El ladrido del tigre - Osvaldo Baigorria - E-Book

El ladrido del tigre E-Book

Osvaldo Baigorria

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A la desaparición de siete perros le sigue la desaparición de una mujer y, más tarde, la aparición de unos cadáveres en un arroyo isleño del delta del Tigre. De todo se esboza una explicación, unas conjeturas a veces delirantes. Con esos motores y con el particular clima social de la isla, El ladrido del tigre toma impulso narrativo y se lee desde la primera página como una novela de misterio situada en un paisaje de arroyos, riachos y juncales y con personajes pintorescos que no son lo que parecen, que cambian a medida que avanza el relato. En la isla "había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas", escribe el narrador, inquietante. Novela de misterio, novela de género, en El ladrido del tigre la pintura social es la excusa para entregarse a la narración de una trama intrigante que es al mismo tiempo una reflexión sobre las conductas humanas.

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El ladrido del tigre

 

 

OSVALDO BAIGORRIA

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaEpígrafeUno. La imposibilidad de una islaDos. La más y la menosTres. El habla salvajeCuatro. La vergüenza del reinoCinco. En el temploSeis. Los nombres secretosSiete. El gato encerradoOcho. De machos y machetesNueve. La montaña que camina sobre las aguasDiez. Hit the road, JackOsvaldo Baigorria en Blatt & RíosSobre el autorCréditos

Si me dijeran que hay unicornios en la luna, yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano que el hecho era imposible.

—J. L. Borges

 

¡Al diablo con el paisaje! El paisaje es tremendamente estúpido. Preferiría mucho más un robo, aunque fuese pequeño.

—W. Gombrowicz

Uno La imposibilidad de una isla

El primer indicio de que me había mudado a un lugar equivocado fue la desaparición de los siete perros del matrimonio vecino que vivía a trescientos metros de mi casa. Hoy puedo decir que fue un indicio, pero en aquel momento sólo me pareció algo curioso. Es difícil detectar el significado de un hecho en el momento en que ocurre o apenas ha sucedido. Ahora creo que puedo ver los acontecimientos con más claridad, después de mi vuelta a tierra firme. Igual debo reconocer que la isla hubiera sido un buen lugar para pasar la pandemia. Dicen que no hubo un sólo caso de coronavirus, pese a que allí nadie quiso vacunarse y, además, por la reducción del turismo y del exceso de tráfico humano, reapareció la fauna de origen, desde lobitos de río hasta ciervos de los pantanos. Viva la naturaleza, habrán gritado algunos fans de la naturaleza viva. Yo aprendí a ser más cauto, desconfiado, en la isla.

Veía a los canes esas mañanas en las que salía a caminar y, conociéndome, ya no me ladraban, aunque sí se alteraban cuando pasaba acompañado por algún vagabundo de esos que suelen adherirse a las caminatas humanas. Me parece que eran siete, nunca me los puse a contar, pero el número coincide con lo que dijeron otros vecinos. Quizá eran cinco o seis, pero sonaban a siete. Aun si hubieran sido seis eran sin duda demasiados para una sola casa, aunque tuviera un extenso terreno a resguardo tras una cerca. La mayoría de la gente con perros tenía dos o tres, cuatro como mucho. De todos modos, la presencia –y de pronto la ausencia– de un grupo grande de perros tras una cerca era notoria para alguien que pasara caminando frente a la casa. Pasé un día, y al otro, y al otro también, y de pronto ya no los veía por ningún lado. Eran lindos animales: un par de caniches, y otros de razas pequeñas o cruzas que no supe determinar, más un pitbull, y un siberiano que me caía simpático y que casi siempre movía la cola como saludándome al pasar.

