El libro de las vírgenes - José M. Taboada - E-Book

El libro de las vírgenes E-Book

José M. Taboada

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¿Quieres saber quién es tu Virgen, la que te cuida, protege y hace posible lo imposible por la vía del milagro? ¿Cuál es su historia, su leyenda, su poder, su lugar de culto? ¿Cómo y cuándo puede ayudarte, sanarte y cumplir todos tus deseos? José Mariano Taboada te lo revela en el presente libro, porque la razón, tan respetable, no es lo importante, sino la fe y la devoción de los fieles creyentes, que va más allá de las religiones y de las creencias dogmáticas, así que no importa el culto que profeses sino la capacidad de concebir el manto protector de las Madres Espirituales que en el mundo han existido, porque todas ellas, aunque sean una sola, son madres al fin y al cabo de la humanidad entera y están siempre dispuestas a velar por sus hijos.

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2023

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: [email protected]

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-19651-33-4

Para mi Tonantzin,

la eterna guadalupana,

madre, amiga, amor divino,

amante pura,

mi gran hermana.

Prólogo: La Virgen de Guadalupe

En el mexicano monte del Tepeyac, según cuenta la leyenda, el indio Juan Diego recogió en su mantón de sayo las rosas que pintarían sobre la ruda tela la imagen de la Virgen morenita, la Guadalupana.

Sobre el sayo quedó grabada y ahora la estudian con rayos láser, intentando descubrir los misterios que encierran sus ojos: las revelaciones del porvenir, la fuente de su poder, la magia de su mirada.

Todos, o casi todos, saben que la misma imagen ya era una patraña de la provincia española de Extremadura desde hacía un par de siglos, por lo menos, seguramente inspirada en alguna dehesa morisca, morena y milagrosa, pero ese dato racional e histórico, como tantos otros, ha sido incapaz de echar abajo la fuerza de la fe, la entrega, el amor y la creencia de millones de mexicanos.

Extremadura está muy lejos del monte del Tepeyac, y los mal llamados indios, antes de la aparición de la Guadalupana, ya adoraban a la Tonantzin, también virgen, milagrosa, poderosa y santa.

La Virgen de Guadalupe extremeña, con una parroquia más bien corta en número de fieles, se convirtió de la noche a la mañana en la patrona de México, y su parroquia se multiplicó por millones, como los panes que dio Cristo a sus seguidores para acabar con su hambre.

Mexicas y criollos, españoles y foráneos, quedaron prendados del supuesto milagro de Juan Diego, y la fe corrió como reguero de pólvora por todo el territorio mexicano:

Bajó Juan Diego del monte cargado de flores sin saber el milagro que se operaba en su sayo.

Recorrió las veredas hasta la parroquia con ojos de iluminado: ella le había dicho que en ese monte quería tener un templo. Ella, la doncella de piel morena con rebozo de luces que parecía flotar sobre las flores.

Orando estaba el cura que lo vio entrar corriendo a la parroquia, como si llevara un tesoro en los brazos, una ofrenda a la Madre de Dios: su propio retrato, la imagen que venera desde entonces todo un pueblo.

La Tonantzin nunca hubiera esperado tanta gloria, ni siquiera en los mejores momentos del panteón mexica. El rostro moreno de la diosa mexica estaba ahora enmarcado por Xochipilli, el dios de las flores, pero ya no se la veneraba en náhuatl, el idioma de los aztecas, sino en castellano, y ya no se llamaba Tonantzin, sino Guadalupe, que ni siquiera es un nombre castellano, sino árabe, cerrando el círculo de sincretismo que requieren todas las leyendas.

Obra del dios de los conquistadores, o quizás obra de las antiguas religiones del norte de África, pero el hecho es que la Guadalupana estaba ahí, en una humilde parroquia cerca de la capital del virreinato español, en pleno centro de México.

Hablar de historia o de leyenda es lo mismo cuando entra en juego el fervor de una nación, porque el fervor barre con todo y la creencia que nace del corazón transforma la realidad objetiva en la realidad del alma.

Antes extremeña, la Virgen de piel morena se convierte en mexicana desde siempre y para siempre.

Es la virgen de los pobres, de los desposeídos, de los desesperados que, año tras año, cada 12 de diciembre se acercan hasta ella de rodillas para pedir o para agradecer un milagro.

