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Sigue el camino de baldosas amarillas hacia una aventura atemporal donde el coraje, la amistad y la imaginación lo conquistan todo. El mago de Oz, de L. Frank Baum, es más que un clásico infantil: es un viaje mágico que ha cautivado los corazones de los lectores durante más de un siglo. Esta encantadora novela cuenta la historia de Dorothy, una niña que es arrastrada desde su hogar en Kansas hasta el extraordinario Reino de Oz. Junto a su fiel perro Toto y un trío de compañeros inolvidables —el Espantapájaros, el Leñador de Hojalata y el León Cobarde—, Dorothy se embarca en una épica búsqueda para encontrar al misterioso mago que tiene la llave para que ella pueda volver a casa. Repleto de maravillas, humor y lecciones atemporales, El mago de Oz es un libro que gusta tanto a niños como a adultos. Se trata de creer en uno mismo, valorar la verdadera amistad y descubrir que, a veces, los mayores tesoros se encuentran en nuestro interior. Perfecta para los amantes de los cuentos de hadas, las aventuras fantásticas y la literatura clásica, esta edición es un regalo ideal y un libro imprescindible en cualquier biblioteca. Tanto si lo lees por primera vez como si vuelves a sumergirte en su magia, la obra maestra de Baum te inspirará, te entretendrá y permanecerá en tu memoria mucho después de haber terminado el último capítulo.
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Seitenzahl: 190
Veröffentlichungsjahr: 2025
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L. Frank Baum
Nueva traducción al español
traducido del inglés por Santiago M. Villafañe
Tanto el folclore, como las leyendas, los mitos y los cuentos de hadas fueron compañía para los niños a través de los años, pues todos los jóvenes sanos tienen un amor beneficioso e instintivo por las historias fantasiosas, maravillosas y explícitamente irreales. Las hadas aladas de los hermanos Grimm y de Andersen alegraron más corazones infantiles que cualquier otra creación humana.
Aun así, el antiguo cuento de hadas, habiendo servido por generaciones, puede ahora clasificarse como «anticuado» en la literatura infantil; porque llegó el momento de que una nueva serie de «cuentos maravillosos» en la que se eliminen los genios, los enanos y las hadas estereotipados, junto con todos los horribles incidentes que hielan la sangre y que los autores diseñaron para agregarle una moraleja temible a cada cuento. La educación moderna incluye la moral; por lo tanto, los jóvenes modernos solo buscan entretenimiento en sus cuentos maravillosos y con gusto se deshacen de todos los incidentes desagradables.
Teniendo esta reflexión en mente, el cuento de El maravilloso mago de Oz se escribió con el único propósito de complacer a los niños del presente. Intenta ser un cuento de hadas moderno, en el que la maravilla y la alegría se conservan y las penurias y pesadillas se desechan.
L. Frank BaumChicago, abril de 1900.
Dorothy vivía en medio de las grandes llanuras de Kansas, con el tío Henry, un granjero, y con la tía Em, la esposa del granjero. Su casa era pequeña porque a la madera necesaria para construirla había que traerla en carro por varios kilómetros. Era de cuatro paredes, con un piso y con un techo, todo lo cual constituía una sola habitación, y en esta habitación había una cocina de apariencia herrumbrosa, una alacena para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en una esquina y, Dorothy, una pequeña en otra esquina. No había ningún ático ni ningún sótano, a excepción de un pequeño pozo cavado en el suelo, llamado el «sótano para huracanes», a donde la familia podía ir para refugiarse en caso de que se desatara alguno de esos grandes torbellinos con el poder suficiente para aplastar cualquier edificio que se le interpusiera en el camino. Para entrar en él, se bajaba a través de una trampilla en el medio del suelo, por una escalera que conducía al pequeño pozo negro.
