El hipopótamo de Dios - José Tolentino Mendonça - E-Book

El hipopótamo de Dios E-Book

José Tolentino Mendonça

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El hipopótamo de Dios reúne un conjunto de artículos escritos para distintos periódicos portugueses en los que, durante años, ha colaborado nuestro autor. Biblia, literatura, cultura y vida cotidiana recorren cada una de las páginas de este libro. Estamos ante un verdadero ejemplo de teología concebida no como ideología sino como ejercicio de interpretación creyente de la realidad y de una espiritualidad cosida a la vida que no debe confundirse con un conjunto de consideraciones desencarnadas. Tolentino es uno de los máximos exponentes del diálogo entre la fe y la cultura contemporáneas. A su vocación pastoral se une su voz de poeta en la búsqueda de un lenguaje pertinente y relevante para hacer una teología que sea accesible para el mayor número de personas, tratando de integrar el vocabulario y la gramática de lo cotidiano en el discurso religioso. En más de una de sus obras ha demostrado y defendido el autor que la misión de la teología hoy es la de contribuir a la reconstrucción de una gramática de lo humano.

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José Tolentino Mendonça

El hipopótamo de Dios

Cuando las preguntas que nos hacemos valen más que las respuestas provisionales que encontramos

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Mira al hipopótamo,

que yo he creado igual que a ti…

Yergue su cola como un cedro,

trenzando los tendones de los muslos.

Sus huesos son tubos de bronce,

su osamenta barras de hierro.

Es la obra maestra de Dios,

sólo su Hacedor puede acercarle la espada.

Job 40,15-19

Índice

El hipopótamo de Dios

Prólogo. Mi tarea como escritor. J. Tolentino Mendonça

El hipopótamo de Dios

La creación como poética de Dios

Al estedel Edén

A vueltas con el humor de Dios

La sintaxis de las lágrimas

¿Qué es una comida?

Entre la cocinay la mesa

La reconfiguración del espacio creyente

Lo que nos están diciendo

Hacer de la fe una experiencia vital

El elogiodel silencio

¿Por qué tememos tantola belleza?

Dios toma la palabra

El cristianismo como estilo

Escucharel silencio de Dios

La cruz como sabiduría

¿Es posible el fuego en la ceniza de los días?

¿Qué sentido tiene la Pascua?

Jueves Santo

Sábado Santo

Mañana del Domingo

Meditación de Adviento

Todavía tenemosuna infancia por vivir

Un libro siempre por leer

Biblia,literatura y belleza

La alergia de los cristianos a la política

Aprendoa rezar con los pies

El secreto de Fátima

El pesimismo es más fácil

El mal: una difícil cuestión

Un pequeño consuelo

Morir es solo no ser visto

Volar

Amar la imperfección

La paciencia

Lo gratuito

¿Para qué sirve la economía?

No contar solo con la ganancia del panadero

El maratón

¿Quién nos roba el tiempo?

El arte de la lentitud

¿Dónde está nuestra casa?

Conserva un lugar en el alma para lo que no esperas

Sonata de otoño

La ciencia de la felicidad

El arte de lo inacabado

¿Estás ahí?

Nos despedimos unos de otros muchas veces

¿Es posible describir la amistad?

Bienvenidos a vuestro estado gaseoso

El arte de escuchar

Ella hace andar al mundo

La posibilidad de reencontrar la vida

Pasemos a la otra orilla

El turista y el peregrino

Nuevas bienaventuranzas para la familia

Bienaventuradas las familias que entienden su misión como el arte de la hospitalidad

Bienaventuradas las familiasque diariamente combaten el analfabetismo afectivo

Bienaventuradas las familiasque comprenden la importancia de lo inútil

Bienaventuradas las familias que cultivan el arte de la lentitud

Bienaventuradas las familias que no tiran la caja de los juguetes

Bienaventuradas las familias que se arriesgan a hacer un buen uso de las crisis

Bienaventuradas las familias que dicen de sí mismas: “Somos un laboratorio para la alegría”

