El hombre flaco canoso y la mujer de las cejas pintadas - María Elena Santolaya de Pablo - E-Book

El hombre flaco canoso y la mujer de las cejas pintadas E-Book

María Elena Santolaya de Pablo

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Beschreibung

"¿Por qué conmueven los personajes de estos cuentos? ¿Dónde se enquista la emoción? Es la ternura, quizás, el estoicismo, el sencillo amor, cierto desamparo, cierta tenacidad, cierta soledad sin redención. 'Buenas noches, Juan'. 'Hasta mañana, Carmen'. Es el secreto de los gestos, la vida muda, los deseos y las cosas, el abandono, las luces, las ganas de seguir, esas pequeñas alegrías silenciosas." Pablo Azócar "Una ternura casi sobrenatural abriga a los personajes de estos cuentos, alimentada sin duda por la suavidad con que la prosa de María Elena se desenvuelve en cada relato, incluso al contar los momentos más trágicos a los que nos puede enfrentar la vida." Pablo Simonetti "La prosa de María Elena Santolaya tiene aplomo, decisión, es esencialmente narrativa. La docena de cuentos que componen El hombre flaco canoso y la mujer de las cejas pintadas poseen este brío narrativo, que no titubea y ataca con determinación la cuestión narrada. Los temas de este libro son diversos y variopintos, desde los de raigambre rural, que alcanzan altos niveles de sensibilidad y ternura, donde destaca 'Botones de madreperla', o los de temáticas más complejas, como 'Jacarandá', que se adentra en las secuelas de la tortura practicada durante la dictadura, o más cosmopolitas, como 'En silencio', una singular historia de pareja. Pero donde descolla la prosa de nuestra narradora, es en aquellos donde aborda la sensibilidad femenina, adolescente o infantil, como ocurre en '¿De qué color son tus ojos?', 'Lazos blancos' o 'Ni flores ni agua', que constituyen finísimos y perspicaces estudios de la naturaleza femenina y que alcanzan una decidida hondura narrativa. Un nuevo libro en el horizonte digno de celebrar". Gonzalo Contreras

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El hombre flaco canoso y la mujer de las cejas pintadasAutora: María Elena Santolaya Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: julio, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2023-A-6782 ISBN: Nº 9789563386431 eISBN: Nº 9789563386448

A la memoria de mis muertos, a la salud de todos los vivos.

Ponga su mano aquí, viejo

1

Era un día de enero del año 2001 cuando la Tencha se subió a la lancha de las siete de la mañana que la llevó desde la isla Quehui a Castro. Después de dos horas de navegación a bordo de la Ingrid Andrea III, llegó al Muelle de las Papas y desde ahí se fue en micro al consultorio, donde una vez más la examinaría la matrona. Cuántos viajes había hecho en esa misma lancha en los últimos cinco años con la ilusión de estar embarazada. Cuántas veces la matrona le había dicho que era una falsa alarma, que lo lamentaba mucho, que ya llegaría el momento. Cada vez la Tencha volvía más triste, haciéndose a la idea que quizás nunca podría ser mamá y nunca podría darle un hijo a su Peyuco.

Ese día de enero no fue distinto. Había salido de la casa después que Peyuco se había echado a la mar. Ni siquiera le había dicho que iría a la matrona para ahorrarse la escena de desilusión a su regreso. Él no decía nada, pero cuando la Tencha volvía en la tarde, Peyuco la miraba con esos ojos que a ella la desarmaban. No preguntaba con la voz, pero sí con los gestos, o al menos ella sentía que lo hacía.

La navegación fue tranquila, la mar estaba calma y a su lado en la lancha iba una mujer con un niño de unos dos años que abrazaba y besaba a su mamá. Cada beso le dolía a la Tencha, tanto que se cambió de asiento. Cómo quería ella tener su propio hijo.

Entró al consultorio, se instaló en la sala de espera que conocía tan bien y sintió de manera muy nítida el olor a alcohol que lo impregnaba todo, era un olor a limpio que siempre le había encantado y que ese día se le antojó desagradable. Se quedó mirando las paredes blancas y pensó en las sábanas que su mamá lavaba en los días de sol y después colgaba al viento. Escuchó su nombre, Tencha Cárdenas a la oficina siete, y se paró sobresaltada para entrar a la sala pintada de celeste, donde la examinaría la matrona, la misma mujer que la atendía desde hacía tantos años.