Cuelgan de las paredes miembros de cera (exvotos), cruces, rosarios, fotocopias de números de lotería, versos y dedicatorias.

Ruegan los fieles cada 12 de diciembre, con las rodillas en sangre, el corazón inflamado y los ojos bañados en lágrimas.

Incluso los mercaderes que rodean el templo creen de verdad en ella. Su negocio no es solo un negocio, es una devoción.

Todos, cuando en la vieja o en la nueva catedral de la Virgen se agolpan los fieles cada 12 de diciembre, sienten correr por su piel la fuerza de la devoción. Ondean las sensaciones y la emoción se asienta en todos los corazones. Nadie puede permanecer ajeno, nadie puede decir en ese momento que es insensible al magnífico milagro que acaece cada año. Juntos o separados llegan millones de seres, en procesión a rezarle a su patrona. Unos lo hacen por primera vez, otros lo han hecho tantas veces como años tienen de vida.

Antes de llegar al templo se forma una inmensa romería, un gigantesco mercado multicolor en donde se puede comprar de todo.

Viajan a pie, en camión, en coche o en lo que sea, para terminar de rodillas recorriendo el último tramo. Unos se ponen una jerga a modo de rodillera para no hacerse daño, pero otros esparcen arena o piedras para aumentar su dolor, como prueba de su sacrificio.

Inician en sus pueblos de origen los festejos, y la fiesta no termina hasta que regresan, sabedores de que la Virgen los ha visto y escuchado.

Emprenden el viaje como una peregrinación de entrega y dolor, y vuelven a casa con un halo de triunfo: ella, la Guadalupana, se ha fijado en ellos, y seguro que les hará el milagro esperado.

Repiten al año siguiente para cumplir la promesa que le hicieron a la Virgen morena, para pedir más o para agradecer lo recibido.

Todos son más ricos al año siguiente: ricos de alma, ricos de devoción y, algunos, ricos en billetes.

Ante la Virgen de Guadalupe desgranan sus penas y dejan rodar su aura hasta los pies de luna de la imagen.

Piden y piden, sabedores que la fuente del amor infinito de la Virgen es inagotable. Ella siempre da, siempre premia a sus hijos, nunca tiene un no para sus fieles.

Insisten los que no han conseguido nada, pero más insisten los que han logrado el milagro de su patrona.

Aparecen cada año nuevos seguidores: gente que pasaba por ahí, turistas que se acercaron a la procesión por curiosidad, así como nuevos necesitados del amor milagroso y maternal de la Guadalupana...

No hay palabras para dibujar la emoción y la devoción que la gente siente por sus vírgenes, todo se convierte en retazos y en frases inconexas cuando se quiere expresar algo referente a ellas, porque ¿qué se puede decir de la fe de los pueblos? ¿Cómo se puede cazar el alma? Si la única verdad es que afloran los sentimientos, que la razón se dispersa y que el milagro sucede, de la misma manera que sucede el milagro de la maternidad, que es el milagro de nuestra mayor y quizás única riqueza: la vida, la manifestación de la existencia.

La emanación virginal que me protege, por mis orígenes y por mi tierra, es la de la Virgen de Guadalupe, a quien está dedicado este libro, cuya única pretensión es poner al alcance de su fe el manto protector de la virgen que el lector tenga más cerca de su alma y de su corazón.

Introducción: El aspecto femenino de Dios

Dicen que la historia está escrita por los vencedores, y si echamos un vistazo a la nuestra podemos anotar sin empachos que ha sido escrita por los hombres, es decir, por la parte masculina de la humanidad.

Nuestra idea pancrática de Dios es la de un señor entrado en años, pero en plena forma física, con larga barba blanca. Esta imagen de patriarca, de hombre fuerte, de macho dominante de la especie humana es la que idealizamos como «imagen y semejanza».

Según la cábala hebrea ese Dios, en su imagen más pura y elevada, es todo luz, bondad y rectitud, sin sombras ni lado oscuro.

Los católicos dicen que Dios quiere al hombre, al hombre masculino, y lo quiere tanto que deja de lado a los homosexuales y a las mujeres. El hombre es quien tiene alma, quien puede ser considerado como un ser reflejo de Dios, pero nada ni nadie más.

