El inquilino - Osvaldo Contreras Iriarte - E-Book

El inquilino E-Book

Osvaldo Contreras Iriarte

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Beschreibung

El inquilino es una historia de pueblo, ubicada en nuestra geografía y en nuestro tiempo. Es aquí donde campean el odio, el amor y el engaño. El rencor y la violencia. Tan humanos y tan eternos. Podría suceder en la Inglaterra de Shakeaspeare o en la Roma de los césares, pero Contreras Iriarte, hombre de esa realidad donde el campo es todavía una presencia viva, dibuja precisamente aquí a sus personajes tan nuestros, inconfundiblemente argentinos. ¿Qué secretos guardan esas almas? ¿Qué añejos rencores, que amor, que humillaciones? Hombre de su generación, conoce perfectamente lo que significa la violencia. La Argentina fue y es un territorio cruzado de violencias, tan añejas como la Patria misma. Solo un argentino sabe lo que significa ser un desaparecido. Llevamos esa carga de miedo y vaya a saber por cuanto tiempo tendremos el alma lastimada. Como en todo grupo humano, y en este caso un pueblo de nuestra pampa, se esconde lo que no se dice. Lo que no se puede nombrar. El cura y la maestra tienen historias. El tipo de enfrente, el vecino, la vecina, el oscuro y temible rencor, el odio y la violencia que se desata, también están a la vuelta de la esquina. ¿Existen los humildes de espíritu del Evangelio? El narrador no se engaña; no sólo en la gran ciudad anida la perversión. Osvaldo Contreras Iriarte comenzó a escribir desde muy joven una poesía de hondo lirismo, pero aquí se pone el traje del retratista ambulante. Escribe y retrata. Historias de la llamada gente común, que como veremos, nada tienen de común, si es que algo así existe entre los hombres y mujeres de carne y hueso. Todo inquilino esconde un misterio y a veces, suele ser terrible.

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El inquilino nos introduce en las entrañas de la miseria humana. Un cura, una maestra, vecinas, vecinos con historias que se entrelazan sin que falten la desaparición de personas, los ocultamientos, la perversidad que nos dejó una época de plomo.

Índice

El inquilino

Osvaldo Contreras Iriarte

Primera parte

Segunda parte

Tercer parte

Sobre el autor

Contreras Iriarte, Osvaldo

El inquilino / Osvaldo Contreras Iriarte.–1a ed. – Gualeguaychú: Tolemia, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-3776-17-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Suspenso. I. Título.

CDD A863

Fecha de catalogación: Noviembre de 2020

Ilustración de portada: Carlos Killian (“Enjaulada”)

Diagramación de portada: Martín Malamud.

Fotografía del autor: Andrés F. Negroni.

Conversión a eBook: Daniel Maldonado

ISBN 978-987-3776-17-5

El inquilino

Osvaldo Contreras Iriarte

Tolemia, 2020.

El inquilino

Osvaldo Contreras Iriarte

ANTES

¿Por qué los cerros bajos como destino? se preguntó más de una vez Desgastado Fernández. La respuesta no la obtuvo de inmediato: la fue descubriendo con el paso del tiempo, lentamente, como si pasara por un decantador de líquidos.

Fueron los días los que se sucedieron cansinos y, sin proponérselo, recibió su destino como una lluvia de ideas que dejó un brillo de libertad en sus ojos maravillados por el descubrimiento de una nueva vida. Sumamente cansado por la rutina laboral y asqueado por los valores sociales que se desgranaban día a día, Desgastado tomó una decisión trascendental que marcaría profundamente su vida.

Hacía años que la situación en su hogar estaba estancada, los hijos habían partido para hacer su vida y él subsistía junto a su esposa. Como casi no tenían diálogo, ni nada que se le pareciera, Desgastado consideró que la relación era irrecuperable y tomó la decisión en un momento de crisis. Había llegado al punto de que le molestara la sola presencia de su compañera.

Decidieron separarse civilizadamente. A ella, recíprocamente, la presencia de Desgastado la molestaba.

La oficina donde estaba empleado también sufrió las consecuencias del hartazgo: jefes y compañeros habían dejado de tener cabida en la valija de lo cotidiano. Por eso, una mañana, se dirigió directamente a la dirección de personal y presentó la renuncia. A nadie le importó demasiado, sólo dos personas le preguntaron si había conseguido algo mejor. Respondió que no para no dar explicaciones.

Apenas pisó la calle, en pleno centro de la ciudad, comenzó a sentirse libre. No quería seguir haciendo la vida que había realizado durante años. Recordó que uno de sus abuelos, entre otras cosas, fue buscador de oro. Y como nunca encontró ni una miserable pepita, vivió de changas, libre como el viento. ¿Por qué no imitar esa forma de vida? ¿Por qué no probar ahora que era libre?

