El laberinto del olvido - Mar Hernández - E-Book

El laberinto del olvido E-Book

Mar Hernández

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Beschreibung

"Me atravesó con sus pupilas negras, mis dueñas durante una década. Por esa mirada sería capaz de desafiar a nuestras diosas, de comenzar una guerra".   Astrid es un puzle de piezas rotas, una historia de otra época, un misterio sin solución y olvidado en el desierto. Debería estar muerta. Sin embargo, sobrevive descuartizada en la oscuridad plagada de fantasmas. Se aferra a la voz de su amada Circe, su única guía en el abismo, en el negro y en el vacío. Siglos más tarde, rescatan a Astrid de su condena. Remendar su cuerpo es más fácil que curar su mente rota por el tiempo y la pena. Pero contará con la ayuda de una buena amiga y de un arqueólogo que la atrae demasiado. Mientras intenta reconstruirse en el presente, rebusca los pedazos de su glorioso pasado como guerrera inmortal de las Athánatoi, cuando disfrutaba del respeto de sus hermanas y del amor de Circe, a quien no podía negarle nada. Pero las mentiras destrozaron sus creencias y su equilibrio. Y el amor le robó todo lo demás. Hasta ahora. Si es capaz de enfrentarse a viejos miedos y aceptar amores nuevos, quizás pueda recuperar un pedazo de lo que le arrebataron.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 María del Mar Hernández Morante

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

El laberinto del olvido, n.º 22 - abril 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411808286

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

1

II

3

IV

5

VI

7

VIII

9

X

11

XII

13

XIV

15

XVI

17

XVIII

19

XX

21

XXII

23

XXIV

25

XXVI

27

XXVIII

29

XXX

31

XXXII

33

XXXIV

35

XXXVI

37

XXXVIII

39

XL

41

XLII

43

XLIV

45

XLVI

47

XLVIII

49

L

51

LII

53

LIV

55

LVI

57

LVIII

59

LX

61

LXII

63

LXIV

65

Epílogo

Glosario

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A Enrique Corts, mi luz de guía en la vida

Prólogo

 

Me lo robó todo.

Cortó mi carne y mis huesos.

Me condenó a vivir en la muerte.

Y no me creyó capaz de vengarme.

1

 

SUBSISTIR EN EL NEGRO

 

 

 

 

En el negro se dedica a contar las estrellas que solo aparecen por el rabillo del ojo porque es imposible mirarlas de frente. Es tan satisfactorio como enumerar los granos de arena de su viejo desierto blanco y las gotas del licor caro con las que llenaba sus copas en los días de fiesta y victoria.

Ve destellos de su amada, de quien no recuerda casi nada. La siente muy cerca, aunque ha olvidado hasta su nombre. Escucha la música que tejen sus dedos y la acompaña en la risa y en el canto de canciones perdidas.

—Nunca tuve don para ese arte.

—¿Qué importa? —Cree que ella le susurra desde la negrura.

—Tú eres la poetisa, mi luz, mi guía —le responde con una sonrisa que estira—. Sin ti, ¿qué sentido tiene la vida?

—¿Acaso lo has buscado, amada mía?

—En el vacío se encuentran pocas cosas, sobre todo motivos de peso.

—No los hallarás en el aquí y en el ahora, sino en el tiempo.

Y se aferra a esa idea, a lo único que le queda de ella.

II

 

DUELO DE CAMPEONES

 

 

 

 

¡Clinck!

El grito del hierro inauguró el Duelo de Campeones. La matriarca me había concedido el honor de defender Äspro, nuestra ciudad, y al mediodía me enfrentaba al mejor de los guerreros de uno de los clanes rivales. Cerca de la frontera entre el mundo de los hombres y nuestro Desierto de Marfil, chocaban y chocaban nuestras armas, deseosas de hundirse en la carne y malgastar sangre. No importaba si era la mía o la suya, solo uno de los dos saldría de allí sin vida. Y no sería yo.

¡Clinck, clanck!

Creábamos la música de un baile único, yo con mi espada y mi escudo, él con su lanza de punta ancha y sus pasos contados en el suelo. La melodía arrítmica de nuestros cuerpos nos acompañaría hasta el final del duelo, aderezada también con quejidos metálicos, golpes secos y jadeos.

Mi enemigo pertenecía al clan Bótavo, y los suyos, ruidosos y salvajes, gritaban al borde del campo de batalla como tantos otros que quisieron conquistarnos antes. Yo, general del consejo de polemistés, guerrera élite de las Athánatoi, instruida en idiomas antiguos y costumbres de los hombres, no escuchaba a mis hermanas de armas en el lado opuesto ya que todas guardaban silencio; incluso la indomable Desdémona se mordía la lengua.

El Duelo de Campeones duraba demasiado, lo vi en el gesto de nuestra matriarca y en la manera en que mis hermanas se tensaban.

Debía acabar con la amenaza.

Debía darle el golpe de gracia.

Un ataque certero del enemigo me destrozó la mano izquierda y perdí mi escudo en la arena.

«¡Maldita idiota!». Las distracciones se pagaban con sangre. El dolor llegaría después, cuando se desvanecieran los remedios de las sanadoras.

Apreté los dientes antes del siguiente golpe. Le arranqué el casco de cuero con un solo gesto y lo derribé con mi segundo movimiento. Olía nuestro sudor, su miedo a la derrota, a la muerte, y me reí. Yo no temía por mi suerte.

¡Clinck, clanck, clonck!

Debía honrar a mi clan, acabar con nuestro enemigo y cerrarle esos ojos verdes que compartía con todos los demás rivales de su clan.

Ese duelo tampoco lo ganarían.

Les demostraría que de nada servía que educaran a sus niños para enfrentarse a nosotras. Ni toda su fuerza, ni toda su habilidad, ni toda su astucia acabarían con las Athánatoi, aunque la lógica de su mundo les gritara lo opuesto.

Soltó un quejido al atravesarme con la ciénaga de su mirada y yo lo ensarté con mi espada, hasta el fondo, hasta el suelo blanco. Él hubiera hecho lo mismo, si hubiera podido.

Abrió la boca como un pez a punto de ahogarse en tierra firme. Había fallado a su rey y a su gente. Su clan no conquistaría nuestras tierras, no tomaría Äspro, ni reclamaría nuestras riquezas. Tampoco descubrirían nuestros secretos enterrados bajo la arena, la piedra y el tiempo. Jamás sabrían por qué las guerreras Athánatoi no perecían a pesar de sus heridas, por qué eran más altas, más grandes y más fuertes que muchos de sus hombres. Por qué perdimos el color en la piel y los cabellos y por qué alrededor de nuestros ojos habitaba un halo negro.

—Maldita seas. —Escupió borbotones de sangre contra mi cara.

Levantó su arma, quería llevarme con él y desencadenar así otro Duelo de Campeones. No comprendía que el resultado sería el mismo y que cualquiera de mis hermanas descoloridas vencería a su mejor guerrero. Quizás no de la manera más noble, quizás no de la manera más justa, pero en el amor y la guerra usábamos todo lo que estaba en nuestra mano.

Inmovilicé su cuerpo entero, su muñeca crujió bajo mi rodilla mientras escupía entre los dientes palabras que pudieran acertar donde erró su último golpe.

—¡Te condeno a una existencia miserable!

—Ya me maldijeron antes de tu nacimiento.

Su expresión me arrancó otra carcajada. Todas las leyendas y habladurías sobre mi clan cobraron un nuevo sentido en la cabeza de mi enemigo.

—No malgastes tu vida. —El pensamiento se deslizó entre mis labios sin que pudiera detenerlo como lo retenía a él contra la arena del desierto—. Ríndete ante nosotras.

