El grupo interno - Samuel Arbiser - E-Book

El grupo interno E-Book

Samuel Arbiser

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Beschreibung

"Los que hemos seguido a lo largo de los años el inteligente esfuerzo de Samuel Arbiser para entender el psicoanálisis como teoría y práctica, hace ya mucho tiempo que esperábamos este libro. Es un conjunto armonioso de escritos que muestra una trayectoria infatigable apuntando a un psicoanálisis actual, moderno y profundo. El lector se entusiasmará por la coherencia de Arbiser y su logrado intento de presentar una visión del psicoanálisis de nuestra época con la inspiración del gran maestro de todos nosotros, Enrique Pichon Rivière. El lector percibirá, como yo, el empeño de Arbiser para mostrarnos una manera de entender nuestra disciplina como se fue desarrollando en los últimos cuarenta años en el Río de la Plata. Cautiva la prosa de Arbiser, ágil, sencilla y rigurosa." Ricardo Horacio Etchegoyen "El concepto de grupo interno, desarrollado en forma fragmentaria y en diversos lugares por Pichon Rivière, es retomado por Samuel Arbiser para mostrar que constituye un instrumento útil para comprendernos a nosotros mismos y a nuestro trabajo analítico. […] Estas nociones que Samuel Arbiser rescata de nuestra tradición y a las que aporta nuevos desarrollos van más allá de falsas oposiciones tan extendidas en el mundo psicoanalítico actual como lo son las nociones de intrapsíquico/relacional, representación/objeto, interno/externo y apuntan a comprender al ser humano desde una perspectiva vincular, que toma en cuenta tanto la organización del self como grupo o mundo interno como mundo intersubjetivo o social. Por eso señala que no se trata de ir del psicoanálisis a la psicología social o de hacer el recorrido inverso, sino de mantener abierta una doble vía que permita la circulación en ambos sentidos." Ricardo Bernardi

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Samuel Arbiser

El grupo interno

Psiquis y cultura

A mi mujer, Esther

A mis hijas, Florencia y Violeta

Agradecimientos

Deseo expresar mi gratitud a todas aquellas personas que colaboraron para hacer posible la publicación de este libro. Al doctor Ricardo Horacio Etchegoyen, en especial, en tanto me ha insistido en la necesidad de publicar mis trabajos dispersos en muchas publicaciones. Y por el privilegio de contar con su amistad y su predisposición a hacer de nuestras charlas informales, que mantenemos regularmente desde hace más de treinta años, un manantial entusiasta de creatividad. Le debo al doctor Ricardo Bernardi, prologuista de este libro, el aval que necesitaba para desalentar a los fantasmas de la inseguridad. Lo cuento como un interlocutor de jerarquía, abierto al pensamiento psicoanalítico contemporáneo y afirmado en un agudo e informado espíritu crítico. La Licenciada Fernanda Longo, con una dilatada y destacada experiencia como editora, leyó el primer manuscrito con una eficacia profesional y comprensión psicoanalítica admirable. Gracias a ella pude reafirmarme en mi convicción de que no es necesario utilizar en psicoanálisis un estilo literario rebuscado ni críptico. También Alejandro Katz, ensayista y editor, me iluminó con su aguda inteligencia, en temas del mundo editorial; me ayudó a encontrar un título apropiado al contenido del libro y a la receptividad del público. Finalmente, a Daniel Biebel y Norma Cerrudo debo la concreción de esta publicación. Daniel, destacado colega, tuvo la paciencia de reunirse periódicamente por más de un año en charlas que considero “elaborativas” para decidir este emprendimiento. A todos ellos, muchas gracias.

Prólogo

En este libro Samuel Arbiser nos relata distintas experiencias y nos transmite sus reflexiones sobre los temas que convocaron su interés a lo largo de una destacada trayectoria como psicoanalista, atento a la realidad en la que se desempeñaba su trabajo. El lector encontrará que el libro no sólo le transmite esa rica experiencia, sino que lo lleva a reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro futuro psicoanalítico. Samuel Arbiser logra esto manteniéndose cercano a su experiencia clínica y a las reflexiones que a partir de un sólido apoyo en ella puede realizar sobre diversos tópicos de interés social, teórico o cultural. No busca desarrollar ideas en boga y diría que ni siquiera busca utilizar un lenguaje demasiado técnico o sofisticado: confía más en aquella forma de expresión que le permite mejor reflejar su experiencia clínica y la forma en la que a partir de esa experiencia se le hacen inteligibles diversos problemas, utilizando un lenguaje técnico cuando es necesario, pero sin ocultar detrás de él al psicoanalista y al hombre que está pensado sobre las situaciones que le tocó vivir y resolver. Esto constituye un desafío para el lector, que se ve invitado también a relacionarse con sus propias experiencias con el psicoanálisis y a dejarse interpelar por las certezas e incertezas sobre las cuales Arbiser, con lenguaje personal y directo, le va proponiendo reflexionar. ¡Y vaya si esta forma de plantear la experiencia analítica tiene poder de interpelación!

A través de las páginas vemos reaparecer ideas fundamentales que forman parte de los aspectos más creativos y originales que tuvo el desarrollo del psicoanálisis en nuestra región rioplatense. En este volumen encontramos el diálogo de Arbiser con maestros y predecesores, tales como Pichon Rivière y David Liberman, entre otros. Asimismo nos cuenta qué conceptos tuvieron especial resonancia en él, cómo los utilizó y a qué nuevos desarrollos lo llevaron. Quisiera destacar la importancia de este diálogo interior entre nuestros orígenes y filiación local y las influencias que nos llegan desde múltiples centros de producción teórica psicoanalítica.

Si prestamos atención a la evolución de las ideas psicoanalíticas en el Río de la Plata, podemos observar a grandes rasgos un primer momento de clara hegemonía kleiniana, hasta las décadas de 1970 (Montevideo) o 1980 (Buenos Aires), seguido por un período de pluralismo teórico y técnico, con una visible presencia del pensamiento francés, y en especial lacaniano. Pero esta caracterización no es exacta, pues pasa por alto lo más original y creativo que se dio en nuestra tradición psicoanalítica y que tiene que ver con el surgimiento de autores profundamente originales, como los mencionados más arriba y muchos otros. Lo que ocurre es que el predominio kleiniano no fue sustituido por un pluralismo verdaderamente abierto al diálogo teórico y a la confrontación con la evidencia clínica, sino a la sustitución de una influencia dominante por múltiples influencias con vocación hegemónica, cada una de las cuales tendía a conservar incuestionadas e incuestionables sus propias premisas, reproduciendo ortodoxias excluyentes de las ideas que no se ajustaban a esas premisas. Las enseñanzas de los autores más innovadores, como Pichon Rivière, Bleger, Liberman y tantos otros, fueron sin embargo incorporadas por muchos analistas, cuyo pensamiento y modelos operativos se vieron influidos por aquella obra, pero más desde el lado de sus teorías implícitas o privadas, como las llamó Sandler, que desde las teorías oficiales o que se hacían públicas en las instituciones. Este libro tiene la virtud de sacar a luz esas ideas que suelen quedar implícitas y mostrar su valor y su relevancia para el momento actual. Marca también un camino hacia el futuro, pues no es posible desarrollar un pensamiento propiamente rioplatense o nacional si no somos capaces de reencontrarnos con nuestra tradición y decir en qué y por qué la abandonamos, o la mantenemos y desarrollamos.