Cuando Dorothy se paró en la puerta y miró en rededor, no pudo ver nada salvo la gran llanura gris por todos lados. Ningún árbol ni ninguna casa rompían la vasta planicie de campo que se extendía en todas las direcciones hasta tocar el cielo. La luz del sol había quemado la tierra arada y la había transformado en una masa gris atravesada por pequeños surcos. Ni siquiera el césped era verde, pues el sol había quemado las puntas de las largas hojas hasta que se volvieron del mismo gris que se extendía por todas partes. La casa supo estar pintada alguna vez, pero el sol había resecado la pintura y las lluvias se la llevaron; ahora la casa era tan gris y deslucida como todo lo demás.
Cuando la tía Em se había ido a vivir ahí, era una esposa linda y joven. El sol y el viento también la cambiaron. Le quitaron el brillo de los ojos y se lo reemplazaron por un gris sobrio; le quitaron el rubor de los labios y de los cachetes y también los dejaron grises. Era pálida y demacrada y ya no sonreía nunca. Cuando Dorothy, quien quedó huérfana, se había ido a vivir con ella, la tía Em se sorprendía tanto por la risa de la niña que soltaba un grito y se llevaba las manos al corazón cada vez que la alegre voz de Dorothy le entraba por los oídos, y todavía la miraba con extrañamiento cada vez que la niña encontraba algo de qué reírse.
El tío Henry nunca se reía. Trabajaba duro de amanecer a anochecer y desconocía qué era la alegría. También era grisáceo, desde la barba larga hasta las botas desgastadas; su apariencia era severa y solemne y siquiera apenas hablaba.
Era Toto quien causaba las risas de Dorothy y quien evitaba que Dorothy se contagiara con el gris del entorno. Toto no era gris, sino un perrito negro con cabello largo y sedoso y con ojitos negros que brillaban llenos de alegría a cada lado del hociquito gracioso. Toto jugaba todo el día, Dorothy jugaba con él y lo quería con toda su alma.
Sin embargo, hoy no jugaban. El tío Henry se sentó en el umbral de la puerta y miró inquieto el cielo, que estaba más gris de lo que solía estar. Dorothy estaba parada en la puerta con Toto en los brazos y también miraba el cielo. La tía Em lavaba los platos.
Desde el norte lejano escucharon al viento rugir gravemente y el tío Henry y Dorothy podían ver cómo los pastos se inclinaban ante la llegada de la tormenta. Luego llegó desde el sur un silbido agudo del viento y, mientras giraban las cabezas, vieron que los pastos también ondeaban desde esa dirección.
El tío Henry se levantó de golpe.
—Se aproxima un huracán, Em —le avisó a la esposa—. Voy a revisar el ganado. —Entonces se fue corriendo hacia los establos donde guardaban las vacas y los caballos.
La tía Em dejó de lavar los platos y se asomó por la puerta. Con una sola mirada comprendió el peligro que se les cernía.
—¡Rápido, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al sótano!
Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió bajo la cama, y la niña fue tras él. La tía Em, llena de temor, abrió de un portazo la trampilla en el piso y bajó por la escalera hasta el pequeño pozo negro. Dorothy atrapó por fin a Toto y empezó a seguir a su tía. Cuando hubo atravesado la mitad de la habitación, el viento pegó un bramido y la casa se sacudió con tanta fuerza que Dorothy perdió el equilibrio y se tuvo que sentar en el suelo.
Luego sucedió algo extraño.
La casa rotó dos o tres veces y se elevó despacio por los aires. Dorothy sintió como si se estuviera elevando en un globo aerostático.
Los vientos del norte y del sur se encontraron donde la casa se asentaba e hicieron de ese sitio el centro exacto del huracán. En el ojo de los huracanes, el aire suele ser tranquilo, pero la intensa presión que el viento ejercía sobre cada lado de la casa la hizo subir más y más hasta llegar a la cima del huracán, y allí permaneció y viajó por varios kilómetros, como una pluma arrastrada por el viento.