–Felicitaciones, Tencha. Estás embarazada –dijo la mujer, con una amable sonrisa.

La Tencha casi se desmayó de la emoción, se paró de la camilla y de manera intuitiva se puso las manos justo debajo del ombligo, tenía una vida ahí adentro. Le preguntó diez veces a la matrona si era verdad y si no se estaría equivocando. La mujer repitió que estaba cien por ciento segura y le recomendó que se fuera tranquila a su casa porque todo estaba bien.

–Quizás te sientas un poco mal los primeros meses –agregó–. Puede que estés más regalona, con ganas de llorar, más buena para dormir que lo habitual.

–Pero yo tengo que levantarme al alba, señorita –respondió la Tencha–. No me puedo transformar en una floja.

–No, Tencha, no es así, solo te cuento de cosas que podrían pasarte. Puede que también te molesten algunos olores o que te dé por comer cosas raras. Ojo que te pueden dar ganas de vomitar, sobre todo en las mañanas. Tienes que saber que todo eso es normal.

–Gracias, señorita –dijo la Tencha mientras le rodaban dos lágrimas por las mejillas–. Gracias por todo –repitió abrazándola sin poder contenerse.

La Tencha salió a la calle y quería contarle a todo el mundo que estaba esperando guagua. La gente le pareció más linda y los niños que fue viendo en cada cuadra se le ocurrieron hermosos. Apuró el paso para alcanzar la lancha que salía del puerto a las tres de la tarde, porque así podría llegar a Quehui a tiempo para cocinar algo rico y recibir a Peyuco cuando volviera de la mar con una buena comida y con la noticia que iba a ser papá. Le hacía mucha ilusión contárselo. Cómo se pondría de contento.

En el viaje de vuelta la Tencha iba perdida en sus pensamientos, imaginándose la pieza del niño, sí, porque sería un hombre, no se imaginaba otra cosa, la pintaría de todas maneras de color verde agua. Cuando pasaron frente a Puqueldón apareció un grupo de toninas que saltaron, se hundieron y volvieron a aparecer a un lado y otro de la lancha. Las toninas la trajeron de vuelta a la realidad y la mantuvieron atenta a cada una de sus piruetas hasta la entrada de la bahía de la isla Quehui, donde se perdieron de vista. A la Tencha le pareció una señal de buena suerte. Ese día todo estaba lindo, la mar, las toninas, las nubes, todo.

Una vez que llegó a Quehui y antes de ir a la casa, pasó por la iglesia, esa construcción de madera pintada con un tono anaranjado que tenía las puertas y las ventanas blancas y que estaba en la mitad de la bahía a la que había ido desde niña. Ahí la habían bautizado, había hecho la primera comunión y ahí se había casado con su Peyuco, hacía cinco años. Le rezó a la Virgen, a Nuestra Señora de los Ángeles, le prendió una vela y le agradeció por haberle concedido lo que tantas veces le había pedido.

–Gracias, Virgencita –le dijo en voz baja–. Te prometo que criaré a un buen chiquillo, obediente con su padre y amoroso con su madre, como debe ser.

La Tencha besó los pies de la Virgen, salió de la iglesia y se fue rapidito a la casa. Al llegar prendió fuego en la cocina, recogió papas del huerto, dejó unas pocas crudas que luego rallaría y puso otras a cocer para mezclarlas con las crudas y preparar el milcao que tanto le gustaba a Peyuco. Luego partió a la orilla a esa hora en que la marea estaba bajando para recoger unos buenos choros. Le fue bien con la cosecha, claramente era su día de suerte. Volvió y los echó a una olla con cebolla picada, un poco de tomate y una gotita de vino blanco, poquito, porque ahora ella era una mujer embarazada. Preparó el milcao, puso la mesa, partió un par de limones, calentó el pan y se dio cuenta que eso no tenía sentido porque Peyuco aún no llegaría. Estaba demasiado ansiosa y necesitaba tranquilizarse. Respiró profundo, se puso una manta sobre los hombros y se sentó en la mecedora verde que estaba en el corredor de afuera de la casa, al lado de la puerta de entrada, mirando hacia la bahía. Desde ahí podría ver a Peyuco cuando viniera. No le diría nada, esperaría a que se bañara y estuviera listo para comer, entonces ahí le contaría. ¿Y si él no se alegraba? ¿Y si se enojaba? ¿Y si se había acostumbrado a vivir tranquilo, sin niños que dieran problemas? No, imposible. Se alegraría igual que ella. Lo llamarían Dagoberto, como su abuelo, que había sido el Imbunche de Quehui. Tenía que ir donde sus papás y donde los suegros a contarles que iban a ser abuelos. Pero eso sería después, lo primero era lo primero. Sus papás vivían a una cuadra, en la casa de toda la vida, les daría la sorpresa al día siguiente. Lo de los suegros era más difícil, vivían en Parral, un pueblo que quedaba en el norte, ya su marido vería cómo y cuándo les avisaba.