Bienaventuradas las familiasque viven en lo abierto del mundo y de Dios

Salvados por los abuelos

Es mucho más duro creer

La muchacha de Ámsterdam

El despertar espiritual

Descubriendo su patria

Elegida de Dios

Colección espiritualidad

Créditos

Mi tarea como escritor

Sea cual sea nuestra edad o la etapa que estemos viviendo, la verdad es que somos, hasta el final, algo que está comenzando. La verdad es que solo habitamos comienzos. Nada más. No vivimos otra cosa mientras estemos aquí. Nuestra estirpe es la de los recién nacidos, por lo tanto. Una de las más bellas frases que conozco pertenece a una página de la Biblia, de la Primera carta de Pedro. Y la frase dice (u ordena) lo siguiente: “como niños recién nacidos, desead” (1P 2,2). Somos, incluso con siglos de vida encima, “niños recién nacidos”. Y debemos mucho a la misteriosa fragilidad de los recién nacidos que, en el fondo, será siempre la nuestra.

El nacimiento debe ser reconocido como estructura fundante de la vida, su imborrable arquitectura primaria, y no solo como una de su formas ocasionales, furtivas y posibles. Cuánta sabiduría hay en el poema de Lao-Tse: “Cuando los hombres entran en la vida son tiernos y frágiles; cuando mueren están rígidos y duros. Por eso los rígidos y duros se convierten en mensajeros de muerte y los tiernos y frágiles son los mensajeros de vida más creíbles”. Me gusta pensar que el verbo nacer es un verbo incesante, que hace de nosotros “creíbles mensajeros de vida”.

Si lo pensamos bien, conjugamos el verbo nacer miles de veces a lo largo de nuestra vida. E incluso esas experiencias que, por su exigencia, esfuerzo o sufrimiento no percibimos como itinerarios de nacimiento, se revelan después como una etapa de ese parto perenne que es nuestra condición. La vida es flujo, circulación asombrosa, sucesión abierta. La vida es interminable acción de nacer. Hay un paciente y necesario trabajo que realizar para pasar de la tentación de fijar la vida en determinados momentos, cristalizándola en imágenes tan eufóricamente utópicas como desalentadamente distópicas, a la capacidad de acoger lo ordinario de la vida tal y como nos aparece, lo que requiere de nosotros un amor mucho más rico y difícil. Un amor sin expectativas ni juicios. En el fondo, ese amor que no nos hace amar la vida por lo que hipotéticamente se espera de ella, sino que la ama incondicionalmente por lo que ella es, muchas veces en la completa impotencia o en la extrema vulnerabilidad de vida recién nacida.

Por eso, felices los que cultivan más el asombro que la decepción, o los que ejercitan más la aceptación generosa que el resentimiento. Felices los que en lo incompleto y lo inacabado son capaces de ver la insinuación de una promesa más que un vacío. De este modo, lo importante es saber, con una fuerza que brota del fondo de la propia alma, si estamos dispuestos a amar la vida como esta se presenta y no como fantaseamos que sea.

Como recordaba la psicoanalista francesa Françoise Dolto, la hora de nuestra madurez llega solo “cuando, como cualquier otro ser humano, sentimos un deseo suficientemente fuerte como para asumir todos los riesgos de nuestro propio ser. En ese momento estaremos preparados para honrar el nacimiento del que somos portadores”. A veces, cansados y confundidos, no conseguimos comprender que ciertas etapas sorprendentes nos sirven para tener un reencuentro benéfico con nuestro propio paso. Y podemos incluso considerar que la alegría que sentimos en el camino no pasó de ser un relámpago breve, que en seguida nos precipitó en la oscuridad. O podemos pensar que la esperanza solo nos iluminó porque ignorábamos que también era transitoria. O temer que la ligereza, la amabilidad o la amistad tendrán su otoño y también ellas volarán. Qué injusticia, no obstante. Lo que vivimos todo el tiempo es la vida que nace.