Regresó a su departamento, hizo la valija con lo necesario, juntó fotos de sus hijos que no veía desde hacía casi un año y partió sin rumbo fijo. En “El viejo bar” de Córdoba y Jean Jaurès, tomó un café como pretexto para ordenar las ideas. Mientras observaba girar la cucharita en el pocillo, le llamó la atención la facilidad de su decisión, tal vez el aguacero, intuyó, llegaría en otro momento. Varios minutos se quedó ensimismado, mirando la mesa verde con bordes de madera, hasta que lo sacó de sus pensamientos la máquina de café exprés que bufaba pedido tras pedido a esa hora de la mañana. La plaza estaba vacía, era muy temprano: ni enamorados, ni niños jugando, sólo el placero.

La determinación estaba tomada. ¿Por qué no continuar los pasos dejados por aquel abuelo buscador de la utopía del oro? Aunque, quien sabe, tal vez la importancia no estaba en encontrar oro, si no en su auténtica vida. Sentía un mandato ancestral que lo empujaba hacia lo desconocido.

Buscar era simplemente una idea. Escudriñar lo que sabía de antemano que era casi imposible y, sin embargo, era la puerta para poder acercarse a otra manera de vivir, ponerle el cuerpo a otro tipo de tareas que no le quemaran el cerebro. ¿Cuántos años de vida útil me quedan?

La estación de Retiro aparecía atestada de personas y valijas, micros que entraban y salían. Los choferes subían bártulos a los transportes a toda velocidad para poder cumplir con el horario.

Una vez sentado, sin compañero a su lado, se quedó profundamente dormido. Creyó haber soñado…pero como siempre, no recordaba nada.

A mitad de camino se despertó en una de las paradas, bajo a orinar y a tomar un café fuerte para despejarse… pero el elixir no logró el objetivo, volvió a apoltronarse en el asiento para dormirse y seguir soñando.

Llegó a destino casi sin pensarlo, como llevado por una mano invisible. El micro estacionó en la única dársena libre, aunque la última vez que pasó por “El Pago”, recordó, no había terminal. La que construyeron era muy pequeña, sólo tenía capacidad para cuatro micros, pero más no hacía falta.

El pueblo no había cambiado demasiado: sobre la calle principal la misma pizzería que tenía un sector de bar con un pequeño reservado y al fondo del local, pasando el horno, el lugar donde los parroquianos bebían sus copas diarias en horarios casi exactos. Aunque no tenía conocidos en ese poblado, pronto se los hizo al comentar lo de su abuelo, conocido como el loco del oro. Fue entonces que, asesorado por algunos vecinos, pudo utilizar la vieja estación ferroviaria como vivienda. Tenía un amplio ambiente disponible que en otros años funcionó como sala de espera y, pared por medio, otro salón era la biblioteca. Cruzando el andén, un tala enorme cobijaba una cantidad sorprendente de pájaros, especialmente jilgueros, que al mediodía cantaban hasta fortalecer el espíritu de Desgastado.

Aparecieron las primeras changas: cortar pasto y hacer arreglos caseros. Desgastado Fernández comenzaba a vivir una libertad que nunca imaginó. Entre mate y mate en los horarios libres, que eran varios y administrados como le complacía, se le ocurrió que tanta felicidad lo abrumaba y hasta le daba temor. ¿Por qué no me permito ser feliz?

La felicidad comenzó con el ordenamiento de su vida. Compró un carro con llantas y cubiertas de auto, más una yegua de mediano porte y edad. “Para el trabajo a realizar está más que bien”.

Primera parte

ARRIBO

Las calles del poblado siempre tranquilas, nada nuevo acontecía. Lo último en importancia para los vecinos fue su llegada, hacía ya un par de meses. Sin embargo, volverían a sorprenderse: cerca del mediodía, cuando en el pueblo los negocios se aprestan a cerrar, apareció apurado un hombre alto, flaco, cargado de hombros. Sus cabellos lacios, canosos, delataban que rondaba los sesenta años. Hablaba pausado como si estuviera masticando. Se presentó en la única inmobiliaria diciendo necesitar una vivienda en lo posible austera, pero con los servicios necesarios como gas de garrafa, buena instalación de agua y sanitarios. Vital un patio y terreno, aunque no fuese muy grande. El martillero lo miró y, dando vuelta un libraco con fotos hacia el hombre, comenzó a mostrarle lo que podía ofrecerle. No llevó demasiado tiempo ponerse de acuerdo: pactado el precio del alquiler y otros detalles sellaron el contrato de locación.

El martillero alto y gordo, que duplicaba a lo ancho el cuerpo del cliente preguntó:

— ¿Cuántas personas…? ¿Hay menores?

