La imperfecta realidad humana - Samuel Arbiser - E-Book

La imperfecta realidad humana E-Book

Samuel Arbiser

0,0

Beschreibung

El autor propone una reflexión en una perspectiva distante y abarcativa (telescópica) que atienda la especificidad única de la especie humana inserta en forma indisociable en su hábitat: la heterogénea realidad humana, construida por esa especie. Intrincación del hombre y su medio solo posible por la existencia del psiquismo. Partiendo de la enumeración que Freud hace en El Malestar en la Cultura acerca de las fuentes del padecimiento humano, el autor plantea su irremediable imperfección constitutiva como el motor que dinamiza el alucinante avance alcanzado en nuestro tiempo. Avance que si bien brinda mayor seguridad, eficiencia y confort no hace más que poner en evidencia el irreductible padecimiento al que el psicoanálisis atiende e intenta mitigar. Fiel a la perspectiva propuesta, hace un recorrido evolutivo del hombre y de los hitos más visibles que nos llevaron a la muy variada realidad humana actual.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 396

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Samuel Arbiser

La imperfecta realidad humana

Reflexiones psicoanalíticas

PRIMERA EDICIÓN

A la memoria de Esther, y a mis hijas, yernos y nietos

 

 

 

Agradecimiento

 

A la colega Fernanda Longo, por la esmerada y solvente lectura del manuscrito.

INTRODUCCIÓN

En este volumen presento una nueva colección de artículos producidos, en su mayoría, después de la aparición de mi libro El Grupo Interno. Psiquis y cultura. Me mueve primordialmente el propósito de reunirlos en una unidad que evite su dispersión en los diversos medios en que fueron publicados; y además –confieso– aspiraría a la optimista esperanza que conformen un conjunto articulado de ideas que merezca alguna atención a la reflexión psicoanalítica.

También puede que otra motivación se haya podido infiltrar en la decisión de emprender esta tarea; y no descarto que lo constituya la creciente conscientización del vertiginoso transcurrir del tiempo y del consecuente registro de la finitud de la vida. Y esta conscientización invita a ensayar miradas retrospectivas de nuestro devenir; no solo para hacer un balance “del haber y del debe”, sino además para tomar el envión necesario para proyectarse en el futuro y, más aún, atreverse al ambicioso propósito de dejar algún legado, alguna huella palpable de nuestro transcurrir por el maravilloso milagro de vivir. Y de paso, relanzar y reverdecer el trillado dicho de “tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro”.

Mantengo la convicción que el escribir constituye en sí una forma de metabolizar, en la solitaria intimidad de nuestra privacidad, la experiencia clínica y procesar, asimilando o descartando, los diferentes respaldos teóricos que nos legaron nuestros maestros. Escribir constituye también la ejercitación y la adquisición de las habilidades para transformar embrolladas situaciones vitales en secuencias de palabras que las representen, e incluso aspirar a algún goce estético cuando lo logramos. Es como ganarle terreno a lo “indecible”; y forma parte de la habilidad clínica y de la vocación terapéutica del analista proveerle al paciente no solo las palabras inéditas en su repertorio, sino del modelo identificatorio de esforzarse para lograr ampliarlo.

En cuanto al ordenamiento del libro decidí hacer una laxa diferenciación en secciones temáticas. Así, bajo la denominación de “Cosmovisiones” inicia el artículo que da el título del libro, y pretendo que delate el espíritu que guía mi pensamiento; le sigue otro trabajo escrito durante la “guerra del golfo” que intenta un comentario crítico al escrito de Freud “Por qué la guerra”; y finalmente un tercero sobre la “confidencialidad” producto de mi participación en las discusiones en el Comité de Ética de la API.

La sección bajo la denominación de “Teoría” contiene un conjunto de diversos títulos que son producto de la reubicación de algunos conceptos clásicos bajo el foco de mi visión “psicosocial” y “vincular” del psicoanálisis. Así revisito e intento reformular el Inconsciente, el Edipo, la Identificación, el Self Psicoanalítico, la Crianza y la Realidad.

La sección titulada “Crónicas” contiene trabajos derivados de mi pasaje por Asociación Latinoamericana de Historia del Psicoanálisis y por el Comité de Historia de la API. Precisamente las califico de crónicas en tanto carecen del sustento académico que la disciplina histórica exige y solo reflejan mi particular visión y valores como testigo vivencial del “mundillo” psicoanalítico a partir del “destape” cultural que se produjo en la Argentina luego de la llamada Revolución Libertadora de 1955.

Respecto a la última sección denominada “Autores” hay una desigual dedicación a cada uno de ellos derivada, por un lado del azar, y por el otro de reconocer la inspiración de mi trayectoria en la influencia de alguno de ellos con los que tuve un mayor afinidad personal y de ideas. Reconozco a Enrique Pichon Rivière y David Liberman como los más influyentes en este último sentido. Con el primero mi relación fue fugaz en lo personal, pero caló profundo y en forma duradera en mi manera de pensar el psicoanálisis. David fue mi supervisor, gran inspirador y el que me alentaba con los trabajos que le leía para obtener su aprobación. Horacio Etchegoyen fue un gran amigo e inigualable interlocutor que respaldó muchas de mis ideas, aunque algunas veces no comulgaran con las suyas; y la continuidad y el profundo sentir de su amistad me honró hasta que lo acompañé en su último suspiro. El trabajo sobre Karl Abraham fue producto de un grupo de estudio sobre la historia de las ideas psicoanalíticas que Horacio impartía para un grupo de colegas. El escrito sobre Bleger en colaboración con Silvia Neborak y Natalio Cwik surge de un pedido para un Simposio de APdeBA sobre “El desarrollo psíquico temprano”. Algo similar al muy escueto trabajo sobre Ángel Garma referido a la “situación traumática”, merecedor de un mucho mayor reconocimiento por su polifacética obra.

COSMOVISIONES

1

LA IMPERFECTA REALIDAD HUMANA

Introducción

Estamos tan consubstanciados con la realidad que habitamos que solo en escasas ocasiones atinamos a preguntarnos y discurrir acerca de ella; sobre su origen, evolución, esencia y diferencias con otras “realidades”. En este artículo pretendo volcar algunas reflexiones acerca de este tópico –“la realidad humana”– en línea con mis esfuerzos de muchas décadas dedicados a delimitar y destacar una “vertiente psicosocial del psicoanálisis” (Arbiser, S., 2017d y 2018b); orientación que un sector muy creativo de pensadores y autores argentinos han propiciado y desarrollado y a la cual me interesaría en este artículo añadirle una perspectiva más amplia: “telescópica”, diría. Denomino así a visiones científicas distantes y abarcativas como las que nos pueden proveer la antropología, la historia o la biología evolutiva; disciplinas de las que me he servido, y refiero acotadas en esta mínima bibliografía orientadora: Leakey, R. (1981) y (2000); Reeves, H., de Rosnay, J., Coppens, Y., Simonnet, D. (1997), Jablonka, E. y Lamb, M. J. (2013).