Peyuco llegó a eso de las ocho de la noche, la saludó, se bañó y se sentó a la mesa. Ella le puso al frente un plato hondo de choros al vapor, el milcao, el pan calientito y un vaso de vino. Él le habló de cómo había ido el día, le dijo que la pesca estaba mala y que no sabía cómo iban a llegar a fin de mes. A ella esas noticias le entraron por una oreja y le salieron por la otra. Aprovechó una pausa que hizo Peyuco para tomar un trago de vino y le dijo:

–Viejo, estoy embarazada.

Peyuco se quedó con el vaso de vino en la mano derecha, a medio camino entre la boca y la mesa. El rostro serio no expresaba ningún sentimiento, los ojos abiertos como platos miraban fijamente a la Tencha.

–Si usted no lo quiere, lo voy a tener igual, es mi niño –dijo ella, poniendo nuevamente las manos en su vientre plano como una tabla.

Peyuco seguía sin articular palabra.

–Diga algo, pues, viejo.

Él dejó el vaso de vino sobre la mesa, se paró, caminó hacia ella y la abrazó con todo el amor que sentía.

–Mi Tenchita, mi flaquita, soy el hombre más feliz del mundo.

2

La mañana estaba fría. Peyuco y la Tencha tenían que salir a la mar a recoger las redes como todos los viernes para llevar después sus pescados a Castro y venderlos en la feria. A la Tencha ya le pesaba la guata y sentía cómo el niño se movía dentro y le pateaba las costillas. Habían pasado siete largos meses desde aquel día de enero en que ella supo que iba a ser madre. Pudo ir a un control en febrero, estaba todo bien, y después el viento y la lluvia habían impedido que saliera de la isla. La controlaron los paramédicos en las rondas de salud que hacían cada tanto en Quehui y le dijeron que iba todo en orden. La Tencha era pura felicidad, estaba llena de energía y gozaba con cada movimiento de su hijo.

–Ponga su mano aquí, viejo –le decía a Peyuco–. Sienta cómo patea este niño. Capaz que nos salga futbolista.

Peyuco se quedaba embelesado cada vez que sentía los movimientos de su hijo. Miraba a su mujer y la encontraba más linda que nunca, con esos buenos colores que se le habían instalado en las mejillas.

–Debería quedarse en la casa usted, Tenchita –le dijo esa mañana, antes de salir a la mar.

–No, Peyuco. Yo lo acompaño a usted, como siempre.

–Pero Tenchita, en su estado.

–Estaré embarazada pero no enferma, hombre.

Navegaron en silencio hasta el punto donde habían tirado las redes el día anterior. Era un lugar entre la isla Quehui y la isla Chelín, famoso por la buena pesca, donde Peyuco podía llegar ahora con tranquilidad desde que se había comprado su propio bote, que cuidaba como a un relicario. Agradecía que su mujer siempre navegara sin hablar, él necesitaba ir solo concentrado en los sonidos de la mar y del viento. Pensó que no le habría acomodado una parlanchina arriba del bote, la miró y la vio sentada, tranquila, afirmándose la guata y con su semi sonrisa siempre puesta en la cara. Una ola un poco más grande que lo habitual lo hizo volver a poner atención en la mar y se alegró de ver los reflejos del sol y las formas de las nubes esa mañana, ambas cosas sugerían buen tiempo.

Peyuco detuvo el motor del bote y le pidió a la Tencha que tomara el timón. Sacó el ancla, la lanzó y esperó pacientemente a que se agarrara del fondo rocoso de ese sector que todos los lugareños conocían como Punta Esperanza. La Tencha lo miró con amor. Era increíble que todavía lo encontrara tan buenmozo como al conocerlo, cuando los dos tenían no más de quince años y él había llegado del norte.