Le pedía demasiado. Lo vi en su boca torcida y la dureza de sus ojos de pescado.

—¡Jamás! Algún día os vencerán. Os convertirán en esclavas y os arrebatarán estas tierras y vuestras riquezas.

—Una probabilidad remota, sin embargo, si alguna vez se diera ese caso, tú no vivirás para contemplarlo.

—¡Por mi rey! —Aceptó su final con su último aliento, con un último gesto.

¡Crack!

Sonó a hueso roto.

Noté el golpe en la sien y mi cabello albo refulgió delante de mis ojos un instante. El negro cubrió mi entendimiento.

Cuando volví a erguirme, algo denso me chorreaba por el lateral de la cara, por la barbilla, y manchaba de rojo intenso la arena blanca de nuestro desierto. Entonces vi los restos blandos que salpicaban el pomo de la daga aún en su mano. Un arma escondida entre sus ropas que no había visto hasta ahora.

El cerebro se me derramaba por el cráneo abierto como lo hacía el mundo, empeñado en zozobrar hacia un costado. Con los bordes de la visión emborronados, me obstiné en cubrir el agujero con la palma de la mano. Se me escapó un alarido de furia por el desprecio hacia mi clemencia que desafiaba las costumbres de nuestras tierras.

No podía pensar, solo sentir más allá de la carne y las pócimas de las sanadoras.

Hundí la mano en el agujero que mi arma le había dejado en el pecho y sujeté los últimos latidos de vida entre los dedos destrozados. Le arranqué el corazón con esa rabia que siempre aprovechaba un despiste para alzarse con el dominio de las emociones. Escuché muchas voces alzarse, el horror tintaba sus timbres cuando levanté la entraña escarlata hacia los cielos de la mañana.

—¡Por mí, por mis hermanas, por mi clan! ¡Por las Athánatoi! ¡Por Äspro, nuestra ciudad!

Mi grito de victoria me rasgó la garganta.

Sabía que mis ojos se habrían cubierto con el poder del abismo, con el negro intenso. La ira se transformó en satisfacción por haber cumplido, por haber salvado a mis hermanas y por haber acabado el Duelo de Campeones con una muerte para ellos y una nueva victoria para nosotras.

3

 

DESCANSO ETERNO

 

 

 

 

Hace mucho que no grita, que no piensa, el abrazo del negro no la deja.

A veces es cálido, a veces es frío.

A veces quema, a veces hiela.

El color de sonidos lejanos, del ahora, del pasado.

¡Quiere olvidar!

¡Quiere recordar!

El final nunca llega. Se ríe y llora; llora y ríe porque el equilibrio no existe. Porque la balanza siempre pesa del mismo lado, del mismo color.

¡Negro!

—¡No es justo! —grita en las tinieblas.

—¿Quién dijo que debería serlo? —responde la voz de su amada, que siempre la ha acompañado.

El hambre, la sed y las heridas abiertas empujan a la cordura por el agujero del cráneo, ese que abrió el enemigo, ese que cerró a ojos de todas, pero que siempre permaneció abierto bajo piel y hueso; esa diminuta salida por donde escapan todos los pensamientos, todos los deseos importantes como el de huir. Sin embargo, un cuerpo descuartizado no se mueve ni un suspiro. ¿Cómo podría cuando lo han clavado a la roca y cercenado sus miembros?

—¡Ja, ja, ja!

Sus carcajadas retumban en el mausoleo del clan. No está sola, las que fueron como ella la acompañan…

No, lo hacen sus fantasmas que tuvieron la suerte de cara.

Oye sus voces.

Oye sus risas.

Oye sus llantos.

¡Negro!

Es un puzle de piezas rotas, una historia de otra época, un misterio olvidado en el desierto.

Debería estar muerta.

No debería estar viva.

¡Negro!

¡Negro!

¡Negro!

El color ciego, mudo y sordo. Como ella, que ni ve, ni habla, ni escucha.

IV

 

CIRCE

 

 

 

 

Desperté con la bienvenida del incienso. Desde el lecho reconocí las paredes ocres, los muebles y los murales. La boca me sabía a tierra y metal como siempre que tomaba los mejunjes de las sanadoras; cuando luchaba más allá de cualquier límite mortal.

Uno de nuestros esclavos más jóvenes salió corriendo de la habitación en cuanto me incorporé, cubierta de vendas manchadas y remedios ancestrales que ya no servirían de nada.

El enemigo me había destrozado por dentro y por fuera. Yo también lo rompí, por fuera y por dentro.

Yo seguía viva y él estaba muerto.

—¿Ya te has despertado, Astrid?

Reconocí el tonillo burlón de Circe al entrar en la habitación como un torbellino de ropas livianas, una luz abriéndose paso en la oscuridad de mi mundo, de mi abismo, de mi vacío. El cabello negro y rizado le envolvía los hombros. Adoraba su piel cobriza, sus andares reposados y esa expresión traviesa, que deseaba borrar con besos, caricias y susurros obscenos, pero me contuve porque aún notaba los efectos secundarios del duelo. Si la amaba, quería ser dueña de mi cuerpo y disfrutar de todos sus recovecos.

—¿Cuánto he dormido?

—Un día entero. —Se sentó a mi lado como una ráfaga de flores frescas.

Me atravesó con sus pupilas negras, mis dueñas durante una década. Por esa mirada sería capaz de desafiar a nuestras diosas, de comenzar una guerra.

—¿Cómo te encuentras?

—Entumecida. Atontada. Como en un sueño. —Alcé la mano vendada hacia su mejilla.

Ella se acomodó sobre la palma y me besó con sus labios dorados.

—Descansa, mi amor —dijo con el deseo en cada gesto—. Los daños en la cabeza son los más peligrosos.

Busqué el agujero junto a la sien. No sentí nada bajo las vendas, tras los elixires de las sanadoras, que mantenían a buen recaudo la resaca del encuentro.

Circe me ofreció agua, que limpió el hierro y la tierra de mi boca, los empujó al vacío, donde lanzaba todo lo que no me importaba. Me ayudó a acomodarme en el lecho mientras yo me recreaba en sus pechos, asomados con descaro al escote de su vestido. Anhelaba tocarlos, recorrer todas sus curvas hasta el agotamiento.

La amaba más de lo que nunca le confesaría. Me atrajo su belleza exótica de uno de los clanes de las tierras fronterizas con los que comerciábamos; reverenciaba sus curvas generosas, su voz prodigiosa y su habilidad para componer melodías preciosas. Aunque me conquistó lo que había mucho más adentro, tras la piel, los músculos y los huesos.

—¿Por qué te dejaste destrozar así en el duelo, amada mía? —Me amonestó con el dedo.

La risa se me escapó loca, demasiado feliz porque todo hubiera ocurrido tal y como debía ocurrir.

—Quería dar un poco de espectáculo —le quité importancia—, ya que ese clan había venido de lejos para enfrentarse a nosotras según las viejas normas.

—La próxima vez procura que no te rompan la cabeza —me advirtió con aspereza.

—Lo intentaré.

—Has perdido tres dientes y dos muelas. —Zarandeó un frasquito de cristal donde un puñado de piezas dentales bailaban junto a otras tantas. Con la lengua torpe por los remedios, encontré las nuevas abriéndose ya paso en mi boca—. En algún momento me haré un collar o una diadema con ellas.

—Y estarías aún más hermosa —respondí burlona.

La imaginé con un tocado hecho con mis dientes, con mis muelas, con mis huesos y mi piel pálida; la imaginé como una reina de bronce, intimidante y grotesca y que yo amaría hasta el fin de los días.

