El mamífero que ríe - Gustavo Ferreyra - E-Book

El mamífero que ríe E-Book

Gustavo Ferreyra

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Beschreibung

Ricardo, un psicoanalista fascinado con el comportamiento de los lobos marinos, no parece encontrar rumbo en su vida. Desencantado con la política y la coyuntura, intenta recomponer —a su modo— la relación con sus hijos y con su ex esposa, hasta que un suceso fuera de lo común en su vida cotidiana lo hace salir de su eje.

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Acerca de Gustavo Ferreyra

Gustavo Ferreyra nació en Buenos Aires en 1963. Ha publicado el libro de relatos El perdón (1997) y las novelas El amparo (1994), El desamparo (1999), Gineceo (2001), Vértice (2004; Primer Premio de Novela Édita de la Ciudad de Buenos Aires, bienio 2004-2005), El director (2005), Piquito de oro (2009), Dóberman (2010; Premio Emecé de Novela), La familia (2014), Piquito a secas (2016), Los peregrinos del fin del mundo (2018), El sol (2020) y Piquito en las sombras (2022).

Página de legales

Ferreyra, Gustavo / El mamífero que ríe / Gustavo Ferreyra. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2022. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-8928-07-4

1. Literatura. I. Título. CDD A863

ISBN edición impresa: 978-987-8928-03-6

© 2022 Gustavo Ferreyra

Corrección Mariana GaitánDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Gustavo Ferreyra Max Amicci

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, 2023

El mamífero que ríe

Gustavo Ferreyra

Índice

Enero 2018

Marzo 2018

Abril 2018

Mayo 2018

Junio 2018

Julio 2018

Agosto 2018

Septiembre 2018

Octubre 2018

Octubre 2018

Noviembre 2018

Diciembre 2018

Enero 2019

Febrero 2019

Febrero 2019

Marzo 2019

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Julio 2019

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Cover

Enero 2018

IBA ACERCÁNDOSE AL BARRANCO y los bramidos, los chillidos arreciaban; la barahúnda se hacía tan feroz que casi le dio miedo llegar a la baranda y asomarse. Pero lo hizo y ahí estaba, la colonia de lobos marinos. La actividad era febril. Los machos bramaban apenas advertían algún movimiento de otro macho al que tuvieran por ligeramente sospechoso. Y de repente se arremetían sin más, cuerpo contra cuerpo, choques tremendos de masas de carne y dientes que buscaban herir, y herir hasta más allá de lo posible. Al mismo tiempo, decenas de gaviotas intentaban alcanzar las placentas de las lobas marinas que habían dado a luz; chillaban con una desesperación que parecía furia porque a su vez tenían miedo de esos corpachones que podían aplastarlas y las mismas hembras temían por los picotazos sobre sus cachorros, de modo que se esforzaban por espantarlas. Ricardo pensó en lo dantesco, solo que lo dantesco era lo infernal, lo metafísico, y allí en cambio estaba lo material, los cuerpos vivos envueltos en la furia.

Y, sin embargo, no tardó en descartar la furia. Lo que veía allá abajo, lo que escuchaba, lo que olía, una fetidez brutal y vívida, era el ser de esos animales. No estaban desencajados, furiosos; simplemente eran, tanto los lobos marinos como las gaviotas. Esa violencia feroz no era feroz sino un estar en el mundo en esas circunstancias en las que todo estaba en disputa. Olfateaba el aire y se sentía pleno. Se aferró a la baranda, un poco por la impresión, otro poco porque no quería irse de allí.

En un momento, dos machos enormes se toparon una y otra vez y el choque elevaba un ruido inimaginable; jamás su imaginación habría llegado a eso. Se alejaban y luego volvían a embestirse y a herirse con los dientes. Los dos sangraban bastante profusamente. Ricardo se fascinó. Por un momento pensó en su querido Borges, en los hombres de cuchillo y de coraje, pero esos tipejos con los cuchillitos en ristre le parecieron ridículos frente a lo que veía. La testosterona volaba en el aire. Apretó la baranda con sus dedos todo lo que pudo. La testosterona se olía, se sentía, era febril y estaba ahí, casi en él. Eran machos, glandular, corpóreamente machos. Eran plenamente lo que eran. Machos. No había astucia, hipocresía, simulación. Machos que se enfrentaban por las hembras. Y en un instante tuvo ganas de aplaudir por el espectáculo. Testosterona, se decía. Y era como humillante para él y a la vez sonreía con cierto triunfalismo helado. Pero de repente bajó los ojos. Machos. Meneó la cabeza, algo perplejo. Cuando volvió a levantar la vista, la pelea había terminado. Uno de los machos se retiraba, en principio vencido según todas las apariencias. Aun así, no había nada que pudiera interpretarse como humillación. Y se quedó mirando largo rato la colonia.