Como teólogo y escritor muchas veces me pregunto cuál es mi tarea y qué es eso de lo que me toca verdaderamente dar testimonio. A medida que pasa el tiempo, cada vez me parece más claro que el compromiso del pensamiento tiene que ser con la vida que nace, con esas irrupciones vitales que nos obligan a recomenzar. Cada vez me parece más claro que las preguntas, y la atención a las preguntas esenciales, nos ofrecen la clave para descifrar la fuerza, la pasión y el sentido de la vida que nace. Y eso es lo que me gustaría compartir contigo, lectora o lector.

José Tolentino Mendonça

Prólogo a la edición española

Roma, febrero de 2019

El hipopótamode Dios

Uno de los pasajes más bellos de la Biblia tiene que ver con un hipopótamo. No es propiamente un divertimento teológico, porque aparece en una obra que explora muy seriamente los límites de la responsabilidad humana ante la experiencia devastadora del mal. Me refiero al libro de Job.

En él, lo primero que aparece es la protesta de Job contra el mal que se abate inexplicablemente sobre su historia, protesta que se extiende hasta Dios ya que, al final, Él no exime a los justos de las tribulaciones. Pero después viene el momento en que Dios se propone interrogarlo. En ese diálogo asombroso, tiene lugar una situación que no puede ser más desconcertante. Job solo consigue pensar en sus dolores y en los porqués que, inútilmente, esgrime. Dios, sin embargo, desafía a Job a mirar lo que tiene delante y ver… un hipopótamo. “Mira al hipopótamo, que yo he creado igual que a ti… Yergue su cola como un cedro, trenzando los tendones de los muslos. Sus huesos son tubos de bronce, su osamenta barras de hierro. Es la obra maestra de Dios, solo su Hacedor puede acercarle la espada.” (cf. Job 40,15-19).

El método de Dios en este singular encuentro con Job es abrir la medida de su mirar, rasgarla inmensamente para que vea todo lo que es grande, todo lo que no tiene respuesta, mostrándole que el mal es un enigma que nos calla, y el bien es un misterio aún mayor. La maravillosa obra del Creador tampoco tiene respuesta.

¿Por qué pretender a toda costa una solución al mal, si el bien también es una pregunta, y una pregunta más profunda, vasta y silenciosa?

“Mira todo lo que es grande”, es el desafío que Dios hace a Job. Y, ante esto, Job responde al Señor: “Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza”. Apenas había oído, pero ahora sus ojos habían visto. Al observar la orden maravillosa del Creador, se había fijado en su grandeza, había reparado en su inmensidad.

Job quería desvelar el doblez del mal y se olvidaba de que el bien es el gigantesco secreto, el impensable designio de la gracia que nos visita.

La creación como poéticade Dios

Durante mucho tiempo se habló de Dios creador, sobre todo a partir del paradigma causa y efecto, dentro de un marco científico dominado por el determinismo. Hoy, los propios físicos miran la realidad del mundo y no encuentran leyes tan rígidas. El mundo se les aparece mucho más como fruto de la contingencia, de lo aleatorio y de una anchura que no cabe en el marco anterior. La teología ha sido sensible a las posibilidades de los nuevos paradigmas.

Y cada vez más, por ejemplo, emerge la categoría del juego como la adecuada para iluminar la verdadera poética de Dios que es la creación.