—El campeón de los Bótavo te destrozó la mano izquierda, te rajó los intestinos, te rompió algunas costillas… —recitó mis daños como quien enumera los ingredientes de una buena receta—. Te cortó tantas veces que las sanadoras no se molestaron en contarlas.

—No hace falta que sigas —hice un gesto leve con la cabeza partida—, apenas hay rastro de las heridas.

—Han sanado rápido. —Asintió con su halo de rizos negros, cada uno de ellos me llamaba, me atraía, me tentaba—. Lo que de verdad me preocupa es la brecha en tu mollera. Podrías haber perdido la razón como le ocurrió a Hera.

—No temas, no he perdido la poca cordura que me queda.

—Eso espero, porque cantaré una canción nueva en la fiesta de la victoria y quiero que me veas.

—Una maravillosa noticia. —Detestaba las celebraciones porque mi puesto de general dentro del consejo de polemistés me obligaba a compartir mesa y comida con Desdémona.

«No existen remedios para el odio que nos profesamos».

—Ah, se me olvidaba lo más importante. —Se inclinó sobre mí. El mundo quedó eclipsado por su cabellera abundante. Solo veía su rostro, sus negros ojos—. El clan Bótavo ha incluido una buena remesa de prisioneros para cumplir con el pago acordado.

Me vi reflejada en sus pupilas ansiosas y torcí la boca.

—Algunos parecen aptos para la cría —canturreó, y yo me estremecí entera. Tras esas palabras escondía su anhelo más íntimo, el único que yo no podía concederle—. Ya hablaremos cuando te recuperes.

Me ofreció flor de sueño con una expresión dulce y opuesta al sabor de las pócimas de las sanadoras. Bebí hasta la última gota porque necesitaba una tregua de varias horas en mi abismo.

En mi vacío.

En mi negro.

5

 

ROMPECABEZAS DE CARNE Y HUESO

 

 

 

 

El color se deshilacha con el ruido de rocas, de voces lejanas, de un resplandor que avanza tras su espalda rota. Quiere girar la cabeza, pero jamás ha cedido a sus deseos en toda la oscuridad que han compartido.

—¿Quién se acerca? —Su boca tampoco obedece, seca y contraída sobre las encías. Sí escucha las palabras rebotar en la testa.

Se ríe de su ocurrencia.

—Nadie puede encontrar este lugar —la voz compañera asegura con tanta certeza que no cree a los ruidos ni a las voces que susurran en la lejanía.

¡Negro!

Es el aire que respira, el mundo que ve, el tacto que siente y su único alimento.

¡Negro!

Creer en otro color es una esperanza mundana. Ya ha jugado demasiado con la suerte, ya ha muerto y nacido dos veces. Las cuentas no cuadran por mucho que una nueva luz ahuyente al color que la abraza.

Distingue los perfiles de sus compañeras de armas, que aún conservan sus posturas heroicas y gallardas. Ninguna sobrevivió al tiempo, todas perdieron la cabeza, de una manera o de otra.

—Ella trajo la bendición. Ella trajo la maldición —escupe palabras rotas a la nada.

Hay otras siluetas que danzan en el límite de sus ojos secos, que se olvidaron de parpadear hace mucho, muchísimo tiempo. Seguro que son otros fantasmas que vienen a reclamar lo que en vida no le pudieron arrebatar. No tiene nada más que perder, tampoco que ganar.

El negro lo ha devorado todo: su piel, su carne y sus huesos.

Una multitud de soles acompaña a las voces que se acercan.

El blanco duele.

El blanco quema.

El blanco hiela.

—¡Apartaos de mí!

No los asusta con el grito que escupe tierra. Los recién llegados se inclinan sobre ella y no comprende su aspecto, sus palabras en otra lengua, y aúlla todo lo que ha guardado en el forro de la no vida. De la no muerte. De lo que no le ha podido decir a su amante.

—¡Negro!

—¡Negro!

—¡Negro!

En sus rostros vivos y sanos hay sorpresa y horror y determinación. Y un destello de verde salvador.

Arrancan los clavos de metal que mantenían sus pedazos en la roca. No siente dolor, o al menos no el mismo de aquella última hora. Espera que no olviden ninguna parte del rompecabezas que fue, que es.

El negro la abandona y sabe que lo echará de menos, como al silencio, como a la nada, a la quietud del mausoleo y a sus hermanas.

La transportan sin tiempo para despedirse de todas ellas. Quería contemplarlas de cerca, deleitarse en sus estatuas decapitadas, sus pedestales vacíos y sus ausencias.

«Gracias por acompañarme en esta segunda vida —les diría—. Vosotras tuvisteis más suerte. Vosotras sí encontrasteis la muerte».

VI

 

PRISIONEROS

 

 

 

 

La victoria en el Duelo de Campeones me permitía disfrutar de días sin obligaciones y en mi casa, escuchando el canto de mi amada y las melodías que sus dedos arrancaban al arpa. Nos gustaba sentarnos bajo la sombra de los árboles en el patio, en el banco de piedra, y saborear una buena cerveza.

«No me importaría pasar así el resto de mis días», pensé al desviar la atención del pergamino que estaba leyendo y contemplar a Circe en el otro extremo del asiento.

Sonó una nota discordante y se partió una cuerda en el momento más bello de la canción que recitaba. Ella dejó de cantar. La mañana ya no me pareció tan hermosa ni la cerveza tan sabrosa. El sol se escondió un momento tras alguna nube perdida y sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Estás bien? —pregunté obviando la incomodidad de las sombras que me parecían desmesuradas.

Circe asintió con vehemencia. Dejó el arpa sobre la piedra y se acercó hasta mí con ojos de ónix vibrante. Y el mundo recuperó los matices habituales, los ocres acentuados con colores descarados.

—Ya llevamos juntas diez años —dijo, torciendo la cabeza, y sus rizos se derramaron sobre ella—. ¿No quieres una hija a quien transmitir tus conocimientos, nuestra cultura, nuestro legado?

«No. Ese no es mi deseo».

—Ya no soy tan joven. —El gesto adusto marcó las arruguitas alrededor de su boca—. Me queda poco tiempo para convertirme en madre antes de ser una vieja arrugada que no sirve para nada.

—No digas tonterías. —Intenté borrar sus preocupaciones con besos sinceros.

—¿Me acompañas a dar un paseo? —Escapó de mis brazos como una culebra de agua.

Asentí con una risilla, pues sabía que si me negaba diría que no le gustaba verme en los rincones, silenciosa como una rata que devora pergaminos, tinta y palabras. Y yo volvería a explicarle que mis responsabilidades en el consejo me exigían conocer el mundo más allá de nuestros muros. ¿De dónde creía que provenían muchas de sus ropas, joyas o manjares que disfrutaba cada día?

—Vamos. —La seguí hacia la calle transitada y me guardé el reproche infantil en el negro.

Solo quería disfrutar de su compañía porque hacía demasiado que no compartíamos las mañanas soleadas de nuestra tierra.

«Quizás debería dejar que me rompieran de nuevo la sesera», bromeé conmigo misma.

La herida en la sien no era más grande que la cabeza de un alfiler, pero todas mis hermanas, hasta la maestra de las sanadoras, temían que se me escapara algo más que los sesos por ese agujero.