Los trabajos que nos presenta Arbiser son un ejemplo de lo que he dicho más arriba, pues nos muestran que es posible mantenerse abierto a nuevas ideas provenientes de otras latitudes, conservando a la vez un firme anclaje en nuestras raíces históricas, haciendo que viejas tradiciones y nuevas ideas entren en un diálogo fecundo, generador de nuevos desarrollos. Este modo personal de hacer “trabajar” la teoría psicoanalítica es el que aparece a lo largo de este libro y se destaca en los materiales clínicos, en los que el autor convierte situaciones difíciles de resolver en un desafío para encontrar nuevos caminos que permitan reflexionar sobre nuestro trabajo clínico desde un nuevo ángulo. Quisiera a continuación relatar algunos puntos donde me parece que el autor logra con especial fuerza de convicción mostrar cómo algunas reflexiones que estaban presentes desde el comienzo del psicoanálisis argentino continúan vigentes hoy e incluso enriquecen ideas actuales de gran interés a nivel de toda la comunidad psicoanalítica.

El concepto de “grupo interno”, desarrollado en forma fragmentaria y en diversos lugares por Pichon Rivière, es retomado por Arbiser para mostrar que constituye un instrumento útil para comprendernos a nosotros mismos y a nuestro trabajo analítico. Somos “personas en situación”, nos recuerda Arbiser, e internalizamos ecológicamente nuestros vínculos que sólo pueden ser comprendidos en la dialéctica entre el mundo interno y el mundo externo. A partir de estas ideas Arbiser desarrolla una perspectiva vincular del psicoanálisis que va más allá de lo que propiamente podría denominarse psicoanálisis del vínculo, para aportar una perspectiva que abarca el conjunto de nuestra práctica y de nuestro campo teórico. Desde esta perspectiva vincular se hace evidente hasta dónde estamos interrelacionados con los otros pero también necesitamos discriminarnos de ellos y reconocer nuestras diferencias. La alteridad no es solo un fenómeno externo sino también interno, ya que en cierto sentido somos un “otro” para nosotros mismos. En el grupo interno, nos recuerda, se juegan los diferentes roles fundamentales (padre, madre, hijo) así como las diferencias que nos integran/separan a/de los demás (especularidad versus alteridad, nivelación generacional versus brecha generacional, simetría sexual versus diferencia de sexo, e inmortalidad versus mortalidad). Samuel Arbiser muestra también cómo la noción de grupo interno puede combinarse con la noción de complementariedad estilística propuesta por D. Liberman. La forma en la que nos hablamos a nosotros mismos en nuestro grupo interno no puede separarse del estudio, emprendido por D. Liberman, de la forma en la que nos comunicamos con los demás. Hablar de comunicación es también hablar de la forma en que la psicopatología y los movimientos de curación se hacen carne en nuestro lenguaje. Como nos recuerda Arbiser, uniéndose en esto a Horacio Etchegoyen, el papel de las palabras está intrínsecamente unido al de los afectos que nos ligan al mundo, no sólo a nivel inconsciente, sino también preconsciente y consciente.

Estas nociones que Arbiser rescata de nuestra tradición y a las que aporta nuevos desarrollos van más allá de falsas oposiciones tan extendidas en el mundo psicoanalítico actual como lo son las nociones de intrapsíquico/relacional, representación/objeto, interno/externo y apuntan a comprender al ser humano desde una perspectiva vincular, que toma en cuenta tanto la organización del self como grupo o mundo interno como mundo intersubjetivo o social. Por eso señala que no se trata de ir del psicoanálisis a la psicología social o de hacer el recorrido inverso, sino de mantener abierta una doble vía que permita la circulación en ambos sentidos. Estos conceptos juegan un papel importante para superar falsas antinomias y para abrir caminos para el futuro. Como hacen notar Sidney Blatt y Patrick Luyten esta doble polaridad del self hacia sí mismo y hacia los demás es la que mejor permite el diálogo fecundo del psicoanálisis, no sólo con lo que surge de su propia clínica sino también con los estudios del desarrollo y con las neurociencias. En ese sentido la tradición abierta por Pichon Rivière y sus colegas de esa época, y retomada por Arbiser, no solo se muestra vigente en el presente sino también como un camino abierto hacia el futuro.

A través de casos clínicos y de comentarios sobre distintos tópicos relacionados con la cultura y la sociedad actual Samuel Arbiser nos muestra las ideas antes referidas puestas en práctica. Sus ejemplos clínicos nos hacen presente a un analista que antes que nada establece una relación humana con sus pacientes y hace que sus problemas no pierdan esa inmediatez dramática que señalaba Bleger. Arbiser no está interesado en mostrar sólo ideas generales sino también la originalidad de cada situación vivida y lo que en ella escapa el enfoque estándar, y exige una búsqueda de soluciones adecuadas a la singularidad de persona y de la situación que está tratando. Esto lo vemos en la forma en la que reencuadra un tratamiento para poder realmente acceder al núcleo de la psicopatología subyacente del paciente. Lo vemos también sorprenderse ante fenómenos que escapan a la interpretación habitual y dejar abiertas interrogantes cuando es necesario. En todo esto nos transmite una sabiduría vital que va más allá de las formulaciones teóricas o técnicas transmitidas en los textos habituales y lo lleva a dejar la palabra a la resonancia interna que se da en él cuando busca articular lo que proviene de sus lecturas con lo que aprendió en sus análisis, en su vida y en su práctica. El libro nos permite así ver cómo los conceptos vinculares, situacionales y dramáticos que el autor incorporó del psicoanálisis argentino en el que se formó se transformaron en una forma de trabajo técnico y de resonancia humana.

 

 

Ricardo Bernardi

Introducción

Una conjetural continuidad con el pensamiento de Enrique Pichon Rivière

Cada autor tiene su propia y recóndita motivación para escribir. En mi caso siempre surgió de la necesidad de procesar y decantar la experiencia teórica y práctica, y su mutua interacción. En ocasiones fue también el asombro y la urgencia de documentarlo. Cuando uno escribe –en la solitaria intimidad de su escritorio– se enfrenta con su reflexión más sincera e intenta poner a prueba las fortalezas y debilidades de esa reflexión. Puede entonces ponderar cuánto uno “repite” en forma mimética los conceptos “aprendidos” de los libros y los maestros o, por lo contrario, cuánto uno está interesado en “masticar” y “digerir” esos conceptos para hacerlos propios; o, contrariamente, puede descartar los más indigestos. Otro ingrediente de la temática motivacional se sustenta en el andarivel de la afectividad: en el reconocimiento a los maestros de los cuales uno se siente deudor, así como del fértil y efervescente clima cultural del ámbito psicoanalítico local en el cual tuve la fortuna de formarme. En este marco, el libro Grupo interno. Psiquis y cultura, por otra parte títulos de dos capítulos centrales del mismo, puede considerarse un testimonio –por supuesto– estrictamente personal del psicoanálisis de esa época y de ese entorno intelectual. Pero tampoco se puede ocultar otra razón, y esta vez de índole práctica, que justifica emprender la ardua tarea de armar un libro. Los trabajos científicos de un autor publicados en diversas revistas especializadas o de divulgación a lo largo de una dilatada práctica psicoanalítica suelen quedar aislados unos de otros, o subsumidos en el contexto propio de cada una de esas revistas. En cambio, seleccionar algunos de esos trabajos y ordenarlos en un libro, conlleva la esperanzada posibilidad de lograr cierta coherencia y unidad de pensamiento; y la deseable, aunque azarosa expectativa de que dicho pensamiento pueda contener, finalmente, algún aporte de utilidad para la disciplina psicoanalítica. En mi caso, sospecho que dicho aporte sería el rescate de algunas líneas de pensamiento originales que caracterizaron un momento altamente conspicuo de la producción psicoanalítica del Río de la Plata. Y también un desarrollo de aquellas ideas que quedaron en estado embrionario o simplemente con gran potencial de desarrollo. Me sitúo entre los años 50 y 80 del siglo pasado, cuando numerosos cultores siguieron las enseñanzas de Enrique Pichon Rivière. Precisamente el título de este libro, Grupo interno. Psiquis y cultura contiene cierta resonancia con la singular postura psicoanalítica prevalente de este autor; postura que podría sintetizarse con el sugestivo nombre de un brevísimo e imperdible trabajo suyo: Implacable interjuego del hombre y el mundo. Sus enseñanzas partieron desde esa cosmovisión psicosocial y multidisciplinar que luego recogieron y desarrollaron, enriquecidas en diversas direcciones, autores del calibre intelectual de José Bleger, David Liberman, Willy y Madeleine Baranger, Ricardo Avenburg y Horacio Etchegoyen, entre muchos otros.