Esta temática entronca también en la línea freudiana expresada en el último párrafo de “Psicoterapia de la histeria” (Freud, S., 1895, p. 309), cuando atribuye al “infortunio ordinario” el sustento del padecimiento neurótico, introduciendo de este modo en el nivel individual la dimensión de la “dramática”1 en la especulación psicológica. Y, en el nivel colectivo, en “El malestar en la cultura”, cuando enumera las tres fuentes del padecimiento del hombre: “la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad” (Freud, 1930, p. 85).

La realidad humana que hoy conocemos y nos maravilla fue construida2 precisamente para enfrentar, contrarrestar e incluso usufructuar tal hiperpotencia, también para atender a la fragilidad de nuestro cuerpo, y crear incesantes contratos sociales para ordenar y regular los vínculos recíprocos. A pesar de los alucinantes progresos que nos ofrece la presente realidad humana (siglo XXI), la naturaleza nos sigue desafiando con su inexorable hiperpotencia cuando desata sus incontenibles y furibundos cataclismos. Aunque contamos con prodigiosos recursos para obtener alivio a nuestras dolencias y nuestras vidas se prolongan en forma ostensible intentando burlar esa fragilidad, la reversibilidad de la materia viva de nuestro cuerpo finalmente sigue con obstinada puntualidad obediente al mandato químico de su degradación en lo inorgánico. Ni hablar de los copiosos e innumerables progresos en la convivencia provistos por los incesantes ensayos transformadores de las estructuras sociales, económicas y culturales, en constante evolución y perfeccionamiento que, sin embargo, no logran privarnos de las despiadadas guerras, los fanatismos religiosos e ideológicos, las intolerancias, la distribución desigual de los bienes. Ni tampoco de los conflictos cotidianos en la vida familiar y social donde trascurre el infortunio ordinario que nos enrostra en forma desafiante la insuficiencia, que la aguda intuición de Freud nos advertía.

 

En lo que sigue, reflexionaré sobre lo que entiendo como (I) la realidad humana, (II) la imperfección como el motor del devenir de la Humanidad, y III) el inevitable padecimiento humano en ese entramado.

I. La realidad humana

A los psicoanalistas nos resulta familiar la clásica oposición entre la realidad “psíquica” y la realidad “fáctica”, en tanto esta oposición nos provee la herramienta conceptual que hace posible nuestro trabajo cotidiano. Con ella no solo logramos delinear la infinita variedad de subjetividades, sino observar y tipificar la diferente relación de cada paciente con su realidad fáctica. En cambio, nos resulta menos habitual calificar de “humana” a la realidad; aquella en la que simplemente y en forma inadvertida habitamos y trascurrimos; y que nos provee el incalculable patrimonio de artefactos –tanto materiales como abstractos– encaminados a hacernos más segura, eficiente y confortable nuestra existencia. La realidad “humana” se opone conceptualmente a realidad “natural”, hábitat de todos los demás seres biológicos, en concordancia también con otra oposición crucial: la primera es una realidad “construida” por el hombre, en tanto la segunda es una realidad “dada” por la naturaleza. Y con esas premisas afirmo algo implícitamente evidente: hay psiquismo porque hay realidad humana, y hay realidad humana porque hay psiquismo3. Y hay neurosis, psicosis y caracteropatías porque existen psiquismo y realidad humana; y estas pueden ser las derivas posibles del lidiar en ella.

La existencia misma del psiquismo, este sofisticado “dispositivo virtual” que nos distingue como especie, es explicable por el hecho de que al ser humano le son insuficientes las herramientas innatas (instintos) para sobrevivir y prosperar en esta realidad. Insuficiencia que Jacques Lacan denominó “desarraigo instintivo”. Instintos sí suficientes en el reino animal que, sujeto a las leyes de “selección natural de las especies” (Darwin, Ch., 1859), simplemente se extinguen cuando se hacen inviables en las caprichosas vicisitudes del ámbito ecológico natural en el que hasta ese entonces prosperaban. En cambio, en los seres humanos tal insuficiencia de los instintos es sustituida y compensada por el psiquismo que dota al hombre de la posibilidad de neutralizar las adversidades del hábitat transformándolo. Psiquismo cuya virtualidad o intangibilidad debe, sin embargo, sostenerse en la materialidad del cerebro plenamente desarrollado del Homo sapiens “moderno”, concomitante con muchos otros condicionamientos biológicos. Moderno, designa R. Leakey al devenido del género Homo hace alrededor de 35.000 años. Variedad que finalmente prevaleció y se impuso sobre los otros tipos de sapiens “antiguos” que hasta ese entonces poblaban el planeta. El moderno es precisamente aquel equipado de un cerebro de 1.350 centímetros cúbicos, con el área de Brocca plenamente desarrollada así como las cortezas prefrontales y el descenso definitivo de la laringe que posibilita el lenguaje doblemente articulado. Tal “doble articulación” del lenguaje (significante/significado y signo/signo), atributo único y exclusivo del ser humano permite que, con apenas algo menos de 40 sonidos (fonemas), existan en nuestro planeta alrededor de 5.000 idiomas, valiéndose de sus infinitas posibles combinatorias. En términos del citado autor (Leakey, R., 2000, p. 115): “la evolución del lenguaje se considera universalmente como el acontecimiento culminante en la emergencia de la humanidad tal y como la conocemos hoy en día” (resaltado mío). El advenimiento de esta novedad evolutiva, entrelazada en forma interdependiente y simultánea con el hallazgo arqueológico de las primitivas manifestaciones artísticas, supone una mente capaz de pensamiento, simbolismo y autoconciencia, es decir: psiquismo. Con este complejísimo y altamente diferenciado dispositivo, se cuenta con la posibilidad no solo de sobrevivir como especie sino de crear realidad y operar en ella. Consecuentemente, la incesante interacción solidaria entrelazada entre el hombre así dotado y la realidad por él creada obligan a un replanteo de la ley darwiniana de la “selección natural”. Incluso ensaya cierta reconciliación con el desacreditado lamarckismo, por cuanto “la evolución” ya no pasaría únicamente por las mutaciones genéticas, sino que los cambios evolutivos recaerían en la acción trasformadora del hombre, modificando el ámbito ecológico natural. Desde entonces asistimos a una incesante aceleración del contrapunto entre Naturaleza y Cultura, y en forma creciente comienza a gravitar la creatividad humana. Jablonka, E. y Lamb, M. (2013) proponen, apoyadas en una muy documentada y seria fundamentación aportada por recientes investigaciones en biología molecular, la “evolución en cuatro dimensiones”. Agregan a la evolución genética, la epigenética, la del comportamiento y finalmente la evolución a través del lenguaje y otras formas de comunicación simbólica.