«Solo Desdémona hubiera salido más airosa de ese combate». Su nombre se coló en mis pensamientos. Ya no era la guerrera valerosa de antaño, sino un ser que inundaba su abismo interior con alcohol y drogas prohibidas. Se sentía fuerte y poderosa solo porque algunas creían sus tonterías sobre nuestra supremacía. Otras, entre las que se encontraba la matriarca, trataban de enderezarla con castigos ejemplares. No había servido de mucho que rebajaran sus privilegios, el peso de su voz en las decisiones del consejo ni que la obligaran a pagar todos los daños causados por sus fiestas desmedidas en los burdeles de nuestra ciudad. No había oro suficiente para compensar las vidas de los esclavos que por diversión había malgastado.

—Por todo eso me concedieron el honor de su puesto en el Duelo de Campeones —murmuré tras los pasos de mi amada—. Me pregunto cuánto tardará en echármelo en cara.

Disfruté de la voz prodigiosa de Circe y me sumergí en su canción antigua sobre dos guerreras valerosas que se amaban por encima de todas las cosas. Siempre me gustó su manera de someter palabras sencillas a las melodías de mi tierra.

Recorrimos de la mano el sendero junto al río, lejos de las calles principales, cerca de las segundas murallas. Las primeras se encontraban a más de ocho mil pies de distancia de nuestro oasis particular y nos camuflaba en el mismísimo centro del Desierto de Marfil con antiguos espejos. Las gentes de las ciudades cercanas habían aprendido a no adentrarse en nuestros dominios porque si el yermo no les arrebataba la vida, lo haríamos nosotras mismas. Nuestra supervivencia dependía de nuestra propia misantropía.

De nuestra bendición.

De nuestra condena.

Me sorprendí con la mirada sobre la torre del origen que sobresalía entre todas las demás construcciones de Äspro. Las cuatro estatuas de piedra alba en sus cuatro caras vigilaban los puntos cardinales del mundo y protegían lo que éramos con el mismo celo que nuestra matriarca, que el consejo de polemistés, que las sanadoras y todas mis hermanas de armas de piel y cabellera blanca.

Circe me distrajo con su presencia, su tacto suave, con su canto melodioso, que rellenaba el agujero de mi testa hueca.

Tras la arboleda alcanzamos el final del camino y recibí otro golpe de hierro en mi ego. Esta vez no hubo fractura visible, aunque escuché varias roturas por dentro.

¡Crick!

¡Crack!

¡Crock!

Circe eligió el sendero del río por una razón que me aguardaba allí, inalterable, inamovible, como la última vez que la vi. Un edificio de piedra muerta que apestaba a inmundicia mientras se quejaba y lloraba y aullaba.

—¿Por qué estamos aquí? —Soné menos brusca y más desesperada de lo que pretendía.

—Astrid, escúchame, por favor.

¿Cómo negarme al ónice de su mirada? Siempre me hundía en ella, olvidándome de mi falta de equilibrio. De la vida. De la muerte.

—Sé que no te gusta la idea de ser madre. —Circe me estrujó la mano entre sus dedos pequeños y habilidosos—. Yo seré quien la engendre.

No había otra manera, esa cualidad la perdí cien años atrás junto a mis compañeras de armas.

Le di la espalda porque frente a ella no era una de las generales del clan, sino una mujer aterrada, que se odiaba por no poder sacarse de sus entrañas lo que Circe necesitaba.

—Solo tienes que estar a mi lado. —Me bloqueó el paso con su cuerpo, su corazón palpitando contra mi pecho—. Será nuestra hija, nuestro legado en el mundo. Llevará tu nombre y mi sangre.

Debí negarme.

Debí marcharme.

En cambio, abracé su deseo como si fuera mío. Silencié todas las advertencias rebotando dentro de mi cráneo roto.

—¿Tanto la deseas? —susurré torpe.

—Es uno de mis mayores sueños —respondió con los ojos enormes y redondos como dos charcos de brea a punto de prenderse fuego—. No puedo posponerlo más, Astrid.

Suspiré en mi rendición. De todos los duelos, ese no lo ganaría ni con elixires ni experiencia ni sabiduría. Amaba demasiado a Circe como para impedirle ser lo que quisiera.

Entramos en la prisión oscura, fría y tan sucia como la recordaba; la primera vez para ella, no para mí. En mi juventud pasé muchas guardias custodiando a mujeres criminales, prisioneros de cría y esclavos desobedientes.

Expuse el motivo de nuestra visita a las guardianas, deseando salir cuanto antes de ese lugar al que no pertenecíamos. Las curvas envueltas en blanco de Circe apartaban la oscuridad de la prisión; atraía las miradas de guerreras y presas por igual porque representaba una esperanza, un deseo inalcanzable para todas, ¿incluso para mí?

«Sí. Siempre ha sido y será un espíritu libre».

—Los candidatos están en el segundo piso —indicó una de las carceleras que nos acompañaba.

Esas celdas se reservaban para presas especiales y prisioneros para la cría, seleccionados por la maestra de las sanadoras, Higía.

Todos los candidatos parecían gozar de buena salud. Ninguno de los diez me pareció ni la mitad de interesante que los sementales de nuestros establos. Quizás hubiera un par con rasgos más atractivos, pero todos exudaban odio, rebeldía y muchos problemas. No deseaba que nadie así se acercara a Circe y, mucho menos, intimara con ella.

Me apoyé en el muro mientras mi amada examinaba a los prisioneros que solo se cubrían las caderas con una faldilla. No me impresionaba el juego de luces y sombras sobre sus cuerpos bien formados. Yo era más grande y fuerte que muchos de ellos; otra consecuencia del vacío. Del negro.

¿Encontraría Circe alguno digno de su atención? La idea me incomodó como la picadura de un escorpión.

«Es su vida, es su elección».

Mi amada no elegiría a la ligera. Se paseaba por delante de las celdas con esa expresión inteligente que solo asomaba a su rostro cuando componía canciones complejas. No solo observaba el físico de los hombres tras los barrotes de las celdas, sino el objeto personal que les permitíamos conservar. Todos se aferraban a algún tipo de joya o reliquia con valor sentimental: colgantes familiares y anillos dorados me parecieron detalles mundanos.

Suspiré, intentando abrazar la calma que se me escapaba entre los dedos. Deseaba abandonar ese lugar, echar a correr y no detenerme hasta que todo regresara a su cauce. Hasta que todo volviera a calmarse.

Cambié de postura y descubrí una figura en la celda a mi izquierda. No me había percatado hasta ese momento porque estaba demasiado pendiente de mi compañera.

El prisionero nos ignoraba. Nada había perturbado su postura con las piernas cruzadas sobre un montón de paja y mucho menos su atención dedicada a un pergamino de piel de cabra.

«Un comportamiento inusual», pensé al apoyar el hombro contra una columna cercana.

Parecía un salvaje con el cabello y la barba despeinados y el cuerpo manchado. Tenía algún que otro corte y golpes, lo que significaba que se había resistido a su destino.

Me resultó interesante el contraste entre lo que mostraba su piel y la serenidad que escapaba de todo él.

—Quiero examinarlo de cerca. —Escuché la voz de Circe justo a mi lado.

Ella me miró vivaracha y decidida, señalando al prisionero que leía.

Las palabras se negaron a salir de mi boca y solo pude hacer un gesto lamentable con la testa.

Las carceleras permitieron a Circe entrar en la celda.

«No es buena idea». Contuve la respiración en cuanto ella estuvo a dos pasos del prisionero.

—Levántate —ordenó con la misma autoridad con que dirigía a los esclavos de nuestra casa.

Él no se movió. No despegó la vista del texto y su osadía me arrancó una sonrisa.

Una de las carceleras lo agarró de la cabellera y lo obligó a levantarse a base de golpes. Él ahogó sus quejidos y no soltó su pergamino.

