado la presencia de cuerpos y fuerzas de seguridad con armamento militar ante la amenaza de un enemigo (interior o exterior) al que combatir, destinando miles de millones de gasto público, en detrimento de mayores inversiones en educación, sanidad, políticas de promoción del empleo (digno), políticas de vivienda o un largo etcétera? ¿En qué otros casos podemos llegar a la conclusión de que seguridad no significa más vallas ni muros, ni «mejores» armas, ni cámaras de videovigilancia, ni mayores controles, ni detectores de metales, ni uso de la fuerza, ni privación de libertad?

Algunas respuestas las encontraremos, seguramente, en los siguientes capítulos del libro: «“Pedimos ayuda y mataron a mi hijo”» (capítulo cuarto, sobre la gestión policial de conflictos con personas con algún tipo de discapacidad intelectual); «La criminalización de las personas sin hogar» (capítulo quinto, que trata de la criminalización de la pobreza); «El fracaso del control policial del trabajo sexual» (capítulo sexto); «La guerra contra las drogas» (capítulo séptimo); «La represión de las pandillas juveniles» (capítulo octavo); «La vigilancia de fronteras» (capítulo noveno); y «El control policial en la política» (capítulo décimo).

Alex S. Vitale cuestiona el paradigma del control social y la gestión policial en cada una de esas facetas y señala una cuestión básica: reducir los servicios (y derechos) sociales y sustituirlos por mecanismos de control social punitivistas no es la solución, sino que forma parte del problema. Más todavía si la gestión del conflicto se lleva a cabo por parte de agentes de la autoridad con armamento militar y con la «mentalidad del guerrero». En este sentido, el autor pone sobre la mesa el coste en términos económicos, así como personales y sociales, de destinar millones de dólares a perseguir, criminalizar y encarcelar colectivos especialmente vulnerables. Asimismo, plantea alternativas y soluciones, que van desde una mayor inversión social, políticas de reducción de daños y disminución de riesgos hasta propuestas como la despenalización (o legalización) del trabajo sexual y de las drogas. Debates que no nos son ajenos y que es urgente plantear abiertamente. A modo de ejemplo, en el caso de la guerra contra las drogas cada vez son más las voces que señalan que décadas de prohibicionismo no han hecho más que aumentar el consumo de drogas, la violencia, las muertes, la corrupción, los lucrativos ingresos del negocio del narcotráfico (a escala nacional e internacional) y el encarcelamiento de millones de personas. Ante tal desajuste entre los objetivos declarados y los resultados obtenidos, la afirmación que se realiza en el libro de que la guerra contra las drogas es una «mentira política» cobra todo el sentido (p. 190).

También resultan especialmente interesantes los capítulos destinados al control de fronteras y la gestión policial de la disidencia política. Las vulneraciones de derechos humanos que se producen en la frontera sur nos resultan lamentablemente próximas: criminalización de las personas migrantes, muertes, ruptura y separación de familias, racismo, xenofobia y reproducción de la desigualdad, así como el lucroso negocio de la securitización. Las fronteras, como los Centros de Internamiento de Extranjeros, son espacios de no derecho donde las garantías y las libertades quedan suspendidas (e incluso desaparecen).[4] El autor plantea la necesidad de despolicializar las fronteras (depolice the border), reflexión que cualquiera que defienda los derechos humanos debería compartir.

En relación a la policía política, el décimo capítulo parte de la premisa de que la policía siempre ha sido política y lo sigue siendo. La infiltración en movimientos sociales, la criminalización de la protesta y la represión de la disidencia suceden en Estados Unidos, pero también en el Estado español. La maquinaria represiva se parece: el uso de legislación especialmente restrictiva, como la ley de seguridad ciudadana —ley mordaza— o las sucesivas reformas del Código Penal; la interpretación que realizan los tribunales y la gestión del orden público con un uso desproporcionado de la fuerza; mecanismos de la represión que necesitan siempre de buenas dosis de propaganda que justifiquen lo injustificable para «protegernos» de un enemigo que pone en peligro «el orden de las cosas». Sin embargo, ese orden de las cosas puede cambiar y está cambiando. Se trata, ni más ni menos, de algo tan evidente (y a veces tan terriblemente complejo, otras sorprendentemente inesperado) como mover los límites de lo tolerable. ¿Hasta cuándo la sociedad está dispuesta a tolerar las violencias normalizadas que viven de forma cotidiana determinadas personas por pertenecer a determinados colectivos o colectividades, normalmente pobres, normalmente criminalizadas? Movimientos como el feminista, el antirracista y el ecologista están cambiando e impugnando este orden de las cosas, están, precisamente, moviendo y removiendo esos límites. Así que hay motivos para el optimismo, aunque sea el optimismo gramsciano de la voluntad.

En definitiva, todavía tenemos un largo camino por recorrer. Hacerlo en compañía de un análisis riguroso como el que se realiza en este libro es un paso adelante hacia el cambio y la transformación de un sistema profundamente injusto, además de insostenible. Las cuestiones, problemas, debates y alternativas que plantea el autor son de plena actualidad, lo que lo convierte en libro de cabecera para todas aquellas personas interesadas en la defensa de los derechos humanos y las políticas públicas.

poneri23

[1]Para ilustrar los usos académicos del término «policializar», véase Vega F., E., «“Policización” y “policialización” de la seguridad ciudadana es muy peligroso», Medium, 2019; Carbajo, M., «La policialización del gobierno de la seguridad y el modelo policial en la provincia de Córdoba (2003-2013)», 2017. Consultado el 31 de marzo de 2021 en https://investsocperu.medium.com/policizaci%C3%B3n-y-policializaci%C3%B3n-de-la-seguridad-ciudadana-es-muy-peligroso-c290eb13e524 y https://repositoriosdigitales.mincyt.gob.ar/vufind/Record/MemAca_6fdbde4898d19e533b3bcc75e9465dc4 respectivamente.