–¿Qué le pasa, Tenchita?, usted está como en la luna.

Ella no quiso decirle que se había quedado mirándolo boquiabierta para que él no se creyera tanto.

–Estoy aquí, viejo, lista para ayudarlo –dijo con una sonrisa.

Comenzaron a recoger la red, se sentía pesada, augurio de que vendría cargada de jaibas, salmones y jureles, ojalá una que otra merluza austral más las consabidas estrellas de mar que ella devolvería al agua a toda costa. Peyuco estaba concentrado tirando con fuerza la red cuando un grito de la Tencha hizo que una gaviota curiosa que se había parado en la proa del bote saliera volando. Se dio vuelta y vio a su mujer arrodillada, encogida, pequeñita. Bruscamente ella comenzó a vomitar. La Tencha era una mujer de mar, no se mareaba tan fácilmente. Un nuevo grito, más fuerte que el anterior, le salió de la garganta.

Peyuco soltó la red a medio recoger, se acercó mientras se limpiaba las manos en la chomba de lana, la tomó de los hombros y se sintió perdido como un niño ante esa mujer que se retorcía en el suelo, vomitaba y gritaba con esos ruidos desconocidos desde más allá de la voz.

–Ayúdeme, viejo.

–¡Qué hago!

–¡Sáqueme los pantalones!

–¡Pero cómo, Tenchita, aquí en el bote!

–¡Sáqueme los pantalones, le digo, que viene el niño!

Peyuco obedeció. Mientras le quitaba los pantalones, un río de agua corrió entre las piernas de la Tencha, que volvió a gritar como un cerdo cuando lo persiguen para sacrificarlo. Peyuco recordó ese ruido y todos los ruidos del campo, esos que escuchaba cada mañana de niño allá en Parral, donde creció, antes de irse a Chiloé cuando era un adolescente.

La Tencha cambió de posición, se agachó en cuclillas mientras se agarraba de lo que podía para no caerse y volvió a gritar de manera gutural, una y otra vez, ante el espanto de Peyuco y la pasividad de la naturaleza. En un momento cayó acostada y abatida en el suelo del bote. Miró el cielo, las nubes redondas y gordas de su tierra la hicieron sentir algo más segura. Después cerró los ojos y dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Peyuco comenzó a acariciarle el pelo, a hablarle despacito, a decirle que todo iba a andar bien. No sabía qué estaba pasando ni qué cosa iba a andar bien, pero le pareció que eso era lo que tenía que decir. Ahí tuvieron unos minutos de tranquilidad en los que la Tencha no se quejaba, parecía dormida, y Peyuco se había tirado a su lado para abrazarla y protegerla.

No hubo más de diez o quince minutos de calma, hasta que la Tencha sintió un dolor, como una puntada, que empezó en la parte baja del abdomen y la invadió por completo, era un dolor que se expandía como una onda y solo aumentaba minuto a minuto. Nunca había sentido algo así. Nuevamente Peyuco fue testigo de un grito desgarrador y desconocido de su Tenchita, que volvió a agacharse en cuclillas y sintió que el cuerpo se le partía por la mitad. Era como si alguien le hubiera enterrado un cuchillo. Ahí se quedó la Tencha, en esa postura, afirmándose como podía, con las gotas de sudor frío bajándole por la frente y nublándole la vista. El dolor fue cediendo y otra vez pareció que todo se tranquilizaba, pero ahora el tiempo de descanso fue más corto y ella sintió que algo se abría paso con una determinación ciega dentro de su cuerpo, algo que escapaba completamente de su control. Con un último esfuerzo empujó, esta vez en silencio, y minutos después una niña flaca comenzó a chillar. La Tencha se acostó lentamente y como pudo puso a la niña sobre su pecho, con el cordón umbilical manchado de sangre entre las piernas.

–Busque algo con que cortarlo, viejo.

–Tenchita, esto es un milagro, tuvimos a nuestra niña en la mar.

–¿Está sana? Mírele que tenga todos sus deditos –dijo ella con la poca fuerza que le quedaba.

–Está más linda que un congrio, Tenchita. Es flaquita y fuerte, como usted, se llamará Milagros.

–Las cosas que dice usted, viejo. Oiga, no se me distraiga con su Milagritos y busque algo para cortar el cordón. El cuchillo ese que usa para sacar los cochayuyos que se enredan en la red.