Estaba muy oscuro y el viento rugía con fiereza alrededor de ella, pero Dorothy se dio cuenta de que se desplazaba sin problemas. Después de los primeros giros y una vez más en la que la casa se sacudió con fuerza, sintió como si la estuvieran meciendo con suavidad, como a un bebé en la cuna.
A Toto no le gustaba. Corría por la habitación, por aquí y por allá, ladrando fuerte, pero Dorothy se sentó muy quieta en el suelo y esperó a ver qué sucedería.
En un momento Toto se acercó mucho a la trampilla abierta y se cayó; y lo primero que pensó la niña fue que lo había perdido. No obstante, pronto vio una de las orejitas asomándose por el vano de la puerta porque la presión intensa del aire lo mantenía a flote y no podía caerse. Se arrastró al agujero, agarró a Toto de la oreja y lo metió a rastras en la habitación de vuelta, y por último cerró la trampilla para que no pudieran suceder nuevos incidentes.
Pasaban las horas y poco a poco Dorothy superó el pánico, pero se sintió muy sola y el viento aullaba con tanta fuerza alrededor de ella que casi se queda sorda. Primero se preguntó si se haría trizas cuando la casa cayera de nuevo, pero a medida que transcurrían las horas y no sucedía nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma a ver qué le depararía el futuro. Por último, se arrastró por el piso tambaleante hasta su cama y se recostó; Toto la siguió y se recostó con ella.
A pesar de las sacudidas de la casa y de los rugidos del viento, Dorothy pronto cerró los ojos y se durmió como una marmota.
Dorothy se despertó con una sacudida tan fuerte y repentina que, si no hubiese estado recostada en la suavidad de su cama, podría haberse herido. Así y todo, el choque le hizo dar un respingo y preguntarse qué había sucedido y Toto le puso el hocico frío en la cara y se quejó asustado. Dorothy se sentó y se dio cuenta de que la casa no se movía y de que tampoco estaba oscuro porque el sol entraba por la ventana e inundaba la habitación. Bajó de la cama dando un salto y, con Toto siguiéndola a los tobillos, corrió a abrir la puerta.
Soltó un grito de sorpresa y miró alrededor con los ojos cada vez más abiertos por las maravillas que contemplaba.
El huracán había dejado la casa muy suavemente (para ser un huracán) en el medio de una tierra de espectaculares bellezas. El verde brotaba de pastos tiernos por todas partes, con impresionantes árboles cargados de frutas tentadoras y deliciosas. En ambos lados, crecían montones de flores magníficas y unas aves de plumajes raros y brillantes cantaban y revoloteaban entre los árboles y arbustos. Un poco más allá, corría un arroyito brillante que atravesaba las orillas verdes y que con un murmullo gentil le cantaba a una niña agradecida que por tanto tiempo vivió en las áridas llanuras grises.
Mientras ella estaba parada, viendo emocionada el hermoso paisaje desconocido, notó que se le acercaba un grupo con las personas más extrañas que nunca antes había visto. No eran tan grandes como las personas típicas a las que estaba acostumbrada a ver, pero tampoco eran muy pequeñas. De hecho, parecían ser igual de altas que Dorothy, quien era bastante grande para su edad, aunque, por lo que se podía ver, eran mayores que ella.
Eran tres hombres y una mujer y todos vestían atuendos muy particulares. Usaban sombreros redondos de treinta centímetros de alto, con una bolita en la punta y cintas de pequeños cascabeles que sonaban con suavidad cuando se movían. Los sombreros de los hombres eran azules; el de la mujercita, blanco; ella además usaba un vestido blanco que caía en pliegues desde los hombros. Lo decoraban estrellitas que brillaban bajo el sol como diamantes. Los hombres vestían un azul del mismo tono que los sombreros y calzaban botas bien lustrosas y con pliegues azules al final de las cañas. Dorothy pensó que los hombres eran igual de ancianos que el tío Henry porque tenían barbas. No obstante, la mujercita era sin lugar a dudas mucho mayor. Las arrugas le cubrían el rostro, el cabello era casi blanco y caminaba con dificultad.