Había vida social, había jerarquías y triunfos y derrotas. Aun así, no solo no había astucia, hipocresía, simulación, tampoco había adulación ni humillación. Bastaba con los hechos. Todo lo que ocurría era y, sencillamente, no había ningún resquicio para que pudiese ser de otra manera. Los cerebros de esos animales, se dijo, él que era psicólogo, no generaban productos. Tuvo esta idea, esta intuición; usó este concepto: productos, aun cuando se estuviese refiriendo a hechos psíquicos. Y como no había productos cerebrales, el cerebro era un servidor. Servía al cuerpo como los otros órganos y casi en inferioridad tal vez con respecto, por ejemplo, a las glándulas. Y todos esos corpachones, machos y hembras, se atenían a los hechos de la realidad. De alguna manera, le resultaba formidable. No eran insectos, eran mamíferos con vida social. Y se figuró que esos lobos marinos eran una suerte de pináculo. Que el camino tomado por la evolución en otras ramas, hasta llegar a los simios y por fin a nosotros, los humanos, era más degradación que otra cosa. Los lobos marinos eran dignísimos y esos machos lo eran particularmente, sin alardes. Cada individuo de la colonia estaba en su cuerpo y en su función tanto como un ladrillo, pero a la vez pleno de vida, vivo como él no lo estaría jamás. Quizá lo estuvo cuando tenía solo meses pero ya no estaba en su memoria y, justamente, el olvido era absolutamente necesario porque a quien recordase esa intensidad se le haría intolerable la mengua subsiguiente. Era una plenitud del cuerpo sin sujeto que él solamente intuía y envidiaba.

Se apartó del barranco. Dejó de verlos pero escuchaba y olfateaba y creía seguir percibiendo la testosterona. Había fría locura en los chillidos de las gaviotas y fetidez, pero aun así la testosterona primaba de alguna manera en sus percepciones. La masculinidad con un vigor esplendente. Era así. Estaba en el cuerpo de los machos, en sus glándulas, en sus carnes, como también estaba en el cuerpo de las hembras su hembriedad y no había sujeto entre ellos que pudiera decir absolutamente nada, ni a favor ni en contra de esa realidad. Lo real era inexpugnable. Era así. Lo pensaba y se confirmaba. Ricardo apretó los labios, enarcó las cejas. Su masculinidad era tan expugnable que ya era como nada; casi una suerte de derrota en sí misma.