¿Por qué se revela tan importante esta dimensión del juego? Porque la creación es un proceso libre, lúdico, innovador. No es la imposición de una necesidad. La teología la describe como un acto de amor que no tiene otra razón de ser que la del propio amor. “La rosa es sin porqué”, decía Silesius. Dios se manifiesta en su libertad, en la capacidad de invención y de dádiva. En esa línea nos aparecía ya aquella imagen maravillosa del capítulo 8 del libro de los Proverbios, donde la Sabiduría de Dios está jugando delante de Él: “Cuando colocaba los cielos, la tierra, los mares, allí estaba yo; yo estaba disfrutando cada día, jugando todo el tiempo en su presencia”. Jugar significa actuar no a partir de lo necesario o de lo que es útil, sino como pura expresión amorosa. La relativización del paradigma determinista nos abre, así, a una dimensión espiritual más profunda.

Me acuerdo de un texto muy oportuno de Romano Guardini titulado El espíritu de la liturgia. En él, ese grave maestro alemán, que ha dejado una huella indeleble en la teología contemporánea, se atreve a hablar de la liturgia como juego. Y escribe: “Jugar ante Dios, no crear, sino ser una obra de arte, tal es la esencia más íntima de la liturgia. De ahí la sublime mezcla de seriedad profunda y de divina alegría que se ve en ella. El cuidado meticuloso con que ella determina con mil prescripciones el detalle de las palabras, movimientos, vestidos, colores y gestos, no se puede comprender sino por quien se toma seriamente el arte y el juguete”.

Al estedel Edén

En relación con la historia de Caín y Abel, el primer fratricidio, conviene verificar el origen etimológico de los nombres de los personajes. Abel proviene del hebreo hebel que significa soplo o vapor; Caín deriva de qenar que quiere decir comprar. Abel es el nómada, el transeúnte, el pastor; Caín es el sedentario, el agricultor, el que compra y vende el don de la tierra.

En esta historia, con una evidente configuración etiológica, tenemos la memoria de una transición violenta entre las sociedades trashumantes y las sociedades de tipo agrario. Y tenemos, sobre todo, la narración de la fraternidad descrita como un imperativo ético (aunque se pueda infringir) y no simplemente como algo dado por la naturaleza. En la historia dramática de Caín y Abel se nos dice que el proyecto ético, el proyecto fraterno, no es una imposición de la sangre, ya que la propia sangre se puede volver contra su sangre. Los hermanos pueden incluso matarse. Pero la fraternidad es una decisión y un proyecto al alcance del hombre.

Es curioso el diálogo que Dios tiene con Caín en el capítulo 4 del libro del Génesis: “Pasado un tiempo, Caín presentó de los frutos del campo una ofrenda al Señor. También Abel presentó ofrendas de los primogénitos del rebaño y de la grasa. El Señor se fijó en Abel y en su ofrenda y se fijó menos en Caín y su ofrenda. Caín se irritó sobremanera y andaba cabizbajo. El Señor dijo a Caín: ‘¿Por qué te irritas, por qué andas cabizbajo? Si procedieras bien, ¿no levantarías la cabeza? Pero si no procedes bien, a la puerta acecha el pecado. Y aunque tiene ansia de ti, tú puedes/debes (timshel) dominarlo’”.

La bellísima novela de John Steinbeck, Al este del Edén, usa esta misma palabra que Dios dirige a Caín: timshel, tú puedes/debes. El final de la primera parte de la novela da cuenta de una investigación talmúdica sobre el sentido de esta expresión. El verbo hebreo timshel se traduce, en las Biblias más corrientes, por “tú debes”, pero John Steinbeck, partiendo de la argumentación rabínica, propone que se lea “tú puedes”, y desarrolla esta idea en unas páginas extraordinarias. Al hombre en confrontación con el mal, trastornado hasta el punto de eliminar a su hermano, Dios no le dice: “Voy a quitarte la libertad, voy a condicionarte para que eso no te pase”, sino que afirma: “Tú puedes vencer al mal”.