El flaco y desgarbado contestó con evasivas. El martillero repitió la pregunta obteniendo por respuesta otra pregunta que nada tenía que ver con la operación. Pensó: este tipo no me agrada.

La casa que el cargado de hombros eligió estaba hacía tiempo en alquiler y no era para menos. Era una vivienda cuya construcción principal rondaba los ochenta años y el resto fue hecho de pegotes, a la medida cambiante de las necesidades de una familia de clase media baja. De todas maneras, el martillero ya estaba decidido: con un buen contrato y dos garantías comprobables, aunque fueran de otro lugar, estaba más que bien

El flaco, canoso y desgarbado pagaba rigurosamente del primero al diez de cada mes el leonino tributo que le había hecho firmar el gordo dueño de la inmobiliaria.

Una vez por mes llegaba a la vivienda una mujer bonita y elegante, cuarentona. De rostro triste a pesar de su dibujada sonrisa, se comunicaba poco con el vecindario. Vestía ropas delicadas, oscuras, que resaltaban su extrema blancura y usaba grandes carteras de cuero que variaba en cada visita. Puntualmente, abría ventanas y puertas y aseaba todos los ambientes con total dedicación; incluso le hizo reparar al dueño, por medio del martillero, cerraduras, persianas y puertas que no entraban con facilidad en los marcos.

El día de la Independencia, muy temprano, llegó a la casa un camión de grandes dimensiones. En las puertas y en la caja se dejaba leer con grandes letras: “Mudanzas El Fulano” y una dirección de Río Negro. Estacionó frente a la humilde casita y bajaron de la cabina tres fortachones. Abrieron las puertas traseras del transporte y quedaron a la vista los poquísimos muebles que transportaba: un despropósito para tanto camión. Pocos bártulos, sin embargo, de muy buena calidad. Detrás del camión estacionó un automóvil negro de alta gama conducido por el flaco, alto y desgarbado, acompañado por la hermosa mujer que mantuvo la casa durante meses en buen estado, incluso haciéndole mejoras. En el asiento posterior dormía una beba que comenzó a despertarse. Los elementos y muebles eran tan escasos que, en un abrir y cerrar de ojos, todo estuvo ordenado dentro del domicilio.

El vecindario comenzó a preguntarse quienes eran estas personas. ¿A qué venían de tan lejos? La dirección del camión dejaba entrever que habían recorrido muchos kilómetros antes de llegar a “El Pago”. A partir de esa situación se crearon decenas de historias.

CHISMES

Eloy, el escritor del pueblo. El chino Lim-zul, dueño del súper más grande y barato del lugar. Jacinto, el turco Ali-Kal, Supliciado a quien se creyó muerto en un incendio y, a los dos días, apareció en una calle de tierra del barrio Belgrano, David Mortenssen hijo del enterrador del cementerio que, junto a Camilo, todos los siete de mes viajaban a Buenos Aires, más precisamente a San Cayetano, para pedirle al santo trabajo, aunque se comentaba que no sabían hacerlo: el santo estaba de vacaciones o ellos iban borrachos a otro lado. Cerraba la barra Bernabé, tal su nombre artístico por jugar al fobal y tener un cañón en la zurda. Le decían también burro mañero… Se juntaban en la peña de los viernes a comer y a chismosear los últimos acontecimientos del pueblo. Funcionaban como terapéuticos los encuentros, aunque la mayoría de los participantes no se dieran cuenta de ello. Por supuesto que vino al ruedo el comentario de la nueva vecina, la elegante mujer de cuatro décadas que llamaba poderosamente la atención por ser bonita y nueva en la sociedad pueblerina. En los pueblos, los forasteros son mirados con desconfianza, luego se exacerban sus buenas o regulares virtudes.

El chino Lim- zul acotó que se llamaba Amalia, era soltera y tenía una beba de unos meses, sin saber calcular cuántos.

Eloy lo miró al chino suspicazmente y el chino respondió: “Conmigo no cuentes que ya tuve quilombos con los cuentos”. A Lim-zul se lo había involucrado en una relación amorosa para tapar otros acontecimientos nefastos ocurridos en el “El Pago”, que involucraban a caretas locales que manejaban la economía y la sociedad del lugar. Estafadores de tres por cuatro. El chino no era tímido, era encarador.

La cuestión derivó en chismes de sobremesa y vaso de vino va, otro que viene, el tema de la mujer volvió a ocupar el centro de la conversación. Alí Kal lo tiró como quien remata la tercera con el ancho de espada:

—El tipo que mantiene a la mujer es un cura.

A lo que Bernabé respondió:

—Dejate de joder, de dónde sacaste ese bolazo turco. ¿Cómo sabés vos eso?