[2]Se pueden consultar los informes anuales en www.prevenciontortura.org.

[3]Nils Melzer es el relator especial contra la tortura de Naciones Unidas (la traducción de la cita es libre). La Semana Global contra la Tortura fue organizada por la Organización Mundial contra la Tortura; pueden consultarse el programa y las intervenciones en https://gaw.omct.org/.

[4]Puede consultarse, por ejemplo, el informe sobre vulneración de derechos en la frontera sur (Canarias y Melilla), de enero de 2021, realizado por Irídia y apoyado por cincuenta organizaciones de todo el Estado sobre el contexto migratorio en el marco de la pandemia de COVID-19 y la situación concreta que se vive en la frontera. Más información en https://iridia.cat/es/publicaciones/vulneracions-de-dretshumans-a-la-frontera-sud-canaries-i-melilla/.

Introducción a la edición de 2021

Los comienzos

abolicionistas

A principios de los años noventa, estuve trabajando para la Alianza por las Personas Sin Hogar de San Francisco, donde me ocupaba de políticas inmobiliarias y promovía fondos para programas sociales y sanitarios en beneficio de las personas sin hogar y con menos recursos. Anteriormente, había estudiado en el Hampshire College, donde me especialicé en Urbanística y Antropología cultural. En esa época, se hablaba muy poco del sistema de justicia penal en las clases de Urbanística, pues se consideraba un tema aparte, perteneciente al dominio de la criminología y, por tanto, alejado de los debates sobre vivienda asequible, política de impuestos e iniciativas sobre desarrollo económico comunitario. Mi investigación en torno a las zonas de empresas urbanas y las iniciativas basadas en la vivienda comunitaria nunca incluyeron temas relacionados con el sistema policial y la encarcelación.

Empecé a cuestionarme esta separación entre ambos aspectos al constatar el aumento del acoso policial hacia las personas más pobres y sin hogar en San Francisco, que comenzó durante el mandato del alcalde demócrata liberal Art Agnos, quien, a pesar del insuficiente número de camas disponibles en los albergues, otorgó un mayor poder a la policía para arrestar a quienes dormían en la calle y ordenó la detención en masa de voluntarios de la asociación Food Not Bombs («comida, no bombas»), que distribuían comida en los campamentos de gente sin hogar de forma gratuita. Todo ello culminó con una reacción, cada vez mayor, de violencia a gran escala contra las personas sin hogar, por la que el jefe de policía, Frank Jordan, acabó elegido alcalde gracias a una plataforma de criminalización de la pobreza en 1991. Así, crecieron aún más los abusos, por los que muchísimas personas eran multadas, sufrían acoso y eran arrestadas por dormir en el espacio público, mendigar, compartir comida o, simplemente, ocupar espacio en el centro de la ciudad.[5]

En respuesta a todo ello, asumí la labor de trabajar con un comité de abogados legales y proveedores de servicios, con el fin de desarrollar estrategias para combatir esa situación. Al principio, hicimos hincapié en señalar las diversas formas en que la policía cometía violaciones técnicas de la ley. Con grandes esfuerzos, implantamos un sistema de vigilancia de las calles llamado Streetwatch, que se basaba en el Copwatch, vigente en toda la bahía de Berkeley, el cual procedía, a su vez, de las prácticas de vigilancia del Partido Pantera Negra para controlar a la policía de Oakland. Así, observamos que la policía dispensaba citaciones incluso cuando no había ninguna base legal, confiscaba las pertenencias de mucha gente de forma inapropiada y exhibía una conducta amenazante que constituía un abuso de autoridad. Aun así, en muchos casos la policía cumplía la ley, pero las leyes que usaba eran fundamentalmente injustas; por ejemplo, arrestaban a mucha gente por dormir en la calle aunque no hubiera espacio disponible para esa gente, o bien la criminalizaban por mendicidad «agresiva».

Nuestra respuesta inicial a todo ello consistió en hacer un esfuerzo para concienciar a la policía de la situación a través de formaciones, redactar un documento para que las personas fichadas pudieran conocer sus derechos, ofrecer ayuda a los detenidos frente a sus arrestos y citaciones judiciales y presentar objeciones a la constitucionalidad de ciertas ordenanzas específicas. Los resultados de dicho esfuerzo, en el mejor de los casos, fueron muy dispares. Aunque ciertos abusos legales disminuyeron, el programa general de acoso y criminalización siguió avanzando de forma imparable. Las autoridades locales aprobaron más leyes para proporcionar nuevas herramientas de criminalización a la policía, defendieron interpretaciones más amplias de las leyes existentes en los juzgados, se negaron a acatar las órdenes judiciales y enviaron un mensaje muy claro a la policía, según el cual el trabajo de esta consistía en apartar a la gente sin hogar del espacio público.