Probablemente –así espero– todo este discurrir puede cotejarse y conciliar con las agudas y anticipadoras conjeturas de Freud en “El yo y el ello” (1923). Ahí sugiere al ello como el reservorio en el que fue y va decantando la historia de ese inconmensurable devenir filogenético y al yo como una parte de ese mismo ello, obligado a diferenciarse y organizarse por mandato de la función del periférico Sistema Percepción-Conciencia (SP-C), que –precisamente por su ubicación– lo obliga a exponerse y contactar con los fluyentes presentes inmediatos de la realidad fáctica.

El psiquismo se va así configurando a partir de esta conjunción entre el tesoro filogenético con la aprehensión de los mencionados presentes inmediatos. Para lograrlo requiere un prolongado proceso de compenetración con su entorno humano; proceso preparatorio conocido como “crianza”4, exclusiva en términos de parámetros temporales en comparación con la de todos los demás mamíferos. Crianza cuya función es facilitar la viabilidad del neonato y proveerle además el aprendizaje para dotarlo de la posibilidad de integrarse e interactuar en el mundo humano. La prematuridad biológicamente determinada5 y el consecuente desvalimiento (Freud, S., 1926) (Hilflosigkeit) obligan desde el momento del nacimiento a una asistencia esmerada y altamente especializada de su ámbito humano inmediato. Se trata de un ámbito conformado por un conjunto familiar, entidad grupal ad hoc con roles diferenciados en una estructura triangular –Edipo– (Arbiser, S., 2017c); familia en la cual la sociedad delega el cumplimiento de tal obligación. La familia, entonces, asume la tarea de proveer al desvalido neonato los medios materiales de protección y sustento a través de los cuales le trasmite el universo significante particular de cada familia en forma similar en que se trasmite cada idioma con sus idiosincráticos tonos e inflexiones. Universo significante que constituye la versión local de los mandatos organizacionales y de los múltiples matices valorativos éticos y estéticos de cada contexto sociocultural.

La desmesurada extensión temporal de la crianza humana no solo debe atribuirse a ese desvalimiento inicial derivado de la prematuridad, sino que es además proporcional al esfuerzo que requiere el aprendizaje que la enormidad y complejidad de la realidad humana exigen para lograr no solo alguna forma de supervivencia sino algún grado de adaptación a ella en el mejor de los casos. Incluso el período de latencia, otra característica biológica exclusiva de nuestra especie que Freud define destinado a la “herencia del desarrollo hacia la cultura” (op. cit. 1923, p. 37), abriría un nuevo hiato temporo-espacial para incorporar la inabarcable inmensidad de esa compleja e infinitamente variable realidad humana. Una realidad que respira y absorbe la atmósfera sociocultural del hábitat en el que se vive, a través del aprendizaje espontáneo y, en el mejor de los casos, del aprendizaje programado que proveen las organizaciones educativas. Más arriba afirmo: “hay neurosis, psicosis y caracteropatías porque existe tal psiquismo y tal realidad humana”. Agrego que la crianza es la etapa de la vida en que se realiza la compenetración entre el infante humano y su particular realidad para terminar conformando el “factor predisponente” de las “series complementarias” de la clásica formula etiológica freudiana. Esa ecuación va a decidir esos destinos más o menos adaptativos en su ulterior transcurrir por la vida. Además de sustentar tanto sus fortalezas como su vulnerabilidad, la crianza da cuenta, por sobre todo, de la infinita diversidad que hace único y diferente a cada uno de los seres humanos.

II. La imperfección como el motor del devenir de la humanidad

A un ritmo temporal cuantificable en millones de años en los remotos orígenes de los primeros homínidos hasta el alucinante vértigo en que transcurre el fluir de nuestro tiempo actual, desde las rudimentarias herramientas, armas, cacharros y ornamentos que produjeron esos remotos antepasados hasta los más sofisticados artefactos, monumentales ciudades, excelsas obras de arte y evolucionados sistemas de convivencia, se fue construyendo en forma creciente ese abigarrado conjunto que constituye nuestra realidad contemporánea. Trayectoria sinuosa orientada, como lo anoté más arriba, a “hacernos más segura, eficiente y confortable nuestra existencia”. Enunciado de una validez tan general como imprecisa, en tanto se trata de metas que –en su realización– son entendidas en forma harto diversa en cada contexto geográfico e histórico y, más aún, hasta por la subjetividad propia de cada persona.

Ese mismo enunciado contiene un correlato más audaz si nos animamos a dar otro paso e imaginar, en un nivel de abstracción de dimensión cósmica, la maquinaria que pone en juego ese vector del progreso evolutivo. Y sugiero así la propuesta central de este artículo al afirmar que esa maquinaria reposa en la fuerza impulsora inherente a su insanable imperfección, precisamente por ser construida por el también imperfecto hombre.

Pero en fin… realidad imperfecta aunque por eso mismo perfectible; cualidad esta última decisiva en tanto empuja obstinadamente hacia adelante en pos de una supuesta perfección que, cual esquivo oasis, muda en espejismo cada vez que creemos alcanzarlo… Incluso, aunque ese “adelante” o progreso constituya como todo futuro una insondable incógnita. Perfectible, en cambio, es un término más modesto en tanto además nos previene contra las peligrosas promesas de perfección en formato de utopías paradisíacas, sean religiosas o ideológicas; son utopías que a lo largo de la historia de la humanidad culminaron en infaustos cataclismos. Quién mejor conocedor del alma humana que Freud (1930 y 1932) cuando en el siglo pasado nos advertía acerca de la dudosa viabilidad del “paraíso comunista”. Casi simultáneamente fuimos testigos azorados e impotentes de la siniestra conjura nazi, tramando la depuración de los seres humanos “inferiores” para destilar una “raza superior”. Hoy mismo contemplamos innumerables pueblos sumergidos en la pobreza extrema asociada a sometimiento social servil, crueldad política y misoginia, aferrados a perimidos fanatismos religiosos o ideológicos e “hipnotizados” por caricaturescos y despóticos caudillos.

Por otra parte, tal mentada imperfección asintótica, motor de ese pujante trajín fue construyendo nuestro mundo presente a lo largo de decenas de milenios y siglos. Mundo pleno de imperfecciones pero también de incontables bienes materiales e intangibles que fueron decantando a su paso y conforman ese extraordinario patrimonio que hoy contemplamos: monumentales obras de la ingeniería y de la arquitectura, sustantivos recursos científicos, tecnológicos y artísticos y, por sobre todo, sistemas de relaciones humanas amparados en pactos institucionalmente consensuados que promueven y ejercitan el resguardo de las libertades y derechos individuales y colectivos del hombre.