El hombre en su medio sociocultural, concepción solidaria con la visión del psiquismo como grupo interno, es la idea directriz que subyace en forma implícita o aflora en forma explícita en cada capítulo; y explora la viabilidad de sostener la afirmación de que la disciplina psicoanalítica constituye la “vía específica” para el abordar y explicar –en el nivel individual– el “infortunio ordinario”, así como sostener que ese infortunio es el resultado inevitable de habitar tal medio. Estos son los términos con que Freud concluye el último párrafo de su capítulo Psicoterapia de la histeria en Estudios sobre histeria y que define como “condiciones y peripecias de la vida”. Si el mencionado infortunio constituye el hallazgo que se esconde detrás de los síntomas, o es directamente la expresión del padecimiento, debemos plantearnos la pregunta acerca de su entidad. Y esa entidad está determinada por la complejidad de la vida en la cultura, correlativo al desarrollo superlativo (en relación a otras especies del mundo biológico) de un psiquismo encargado de los esfuerzos adaptativos más o menos exitosos para sobrellevar la vida en ese medio. Para dar una imagen esquemática y harto incompleta de esta proposición diría que, en el reino animal, para cumplir el mandato biológico de la autoconservación y la reproducción en el mundo de la naturaleza, la dotación instintiva es lo fundamental y el “psiquismo” (si es legítimo denominarlo así) puede ser más o menos rudimentario. En cambio, en la especie humana, para cumplir el mismo mandato biológico, pero en el ámbito sociocultural, sobre esos mismos cimientos instintivos debe instalarse todo el enorme e intangible edificio del psiquismo. Así, siguiendo el énfasis que Freud (1926) da a la prematuridad y al consiguiente desamparo del neonato humano, se plantean las peculiares condiciones diferenciales de la especie humana en relación a otras especies biológicas; condiciones que lo condenan a someter a sus instintos a trasformaciones radicales y entregarse al azar de una crianza prolongada y llena de vicisitudes, obligadamente diversas de un individuo a otro. Esta crianza implica aprendizaje, y el aprendizaje consiste en la incorporación en nuestro psiquismo de las representaciones del mundo sociocultural, y de los esfuerzos para intentar perfeccionar una convivencia estructuralmente imperfecta –en tanto “construcción” del colectivo humano– entre las personas y los pueblos. Acerca de la inevitabilidad del mencionado infortunio, Freud solía emplear una irónica frase respecto de la crianza que rezaba más o menos así: con la educación se provee al niño de una guía turística del ecuador cuando se trata de emprender un viaje por el polo. De este modo, cuando él toma la decisión metodológica de interrogar las “problemáticas de la vida” de sus pacientes, llámense infortunio ordinario o condiciones y peripecias de la vida, dejando de lado el abordaje biológico propio de la tradición médica, da el paso decisivo para que el psicoanálisis se convierta en la vía específica para tratar y explicar el citado infortunio ordinario.

Atendiendo al calificativo “conjetural” referido a la continuidad con el pensamiento de E. Pichon Rivière, debiera agregar además el de “improbable”. Él era un creador único y original; y un hombre genuinamente librepensante sin ataduras dogmáticas que, con naturalidad, incursionó en una gran diversidad de intereses culturales; entre ellos los artísticos, deportivos, políticos y sociales; además de su condición de inagotable innovador en psiquiatría y psicoanálisis. Lamentablemente su fecunda creatividad no siempre coincide con su obra escrita; obra que no alcanza, a veces, a dar la cabal sensación que, en cambio, podía dar su fértil palabra de maestro. Pareciera que la trasmisión de sus enseñanzas transitaron más por el canal del contacto personal y verbal que por el canal de la escritura; y que, no obstante, la potencia de esas enseñanzas hicieron posible que varias generaciones de psicoanalistas, aun muchos de ellos sin conocerlo personalmente, se sintieran beneficiarios o discípulos del “maestro”. A despecho de la señalada imperfección de su obra escrita pueden, sin embargo, rescatarse de ella algunos temas que, aún en estado embrionario o con gran potencial de desarrollo, resultaron anticipatorias de las candentes problemáticas de nuestra disciplina que son materia de debate –o deberían serlo– de los tiempos que corren. Personalmente intuyo que el debate que se aproxima en el campo de nuestra disciplina estará, a grandes rasgos, dividido entre aquellos que consideran al psicoanálisis una disciplina autónoma y autosuficiente y que por esa razón apuntan su principal preocupación a tratar de destilar la especificidad del psicoanálisis o la identidad psicoanalítica, y aquellos otros que atienden y legitiman la diversidad de los aportes y centran su mayor preocupación en la operatividad; y, por consiguiente, en la optimización de todos los recursos científicos para el abordaje del sufrimiento humano; recursos en los que el psicoanálisis actualizado deberá ocupar un lugar preeminente. Sin desmedro del valor que asigno al trabajo de los primeros en su afán de perfeccionar los instrumentos teóricos y técnicos, me alineo decididamente entre los segundos; y creo que las nociones de ECRO (Esquema Conceptual, Referencial y Operativo) y el de Grupo Interno introducidos por Enrique Pichon Rivière son las bases doctrinales para una actualización de un psicoanálisis pluralista que vislumbro centrado en forma preponderante en la ya mencionada operatividad. Por consiguiente, aparte del enfoque psicosocial y multidisciplinario que el maestro hizo del psicoanálisis, o, más bien, producto de este enfoque, merecieron mi mayor dedicación a lo largo de varias décadas justamente sus nociones de ECRO y de Grupo Interno. Esta dedicación se verá reflejada a lo largo de las páginas del libro. Aunque Pichon Rivière nunca hizo una exposición sistemática de la noción de grupo interno, sino sólo fragmentarias menciones desperdigadas a lo largo de su obra escrita, entiendo que esa noción es la pieza clave de su pensamiento psicoanalítico y marca –a mi juicio– la trayectoria direccional de su pensamiento; trayectoria que se revela en forma explícita a través del título de su colección de obras escritas Del psicoanálisis a la psicología social (Pichon Rivière, 1971). En cambio mi intención será desarrollar una exposición sistemática de la noción de Grupo Interno; de ahí lo conjetural e improbable dado que, de alguna manera, el procesamiento de ese desarrollo me permitió transitar además un camino de retorno, esto es de la psicología social al psicoanálisis o, mejor aún, entender que entre ambas disciplinas se extiende, con los debidos recaudos metodológicos y epistemológicos, una amplia avenida de tránsito a doble mano.

Un recorrido por mi producción escrita a lo largo de un período que se remonta a principios de la década de 1970 y que llega a finales del año 2012, me sugiere cierta insistencia en algunos puntos ya mencionados de la teoría, de la clínica y posturas de opinión. Eso me conduce a dividir el libro en tres secciones. La primera sección es en mayor medida teórica, la segunda presenta testimonios clínicos a través de algunos historiales y la tercera de opinión.