El mal aparece como un desafío y, cuando se leen estos textos bíblicos, en particular los de los orígenes, se percibe su complejidad. No nos encontramos ante una moral codificada, sino en el interior de una moral narrativa. El bien y el mal no son algo inevitable, sino que constituyen decisiones éticas. Y nos preguntamos: “¿cómo puede el disgustado Caín no matar a Abel, si siente una envidia mortífera, si siente el despecho, si todos sus derechos de hijo mayor acaban por ser relativizados por una preferencia aparentemente caprichosa de Dios?”. Todo le da la razón, es verdad, pero la razón de Caín no le da derecho a eliminar a su hermano, porque Dios le dice una palabra inesperada: “Tú puedes (timshel) dominar el mal”.

A vueltas con el humor de Dios

Un lector de la Biblia puede, fácilmente, tropezar con la imagen de un Dios susceptible, colérico, celoso e implacable. De las 29 veces en que el Antiguo Testamento se refiere a la risa, solo dos expresan satisfacción por razones buenas. En todas las demás, la risa, incluso la de Dios, es de sarcasmo o de desprecio. No es de extrañar que en torno a la risa de Dios y a la de los creyentes se haya formado una larga historia de incomprensiones y que las caricaturas del cristianismo lo presenten, no pocas veces, como una cultura austera y aplastada por la culpa más que del lado de la alegría.

Baudelaire recuerda que en los Evangelios no hay lugar para la risa, retomando un dicho de san Juan Crisóstomo acerca de Jesús: “Él lloró algunas veces, pero nunca se rio”. Y Nietzsche parte de ahí para lanzar una especie de sospecha generalizada sobre el cristianismo contemporáneo: “El cristianismo sería más creíble si los cristianos parecieran satisfechos”. De hecho, se ha difundido culturalmente la idea de una alegría extinta en los textos sagrados, en la teología y en el vivir de los cristianos, que sublimarían el camino de la exigencia y del sacrificio (¡tan tristes!) como prueba de salvación. Bastaría con mirar el magnífico cuadro de Fra Angélico, La ronda de los elegidos, que piensa la eternidad como una danza, o escuchar la risa de Dios en El Mesías de Haendel, para darnos cuenta de que todo es más complejo. Lo que no quiere decir que Nietzsche se haya inventado que hay prácticas cristianas tristes.

Ya habían dado la alerta los monjes Rabelais y Erasmo que, por la vía de la sátira y de la risa, trataron de iluminar el alma de su tiempo, creyendo que el cristianismo conspira, desde su esencia, para la alegría. Hoy hay cada vez más teólogos que vuelven a la tradición para profundizar en este motivo. Y uno de los méritos es, precisamente, el de reintroducir el humor como llamada (y termómetro) de la existencia cristiana.

Las lecturas narrativas de los Evangelios nos muestran que el humor irónico es una estrategia de relación que Jesús usa. Solo la ironía, por ejemplo, puede aclarar algunas de sus palabras que, de otro modo, corren el riesgo de parecer incomprensibles. No se entendería el pasaje de Lucas 10,24-28, que tomado literalmente es puro absurdo, donde Jesús responde a un hombre de leyes que le pregunta “¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?” con una cuestión sobre el punto de vista de la Ley sobre el asunto y que al final remata con: “Hazlo y vivirás”. ¿Lo que quiere decir Jesús es que la Ley es suficiente para salvar? La misma ironía la encontramos en la frase “da, pues, al César lo que es del César…” (Lc 20,25) o en la expresión con la que introduce la corrosiva imagen del camello que pasa por el ojo estrecho de una aguja (Lc 18,25). Jesús dice: “es más fácil que un camello pase…”, esperando que todos reconozcan que la situación es desesperada.

El título del libro de un teólogo, Werner Thiede, resume bien la insistencia con la que se produce la risa: “La hilaridad prometida”. Dios practica un luminoso humor (comenzando por la presentación de su nombre: “Yo soy el que soy”, Ex 3,14). La certeza del pueblo creyente es que “nuestra boca se llenará de alegría” (Sal 126,2). Las modernas metodologías de análisis narrativo del Nuevo Testamento muestran bien cómo Jesús hace uso de una ironía fascinante, que remueve los obstáculos del corazón, desconcertándolo y, finalmente, alegrándolo, porque recupera lo que nosotros dábamos ya por perdido (cf. Lc 15,19).