Estas condiciones alientan y facilitan el desarrollo de las capacidades y talentos personales para beneficio de la comunidad, sin menoscabo de los propios. Por sobre todo, condiciones donde la autoridad se ejerza sujeta a las leyes con el menor riesgo posible de regresión al sistema de sometimiento ante el todopoderoso y tiránico “padre de la horda” primitiva (Freud, S., 1912/3). Escueta enumeración de logros de nuestra especie, que además de maravillarnos y valorarlos nunca serán suficientes y nos obligan a reparar que no son uniformemente repartidos en el planeta, sino acotados en una porción de regiones y a determinados estamentos sociales del mundo. Lo cual tienta a ensayar un recorrido panorámico de la secuencia de los puntos de inflexión que orientaron los decisivos virajes evolutivos en el devenir de la realidad humana. Recorrido irremediablemente personal y por lo tanto sesgado por los propósitos de este escrito, y limitado solo a la civilización occidental. Pichon Rivière sintetizaría este raid, tanto a nivel psicológico como social, como la inagotable puja entre el “impulso al cambio” y la “resistencia al cambio” (Arbiser, S., 1989).

El recién citado ensayo freudiano nos provee el modelo que marca el punto de inflexión que articula el tránsito de nuestra condición de animalidad a la condición de organización humana; modelo de la bisagra que marca el pasaje desde la “horda primitiva”, sometida al poder del “omnímodo padre” comparable al macho alfa de los mamíferos superiores, a la instauración simultánea de la sociedad, la moral y la religión6, rudimentos de la “civilización”. Pero, dejando en prudente paréntesis la conjetura freudiana del “asesinato del padre primitivo” y el “banquete totémico”, sugiero en cambio atribuir a la cuestionada 7 “revolución agrícola” como el hito necesario y suficiente de ese viraje decisivo de la humanidad. Y así, acordando que para nuestros antepasados “cazadores recolectores” la subsistencia dependía de la mera contingencia, resulta razonable adjudicar al sedentarismo y sus secuelas los novedosos sistemas de convivencia emergentes de esa revolución. De este modo, el exponencial crecimiento poblacional y la necesidad de administrar las cambiantes fluctuaciones de la producción de bienes a gran escala, encontró en la invención de la escritura el oportuno y prodigioso dispositivo para relevar de su función a la recargada e imposible memoria; y poder documentar en forma material y duradera la diversidad de actividades humanas que demandaba el nuevo sistema de vida.

Aparecen así los rudimentarios códigos de justicia, los grandes relatos mitológicos y religiosos; y hasta la disciplina histórica basada en documentos empieza a reemplazar las conjeturales “construcciones” de la prehistoria. Y de esos entrañables “manuales de historia” escolares aún recuerdo las enseñanzas acerca del portentoso legado civilizatorio que nos dejó ese prolongado período de la Antigüedad, extendido a lo largo de varios miles de años y que culminan en el 476 de nuestra era con la caída del Imperio Romano de Occidente.

Los cimientos del Estado, el derecho, la filosofía, las artes, las ciencias, y las religiones modernas son apenas una somera enumeración del grandioso patrimonio sociocultural que los simultáneos y/o sucesivos imperios de esa antigüedad dejaron como producto de sus asombrosas gestas.

El siguiente período histórico denominado Edad Media fue calificado como “la noche de la historia”; calificación que alude al “oscurantismo” extendido a lo largo de esos apagados 1000 años de obligada cosmovisión cristiana en todas las dimensiones de la vida humana. Los “libros sagrados” eran las únicas fuentes de todo saber; y ese saber era propiedad e interpretación exclusiva de las rígidas jerarquías del clero que ejercían el monopolio absoluto de sus enseñanzas y su interpretación. El Papa Romano ungía y legitimaba los reinos. Y estos se organizaban en el sistema feudal de producción donde los vasallos que trabajaban la tierra pagaban los tributos al señor feudal, dueño de ella por concesión divina. En esa estrechez cultural se desenvolvían las vidas personales que estaban regidas hasta en su intimidad por la torturante alternativa entre el inalcanzable cielo y el aterrador infierno: Dios y el Diablo se disputaban fieramente las padecientes almas humanas. El fuego de la hoguera era la mortal respuesta a toda duda o pregunta impertinente. Las arrasadoras pestes eran entendidas como las aleccionadoras réplicas del cielo a las herejías. Si bien la actividad artesanal fue adquiriendo creciente peso, participar como soldados de las guerras entre reinos y feudos, o formar parte de las “cruzadas” para recuperar el Santo Sepulcro en manos de los musulmanes, eran las escasas alternativas posibles para el transcurrir de los habitantes de esa época. Mientras tanto, en ese mismo escenario temporal y en geografías próximas, los seguidores de Mahoma crecían, se expandían y prosperaban, rescatando y conservando gran parte del patrimonio cultural heredado de la Antigüedad.

En las postrimerías de esa Edad Media aparecieron abundantes luces que anunciaban lo que sería la exuberante conmoción del Renacimiento y su continuidad imparable de progresos que se vislumbraban en ese horizonte de la Edad Moderna. El hito que destaco como punto de inflexión fue la invención de la imprenta, en 1440, por parte de Johannes Gutemberg. Este maravilloso artefacto no solo abrió el paso a la legitimación de las “lenguas romances” de las que las poblaciones ya eran habituales usuarias sino que, a mi juicio, hizo de ese invento el resorte decisivo de cambio al diluir el monopolio de la lectura de la Biblia; y multiplicar y diversificar sus lectores.