Se fue alejando del barranco. El sol subía en el cenit. Era el mediodía y todos los otros turistas se habían ido. Hacía calor en la península de Valdés, tanto como él jamás hubiera imaginado que podía hacer allí, en el remoto sur, junto al mar. Estaba un poco desconcertado; en parte por lo que había visto, en parte por esa repentina soledad. Retornó a la baranda. Dos gaviotas atacaban una placenta con bastante éxito, la hembra había quedado algo apartada junto a su cachorro. Pero eran picotazos exasperados y luego la huida para volar a dos, tres metros de su objetivo, graznando en un paroxismo. Era un exceso. Era un exceso de vida casi insoportable. Pensó en Aristóteles, en el exceso y el defecto. Lo que veía era el exceso, él era el defecto. Un defecto, a sus cuarenta y dos años, irremontable. ¡Cómo vivían esos bichos! ¡Daban asco! Había que rebajarlos y era imposible. Por borgeano que fuese, por enemigo, despreciador de la vida, aun así, tenía que rendirse. La irracionalidad, esa hambre de vida desesperada era horriblemente victoriosa. Indigna, tal vez. O no, tal vez todo lo contrario. Tal vez dignísima. Lo que fuere, era sencillamente un exceso. Escupió hacia el barranco, hacia esa superioridad indigna. ¡Sí!, indigna. Se advertía ridículo y sin embargo se sentía bien. Tan bien como no se había sentido en mucho tiempo. Casi estaba feliz. Al fin, los lobos marinos eran maestros. Ahí estaban. Algunos erguidos, doctorales. Juzgó, de repente, que en verdad eran virtuosos; virtuosos en términos aristotélicos. El punto medio entre el exceso de los elefantes marinos, que había visto el día anterior y cuyos corpachones gibosos y plomizos le habían parecido una deformidad, y el defecto de las focas, que no daban el piné, ni en cuerpo ni en carácter. Se dijo que era lobomarinense, seguramente el primero y probablemente el último. Él había leído a un autor que enaltecía la mamifidad en cierto modo. O más que enaltecerla la había señalado como fundamental para comprender qué era un ser humano. Primero mamífero, luego hombre. Esto se intuía en sus escritos. Pero, aun así, este autor se figuraría —esto pensaba Ricardo— que el pináculo estaba en el homínido. De hecho, hablaba del Sapiens. En última instancia, quería al hombre de otra manera. El retorno al Sapiens no era más que un ardid, una astucia para construir una nueva moral. Él, en cambio, iba mucho más lejos. Él veía ahora mismo al lobo marino como aquello que no podía ser superado. El otro era un mediocre con un poco de fortuna y había escrito algunos libros, él llegaba hasta donde en verdad había que llegar. Lobomarinense. Aspiró con fuerza las brisas del mar. Estaba algo henchido. Y era macho. ¡Era macho, carajo! Pensó en su ex esposa y golpeó la baranda con la mano abierta. ¡Claro que ella no había comprendido! ¿Cómo iba a comprender en medio de un maremágnum de cultura, de razones y de argumentos tan equilibrados e inteligentes? Todo el bla bla civilizatorio, toda la mierda cultural tapando esa verdad que los lobos marinos revelaban inequívocamente. El macho que se erguía allí, delante de sus ojos, había sido en realidad el maestro último de Freud. En esos corpachones, carne y glándulas, estaba el ello invencible. Se era macho corporal, material, biológicamente y no había represión cultural posible, excepto directamente la castración. ¡Ni una menos! Muy lindo. Pero ¿que se hacía con esa realidad que sus ojos veían, con la testosterona que volaba en el aire? No pensaba que había que matar a las mujeres pero, si las hembras de lobo marino hubieran negado al macho como tal —cosa que jamás harían—, el macho, enardecido, ¿no llegaría a la violencia contra ellas? En definitiva, bramar, por ejemplo, arremeter contra otros machos, ¿no estaba en el cuerpo masculino, en su propio cuerpo? Él había bramado, él se había irritado, él había perdido los estribos durante la separación, ¿y qué? No había pegado, pero si hubiese pegado, ¿no habría habido una explicación perfectamente plausible? Se aferró a la baranda con las dos manos. ¿Cómo venían con toda esa modosidad, ese razonable equilibrio, cuando la testosterona circulaba por la sangre? La civilización era femenina, toda la maldita cultura era femenina. Lo veía así, claramente, por primera vez. Siempre lo había intuido pero ahora estaba ahí, delante de sus ojos. Todo el feminismo, que él había apoyado en su juventud, era un recorte cultural de la realidad. Tal vez estaba muy bien como etapa cultural, como período histórico, pero las realidades biológicas del cuerpo tenían que volver a emerger como algo innegable. ¿Qué discurso podía contra esa realidad de los cuerpos allí abajo, suponiendo que pudiera haber discurso entre los lobos marinos? Meneó la cabeza y apretó los labios. Se estaba inmerso en el mundo de las injusticias justamente cuando se ejercía la justicia, la justicia humana. ¿Y la justicia mamífera, qué? Tenía que existir, por encima de la pequeña, mezquina y cultural justicia humana, una justicia mamífera superior. Superior porque era más omnicomprensiva. Iría más allá de la lupa civilizatoria y de su módico recorte. ¿Alcanzaría el futuro humano ese estadio? Parecía imposible. Nunca reconocerían la superioridad de los lobos marinos. Nunca los seres humanos aprenderían. Antes estarían dispuestos a desaparecer por mera altanería. El animal racional, menudo idiota. Imbécil hasta lo último. Se indignaba y en su indignación iba y venía ese españolismo, el “menudo idiota”, más incluso que el argentino “boludo hasta la misma mierda”, que surgió por fin pero que le sonaba casi menor a lo otro.