En este orden de ideas, la mujer es un ser sin alma, aunque en uno de los concilios de los últimos años se le haya otorgado por la gracia del Papa de turno. Hasta entonces, nacer mujer era algo más que un pecado, porque la condenación estaba garantizada si se tenía un sexo diferente al masculino.

Las religiones judeocristianas han mantenido la idea de que la mujer es un ser inferior, sin ética y sin moral, que solo sirve para tener hijos y para limpiar la casa, pero para nada más.

Dios es hombre, y hombre masculino, mientras que la mujer es solo un medio para perpetuar la especie. Dios es macho por los cuatro costados y se genera a sí mismo y a todas sus obras. Dios no necesita de mujeres para perpetuarse. Dios no tiene ni necesita lado femenino.

El monoteísmo, tan aplaudido como idea religiosa por teólogos, sabios, doctores y eruditos, niega toda posibilidad al aspecto femenino de Dios. Se supone que yo, como ser humano del género masculino, también debería aplaudir la idea de un solo Dios exclusivamente masculino, macho, fálico y generador, sin esposa ni madre.

Pero como los seres humanos estamos divididos en sexo masculino y femenino, no podemos dejar de extrañar y hasta de desear inconscientemente que haya un aspecto femenino de Dios.

Por supuesto que esto no siempre ha sido así, ya que muchas religiones antiguas contemplaron a los dioses por parejas, y en más de una ocasión la Diosa Madre era la que mandaba en el panteón espiritual. El sintoísmo japonés sigue manteniendo sus figuras fálicas masculinas como ofrendas para su gran diosa madre, y en la época de los celtas los druidas celebraban a la Luna y la Tierra como verdaderas diosas creadoras de los hombres, la naturaleza y el universo entero. Y por más que la idea del monoteísmo sea aplaudida por los teólogos judeocristianos, la verdad es que el pueblo llano jamás ha tenido un panteón religioso dedicado a un solo dios.

La Iglesia católica tiene en la Virgen María a ese aspecto femenino de Dios, mientras que los hebreos señalan a la mujer humana como depositaria y transmisora de la tradición, es decir, como posible parte femenina de su dios. Un judío, para ser hijo de su dios, debe nacer obligatoriamente de madre judía. El padre también debe ser judío, pero no es indispensable, ya que su simiente no es pura si no se deposita en una mujer judía, mientras que la simiente, aunque sea de un gentil, sí puede sublimarse y depurarse a través de una mujer judía.

Como Ruth, la mujer sí puede convertirse en judía por la gracia de Jehová, el hombre no, aunque en tiempos recientes y con la creación del Estado de Israel se tolere a los conversos.

Por supuesto, para los judíos ortodoxos la mujer es un ser inferior, hija de Eva o de Lilith, pero aun así es indispensable para continuar con la estirpe de su raza. Para ellos la mujer es un medio, no una persona.

Según la Biblia, Eva nació del costado de Adán, y eso significa que la mujer es solo parte del hombre, del ser humano creado por Dios, pero no un ser completo. Por si fuera poco, a Eva se le ocurrió, mal aconsejada por una serpiente con patas, coger el fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal y comerlo. Para postres, y una vez apercibida de que el mundo no era el paraíso donde vivía, convenció al pobre, santo e inocente Adán de que también la comiera. Pero aun así no estaba contenta, y una vez perdida la inocencia de la obediencia ciega, copuló con el indefenso Adán y, de esta manera, a Dios se le vino abajo en unos minutos lo que le había costado construir siete largos días.

Cuenta la leyenda que antes de que Eva fuera sacada de la costilla flotante de Adán, Dios creó a un hombre y a una mujer, iguales los creó, a su imagen y semejanza. Al hombre lo llamó Adán, y a la mujer le puso por nombre Lilith.

Todo parecía perfecto, hasta que Lilith demostró que era fuerte, decidida e independiente, tanto o más que Adán, y a Dios, ente masculino como era, no le gustó nada que una mujer superara a un hombre.

Dios intentó convencerla de que debía obedecer, acompañar, cuidar y ayudar a Adán, pero ella no estuvo de acuerdo ni entendió por qué tenía que depender de un hombre que, bien visto, era menos maduro que ella.