—Porque me lo dijo el gordo de la inmobiliaria.

— ¡No te puedo creer! Bueno eso no quiere decir nada.

Camilo sintió la necesidad de intervenir:

—No quiere decir nada, pero puede decir bastante a futuro.

—Déjense de joder —acotó David— y que cada uno haga su vida como pueda.

Ali kal quiso suavizar un poquito:

—Es un comentario de entrecasa, tampoco es para darlo por cierto. Ustedes saben que el gordo de la inmobiliaria es un fanfarrón. Con tal de ser el centro de atracción en una conversación dice cualquier cosa.

El tema quedó agotado.

Lim Zul tiró otra picante, para que la noche no decaiga:

— ¿Y qué me cuentan del que vive en la estación?

—Otro loco —terció Camilo—. ¿Qué querés que te digamos?

—A mí me pareció un buen tipo. Vino a laburar a casa y es excelente, además, te cobra y no te mata —cerró David.

Mientras tanto del otro lado del pueblo y horas antes a que los muchachos comenzaran con su reunión habitual, la mujer hermosa iba y venía haciendo sus mandados, siempre elegante, arreglada como para ir de paseo, casi sin mirar a nadie. Sin embargo, era agradable: hablaba con los comerciantes y algunos vecinos de bueyes perdidos, de la beba que estaba hermosa y que era la razón de su vida. No podía quitar de su rostro ese halo de tristeza que siempre la acompañaba. El flaco, desgarbado y encorvado se hacía presente una o dos veces al mes, se quedaba una noche y partía en su moderno coche negro para volver semanas después.

La cuestión es que, mientras esperaba ser atendida en la verdulería, una vecina no pudo con su genio y le preguntó a la elegante Amalia:

— ¿Quién es ese hombre que viene cada tanto de visita, su esposo? Amalia respondió que era el tío de la nena.

— ¿Su hermano?” retrucó la indiscreta vecina.

—No…No. Mi cuñado. El hermano del papá —cerró Amalia. Y el tema quedó archivado por un tiempo, hasta que la vecina, en otro encuentro, volvió a preguntar:

— ¿Y su esposo no viene a verla?

—Estamos distanciados… —obtuvo por respuesta.

PERSONAJES:

La mujer vestida de largo llamó a la puerta de la casa de Amalia. Se habían hecho conocidas en la carnicería por coincidir en los horarios de los mandados. El alto y desgarbado le había prohibido a Amalia juntarse con esa mujer, simplemente porque no le gustaba su aspecto, pero Amalia se sentía tan sola que desobedeció la prohibición. Rosita Largoú, así se llamaba la visita, volvió a palmear y esperó. Cuando Amalia abrió, cambiaron breves palabras a través de la reja y Largoú se despidió siguiendo de inmediato su camino. Rosa era oriunda del pueblo lo mismo sus padres y sus abuelos. Cincuentona y separada hacía años, nunca se le conoció romance alguno luego, amén su matrimonio, claro. Mujer tranquila aunque de carácter, no se daba por vencida así nomás y se destacaba por su solidaridad. Se jubiló como maestra de grado, cansada de repetir: “Los pibes no son como antes, en algunos hogares no reciben nada, piensan los padres que la escuela les debe dar todo y ellos miran. La escuela no da abasto, no se puede tener comedores, enseñarles, y contenerlos sin los medios económicos suficientes… Así, en la primera oportunidad se jubiló. Vivía sola en la casa que le había quedado como herencia de su padre. Nadie sabía por qué el fanatismo por los vestidos largos, incluso los usaba cuando trabajaba de maestra: su delantal blanco hasta apenas debajo de la rodilla y sus vestidos, largos hasta media pierna o más. Los pibes le habían puesto muchos apodos, pero el que más prendió y había llegado a sus oídos era el de “La Polleruda”.

Otro de los oriundos del pueblo era Delisio, albañil casi de nacimiento, oficio que heredó de su padre. Hacía días que estaba ocupado arreglando el frente de la vivienda frente a la casa de Amalia. Se comentaba que el joven era buchón y entregador de personas del pueblo y alrededores. Algunas noches se lo había visto en procedimientos nocturnos donde levantaban gente. Se decía que trabajaba para los servicios secretos del estado. Varias veces Delisio había observado a la elegante Amalia entrar y salir de su casa. Hubiera querido de muy buena gana decirle algo sobre su hermosura, pero no se animó; no por timidez, sino porque para él era una mujer prohibida. Tal vez en otro momento lo hubiera hecho. Sabía muy bien el joven Delisio que no debía ser sospechado de los movimientos que llevaba a cabo paralelamente a la albañilería y, mucho menos, meterse en territorios que no le correspondían.