Toda esa irritabilidad que su esposa le reprochó en los últimos años de casados no era más que testosterona. Podría haberle dicho a ella: “testosterona”, y hubiera sido lo mismo que nada. El mundo seguía girando según sus parámetros. No se hacían visibles en verdad los lobos marinos en las concepciones humanas aunque los observaran por meses; luego el humano no comprende. Recordó el informe Kinsley. Afirmaba que los grandes monos adultos practicaban sexo una vez por día. Ya tenían vida social que generaba tensiones y a su vez ninguna moral sexual. Podía tomárselos como modelo para el Sapiens antes del proceso cultural, antes de la represión y del malestar de la cultura, como diría Freud. Era lo que un hombre y una mujer necesitaban para mantener cierto equilibrio psíquico. En el fondo, no somos más que grandes monos, macho y hembra. Con su esposa, desde ya, no se acercaron ni remotamente a esos ritmos, sobre todo en los últimos años. Ricardo recordó que algo de esto había esgrimido frente a ella en una disputa previa a la separación. Fue un intento suyo por analizar fríamente la cuestión. Planteó lo de los grandes monos. Y su esposa lo tomó de la peor manera; arrojó argumentos como jabalinas sobre él, desde su frialdad sexual de los últimos tiempos a sus comportamientos de mono salvaje y estúpido. No hubo forma de razonar o ella razonaba a su manera. Había sido impotente para explicarse. Y ahora, frente a los lobos marinos, todo se explicaba perfectamente casi sin palabras. “¡Ave, César!”, se exaltó y “gritó” sin arrojar sonido, solo para su fuero interno. Pero luego, viéndose solo, no pudo contenerse. “¡Ave, César!”, gritó, dirigiéndose al macho vencedor. Y luego, otra vez: “¡Ave, César!”, más fuerte, más decidido, rindiéndole verdadero tributo al animal enorme, enjundioso, que se erguía en medio del pequeño grupo de hembras. Y, de repente, advirtió un auto estacionado no muy lejos de donde él estaba. No lo había escuchado. Quedó algo desconcertado y en parte llegó a maldecir esos motores silenciosos que se fabricaban últimamente. No se bajaba nadie. Era un auto rojo, tirando a bordó, con los vidrios algo polarizados, por lo que no podía ver hacia adentro. Pero estaba seguro de que hacía un rato no estaba y de que no había bajado nadie. Se figuró que adentro había una familia. Era lo que solía suceder en enero en los lugares de vacaciones. Una familia que no se animaba a bajar dados sus gritos. Lo habrían tomado por un loco furioso o, lo mínimo, un exaltado peligroso. Echó un par de miradas más hacia el auto bordó y se fue alejando hacia el suyo, uno gris que estaba a unos cien metros. “La familia simio que no baja”, se dijo. “Más que nada porque cuidan a sus monitos, cuidan la supervivencia de sus genes como cualquier bicho”. Caminó rápido unos cincuenta metros y luego ralentizó el paso. Seguían sin bajar. “¡Hijos de puta!”, se dijo. “Son cagones como la mierda”. Se detuvo. Tenía ganas de ir a golpearle el vidrio al conductor. Le diría: “mono hipócrita”, bajate del auto. Pero enseguida retomó la marcha, acercándose al suyo. “Simios”, se decía, “escondedores, cagones, astutos”. Pensaba que el tipo se había asegurado de que las puertas estuviesen cerradas.

No obstante, no se subió de inmediato a su auto. Se quedó parado, sin decidirse a subir. Unos cien metros más allá, el auto bordó seguía en su silenciosa inmovilidad. Se apoyó ligeramente en el techo de su auto, mirando al otro. Tenía deseos de matarlos. Una familia telerín, como sus vecinos de planta baja en Buenos Aires. No debían ser cuatro hijos, como los de allá; se figuró que serían dos. Cuatro monetes ahí encerrados, temerosos. Se lamentó de no tener un arma en el auto. Hubiera podido esgrimirla y acercarse con toda tranquilidad. Seguro habrían huido, pero tal vez, por nuevo que fuese el auto, algo le fallase. Se imaginó esa circunstancia: él acercándose, muy sereno, y el otro, desesperado, tratando de poner en marcha un motor que no arrancaba, que el mono asustadizo, por asustadizo, había ahogado. En el momento crucial de su vida, el mono responsable de su prole fallaba, se desesperaba. Le parecía hermoso imaginarlo. Un mono orgulloso de serlo, despreciador de los lobos marinos, a los que iban a ver como espectáculo de seres de suyo inferiores, simples animales. Miraba el auto bordó y escuchaba la barahúnda de gaviotas y lobos marinos. Podía quedarse ahí hasta que los monos se fueran. Una suerte de desafío de su parte. Apoyó la frente en su brazo. La barahúnda era una música a la que no quería renunciar. Era como un elixir. ¿Por qué carajo había ido en enero, con el incordio de todas esas familias telerines que andaban por todos lados? Separado, con una relación cada vez más débil con sus hijos, hubiera podido ir por ejemplo en mayo. Vacacionar en mayo, ¿por qué no? Juzgó que sus pacientes, por los cuales había optado irse esos días, miembros de familias telerines, podían irse bien a la mierda. Él se había visto forzado, por razones económicas, a coincidir con ellos; pero en el futuro ya no, comería caca si fuera necesario. Rencoroso, olvidado ya en buena medida del auto bordó, subió al suyo y arrancó el motor. Marcha atrás, hizo un corto giro y detuvo el auto. Los del auto bordó bajaron. Eran tres. Una pareja bastante madura y un adolescente de unos dieciséis años. Parecían muy tranquilos. Tal vez se había engañado porque… se iban alejando de su auto y se acercaban a la baranda. ¿No se daban cuenta de que él podía ahora ir con su auto y detenerse entre la baranda y su medio de escape y tenerlos a su merced en caso de tener un arma? Quizá no habían escuchado su grito de devoción al lobo marino, quizá se habían demorado por otros motivos. No parecía que le echaran miradas, o si lo hacían lo disimulaban muy bien. El hombre mayor, de unos cincuenta y pico, casi sesenta, era bien grandote, casi una mole. No tenía trazas de hombre de tener miedo. Era un mono fuerte, de esos que donde van son atendidos con prontitud y cierto esmero. Se le ocurrió a Ricardo que tal vez incluso estuviese armado. El supuesto hijo parecía muy cachazudo con su gorra al revés. Tenía pinta de atorrante. Pensó que podían ser kukas. Kukas veraneando, seguramente quejosos de Macri. Le dio odio; puso primera y se fue alejando lentamente. Le habían arruinado su comunión con los lobos marinos. En verdad, no valían más que las cucarachas.