 

 

Samuel Arbiser, septiembre de 2012

 

 

GRUPO INTERNO

1

Enrique Pichon Rivière Ginebra 1907 - Buenos Aires 1977

A principios de siglo XX la Argentina aparecía –a los ojos del mundo– como uno de los países más prometedores en cuanto a prosperidad, libertades y oportunidades de ascenso social. Atraídos por dichas promesas, ingentes cantidades de europeos se lanzaron a jugar su suerte en estas tierras. Entre estos, la familia Pichon Rivière. Cuando Enrique tenía 3 años llegaron a este país y se instalaron en el agreste Chaco, todavía amenazado en aquel tiempo por los malones de los indios guaraníes. A sus 8 años se trasladaron a la provincia de Corrientes, e instalados finalmente en la ciudad de Goya donde su madre funda el Colegio Nacional. El deporte, la poesía y la pintura conforman la pasión de la niñez, adolescencia y juventud de Enrique. Confiesa, en sus conversaciones con Vicente Zito Lema (1976), que la lectura del Conde Lautréamont, Rimbaud y Artaud fueron una influencia constante en su pensamiento; en 1946 publica “Lo siniestro en la vida y en la obra del Conde de Lautréamont”. En Buenos Aires frecuenta la bohemia literaria, periodística y artística de la exuberante intelectualidad porteña. Una vez obtenido su título de médico en 1936, ingresa en el Hospicio de las Mercedes donde pone en práctica su inagotable inventiva innovadora en la atención psiquiátrica; inventiva innovadora que no armonizaba con las anquilosadas estructuras siquiátricas de la época, que terminan expulsándolo. Es justamente en este ámbito donde se gesta el germen de lo que sería, en 1958, “la experiencia Rosario”1 en que nacen los grupos operativos con las correspondientes nociones de emergente y portavoz. Hasta aquí se perfilan su singular faceta de innovador de la psiquiatría y su interés por la articulación de la psicología individual y grupal.

Su pasaje por el psicoanálisis en los inicios de los años 40 tampoco fue inocua y deja también su impronta revulsiva e innovadora. A tal punto que se lo podría considerar como el iniciador e inspirador de una corriente, a mi juicio original, que denominaría la vertiente psicosocial del psicoanálisis argentino (Leone, María Ernestina, 2003). Figuras como David Liberman, José Bleger, Willy y Madeleine Baranger, Horacio Etchegoyen, entre muchos otros, plasmaron gran parte de las ideas pioneras de este inquieto creador. Sin embargo, tampoco su relación con el psicoanálisis y con la institución que lo albergaba fue del todo armoniosa. En contraste con la mayoría de los consagrados psicoanalistas de su época, y por qué no, también actuales, que velaban y velan por una identidad psicoanalítica netamente definida y una pureza conceptual no contaminada, Enrique Pichon Rivière, en cambio, no ponía esos límites tajantes o excluyentes, tanto en la clínica como en la teoría. No se centraba en la diferencia entre la atención psicoanalítica y la psiquiátrica, tampoco entre el grupo y el individuo, ni en la exclusividad de las fuentes conceptuales del psicoanálisis. Como ilustrativo de estas afirmaciones se puede citar su trabajo “Empleo de Tofranil en psicoterapia individual y grupal” (1960). Tampoco su patrimonio conceptual se nutría exclusivamente de fuentes psicoanalíticas, sino además de la noción de praxis que partía del marxismo y de la filosofía sartreana, de la Teoría del Campo de Kurt Lewin, de la Teoría de la Comunicación de G. Bateson y del Interaccionismo Simbólico de George H. Mead, entre muchos más. En cuanto a sus fuentes psicoanalíticas también puede destacarse la amplia base de autores de la época; pero no puede ocultarse su mayor adhesión a una psicología de las relaciones de objeto, en ese entonces lideradas por Melanie Klein y Ronald Fairbairn. Esta peculiaridad del pensamiento pichoneano que he intentado subrayar, nutrido de una riquísima y variada experiencia vivencial y una no menos variada formación intelectual, debería compadecerse con un imprescindible esfuerzo de integración para dotar de coherencia lo aparentemente heterogéneo de dicho pensamiento. “Aparentemente” en tanto su cosmovisión científica tomaba como punto de partida una concepción que podría calificarse de totalizadora o copernicana versus la habitual cosmovisión ptolomeica, centrada en el individuo. La siguiente cita de J. Bleger (1963, p. 47-48) debería ser esclarecedora de este punto: “todos los fenómenos humanos son, indefectiblemente, también sociales [...] porque el ser humano es un ser social. Más aún, la psicología es siempre social, y con ella se puede estudiar también a un individuo tomado como unidad”. A mi juicio la noción pichoneana de grupo interno como configuración del psiquismo, así como el ECRO como el bagaje conceptual con el que abordamos todo objeto de indagación, constituyen la claves decisivas y necesarias que dotan de sentido el antes mencionado esfuerzo de integración. El primero como instrumento articulador de lo individual y colectivo, y el segundo como disposición conceptual amplia, abierta y dinámica para operar en la realidad.

El grupo interno2

No es posible encontrar entre los artículos conocidos de nuestro autor ninguna exposición sistemática y completa de esta esencial pieza de su pensamiento, sino jirones repartidos en diferentes escritos; por elegir alguno, solo transcribiré un párrafo su trabajo Freud: punto de partida de la psicología social (1971): “Podemos observar, de acuerdo con los aportes de la escuela de Melanie Klein, que se trata de relaciones sociales externas que han sido internalizadas, relaciones que denominamos vínculos internos, y que reproducen en el ámbito del yo relaciones grupales o ecológicas. Estas estructuras vinculares que incluyen al sujeto, el objeto y sus mutuas interrelaciones, se configuran sobre la base de experiencias precocísimas, por eso excluimos de nuestros sistemas el concepto de instinto, sustituyéndolo por el de experiencia. Asimismo, toda la vida mental inconsciente, es decir, el dominio de la fantasía inconsciente debe ser considerado como la interacción entre objetos internos (grupo interno) en permanente interrelación dialéctica con los objetos del mundo exterior”.

De este condensado párrafo se podrían subrayar los siguientes puntos: a) una teoría del desarrollo evolutivo que se diferencia de las clásicas freudiana y kleiniana. Ya no se trata de que el psiquismo se construya con la internalización de representaciones (Freud de la primera tópica) o con objetos (Freud de la segunda tópica y Klein) sino con la internalización de vínculos; b) una definición de vínculo como organización compleja que pone en juego no solo al sujeto y al objeto, sino el contenido de esas mutuas interrelaciones que se incorporan como experiencia en las etapas más tempranas de la vida humana; c) consecuentemente con un diseño grupal o ecológico (espacial) del aparato psíquico a fin de dar cuenta la permanente interacción entre el psiquismo, así configurado, y los diversos grupos humanos de la realidad fáctica. El grupo interno consistiría, entonces, en concebir la subjetividad como un repertorio unificado (en el mejor de los casos) de vínculos internalizados a lo largo del desarrollo evolutivo que servirían para nuestro mejor o peor desempeño en los vínculos de la realidad.

ECRO (Esquema Conceptual, Referencial y Operativo)

Tratando de desglosar la sigla, cuando Pichon Rivière se refiere al término ‘esquema’ alude a un conjunto articulado de conocimientos; lo de ‘conceptual’ es porque ese conocimiento está expresado en forma de enunciados con un cierto nivel de abstracción y generalización propios del discurso científico; el aspecto ‘referencial’ atiende a trazar los límites jurisdiccionales del objeto de indagación; y finalmente la noción de ‘operativo’ pretende no limitar sólo al criterio epistemológico tradicional de verdad nuestros esfuerzos sino que conlleva la producción de cambios; de ahí la noción de praxis. En síntesis: se puede decir que su ECRO se define no sólo como instrumento de indagación de un sector de la realidad, sino que conlleva la idea de que la tarea misma opera como un proceso dinámico y constante de transformación, tanto del objeto de la indagación como del sujeto que indaga. A mi entender la noción de ECRO aboga a favor de una revisión crítica permanente de nuestro conocimiento de la realidad interna y externa, previniendo contra la fosilización de las cosmovisiones que conducen al dogmatismo. También aboga, a mi entender, por superar la oposición entre el aprendizaje por los libros versus el aprendizaje por la experiencia vital; si se me permite un término coloquial, “la calle”: en condiciones ideales ambos aprendizajes deberían retroalimentarse mutuamente.