Producto de esa diversificación, aparecieron en el siglo siguiente los cismas que derivaron en los “protestantismos” y sustrajeron a la Iglesia Romana la exclusividad absoluta del saber sobre la ciencia, el arte y las almas; cierto que al indeseable precio de ominosas conjuras, sangrientas guerras y masivas matanzas. En las ciencias, Nicolás Copérnico y Galileo Galilei –esquivando ese saber– se animan a desandar la visión “geocéntrica” del universo reemplazándola por la teoría “heliocéntrica”, resignando a nuestro planeta a orbitar modestamente alrededor del sol como un satélite más. El evento mereció por parte de S. Freud (1917) el calificativo de primera herida narcisista de la humanidad. Ese aflojamiento del egocentrismo (narcisismo) propio del monolítico corset “celestial” consigue además descentrar los puntos gravitacionales de la mentalidad de la época a favor de una concepción más “terrenal” del hombre. Dimensiones como “infinito”, “eternidad” o “sentimiento oceánico” fueron desplazadas o empezaron a convivir con las dimensiones seculares del tiempo y el espacio. Esta mentalidad recibió el contundente impulso de los filósofos de la época que hicieron pie en el basamento de la razón o en el empirismo como legitimación de todo conocimiento. Fue un contrapunto complementario que debemos, entre muchos otros, a René Descartes y Francis Bacon, respectivamente, y que Immanuel Kant superará con su Crítica a la Razón Pura. Con estos cimientos básicos del pensamiento se va edificando no solo la mentalidad de nuestro tiempo sino la ciencia moderna. Como nombre emblemático en ese tópico elijo recordar a Isaac Newton, quien logra transcribir en una fórmula matemática la ley de la gravedad, inspirado en la distraída, cotidiana y banal caída de una manzana del árbol. Su ecuación no solo explica el equilibrio gravitacional entre los astros sino inaugura además la rama mecánica de la física moderna a la que debemos las alucinantes maravillas tecnológicas que conforman gran parte de nuestro confort contemporáneo.

Con ese renovado respaldo de las ciencias y el ingenio humano estimulado por ellas, la invención del telar mecánico y del motor a vapor introducen a la humanidad en la Revolución Industrial. Acontecimiento consustancial con el capitalismo como forma de producción y en consonancia con las ideas liberales proclamadas en la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” por la Revolución Francesa; sucesos que nos lanzan, según lo convencionalmente admitido, en la Edad Contemporánea.

Sin embargo, con cierta anticipación, y en el clima cultural de la Ilustración, en América del Norte ya se había proclamado la Constitución republicana de los Estados Unidos. Aún un siglo antes la “Revolución gloriosa” en Inglaterra consagraba, a través de los postulados de John Locke (1689) y luego del Barón de Montesquieu (1748), la división de los poderes del Estado; de indiscutible trascendencia en tanto sustenta el resguardo de los ciudadanos ante los posibles abusos de esos poderes. Y así, el rumbo de la humanidad da un paso más en el afianzamiento de la centralidad del hombre y sus potencialidades creativas a expensas del poder declinante de las monarquías absolutistas avaladas por la voluntad celestial. Voluntad celestial que recibe otro revés cuando Ch. Darwin (1859) publica “El origen de las especies”,8 y el hombre debe resignar una vez más su egocentrismo –Freud lo denomina la segunda herida narcisista de la humanidad– al dejar de pertenecer al excelso círculo de la “creación divina” y pasar a formar parte del reino animal.

En su progresivo avance, la Revolución Industrial demanda una innumerable variedad de oficios y roles laborales que este insaciable sistema productivo requiere. El hombre multiplica así sus alternativas laborales, y la mujer se incluye en este sistema haciéndose visible a los ojos del mundo y adquiriendo peso y mayores cuotas de protagonismo en múltiples y variados roles de la sociedad. La “competitividad” individual inherente al sistema capitalista alentó la incontenible carrera tecnológica, cuyos beneficios en la vida cotidiana y en los adelantos de la medicina aumentaron en forma hiperbólica la calidad de vida de grandes poblaciones. Carrera tecnológica que, en siniestro contraste, produjo una destructividad de eficacia inédita en las guerras que asolaron el siglo pasado y mantienen aún una amenaza latente a la escalofriante escala de la extinción misma de nuestra especie.

Los beneficios del progreso no están equitativamente distribuidos en el planeta. Para desentrañar los múltiples e intrincados recovecos que intentan explicar y acaso remediar tal iniquidad, convendría recurrir a los estudiosos de la historia, la sociología y las ciencias políticas. Lo que sí creo pertinente al propósito que guía este escrito es compartir las conjeturas que pretenden relacionar el contexto sociocultural y económico propicio a la creación del psicoanálisis, su práctica y su difusión; en tanto esta disciplina, al focalizar su atención en la subjetividad y en los padecimientos del individuo, produce un nuevo y trascendental vuelco en la evolución humana.

El psicoanálisis nació y se desarrolló en la próspera y liberal burguesía del imperio austrohúngaro9 en el recodo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX; y se expandió rápidamente en sociedades que compartían –en más o en menos– esas características. La creciente secularización y la consecuente consolidación del pensamiento científico por una parte y la declinación de las miserias sociales por la otra permitieron la aparición en primer plano de otros “problemas de la vida”, más íntimos o personales.

Para expresarlo en forma más cruda y directa: cuando las urgencias del hambre se mitigan, emerge el amplio repertorio de los inevitables sinsabores de nuestra existencia. Entre éstos resaltaron los temas del amor y del sexo, no siempre visibles ni explícitos en tanto enmascarados por los síntomas. En el camino de desenmascararlos, esta joven disciplina se topa con obstáculos; obstáculos “inconscientes” que obligan a redimensionar la mente y desplazar de su centralidad a la consciencia; y así se constata una nueva instancia en el destronamiento del egocentrismo, a la que Freud denomina la tercera herida al narcisismo de la Humanidad. También, arriesgaría proponer una cuarta herida al narcisismo que atribuyo a las contribuciones de los psicoanalistas que fueron influenciados por las ideas de Enrique Pichon Rivière; ellos, entre quienes me incluyo, sostienen que la conducta del hombre no solo responde a los determinismos inconscientes, sino además está sujeta al presente “campo dinámico” social (Lewin, K., 1958).

Más allá de la originalidad del abordaje meramente terapéutico de la disciplina, la atención en el inconsciente y el consecuente reconocimiento de la “subjetividad” brindaron una visión tan novedosa de lo humano que repercutió en forma explosiva y de trascendencia gigantesca en la mayor parte de las manifestaciones de la vida cultural de Occidente. Esa subjetividad se va a expresar e imponer su impronta en la mayoría de los productos culturales de modo tal que se puede afirmar que el psicoanálisis en esa dimensión resultó ser una de las marcas que definen al siglo XX. Retornando entonces a los contextos favorables al crecimiento y expansión de esta disciplina hay otra evidencia insoslayable de la relación de esta con el contexto y que se registra a simple vista cuando, recorriendo el mapa del planeta, se observa que el psicoanálisis sólo se desarrolló y expandió en el concierto de las naciones prósperas y razonablemente respetuosas de las leyes, sin los férreos encorsetamientos religiosos o ideológicos. En cambio, se hace ostensible que no pudo ni puede arraigarse en los países bajo sistemas autoritarios de gobiernos ideológicamente dogmáticos o regidos por fundamentalismos religiosos.

Catapultado ya en las últimas décadas del siglo XX, y transitando las primeras del siguiente, no encuentro mejor forma de excusarme una vez más por el sesgo personal de mi visión que reproducir en forma textual las palabras de S. Sweig (op. cit., p. 451): “Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”.