Una vez en pie descubrí que era más alto de lo que había imaginado, aunque yo le sacaba una cabeza como a todos los hombres de los clanes. ¿Por qué se me agitó el pecho cuando nos desafió con su mirada verde? Sus ojos, característicos del clan Bótavo, vestían la misma juventud que en mi segundo nacimiento.

Circe lo rodeó un par de veces, fascinada. A simple vista no era muy diferente de los demás, con sus espaldas anchas y músculos bien definidos como un guerrero más. ¿Qué había visto en él que la hacía sonreír de esa manera?

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Evan —su voz grave resonó en las paredes de piedra—, soy hijo de…

—No importa quién fueras —lo cortó una de las carceleras—, aquí eres solo un prisionero.

Circe me sorprendió al tirar del nudo de su faldilla. Él cogió la tela antes de que resbalara al suelo. La guerrera a su lado le arrancó la prenda de las manos.

—¡Los brazos a los lados del cuerpo! —Y por si su orden no había quedado clara le hundió el puño en el costado.

Después de un quejido sordo y un gesto de dolor, el prisionero levantó la barbilla e hinchó el pecho. Se mostró desnudo, pero orgulloso, y me recordó al campeón que vencí en la arena. Sentí cierta excitación porque sería un magnífico contrincante en el campo de batalla… y en la cama.

Circe examinó la forma y el tamaño de su miembro flácido. No se diferenciaba mucho de la entrepierna de los pocos hombres con los que yo había yacido alguna vez. Quizás más grande o más pequeña o más delgada o más gruesa. Un detalle que no me importaba tanto como a ella. Me decepcionó que toda su búsqueda se hubiera reducido al tamaño de sus atributos masculinos.

Él me miró durante unos segundos como solo nos miramos los guerreros en el campo de batalla. Me erguí en toda mi altura, hinché el pecho como respuesta a su simple gesto.

—Es el candidato perfecto.

Me dio un vuelco el estómago al escuchar a mi amada.

—Debes presentar una solicitud formal ante la maestra de las sanadoras —informó la carcelera—. Si la acepta, lo prepararemos para el ritual.

Las palabras no gustaron al prisionero, lo vi en sus ojos claros y en la tensión de su cuerpo. Yo tampoco lo quería en mi vida porque le daría a mi amada lo que yo nunca podría.

—Iré a hablar con Higía enseguida —anunció Circe, resuelta.

«Es una pésima pésima idea». Y la advertencia era para mí, no para ella.

7

 

TERCER NACIMIENTO

 

 

 

 

Ha vuelto a nacer por tercera vez, una proeza milagrosa. Se ríe porque ella siempre se consideró una mujer demasiado simple para tamaña hazaña.

¿Por qué la sacaron del negro para lanzarla al blanco? Así no es como funciona esa vieja brujería que la mantiene con vida.

Su lengua juega con los nuevos dientes que crecen en sus encías viejas a pesar de no ser una niña.

La risa vuelve a estremecerla entera.

¿Quién quiere más oportunidades cuando solo eres una carcasa hueca?

Los extremos nunca son buenos compañeros. La luz la ha dejado tan ciega como la ausencia de ella. Sí que oye, sí que siente, sí que huele, pero aún no comprende… o no quiere hacerlo.

—¡No me gusta!

¿Dónde está el negro que a veces quema y a veces hiela? Al menos ahí sí que podía hablar con ella. Aquí no puede brillar más que el blanco y por eso cree que la ha abandonado.

—Vuelve —suplica entre risas, entre llantos.

¿Quién es el hombre que la observa? ¿Por qué hay tristeza en su mirada de hierba fresca? El cabello castaño resbala por sus hombros como en el pasado. Sin embargo, sus ropas y sus gestos pertenecen a otro tiempo.

—¿Te conozco? —El sonido se queda en su boca.

Él permanece quieto, como una estatua de piedra. Quizás lo impresionan los remiendos del cuerpo roto en la cama. Alguien ha cosido sus piezas como si fuera una de las muñecas de trapo que su amada arreglaba para las hijas de otras.

Espera tener todas las partes o al menos las esenciales.

—¿A quién va a importarle? —interroga al aire.

—A mí, amada mía. —Vuelve a escuchar su voz melodiosa y se relaja.

VIII

 

SU DESEO

 

 

 

 

Circe entró en casa con la furia desbocada. Su reunión con Higía había sido nefasta. Escondí mi alivio cuando me contó que a alguien más le interesaba el prisionero elegido. Intenté tranquilizarla mientras despotricaba sobre la que gozaba de un rango superior y, por tanto, de prioridad sobre ella. La abracé como siempre hacía cuando se enfurruñaba con algunas normas del clan porque, por desgracia, jamás ostentaría un reconocimiento como el mío.

Ni mis besos ni mis caricias consiguieron aplacarla. De su boca dorada escaparon improperios que podrían haber matado en el acto a esa persona que no le permitía alcanzar su deseo. No la tomé en serio, de lo contrario me habría marchado de mi propia casa. Cualquiera que la oyera diría que yo no le había dado todo lo que tenía: mi nombre, mi hogar, hasta la vida.

Mi corazón.

Mi alma atrapada en piedra.

Di un respingo cuando se quedó muda de repente. Me atravesó con una mirada astuta y me estremecí. No me gustó su expresión resuelta cuando se lanzó a los pies de mi diván, donde solía leer durante horas. Tragué saliva en cuanto abrió de nuevo la boca.

—Las sanadoras no te lo negarían si tú lo solicitaras —susurró y en su rostro floreció la esperanza.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —Hui hasta el borde contrario del asiento—. Tú eres quien lo desea.

—Solo me interesa lo que puede ofrecernos —trepó hasta mí como una gata—: una hija, una familia.

No podía escapar de ella, de su presencia. Me enfrenté al negro líquido de sus ojos y le recoloqué un rizo rebelde tras la oreja.

—¿No hay manera de que abandones esa idea? —Se me escapó un suspiro pesado.

—No. Deseo a ese prisionero. —Acortó las distancias entre las dos.

—¿Por qué?

—Porque es diferente a los demás —afirmó con tanta vehemencia que no me atreví a interrumpirla—. Hasta a ti te llamó la atención.

Me encogí de hombros para quitar importancia al detalle que no le había pasado por alto a mi amada.

—Es un guerrero como otro cualquiera —añadí distraída y me sonó a mentira.

—No. —Negó también con todo su ser—. No parece un bruto sin cerebro como el resto. Sabe leer, una cualidad inusual en un guerrero.

Levanté la carta en mi mano para rebatir sus argumentos. Ella sonrió, condescendiente.

—Me recuerda mucho a ti —admitió—. Tiene una mirada tan inteligente y astuta como la tuya.

La comparación, inesperada, me arrancó unas cuantas carcajadas.

—Solo necesitas su semilla —solté sin pensarlo—. Todas las demás cualidades son más bien irrelevantes.

—¡Te equivocas! —Su voz sonó como un rugido de tormenta—. Necesito las mejores virtudes para nuestra descendencia.

—Y su atractivo no te ha influido. —Me divertí un poco a su costa. Ella se apartó con una mueca de ofensa mal fingida—. ¿Ni siquiera su hombría?

La pregunta se escapó de mi lengua con un tono de mofa, aunque necesitaba saber su respuesta sincera. Circe se tensó como la cuerda de su arpa y en su rostro apareció una expresión culpable.

—Admito que me pareció el más atractivo —farfulló—. Entre las virtudes de nuestra hija también quiero que destaque la belleza.

Acaricié la calidez de su mejilla con mis dedos ásperos.

—Siendo tú su madre —dije—, es una cualidad segura.

—No me distraerás con tus halagos —me advirtió muy seria—. No existe otro candidato más idóneo para darnos la hija que deseamos.