Antes de subir a la ruta, detuvo el auto. Resopló, decepcionado consigo mismo. ¿Se había dejado correr por esos kukas? Se le hacía evidente que sí. ¿De dónde iba a sacar el valor necesario para terminar con el padre de la familia telerín del PH de abajo? Porque a ese petiso morrudo lo tenía entre ceja y ceja y planeaba matarlo. Estaba harto. Estaba harto hasta los huevos de esa alegre displicencia con la que el tal Miguel dejaba correr los días. Cuatro hijos y pachorrero. Cuatro hijos y ni una pelea con la mujer. Jamás se los escuchaba. Con la esposa se trataban de “gordi”, cariñosamente. Estaba en Puerto Madryn y se acordaba ahora de él, del tranquilino. En realidad, en esos días más o menos benévolos del veraneo se le había ocurrido que podía planear la manera de eliminarlo. Casi como un paladeo divertido, como la anticipación de un placer. Ricardo volvió la vista hacia el trío del auto bordó, que ahora se apoyaba en la baranda y miraba la colonia de lobos marinos. El tranquilino no debía ser kuka, ya que tenía el televisor clavado en Canal 13, pero era indiferente de algún modo. En los años de la yegua había estado… él diría que impertérrito, llamando y llamando al delivery, casi contento de cómo discurría todo, de los paquetes de comida con los que atravesaba el pasillo. Él lo había visto varias veces andando con su ramplona aquiescencia por todo. Y allá, los kukas se reían. No debían tener ningún respeto por los lobos marinos. Constituirían para ellos un espectáculo barato, los machos como simples gladiadores.

Y él que se iba. Cobardón. Cobardón como Borges, él que era borgeano. Porque debía de reconocer la cobardía del decidor malicioso, del decidor brillante. Borges, que había zaherido la democracia como nadie, que se había burlado de ella hasta dejarla como un bollo de papel higiénico usado, luego se desdijo, luego retrocedió en chancletas. Terminó admitiendo las supuestas bondades de la democracia, abjurando de Videla y de los hombres de armas. Borges, haciendo el tonto con Alfonsín y con el alfonsinismo. Él no tenía ni diez años en aquellas épocas pero estaba bien informado. Había leído mucho al respecto, había visto una gran cantidad de videos. Conferencias, entrevistas, material de archivo. Borges el burlador, el aristócrata del intelecto y de la palabra, devenido en balbuceador de las verdades del progresismo berreta, acorralado en una suerte de minusvalía intelectual. Borges había traicionado. Y si bien el arte de la traición era bien propio de los hombres brillantes, tenía que admitir que la traición de Borges fue más bien penosa. Él mismo debió de advertirlo y se fue a Ginebra. Debía de sentir compasión de sí mismo y debía de ser plenamente consciente de su cobardía, de sus calzoncillos cagados. Los hombres de coraje y de cuchillo, el doctor Francisco de Laprida, sus mayores, su verba ingeniosa e indócil. Y luego eso.

Ricardo masculló un insulto, puso primera y su auto subió bamboleándose a la ruta.

Marzo 2018

RESTABAN TODAVÍA MÁS DE quince minutos, según el reloj del living. Ricardo exhaló aire con fastidio. O le faltaba tiempo y el paciente lo agarraba terminándose de bañar o defecando o, por el contrario, le sobraba y no sabía qué hacer por un rato que se le hacía extremadamente largo. Tener la consulta en su casa era un feo incordio al que no se acostumbraba. Aunque no tenía más remedio. Desde su separación, hacía tres años, le era imposible sostener dos alquileres y pasar dinero a su ex. Sus hijos estaban lejos todavía de los dieciocho años (de hecho a Begonia, la más chica, le faltaba una década) y de todas maneras sospechaba que se vería en la obligación moral de dar algo de dinero a sus hijos. Como fuere, una década a sus cuarenta y dos años era mucho tiempo. Una década con sus pacientes ahí, metiéndose en su casa uno tras otro.