Las dos guerras mundiales del siglo XX dejaron una supurante cicatriz, imposible de soslayar en el nivel de la calamitosa degradación en que se sumió a la civilización, y de consecuencias aún más imprevisibles para el futuro de la humanidad. Mostraron la cara más terrorífica de la que se esperaba como la “promisoria” era tecnológica y se instaló la entendible sospecha de la escasa confiabilidad que goza la sensatez de los líderes que manejan sus palancas. Pero, en drástico contraste, esa misma era tecnológica también fue promisoria y, con su infinita inventiva, condujo a límites impensados las metas de seguridad, eficiencia y confort que persiguen; incrementando en forma inimaginable los más sofisticados artefactos para colmar en forma masiva no solo las necesidades básicas sino además las múltiples ofertas de recreación espiritual. Las comunicaciones son actualmente instantáneas. El transporte encogió en modo notable el globo terráqueo. Las artes –insumo nodal de esa recreación– encontraron nuevos canales de expresión como la radio, el cine y la televisión, que derramaron en forma masiva a todos los rincones del mundo sus manifestaciones. El mundo digital revolucionó la mayoría de las actividades humanas y logró los prodigios antes solo atribuidos a la “lámpara maravillosa de Aladino”. La medicina produjo increíbles hazañas para amortiguar los dolores, abordar múltiples padecimientos y prolongar la vida útil de las personas. La mujer no solo se hizo visible sino que amplió en forma notable su presencia y competitividad en la mayor parte de las múltiples actividades del quehacer humano. Apretado inventario de los logros que la potencia de la creatividad humana, respaldado en el prolífico desarrollo científico de la modernidad, consiguió de la mano del imperfecto capitalismo. De la infinidad de nombres resonantes de la era –además de Sigmund Freud– mencionaría a Albert Einstein, Karl Marx, Paul Sartre, Karl Popper, Alan Turing, James Watson y Francis Crick, entre muchísimos otros.

En el contexto de la consabida puja entre el cambio y la resistencia al cambio, estas adquisiciones de la civilización basadas en la racionalidad, la ciencia y aceptables sistemas de convivencia, no solo se ven hostilmente amenazadas por aquellas geografías rezagadas o directamente reacias a esos logros y valores, sino que son jaqueadas en las propias entrañas de las regiones que las disfrutan. La “posmodernidad” es una de esas expresiones salientes de este fenómeno en el mundo intelectual, así como la ruidosa militancia ideológica “antiglobalización”, y otros múltiples disconformismos a nivel colectivo que el sistema liberal en su esencia garantiza manifestar.

Ahora bien, seguridad, eficiencia y confort en la dimensión colectiva no asegura en el individuo su dicha ni le impiden experimentar sus propios padecimientos. Padecimiento es una generalización en que englobo toda la paleta de infortunios que el psicoanálisis pudo desentrañar, buceando en los sótanos de las más diversas fachadas psicopatológicas; infortunios o “condiciones o peripecias de la vida” personal que definen el objeto específico de esta disciplina científica. Y el hecho de atender ese ámbito de lo humano constituye un renovado hito de progreso en el inacabable devenir civilizatorio.

III. El padecimiento humano

Repetidas veces he tenido que escuchar de mis enfermos, tras prometerles yo curación o alivio mediante la cura catártica, esta objeción: “Ud. mismo lo dice; es probable que mi sufrimiento se entrame con las condiciones y peripecias de mi vida: Ud. nada puede cambiar en ellas, y entonces, ¿de qué modo pretende socorrerme?”. A ello he podido responder: “no dudo que al destino le resultaría más fácil que a mí librarlo de su padecer. Pero Ud. se convencería de que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida Ud. podrá defenderse mejor de este último.

Freud, 1895, p. 309, T. II

Esta humilde justificación de Freud encierra a mi juicio varios temas claves dignos de ser puntualizados, en tanto fueron deslindando la naciente ciencia psicoanalítica de su cuna en la medicina tradicional y la convirtieron en una novedosa y original disciplina, aunque difícil de clasificar en el espectro epistemológico.

Primero: detrás de los síntomas no se halla lesión celular ni tisular alguna; indicadores etiológicos que cuando se detectan suelen ser el primer eslabón de la cadena que conduce a los síntomas, secuencia que en la doctrina médica se denomina “etiopatogenia”.

Segundo: ante esa ausencia de lesiones orgánicas define al “objeto” del psicoanálisis que designa como “infortunio ordinario” derivado de las “condiciones y peripecias de la vida”; justamente una categoría afín a la “dramática” pero ardua de sistematizar en las ciencias positivas.

Tercero: una vez identificadas sus penurias, es el mismo paciente quien –si no las deja libradas al azaroso “destino”– puede abordarlas e incluso hasta modificarlas, con lo cual tienta al paciente a comprometerse en el proceso de la cura.

Respecto de la primera clave, el viaje de estudios a Francia del joven neurólogo Freud le deparó dos decisivas conclusiones respecto de la sintomatología histérica. La primera de ellas surgió de las espectaculares “clases de los martes” del prestigioso catedrático Jean Martin Charcot, en la Salpetrière de París. Ahí fue testigo presencial de los impresionantes cuadros sintomáticos “aparentemente” neurológicos que desaparecían como por “arte de magia” bajo el efecto de la hipnosis; conclusión que inspiró su “Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas” (Freud, S., 1893). Artículo en el que afirma la falta de correspondencia entre el síntoma histérico y las metámeras de la médula espinal; y, en cambio, levanta la sospecha de que el síntoma podría contener encriptado algún mensaje susceptible de ser descifrado. La segunda conclusión partió de su encuentro en Nancy con Hyppolite Bernheim, otro encumbrado estudioso de la sugestión y la hipnosis. De este maestro aprendió acerca del “fenómeno poshipnótico”, que consiste en esforzar a un sujeto a recordar –una vez despierto– una orden recibida bajo el trance hipnótico. De esta conclusión se originó la convicción de que las conductas humanas no se guían solo por determinismos conscientes y –no es menor– que las amnesias pueden ser revertidas; lo cual conduce a preguntarse en qué lugar del psiquismo se alojaba ese recuerdo y a reconocer consecuentemente una estratificación de la mente humana, germen de la formulación del inconsciente.

A estas dos conclusiones se le agrega una tercera proveniente de su colaboración con Josef Breuer, creador el método “catártico”; conclusión que produjo un drástico cambio en los principios del abordaje de los trastornos psicológicos. Se trata que de la consigna principal en la doctrina médica de perseguir el objetivo “supresivo” del síntoma, se pasó a la consigna de “interrogarlo”, a fin de descifrar ese –antes mencionado– mensaje oculto; “decisión metodológica” que, a mi juicio, define a la indagación como el eje central y el denominador común del método psicoanalítico.