Torcí el gesto y no dije nada. No podía impedirle alcanzar su sueño de convertirse en madre. Era su decisión, no la mía.

—Además, si permitimos que se lo quede la otra —se acercó hasta que nuestras narices se rozaron—, será una gran pérdida.

—¿Y por qué debería importarnos? —Aún me resistía a aceptar ese cambio drástico.

—Porque es Desdémona quien también lo desea.

Crack.

Otro sonido seco.

Otro golpe certero.

Otro daño interno.

No quería enfrentarme a Desdémona. La última tregua no pactada ya duraba varios meses. Habíamos decidido ignorarnos mutuamente, con distancia y sin palabras, nuestra forma de mantener a buen recaudo humillaciones, engaños, dolor y reproches. La única manera de que no intentáramos matarnos una vez más, ignorando el resultado final.

Ella trajo la maldición.

Ella trajo la bendición.

Ella provocó un cambio no deseado y me vengué de su osadía: le robé a Circe un buen día.

—Dame tiempo para pensarlo —supliqué antes de besarla como si fuera la última vez; como si quisiera quedarme con su sabor, su tacto, hasta con su esencia.

Le robé el aliento por un momento. Nos mirábamos entre el torbellino de blanco y negro, la mezcla de nuestras cabelleras sueltas, de nuestras pieles opuestas. El resto del mundo no importaba y, sin embargo, sentía su amenaza sobre nosotras.

«¡No! Este momento nos pertenece».

Solo una vez en toda mi existencia había sentido un terror similar y fue con mi primera muerte y mi segundo nacimiento. No estaba preparada para otra ruptura de mi orden desordenado, de mi equilibrio precario.

No me gustaba verme reflejada en los ojos oscuros de mi amada. Detestaba el deseo enfermizo de mi mirada clara, los labios delgados abiertos, la respiración acelerada. ¡Tanta necesidad no era buena! Mi amor por ella podría convertirse en otra condena.

—De acuerdo —sonrió pícara—, te concederé una tregua, mi brava guerrera.

Claudiqué a sus encantos cuando me mordió el labio. Su lengua juguetona descendió por mi barbilla, por mi cuello, derritiéndome por dentro. Imposible resistirse al olor, al tacto, a las curvas envueltas en telas caras. Circe ocupaba cada rincón de mi mente, de mis anhelos, sin dejar sitio a otro pensamiento.

Me quitó el cinturón, abrió mi túnica oscura en busca de mi piel desnuda; cubrió de besos húmedos mi clavícula y el camino entre mis pechos. Como si yo fuera uno de sus instrumentos musicales, Circe sabía tocarme. Sus caricias me arrancaban todo un repertorio de gemidos con los que podía haber compuesto una sinfonía a los placeres de la carne.

Hundí la mano entre sus cabellos, gruesos como cuerdas negras que me ataban a ella. La besé mientras mi amada jugueteaba con mis pezones, una mezcla entre dolor y deseo. Podría haberme pedido cualquier cosa en ese momento y yo se lo hubiera entregado todo. Como me entregaba al deseo, a sus ojos de ónice, a sus labios dorados y gruesos.

Descendió por mi vientre, tan duro y trabajado como el del prisionero que había elegido para convertirla en madre.

«No pienses en él».

Su rostro se coló en mi mente como a veces hacían los viejos recuerdos de Desdémona. ¡No quería verlo!, pero sus ojos me asaltaban con un verde brillante. Circe debió de notar mi distracción porque me mordió el cuello con saña.

¡Yo solo le pertenecía a ella!

Me lo dejó aún más claro cuando se apropió de mi entrepierna con la mano. Jugueteó con mis labios más íntimos, una pequeña venganza por mi falta de atención. Me contorsioné al son de sus caprichos y su risa.

—No seas tan cruel —le supliqué.

Ella se relamió despacio, la travesura iluminando su rostro de bronce. Se deslizó de nuevo hacia abajo, con mordisquitos sobre mi piel, aun sabiendo que cuanto más me hiciera sufrir, más la torturaría yo después.

Circe me separó las rodillas y hundió la cabeza entre mis piernas con maestría.

Grité.

Su lengua describía movimientos perfectos sobre mi punto de placer. Sabía acomodarse a mis necesidades, a mi ritmo, solo tenía que seguir la melodía de mis gritos.

La excitación ascendía con velocidad cuando cambió de nuevo el compás.

Alcancé el placer con un gruñido que llevaba su nombre.

Vi destellos de negro.

Vi destellos de blanco.

El mundo se volvió cristal fundido. Me olvidé de mí misma. Dejé de existir durante una fracción de segundo, durante un instante.

¿Así sería la verdadera muerte?

Nunca lo sabría.

En cuanto recuperé el aliento, en cuanto regresé a la realidad, la sonrisa lujuriosa de Circe me desafiaba. Era diferente a la que vi en la prisión, cuando eligió a su compañero de cría. El pánico volvió a agarrarme las tripas vacías y me vi obligada a borrar a ese hombre de su memoria, ¡la saciaría como él nunca podría!

No sería tierna, no sería delicada.

Rasgué sus ropas con mis propias manos, ella se carcajeó de mi anhelo. Bebí su aliento con mis besos. Recorrí su piel con la boca y los dedos porque hasta que no gritara como si la vida le fuera en ello, hasta que toda la casa, la ciudad, supiera que solo era mía, no pararía.

9

 

LA PRISIÓN BLANCA

 

 

 

 

En el blanco tampoco sabe contar el tiempo.

La nueva prisión tiene paredes frías y una cama demasiado blanda. Alfileres y cuerdas de colores salen de sus brazos vendados. No duelen como los clavos oxidados ni como las espadas que cortaron piel, carne, hueso y roca.

En el blanco no hay silencio.

El blanco es peor que el negro porque ella ya no la toca, ya no la calma cuando grita, cuando salta, cuando quiere escapar y una marea de brazos albos la sujetan contra el lecho.

Demasiados ojos la observan a través de cascos de cristal.

Demasiadas voces que no entiende.

Demasiado… de todo.

—Sobreviviré —jura entre dientes recuperados en una lengua antigua.

—Por supuesto, amada mía —responde la voz cantarina.

X

 

EÓLIDE

 

 

 

 

Al día siguiente escapé de los brazos de mi amada antes de que despertara. Hui de mi casa en busca de un oído que entendiera esa parte de mí que Circe no comprendía.

Encontré a Eólide en el patio de su hogar y en compañía de su sirviente favorito, un joven del clan Koráki, de cabello y ojos del color del carbón; el más agraciado y el mejor vestido de todos sus esclavos. Ella lo despidió con un beso, que estuvo a punto de devorar algo más que sus labios, ya que era más grande y corpulenta que él, que muchos hombres, que yo, que todas mis compañeras de armas.

El muchacho se despidió de su dueña con una sonrisa vivaracha, un gesto íntimo que ninguno de los dos escondía en mi presencia.

—¡Me alegro de verte entera, querida! —Eólide me estrechó entre sus brazos enormes, contra su torso duro como una roca, que resonaba con sus carcajadas.

—Esta vez ha costado un poquito más. —Me acaricié la parte izquierda de la sien.

—Los daños en la cabeza son los más difíciles de recuperar —su mueca fanfarrona le robó algo de su rudeza habitual—, incluso con los potingues de las sanadoras y nuestra naturaleza.