Cuando se acercaron a la casa en cuya puerta Dorothy estaba parada, se detuvieron y susurraron entre ellos, como si temieran acercarse más. Pero la viejita se adelantó hacia Dorothy, hizo una reverencia y dijo con voz suave:
—Bienvenida seas, nobilísima hechicera, al país de los munchkins. Te estamos muy agradecidos por acabar con la Bruja Malvada del Este y por librar nuestro pueblo de sus cadenas.
Dorothy la escuchó con extrañeza. «¿A qué se podría estar refiriendo esta mujercita llamándola hechicera y afirmando que mató a la Bruja Malvada del Este?». Dorothy era una niñita inocente e inofensiva a quien el huracán había alejado de su hogar por varios kilómetros y nunca había matado a nadie en su vida.
No obstante, estaba claro que esperaba una respuesta, así que Dorothy respondió llena de dudas: «Es muy amable, pero debe de haber algún error. Yo no maté a nadie».
—De todos modos; tu casa, sí —contestó la mujercita con una risa—, y es lo mismo. ¡Mira! —añadió, mientras señalaba la esquina de la casa—. Ahí están las dos piernas asomándose por debajo de un bloque de madera.
Dorothy miró y pegó un grito del susto. Era cierto, justo debajo de la esquina del gran tronco sobre el que reposaba la casa, se asomaban dos piernas con unos puntiagudos zapatos plateados.
—¡Ay, no!, ¡ay, no! —exclamó Dorothy desesperada y juntando las manos—. De seguro la casa aterrizó sobre ella. ¿Qué iremos a hacer?
—No hay nada que se pueda hacer —dijo tranquila la mujercita.
—Pero ¿quién era? —preguntó Dorothy.
—Como dije, era la Bruja Malvada del Este —respondió la mujercita—. Oprimió a los munchkins por muchos años y los hizo sus esclavos de por vida. Ahora son libres y te agradecen el favor.
—¿Quiénes son los munchkins? —preguntó Dorothy.
—Son las personas que viven en el País del Este, en donde la Bruja Malvada del Este gobernaba.
—¿Es usted una de los munchkins? —preguntó Dorothy.
—No, pero soy su amiga, a pesar de que vivo en el País del Norte. Al ver que la Bruja Malvada había muerto, me mandaron un mensajero veloz y vine de inmediato. Soy la Bruja del Norte.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Dorothy—. ¿Es una bruja de verdad?
—Así es —respondió la Bruja—. Pero soy una bruja buena y la gente me quiere. No soy tan poderosa como lo era la Bruja Malvada que gobernaba aquí, sino hubiera sido yo quien librara a las personas.
—Pero yo creía que todas las brujas eran malvadas —dijo Dorothy un poco asustada por estar ante una bruja verdadera.
—Ay, no. Es un error muy grande. En todo el Reino de Oz solo había cuatro brujas; dos de ellas, la del norte y la del sur, somos brujas buenas. Lo sé porque soy una de ellas y no puedo equivocarme. Las que habitan el este y el oeste son brujas malvadas, pero ahora que acabaste con una de ellas, solo queda una de las brujas malvadas en todo el Reino de Oz: la que mora en el oeste.
—Pero —añadió Dorothy habiendo pensado por un momento— la tía Em me dijo que todas las brujas habían muerto hacía ya muchos años.
—¿Quién es la tía Em? —preguntó la viejita.
—Mi tía que vive en Kansas, de donde vengo.
La Bruja del Norte pareció pensar por un momento con la cabeza inclinada y con los ojos posados sobre el suelo. Levantó la mirada y dijo: «No sé dónde queda Kansas, pues nunca lo escuché mencionar. Pero dime, ¿es una tierra civilizada?».
—Oh, sí —contestó Dorothy.