Respecto a la segunda clave acerca del objeto de la ciencia psicoanalítica expongo mi diferencia con una parte de los psicoanalistas para quienes el objeto del psicoanálisis es el desciframiento del inconsciente. Entiendo, en cambio, que tal objeto es atender el vasto abanico de los inevitables “infortunios” personales para lo cual el operador psicoanalítico recurre a las variadas herramientas que provee “la teoría de la técnica”; y admito que el desciframiento es una de esas herramientas, aunque no la única. Concedo también que hasta 1915 la teoría y la técnica analítica giraban en torno de la “represión”, que respondía a una psicopatología acorde con la atmósfera ambiental represiva dominante (Freud, S., 1908).

Pero a partir de la segunda década de ese siglo, la cultura europea y mundial sufrieron grandes convulsiones que derivaron en drásticos cambios en la esfera de los valores éticos y estéticos del “imaginario” social que repercutieron necesariamente en las subjetividades de las personas. Y esos cambios se reflejaron asimismo en los padecimientos que exigieron introducir innovaciones teóricas y técnicas en la joven la disciplina. Entonces comienza a prevalecer el “masoquismo primario”, el “instinto de muerte” y una amplia gama de diferentes “mecanismos de defensa” de las neurosis más allá de la “represión”; a la que se agrega luego la “negación”, “escisión y desmentida”, como mecanismos para patologías más severas.

Podría arriesgar una vaga generalización afirmando que se pasó de una psicopatología de la “represión” a una más matizada por el escepticismo y las “inconsistencias”. Pero mi insistencia en este tópico apunta a despejar del rol del analista cierta resonancia “oracular” heredada de la práctica de la hipnosis. En mi opinión, en cambio, el analista puede ayudar a un paciente porque comparte con él su misma sustancia mental conflictiva; y por esa razón puede “empatizar”, entendido el término en el sentido de “contratransferencia concordante” de Racker (1960); y en un paso de distanciamiento elaborar una respuesta interpretativa basado en esa repercusión empática, integrada a la “historia” del paciente y a la demanda de su padecer actual. La imprescindible asimetría del dispositivo analítico no provendría entonces de la supuesta superioridad de esa “palabra del oráculo” sino del propio encuadre en tanto prestación asistencial que instituye per se los roles verticales de demandante y proveedor.

La tercera clave revela otra característica diferencial exclusiva de la terapia psicoanalítica y nuevamente contrastante de los cánones de la medicina tradicional; característica que hace al paciente mismo protagonista activo en la tarea de su cura en tanto la “egodistonía” lo empuja a explorarse, ejerciendo así una “introspección crítica” de sus propias “condiciones y peripecias de su vida”. Ni hablar del efecto terapéutico adicional debido al hecho mismo de dedicar en forma regular cincuenta minutos del tiempo a una sincera introspección; una pausa reflexiva en medio de los demandantes ajetreos de toda vida.

A esta altura, cabría ensayar algunas precisiones en relación al uso deliberadamente laxo del abarcativo término “padecimiento” en tanto engloba en forma indistinta categorías médicas, psicopatológicas y coloquiales.

Atendiendo a la textura biopsicosocial que caracteriza al ser humano, la medicina tradicional aborda el padecimiento mayormente en su costado biológico; y la psiquiatría clásica funciona en consonancia a esos principios, aunque es necesario reconocer que la psiquiatría contemporánea no solo está informada del psicoanálisis y otros abordajes psicológicos, sino que cuenta además con un arsenal terapéutico sorprendentemente eficaz gracias al avance de la ciencia bioquímica y los modernos y precisos estudios de cerebro. Eficacia supresiva acorde a los preceptos de la medicina.

En cuanto a las “neurosis, psicosis y caracteropatías” se alude a una sistematización psicopatológica muy general; psicopatología que, por otra parte, se fue haciendo cada vez más amplia y precisa a medida que se fueron agregando y refinando nuevas categorías elaboradas por las contribuciones de destacados psicoanalistas posfreudianos. Las psicopatologías psicoanalíticas modeladas por las psicopatologías psiquiátricas constituyen un enfoque más bien teórico solo orientador para la “clínica”, la cual en el consultorio real no se atiene puntualmente a esos cuadros. Por eso vale la pena reconocer el esfuerzo sistematizador de David Liberman (1970; Arbiser, S., 2008) quien, partiendo del estudio del “diálogo analítico” mismo, recurriendo a la teoría de la comunicación, la semiótica y la lingüística, pretende dar cuenta de una clínica real, tal cual se presenta en los consultorios. A estos concurren personas que presentan cada una su propio heterogéneo mapa psíquico; y, desbrozando los distintos componentes de ese mapa, se busca abordar esa singularidad que hace única a cada persona incluso en su padecer.

En cambio el uso del término “infortunio ordinario”10 (de la traducción al español actualmente más difundida de las Obras completas de Freud) es coloquial y abarca el amplio espectro de los inevitables conflictos corrientes que matizan la vida de las personas en sus variados contextos. Ahí se incluyen el inagotable conjunto de las querellas interpersonales en la vida familiar, laboral o social; y todo un inacabable inventario de penurias individuales. En la sección “Temas clínicos” de mi libro (Arbiser S., 2013), en la exposición de cada caso hay un intento de correlacionar las sintomatologías a esas vicisitudes reales o conjeturales de sus respectivas historias de vida. Redundo, los inevitables “infortunios” personales que, como imperfectos seres humanos padecemos en la imperfecta realidad más allá de las metas de la seguridad, eficiencia y confort holgadamente alcanzadas por el progreso; o, a veces, precisamente porque una vez satisfechas nos desnudan las otras, en especial, una incompletud insaciable. La mera observación en nuestro derredor nos provee sobrados ejemplos en que la acumulación de poder, bienes o fama nunca son suficientes. O, en el terreno más íntimo del amor y la sexualidad, una consecución aceptable tampoco alcanza en tanto anida en el ser humano la convencida expectativa de una posible satisfacción “absoluta” que suele buscarse a través de drogas, “manuales”, “juguetes”, el “poliamor”, u otros múltiples imaginativos recursos11.