También dejé de ver a la mujer de la casa, aunque esto al principio no me llamó la atención. No se la veía muy seguido y, además, muchas mujeres iban y venían o se iban y no volvían jamás. Eso se decía. Como el almacenero de La Pulpería, a quien todas llamaban el pulpero, cuando le pregunté por ella: “None of my business”. Pronto advertí que la isla podía ser inhóspita para una mujer, sobre todo si vivía sola, sin protección familiar o apoyos de grupo; en cambio, siempre resultó atractiva para solitarios. De aquella mujer se decía que era médica anestesista, retirada y con muchísimo dinero y que había comprado esa propiedad para montar una guardería canina. Al principio me pareció raro que tuvieran a los animales encerrados detrás de una cerca alambrada, ningún vecino lo hacía, todos dejaban a los perros sueltos para que pudieran bajar al muelle, meterse en el agua, así que tenerlos a resguardo podía verse como un gesto de buena vecindad. Luego escuché que la anestesista había tenido la idea de cuidar perros que los dueños dejaban solos por días o semanas enteras para que no quedaran sueltos en el monte y se dedicaran a exterminar la fauna local; sería algo así como una defensora de animales que al final se habría quedado con varias mascotas que los dueños nunca vinieron a buscar. Las pocas veces que la vi me dio la impresión de que estaba enferma o agobiada, con la piel pálida, el cabello escaso, la mirada casi siempre al suelo como si le costase concentrarse para caminar –claro que el terreno es irregular en la isla, uno puede tropezar con alguna raíz o resbalarse en el barro– y casi nunca saludaba a nadie. Él, en cambio, era más bien del tipo simpático, saludador, de sonrisa entradora. Bastante más joven que ella, y del color opuesto, cabello negro largo, piel morena, aspecto aindiado, buenos músculos, atractivo. Pero no se le conocían amigos en la isla. Salía poco de su casa, al menos en la época en la que estaba su mujer. Era un matrimonio que casi no tenía relaciones con vecinos. En eso no eran raros.

Las certezas en la isla tendían a resbalar como pies sobre lodo fresco: nadie sabía cuándo alguien estaba o no en su casa. La gente se encerraba, sobre todo en invierno, aunque no sé cómo, pese al encierro, las voces se echaban a correr, a veces a nadar. Lo primero que se dijo es que la mujer había abandonado al marido llevándose a todos sus perros. Igual era imposible que los hubiese podido subir a una embarcación, incluso de noche, sin que nadie se enterase. Su casa estaba en la zona más angosta de un arroyo que se volvía innavegable cuando había agua baja y una pequeña embarcación no podría jamás contener a todos esos animales. Además, el alboroto que armarían habría despertado los ladridos de los perros vecinos. Se dijeron muchas otras cosas: que la mujer había dejado al marido porque descubrió que él tenía una amante, cierta muchacha de rizos negros que vivía en una cabaña cercana; que había viajado a Canadá donde tenía hijos de un matrimonio anterior; que estaba internada en un hospital quizá por alguna operación. En el único almacén de la isla alguien le preguntó al marido, y parece que lo único que él dijo es: “Se fue”.

La pandemia me salvó de la idea loca de ponerme a escribir un policial de terror sobre estos hechos para presentar a un concurso de subgéneros –policial, terror y fantasía– que fue postergado por la crisis y la falta de fondos –esa fue la explicación oficial– y que terminó siendo más discutido que truco entre tartamudos. ¿Policial o de terror? Se puede hacer un policial “de terror” en el sentido de malo, más que por terrorífico. ¿Novela negra o hard-boiled? Esta última expresión es asombrosa y tendrá un origen patriarcal porque hay que tener imaginación para suponer que un cínico tiene los huevos bien duros. Pero en este campo los míos serían apenas poché, así que renuncié a poco de empezar. Había comenzado a fantasear con esa idea a principios de la pandemia sin tener ninguna destreza ni suficientes lecturas en esos géneros/sub. Sí tenía algunos datos que podrían servir para un non-fiction o quizá para el guión de uno de esos films “basados en hechos reales” en torno a las misteriosas desapariciones y muertes dudosas o muertes sin duda que ocurrieron durante más de cinco años en medio de aquel paisaje de ensueño, un paisaje que era el único rostro que la isla mostraba a sus visitantes.