Me invitó a sentarme entre los cojines coloridos cerca del estanque, en el centro de sus dominios. Olía a naturaleza, a flores, a ella. Me ofreció el té de bienvenida, una costumbre heredada de Higía, su madre, que se formó como sanadora en ciudades lejanas. En sus viajes de estudio, su progenitora descubrió otras culturas, costumbres, y convivió con hombres. Eólide fue la recompensa más valiosa de esa etapa de su vida. La trajo en su vientre cuando regresó a Äspro y no la repudió al nacer con atributos masculinos como hubieran hecho otras muchas madres del clan, sino que aguardó a la ceremonia de madurez para que su hija tomara su propia decisión: ser una más o marcharse para siempre a vivir entre los hombres.

—Circe nos ha mantenido lejos de ti mientras te recuperabas —me reprochó, apartándose mechones blancos de la frente ancha—. Estoy enfadada con ambas.

—Lo siento. —Acompañé mi disculpa con una sonrisa.

—¿En qué estabas pensando, Astrid? —Sacudió la cabeza como hacían las viejas para reprimir a sus nietas—. Casi pierdes el Duelo de Campeones.

—Quería dar un poco de espectáculo —bromeé, pero mi amiga no se tragó la mentira.

—Has tenido suerte de que a la matriarca solo le importara la victoria. —Me dio una palmada en la espalda con una de sus manazas. Creía que escupiría un pulmón por la boca. ¿Cómo ese gesto amigable contenía tanta fuerza?—. En otras circunstancias te habría arrebatado privilegios como hizo con Desdémona por los estragos que causó entre los esclavos de los burdeles en su última fiesta.

—Si vuelven a concederme el honor de luchar por el clan —me froté el lado magullado—, prometo ser más prudente.

Varias lunas más tarde alguno de los otros clanes volvería a desafiarnos, pactaríamos las condiciones del Duelo de Campeones y una de nosotras se enfrentaría al mejor de sus hombres. ¿A quién otorgaría la matriarca tal honor? Por mucho que me fastidiara reconocerlo, Desdémona era la mejor opción.

—Han retrasado la fiesta de la victoria por tu culpa. —Eólide me acusó con una indignación mal fingida.

—Siento haberte privado de una buena borrachera, amiga mía.

—Descuida, ya celebré la victoria por mi cuenta —añadió con una expresión socarrona que volaba sobre mi hombro.

Me volví en busca de lo que había captado su atención. Como no podía ser de otra manera, su esclavo preferido cruzaba frente a las puertas abiertas del claustro. Si su relación salía de esas paredes podría traerle muchos problemas, pero Eólide era así, siempre en el límite de lo permitido, desafiando el equilibrio. Riéndose de todo, de lo contrario, no habría sobrevivido.

—Te perdiste la rendición de los Bótavo, querida —me echó en cara, porque tras mi victoria Higía dio la orden de que me llevaran a la Casa de Sanación—. Tenías que haber visto la cara del jefe cuando sus riquezas y sus ofrendas de carne y hueso no alcanzaron lo pactado. La matriarca y mi madre seleccionaron a un puñado de los hombres más atractivos del clan para compensar. Mirina silenció las protestas al mencionar a los dioses y las viejas reglas de estas tierras.

—Me disculpo por no haber podido asistir a la ceremonia de rendición —seguí su tono travieso—. A mi cuerpo roto no le pareció tan importante como atiborrarse con los remedios de las sanadoras.

—Deberían amonestarte —añadió entre risas—. En el duelo del año pasado me cortaron una mano —movió los dedos descoloridos y nuevos delante de mi cara—, mis tripas se desparramaron por la arena, y aguanté hasta el final.

—Porque te encanta ser el centro de atención sin importar las consecuencias.

—Mi madre tardó una eternidad en limpiarme las entrañas.

Estallamos en carcajadas. Eólide venció porque también estaba maldita.

O bendita.

Todo dependía del punto de vista.

—¿Cuándo entenderán los clanes que no pueden vencernos? —susurré al aire, hastiada.

—Hay lecciones que nunca se aprenden, querida.

Se encogió de hombros antes de beber.

El té era amargo y dulce.

Suave y áspero.

Ajeno y familiar.

—Algo me dice que no has venido a hablar solo de tonterías. —Achicó uno de sus ojos grises, que en el pasado fue de un azul intenso—. ¿Qué te preocupa, Astrid?

Se me escapó un suspiro tan pesado que creí que me partiría el espinazo.

—Circe quiere descendencia —balbuceé, jugueteando con el vaso vacío en las manos—. Ha elegido a su candidato para la cría.

—Bien. Así os aseguráis de que sea una niña. —Asintió—. ¿Dónde está el problema?

No encontré el valor para confesarle los miedos más íntimos, así que solo le contaría lo evidente. Otro suspiro denso quebró un nuevo pedazo de mis adentros.

—Desdémona también se ha encaprichado del mismo prisionero.

No necesité más palabras. Los ojos de Eólide se agrandaron hasta su límite, comprendía muy bien el problema. Abandonó los cojines y recorrió el patio de un lado a otro, murmurando para sí misma. Yo la seguí con la mirada. Su túnica ligera dejaba muy poco a la imaginación, aunque nunca me había importado su descomunal cuerpo ni el miembro entre sus piernas porque Eólide era una de las nuestras.

—Circe no cambiará de idea —protesté al cabo de un rato—, no se conformará con otro.

—¿Se lo has preguntado?

Asentí antes de continuar:

—Dice que es el que más virtudes reúne para engendrar a nuestra hija.

Yo no era inmune al atractivo físico del prisionero, me había perseguido desde que lo vi por primera vez en su celda, desnudo, regio y seductor. También sabía leer, y eso me empujaba a pensar que pudiera mantener conversaciones interesantes con él, una fantasía delirante, por otra parte.

—Quizás lo ha elegido porque es quien más confianza le inspira para la intimidad. —Eólide soltó su conclusión tras una larga meditación.

—Ambas lo han reclamado —le recordé—. Si no intervengo, Circe me odiará de por vida. Si lo hago, es lo mismo que declararle la guerra abiertamente a Desdémona.

Mi amiga me miró con esa compresión que necesitaba, que buscaba y que me había llevado hasta su casa. No existía respuesta correcta. Daba igual lo que eligiera, habría consecuencias.

—Astrid —se arrodilló frente a mí, con esa complicidad que construimos en nuestra niñez. Las palabras sobraban entre nosotras. Me apartó el pelo blanco de la cara con un gesto cariñoso que siempre me reconfortaba—, ¿qué es lo más importante, el odio de Desdémona o el amor de Circe?

Mi reflejo en sus ojos descoloridos me mostraba a alguien que apenas reconocía, pues, de alguna manera, mi juventud externa no se correspondía con lo que yo sentía. El tiempo acarreaba miedos e inseguridades con voz propia. Por ahora solo eran susurros, pero algún día podrían convertirse en otra cosa.

—Solo me importa la felicidad de Circe —murmuré.

—Entonces, querida, no necesitas darle más vueltas, ahí tienes tu respuesta.

11

 

EXISTIR ENTRE EXTREMOS

 

 

 

 

El blanco y el negro.

El día y la noche.

El presente y el pasado.

Ella existe entre ambos, en el centro. Si intenta tocar un lado, la balanza se desequilibra hacia el extremo contrario.

 

 

Es la segunda vez desde que la sacaron de la oscuridad que observa sus manos. Los dedos ya no son sarmientos secos, sino apéndices carnosos como lo fueron antaño. Los mueve sobre las sábanas en busca del tacto olvidado, áspero como todo en el mundo nuevo.

Siente palpitar las costuras en las muñecas, en los codos, y ríe porque no ha perdido ningún miembro. Las piernas están ahí, enteras, remendadas por alguna buena costurera. Cree que también le han metido algún relleno que mantenga las formas del cuerpo.