Dios los había creado a su imagen y semejanza, pero Adán era quien se le parecía más de los dos, y no podía permitir que fuera mejor la que se le parecía un poco menos, así que tomó una decisión salomónica: mandar a Lilith a vivir en el lado oscuro de la Luna, y darle a Adán la oportunidad de crecer y madurar mientras su pareja reflexionaba.

Adán no hizo muchos progresos y Lilith siguió siendo fuerte y segura de sí misma a pesar de los consejos y el castigo de Dios, así que Dios decidió que sus creaciones humanas no debían ser tan iguales y sacó a Eva, el aspecto femenino de Adán, de la costilla de este último, creyendo que de esta manera la mujer se sometería a los designios de Dios y del hombre.

Si Dios hubiera tenido un poco más de conocimientos de hormonas y genética, habría sabido de antemano que el aspecto femenino de la humanidad es predominante. Es decir, que el hombre, por masculino que sea, tiene una predominancia de hormonas femeninas en su constitución, porque el feto es básicamente femenino, y solo hasta que han pasado unos meses de gestación decide si va a ser hombre o mujer. De haberlo sabido quizá nunca hubiera creado ni a Eva ni a Lilith, porque ninguna de ellas respondió a sus expectativas. El paraíso fue arrasado y sus ocupantes echados al mundo común y corriente por la ígnea espada del arcángel Miguel. Desde entonces la serpiente perdió las patas y el habla para arrastrarse eternamente, Adán se vio obligado a trabajar para poder comer, y Eva tuvo que parir con dolor y menstruar cada mes. Todos perdieron el paraíso, pero Eva quedó estigmatizada para siempre en la cultura semítica y, por ende, en la cultura occidental, heredera universal de dichas creencias.

Esta leyenda, por increíble que parezca, ha calado hondo en nuestra civilización, y el aspecto femenino de dioses y seres humanos ha sido soslayado, como si de un tabú se tratara.

Incluso muchas mujeres más o menos liberadas prefieren tratar con hombres que con mujeres, porque consideran a las mujeres poco fiables. Siguen creyendo que donde entra una mujer nacen los problemas, y eso que no son marineros medievales que culpan a las mujeres de todos sus males.

La sociedad ha avanzado mucho en este sentido y las mujeres, cada vez más, van colocándose en la vida como seres individuales e independientes, libres de tabúes y de etiquetas gravosas, pero aún es largo el camino a recorrer, y lo que se ve bien en un hombre sigue siendo mal visto en una mujer, como si el hombre no tuviera un aspecto femenino bien desarrollado en su propio organismo y en sus hormonas.

El mejor y más valorado aspecto de la mujer sigue siendo su maternidad, y en nuestra cultura este valor, al no poder ser representado por ningún ángel o dios, se le otorga a la Virgen.

Sí, la Virgen es el aspecto femenino y protector de Dios, el que media para que tengamos protección divina.

La Virgen ha dejado de ser simplemente la madre del Mesías para convertirse en un ser de luz. La Virgen tiene poder en sí misma y por sí misma; es nuestra madre espiritual, nuestra devoción y nuestra protectora. Ella es capaz de damos, como buena madre, lo que no nos daría nadie, porque solo ella, como buena madre, es capaz de perdonarnos todos nuestros pecados y todos nuestros errores sin cuestionamos nada.

Ella ni nos corrige ni nos castiga, simplemente nos ayuda porque nos acepta tal y como somos, sin exigencias ni imposiciones, porque ella es ese aspecto sensible y tierno de Dios, que nos recoge en su seno sin ponernos a prueba y sin exigirnos que seamos los mejores seres del mundo. Ella es la gran madre, la madre divina, la madre que todos deseamos y esperamos, la madre que nos cubrirá con su cálido manto pase lo que pase y seamos como seamos.