—Eso explica todo. Creo que en las tierras civilizadas no quedan brujas, ni magos, ni hechiceras, ni brujos. Pero verás, el Reino de Oz nunca fue civilizado porque estamos aislados del resto del mundo. Por eso todavía existen brujas y magos entre nosotros.
—¿Quiénes son los magos? —inquirió Dorothy.
—Oz es el Gran Mago —respondió la Bruja bajando la voz hasta que fue solo un murmullo—. Es más poderoso que todas nosotras juntas. Vive en la Ciudad Esmeralda.
Dorothy iba a preguntarle algo más, pero entonces los munchkins, quienes habían estado parados en silencio, lanzaron un grito estridente y señalaron la esquina de la casa donde yacía la Bruja Malvada.
——¿Qué pasa? —preguntó la viejita, que miró y se echó a reír. Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo y no quedaron rastros salvo sus zapatos plateados.
»Era tan vieja —explicó la Bruja del Norte— que el sol la hizo polvo en un santiamén. Así acaba. Pero los zapatos son tuyos y los puedes usar. —Se agachó y levantó los zapatos y, habiéndolos desempolvado de un sacudón, se los entregó a Dorothy.
—La Bruja del Este estaba orgullosa de esos zapatos plateados —dijo uno de los munchkins— y portan algún encantamiento, pero ¿cuál era? Nunca lo supimos.
Dorothy metió los zapatos en la casa y los dejó sobre la mesa. Salió de nuevo y les dijo a los munchkins:
—Quiero volver con mi tía y mi tío porque estoy segura de que estarán preocupados por mí. ¿Me pueden ayudar a encontrar el camino de vuelta?
Los munchkins y la Bruja primero se miraron los unos a los otros, luego a Dorothy y negaron con la cabeza.
—Al este, no lejos de aquí —explicó uno—, hay un gran desierto y nadie vivió para cruzarlo.
—Igual que al sur —agregó otro—, pues estuve ahí y lo vi. El sur es el país de los quadlings.
—Según escuché —añadió el tercer hombre—, en el oeste pasa lo mismo. Y en esa tierra, donde viven los winkies, gobierna la Bruja Malvada del Oeste, quien te esclavizaría si te cruzaras por su camino.
—En el norte es donde vivo yo —dijo la viejita— y al borde está el mismo gran desierto que rodea al Reino de Oz. Temo decirte, mi niña, que tendrás que vivir con nosotros.
Al oír esto, Dorothy se largó a llorar porque se sentía sola entre todas estas personas extrañas. Sus lágrimas parecieron conmover a los bondadosos munchkins, quienes sacaron de inmediato sus pañuelos y también empezaron a lagrimear. Por su parte, la viejita se sacó el sombrero y lo balanceó sobre la nariz, mientras contaba con una voz seria: «Uno, dos, tres». De repente, el sombrero se transformó en una tabla en donde decía con letras grandes de tiza blanca:
QUE DOROTHY VAYA A LA CIUDAD ESMERALDA.
La viejita se sacó la tabla de la nariz y, habiendo leído las palabras, le preguntó: «¿Te llamas Dorothy, querida?».
—Sí —contestó la niña levantando la mirada y secándose las lágrimas.
—Entonces debes ir a la Ciudad Esmeralda. Quizás Oz te ayude.
—¿En dónde queda la ciudad? —preguntó Dorothy.
—En el centro exacto del Reino de Oz y la gobierna Oz, el Gran Mago del que te conté.
—¿Es un hombre bueno? —preguntó la niña con ansias.
—Es un mago bueno. Si es un hombre o no, no puedo decirlo porque nunca lo vi.
—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —preguntó Dorothy.
—Debes caminar. Es un viaje largo a través de una tierra que a veces es apacible y a veces oscura y terrible. No obstante, usaré todos los encantamientos mágicos que conozco para protegerte de los peligros.
—¿No me acompañará? —suplicó la niña, que había empezado a considerar a la viejita como su única amiga.