1 Ver “Técnica de los grupos operativos” en colaboración con José Bleger, David Liberman y Edgardo Rolla, Acta neuropsiquiátrica (1960) y Del psicoanálisis a la psicología social (1971).

2 He dedicado a este tema gran parte de mis escritos a los largo de los últimos cuarenta años. Para un mayor esclarecimiento de este tópico remito a Arbiser, Samuel (2001 y 2003).

2

Esquemas de psicoterapia con grupos1

En este trabajo me propongo exponer en forma esquemática y representar gráficamente, tratando de subrayar las diferencias, tres modelos teóricos en los que se basa la práctica psicoterapéutica grupal. Estos modelos son resultado de una labor de discriminación y crítica científica de las corrientes más en boga en nuestro medio.

Se trata de un aporte que intenta contribuir al esclarecimiento de un campo donde se entrecruzan distintos, abundantes y a veces contradictorios esquemas referenciales, que obstaculizan la práctica y la comprensión teórica de este tipo de tarea correctora.

Un punto de cierta relevancia en la configuración de este problema lo constituye la no totalmente agotada discusión acerca de la relación entre la psicoterapia grupal y e1 psicoanálisis. El empuje arrollador con que esta última disciplina impregno la psicología contemporánea, desbordando en ocasiones, en e1 campo de la ciencia social (Roger Bastide, 1961, Enrique Pichon Rivière, 1971) por una parte, y por la otra, el hecho de que gran número de terapeutas tienen formación psicoanalítica individual, explicaría el hecho de que se intentara “adaptar” el grupo a su corpus conceptual. Acuerdo, entonces, con Carlos Sluzki en (Watzlawick, 1971) cuando afirma “pero en razón de su óptica fundamentalmente intrapsíquica, las posteriores tentativas de aplicación del modelo psicoanalítico a otros campos (los fenómenos grupales, las conductas sociales, etc.) padecieron de inconvenientes inherentes a toda transpolación. El psicoanálisis, usado como lenguaje e instrumento interdisciplinario, mostraba algunas deficiencias insalvables”.

Aceptando esta premisa, la posibilidad que cabe explorar es contribuir a formar un corpus teórico propio a partir del objeto concreto de estudio, a saber, el grupo. Esta última posibilidad no impediría que se integren en ese nuevo corpus también los conocimientos provenientes del psicoanálisis. Otro aspecto también relevante en toda actividad psicoterapéutica pero especialmente importante en psicoterapia grupal lo constituye la dotación de presupuestos ideológicos con que se la encara, es decir, la visión comprometida que se tiene de la realidad; por ejemplo: cómo se visualizan las relaciones interpersonales o la relación individuo-sociedad o relaciones de producción y distribución del producto. En fin, decidirse por el ejercicio de este tipo de psicoterapia implica tomar una posición definida; significa optar por sus valores intrínsecos de cooperación y de una conciencia de nuestra interdependencia con los demás y con el conjunto en la tarea común.

Consecuente con el propósito exploratorio antes mencionado, y siguiendo sugestiones de otros autores (Espiro, N., 1972), se describen tres modelos:

 

a) Modelo de Psicoterapia Analítica en Grupo. (Fig. 1)

Es decir, el paciente en regresión establece una relación histórico-genética con otro miembro.

Sus exponentes más reconocidos son una parte de 1a Escuela Americana, entre quienes importa mencionar a Paul Schilder por la valiosa influencia que ejerció en amplios medios dedicados a este tipo de terapia. Como trabajo representativo de este modelo para ser discutido se tomó el de S. R. Slavson (1959) de New York: “¿Es verdad que hay dinámica de grupo en los grupos terapéuticos?”. La lectura de este trabajo –en apretada síntesis– permite apreciar que el autor parte del supuesto del “hombre aislado”, como lo definiría críticamente J. Bleger (1971), supuesto incluido en la conocida oposición individuo-sociedad. Partiendo entonces de la premisa de la preeminencia genética del individuo frente a la sociedad argumenta que el individuo para socializarse debe resignar parte de su yo y su superyó en el grupo, representado por su líder; según sus palabras “se desegotiza”. Esta aseveración que explica el conjunto desde el individuo y el individuo desde la teoría psicoanalítica ubica a este autor con aquellos que postulan dicha teoría como ciencia central de la ciencia social (Bastide, R. 1961). Por lo tanto, en este modelo se diferencia tajantemente los grupos sociales habituales de los grupos terapéuticos. Reconoce en los primeros la existencia de dinámicas (sinergia-interacción-interestimulación-inducción mutua, etc.) en razón de la existencia de un objetivo común. En cambio en los segundos –existirían por parte de los pacientes del grupo iguales objetivos (curarse), aunque no objetivo común; cada cual se “cura” como puede–, estas dinámicas deben ser coartadas en status nascendi a los fines de la terapia. De este modo pretende aislar y así poner en evidencia las motivaciones intrapsíquicas incluidas en la esfera histórico-genética individual de cada miembro del grupo, descartando taxativamente la acción determinante del campo social circundante. Dado que, como se ha dicho, deben evitarse las dinámicas que puedan aparecer (sinergia), se entiende que la cohesión entre los miembros forzosamente debe estar a cargo del terapeuta a través de su liderazgo. Se podría concluir sintéticamente afirmando que en este modelo el psicoanálisis es el esquema referencial nuclear y que la operativa sería psicoanalizar individualmente a los miembros del grupo; de ahí que se manejen conceptos como la transferencia, la resistencia y la regresión.

Fig. 1a. Los pacientes se arraciman en derredor del terapeuta que asume un liderazgo no directivo y sobre el que confluye una gama de sentimientos resultantes de los fenómenos transferenciales y contratransferenciales.

Fig. 1b. Cuando aparece un vínculo con otro miembro del grupo, esto se interpreta como una transferencia horizontal.

 

b) Modelo de psicoterapia del grupo. (Fig. 2)

Sus exponentes son, en gran parte, psicoanalistas de la escuela inglesa y latinoamericanos: Foulkes-Anthony (1964), Bion (1963), Grimberg-Langer-Rodrigué (1961) Zimmermann (1969). El esquema referencial básico de este modelo es el psicoanálisis en su vertiente kleiniana. Al igual que en el modelo anterior, opera con los conceptos psicoanalíticos clásicos como regresión, resistencia y transferencias. Raúl J. Usandivaras (1960) propone la hipótesis de que en la filogenia del ser humano existía un tipo de agrupamiento con las características del grupo terapéutico; y que este “regresa” a esa etapa de los comienzos de la aparición del hombre. Cabe señalar que de esta forma se asimila la idea de grupo con la idea de que cada individuo que lo conforma pierde los límites de su individualidad. No muy alejada de esta concepción, José Bleger postula la persistencia variable como matriz o estructura básica en la vida de un grupo de una modalidad de relación (o no-relación en el sentido de no-individuación) a la que llama sociabilidad sincrética para diferenciarla de la sociabilidad por interacción discreta, es decir entre individuos diferenciados. Esta desindividuación de los miembros del grupo explicaría el proceso por el cual el sujeto pasa a integrar como objeto o parte, una mente del grupo. Dada, de tal manera, esta mente unitaria produce fantasías inconscientes del grupo que el terapeuta detecta y decodifica del conjunto de las manifestaciones de los pacientes, tomadas ellas como las asociaciones libres de las terapias individuales. De ahí se deducen su contenido, los mecanismos de defensa actuantes y el tipo de transferencia, neurótica o psicótica, prevalente en cada momento de acuerdo con el nivel regresivo alcanzado. Bion, a los fines de tomar indicios evolutivos de las vicisitudes de un grupo describió fantasías inconscientes prototípicas: son sus conocidos supuestos básicos. Éstos, en arreglo a su contenido se denominan de dependencia, de lucha y fuga, y de apareamiento. Guillermo Ferschtut (1969), a su vez, afirma que “Integrar un grupo presupone en mayor o menor grado la perdida momentánea de algunos rasgos de la identidad individual y simultáneamente la asimilación de otros de la identidad grupal”. Este autor postula, en ese trabajo, la constitución de una mentalidad grupal que produciría un pensamiento grupal. Este pensamiento tendría características peculiares, similares al funcionamiento del pensamiento de un sujeto psicópata.