I: Las vírgenes en la historia

Isis podría ser perfectamente la primera gran virgen de la historia, aunque, por supuesto, no es la única. Huitzilopochtli, dios supremo de los aztecas, tenía dos mujeres: Tonantzin, la mujer buena, pura, virgen y santa; y Coyolxauhqui, la mujer lujuriosa, guerrera y de mal carácter. Ambas eran poderosas, pero mientras que la primera protegía a todos, y especialmente a los más débiles, la segunda solo obedecía a sus propios caprichos. La primera se sacrificaba por los demás y acompañaba a las doncellas a la piedra del sacrificio, mientras que la segunda exigía postración y sacrificios para ella misma. No cabe duda de quién era la «buena» y quién era la «mala». La primera fue convertida en la Virgen de Guadalupe por obra y gracia de la Iglesia, y la segunda fue enterrada con muchos otros ídolos y dioses en el centro de Tenochtitlán, como si las nuevas estructuras religiosas temieran que levantara la cabeza.

A Tonantzin la siguen venerando los indios con sus danzas ancestrales y autóctonas, mientras que Coyolxauhqui permaneció más de cuatro siglos en el olvido, hasta que las obras del metro en la capital de México la desenterraron y reconstruyeron.

A la primera no han dejado de rendirle culto, y a la segunda la han colocado simple y dignamente en un museo. Una réplica de la gigantesca piedra grabada que la representa se puede ver en la estación de Pino Suárez del metro mexicano. Mientras, a Tonantzin ni siquiera se la conoce como tal, sino que se le llama Virgen de Guadalupe desde el siglo XVI (unos señalan el 9 de noviembre de 1531 y otros el 12 de diciembre de 1536 como el día en que se le apareció al indio Juan Diego en el monte del Tepeyac).

Aparición de la Virgen de Guadalupe

La Virgen de Guadalupe no ha sido la única que ha ocupado el lugar de una virgen autóctona, ya que a lo largo del siglo XVI prácticamente todas las nuevas colonias americanas tuvieron su propia aparición mariana, y así podemos ver a la Virgen de los Dolores en Costa Rica o a la Virgen del Cobre en Chile, como si hubieran estado ahí toda la vida, o como si pertenecieran más a los aborígenes que a los conquistadores.

Y es que el fenómeno de las vírgenes viene de más lejos. Por ejemplo, a Yemanyá, la virgen de las flores y del mar, la trajeron desde África los esclavos, y siendo una virgen de origen yoruba, se ha convertido en una de las grandes figuras de las santerías cubana y brasileña. Yemanyá es, incluso, adorada actualmente dentro de iglesias católicas de Brasil, y se la identifica, sin más preámbulos ni cuestionamientos, con la católica Virgen María.

De hecho, todas y cada una de las vírgenes a las que se rinde culto en el mundo católico representan a la Virgen María, y no importa si sus rasgos son asiáticos, indígenas, negros o nórdicos, si en realidad vienen de otras religiones o de antiguas culturas, porque el sincretismo las ha deglutido y las ha convertido en estandartes de la religión católica.

Curiosamente, en el seno y en la historia de la Iglesia católica la Virgen no había tenido un lugar destacado hasta hace unos cuantos siglos, y muchas de sus apariciones no han sido oficialmente aceptadas hasta hace algunos años. De hecho, la historia de la Iglesia católica deja mucho que desear, y no por falta de documentación, ya que en la biblioteca del Vaticano hay los suficientes manuscritos y libros como para situarla con objetividad.

Si cogemos una enciclopedia y buscamos la entrada de Iglesia católica, encontramos que fue fundada en el año cero por san Pedro, aunque no haya ni se presente cita de la documentación o de la autoridad que así lo señale. Es más, ni siquiera hay documentación real y fidedigna sobre la existencia de san Pedro: ni acta de nacimiento ni acta de defunción.

Pero la historia de la Iglesia ya nos tiene acostumbrados a este tipo de falta de datos contrastados, quizá porque una de sus fuentes más importantes es la hebrea, cuya historia misma intenta basarse en una serie de cuentos semíticos que fueron escogidos por los patriarcas de Israel, revisados por los sabios coptos y pasados al papel por el escriba Esdras 530 años antes del nacimiento de Cristo.

Cristo mismo carece de actas de nacimiento y de defunción, y mientras que hay documentación contrastada de Poncio Pilatos y de Juan el Bautista, el personaje que más se parece al mítico Mesías resulta que murió en Cachemira a una edad avanzada y no en la cruz.