Para la época en la que sucedió todo esto debían vivir allí de modo permanente unas treinta o cuarenta personas; es difícil calcular. Yo llegué a conocer a unas veinte más o menos permanentes, si bien entre las que iban y venían nunca se podía estar seguro. Había varias viviendas de fin de semana, residentes transitorios, una población que aumentaba según la temporada (en verano se cuadruplicaba). Y los límites eran imprecisos: el monte se extendía hacia el noreste y cada tanto en la maleza crecían chozas precarias, inmigrantes ilegales. Por suerte se trataba de una isla grande y la densidad poblacional era baja: suponiendo que hubiese unos cincuenta residentes fijos, entre legales e ilegales, eso daría 1,25 personas por hectárea dentro de esas cuarenta hectáreas exploradas y holladas por pie humano hasta aquel momento, aunque se calculaba que esa porción poblada o transitada debía ser un tercio del total, una totalidad que incluía cierta zona de pantano boscoso o monte pantanoso a la que era imposible ingresar, territorio de anfibios, víboras, batracios. En algunos mapas viejos aparecía como La Reculada, lo que originó el chasco de llamarla Reculeada; en planos más nuevos figuró como Pavo Fiambre, que es el nombre del arroyo que la corta casi por la mitad (si la hubiera cortado entera, habría dos islas); en otros no tiene nombre. La gente le decía simplemente “la isla”. En realidad, a todas las islas del delta le decían “la isla”.

La vida isleña es como el agua de los ríos, arroyos y canales opacos que ocultan su fondo, en un delta de agua dulce que arrastra toneladas de sedimentos durante cientos de kilómetros, donde el lodo abunda y el agua sube y baja según la luna o el viento. Hay pleamar y bajamar todos los días y si el viento sopla en cierta dirección, sube el agua, y si sopla en la dirección opuesta, baja. Recuerdo que cuando descendía a tal punto que mostraba las arenas y el limo del fondo cercano a las orillas, reaparecían muchos objetos perdidos: quizá una sandalia, botellas, vidrios rotos, juguetes de niños, algún teléfono celular. El accidente más común era la caída de un teléfono celular de las manos cuando uno estaba hablando o manipulándolo sobre un muelle: el aparato sería demasiado pesado para que lo arrastrara la corriente, pero en aguas tan opacas y arcillosas es difícil abrir los ojos sumergidos para encontrarlo, a menos que se porten antiparras, y aun así la oscuridad sería total. Si el agua no estaba muy alta, uno podía meterse a revolver con los pies descalzos por si tocaba algo duro en ese fondo, aunque de repente se podía llevar la sorpresa de alzarse con un hueso. De animal, en principio.

Las gentes del lugar tenían el mal hábito de arrojar sus desechos orgánicos al agua, con el justificativo de que los huesos de carne o aves y otros restos de comida podían terminar siendo alimento para peces. A veces también arrojaban desechos inorgánicos, porque al Pavo Fiambre nunca llegaba el servicio de recolección de basura, y aunque las más responsables se acostumbraron a transportar sus vidrios y plásticos hasta tierra firme, muchas continuaron enterrando esos residuos en el fondo de sus terrenos como relleno para que las tierras ganen altura, y unas cuantas se acostumbraron a volcarlos disimuladamente al agua. Así que se podían encontrar sorpresas durante los días de bajante.

Una de esas sorpresas fue el cuerpo humano que apareció sumergido cabeza abajo en el limo del fondo un mes más tarde de que desaparecieran los siete perros junto a la mujer del vecino. Dos niños lo divisaron; el primero habrá anunciado: “Ahí veo una bota con un pie adentro” y apenas el agua bajó un poquito más, el segundo gritaría: “Hay otro pie con una bota puesta”. Distintos puntos de vista desde dos orillas, la izquierda y la derecha. El agua bajó un poco más y se descubrió que se trataba efectivamente de dos pies, pantorrillas, rodillas, muslos, cadera y medio pecho sumergido. Algún vecino dio aviso a la policía y pocas horas más tarde ya estaban las lanchas de la prefectura y agentes con trajes de neopreno intentando sacar el cuerpo enterrado en el limo, tarea difícil porque al primer tirón se quedaron con las botas en las manos. En resumen, fue una improbable zambullida de cabeza al agua de alguien que llegó a tocar fondo y ahí quedó.