Fig. 2. Los miembros participan en 1a formación de una superestructura llamada mente del grupo, que produce fantasías inconscientes. La cohesión es intensa y mantenida merced a la desindividuación

c) Modelo de psicoterapia centrada en el grupo. (Fig. 3)

Este modelo está inspirado en los trabajos pioneros de Enrique Pichón Rivière (1971) sobre los grupos operativos surgidos de la llamada experiencia Rosario (1958), experiencia que se nutre de esquemas referenciales provenientes de la sociología, de la teoría del campo (K. Lewin 1978), de la teoría de la comunicación (Ruesch, J - Bateson, G., 1951) y de la teoría psicoanalítica en sus diversas versiones (Freud-Klein-Fairbairn). De la integración y síntesis de esa diversidad de fuentes realizada por el gestor de los grupos operativos surge este modelo, ahora aplicado a la terapia en pequeños grupos que, dado su objetivo terapéutico, apunta a la tarea de la curación. Partiendo de la crítica del hombre aislado (Bleger, J.) y, asumiendo una concepción que admita la inclusión indisociable del hombre en el contexto social formando parte de sus diversos grupos de pertenencia, se entiende que los grupos terapéuticos no son una “especie” distinta de los demás grupos sociales. Por lo tanto el grupo terapéutico es considerado una experiencia social in vivo, donde sus participantes pueden experimentar, vivenciar, apreciar y ensayar la diversidad de maneras de establecer operaciones de contacto (George Bach, 1959) con los demás dentro de un encuadre adecuado. Este último apunta debe privilegiar la visualización de las conductas de sus miembros. Por lo tanto, adhiero a la máxima de Marsh citada y, a su vez objetada por Grimberg-Langer-Rodrigué (1961, p. 29) que reza: “El enfermo mental no debe ser considerado como un paciente sino como un estudiante que ha fracasado en el gran tópico de la civilización”. Los autores que objetan esa máxima argumentan, por su parte, que ésta contiene “una negación de la envidia y la rivalidad”.

Fig. 3. La cohesión está dada por el objetivo común. La interrelación se establece a través de una compleja red comunicativa. Coordinador y observador: funciones distintas, labor en equipo.

A diferencia de los modelos anteriores, en éste el acento está puesto en la interacción de las personas integrantes del grupo. No significa esto asumir una posición radicalmente “interaccionista” en la que las personas se diluyen y pierden la nitidez de sus contornos. Dada la inclusión ‘natural’ del ‘hombre’ en grupos, de lo que se trata, más bien, es de deslindar ordenadamente los distintos niveles de análisis. De este modo podemos considerar un nivel general, otro particular y finalmente uno singular. Lo general alude a los principios generales de todo sistema, en este caso el grupo; lo particular a las manifestaciones concretas que adquieren estos principios en cada una de las situaciones dadas; y lo singular a la conjugación última de estos principios con lo idiosincrásico de cada miembro del sistema, en este caso, lo intrapsíquico. La aludida interacción es la consecuencia de las relaciones de interdependencia que se crean en cualquier grupo humano cuando dicho grupo tiene objetivos comunes y objetivos colectivamente perseguidos. Se destaca intencionalmente en esta definición del grupo la característica de la interdependencia, en vez de definirla por sus características ‘fenotípicas’ (Lewin, K.). Estos objetivos en el grupo terapéutico así concebido pueden ser explícitos o implícitos, siendo uno de ellos, inherente a su misma existencia, a saber: su supervivencia, su conservación y la apropiación del mismo como instrumento de los fines terapéuticos perseguidos por los miembros. De este modo se pueden diferenciar dos diferentes aspectos de la tarea: uno la tarea de mantenimiento y la otra el abordaje mismo de las problemáticas emergentes en la misma interacción (Kurt Lewin, citado en Anzieu D. y Martín J. I). La existencia de objetivos motiva necesariamente una direccionalidad en la tarea determinada por el logro de los mismos. Esta dinámica tiene como resultado la creación de un código particular, cultura del grupo, en arreglo al cual se pueden discriminar las conductas de los miembros en tanto favorecen o entorpecen la tarea. Se llama problema-tarea al relevamiento, clarificación y resolución de los distintos problemas que se presentan como obstáculos para la consecución de los objetivos. Las actitudes cambiantes o fijas de los miembros en los distintos momentos en relación a este devenir, define los diversos liderazgos o roles que apuntan a la consecución de pertenencia, pertinencia y cooperación. Los papeles, roles o liderazgos se reparten en razón del interjuego entre adjudicaciones, asunciones y solicitaciones de roles. En términos provenientes de la lingüística estructural cada rol se materializa en la conjunción de la sincronía, dependiente de los fenómenos del grupo considerado como campo social dinámico y de la diacronía de cada uno de sus miembros, es decir de sus series complementarias. En otros términos: un papel determinado se logra en virtud de la necesidad que surge en el campo social dado y es asumido en función de la historia evolutiva personal propia del miembro correspondiente decodificada por el paradigma psicoanalítico.

La técnica, por parte del coordinador, consiste en intervenir con indicaciones, señalamientos e interpretaciones a los efectos de facilitar la tarea en un encuadre correspondiente. Se apunta a:

I ) Aprendizaje del funcionamiento del instrumento grupal.

Los pacientes que integran un grupo de terapia se encuentran en razón del encuadre, con una experiencia insólita, diferente de las habituales de sus vidas. A fin de lidiar con esta última los miembros ensayan, desde un principio, un despliegue de los distintos modelos de funcionamiento social ya conocidos, como ser: relaciones de maestros o profesores y alumnos, de médico-paciente, reunión de directorio, una familia, etc. Dice Pichon Rivière: “La tarea que adquiere prioridad en un grupo es la elaboración de un esquema referencial común, condición básica para el establecimiento de la comunicación, la que se dará en la medida en que los mensajes puedan ser decodificados por una afinidad o coincidencia de los esquemas referenciales del emisor y el receptor. Esta construcción de un ECRO grupal constituye un objetivo cuya consecución implica un proceso de aprendizaje y obliga a los integrantes del grupo a un análisis semántico, semantístico y sistémico, partiendo siempre de la indagación de las fuentes vulgares (cotidianas) del esquema referencial”.

II) Conciencia de la utilidad del instrumento terapéutico y apropiación del mismo por parte de sus integrantes. Tomar conciencia de la utilidad del grupo significa llegar a comprender que la acción terapéutica de éste no emana del liderazgo del terapeuta o coordinador, sino de la constitución del grupo mismo como instrumento de la tarea correctora (Espiro, N., 1972). Asimismo, la existencia de este instrumento plantea el problema de su propiedad o titularidad. Así se postula la paulatina apropiación del mismo por parte de sus miembros, reconociendo que la aceptación de esta posición acarrea un cuestionamiento a nuestros sistemas de valores generalmente aceptados.