De san Pablo (Saulo de Tarso) también hay documentación contrastada, y a él se debe, sin duda, que la figura del Mesías no se perdiera, y que los prístinos y cristianos de los principios de nuestra era tuvieran un lugar en las nuevas estructuras religiosas. Pero de la Virgen María, que tendría que ser más importante y celebrada que san Pablo, no hay apenas casi nada, y la mujer que más se le parece, entre otras cosas por ser la madre del Jesús que murió en Cachemira, fue una doncella mas no virgen, peinadora que tuvo dos hijos antes de dar a luz a Jesús, y cuatro más después de dicho alumbramiento.

La Iglesia católica, como centro regulador universal de la religión, tiene más sus cimientos en la Roma de Octavio Augusto que en el apóstol Pedro, y tardó casi 400 años, desde el 50 a. C. hasta el 325 d. C., en asentarse y tomar las riendas de la espiritualidad en el mundo conocido.

La idea de un solo Dios nace en Cercano Oriente y se cuela a Occidente a través de coptos y griegos, pero no solo en el sentido monoteísta que pretenden acaparar los judíos sino en la unificación de emociones, devociones y religiones dentro de un mundo dominado marcialmente por los romanos. Los jerarcas y monarcas de la época no eran en absoluto ajenos a esta idea y tendencia de unificación religiosa, ya que sabían de su importancia estratégica, económica y política. Claudio no quiso entrar personalmente en el juego, pero Calígula y Herodes sí. El primero mandó a esculpir su rostro en todas las estatuas de todos los dioses, y el segundo se vistió de oro en pleno verano para recibir los primeros y más potentes rayos solares cuando cambiaran de posición las constelaciones e Ictus (la constelación de Piscis) entrara de pleno en el firmamento, marcando la entrada de la Nueva Era. Calígula murió enloquecido y Herodes lo hizo asfixiado y calcinado dentro de su armadura de oro, ambos en el intento de ocupar el lugar del Dios único hecho carne que habría de gobernar el mundo los próximos 2000 años según la precesión de los equinoccios. La Iglesia impuso sus condiciones desde el poder de Roma y llegó a transformar el mundo, derrocando a su propio y último emperador.

Habían pasado cuatro siglos, y en todo ese tiempo nadie se acordó de la Virgen. Bueno, casi nadie, porque el pueblo llano siguió celebrando a sus diosas, con Iglesia católica o sin ella, y Juno, que había usurpado el rostro de Isis para convertirse en Isis misma, se vio usurpada a su vez por María, la madre del Mesías.

La historia de la Iglesia iba por un lado y las leyendas populares por otra. Durante casi mil años ni siquiera la figura que conocemos de Cristo entraba dentro de la iconografía católica: en plena Edad Media apareció sentado en la falda de su madre como un bebé con cara de hombre, repitiéndose de otras figuras que no eran originalmente católicas, y entre el siglo X y el siglo XIII tanto Jesús como su madre, la Virgen, empezaron a dominar telas, paredes y retablos. Cristo subió a la cruz, apareció la sábana santa de Turín y la Virgen se liberó, en muchos de los casos, de llevar al niño Dios sentado en su falda.

La historia del arte nos habla más de la historia de la Iglesia que la propia Iglesia, y a partir de la Edad Media hasta llegar al Renacimiento, las apariciones marianas y las representaciones artísticas de la Virgen se fueron incrementando y puliendo.

La Virgen María, nacida in extremis de la vieja Santa Ana y el anciano San Joaquín, tuvo que esperar mil años para que la Iglesia empezara a pregonar sus dones. Cristo solo tuvo que esperar 325 años para ser sumado al culto, y su entrada causó cismas y persecuciones: unos decían que era hijo de Dios y otros que era divino, pero hijo del hombre, no de Dios Padre, y la Virgen, a pesar de ser madre de Cristo, no tenía nada de divina.

Esta discusión trajo a la Virgen al primer plano durante algunos años, pero una vez que se aceptó, más o menos de manera general, que Cristo era hijo de Dios Padre, hecho carne por obra y gracia del Espíritu Santo, y no por la cimiente directa de Dios, la Virgen volvió a desaparecer del mapa como figura importante del catolicismo, y solo quedó retratada en uno que otro retablo, pero en la Santísima Trinidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo la Virgen no tenía lugar, voz ni voto, ni mucho divinidad celestial.