Que la isla es un aislante fue siempre lugar común. Digamos que está permitido ser parco. Eso es parte de su encanto y parte de lo que me encantó cuando hice pie en el barrizal. Apenas me mudé a la casa isleña que habité en suspenso todo el tiempo que dura esta historia, que para quien la lee podrá ser de algunas horas y para quienes la vivieron unos cinco años, advertí que allí se luchaba contra el barro y contra el barrio que no era como un pueblo serrano, estable, con familias de larga data y camposantos en los que viven enterrados los ancestros. Sin tumbas a la vista, había lugares en los que parecía que uno cruzara un cementerio sin tumbas, en donde se oían ruidos desconocidos y se temblaba sin saber por qué, como escribió Guy de Maupassant: las tumbas estaban ahí pero en movimiento. El delta como un no-lugar de raíces flotantes, sedimentos o camalotes arrastrados de aquí para allá por la corriente y que siguen formando nuevas islas sin pausa, islas que comienzan con los primeros juncos que nacen en el limo arcilloso durante las bajantes, y que luego parecen marchar hacia el mar; por eso es difícil encontrar los límites.

“Hay cinco mil islotes y el mismo número de canales repletos de árboles y de una vegetación exuberante y húmeda semejante a una especie de un gran ramo tropical”, exageraba quizá Witold Gombrowicz para la sección polaca de la radio Free Europe en la década del cincuenta. “Cinco mil” era una figura retórica, no una cuenta, y podía atraer polacos. A mí la ilusión de vida en los trópicos se me vino abajo apenas llegó el primer invierno. En verano siempre había más circulación, turistas, gente que alquilaba cabañas o tenía casa propia para pasar las vacaciones o como refugio de fin de semana. En invierno, hasta los más estables dejaban de ser estables. En ese primer invierno hubo días tan fríos que el único lugar de la casa donde podía sacarme el gorro y los guantes era al lado de la salamandra. Llevaba la campera de duvet casi siempre puesta, salvo para dormir, que era cuando me la quitaba para extenderla como manta extra sobre todas las otras cobijas. Y el resto de la ropa puesta, a veces con el pantalón y las botas.

Había llegado a la isla como todo el mundo, primero como turista, luego inquilino de fin de semana y finalmente pude instalarme en vivienda propia gracias al dinero que heredé de la venta de la casa de mis padres. Dejé en alquiler mi departamento urbano y me mudé cuando obtuve mi jubilación, retirado ya de la enseñanza en la universidad, con la idea de vivir y escribir algún otro relato, no este. Pero como dice un chiste que creo que es de origen judío, si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes.

Al inicio tenía grandes planes para la supervivencia isleña: montar paneles solares y hélices para energía eólica sobre los árboles, hasta compré una bomba para extraer gas de los pantanos que nunca puse en funcionamiento, con la idea de que una combinación de sol, viento y metano tenía que ser suficiente energía para luz, cocina y baterías del motor de alguna pequeña embarcación que en parte podía funcionar a motor eléctrico y en parte a remo. Todo calculado. No llegué a implementarlo, subejecuté el presupuesto. Me atrapó la isla con todo el peso de sus aguas calmas y la agitación sorda de su vida social en guerra.