Prendió el televisor casi como un automatismo. No podía leer cuando esperaba a los pacientes. Lo roía cierta ansiedad. Casi siempre, en esos lapsos en que estaba listo con antelación, prendía el televisor y miraba con una atención más bien flotante. Apenas si veía o escuchaba. Pero esta vez prestó algo más de atención. Era un canal internacional que le había quedado puesto del día anterior. Quizá la BBC, porque era en inglés. Se había aficionado a la BBC aun cuando entendiera la mitad de lo que se decía. Con esa mitad le bastaba. Le gustaba decirse que miraba la BBC incluso cuando no alardeaba con nadie por temor de que le hablase en inglés y quedara en evidencia. Una vez, bastante tiempo atrás, había hecho alarde y una conocida le propuso que tomara como paciente a una amiga suya, norteamericana recién llegada a la Argentina. Tuvo que retroceder malamente.

En la pantalla gaseaban a una gente en campo abierto. No pudo evitar mirar el zócalo. Otra vez, los palestinos. No solo los gaseaban, rápidamente advirtió que también les disparaban. Era lo malo de esos canales internacionales: salían cosas que no tenía ganas de ver ni de saber. En este sentido, los canales locales eran mucho más satisfactorios. En las imágenes, grupitos de gente arrastraban a los heridos o tal vez muertos, alejándolos de los soldados israelíes que estaban detrás de unos cercados. Esos alambrados eran muy fuertes y no se entendía por qué reprimían tan ferozmente. Había tanquetas y los soldados israelíes parecían verdaderos robocops. En verdad, no parecían humanos, a lo sumo una combinación de carnes con maquinaria, cíborgs. Era evidente que al pertrecharlos buscaban eso. Y no solo el ejército israelí, por lo que había visto. Las fuerzas de seguridad en el mundo entero buscaban aquello que, él suponía, habían buscado transmitir los nazis con su uniforme: ¡atenti!, que no somos humanos. Ricardo se figuró que no cabía esperar compasión ni tregua ni posibilidad de herirlos, solo cabía huir o rendirse y que las maquinarias cesaran en su función. La carne de la derrota.

Ahí estaba, en la pantalla, la debilidad de lo humano, su minusvalía. Los hombres-máquina por un lado y los humanitos huyendo. ¿Cabía tener piedad? Él despreciaba lo humano. Hacía un tiempo que decía haberse ido del ser humano porque en él ya no tenía lugar. Y lo decía con una mezcla de lástima y de complacencia. A veces, casi de nostalgia. Lo humano era lo étnico, lo racial, la búsqueda de una belleza imposible. Algunos palestinos volvían a acercarse al alambrado e, ingenuamente, tiraban piedras.

Pero los israelíes —discurrió—, con su desprecio brutal y victorioso, también eran humanos, por mucho que sus soldados se disfrazasen de máquinas. Eran étnicos hasta la médula y en realidad no había Estado más étnico en el mundo que el israelí. De modo que lo que veía no era más que la realización de lo humano. En última instancia, se le ocurrió, los palestinos estaban en el lugar donde debían ser matados para que el fenómeno hombre se perpetúe. Era así, simplemente. Debían eliminarse para que el humano continúe con lo suyo. No quería ver lo que veía. Ni siquiera sabía por qué. Él se había ido de lo humano. Lo que veía era propiamente un drama humano. En realidad, lo dejaba frío. No le importaban los palestinos. Le importaban un rábano, sufrieran lo que sufrieran. Así reventaran niños estallando en pedazos. Sabía que esas cosas ocurrían. Lo sabía por esas malditas cadenas internacionales. Más le hubiera valido no saberlo, por esto amaba TN. Y, no obstante, al fin de cuentas, no le importaba.

Sonó el timbre. Chasqueó la lengua. Era un timbrazo que —él lo estimaba así— se prolongaba en exceso. Al menos, no era nada tímido. Era el segundo largo, tal vez dos segundos, que se permitía quien pagaba la sesión. Y quien pagaba bien la sesión, porque él no era un psicólogo económico. Prefería no atiborrarse de pacientes, estrategia que tenía en menos. Sus pacientes de todas maneras pasaban la veintena y estaba harto de sus dimes y diretes, de sus nimiedades narcisistas. Se puso de pie con bronca. Tenía, además, que bajar las escaleras para abrirle y luego subir con el paciente, precediéndolo. Era lo que odiaba de ese PH. Cada paciente significaba subir y bajar esas escaleras en bastante mal estado, con paredes ajadas, y él tratando, penosamente, de mostrarse ágil. Tenía la seguridad de que perdía dignidad, de que se rebajaba. Jamás un terapeuta de fuste, según su perspectiva, debía meterse en esos menesteres de subir y bajar escaleras. A lo sumo, debía abrir parsimoniosamente una puerta y mostrarse acogedor, corpóreo pero a la vez superior.