Y mientras los padres de la Iglesia discutían cómo tenían que manejar todo aquello, el pueblo llano seguía adorando a sus figuras religiosas femeninas, ante la tolerancia y hasta comprensión de los monjes y sacerdotes más cercanos, pero no porque la curia romana lo hubiera establecido oficialmente.

Ni siquiera durante las cruzadas la figura de la Virgen María fue especialmente destacada: estaba más de moda la figura guerrera de los apóstoles, pero una vez que las cruzadas acabaron y empezaron a calar las ideas de los Templarios, la Virgen tuvo una subida espectacular en los círculos religiosos.

El protocolo de la iconografía exigía que a la Virgen se la pintara como una doncella joven de cabello castaño y piel sonrosada, pero los viajeros llegaban a sus pueblos con vírgenes morenas, rubias y hasta clara y decididamente negras. Como Jesús, la Virgen debería tener rasgos armenios o semíticos, como cualquier doncella de la zona; pero los cruzados llevaron a sus tierras no a una doncella sino a mujeres de mar, campesinas, reinas, matronas, de diferentes semblantes y talantes, y la Virgen María cabía dentro de todas ellas.

En los pueblos y las montañas, en las cuevas y los ríos, en los lagos y los mares, además, a los fieles se les aparecían mujeres vestidas de blanco o vestidas de azul, con una luna en los pies o acompañadas de querubines, flotando en el aire y con un aura dorada, dándoles mensajes y asegurándoles que eran la Madre de Dios. No tardaron en aparecer las famosas once mil vírgenes, representando a diestra y siniestra a la Virgen María con miles de rostros y ropajes.

La Iglesia, desbordada ante tanta aparición, lo único que pudo hacer fue decir que todas esas vírgenes no eran más que una sola: la bíblica Virgen María, la única y verdadera madre de Dios.

Isis, Juno, Minerva, Sinto, Yemanyá y Tonantzin dejaron de ser las diosas que habían sido hasta entonces y se convirtieron en una sola: la Virgen María, sin pecado concebida por Santa Ana, tan virgen en la concepción como ella misma.

No se puede, por tanto, situar objetivamente a la Virgen en el tiempo y el espacio, ya que no hay una historia real que la sustente. Todo queda en el campo del mito y la leyenda, donde la creencia y el fervor populares son los que le dan una verdadera dimensión a su figura.

De hecho, la mayoría de las Vírgenes han sido aceptadas oficialmente por la Iglesia católica en nuestra época, a mediados del siglo XX, coincidiendo con el otorgamiento del alma que hizo el papa Juan XXIII a las mujeres. Muchas eran las Vírgenes adoradas y veneradas, pero muy pocas las coronadas por la Santa Madre Iglesia.

Lilith o Eva podrían haber sido perfectamente las primeras vírgenes de las culturas semíticas, o al menos de los hebreos, pero sus personajes siguen permaneciendo al margen de la historia, lo mismo que Diana o Artemisa, la diosa virgen cazadora de los griegos que fue patrona de Lyon mucho antes de que el culto a la Virgen María apareciera en el firmamento religioso.

Hablar de fechas y de datos concretos es poco más que imposible, ya que mientras más retrocedemos en el tiempo más se pierde la raíz que buscamos.

Con la Virgen de Guadalupe mexicana, que sería un ejemplo bastante cercano en el tiempo y el espacio, ya hay divergencias en cuanto a la leyenda y fechas de su aparición. Unos dicen que usurpó el lugar de la diosa Coatlicue, otros que ocupó el lugar de la Tonantzin; unos que se apareció el mes de noviembre, otros que en diciembre.

Si la leyenda la cuenta un europeo, remarca la aparición de las rosas sobre el monte como un hecho milagroso, ya que suponen que el otoño mexicano es tan crudo como el otoño europeo, mientras que un mexicano jamás diría algo así, porque sabe que en Tepeyac, incluso en nuestros días y pese a la terrible contaminación que existe en México, hay años en que noviembre y diciembre son meses bastante florales y agradables, y que no hay necesidad de milagros para que sea así.

Si esto pasa con una Virgen tan cercana, ¿qué no pasará con la figura de la Virgen María, que vivió en la Armenia del siglo I a. C.?