Llegados a este punto, comprendí claramente que las intervenciones y los procedimientos legales no acabarían con el problema. La policía no era una fuerza compuesta por un hatajo de sinvergüenzas que, simplemente, necesitaban algo de formación y asesoramiento legal, sino una fuerza profesional muy bien entrenada que cumplía exactamente los requerimientos que se le habían exigido. La ley permitía sus actividades directamente, o bien actuaba como guía para establecer una serie de límites muy vagos acerca de lo que podía hacerse en caso de que los policías resultaran expuestos; pero, en circunstancias normales, esa ley podía evitarse fácilmente o cambiarse en caso de una oposición suficiente a su mal uso.

También me quedó claro que la ciudad de San Francisco, al igual que muchas otras, había renunciado a la posibilidad de albergar a personas sin hogar desde hacía mucho tiempo e incluso había renunciado a proveer un lugar de acogida para emergencias; en cambio, pretendía usar a la policía para tapar el problema y relegar a la gente a los recovecos más oscuros del espacio público, con el fin de minimizar en lo posible su impacto sobre el resto de la ciudad. Así, me di cuenta de que, en realidad, existía una profunda conexión funcional entre las políticas de desarrollo urbano y el sistema penal legal. El aparato policial, bajo el disfraz de la teoría de las «ventanas rotas», permitía a la ciudad seguir con unas políticas económicas e inmobiliarias que beneficiaban a las agencias y los intereses corporativos. De este modo, las autoridades locales podían invertir dinero en planes de desarrollo en el centro de la ciudad que suponían la destrucción de miles de viviendas de bajo coste, mientras la policía controlaba el impacto de todos aquellos que se veían abocados, directa o indirectamente, a convertirse en personas sin hogar. La ciudad podía seguir financiando, con inversiones mínimas, los servicios de salud mental y permitiendo exenciones tributarias a los ricos, mientras la policía mantenía a raya a quienes no tenían otra salida que deambular por las calles. El control policial es una herramienta que facilita la imposición de la austeridad y los esfuerzos por redistribuir los fondos policiales constituyen un ataque a ese proceso político.

En la mayoría de las ciudades, los sistemas de desarrollo económico son, generalmente, producto de acuerdos de cooperación entre los promotores inmobiliarios, las élites económicas, los políticos locales y los principales medios de comunicación. Estas «máquinas de crecimiento» trabajan en común para organizar políticas de uso del suelo y cambios en la declaración de las áreas urbanas, el régimen de impuestos y los subsidios.[6] Aunque puede surgir algún tipo de competencia entre los diversos actores económicos, el afán general de promover ciertas zonas de desarrollo y ciertos sectores económicos es lo que guía el proceso. Estos planes económicos tienen grandes consecuencias con respecto a la gentrificación, la destrucción de viviendas de bajo coste y la debilitación productiva de la clase media en favor de un trabajo de servicios mal pagado y una reducción de los presupuestos destinados a los servicios sociales, la educación y otros bienes públicos para pagar, así, diversas exenciones fiscales y subvenciones. Todo ello, a su vez, crea una serie de problemas sociales, como el aumento del número de personas sin hogar, la incertidumbre económica o las escuelas con un alto índice de fracaso escolar, que se convierten en problemas «criminales» y de «desorden» a los cuales la policía debe hacer frente. Sí, todo esto puede sonar a que la policía se encarga de apartar a un grupo específico para despejar el camino a un proyecto determinado, como en el caso de los ataques de Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York, a las trabajadoras sexuales en Times Square y sus alrededores, con el fin de facilitar la construcción de un nuevo edificio de oficinas, o la utilización que Safer Cities Initiative hizo del Departamento de Policía de Los Ángeles para retirar a gente sin hogar del espacio público en Skid Row y dejar vía libre a la reurbanización de la zona. Pero se trata, sobre todo, de una tendencia general que caracteriza la economía urbana.

En 1993, decidí volver a la universidad para estudiar en profundidad los retos a los que se enfrentan las ciudades en una época de creciente competitividad global, con la esperanza de encontrar ejemplos de resistencia en los que el espacio local pudiera usar sus propios recursos al servicio de unos modelos de desarrollo más equitativos. Llegué a la Universidad de Nueva York en otoño, justo cuando Rudolph Giuliani se hacía con la alcaldía de la ciudad y empezaba a implementar esa teoría de las ventanas rotas, basada en iniciativas de control policial para criminalizar a la ciudadanía neoyorquina más pobre. Poco después, decidí unir esos dos aspectos mencionados más arriba, que siempre habían estado separados —a saber, el control policial y las políticas urbanas—, e investigar así las distintas formas de criminalización adoptadas con el fin de aumentar las desigualdades sociales, cuyas principales víctimas eran las comunidades de color. De todo ello surgió mi primer libro, City of Disorder: How the Quality of Life Campaign Transformed New York Politics,[7] donde defendía que las políticas urbanas de capitulación y la economía neoliberal basada en la austeridad provocan reacciones públicas de ideología neoconservadora.

