Él habla en el silencio - Guille Félix - E-Book

Él habla en el silencio E-Book

Guille Félix

0,0

Beschreibung

La primera novela de Guille Félix es una estudiantina de seminaristas. Como toda estudiantina, es superficial y atractivamente pop. Incluso en su opacidad, no deja de brillar. Nada hay de banal en la vida de estos seminaristas del siglo XXI que miran El diablo viste a la moda a escondidas. Gran parte de la novela está en el secreto. La vocación es secreta, las relaciones son secretas. Cruzada por férreas leyes que tienden a asfixiar, la frescura de Él habla en el silencio está en los climas y en la mirada tierna y compasiva que nos descubren un mundo autónomo, como si fuera otra civilización a la vez radicalmente actual y al mismo tiempo anclada profundamente en una tradición milenaria.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 225

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

 

ÉL HABLA EN EL SILENCIO

 

 

GUILLE FÉLIX

 

 

 

Índice de contenido

Cubierta

Portada

Epígrafe

Cuaresma

uno

dos

tres

cuatro

cinco

seis

siete

ocho

nueve

diez

once

doce

trece

catorce

quince

Semana Santa.

dieciséis

diecisiete

dieciocho

Tiempo de Pascua.

diecinueve

veinte

veintiuno

veintidós

veintitrés

veinticuatro

veinticinco

veintiséis

veintisiete

Tiempo Ordinario.

veintiocho

veintinueve

treinta

treinta y uno

treinta y dos

treinta y tres

treinta y cuatro

treinta y cinco

treinta y seis

treinta y siete

treinta y ocho

treinta y nueve

cuarenta

cuarenta y uno

cuarenta y dos

Adviento.

cuarenta y tres

cuarenta y cuatro

cuarenta y cinco

cuarenta y seis

cuarenta y siete

Sobre el autor

Créditos

Hitos

Tabla de contenidos

En las cosas muy secretas

debemos tener poca compañía

Dante Alighieri

Cuaresma

uno.

Desde ayer siento un leve zumbido en el oído y me cuesta pensar.

En el día no hago más que ir de allá para acá. Leo algunos folletos que encontré en el cajón de la mesa de luz. Juego con el aire acondicionado y con los controles de las cortinas, que bajan y suben con sólo apretar un botón. Me doy cuatro baños por día, como para distraerme. El agua cae pesada y uniforme. Miro al techo y memorizo de él cada una de sus grietas. Estoy convencido de que si alguien me preguntara por ellas en unos días podría dibujarlas a la perfección hasta con los ojos vendados. Entrecierro los ojos y dibujo con mis dedos la silueta de la sombra que proyecta la lámpara, una bola de vidrio colgante que se mece con el frío que sale del aire acondicionado.

Estoy poco fuera de mi cuarto. No porque lo tenga prohibido, es que no sabría qué hacer. A veces me siento en el jardín. Llevo mi cuaderno y lo abro. Adentro hay una cartulina mal cortada con la frase El Ruido no hace bien, el bien no hace ruido. Cierro el cuaderno. Me prendo un cigarrillo.

A veces entro al comedor y de la mesita de la merienda agarro un saquito de té. Prendo la pava eléctrica. El ruido del agua en ebullición llena el lugar. Espero que la luz se apague. Sirvo el agua en un vaso de telgopor, pongo el saquito de té, algo de azúcar y revuelvo con una cuchara de plástico. Le doy un sorbo y está hirviendo. Siempre está hirviendo. Me quema la lengua, que se siente rugosa durante gran parte del día. Nunca tengo la paciencia suficiente para esperar a que el té se enfríe y lo tiro en la bacha del baño. El cesto de la basura acumula ya decenas de vasos de telgopor.