Colgado en la cruz es el propio Dios el que se hace objeto de risa, y los comentarios que le arrojaron mientras estaba allí son más ácidos que el vinagre que le dieron a beber. En esta desarmante representación de Dios que propone la cruz reside, innegablemente, el gran viraje que el Evangelio, desde hace dos mil años, anuncia. En las vueltas del humor se abre espacio para la sabiduría.

La sintaxis de las lágrimas

… por el rastro de las lágrimas

aprende a vivir…

Paul Celan

Tal vez nuestra civilización repita incesantemente el gesto de Ulises, que prefirió cubrirse la cara con un ancho manto de púrpura cuando, al escuchar el canto del aedo, se avergonzaba de que las lágrimas brotaran de sus ojos. Y, al acercarse al navegante de la fábula, nuestra civilización se ha alejado, quién sabe por qué designio, de esos otros navegantes del espíritu que fueron los Padres del desierto y los místicos, retirados de repente de los textos y fijados en los minúsculos caracteres de una nota a pie de página del mundo de la cultura. ¿Quién recuerda hoy a Arsenio y a Silvano, que endulzaban los menesteres más cotidianos con el sabor de muchas lágrimas, o a Evagrio, que explicaba la acedia (y fue el primero en hacerlo en un tratado sistemático) como una dureza de las almas que las rechazan? ¿Quién evoca a Gregorio Nacianceno, que decía que el llanto era equivalente a un bautismo necesario, o a Teresa de Ávila para quien, claramente, las lágrimas se diferenciaban por grados de intensidad espiritual, que ella era capaz de describir con todos sus pormenores?

“Cuento una historia a través de mis lágrimas”, escribe Roland Barthes. Las lágrimas son un mapa lleno de significados y de lecturas. Tenemos muchas maneras de llorar, y el modo en que lo hacemos revela no solo la temperatura de los sentimientos, sino también la naturaleza de la propia sensibilidad. Al llorar, incluso en la más estricta soledad, nos dirigimos a alguien: nos esforzamos por que nadie note que lloramos, y, sin embargo, lloramos siempre para que otro nos vea. Las lágrimas nos prestan un realismo único, irresistible, la dramática expresión de nosotros mismos. Son un trazo tan personal como el modo de mirar o moverse o amar.

En la tradición bíblica la risa tiene una acepción negativa, porque su fondo semántico se relaciona, en cierto modo, con la autonomización de Dios como principio ordenador de la realidad. El llanto, por el contrario, despierta en el hombre la conciencia de una conexión divina. Reclama la intervención favorable y protectora de Dios, como lo atestigua el conmovedor grito del libro de las Lamentaciones (1,16): “Por eso estoy llorando, mis ojos se deshacen en llanto; no tengo cerca quien me consuele, quien me reanime” o como lo glosa el Salmo 137: “Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sion”.

Los evangelistas presentan a Jesús llorando por un amigo (cf. Jn 11,35) y por el destino de una ciudad, Jerusalén (cf. Lc 19,41). Por él lloran Pedro (cf. Mt 26,75) y las mujeres ante el inaceptable espectáculo de la cruz (cf. Lc 23,28). En cierta ocasión, una mujer, de la que ni siquiera sabemos el nombre, interrumpió una comida en la que estaba Jesús para que sus lágrimas supliesen un rito de hospitalidad negada. Solo se sorprende de lágrimas tan abundantes quien no ha experimentado el aluvión de los grandes sentimientos, los torrentes de las numerosas horas en que el misterio de la vida se adensa y nos abraza como una “selva oscura”, el naufragio que, a veces, es el paradójico e íntimo camino de la salvación.