III) Paulatina devolución de los liderazgos en los miembros del grupo, que en las primeras etapas están delegadas en el equipo terapéutico, reafirmando de este modo la función coterapéutica de los miembros del grupo. Similar al punto anterior, esta afirmación requiere una amplia discusión y redefiniciones acerca del concepto de liderazgo, en el que tampoco están exentos diversos presupuestos ideológicos (Lippit, R. y White, R. K., 1957) (Siciliano, G., 1972). Desde la perspectiva de la tarea concreta, este punto se refiere a la habilidad del equipo terapéutico para extraer, y subrayar de las intervenciones de los miembros del grupo los aportes que los hacen líderes en los distintos momentos de la evolución del grupo.

IV) Promover la disolución de las estereotipias y rigideces de los papeles que debe materializarse en una “movilidad de los roles”, así como el aprendizaje de nuevas conductas, permitiendo ampliar y flexibilizar el espectro de éstas.

V) Insight de todos estos procesos, entendido como aprendizaje cognitivo y experiencial.

VI) Remover los escollos de la comunicación entre los miembros del grupo, favoreciendo una circulación fluida y creciente de la información. El afianzamiento de una buena red interpersonal, redunda en el mejoramiento de la red comunicativa intrapersonal, de manera que la operación correctora está expresando en el nivel psicodinámico personal una positiva reestructuración de las relaciones de intercambio entre el yo con sus objetos internos (grupo interno).

 

Se espera que esta apretada síntesis contribuya, en alguna medida, a darle una mayor autonomía a la psicoterapia grupal, en la seguridad de que pase a ocupar un lugar de primer orden en las indicaciones de terapias reconstructivas. Esto se conseguirá en la medida en que, a través de una mayor claridad conceptual, esta terapia revitalice sus valores intrínsecos acordes con los de un curso histórico progresivo.

1 Comunicación presentada en el VII Congreso Latinoamericano de Psiquiatría. Punta del Este, Uruguay, 1972. La presente versión está corregida y ligeramente modificada (2012). La versión original fue publicada por Acta psiquiátrica y psicológica de América latina, 1973, 19, 372.

3

El grupo interno como articulador entre la red intrapsíquica e interpersonal1

En este trabajo me propongo hacer algunas reflexiones psicoanalíticas en la dirección de un enfoque de esta disciplina que opere una articulación entre el psiquismo, entendido como una red comunicativa intrapersonal (grupo interno, Pichon Rivière, 1971) y la red de relaciones interpersonales en un campo social (Kurt Lewin, 1978). Con esta propuesta pretendo jerarquizar no sólo las tempranas interacciones del sujeto con su medio –aspecto al cual el psicoanálisis, en sus diversas teorizaciones da más cuenta– sino también el interjuego de estas primeras interacciones con los diversos grupos en los que cada sujeto está inmerso. Por otra parte, dado que, como se verá más adelante, los enfoques psicoanalíticos clásicos son difíciles de aplicar en encuadres multipersonales, me propuse ensayar la noción de grupo interno de Pichon Rivière (op. cit.), como apto para funcionar, sin forzamientos tanto en estos encuadres como en el encuadre psicoanalítico clásico, lo cual implica desplazar la mira desde una perspectiva intrapsíquica a una perspectiva psicosocial, siguiendo en ese sentido un camino de indagación inspirado por el autor mencionado. Mi formación y mi trabajo como psicoanalista, mi dilatada práctica hospitalaria y mi actividad como psicoterapeuta grupal –incluyendo algunas inquietudes teóricas Arbiser, S., 1973 y 1978 en esta temática–, me han dotado de una visión matizada por un cierto interés en ‘lo social’ y sus dinamismos. Sin embargo, no se me escapa que muchas veces la referencia a lo social en nuestro campo puede enmascarar una resistencia intelectual al psicoanálisis o, en otros términos, una forma evasiva que intenta sustraerse –mediante explicaciones sociales– de la responsabilidad intrapsíquica. Por lo tanto, quisiera diferenciar claramente mi aporte de estas posturas. Y en este aporte, insisto, el objetivo central es rescatar la noción pichoneana de grupo interno como articulador de lo intrapsíquico y lo interpersonal que lo hace apto para el abordaje clínico de encuadres, tanto individuales como multipersonales. A los fines del objetivo mencionado también importa vincular la noción de grupo interno con la concepción de David Liberman (1970) de la transferencia en sentido operacional y con los aportes de M. y W. Baranger (1969) acerca de la situación analítica como campo dinámico. A este fin presentaré, con un carácter exploratorio, una experiencia clínica que pretendo ilustrativa en tanto ejemplo de la instrumentación de la noción mencionada.

La aludida experiencia clínica relata brevemente la historia del abordaje exclusivo de los padres –terapia de pareja– en la resolución de un síntoma –encopresis– en un niño de 4 años y medio. La supresión sintomática obtenida no me conduce a proclamar la novedad de este procedimiento ni exaltar sus bondades. Su práctica desde hace largo tiempo está bastante extendida y es tributaria de diversas orientaciones de la psicología clínica, entre otras la psicoanalítica (Liberman, D. y Labos E., 1982); y que compite en operatividad o a veces se complementa con el psicoanálisis individual. Sobre la base de estas consideraciones, este trabajo se ordenará en la sucesión de los siguientes puntos: psicoanálisis y psicología social; grupo interno, relato de la experiencia clínica, su articulación en el encuadre psicoanalítico y síntesis.

Psicoanálisis y psicología social

En psicoanálisis, con frecuencia, cuando nos remontamos en nuestras especulaciones a los momentos iniciales del desarrollo humano, acostumbramos a imaginar a la dupla madre-bebé, en un íntimo y excluyente intercambio. Las diversas escuelas psicoanalíticas difieren en el énfasis puesto en los diversos factores en juego para evaluar el destino evolutivo de tal desarrollo: tolerancia a la frustración, envidia primaria, rêverie, sostén (holding), adecuación mutua y muchos más.

Sin desechar su importancia, sino más bien afirmándola, me importaría interesar al lector en una dimensión distinta que implica considerar a esa dupla madre-bebé envuelta dentro de un contexto social (familiar-grupal) y la incidencia que esto tiene en el desempeño de los roles mamá-bebé. Acá importa, por ejemplo, para esa mamá la posición que ocupa en la trama familiar de origen, sus mitos, su relación con su pareja, con sus propios padres, con su historia, las diversas presiones de valores en sus grupos de pertenencia. Qué lugar o qué expectativas existen en ese medio familiar y ambiental para ese recién nacido, entre otras múltiples posibilidades2. La dimensión que trato de introducir, por consiguiente, como otra vertiente analítica, es aquella en la que se tenga en cuenta la relación recíproca del individuo con el grupo y los dinamismos que surgen de esta relación, es decir la dimensión de la psicología social.