 

Otras veces me siento en un banco y veo a la gente pasar. Es que no soy el único en este lugar, claro, pero no sé nada sobre los que me acompañan. Hay uno que parece ser el mayor, no de edad sino de jerarquía. Se nota en su porte, aunque camine medio desgarbado y la ropa le quede más grande, supongo que a propósito. Está el que parece ser el menor, de edad y de jerarquía. Siempre tiene su camisa a cuadros perfectamente planchada, pantalón caqui y mocasines de gamuza. Los anteojos se le deslizan por la nariz y él los acomoda arrugando la cara. Otro se pasea derecho, con mirada severa, con un anotador bajo el brazo. Hay varios de esos, normales, corrientes, de todas las edades. Los que me llaman la atención son otros. Hay un grupo de cinco que a simple vista son todos iguales. Quizá es que siempre caminan lejos y yo trato de correrles la mirada, pero si me piden que los diferencie no podría hacerlo, no como las grietas en el techo. Todos son muy altos, atléticos, de rubios a castaños, ojos verdes o celestes, con la cara suave como si no necesitaran afeitarse, las cejas impecables y sin un rastro de acné. Son los únicos que visten largas sotanas hasta el piso y el pelo engominado de tal manera que parece rígido como un casco. Sus zapatos sobresalen por debajo de su sotana, negros, puntiagudos y brillosos. Caminan juntos, uno al lado del otro, en silencio. Se sientan juntos en las comidas y en el jardín a la hora de la siesta. En algunos momentos del día se los puede ver a lo lejos corriendo, de a uno. Dan la vuelta al predio, pasan por delante del monolito, se persignan y siguen su camino. Están uniformados también al correr, completamente de blanco, con algunas rayas amarillas en su ropa y medias altas hasta las rodillas. El pelo sigue rígido aun en esa situación. Descubro que estoy un poco obsesionado con ellos. Con los engominados, digo. Así los llamo, los engominados. A ellos se los ve moldeados a medida, como en un laboratorio o en el taller de un alfarero. Yo soy como los otros, como los comunes y corrientes. Me paseo desgarbado, con algo de sombra de barba, el pelo sin acomodar, zapatillas con los cordones deshilachados, los ruedos agujereados bajo el talón. Soy una vasija que salió mal de principio y que alguien trató de arreglar. Una vasija que cumple su función pero que no tiene los detalles de terminación de las otras vasijas del estante. Una vasija a la que se da vuelta para que no se vean las grietas que tiene en un costado, que se pone en liquidación, en el estante más oculto. Lo cierto es que, vasija defectuosa o no, acá estoy. Estoy acá en este silencio que me hace pensar en que quizá no debería estar acá. Por ahí esa es la función del silencio después de todo.

dos.

Del silencio lo que más me cuesta es la noche. Pruebo escribir. No sé qué podría escribir, alguna especie de diario. Abro el cuaderno. El Ruido no hace bien, el bien no hace ruido. Lo cierro. Recorro el cuarto. Primero con la mirada, después con los pasos. Es un lindo lugar, una casa de retiros moderna de una congregación de monjes italianos, no debe tener más de diez años. Quién sabe quién paga estas cosas. Lo que sí sé es que alquilan una parte del predio para fiestas de quince y casamientos. Anoche se escuchaba música bailable y unas luces de colores se colaban entre los árboles del parque, como láseres. La habitación parece salida de un hotel cuatro estrellas pero sin los beneficios de un hotel. Tiene un baño individual con una ducha, nos cambian las toallas y sábanas regularmente y las almohadas parecen hechas de nube.

Algo extraño pasa en este lugar. La modernidad, el silencio y el lujo no pueden esconderlo. Cuando vuelvo a mi habitación después de la oración de cada noche las luces de las otras habitaciones, reflejadas en el pasto del parque, se van apagando de a una hasta que lo único que ilumina es la luna y los vitrales de la capilla, que tiritan a la luz de alguna vela que quedó encendida. Y en ese momento, si se mira con atención, se pueden ver unas figuras a lo lejos. Salen de diferentes puntos. Caminan sigilosas y en sintonía con el poco movimiento de la noche. Son figuras que se mecen como las casuarinas y como la luz de la vela artificial del Sagrario. Estas figuras desaparecen detrás de un árbol por unos segundos y luego se mueven rápidamente para desaparecer detrás de otro hasta llegar a la torre de agua, donde se desvanecen por completo. Primero pensé que eran amigos de la quinceañera escondidos para darse unos besos, pero pasó también cuando el quincho estaba apagado. Capaz debería avisarle a alguien, pero no sabría a quién. No tengo permitido hablar y lo que sucede no me parece tan grave como para arriesgarme.