Por entonces, también descubrí la existencia de un creciente corpus académico muy crítico con respecto al encarcelamiento masivo. Participé en la reunión Critical Resistance East de 2001 en Columbia y colaboré en la campaña Drop the Rock para reclamar la anulación de las draconianas leyes de drogas de Rockefeller, que dictaban unas sentencias mínimas obligatorias muy severas. Asimismo, en mis clases empecé a comentar libros como Golden Gulag, de Ruth Wilson Gilmore;[8]The New Jim Crow, de Michelle Alexander;[9] o Doing Time on the Outside,[10] de Donald Braman. Participé en varias protestas contra la paliza policial al taxista negro Rodney King, en 1992, y la muerte de Amadou Diallo, en 1999. Empecé a estudiar el aparato crítico y organizado que iba surgiendo acerca de la necesidad de redistribuir los fondos destinados a la policía y las prisiones antes que reformarlas, en respuesta a las crecientes oleadas de activismo pacifista por los derechos civiles que habían surgido tras una serie de incidentes como el de los seis de Jena en 2006 o la muerte de Travon Martin en 2012, así como la constante indignación ante los abusos policiales en las comunidades de color. Las décadas de duro trabajo que preceden y han hecho posible este libro pueden apreciarse en obras como Beyond Survival,[11]We Do This ‘Til We Free[12] o How to Not Call the Po’Lice Ever,[13] que proponen estrategias concretas para construir comunidades más seguras y saludables sin policía.

Así, en dicho contexto, asumí el reto de escribir este libro en 2013. Por entonces, mi objetivo era intentar ofrecer un análisis crítico del movimiento abolicionista de la prisión y aplicarlo al control policial de forma que pudiera servir como recurso para que la gente reaccionara a esos incidentes puntuales de violencia policial extrema, con la esperanza de que un análisis profundo fomentara mayores exigencias y afianzara una mejor organización al respecto.

La abolición de la policía

La elección del título El final del control policial se debe a la voluntad de señalar la relación entre el pensamiento abolicionista y su puesta en marcha organizada, que contemplo a partir de tres posibles aspectos.

En primer lugar, como un análisis, según el cual la policía nació para facilitar la instauración de los regímenes de explotación vigentes a finales del siglo XVIIIy principios del siglo XIX, basados en el colonialismo, la esclavitud y el capitalismo industrial. La policía no se creó con la intención de reforzar la ley o garantizar la seguridad pública, pese a que ambas vertientes pueden ser derivadas de la intención primaria, que consistía en instaurar un orden social mediante la gestión de los problemas que dichos regímenes de explotación producen, como los llamados «actos criminales», así como hacer frente a la resistencia, formal e informal, frente a esos mismos regímenes de explotación, resistencia que va desde los tumultuosos placeres de la clase obrera a las rebeliones de esclavos o las huelgas organizadas. En tanto en cuanto estas conductas interferían en los diversos proyectos de explotación, debían ser suprimidas. Este análisis es necesario para evitar caer en el error de pensar que los problemas derivados de un control policial abusivo y racista pueden resolverse con formación orientada, cámaras corporales o vigilancia comunitaria. La policía no existe básicamente para garantizar el control comunitario ni para llevar a unos cuantos polis asesinos a la cárcel. Lo que ahora concebimos como violencia policial racista no constituye una aberración, sino que es y ha sido siempre uno de los principales fundamentos del control policial.

En segundo lugar, la abolición es un proceso de desmantelamiento y construcción. Vivimos en una sociedad que apoya ampliamente un sistema policial masivo. Cualquier esfuerzo para revertir esta realidad debe llevar su tiempo y estar basado y organizado en torno a una serie de intervenciones estratégicas para reducir el alcance y el poder del control policial por etapas. Esto es, asimismo, muy importante, ya que la abolición de la policía no implica únicamente el fin del control policial. Se trata, sobre todo, de eliminar los regímenes de explotación y desarrollar el poder de las comunidades y los recursos para abordar los daños de manera más justa y reparadora. A medida que vayamos avanzando paso a paso, podremos empezar a desmantelar la lógica de la explotación respaldada por la policía, así como la política de encarcelación que impera en la sociedad estadounidense. A medida que vayamos replegando la escuela policial, necesitaremos instaurar servicios de asesoramiento y apoyo familiar, así como abordar los problemas más importantes de segregación racial y las profundas desigualdades existentes en la financiación de la enseñanza. Todo ello requerirá tiempo.

En tercer lugar, la abolición es una visión sobre la posibilidad de un mundo en el que la vida social no esté a merced de individuos con pistolas que meten a los seres humanos en jaulas. Se trata de abordar los daños formando personas y comunidades, no derribándolas. Se trata de esforzarse para plantar cara a los regímenes de explotación instaurados en el núcleo de la sociedad estadounidense, así como a los sistemas de opresión global, y averiguar las posibles alternativas y los procesos necesarios para lograr esos objetivos. No se trata de una ciencia teleológica de la revolución basada en una utopía preconcebida que solo necesita de la ingeniería inversa. En efecto, necesitamos estudiar en profundidad las prácticas y el pensamiento revolucionarios, así como realizar una profunda crítica de sus limitaciones y sus fallos históricos. Un mundo mejor es posible, pero para conseguirlo hay que trabajar mucho.

[5]Sean Parson, «The War against the Homeless: Frank Jordan, Broken Windows, and Anti-homeless Politics in San Francisco», Cooking up a Revolution: Food Not Bombs: Homes Not Jails, and Resistance to Gentrification, Manchester (UK), Manchester University Press, 2019.

[6]Harvey Molotch, « The City as a Growth Machine: Toward a Political Economy of Place», American Journal of Sociology, 8 (2), 1976, pp. 309-332.

[7]Alex Vitale, City of Disorder: How the Quality of Life Campaign Transformed New York Politics, Nueva York, NYU Press, 2008.

[8]Ruth Wilson Gilmore, Golden Gulag: Prisons, Surplus, Crisis, and Opposition in Globalizing California, Berkeley, University of California Press, 2007.