El color de la piel rivaliza con la palidez de las telas, con las paredes y la luz que entra por la ventana de la izquierda, por donde lo vio a él.

Ya no grita tanto.

Con el paso del tiempo tampoco teme a los guardianes albos cuando entran y salen de la celda llena de objetos claros, de puntos luminosos y sonidos a los que ya se ha acostumbrado. No entiende sus palabras, sí el tono de sus voces y el sentido de sus gestos. Poco le importan sus esfuerzos para restaurar su cuerpo. Lo importante está más adentro, en los miles de pedazos hundidos en el negro.

 

 

Un día llega alguien más, alguien que le resulta tan familiar como los recuerdos de su amada, como el hombre tras la ventana. La visitante es una mujer que se le antoja como una diosa. Cubre sus ojos con un cristal oscuro que no esconde su desconcierto al verla postrada en la cama. Le gusta el rosa irreverente de su melena corta porque destaca en la monotonía de la estancia.

—No sufras —intenta decirle a la recién llegada con una buena sonrisa—. No es tan malo como imaginas.

Sin embargo, de sus labios resquebrajados no salen más que rugidos graves.

—Astrid…

Había olvidado también su nombre. La mujer elegante lo pronuncia con una cadencia perfecta. Lo lanza al mundo con amor y respeto mientras se sienta despacio en la silla junto a la cama. Retira el cristal ahumado de su mirada. Sus ojos maquillados parecen aún más grandes a pesar del gris oscuro alojado en ellos.

—Astrid… —Se le quiebra la voz con el idioma viejo y roto como la encontraron a ella.

La visitante aprieta las manos remendadas entre las suyas. Las uñas rosas hacen juego con sus labios, con su pelo y su atuendo.

—Creí que habías muerto —confiesa con un deje de culpa.

—Somos inmortales. —Se esfuerza en que su garganta no transforme las palabras en un rugido ininteligible.

—Pero no invencibles.

Ambas se sonríen con la complicidad de otro tiempo.

—¿Te acuerdas de esta vieja amiga?

—Tu cara no se ha hundido del todo en mi vacío.

—Soy Eólide.

Astrid intenta encontrar la conexión entre el rostro anguloso y la palabra que resuena en su sesera. La discordancia es tan maravillosa que todo encaja a la primera.

—Es un nombre que te sienta de maravilla.

—¿No recuerdas a esta buena amiga?

—El negro ha devorado mis adentros —susurra muy segura de su lógica absurda.

—No te preocupes, querida. Recuperaremos todo lo que has perdido en el tiempo.

XII

 

LA FIESTA DE LA VICTORIA

 

 

 

 

El clan al completo se reunió en la plaza, alrededor de la torre del origen. Las estatuas blancas serían testigos silenciosos de nuestra historia, de la alegría y las risas que corrían libres entre las calles engalanadas de colores, música y canciones.

Las Athánatoi también vestíamos nuestras mejores ropas, nuestras joyas más hermosas para la nueva fiesta de la victoria.

Mirina, la matriarca, ofició los rituales de agradecimiento a las diosas protectoras del clan, aunque nuestra supervivencia no dependía de ellas, sino del secreto enterrado en las profundidades de nuestra tierra.

Brindamos por las hermanas caídas, las de antaño, las de ahora, porque no todas fueron maldecidas o bendecidas cien años atrás. Guardamos silencio por las Athánatoi más allá del Desierto de Marfil, prisioneras de enemigos temibles o las que habían decidido abandonar sus raíces.

Compartí comida y bebida con mis compañeras del consejo de polemistés, con mis hermanas de armas. Eólide, a mi derecha, me aportaba la tranquilidad que Desdémona devoraba desde el otro extremo de la mesa junto a Áurea, su nueva pareja. Mi antigua amante me atravesaba con la belleza de su rostro afilado, sus ojos astutos y traicioneros como la víbora albina en la que se había convertido.

Aprendí a ignorarla con los años, a esquivar su veneno en la distancia y en el tiempo. No le dediqué mi atención. No me arrebataría el minuto de gloria. No ensombrecería las alabanzas de mi victoria en el Duelo de Campeones.

Circe volvía a ser el centro de todo; la reina de la noche, de mi felicidad, del diminuto agujero en la sien, de mi vacío interno.

Del negro.

Se me saltaron las lágrimas al escuchar su nueva creación, que ensalzaba a las guerreras que protegían el clan de peligros sin igual. Quise besarla en ese instante, amarla hasta la muerte.

Sin embargo, me guardé las ganas y la dejé disfrutar de la aclamación popular que se merecía por su maestría.

Más tarde, junto a su grupo musical, cantó viejas canciones que avivaron nuestros espíritus repletos de buena comida, alcohol y melancolía. Las carcajadas se mezclaron con los golpes en las mesas, con pisotones rítmicos, con la algarabía de espadas entrechocando, que pretendían imitar la misma melodía de nuestras mejores artistas. Una celebración de victoria y paz, una tregua con fecha de caducidad. Todas sabíamos que los clanes volverían a desafiarnos más pronto que tarde.

Al amanecer, la bebida nos había derrotado. La mayoría dormitaba alrededor de la torre del origen, en el suelo, los bancos o sobre las mesas con los restos del banquete. Eólide aún no había sucumbido del todo, aunque no hilaba tres palabras con sentido.

A pesar de la euforia, de la fiesta, de los elogios, yo no bebí mucho. Un mal presentimiento acechaba a mi espalda desde que decidí reclamar al prisionero para Circe. Ella dormitaba sobre mi regazo, ebria de felicidad, ajena a la serpiente con piel de mujer plantada frente a mí, con los brazos en jarras y un nombre que odiaba.

Desdémona me miraba con los ojos turbios por algo más que alcohol. Tenía la misma expresión que nuestra última noche juntas, al borde del precipicio, de la cordura.

—No es necesario que te levantes, campeona. —Noté el filo en sus palabras.

Permanecí inmóvil por mi amada dormida, no por ella y su ira.

—¿Por qué te empeñas en robarme? —me acusó con un quiebro de la voz.

—No puedo robarte lo que nunca fue tuyo. —Señalé a Circe con un alzamiento de cejas.

—El prisionero… —Se inclinó sobre mí como lo hizo la noche en que decidí abandonarla.

La cólera brilló en ella. Deseaba golpearme como lo hizo en nuestra cama; romperme todos los huesos del cuerpo y torturar hasta mi alma.

—Retira tu petición —exigió como si aún conservara algún poder sobre mí.

—No.

—¿Es tu última palabra?

—Sí.

Se irguió como una cobra a punto de atacarme.

—Te gusta jugar. —Se relamió—. Bien. Juguemos, entonces, Trid.

No sabía perder.

Siempre debía ganar.

Se marchó con los cascabeles sonando al ritmo de sus caderas, que en un tiempo me atrajeron como el agua a los escarabajos del desierto. ¿Cómo pude amar a alguien tan necio?

La aprendí por dentro y por fuera. Ella me conoció por fuera y por dentro.

Debía prepararme porque esta batalla no se libraría con honor ni espadas, y eso era lo que más me aterraba.

13

 

SOLO CARNE

 

 

 

 

Astrid despierta con la melodía de un arpa. Oye la risa de su amada entre los versos de una antigua canción que adoraba a mujeres guerreras, a diosas de leyenda, y hace enmudecer todos los demás sonidos de la habitación sin negros.

—¡Sí, quítales la voz! —Ríe con ella.

Cree verla danzar con ropajes ligeros y cubierta de oro y joyas preciosas. ¡Una delicia! ¡Una injusticia! Astrid también quiere bailar con ella.