Después de mucha deliberación interna hoy en el desayuno decidí que esta noche investigaré personalmente. No hay necesidad de molestar a nadie, ni al resto de los corrientes, ni a los engominados. Me voy a acercar lo suficiente para ver a las figuras pero no tanto como para que me maten. Veré quiénes son, o qué son. Veré qué quieren.

Paso el resto del día con la cabeza en las nubes. No escucho ninguna de las charlas y mi cuaderno de notas no es más que una colección de garabatos. Almuerzo haciendo también garabatos en el puré de papas que acompaña las milanesas. Al fin puedo hundirme en una gran siesta, en la que sueño que dibujo en la arena un espiral que nunca termina y que me va hipnotizando y metiendo cada vez más en el sueño. Despierto transpirado y diez minutos más tarde de lo que debería. Entro corriendo a una charla en la que un tipo alto explica algo que no termino de entender. Disfruto de las clases como de las comidas y las oraciones porque son los únicos momentos del día en los que escucho algo, más allá de mis propios pasos y los de los demás, arrastrándose por los interminables pasillos de la casa de retiros y el ruido de las hojas de algún libro que se corren con desgano. Pero la mayor parte del tiempo no presto atención, y las veces que presto no entiendo mucho. Todas las mañanas me despierto con la intención de tomar notas, de retener y reflexionar, pero nunca lo logro. Hago un mapa conceptual de tres elementos y luego me sumerjo en un sinfín de retratos mal hechos, dibujos de ojos, bocas y casas con chimenea y un humo gigante que tapa las palabras.

tres.

En la cena alguien lee. En todas las comidas alguien lee en voz alta algún libro elegido especialmente para la situación, una lectura en sintonía con los aprendizajes del día, que por supuesto yo no sé cuáles son. El que lee es el que creo que es el mayor, que sé que se llama Julián porque acaban de llamarlo así: Julián, leé. Lee pero no escucho. Nadie escucha, en realidad. Su voz se pierde entre los sorbos de la sopa de fideos cabello de ángel y el ruido de las cucharas contra los platos de porcelana. Los únicos interesados en la lectura son los superiores. Comen asintiendo, sonriendo, con cara de concentrados. A veces alguno me mira y yo lo miro y asiento, como si entendiera, como si tuviésemos un código especial que compartimos.

Al finalizar la cena tenemos un tiempo libre, que a esta altura suena más como un castigo que como un beneficio. Me prendo un cigarrillo y me acerco a una ronda en la que nadie pronuncia ni una palabra. Ahí están Julián y los otros que no sé cómo se llaman. El de mocasines, el del anotador. Exhalamos con intensidad, queriendo que esa bocanada de aire y humo se convierta en palabras. Yo les esquivo la mirada, pero ellos se miran fijo y gesticulan. Están hablando sin hablar. Como si tuviesen un código especial que comparten. La campana suena antes de lo que quisiéramos, apagamos los cigarrillos y caminamos hacia la capilla con la parsimonia con la que un empleado vuelve del almuerzo.

Terminamos el día rezando. Aún no conozco muy bien las oraciones, así que me quedo cerca de alguno y lo imito. Me paro cuando todos se paran, me siento cuando todos se sientan, me arrodillo cuando todos se arrodillan. Después del Amén los bancos de madera crujen y las suelas de los zapatos de vestir golpean el piso de mármol. Es hora de dormir y de lo que se llama El Silencio Mayor, como si pudiera haber un silencio aún mayor que el que sufro durante todo el día.

Cuando este momento llega las puertas se cierran una a una. Los pasos de los superiores atraviesan el pasillo de lado a lado hasta que también se encierran en sus cuartos a disfrutar de su wifi, su whisky, sus charlas y sus risas. Una vez instalado tengo que esperar a que todas las luces se apaguen. Las primeras son las que están en mi propio pasillo, las de los engominados. No pasan ni cinco minutos y se apagan al unísono y su proyección desaparece del pasto. Yo apago la mía, sospechando que el fenómeno no ocurrirá hasta que no lo haga. Presiono la cara contra el vidrio de mi ventana para ampliar mi umbral de visión. Una luz más desaparece. Sólo queda una.

Unos segundos después también desaparece esa. Me ilumina la luna y el temblar de los vitrales de la Capilla. No debería tardar en pasar. Cierro la cortina de tela dejando el blackout abierto y asomo un solo ojo por entre las telas. Recorro todo el panorama. Cada árbol, cada planta, cada rosal, cada monolito, la imagen de la Virgen de Fátima entre los limoneros. Me esfuerzo por ver el quincho, a lo lejos. Las luces del salón de fiestas.