[9]Michelle Alexander, The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness, Nueva York, The New Press, 2013.

[10]Donald Braman, Doing Time on the Outside: Incarceration and Family Life in Urban America, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2004.

[11]Ejeris Dixon y Leah Lakshmi Piepzna-Samarasinha, Beyond Survival: Strategies and Stories from the Transformative Justice Movement, Chico, AK Press, 2020.

[12]Mariame Kaba, We Do This ‘Til We Free Us: Abolitionist Organizing and Transforming Justice, Chicago, Haymarket Books, 2021.

[13]Tiny, «How to Not Call Po’Lice Ever & Build an Elephant Council», Poor Magazine, 13 de julio de 2020.

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Los límites de la

reforma de la policía

Tamir Rice y John Crawford murieron tiroteados porque la reacción instintiva de un policía fue dispararles. En el extrarradiode Atlanta, Anthony Hill; en Pasco, California, Antonio Zambrano-Montes; y en Dallas, Jason Harris murieron bajo las balas de policías que no vieron que esas personas padecían enfermedades mentales. A Oscar Grant, en Oakland; Akai Gurley, en Brooklyn; y Eric Harris, en Tulsa, les dispararon «por error» unos agentes que no usaron con el suficiente cuidado sus armas de fuego. En North Charleston (Carolina del Sur), el agente de policía Michael Slager disparó por la espalda a Walter Scott, que huía de un control de tráfico intentando evitar un potencial arresto por incumplimiento en el pago de la pensión de sus hijos —luego, con el apoyo de otros policías, le acusarían con pruebas falsas para encubrir el crimen—. En Staten Island mataron a Eric Garner, en parte debido a una respuesta policial demasiado agresiva frente a su supuesta venta ilegal de cigarrillos sueltos. Las recientes muertes a manos de la policía de tantos hombres negros desarmados en circunstancias tan diferentes han introducido la cuestión de la reforma de la policía en la actualidad nacional de una manera inaudita desde hace más de una generación.[14]

¿Hay un aumento explosivo de la violencia policial? No cabe duda de que la policía estadounidense usa sus armas mucho más que cualquier otra policía de las democracias desarrolladas. Por desgracia, no contamos con una información completamente detallada sobre el número o la naturaleza de las muertes a manos de la policía. A pesar de que una ley de 2006 exige que se facilite esa información (una ley que se ratificó en 2014), muchos departamentos de policía no la cumplen. Los investigadores tienen que recurrir a fuentes de información independientes, como los noticiarios locales, para recopilar los datos como puedan. The Guardian y el Washington Post documentaron en un trabajo conjunto 1.100 muertes en 2014, 991 en 2015 y 1.080 en 2016; son menos que en los años sesenta y setenta, pero demasiadas al fin y al cabo.[15]

Los afroestadounidenses son víctimas desproporcionadas de los tiroteos de la policía; los adolescentes negros tienen hasta un veintiún por ciento más de posibilidades de morir a manos de la policía que los adolescentes blancos,[16] aunque estos porcentajes suelen ser proporcionales a la raza de los infractores de la legislación sobre armas o de las víctimas de tiroteos en general.[17] El uso de perfiles raciales sigue siendo generalizado y muchas comunidades racializadas son víctimas de una labor policial agresiva e irrespetuosa. Los recientes sucesos en Ferguson y North Charleston difícilmente se pueden considerar casos excepcionales; las personas negras y latinas son el blanco abrumadoramente mayoritario de las interacciones policiales de bajo nivel, desde multas de tráfico a la búsqueda y captura por delitos menores, y estas personas denuncian frecuentemente que han sufrido un tratamiento hostil y degradante a pesar de no haber hecho nada malo.[18] En la ciudad de Nueva York, entre el 80 y el 90 por ciento de las personas afectadas por esas interacciones son racializadas.[19]

Esta forma de labor policial se apoya en una mentalidad para la cual las personas racializadas cometen más delitos y por ende tienen que ser objeto de tácticas policiales más duras. La policía sostiene que los vecinos de las comunidades con mayores tasas de delito a menudo solicitan la acción policial. Lo que no se cuenta es que esas comunidades también piden mejores escuelas, parques, librerías y empleos, pero esos servicios rara vez se facilitan. Carecen del poder político para obtener servicios y apoyo reales que consigan que sus comunidades sean más seguras y sanas. La realidad es que, si les tocara a ellas, las comunidades blancas de clase media y ricas pondrían fin al acoso y la humillación infligidas por la policía en las comunidades racializadas, con independencia de la tasa de delitos.

Con frecuencia, quienes ponen en tela de juicio a la policía y su autoridad son víctimas de amenazas y agresiones físicas. En 2012, Alvin Cruz, joven vecino de Harlem que había sido parado y registrado repetidamente por la policía sin justificación, grabó un encuentro con un policía en el que preguntó a este por el motivo de la parada. Como respuesta, el agente de policía le insultó, le retorció el brazo por la espalda y le dijo: «Tío, te voy a romper el puto brazo y luego te voy a dar una hostia en la puta cara».[20]

Ni siquiera las personas racializadas ricas y más poderosas quedan inmunes: en 2009, Henry Louis Gates Jr., profesor de Harvard y una celebridad en la cadena PBS, fue detenido por la policía de Cambridge en su propio domicilio; había perdido las llaves de casa y un vecino llamó a la policía y lo denunció por allanamiento. Este incidente llevó al presidente Obama a declarar lo siguiente:

En primer lugar, creo que es justo decir que cualquiera de nosotros estaría muy enfadado; en segundo lugar, que la policía de Cambridge actuó de forma estúpida deteniendo a alguien cuando ya tenía pruebas de que se encontraba en su propia casa; y en tercer lugar, que lo que creo que sabemos, con independencia y al margen de este incidente, es que este país cuenta con un largo historial de identificaciones policiales desproporcionadas a afroestadounidenses y latinos por parte de las fuerzas del orden.[21]

Parte del problema procede de una «mentalidad de guerrero».[22] Los policías a menudo se ven a sí mismos como soldados en una batalla contra los ciudadanos antes que como guardianes de la seguridad pública. El hecho de contar con carros de combate y armamento militar, de que muchos de ellos sean veteranos del ejército[23] y de que unidades militarizadas —como la Special Weapons and Tactics (SWAT)— proliferaran durante la guerra contra las drogas en la década de los ochenta y la guerra contra el terrorismo tras el 11-S[24] no hace más que alimentar esa percepción, así como la creencia de que comunidades enteras están incontroladas y son peligrosas, sospechosas y básicamente criminales. Cuando esto sucede, la policía se precipita en el uso de la fuerza.

Sin embargo, el uso excesivo de la fuerza no es más que la punta del iceberg del exceso de intervención policial. En la actualidad hay más de dos millones de estadounidenses en la cárcel y otros cuatro millones en libertad vigilada o condicional. Muchas de estas personas han perdido el derecho al voto; la mayoría tendrá graves dificultades para encontrar trabajo y nunca se recuperarán de la pérdida de ingresos y de experiencia laboral. Muchas han sufrido un deterioro irreversible de sus vínculos familiares y se han visto empujadas a una delincuencia más grave y violenta. A pesar de que se han podido documentar razonablemente numerosos casos de detenciones ilegales y condenas arbitrarias, la mayor parte de esas detenciones se llevaron a cabo respetando la legalidad y los procedimientos establecidos, pero sus efectos sobre los individuos y las comunidades son increíblemente destructivos.

Reformas

Todo intento de conseguir que la labor policial sea más justa tiene que abordar los problemas del exceso en el uso de la fuerza, el exceso de intervención policial y el desprecio hacia los ciudadanos. El grueso del debate público se ha centrado en la necesidad de una formación nueva y mejorada, en la diversificación de la policía y en la adopción de la policía comunitaria como estrategias de reforma, junto a otras reformas encaminadas a una mejora en la rendición de cuentas. Sin embargo, la mayoría de estas reformas no consiguen abordar los problemas fundamentales inherentes a la labor policial.

Formación

La grabación en vídeo de la muerte de Eric Garner —motivada por una presunta venta de cigarrillos sueltos— espoleó inmediatamente los llamamientos a una formación adicional de los agentes sobre cómo usar la fuerza cuando llevan a cabo detenciones. Estos agentes fueron acusados por utilizar una llave de estrangulamiento prohibida y no responder a sus súplicas cuando aseguraba que no podía respirar. El alcalde, Bill de Blasio, y el comisario general de la policía, William Bratton, reaccionaron anunciando que todos los agentes del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD, en sus siglas en inglés) recibirían formación adicional sobre el uso de la fuerza —al objeto de que en un futuro realicen detenciones con menos probabilidades de producir heridas graves—, así como formación en métodos para mitigar la tensión en conflictos y comunicarse con mayor eficacia con la ciudadanía.

Esa formación ignora dos factores importantes en la muerte de Garner. El primero es el desprecio displicente que los agentes mostraron hacia su integridad física ignorando sus gritos de «No puedo respirar» y reaccionando con aparente indiferencia a su estado prácticamente inerte mientras esperaban una ambulancia. Este es un problema de valores que parece confirmar la opinión de que, para demasiados policías, las vidas negras no importan. El segundo es el enfoque policial de las «ventanas rotas», que pone el punto de mira en las infracciones leves para ejercer una intervención intensiva, ofensiva y agresiva. Esta teoría fue formulada por primera vez en 1982 por los criminólogos James Q. Wilson y George Kelling.[25] Estos recurrieron a estudios sobre el comportamiento, ya existentes, que mostraban que cuando se deja un coche abandonado en una calle normalmente no le pasa nada, pero que basta que una de sus ventanas esté rota para que el coche no tarde en terminar destrozado. Moraleja: la falta de señales de cuidado y mantenimiento desencadenará las tendencias destructivas latentes en las personas. De esta suerte, si las ciudades quieren tener o mantener barrios libres de delincuencia, deben emprender acciones que aseguren que el vecindario percibe la presión para que obedezca las normas civilizadas de comportamiento público. La mejor manera de conseguirlo es utilizar la policía para recordar de manera sutil y no tan sutil que el comportamiento incontrolado, indisciplinado y antisocial es inaceptable. De no ser así, se impondrán los instintos más bajos de las personas y reinará un comportamiento depredador, en un regreso a la hobbesiana «guerra de todos contra todos».