La Tencha dio un suspiro profundo y cerró los ojos, agotada. Sintió una necesidad urgente de abrazar a esa niña flaquita, a su hija, a la que querría y cuidaría por toda la vida. Una bandada de gaviotas comenzó a sobrevolar el bote y a tirarse en picada a atrapar los peces que estaban en la red a medio subir.

–Se están dando un festín –les dijo Peyuco a las gaviotas–. Yo invito hoy, es un día de fiesta, acabo de ser papá.

Se dio vuelta, entre ansioso y feliz, para buscar lo que necesitaba para cortar el cordón. Se moría de ganas de fumar y pensó si cortaba el cordón y después fumaba tranquilo o si prendía el cigarrillo, lo disfrutaba y después seguía con lo del cordón. Ambas cosas estaban guardadas en su morral, el cuchillo y los cigarros, así que vería que encontraba primero y el azar decidiría por él.

Estaba en eso cuando de repente la Tencha comenzó otra vez a gritar. Si los chillidos anteriores asustaban a las olas, estos fueron aún peores. Ella se puso pálida, cerró los ojos, pensó en su mamá. Cómo quería que ella, con su voz suave y su experiencia de haber parido seis hijos, estuviera ahí y le explicara qué estaba pasando. Comenzó a llorar y dijo:

–No, de nuevo no, no puedo más. Ayúdeme, viejo.

Peyuco vaciló, tomó el cuchillo de cortar los cochayuyos y le dio un corte certero al cordón, pensando que quizás eso aliviaría el sufrimiento de su Tenchita, que seguía retorciéndose en el piso del bote, enrollándose como una bola y estirándose a distintos tiempos.

–Tome a la Milagritos.

Peyuco la tomó y la abrazó. Fue entonces cuando la Tencha lanzó un grito horrible y volvió a adoptar la postura en cuclillas; luego de unos minutos otra vez el dolor pareció ir cediendo y entonces ella echó la cabeza hacia atrás, tomó aire, cerró los ojos y se mantuvo ahí, silenciosa, determinadamente silenciosa. Se sentía cansada, débil, abatida. Esperó, porque sabía que el dolor volvería. Esta vez la puntada comenzó en la espalda, se movió hacia el bajo vientre y la envolvió por completo. Ella apretó los dientes y empujó y empujó con todas sus fuerzas hasta sentir que se le salían los intestinos porque el instinto así se lo indicó. Una nueva niña se asomó al mundo. Los dos quedaron mudos ante esta criatura todavía más flaca y más chica que su hermana, que lloraba con la misma fuerza. Ahora sí la Tencha se desplomó en el piso del bote, mientras decía en voz apenas audible:

–Son dos, viejo, tenemos dos niñas, dígame que también esta tiene todos sus deditos.

Peyuco no sabía si contar los deditos de la nueva niña, aterrorizado de que viniera una tercera, o si cortar ese nuevo cordón o si recoger a esa niña del suelo, donde chillaba y pataleaba entre medio de los jureles y los salmones. Atinó a poner a Milagros en el suelo, al lado de su hermana recién nacida, mientras cortaba el segundo cordón. Luego se sacó la chomba de lana y arropó como pudo a las dos niñas. Se sintió más tranquilo porque al menos ahora su Tenchita no gritaba, se quejaba despacito.

Peyuco dudaba entre mantenerse ahí hasta que su mujer estuviera más recuperada o botar lo que había recogido de la red, poner motor al bote y arrancar a toda velocidad hacia la playa, donde alguien podría ayudarlos. Decidió lo primero, si Dios había querido que sus hijas nacieran en la mar, ahí se quedaría hasta que su Tenchita, que era la persona más fuerte que él conocía, se terminara de recuperar. Las niñas se calmaron envueltas en la chomba de lana abrazadas una a la otra y su mujer tenía una apariencia cada vez más apacible.

Peyuco al fin pudo prender su cigarrillo y disfrutarlo, mirando entre incrédulo y orgulloso a la Tencha que dormía tranquila y a esas dos niñas que ni se atrevía a tocar. Cuando lo apagó se sentía tan relajado que decidió fumar uno más, le pegó unos golpecitos a la parte inferior de la cajetilla, sacó un cigarro, lo encendió protegido del viento, lo aspiró profundamente y cerró los ojos, qué placer, qué silencio. Una inmensa placidez se desprendía de su Tenchita, no quería hacer ni un ruido para no perturbarla. Al cabo de un rato a Peyuco le sonaron las tripas y pensó que ya iba siendo hora de irse para la casa, comer algo y darle la buena nueva a la familia y a los amigos del pueblo. Celebrarían el fin de semana con un buen curanto.