Si bien muchos investigadores reconocieron en el psicoanálisis el advenimiento de una genuina psicología social, a mi entender. Enrique Pichon Rivière, en nuestro medio, fue quien probablemente más contribuyó en esta vertiente del pensamiento psicoanalítico, dejando sus enseñanzas una significativa impronta en el psicoanálisis y en la psiquiatría argentina. Este autor reconoce en Freud una clara e innovadora postura frente a la relación entre la psicología individual y la psicología social o colectiva en su trabajo “Psicología de las masas y análisis del yo” y cita una parte de la introducción de éste donde se dice (Freud, S. 1921: “La oposición entre psicología individual y psicología social o de las masas, que a primera vista quizá nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo. Es verdad que la psicología individual se ciñe al ser humano singular y estudia los caminos por los cuales busca alcanzar la satisfacción de sus emociones pulsionales. Pero sólo rara vez, bajo determinadas condiciones de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con otros. En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con toda regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo de la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”. Sin embargo (Pichon Rivière, op. cit.) concluye que “pese a percibir (Freud) la falacia de la oposición dilemática entre psicología individual y psicología colectiva, su apego a la mitología del psicoanálisis, la teoría instintiva y el desconocimiento de la dimensión ecológica, le impidieron formularse lo vislumbrado, esto es, que toda psicología, en un sentido estricto, es social”. Coincide con Roger Bastide (1961) cuando escribe: “La psicología social de Freud (que se confunde, dicho sea de paso, con la psicología individual) presenta, respecto de las doctrinas clásicas que estaban de moda cuando Freud escribía sus primeros trabajos, un progreso innegable. El padre del psicoanálisis tiene en cuenta, en efecto, la influencia ejercida sobre el niño, en su formación y en su desarrollo, por la constelación familiar en la cual vive, y en las experiencias que afronta en sus relaciones con los demás. Sin duda, su biologismo, su teoría de los instintos, y su concepción de la inmutabilidad de los complejos que explican la conducta humana, le impidieron elaborar una psicología social más precisa”. En relación a la mencionada inmutabilidad de los complejos cabe acotar una nota al pie del Cap. VII de Inhibición, Síntoma y Angustia (1926). En esta nota Freud atiende este problema y pone en duda esa inmutabilidad, aunque no creo que haya tenido consecuencias ulteriores de peso en el cuerpo general de sus teorías. Para lo que me interesa destacar en este trabajo, sin embargo, este punto es decisivo en tanto que sin desmerecer lo intrapsíquico como resultado del desarrollo psicosexual, permite un mayor margen para incluir las influencias transformadoras de los intercambios sociales actuales.

Otro punto que quisiera destacar concierne a la relación entre lo inconsciente a nivel individual y lo implícito o directamente visible a nivel grupal: tomemos por caso el historial de Isabel de R. de la temprana casuística freudiana (Freud, 1895); como podrá recordarse, en el momento culminante de la cura, cuando se descubre través de la interpretación, trabajosamente aceptada por la paciente, su “prohibido” enamoramiento hacia su cuñado –nódulo conflictivo actual, seguramente enraizado en su constelación edípica– que ocultaba en su inconsciente y que era el sustento de su penosa sintomatología, Freud, entonces entrevista a la madre, quien dice que “desde mucho tiempo atrás había sospechado la inclinación de Isabel a su cuñado, aunque no imaginaba que dicha inclinación había surgido ya en la vida de su otra hija”. Precisamente, la vertiente de la psicología social acerca de la que me interesaría reflexionar y que motiva este trabajo serían los siguientes:

1. Concebir la determinación de la conducta humana tanto desde el circuito intrapersonal tal como lo entiende el psicoanálisis pero también entramado con las determinaciones del campo interpersonal.

2. Pero para apreciar el punto anterior es necesario priorizar la diferenciación de los circuitos intrapersonal e interpersonal, sus relaciones y su articulación.

 

El primer punto anotado se presta para discutir un replanteo acerca de dos nociones de la psicopatología freudiana: los beneficios secundarios de la enfermedad y las series complementarias. La noción de beneficios secundarios de la enfermedad ha sufrido –a lo largo de la obra freudiana– varios ajustes en la nomenclatura y en la definición –más que definir Freud ejemplificaba–. De todos modos, lo que me interesa destacar es que se trata de una noción que alude a la influencia del medio social circundante en el entramado etiológico del resultado patológico correspondiente. Y es a partir de esto que sugiero su reformulación no limitando su alcance a una defensa del yo (Freud, 1926) sino como un exponente habitual del intrincado interjuego entre el individuo y su medio social. En este mismo orden de cosas, lo que conocemos como series complementarias podría eventualmente reverse a la luz de estas consideraciones; ya he hecho algún comentario acerca de los momentos iniciales del desarrollo, ahora consideraré especialmente lo que llamamos el factor desencadenante: este último factor suele considerarse en términos de privación o trauma, es decir, una acción lineal sobre el individuo predispuesto. Sin embargo, dado que el ser humano vive en grupos, y en éstos existe una serie de fenómenos dinámicos, cuya acción sobre los individuos que los constituyen rebasa la simple definición de trauma o privación, este ensayo de reformulación tendería a considerarlos dentro del complejo interjuego etiológico. En esta línea de pensamiento, el factor desencadenante constituye una configuración determinada de la estructura del grupo natural (familiar-social) en el que cada individuo está inmerso y por lo tanto sujeto a la compleja incidencia del interjuego de roles que se adjudican o asumen; pudiendo considerarse al individuo que enferma como emergente (Pichon Rivière, op. cit.) de estas dinámicas. Emergente que sintetiza en sí, según el autor mencionado, el eslabón simultáneamente más débil y más fuerte del circuito; más débil en tanto enferma y más fuerte en cuanto denuncia la distorsión y, consecuentemente, por la egodistonía, propende la motivación que conduce al cambio. La ilustración clínica de este artículo fue motivada por mi curiosidad de comprobar esta afirmación pichoneana. Los factores predisponentes (constitución + vivencias infantiles) no sólo participan de esta intrincada trabazón, sino que además proveen la especificidad en el resultado final; esto constituye lo singular, idiosincrático en el desempeño del rol. En el mismo sentido se expide David Liberman (1970) cuando escribe: “El equilibrio mental puede considerarse como un equilibrio inestable que puede llegar a perturbarse como efecto de alteraciones que ocurren dentro de las redes comunicativas en las que interactúa un individuo dado y también el lugar de origen de la perturbación puede consistir en una perturbación intrasistémica”.

Mientras que de las clásicas teorías psicoanalíticas puede inferirse una concepción de un ser humano que, presionado por sus pulsiones, establece relaciones de objeto que, por sucesivos desplazamientos van constituyendo su ámbito social, en este intento de reformulación se reconoce un ámbito social preexistente con una estructura general que todo individuo recorre en su desarrollo en forma particular, para incorporarse a la familia humana en su singularidad. Si se quiere, un nuevo revés a nuestro ya vapuleado narcisismo: nuestro ilusorio libre albedrío no sólo se vería limitado por las determinaciones del inconsciente, sino también por las leyes dinámicas del campo social.

Respecto al segundo punto: la diferenciación de los circuitos intrapersonal e interpersonal es central en este trabajo en tanto plantea la necesidad de hallar una noción que permita su articulación e impida su habitualmente descuidada superposición; sin esa superposición, no siempre registrada en las teorizaciones psicoanalíticas corrientes, se hace entonces necesaria la noción del grupo interno como articulador. Entiendo que algunos psicoanalistas que se sustraen de posturas monádicas y exploran posturas diádicas probablemente usan implícitamente la noción de grupo interno. Al respecto dicen M. y W. Baranger(1969): “Esta configuración funcional básica de la situación analítica también se puede llamar relación psicoterapéutica bipersonal. Pero no es bipersonal sino en el plano de la descripción perceptiva común: en la habitación donde se realizan las sesiones, están dos personas en carne y hueso. Sin embargo, siempre intervienen otras personas en el relato del paciente, en su fantasía, o aun irrumpen en la habitación en forma alucinada”.

Grupo interno

Pichon Rivière, en el trabajo repetidamente citado (1970), discute la postura freudiana de un narcisismo primario y adhiere a los aportes kleinianos “en que se trata de relaciones sociales externas que han sido internalizadas, relaciones que denominamos vínculos internos y que reproducen en el ámbito del yo relaciones grupales y ecológicas”, y propone los conceptos de vínculo y grupo interno que define: “Estas estructuras vinculares que incluyen al sujeto, el objeto y sus mutuas interrelaciones, se configuran sobre la base de experiencias precocísimas […]. Asimismo, toda vida mental inconsciente, es decir, el dominio de la fantasía inconsciente, debe ser considerada como la interacción entre los objetos internos (grupo interno) en permanente interrelación dialéctica con los objetos del mundo exterior”.