Se precipitó escaleras abajo. Este, el primero de la tarde, era un profesor universitario que también escribía literatura. Debía ser antropólogo, si mal no recordaba. Un mal profesor, mal antropólogo probablemente y un mal escritor también muy probablemente. Sus cuitas lo tenían harto. Los líos de familia se le enredaban en la cabeza y no acertaba nunca quién era quién. Confundía a la cuñada con la hermana, a la tía con la abuela. Los hijos, los sobrinos; el matete de nombres era inextricable para él y lo incordiaba. Apenas si ubicaba a su esposa, a la que tenía por víctima del escritorcito de poca monta. “Tunante”, se decía cada vez que abría la puerta. Era inofensivo, por supuesto, excepto que había que escuchar sus quejas (ese era su caso) y sus grititos (debía ser el caso de su esposa). En realidad, penaba porque sus nouvelles no se vendían y apenas si se publicaban en editoriales pequeñas. Eran libros breves, que pasaban sin pena ni gloria, reseñados más o menos elogiosamente por amigos literatos. Pero las reseñas también caían en saco roto porque en Argentina nada que fuera favorable a algo era creíble. Ricardo había tratado de tranquilizarlo al respecto: el día que lo demolieran con una crítica negativa, los lectores de la nota iban a creer a pies juntillas que era un escritor deplorable. En Argentina, solo se creía en lo que se erigía en contra; a favor, desde ya era porque había un interés espurio. Y Ricardo mismo, obviamente, como buen argentino, también sospechaba que los reseñadores eran amigos de él y que bien valía la desconfianza y la indiferencia de los lectores. De modo que lo llamaba a la calma y a la dignidad. Nadie iba a creer en nada hasta que lo descuartizaran y entonces no cabía tener esperanzas por más amistades que cultivase en el mundillo literario y por más que se echase de felpudo de este o de aquel. Era inútil desgañitarse y adular y estar en todos los actos literarios con mejor asistencia y puntualidad que un Sarmiento. Tenía que distenderse y saber a qué atenerse. En última instancia, se le ocurrió decirle una vez como para que entrase en razones, en algún momento, dada la brevedad de sus textos, un editor extranjero lo iba a traducir y ahí cabía la posibilidad del éxito. Incluso, estaba claro, en Argentina. Él, que amaba a Borges, se lo había repetido luego unas cuantas veces: de ser Argentina el mundo entero, Borges hubiera ocupado el lugar de Mallea y Mallea el de Borges, vale decir que Borges estaría en librerías de viejo y casi ni eso y se peregrinaría a la tumba de Mallea, ornamentada con una pluma de mármol de más de quince metros de alto. Él le decía: el problema es el cabotaje, y el otro, el escritor-profesor, asentía y en verdad parecía serenarse. Ricardo le sonreía y adivinaba que el hombre pensaba a los alemanes o a los franceses como verdaderos justicieros que lo iban a rescatar tal una doncella a la que retenían en un sótano maloliente.

Él le aconsejaba el cuento. Solo porque, según creía, lo breve abría la oportunidad de que alemanes o franceses se decidieran a hincarle el diente. Se figuraba que jamás lo harían en el mamotreto de un sudaca. Ya no. Los 60 estaban enterrados. Unos cuentitos; si el primero era contundente, por ejemplo, y exóticamente gracioso, tal vez era posible que… ¿Por qué se metía a consejero? Esto se lo preguntaba muchas veces. Los pacientes le importaban nada, excepto sus billetes. Juzgaba que los que tenían más de treinta años pagaban al divino cohete. Sabía, por experiencia, que a esa edad los individuos han desarrollado verdaderas estructuras mentales. Por mucho que fueran solamente circuitos neuronales de cargas electroestáticas o de moléculas proteicas, dependiendo de la escala de observación con que se quiera ver el fenómeno, aun así, se convertían en verdaderas ciudades que existían muy sólidamente, con sus edificios y sus vías de circulación. Todo el bla bla de la terapia era impotente para modificar esas estructuras, que solo en apariencia podían tenerse por sutiles y expugnables. Con la terapia, se cargaban un poco de tensión eléctrica cerebral o se aliviaban un poco, dependiendo de un rumbo que a su vez era independiente de él. No difería mucho de una charla cualquiera, por mucho que él captase al vuelo algunas palabrejas aquí y allá del discurso del paciente y estableciese algún camino al sistema cloacal de la ciudad, al inconsciente, diría Freud. Eran claves para entender cómo se había construido la ciudad tal vez, la topografía del lugar incluso; pero a los fines prácticos no tenían incidencia. Saber o no saber era lo mismo. Había llegado a esa conclusión luego de unos catorce años de experiencia terapéutica y su descubrimiento no le importaba mayormente. Que tomaran pastillas. Al fin, era lo que sus pacientes hacían. Ansiolíticos y antidepresivos. No cabía otra. La psiquiatría, para bien o para mal, bombardeaba las ciudades y lograba cambios. Edificios se desmoronaban, autopistas quedaban intransitables. Calles atiborradas se vaciaban, se hacían transitables. Como fuere, modificaban algo las estructuras porque actuaban sobre la base material, sobre las redes de cargas eléctricas y, por lo tanto, sobre la constitución molecular. O al revés, no le importaba. Él simulaba ante los pacientes que ignoraba completamente de qué se trataban las drogas psiquiátricas y hasta cierto punto trataba de mantenerse ignorante. Pero sabía más de lo que dejaba trasuntar y cuando se enteraba de que a uno de ellos le habían recetado antidepresivos no opinaba al respecto y empezaba a calcular que se le haría un hueco en la plantilla. No era algo seguro, solo probable, porque en realidad casi todos sus pacientes tomaban pastillas, incluso los que tenía hacía más de diez años. Pero ya sabía que los ansiolíticos eran nada más que fuego de armas livianas y que los antidepresivos eran fuego de artillería. Cuando los poderosos morteros entraban en acción, o los misiles de la fuerza aérea, las cosas cambiaban radicalmente. Mal o bien, la ciudad se modificaba.