La aparición de esta teoría en 1982 está asociada a un abanico más amplio del pensamiento neoconservador sobre la ciudad que se remonta a la década de los años sesenta. Edward Banfield, antiguo mentor y colaborador de Wilson, y también colaborador estrecho del economista neoliberal Milton Friedman en la universidad de Chicago, alumbró muchas de las ideas que terminaron configurando el nuevo consenso conservador sobre las ciudades. En su influyente obra de 1970 The Unheavenly City, Banfield sostiene que los pobres están atrapados en una cultura de la pobreza que les vuelve en gran medida inmunes a la ayuda gubernamental:

Aunque dispone de más «tiempo libre» que casi nadie, la indiferencia (la «apatía», si así se prefiere) de la persona de clase baja es tal que ni siquiera lleva a cabo las reparaciones más sencillas del lugar en el que vive. No le molestan la suciedad ni el deterioro y no le importa la escasez de instalaciones públicas, tales como escuelas, parques, hospitales o bibliotecas; de hecho, allí donde estas existen puede llegar a destrozarlas por descuido o incluso por actos de vandalismo.[26]

A diferencia de Banfield, que en muchos aspectos abanderó el abandono de las ciudades, Wilson denunció el declive de las áreas urbanas. Junto a escritores como Fred Siegel,[27] Wilson apuntaba la doble amenaza de un liderazgo progresista en quiebra y de los supuestos fracasos morales de los afroestadounidenses. Los tres sostenían que, sin pretenderlo, los progresistas habían desencadenado el caos urbano socavando los mecanismos formales de control social que posibilitaban vivir en la ciudad. Por apoyar las reivindicaciones más radicales de las expresiones urbanas tardías del movimiento por los derechos civiles, habrían terminado debilitando hasta tal punto a la policía, a los maestros y a otras fuerzas gubernamentales de regulación del comportamiento que acabó reinando el caos.

Wilson, en la línea de Banfield, creía firmemente que había límites profundos en lo que el gobierno podía hacer para ayudar a los pobres. Invertir dinero en ellos sería un despilfarro; los nuevos servicios no se usarían o acabarían destrozados; no abandonarían sus actitudes perezosas y destructivas. Toda vez que la raíz del problema es un fracaso esencialmente moral y cultural o una falta de controles externos para regular impulsos humanos inherentemente destructivos, la solución debía cobrar la forma de mecanismos punitivos de control social para restaurar el orden y la estabilidad en los barrios.[28]

Las opiniones de Wilson se inspiraban en un pensamiento cercano al racismo que había surgido de una mezcla de razones culturales y biológicas que explicarían la «inferioridad» de los negros pobres. Wilson escribió junto a Richard Herrnstein Crime and Human Nature, donde aseguraban que había importantes determinantes biológicos de la criminalidad.[29] Aunque la raza no era uno de los determinantes centrales, el discurso sobre el CI y el tipo corporal abrió las puertas a una especie de sociobiología que llevó a Herrnstein a escribir junto a Charles Murray, quien también era un estrecho colaborador de Wilson, el libro explícitamente racista The Bell Curve.[30]

Lo que hacía falta para contener esta marea de declive civilizatorio, sostenían, era facultar a la policía no solo para combatir la delincuencia, sino también para convertirse en agentes de autoridad moral en las calles. El nuevo papel de la policía consistía en intervenir en los desórdenes cotidianos que suceden en la vida urbana y que habían contribuido a la percepción de que «todo está permitido». La teoría de las ventanas rotas da la vuelta mágicamente a la teoría razonable de la relación causal entre pobreza y delito sosteniendo que la pobreza y la desorganización social son el resultado y no la causa de los delitos, y que el comportamiento incontrolado de la creciente «infraclase» amenaza con la destrucción del tejido mismo de las ciudades.

El enfoque policial de las ventanas rotas es, en su raíz, un intento profundamente conservador de descargar el peso de la responsabilidad por el deterioro de las condiciones de vida sobre los pobres mismos y de defender que la solución de todos los males sociales consiste en formas cada vez más agresivas, ofensivas y restrictivas de labor policial, que implican más detenciones, más acoso y básicamente más violencia. A medida que la desigualdad no para de crecer, aumentan también las personas sin hogar y los desórdenes públicos, y mientras la gente continúe abogando por el uso de la policía para gestionar el desorden, veremos un aumento constante del ámbito del poder y la autoridad policiales a expensas de los derechos humanos y civiles.

La orden de detener a Eric Garner vino de los escalafones superiores del departamento, como respuesta a las quejas de los comerciantes locales sobre la venta ilegal de cigarrillos. Tratar esto como un delito que exige el despliegue de una unidad de policías de paisano, dos sargentos y refuerzos con agentes de uniforme parece excesivo e inútil. Garner ya había pasado por más de una docena de encuentros con la policía en circunstancias parecidas, incluidas temporadas en la cárcel; esto no había servido para cambiar su comportamiento o mejorar sus circunstancias o las de su comunidad. Ningún tipo de formación en los procedimientos servirá para resolver esta tara de las políticas públicas.

Asimismo, muchos partidarios de una reforma abogan por una mayor formación en sensibilidad cultural, destinada a reducir los prejuicios raciales y étnicos. Buena parte de esa formación se basa en la idea de que la mayoría de las personas tienen al menos algunos estereotipos y prejuicios sin examinar de los que no son conscientes, pero que influyen en su comportamiento. Algunos experimentos controlados muestran sistemáticamente que las personas disparan más rápido y con mayor probabilidad a un objetivo negro que a uno blanco en las simulaciones. Formaciones como la denominada «labor policial justa e imparcial» (Fair and Impartial Policing) usan escenificaciones de situaciones y simulaciones para ayudar a los agentes a ver y corregir esos prejuicios.[31] La formación en diversidad y multiculturalidad no es una idea nueva y tampoco es excesivamente eficaz. La mayoría de los agentes ya han pasado por algún tipo de formación en diversidad y tienden a describirla como una programación que esconde motivos políticos y tranquiliza las conciencias, pero que está alejada de las realidades de la labor policial en las calles. Los investigadores no han detectado ningún impacto de las formaciones sobre problemas como las disparidades raciales en los controles de tráfico o las detenciones por posesión o tráfico de marihuana; los prejuicios tanto implícitos como explícitos permanecen incluso después de formaciones orientadas e intensivas. Esto no se debe necesariamente a que los agentes se apeguen a sus prejuicios raciales, aunque podría ser el caso,[32] sino a que las presiones institucionales siguen intactas.