—No, no puedo hacerlo —replicó ella—, pero voy a concederte mi beso y nadie se atrevería a lastimar a alguien a quien la Bruja del Norte haya besado.
Se acercó a Dorothy y la besó con gentileza en la frente. Pronto, Dorothy descubriría que los labios dejaron una marca redonda y brillante en donde la besaron.
—El camino a la Ciudad Esmeralda está empedrado con adoquines amarillos —explicó la Bruja—, así que no podrás perderte. Cuando veas a Oz, no te acobardes, sino cuéntale tu historia y pídele su ayuda. Adiós, querida.
Los tres munchkins hicieron una reverencia con la cabeza y le desearon un viaje agradable, para luego perderse entre los árboles. La Bruja le hizo un pequeño gesto amistoso con la cabeza a Dorothy, giró tres veces sobre el talón izquierdo y en un instante desapareció, lo que sorprendió a Toto, que empezó a ladrar con fuerza al sitio en donde estaba, porque estaba asustado de siquiera gruñir cuando ella estaba presente.
Sin embargo, Dorothy, sabiendo que era una bruja, esperaba que desapareciera de esa manera y no se sorprendió en lo más mínimo.
En cuanto Dorothy se hubo quedado sola, se le despertó el hambre. Así que fue al aparador y rebanó un pedazo de pan, que untó con manteca. Le dio un poco a Toto, tomó un balde del estante, lo llevó al arroyito y lo llenó de brillante agua limpia. Toto corrió hacia los árboles y le empezó a ladrar a los pájaros allí reposados. Dorothy fue a buscarlo, vio colgando de las ramas unas frutas tan deliciosas que recogió algunas y descubrió que eran justamente lo que quería para completar el desayuno.
Volvió a la casa y, habiéndose servido una buena cantidad de la fresca agua limpia para ella y para Toto, inició los preparativos para emprender el viaje a la Ciudad Esmeralda.
Solo tenía un vestido más, pero justo ese estaba limpio y colgaba de un gancho junto a la cama. Era de cuadrillé azul y blanco y, aunque el azul se había desgastado un poco tras varios lavados, seguía siendo un vestido lindo. Se limpió con cuidado, se vistió con el cuadrillé limpio y se ató su moño rosa en la cabeza. Tomó una canasta, la llenó con pan del aparador y lo tapó con un paño blanco. Luego se miró los pies y vio cuán desgastados estaban sus zapatos.
—Sin lugar a dudas no aguantarán un viaje largo, Toto —dijo ella. Con los ojitos negros, Toto la miró a la cara y movió la cola para hacerle entender que sabía a qué se refería.
En ese momento Dorothy vio sobre la mesa los zapatos plateados que habían pertenecido a la Bruja del Este.
—¿Me quedarán? —le preguntó a Toto—. Serían lo ideal para llevar en un viaje largo, ya que no se pueden desgastar.
Se sacó los viejos zapatos de cuero y se probó los plateados, que le quedaron como si los hubieran hecho para ella.
Por último, tomó la canasta.
—Vamos, Toto —lo llamó—. Iremos a la Ciudad Esmeralda y le preguntaremos a Oz el Grande cómo volver a Kansas de nuevo.
Cerró la puerta con cerrojo y guardó la llave con cuidado en el bolsillo del vestido. De esa manera, junto a Toto que serio la seguía, emprendió su viaje.
Había muchos caminos cerca, pero no tardó en encontrar el camino de adoquines amarillos. En poco tiempo, iba llena de energía hacia la Ciudad Esmeralda y con sus zapatos plateados brillando sobre el duro suelo amarillo del camino. El sol brillaba con fuerza y los pájaros cantaban alegres, y Dorothy no sintió ni un atisbo del malestar que se esperaría que una niña sintiera al ser desarraigada de su hogar por un huracán repentino y abandonada en medio de una tierra desconocida.