Por ende, no se interesaba mayormente por lo que escuchaba de sus pacientes, excepto que fueran jóvenes, en particular los que tenían menos de veinticinco años. De todos modos, de esos tenía en estos momentos solo dos y le caían antipáticos. Uno era un kuka de la Cámpora que había heredado de un colega, un trepandini —así lo llamaba para sí— de veinticuatro años que ahora temblaba porque su carguito podía desaparecer en cualquier momento. Le faltaban dos materias para terminar Economía pero se había acostumbrado a viajar gratis por Aerolíneas y no daba los finales. Todavía viajaba y le plantaba la sesión cada dos por tres, de manera que él deseaba fervientemente que lo echaran, que Macri se decidiese en verdad a hacer lo que tenía que hacer.

Con los mayores, iba sacando esas palabrejas que supuestamente conducían al inconsciente, o que tenían ciertos visos de “descubrimiento” y de posibilidad de llegar a ciertas verdades. Los grandes caños hacia el sistema cloacal de la ciudad. Pero él las arrojaba nada más que para ganarse un prestigio frente al paciente y que este tuviera la impresión de que las sesiones le servían para algo y siguiese pagando. Eran palabras que quedaban flotando en el ambiente, que el paciente admitía como de cierta importancia, algo a asimilar, y que solía aparecer al final de la sesión. A la siguiente sesión él la había olvidado y el paciente casi también; la vorágine de los problemas y de la vida misma había llevado en una semana sus preocupaciones hacia otros rumbos. Nadie quería meterse tampoco en el sistema cloacal y más valía que las municiones a las que recurría hiciesen su trabajo en superficie. Pero entre las palabrejas y los consejos lograba su cometido: retener pacientes. Nunca los consejos tenían que incumbir a algo en verdad importante y, sobre todo, no debían poder ser contrastados en términos de éxito o de fracaso. El arte de sus consejos consistía en darle prestigio a ojos del paciente, tener apariencia de inteligentes y hasta de astutos o hábiles y, en definitiva, nunca poder ser tachados de errados en la medida en que atañían a cosas que iban a quedar en la nebulosa.

Así, le aconsejaba a este paciente el escribir breve, que por otro lado era lo que él quería hacer. Abrió la puerta de calle y se encontró con la consabida cara de monito ansioso del escritor-profesor. Hacía poco más de un año que lo tenía de paciente y tenía la impresión de que el aire de monito de sus facciones había avanzado bastante. Quizá, el ansia de fama del escritor lo llevase a la morisqueta cuando dormía; quizá, a morisquetas morales y metafísicas. Muecas frustradas y vengativas dirigidas al mundo o a los escritores exitosos. Como fuere, iba surgiendo una carita de mono avergonzado, uno más bien triste e irritable pero que a la postre se iba resignando y que se reía en parte de sus fracasos. O sea, no era un monito peligroso y nunca lo iba a ser. Ricardo lo saludó con simpatía y se dieron un beso antes de que él le franqueara el paso. Estaba un poco más gordo, especialmente o casi exclusivamente en el torso; en los brazos y en las piernas no fijaba las grasas. Era un día de calor, su paciente estaba en bermudas y remera y sus fealdades se hacían bien evidentes. Ricardo se