Y en eso la veo.

Una figura oscura se asoma detrás de un árbol, mirando hacia donde estoy. Sé que está lejos, sé que no puede verme, que no puede escuchar mi respiración, pero empiezo a temblar del miedo y a tratar de regular el ritmo de las inhalaciones y exhalaciones. Cierro la cortina y me deslizo por la pared hasta el piso para recuperar el aliento. Voy a ir. Sí, voy a ir. Si Dios está de mi lado, ¿quién puede estar en mi contra? Me cambio la remera blanca por una negra. Me saco las zapatillas deportivas que usé todo el día, agarro los zapatos negros pero no me los pongo. Son más incómodos y ruidosos, pero al menos no están diseñados para ser vistos de lejos.

Abro la puerta y la cierro de inmediato.

 

Me apoyo en ella. Presiono la nuca contra el mapa de evacuación. Un pensamiento me invade. Es que estuve pensando en este plan todo el día pero dejé algo afuera. Algo que es un poco rebuscado pero que podría ser. Quizá no soy el único que los ve. Quizá alguno de los engominados, desvelado, abrió la cortina y vio ese espectáculo de sombras corriendo por el parque. Quizá él también está decidido a ver qué pasa. Quizá él sí le dijo a uno de los superiores, que está en este momento yendo a chequear, como una tormenta vestida de negro y sus zapatos lustradísimos reflejando la luz de la luna. Y quizá me lo cruzo. Y piensa que soy yo. Que siempre fui yo. Que yo soy el que corre por el parque cada noche, escondiéndome entre los árboles como un duende. Pienso en qué me podrían hacer si eso sucede. ¿Cómo se castiga en este lugar? Somos adultos. Estamos acá por voluntad propia. Estamos en silencio hace días. Porque queremos estarlo. A lo mejor será sólo un reto. Se me pedirá que no lo haga más y me mandarán a dormir.

Pero quizá la situación es aún peor, mucho peor que un reto.

Imagino esto: Uno de los engominados está desvelado y mira por la ventana. Uno de los engominados miró hace dos minutos ese mismo árbol que miré yo. Fijó los ojos en el exacto mismo lugar en el que los fijé yo. Y ahí no había nada. No había una sombra mirándolo. No había nada que lo hiciera temblar, que lo hiciera decidirse a ir a hablar con un superior o a encarar este asunto él mismo. Porque esa sombra que me miró, esa sombra que me hizo temblar, que me hizo cerrar la cortina y sacarme las zapatillas deportivas, esa sombra está únicamente en mi cabeza, agotada por los días de silencio, de oración y de penitencia.

Necesito saber la verdad.

Salgo de mi cuarto con los zapatos en la mano. Cierro la puerta muy despacio. Camino por el pasillo, mirando hacia ambos lados, inventando excusas en mi cabeza por si me cruzo con alguien. La noche está tan silenciosa que se oyen los grillos aunque estoy muy lejos todavía del exterior. Llego a esa parte que parece la entrada a un centro de convenciones. Es un gran salón desde donde se llega a todos los sectores de la casa. Una escalera de mármol lleva a las habitaciones del piso superior, que no conozco. Sobre ella, un Cristo enorme. Pero enorme de verdad. Cuelga del techo, en diagonal al piso, como si cayera sobre uno. Sus ojos parecen seguirme, suplicarme cosas. Al fondo, detrás de la escalera, el comedor y más allá de eso la cocina. Decido que salir por la puerta principal sería muy obvio. Las ventanas de los superiores apuntan a ese exacto lugar. Atravieso entonces la sala tratando de no mirar al Cristo suplicante, paso por el comedor y salgo por la puerta trasera de la cocina. Estoy afuera. Respiro y me pongo los zapatos. Me alejo lo más que puedo del edificio, sin mirar hacia atrás. Llego hasta un árbol, me paro detrás y vuelvo a respirar. Cuando era chico mi mamá me mandaba a la despensa de noche, o lo que yo creía en ese momento que era la noche. La despensa de los Rivarola quedaba en la misma cuadra que mi casa, pero para mí era lejísimos. Los hermanos Rivarola me daban miedo. Eran un hombre y una mujer en sus cuarentas y vivían juntos con su madre, que ya en ese momento tenía mil años. Recuerdo las manos de ella, enormes, hundiéndose en las galletitas con forma de animalitos, agarrando más confites que otra cosa. Había veces que en el camino a la despensa hacía el esfuerzo por imaginar que alguien o algo me perseguía. Dependiendo la época a veces era Jack el Destripador, otras el hombre de la bolsa, un alien o Quasimodo. Cuando este pensamiento inundaba mi cabeza mi respiración se volvía más pesada y caminaba rápido pero no tan rápido como para evidenciar que sabía que Jack el Destripador estaba detrás de mí. Porque si corría él me iba a correr. Y si él me corría estaba muerto. Entonces simplemente caminaba rápido, tropezándome con mis propios pies, con la certeza de que la mano de Jack el Destripador se estaba extendiendo poco a poco, de que sus pasos eran más grandes que los míos, de que estaba por agarrarme de la capucha del buzo de Oshkosh. Eso nunca sucedía, pero todas las noches cuando mi mamá me mandaba a buscar harina o pan rallado para las milanesas, Jack el Destripador volvía.