Comenzó a subir la red cuando la Tencha abrió un poco los ojos haciendo un tremendo esfuerzo y le pidió que se acercara. Él dejó todo apoyado con cuidado y se sentó a su lado, tomándole las manos y dándole un beso en la frente.

–Viejo, cuídeme a las niñas. Cásese con la Marcelita, es buena mujer, lo va a querer a usted y va a ser como una mamá para ellas.

–¿Qué está hablando, señora? ¿Por qué me dice estas cosas? Esta desvariando, usted. Cállese y descanse, será mejor.

La Tencha no habló más. Peyuco la remeció, la cacheteó, la besó en la boca, en las mejillas y en la frente una y otra vez, le abrió los ojos a la fuerza con los dedos, le rogó que despertara. Ella permaneció inmóvil, con la boca un poco abierta. Peyuco la abrazó dándole calor y le susurró al oído todas las palabras de amor que ni él sabía que podía decir.

La Tencha se mantuvo en silencio.

–Tenchita, vamos a la casa, hoy en la tarde le prometo que termino de pintar la pieza de las niñas. ¿Usted cree que igual la dejamos verde agua, cierto, aunque nos hayan salido dos mujercitas en vez del Dagoberto que estábamos esperando? Más lindas estas dos chiquititas, voy a tener que construir otra cuna, quién se iba a imaginar.

El bote se movió con un par de olas grandes, Peyuco la mantuvo abrazada con fuerza y la Tencha ni se inmutó.

–Ese color es bonito para ellas, a mí me gusta. Ojalá el precio del congrio esté mejor este fin de semana, usted no va a poder ir conmigo al mercado mañana, mejor le pedimos a su mamá que se quede acompañándola mientras yo voy a Castro. ¿No le parece que tendríamos que poner una cocina a leña más grande en la casa? Las niñitas van a necesitar agua caliente. Respóndame, pues, Tenchita, respóndame por favor.

En el piso del bote las dos criaturas comenzaron a llorar y con una rabia infinita Peyuco las mandó callar.

Sin epitafio

Entré al cementerio en la mitad de una mañana de julio de 1986. El sol de invierno se asomaba tímido en un cielo en que el gris quería ser protagonista. Estacioné mi auto y al bajar me recorrió un escalofrío. Me puse parca, bufanda y guantes con la ilusión de controlar los temblores. Quise comprar unas flores y solo había una vendedora que ofrecía lirios rojos y blancos, todos un poco trasnochados. No había dónde regodearse, así que compré los rojos, que me parecieron un poco más alegres, porque al fin y al cabo no era cosa de venir a llorar a la tumba de mi padre.

Caminé a paso lento entre sepulturas y mausoleos. Me fijé que en la mayoría de las lápidas estaba escrito el nombre de una familia: Valenzuela Cortés, Ávila Jiménez, Soto Aguirre, con epitafios que sin excepción hablaban de muertos buenos. “Para mi esposa adorada”, “para el mejor amigo”, “para el hijo que todos habrían soñado tener”. ¿Por qué se transformaban todos en buenos cuando dejaban esta tierra? Nunca he visto un epitafio que diga algo así como: “Aquí yace Carlos, un padre ausente y un marido mediocre”; “Aquí descansa Rosalba, que nos abandonó cuando éramos niños”. ¿Será más fácil escribir cosas bonitas que al final nadie cree? Seguí caminando por un sendero con flores desteñidas y lápidas grises, como si los colores vivos no combinaran con este ambiente, hasta que vi el cartel que buscaba: “Calle 10”. Entré por ahí, anduve un rato más entre lápidas roídas por el tiempo y finalmente apareció la tumba del papá. Había nacido en 1930 y muerto de forma prematura a los 55 años, el 14 de julio de 1985, hacía más o menos un año. En la tumba solo estaban su nombre y las fechas de nacimiento y de muerte. No había epitafio. ¿Acaso no fue el mejor hijo, ni padre, ni esposo, ni amigo?