La policía estadounidense recibe un grado considerable de formación. Casi todos los agentes asisten a una academia organizada de policía y muchos cuentan con experiencia universitaria o militar previa. Asimismo, hay una formación continua; los grandes departamentos de policía cuentan con su propio personal de formación, mientras que los pequeños se apoyan en los centros de formación estatales y regionales. Muchos estados han unificado las normas y formación de los agentes de policía (Police Officer Standards and Training, POST) que fijan las normas mínimas, desarrollan planes de formación y asesoran sobre las mejores prácticas. Aunque las normas de formación policial siguen estando mucho más descentralizadas en Estados Unidos que en muchos países que cuentan con cuerpos nacionales y academias de policía, el nuevo sistema POST ha avanzado mucho en la mejora de las normas y en la creación de una mayor uniformidad en los procedimientos.

Sin embargo, incluso después de la formación, los agentes suelen tener un conocimiento inadecuado de las leyes que tienen que hacer respetar. La policía dispersa por norma a los jóvenes de las esquinas sin base legal, lleva a cabo registros sin motivos fundados y en algunos casos toma medidas coercitivas en base a un conocimiento erróneo de la ley. En Victoria (Texas), un agente atacó a un señor mayor, al que obligó a detenerse y aparcar porque no tenía la pegatina del registro junto a la matrícula. El hombre intentó explicar que el vehículo tenía una matrícula de vendedor de coches, que en Texas está exenta de llevar obligatoriamente la pegatina. Cuando el agente se negó a escucharle, el hombre intentó que viniera al lugar del enfrentamiento su jefe de la tienda de coches. En vez de esforzarse en resolver el error, el agente intentó detener al hombre y al hacerlo le provocó heridas tan graves con una táser que el hombre tuvo que ser hospitalizado.[33] En la investigación posterior, el agente insistió en que la resistencia pasiva del hombre era una amenaza que tenía que ser neutralizada. Como el incidente fue grabado por la cámara del salpicadero del coche patrulla, el agente fue despedido.

La formación que los agentes reciben en la academia suele ser completamente distinta de la que reciben de los agentes formadores y de sus colegas de profesión. En la primera se hace hincapié en la disciplina estricta y en aprenderse de memoria leyes y reglamentos, dando más importancia a cómo deben ser las cosas que a la sustancia real. Los aspirantes no reciben gran cosa en lo que atañe a un asesoramiento sustantivo acerca de cómo tomar decisiones en un entorno complejo, según las memorias de dos agentes veteranos.[34] Incluso representaciones favorables, como el programa de telerrealidad The Academy, muestran con imágenes rotundas el entorno de adiestramiento militarizado dirigido por sargentos de instrucción que intentan «quebrar» a los reclutas mediante un entrenamiento punitivo y ataques personales humillantes. Cuando los agentes empiezan a trabajar, lo primero que suelen decirles sus colegas es que olviden todo lo que han aprendido en la academia.

De hecho, en algunos aspectos la formación es parte del problema. En las últimas décadas, el centro de interés se ha desplazado considerablemente hacia la formación dirigida a la seguridad del agente. Seth Stoughton, un exagente de policía que se hizo profesor de Derecho, muestra cómo los agentes se ven constantemente expuestos a escenarios en los que interacciones con los ciudadanos que en un principio son inocuas, como las paradas de tráfico, se vuelven letales.[35] El punto que se repite machaconamente es que cualquier encuentro puede volverse letal en una décima de segundo si los agentes no están preparados en todo momento para el uso de la fuerza letal. Cuando la policía se mete en una situación imaginando que podría ser la última, tratan a aquellos con los que se encuentran con miedo y hostilidad e intentan controlarlos en vez de comunicarse con ellos, y se precipitan mucho más en el uso de la fuerza a la mínima provocación o incluso incertidumbre.

Véase el caso de John Crawford, un hombre afroestadounidense al que mató a tiros un agente de policía en un gran almacén Walmart, en Ohio. Crawford había cogido un fusil de aire comprimido de un estante y lo llevaba consigo por el almacén mientras continuaba con sus compras. Otro cliente llamó al teléfono de emergencias 911 para informar de que había un hombre con un arma de fuego en el almacén. Las imágenes de la videocámara del almacén muestran que uno de los agentes que acudieron tras la llamada disparó sin previo aviso mientras Crawford estaba hablando por teléfono.[36] En Ohio es legal llevar armas a la vista, pero el agente había sido formado para usar la fuerza letal al ver un arma de fuego. El agente implicado no fue procesado y a la novia de Crawford la intimidaron y amenazaron cuando fue interrogada tras el incidente.[37]

Igualmente, en Carolina del Sur un agente de patrulla de la policía del estado se acercó en su vehículo a un joven que estaba en