Pronto me di cuenta de que vivir en ese ecosistema requería de un talento particular. Era romántico pensar que sólo se trataba de imitar al junco que se dobla sin romperse y aguanta el embate de las aguas lo suficiente para empezar a juntar barro, formar tierra, fundar territorio. En realidad, había que endurecerse mucho más que un junco. Veía que alguna gente lo lograba, hasta florecía en medio de la ciénaga. Pero era gente que venía de lugares más inclementes. Como la del Paraguay, en general campesinos iletrados en castellano y de habla guaraní, que en su tierra natal se habían dedicado a trabajos rurales, doma de potros incluso. Se adaptaban como nacidos en el lugar en vez de emigrados de norte a sur. Los vecinos de otras etnias de origen se quejaban de ese influjo constante de paraguayos que llegaban en oleadas quizá a la búsqueda, como sus ancestros, de esa Tierra sin Mal que debía ser todo lo contrario a la Tierra sin Mar. El mar estaba lejos, pero se olfateaba, se paladeaba en el agua dulce con una pizca salobre en el fondo y cada tanto aparecían caracoles marinos que arrastraba la corriente cuando soplaba el sudeste. Esa era la parte más romántica. Después aparecían otros cuerpos.

Dos semanas más tarde del hallazgo de aquel cadáver enterrado de cabeza, por habladurías de unos agentes de policía se supo que el difunto era Carlitos, un ladronzuelo de bombonas de gas al que le decían Carlito y que habría tenido problemas con la ley y también con algún narcotraficante de la zona. Me explico: robaba esos tanquecitos de gas que aquí llaman garrafa y en otros lados balón, pipa o tambo, pero me gustaba decirle bombona, que creo viene del francés bonbonne. Se trata de esos cilindros de metal de diez kilos con gas butano, imprescindible para cocinar y calentarse y que la mayoría de los vecinos siempre dejan fuera o debajo de sus casas, en algún cobertizo, para tentación de ladrones. Comprar una bonbonne llena de gas requería llevar una vacía al almacén que llamaban La Pulpería, o al barco-almacén los días que atracaba en el muelle público, para hacer el cambio de vacía a llena y pagar el precio correspondiente. Pero no había dónde comprar una vacía, salvo al ladrón de garrafas. Así que cada tanto a algún vecino le faltaba una garrafa, o bonbonne, y tenía que encargarle una nueva al ladrón, que en dos o tres días la conseguía; el preciado objeto iba cambiando de manos. Por suerte Carlito no era el único ladrón en el rubro, porque nos hubiésemos quedado sin proveedor tras su muerte. Había otros.

Todo parecía indicar que a Carlito lo habían matado por un ajuste de cuentas, aunque no cerraba bien el rumor de que se había involucrado en el tráfico de drogas: no era su estilo. Por último se supo o se dijo que Carlito había sido amante de la muchacha de rizos negros que también era amante del marido de la anestesista.

Zara, de raza parda y puro rulo en la melena dura, había sido codiciada por varios, incluido un sargento de prefectura a quien ella habría abandonado antes por Carlito, y de allí que las sospechas sobre el asesinato de éste podían recaer tanto en aquel amante despechado como en el nuevo: el marido de la desaparecida anestesista. Empecé a observar cierto cambio de conducta diríase positivo en ese marido, o ex: el hombre se volvió extrovertido, a su manera. Salía a caminar, no todos los días pero con cierta frecuencia cuando había buen tiempo, y llegué a verlo bañarse en el arroyo, incluso temprano por las mañanas y también en invierno. Salía de su casa en shorts, piernas y torso esculpidos por el sol en bronce, se acercaba corriendo hasta el borde de su muelle y se arrojaba al agua. Otros lo vieron salir de compras a La Pulpería en compañía de su vecina de rizos negros, a la que visitaba –se decía– ya a la luz del día, y no como antes, cuando se escapaba de su casa por las noches. Nadie sabía a qué se dedicaba, pero se empezó a decir que era medio veterinario. Quizá más que medio, tres cuartos; alguna gente le empezó a llevar mascotas, perros o gatos con alguna dolencia o infección de esas comunes en la isla. Aunque parecía tener conocimientos básicos, quizá por haber tenido tantos perros en su casa, sus consejos no daban buenos resultados. A un muchacho que le llevó su mascota aquejada por esa expectoración conocida como tos perruna, el medio o tres cuartos veterinario le dijo que el animal tenía un tumor avanzado en el hígado y que no había más remedio que sacrificarlo. Parece que él mismo lo ejecutó y ayudó a enterrarlo al fondo del terreno en el que vivía su dueño. Después de ese día, nadie más lo consultó por sus mascotas enfermas.