Tomo coraje y salgo de atrás del árbol. Corro al próximo. Y al próximo. Y al próximo. Me convierto, si es que alguien me está mirando, en una figura de la noche. Estoy a un rosal y a un pino de la torre de agua. Ya alcanzo a divisar mi ventana, que es la única que tiene el blackout abierto. Un último esfuerzo y llego al pino. Trato de escuchar, pero no se oye nada. Trato de ver, pero no se ve nada. Empiezo a rezar. Murmuro Amén y corro hacia la torre de agua.

Nada. Nada de nada. Nadie. Nada. No sé si sentirme feliz o triste, si ponerme nervioso o tranquilizarme. Miro hacia los vitrales de la capilla. El que representa la quinta estación del Vía Crucis es el que más brilla. El resto de las velas se fueron apagando. Sonrío. Definitivamente me siento más tranquilo. Sonrío pero no sé por qué. Dejo de sonreír cuando una mano fría cubre mi boca. Tiene gusto a cigarrillo, a tierra húmeda y un poco a óxido.

¿Qué hacés acá? me dice una voz muy cercana a mi oído, tan cercana como una boca puede estar al oído de alguien. Siento su aliento caliente sobre mi cara, el humo de un cigarro llega hasta mi nariz y me marea.

¿Quién te mandó? ¿Le dijiste a alguien?

Niego como puedo con la cabeza.

Soltalo, dice otra voz. No seas boludo.

La mano se separa de mi boca. Respiro y me doy vuelta.

Los susurros se van superponiendo a medida que las sombras se acercan a mí.

¡Juro que no le dije a nadie! susurro y grito a la vez. Mi voz se quiebra luego de no hablar por días.

¿Querés un cigarrillo?

Asiento. Se sientan todos contra la pared de la torre de agua.

A vos no te conozco, me dice Julián.

Yo tampoco te conozco a vos, le digo.

cuatro.

El retiro de silencio dura dos días más. La reunión con Julián, Jerónimo y Facundo se repite la siguiente noche. Hablamos de todo pero no entiendo mucho. Ellos hablan de gente que no conozco pero me río igual. No es necesario conocer a nadie. Me siento bien, mejor. El salir del retiro para hablar con ellos me sirve, curiosamente, para meterme más en el retiro.

Esta noche decido quedarme en la capilla un rato después de la oración comunitaria. Las velas se mecen nerviosas. Julián, que está sentado al lado mío, bosteza, se para, me aprieta el hombro y se va arrastrando los pies. Los grillos forman un coro que está lejos de ser angelical. En la Capilla sólo estamos un engominado y yo. Él, de rodillas, mira fijo a una imagen de la Virgen. Los dos tienen las manos juntas, los dedos entrelazados, el pelo rígido. Ninguno de los dos se mueve y si pudiera ver la cara del engominado estoy seguro de que tendría la misma expresión que la Virgen. Los ojos inyectados en sangre, las fosas nasales abiertas, sus dientes superiores asomando. Su sotana se despliega por el piso como la cola de un cuervo. Sus zapatos negros se reflejan en el porcelanato del piso. La capilla es piramidal, coronada por una imagen que nunca antes había visto. Parece ser de cartapesta. Dios padre, representado como un hombre viejo y barbudo, abraza por detrás a Cristo, con sus brazos en cruz, desnudo. Por ahí vuela el Espíritu Santo en forma de paloma, y su estela es la que cubre algunas zonas íntimas del cuerpo del Hijo. Los tres están sostenidos por algún tipo de mecanismo invisible y por encima de ellos sólo hay un vidrio que deja ver las estrellas, el sol, el amanecer o, en este caso, las nubes furiosas que anticipan una tormenta.