En estas, como en muchas otras esferas de nuestra existencia nos cuesta prescindir de la creencia en una posible perfección totalizadora. ¿Esta afirmación significa acaso que debemos refugiarnos en el conformismo del “Más vale pájaro en mano que cien volando”? ¿Ante la alternativa entre el “conformismo complaciente” o la “insaciabilidad”, cabría alguna “orientación de vida” que sepa guiarnos por un sabio desfiladero que nos evite caer en esas polaridades antagónicas? ¿Se puede abrigar además una flexibilidad tal que, aunque nos precipitemos en uno u otro polo, podamos rescatarnos? Me apresuro a descartar toda pretensión de plantear una “orientación de vida”, más allá de alentar la tolerancia a la incertidumbre de las preguntas sin respuestas. Las respuestas clausuran... y las preguntas abren…

Concluyo este escrito –casi un indeliberado “elogio a la imperfección”– con la expectativa de haber podido trasmitir la crucial significación de la intrincación mutua y constitutiva entre la viabilidad de nuestra especie y la realidad humana construida por ella, y el papel central que juega el psiquismo en tanto dispositivo que posibilita tal intrincación. Psiquismo como un órgano virtual altamente especializado y por ello superlativamente vulnerable, cuya infinita capacidad de abstracción le permite crear y adaptarnos mejor o peor a lo creado; y cuya facultad de autoconciencia nos expone a experimentar un extenso repertorio, tanto de satisfacciones como de penurias. Matices de la subjetividad que la disciplina psicoanalítica tomó a su cargo abordar, explorar y mitigar, sostenida en un vigoroso cuerpo conceptual imperfecto, también dinamizado por un proceso de asintótica perfectibilidad.

Bibliografía

Arbiser, S. (1989). Resistencia y resistencia al cambio. Psicoanálisis, APdeBA, Vol. XI, n. 3, Buenos Aires.

———— (2008). El legado de David Liberman. Psicoanálisis, APdeBA, Vol. XXX, n. 1, Buenos Aires.

———— (2017a). Enrique Pichon Rivière’s conception of reality, in Psychoanalysis, International Journal of Psychoanalysis. Vol. 98, n. 1, London.

———— (2017d). Le versant psychosocial de la psychoanalyse argentine. Revue Française de Psychoanalyse. T. LXXXI, Paris.

———— (2017c). El Edipo desde la perspectiva psicosocial. Psicoanálisis, APdeBA. Buenos Aires.

———— (2018a) . Desamparo y crianza. www.tend.uy.

———— (2018b). La vertiente psicosocial del psicoanálisis argentino. Revista de Psicoanálisis, APA, T. LXXV, n. 1 y 2, Marzo 2018.

Bleger, J. (1963). Psicología de la conducta. Buenos Aires: Eudeba.

Casullo, N., compilador y prólogo (1991). La remoción de lo moderno. Prólogo: Viena y Mitteleuropa: resplandores del ocaso. Buenos Aires: Nueva Visión.

Darwin, Ch. (1859). El origen de las especies. Buenos Aires: Austral, 1998.

Freud, S. (1893). Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas. Obras Completas, T. I, Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1895). Sobre psicoterapia de la histeria. Obras Completas, T. III. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1908). La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna. Obras Completas, T. IX. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1912/3). Totem y tabú. Obras Completas, T. XIII. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1917). Una dificultad del psicoanálisis. Obras Completas, T. XVII. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1923). El yo y el ello. Obras Completas, T. XIX. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1926). Inhibición, síntoma y angustia. Obras Completas, T. XX. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1930). Malestar en la cultura. Obras Completas, T. XXI. Buenos Aires: Amorrortu.

———— (1932). ¿Por qué la guerra? Obras Completas, T. XXII. Buenos Aires: Amorrortu.

Harari, Y. N. (2017, 8ª ed.). De animales a dioses. Buenos Aires: Debate.

Jablonka, E. y Lamb, M. J. (2013). Evolución en cuatro dimensiones… Buenos Aires: Capital Intelectual.

Leakey, R. (1981). La formación de la humanidad. España: Del Serbal.

———— (2000). El origen de la humanidad. España: Debate.

Lewin, K. (1958). Teoría del Campo y experimentación en psicología social. Cuaderno 10, Universidad de Buenos Aires.

Liberman, D. (1970). Lingüística, interacción comunicativa y proceso psicoanalítico. Buenos Aires: Galerna.

Locke, J. (1689). Segundo tratado sobre el gobierno civil, citado por Zschirnt, Ch., en Libros: lo que hay que leer. Buenos Aires: Alfaguara, 2004.

Montesquieu, Baron de (1748). El espíritu de las leyes, citado por Zschirnt, Ch., en Libros: lo que hay que leer. Buenos Aires: Alfaguara, 2004.

Racker, H. (1960). Estudios sobre técnica Psicoanalítica. Buenos Aires: Paidós.

Reeves, H.; de Rosnay, J.; Coppens, Y., Simonnet, D. (1997). La historia más bella del mundo. Santiago de Chile: Andrés Bello.

Zweig, S. (1942). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado.

Resumen

El autor propone una reflexión en una perspectiva Avance que si bien brinda seguridad, eficiencia y confort no hace más que poner en evidencia el irreductible padecimiento que el psicoanálisis atiende e intenta mitigar. Fiel a la perspectiva propuesta, hace un recorrido evolutivo del hombre y de los hitos más visibles que nos lanzaron a la muy variada realidad humana actual.

1 Para aclarar: “dramática” es el género literario donde se representan los diversos conflictos del hombre consigo mismo y con su entorno, tanto los eternos como los cotidianos del hombre.

2 De acá en adelante los términos en cursiva pretenden destacar la relevancia que les atribuye el autor.

3 Me refiero al psiquismo del Homo sapiens moderno, adelantándome a la justa objeción de muchos prestigiosos estudiosos que reconocen la existencia de psiquismo e incluso inteligencia, sociabilidad y hasta algunas picardías (humanas) en el mundo animal; pero para zanjar en forma expeditiva dicha objeción respondo toscamente que me cuesta imaginar a estos parientes biológicos conduciendo un automóvil o manejando una computadora.

4 Acerca de este tópico me extiendo en un trabajo previo (Arbiser, S., 2018a) en que destaco la mutua implicación entre el desamparo y la crianza.

5 En antropología se explica la incompatibilidad entre el tamaño de la cabeza del feto “idealmente” terminado (22 meses de gestación) y una dimensión de las caderas compatible con la ya adquirida bipedestación, por lo cual el vivíparo humano debe anticipar su nacimiento a los nueves meses de gestación.

6 Las religiones en forma universal, como autoridad incuestionable encima de los humanos, se comprometen como mínimo a la prohibición de matar al prójimo y al mandato exogámico, habida cuenta de que nuestra especie carece de la regulación biológica del “celo”, propia de la mayoría de los demás mamíferos.

7 Yuval Noah Harari denomina “el mayor fraude de la historia” a la revolución agrícola de hace 10.000 años. Atento a la sideral distancia entre su expertise en historia y mis apenas voluntariosas reflexiones, no dejo de preguntarme, sin embargo, acerca de su imprudente trasladado del “juicio de valor” actual a épocas tan remotas.

8