Por supuesto que ser un falso veterinario no configuraba delito ni era una conducta reprobable en la isla. Siempre aparecía gente con oficios secretos o dudosos. Como un japonés que anduvo un tiempo por ahí diciendo que era microbiólogo; el delta le parecía un lugar perfecto para vivir porque no había chinos, que consideraba una plaga para la Tierra. El japonés odiaba la raza amarilla –no se veía a sí mismo de ese color–, pero lo cierto es que en la isla no vivían chinos. Las conjeturas sobre esa ausencia eran legión: que el agua era demasiado sucia, que se asustaban de los mosquitos y que tenían terror de los murciélagos, que sí eran plaga en la isla. Era leyenda que alguna vez en el pasado hubo una colonia china que al cabo del tiempo desapareció por alguna razón misteriosa, como la extinción de la civilización maya. Quizá las inundaciones eran demasiadas para los arrozales. El ecosistema era parecido al delta del Mekong pero con mareas mucho más altas y, además, serían vietnamitas los que mejor se adaptaran a ese paisaje, no necesariamente chinos. Por otra parte, ¿a qué habrían venido esos chinos legendarios a poblar el delta? ¿A construir un ferrocarril sobre ciénagas y canales? Además, nadie recordaba haber visto alguno, ni siquiera de turista.

La cuestión es que el japonés decía que en su país habían desarrollado una cepa de murciélagos capaces de detectar chinos, así que podría ser que estos evitaran la isla por las dudas. También se dijo que había trabajado en un laboratorio secreto del delta donde habrían desarrollado una cruza entre murciélago y pavita de monte. El resultado, un ave mamífera que volaba de noche, dormía cabeza abajo durante el día y con las alas extendidas podía llegar a medir dos metros. Alguien aseguró haber visto algo parecido una noche de luna.

La imaginación isleña se excitaba con ese tipo de fábulas y los narradores orales se confabulaban para contaminar las historias reales con leyendas y ficciones. Por caso, la eterna discusión sobre cómo deshacerse de los murciélagos comunes que invadían los techos de las casas: algunos recomendaban poner una lámpara de luz en el entretecho, otros un equipo de ultrasonido, otros decían que había que ahuyentarlos arrojándoles bolitas de naftalina con una gomera cuando se los veía pasar zumbando al anochecer (había que tener buena puntería, pero era cuestión de práctica). El japonés aseguraba ser un experto exterminador de murciélagos y alardeaba de haber encontrado un tipo de veneno inocuo para humanos y letal para quirópteros. Así que pronto encontró trabajo fumigando casas en la isla. Hizo dinero durante varios fines de semana y se esfumó con su humo a algún otro lugar antes de que varios niños empezaran a tener vómitos y diarrea y fuesen llevados de urgencia a la sala de primeros auxilios del Canal Presidente; en cuanto a los murciélagos, volvieron a los pocos días como si nada. Se llegó a la conclusión de que el japonés era un falso microbiólogo, aunque esto no tuviera nada que ver con su tratamiento antiquiróptero.

La solución por la que optaba la mayoría del vecindario para lidiar con esa verdadera plaga era lapidaria: sellar con cemento desde afuera todos los lados del techo, cuidando en taponar cada abertura, para dejar emparedados a los animales que quedaron dentro y evitar que entren nuevos: aseguraban que morían rápido de asfixia, que el calor del sol secaría los cadáveres ocultos y que nunca quedaba olor a muerto en las casas.