No tengo sueño, dormí una siesta eterna en la que soñé con un mono. Suena gracioso pero en realidad fue terrorífico y me desperté transpirado. En parte por eso estoy acá, porque aún me da miedo recordar el sueño y mucho más volverme a dormir. En el sueño un mono, o quizá una mona, buscaba a su hijo o hija. Lo buscaba con rabia, con desesperación. Lo buscaba por todo mi cuarto y mientras lo buscaba gritaba, como gritan los monos. Era mi cuarto de la infancia, y el mono lo revolvía por completo. Se colgaba del televisor, que estaba a la vez colgado de la pared, cerca del techo. Despegaba la guarda del empapelado, tiraba un velador al piso. Yo no sabía dónde estaba su hijo, o quizá sí, pero no quería decírselo. Y a cada segundo, o como sea que se cuente el tiempo en un sueño, el mono se iba enfureciendo cada vez más. Recuerdo sus dientes. Recuerdo sus ojos. Sus garras. Recuerdo todo esto y tiemblo, al mismo tiempo que las velas de la capilla tiemblan. No sé por qué soñé eso.

Los grillos siguen cantando. Imagino que en un rato Julián y los demás se juntarán detrás de la torre de agua para fumar un último cigarrillo y hablar de lo que harán en la semana que queda antes de empezar las clases de manera oficial. El engominado no se mueve. Supongo que no sabe que estoy acá. ¿Se quedará mucho tiempo más? Me gustaría estar solo. Bueno, solo es una forma de decir. También me gustaría rezar. Me dispongo a hacerlo. Me arrodillo. Los bancos son acolchonados, preparados para largas horas de oración. Cierro los ojos. Cuando era chico un amigo de mis padres tenía un mono, o quizá una mona. Yo tendría unos dos años. Al mono lo tenía atado en un árbol y un día yo me acerqué demasiado. Tardaron más de cinco minutos en sacarme de sus manos, o eso es lo que dice mi mamá. Me dejó una cicatriz que con el tiempo se desdibujó. Me toco la frente. Quizá el mono del sueño y el mono de mis recuerdos son el mismo mono. Vuelvo a sentarme. Apoyo mis manos en el banco en el que estoy sentado pero antes toco algo. Agarro la Biblia, que no sé de quién es, y la abro en una página al azar, tirando al piso una estampita de Santa Teresita. Mis ojos se van sin dudarlo a una frase.

¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?

Alguien se acerca por detrás. Siento su aliento caliente en mi oído. Huele a chicle de menta y tabaco. Le digo que ya voy. Me inclino para agarrar la estampita y la pongo en la página en la que tengo abierta la Biblia. El engominado sigue sin moverse. Cuando me paro Julián pasa su brazo por encima de mi hombro y me acerca a él. Mañana voy a averiguar qué significa soñar con un mono.

cinco.

Me despierto con el ruido de la cortadora de pasto. Cuando voy a la cocina mi mamá está viendo televisión. Son las once. Agarro una manzana y voy al patio. Mi papá deja de cortar cuando me ve venir. Le pregunto si me puede llevar al centro. Mira el resto del patio, le queda más de la mitad. Suspira. Me dice que ya me lleva y prende de nuevo la máquina.

Papá estaciona en el cordón de la Parroquia. Me bajo y abro el baúl. Saco el bolso y cierro el baúl. Papá me mira.

¿Y eso?

No le respondo. No sé cómo hacerlo, no quiero hablar de esto con él otra vez. Creo que él se da cuenta, porque sólo dice

¿Cuándo te veo?

Presiono los labios y me encojo de hombros.

Bueno, cuidate. Cualquier cosa me llamás.